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EL HOMBRE QUE VENCIÓ AL RENCOR

ELISEO AQUINO/STEVEN LÓPEZ

TODOS los integrantes de la familia Pinto estaban sentados alrededor de la mesa para el desayuno diario. Vivían en una humilde casa típica de la selva amazónica de Colombia y, como muchos, habían emprendido el cristianismo con admirable devoción. Aquella mañana no era tranquila, había preocupación a causa de las alarmantes noticias recibidas.

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Delio Pinto, el padre, le comentaba a su esposa Deonilde sobre un grupo de sicarios que lo buscaba en el templo cristiano donde era el encargado de las prédicas; lo había amenazado de muerte intentado obligarlo a no difundir la Palabra. Era, sin duda, hecho alarmante, pero no estaba dispuesto a dejarse atemorizar.

La esposa sollozó casi en silencio, presintiendo el peligro que se cernía sobre la familia. Desde hacía muchos años los grupos armados asolaban los pueblos del departamento de Caquetá, al sur de Colombia, cerca a la frontera con Perú, pero nunca antes habían intimidado de ese modo a las iglesias cristianas. Cuando comenzaron las amenazas, el pastor de la iglesia a la que acudía la familia Pinto tuvo que abandonar el pueblo.

Delio quedó a cargo de la congregación y, junto a sus siete hijos, cada noche acudía al templo pese a las amenazas.

Aquella mañana, levantó a su familia para ha- cer un devocional; despues de cantar y leer la Palabra de Dios, tomó un café, habló con su esposa por algunos minutos y compartió unos momentos con sus hijos. Sería la última vez que lo vieron con vida.

Un grupo de desconocidos lo llamó desde afuera con voz imperativa. El temor se apoderó de toda la familia, los niños corrieron hacia el regazo de la madre; los más chicos lloraban mientras ella trataba de infundirles calma.

Pese al miedo intenso, todos salieron. Allí estaban los amenazantes hombres que, armados hasta los dientes, pretendieron llevarse de inmediato al predicador hacia otro lugar. Sin embargo, la familia lo rodeó para impedirlo. Dubier, uno de los más grandes, pedía a Dios que salvara a su padre.

Aquellos hombres carecían de contemplaciones. Sin reparos, lanzaron una ráfaga de metralleta; todos se arrojaron al piso en medio de gritos de pánico. De pronto, vieron que Delio yacía en el piso, en medio de un charco de sangre. Estaba muerto.

Aquellos hombres huyeron con rapidez; habían cumplido la amenaza y asesinado a un hombre por el solo hecho de predicar la Palabra. La noticia corrió rápidamente; decenas de vecinos llegaron a la casa y trataron de calmar el inmenso dolor de la familia.

La semilla del resentimiento

Dubier nunca pudo borrar de su mente las escenas trágicas de aquellos días. Su padre que yacía en el ataúd, las desgarradoras lágrimas de su madre y sus hermanos, y el enorme vacío a causa de la ausencia paterna. No podía entender tamaña crueldad. Sentía resentimiento con el mundo entero y hasta con Dios.

Luego del entierro, todos los integrantes de la familia Pinto abandonaron el lugar. Solo él, a pedido de su madre, se quedó a cuidar la casa por un tiempo, mientras buscaban alguien que lo comprara o alquilara.

En la soledad de las noches, recordaba sin pausas los trágicos sucesos del día en que perdió a su padre. No lo olvidaba ni entre sueños; muchas veces despertaba aturdido, a veces llorrando, como si volviera a vivir el instante mismo del crimen.

Tenía 13 años y asumía el rol de un adulto. En el futuro, debía abandonar sus sueños para trabajar y llevar el sustento a su hogar. Quería ser profesor, pero la muerte de su padre destruyó su proyecto de su vida.

Meses después, se enteró de que los hombres que asesinaron a su padre terminaron muertos luego de un enfrentamiento con el ejército colombiano. Aunque muchos vecinos decían que la justicia tarda pero llega, para Dubier esa noticia no le sirvió para erradicar de su corazón el resentimiento a Dios.

Pese al miedo intenso, todos salieron. Allí estaban los amenazantes hombres que, armados hasta los dientes, pretendieron llevarse de inmediato al predicador hacia otro lugar. Sin embargo, la familia lo rodeó para impedirlo (…)

Pese a lo sucedido, su madre no dejó a Dios de lado y continúo asistiendo a los servicios evangelísticos junto a sus hijos. Sin embargo, él no hacía lo mismo; a escondidas, empezó a salir con malas amistades, quienes lo inducían al vicio, las bebidas alcohólicas y las fiestas.

Trato de Dios

Por muchos años, Dubier Pinto llevó una vida doble. Mientras hacía caso a su madre e iba a la iglesia, por otro lado, se involucraba más con los malos amigos.

Cierto día llegó a la iglesia y escuchó la enseñanza bíblica de Daniel; el pastor narraba cómo, pese a perderlo todo y ser llevado esclavo a Babilonia, el profeta decidió en su corazón no contaminarse y servir a Dios.

La historia bíblica impactó su corazón y le hizo entender que el Señor, pese a las adversidades, tenía un propósito. Redargüido por el mensaje, corrió a la casa entre sollozos, se arrodilló y levantó las manos para pedir perdón al Creador por su enojo y una oportunidad para servirle.

En ese momento, una presencia especial se sintió en el lugar y el Espíritu Santo ingresó a su corazón; todo odio y resentimiento se esfumó de su corazón y entendió la razón por la cual falleció su padre.

En la soledad de las noches, recordaba sin pausas los trágicos sucesos del día en que perdió a su padre. No lo olvidaba ni entre sueños; muchas veces despertaba aturdido, a veces llorrando, como si volviera a vivir el instante mismo del crimen.

Predicad mi palabra

Dubier Pinto corrió a su madre, la abrazo, le contó la hermosa experiencia que tuvo y anunció que había decidido servir a Dios pese a toda adversidad.

Empezó a trabajar en la viña del Señor predicando a sus vecinos, amigos y compañeros de trabajo, testificando de su cambio y de las grandes bendiciones que Dios provee a quienes le sirven de todo corazón.

Compartía lo sucedido a su padre y cómo Dios les había mostrado su misericordia para su familia.

A los dos años, descendió a las aguas del bautismo y se convirtió en miembro de la Obra del Movimiento Misionero Mundial de Colombia.

Muchas veces se encontró con otros grupos armados, que le atemorizaban para que no predicara el Evangelio de Jesucristo, pero Dios guardó su camino y nada le llegó a pasar.

A los 23 años fue enviado como misionero a la frontera con Perú, donde estableció una hermosa casa de Dios. Un año más tarde, luego de un prolongado tiempo de oración contrajo nupcias con la hermana Yoleni Ríos.

Por muchos años trabajó en comunidades indígenas y fue de testimonio para muchos jóvenes misioneros. En la actualidad, con 33 años, viene trabajando junto a su esposa y sus dos hijas, como misionero en el Perú.

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