TijuaNeo

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Su primer instinto fue levantarse y buscar el camino a casa, el corazón le latía con fuerza, miedo, soledad y angustia golpeándole el pecho como a un tambor de hojalata … todo era demasiada carga, quiso correr para

llegar al hogar, esconderse en ese rinconcito del mundo que era suyo, ahí donde el afuera se perdía y como en el vientre materno solo había calor, protección y amor, ahí donde manos suaves lo esperaban para acariciarlo y las risas infantiles eran la música diaria, ahí donde él era el rey, la guía, el ejemplo, ahí donde tenía que ser grande aunque fuera chiquito, donde debía ser concreto cuando era arena, donde siempre era leña y nunca fuego, ahí donde él era el rígido hielo para que los otros pudieran ser agua ligera. Caminó sin rumbo varias calles, negocios y casas pasaron como fantasmas fugaces que se perdían en su andar, cuando se dio cuenta ya estaba en la parada del camión, su piel trasminaba olor a alcohol, tabaco y sudor, pero en esa esquina de espera, su aroma se confundía con el de lociones, perfumes y jabón de aquellos recién bañados y arreglados que se dirigían al trabajo, quiso ser invisible, que nadie lo viera, que nadie lo oliera, que sus ojos no se cruzaran con los de otros, que nadie fuera testigo de su lamentable presencia. Cuando por fin llegó el autobús, metió sus manos a los bolsillos del pantalón, no encontró nada, estaban vacíos, tan vacíos como ahora se sentía. ¿Cómo pagar el viaje?, ni un peso, ni un centavo. Esos bolsillos eran la prueba material de que esa noche

pasada no solo las ratas festivas habían sido testigos de su existencia. Cuando pasó de ese estupor sorpresivo alzó la mirada de nuevo y la soledad volvió a rodearlo ahora en esa esquina, bajo un sol que casi lo encendía en llamas. Acaso habían pasado unos segundos, minutos, cuando el camión se había llevado el aroma a limpio, cargando sobre sus ruedas a todas esas personas con sus corbatas y tacones, con faldas recién planchadas y camisas almidonadas rumbo a sus rutinas diarias. Ahí estaba en esa esquina parado como estatua de sal, encantado y sin brújula y como prueba de su existencia el sonido persistente de su corazón angustiado, lo sentía en el pecho y en la garganta, como percusión acelerada recordándole segundo a segundo que estaba vivo, desamparado y maltratado, parado en ese rincón del mundo, desaliñado y sucio, los ojos se le nublaron y en el correr de esa lágrima solitaria por su mejilla sintió y extrañó la caricia ausente de la falda de su madre con olor a cocina en la que de niño se sujetaba para no caer. Quiso encontrar algún camino pero sus ojos rojos por los excesos y húmedos de dolor no lo ayudaron mucho. Caminó, caminó y siguió caminando,

El tiempo se resumió en días y noches, soles y lunas, y al pasar el calendario dejó de ser la presencia ajena en ese parque, para ser parte de él como la fuente y sus árboles, ahora festejaba el ruidoso canto diurno de los pájaros y el festín dominguero en los cestos de basura. De ciudadano con el pasar del tiempo pasó a convertirse en mendigo, había perdido nombre, vergüenza y familia y el hedor de sí mismo como eterno compañero le recordaba lo que era ahora, un ser libre, tan libre como ese ejercito de ratas que vivían en el parque viviendo de los desperdicios de la humanidad.

Por Rosalba Velasco.

El olor de la calle se le quedó impregnado en el saco y pantalón de vestir, ese aroma a fierro viejo de una banca de banqueta, de parada de camión ó testigo inmóvil y cómplice de un paseo en el parque. Lamió sus labios deshidratados, tenían sabor metálico, mezcla de perfumes y lociones baratas, sobras de comida y un dejo de orines. El güero lo despertó cuando sus brazos dorados le abofetearon la cara, con los ojos cegados ante la luz matutina y con el aliento a alcohol mal digerido, se miró hacia sí mismo, un guiñapo de ser humano, despeinado, desaliñado y sucio, jamás se imaginó despertar así. Pero ahí estaba… tirado en esa banca y su cuerpo temblaba, ¿era el frío, la cruda o el dolor?, ¡que importaba!, ahí estaba sintiendo los rayos de ese amanecer. Solo, crudo, maloliente y como testigos de su deprimente existencia las miradas lejanas y alertas de decenas de ratas viéndolo de reojo mientras gozaban de un gran festín con las sobras que la familia feliz dominguera había dejado el día anterior.

sus pies como si reconocieran la ruta, lo habían llevado de vuelta a esa banca donde había pasado la noche anterior. Ahí sentado de nuevo sintió un alivio, como si hubiera regresado al hogar y miró las copas de los arboles, la arquitectura barroca de la iglesia y su fuente sintió el azul intenso de ese cielo que lo observaba, mirando hacia arriba vio el andar pausado de unos velos de nubes parecidos a alas de ángel como si cuidaran del cielo y su corazón se fue calmando, sincronizando su ritmo poco a poco con esa lenta coreografía celestial, ¿hace cuanto que no miraba el cielo?, no lo recordaba, llevaba años mirando siempre al frente ó hacia abajo para no caer, las manecillas del reloj ó la pantalla del celular. Mirar hacia arriba y ver ese azul hermoso no le procuraba nada para llevar al hogar, jamás vio llover pan, ropa o medicinas, entonces para qué mirarlo. ¿Cuánto tiempo viajó con esas nubes?, nunca lo supo, pero cuando cerró los ojos, de algo sí estaba seguro, jamás había sentido tanta paz en el alma y entonces lloró, lloró y lloró, un río salado le surcó la cara y en su caudal naufragó un barco, el suyo, lo sintió hundirse con familia y pasado, ya en el fondo lodoso vio como poco a poco su nombre se borraba de tanta agua, mojó la solapa y la camisa, mojó la banca y el piso, y cuando ya no hubo más agua que derramar, cuando se había secado hasta los huesos, solo así logró ponerse de pie y moverse, el interés por regresar al hogar se había quedado ahogado en ese charco de lágrimas, jamás volvió a buscar un camino, éste se fue formando solito con el andar.

UN CIUDADANO MENOS

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