Iglesia en Jaén 415

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LAS LECCIONES DEL SEÑOR

Domingo IX del Tiempo Ordinario (A) Este domingo retomamos de nuevo el «Tiempo Ordinario». Ese periodo más largo del año cuya fecundidad radica en dejarnos conducir por el Maestro, que cada domingo convoca a sus discípulos para irnos llevando consigo por el camino, en el que Él es el único experto. A este propósito, la primera Lectura hace hoy mención de cómo Moisés, una vez sellada la Alianza con Iahveh, puso al pueblo reunido en la alternativa de escoger entre dos caminos: o seguir con fidelidad los mandatos del Señor que llevaban a la bendición, al estar tan vinculados a sus promesas; o irse tras dioses extranjeros que conducían a la perdición, por no ser sino proyección de aspiraciones humanas. El Salmo que sigue después quiere afianzar al que opta por el Señor, «en la seguridad de que nunca será defraudado». En el Evangelio es ya Jesús quien, tras proponer en las bienaventuranzas las condiciones para entrar en el Reino, pone hoy a sus discípulos ante la gran alternativa: o escuchar e incluso predicar lo que nos proclamó, pero sin ponerlo por obra como quiere el Padre Dios; o escuchar y poner en práctica sus palabras, siguiéndolo por imitación. Para animarnos con toda seriedad a la verdadera opción, el Maestro nos anticipa lo que ocurrirá el día en que venga ya como Juez: pondrá en evidencia la mentira de los discípulos que lleguen alardeando de haber escuchado e incluso propagado su verdad, sin haber construido sobre ella sus vidas; mientras que serán reconocidos como auténticos discípulos los que, por haber puesto en práctica sus palabras, puedan mostrar ese día, en el que ya no caben apariencias ni engaños, la solidez de su construcción. Justo por no haberla cimentado sobre opiniones del momento; ni haberse dejado arrastrar por lo que la mayoría llegó a consentir; ni haberse conformado con emociones sin conversión a la voluntad de Dios. Es la solidez de quien se mantuvo en pie frente a todo viento en contra, por haber edificado: sobre la palabra que el Maestro, de domingo en domingo, nos va recordando; y en virtud no solo de su esfuerzo, sino del amor con el que también de domingo en domingo se nos da en alimento. De modo tajante nos lo advierte hoy el Apóstol, en la segunda Lectura, al asegurar que no basta la Ley y su conocimiento para que el hombre llegue a ser justo. Sino que hace falta, ante todo, la gracia: ese amor gratuito de Dios, manifestado y ganado por Cristo con su entrega, que sólo podemos acoger reconociéndolo por la fe y alimentándolo en la comunión eucarística. Luego, sólo después, podremos ir construyendo la vida cotidiana sobre ese fundamento y con esa fuerza.

Domingo X del Tiempo Ordinario (A)

MANUEL CARMONA GARCÍA

Los mismos educadores cristianos sirven, a veces, de transmisión de ese criterio tan extraño al Evangelio –¡aunque parezca que no!– de que «lo importante no es ir a Misa, sino saber amar y amarnos como el Señor nos mandó». Supone una daga mortal contra el domingo y la vivencia más genuina del culto cristiano, en el que de ningún modo cabe esa alternativa ni esa distinción. Justo porque consiste en experimentar sacramentalmente y ser así capacitados para poder amar «como Él nos amó». De esto va hoy la lección del Señor. En la primera Lectura escuchamos, por boca de Oseas, lo que más agrada a Dios: «misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos». Y es que sólo el que es misericordioso muestra dejarse llevar y estar identificado con el amor que define a Dios. De ahí que el Salmo insista en que sólo «el que sigue el buen camino» indicado por Dios tiene la condición, para que el sacrificio y los holocaustos que ofrezca alcancen su favor. Mejor que con palabras, es con su propia conducta como nos lo quiere enseñar hoy el Señor en el Evangelio. Aquel día se fijó en Mateo: un publicano que estaba sentado en su mostrador; uno de esos que se enriquecían con la comisión que Roma les dejaba, por prestarse a cobrar sus impuestos; uno de los que, por eso, eran tan odiados por el pueblo y excluidos de la sinagoga como pecadores, cuya condena era lo único que podían ya esperar de Dios. A éste, sin embargo, se acercó aquel día Jesús para decirle, sin más, «¡sígueme!». Al ser tan inesperadamente llamado al discipulado el que se veía tan rechazado, incluso en nombre de Dios, no se lo pensó. Y, levantándose al momento del mostrador, lo siguió. Era la reacción del que se topaba en Jesús con la misericordia, tan inmensa como desconcertante, de Dios. La única que, de verdad, convierte y puede cambiar el corazón –mejor que la condena y la exclusión en nombre de una justicia, que sólo es proyección de la nuestra–. Y le pasó a Mateo como a tantos otros: sintió la necesidad de que se encontrasen también con Jesús sus más amigos: otros «publicanos y pecadores» como él, con los que únicamente se había podido tratar. Y no otra cosa se le ocurrió, sino montar en su casa un banquete que era lo más adecuado a su alegría y a la situación. Justo porque ofrecía así a sus amigos una ocasión formidable para conocer a Jesús; y a Jesús, una oportunidad espléndida de llamarlos a la conversión, al poder mostrar con su asistencia que, también para ellos, tenía reservado sitio en la mesa de su Reino su Padre Dios. ¡Qué lejos de esta apreciación la de aquellos fariseos que, por no haber reconocido en Jesús –como Mateo– la misericordia de Dios, le criticaban por sentarse a la mesa con los que ellos, en nombre de su justicia, habían excluido del derecho a su salvación! Por eso es ahora el Señor el que cada domingo nos invita como anfitrión al festín de su amor, para que, al contrario de aquellos fariseos, «podamos amar como él nos amó». 27 / 25 MAYO 2008


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