materia de historia

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Corporativismo. La paz social, la estabilidad y el crecimiento económico de los que disfrutó México estuvieron cimentados en buena medida en las instituciones y prácticas corporativas instituidas a finales de los años treinta y perfeccionadas a lo largo de los cuarenta y los cincuenta.

Ahora que la transición política del país se discute ampliamente, surge la pregunta sobre el futuro de las instituciones políticas y del corporativismo en particular. Los análisis sobre este último arrojan dudas sobre la posibilidad y aún sobre la conveniencia de que persista esta institución y práctica política que ha caracterizado al sistema político mexicano.

Con algunos matices, tres han sido los argumentos que presentan al corporativismo como una estructura que ya no tiene o no debiera tener un lugar en el México moderno: la sensible disminución de su funcionalidad tradicional, la incompatibilidad de dicho arreglo con el modelo de crecimiento que se impulsa en el país y la importancia creciente del frente electoral y legislativo.

Quiero analizar la validez de estos argumentos y reivindicar la idea de que el corporativismo, en la perspectiva de la reforma del Estado, puede refuncionalizarse como una forma viable de representación, participación e intervención de la sociedad en algunos asuntos políticos.

La Funcionalidad tradicional Durante varias décadas el corporativismo mexicano se desempeñó de manera efectiva, cuando menos en dos de las funciones que se identifican como propias de las estructuras corporativas: forma de representación y estructura de vinculación política entre algunos sectores de la sociedad y el Estado. No puede decirse lo mismo del tercer elemento que define las estructuras corporativas de los sistemas en los que prevalece un corporativismo de corte social: la participación en la fase de definición de las políticas públicas. Sin embargo, dada la efectividad de los dos primeros elementos, a éste último se le desestimó y sólo en contadas ocasiones pueden constatarse demandas de participación en este sentido.

Desde finales de los años treinta hasta comienzos de los años setenta se constata en México un sistema de representación efectivo en las llamadas clases o grupos subalternos. Efectivo en el triple sentido de agrupar en un número limitado de organizaciones al conjunto de individuos que pertenecen a una categoría funcional y agregar sus intereses; de ejercer autoridad y control sobre


los miembros de la organización y de haber establecido un modo de vinculación estable y permanente con el Estado. Así, el corporativismo mexicano resolvió de manera efectiva los dos elementos propios de la representación: el de la representatividad (hacia dentro de la propia organización) y el de la representación de la categoría funcional hacia el ámbito externo.

En esos años se constituyeron y consolidaron representaciones limitadas en número, obligatorias, no competitivas, ordenadas jerárquicamente y diferenciadas funcionalmente a las que se reconoció y otorgó el monopolio representativo.

Estas representaciones lograron establecer un modus operandi en sus relaciones con el poder en el que, como es propio de las formas corporativas, se establecía un intercambio de "bienes" mutuamente beneficioso. En su canasta de bienes las organizaciones de los grupos subalternos ofrecían la articulación de demandas y apoyos que el sistema requería para lograr los objetivos que los sucesivos gobiernos iban fijando y también la observancia de control sobre el liderazgo de las organizaciones mismas. Esta articulación y control que pudiera aparecer como un "bien" abstracto no lo es y tiene la ventaja de poder materializarse conforme a los objetivos fijados en cada momento. De esta manera, cuando se establecía la necesidad de contener la demanda salarial, las organizaciones obreras eran las encargadas de movilizar el apoyo -generar la conformidad- y desmovilizar la posible oposición a la medida adoptada. Lo mismo ocurría respecto a los precios de garantía si el sector del que se trataba era el campesino, o respecto a la prohibición de alzas de tarifas al transporte público si se trataba del sector popular.

De esta manera, durante cerca de cuarenta años las organizaciones obreras, campesinas y populares jugaron un papel efectivo como controladoras de demandas que se percibían como obstáculos a las políticas elegidas por los sucesivos gobiernos y como generadoras o, al menos, movilizadoras de apoyo a estas últimas.

En el caso mexicano, en donde ha prevalecido un corporativismo que se define como de corte estatal, las representaciones corporativas ofrecieron tradicionalmente otro "bien" o, dicho de otra forma, se les asignaba otra función primordial en lo que a articulación de apoyos se refiere: la electoral.

En tanto que en México el corporativismo ha ido acompañado de un encuadramiento de las representaciones en el partido de Estado, éstas han jugado un papel que incluye cuando menos las siguientes funciones: proporcionar afiliados al partido, proveer masas para los actos partidarios y


gubernamentales, proporcionar candidatos a los puestos de elección popular y, desde luego, entregar los votos.

Por su parte, el Estado pudo ofrecer otro conjunto de "bienes" que interesaban tanto a las dirigencias de las representaciones corporativas como a los miembros que ellas agrupaban. Estos pueden clasificarse en bienes económicos, legislativos y políticos. Entre los primeros se cuentan una política de gasto social expansivo en las áreas de salud, alimentación, educación y vivienda; beneficios salariales (directos o a través de prestaciones) selectivos; y empleo creciente. En el ámbito legal pueden mencionarse, en general, el tutelaje del Estado sobre las representaciones y las relaciones entre ellas y, en particular, la protección a las organizaciones establecidas a través de la facultad del Estado de otorgar o negarles personalidad jurídica, el establecimiento de la estabilidad en el empleo y la anuencia o apoyo para pactar contratos colectivos (en el caso de las organizaciones "populares", transferir concesiones) que otorgan enormes prerrogativas a las dirigencias y les permiten actuar de manera clientelar.

Finalmente, en el ámbito político, el Estado se encargó de establecer un conjunto de cuotas de poder en los órganos legislativos y administrativos para cada una de las representaciones que se consideraban como parte del sistema.

Este sistema de intercambios, apoyado por el origen popular y revolucionario del Estado mexicano, se constituyó en un poderoso sistema de lealtades que en mucho contribuyó a la estabilidad del sistema político mexicano, cuando menos hasta los años setenta.

A partir de entonces fue posible constatar, con mayor intensidad y frecuencia que en los años anteriores, problemas en torno a la representatividad de los liderazgos en las organizaciones. Esto se tradujo, en la práctica, tanto en el surgimiento de nuevas organizaciones como en la lucha, dentro de las existentes, por renovar los viejos liderazgos y/o imponer nuevas prácticas.

Si bien entre las causas de los problemas de representatividad están el relevo generacional en la composición de las organizaciones (para el caso de las agrupaciones obreras y las "populares") y el cambio en el ambiente político del país (la apertura política y el surgimiento de nuevos partidos y asociaciones y después la reforma política) que provocó, aunque de manera limitada, una competencia por los agremiados de las organizaciones, lo cierto es que el desempeño de la economía jugó un papel determinante en la crisis de representatividad. Esto nos lleva directamente al mecanismo de intercambio que ha caracterizado al corporativismo mexicano.


El conjunto de bienes económicos ofrecidos por el Estado a las representaciones corporativas no pudo mantenerse, y de hecho empezó a reducirse sensiblemente, sobre todo a partir de la administración de Miguel de la Madrid. El empleo, los salarios y las prestaciones no sólo se estancaron sino que decrecieron vertiginosamente. Por su parte, el gasto social dejó de expandirse en algunos rubros y decreció en otros.

La facultad del Estado para reconocer a las organizaciones ha permanecido intocada pero, además de que esta facultad puede ser utilizada para defender y fortalecer a las representaciones o para debilitarlas o incluso desaparecerlas, dados los problemas de representatividad y la escasa oferta de "bienes", el Estado se encuentra cada vez con menor margen de maniobra para sostener o imponer un liderazgo indeseado.

Finalmente, en lo que se refiere a los bienes políticos, ocurrió que el desarrollo electoral del país provocó también el estrechamiento de los puestos disponibles para repartir entre los sectores corporativizados.

Por su parte, y en buena medida como consecuencia de lo anterior, los liderazgos de las organizaciones experimentaron mayores dificultades para mantener la representatividad y el control y la articulación de demandas y apoyos. Así, al igual que el Estado, los sectores corporativizados dejaron de entregar efectiva y oportunamente los bienes que tradicionalmente habían aportado: la articulación de demandas y apoyos, el control y los votos. En este punto -el de las implicaciones del quiebre del intercambio corporativo- reside la disfuncionalidad del corporativismo(1) que se relaciona con la proposición de que este arreglo institucional es incompatible con el actual proyecto modernizador.

1 Es necesario aclarar que la disfuncionalidad de la que se habla es relativa. Las estructuras corporativas han sido altamente funcionales para la formulación e implementación de las medidas de ajuste y el programa de modernización que ha impuesto costos altos entre los miembros de las corporaciones. Habría que reconocer, sin embargo, que en esta función la crisis ha jugado a favor del gobierno ya que es precisamente en esos momentos en los que las organizaciones (representativas o no, democráticas o no) se debilitan y cuentan con menos fuentes de poder para resistir los cambios percibidos como perjudiciales.


Corporativismo y modernización El argumento de la incompatibilidad entre corporativismo y modernización parte de la idea de que los cambios en la esfera de la economía -reducción del gasto, de los subsidios y del proteccionismo, estímulo al capital privado nacional y extranjero, apertura al exterior, privatización, reconversión industrial- "exigen la transformación del modelo de desarrollo y de la relación corporativa que el Estado constituyó con los sectores populares.(2)

2 I. Bizberg "La crisis del corporativismo mexicano" en Foro Internacional, vol. XXX, no. 4, abriljunio 1990, p. 709.

Estos cambios se han profundizado durante la administración salinista y sin duda constituyen algo mucho más serio que un mero proceso de ajuste: las esferas pública y privada adquieren un nuevo perfil y, sobre todo, buscan un nuevo equilibrio entre ellas.

La necesidad de transformación de la estructura y relación corporativa se deriva de que ellas constituyen un obstáculo a las exigencias que plantean la apertura y la consecuente necesidad de modernizarse para competir con los países industrializados.

Se plantea: 1) que la restructuración de las empresas y servicios que presta el Estado supone afectar tal cantidad de intereses y poderes acumulados que los sindicatos necesariamente se opondrían a los cambios; 2) que la modernización implica nuevas formas de organización del trabajo tanto desconocidas como opuestas a las practicadas por el sindicalismo mexicano; 3) que la diferenciación y no la homogeneización de las relaciones laborales por las que han luchado las centrales sindicales es lo que está a la orden del día; 4) que es condición indispensable la refuncionalización del papel jugado por la contratación colectiva, y 5) que la descentralización del poder sindical es una necesidad para elevar la productividad, la calidad y la pronta resolución de problemas y conflictos que surgen en los centros de trabajo.(3)

3 Ibid. pp. 721-725.

Sobra decir que la implementación de este conjunto de cambios quebraría en su centro neurálgico al sindicalismo mexicano y de ahí que es previsible que las corporaciones se opongan a ellos y, por tanto, obstaculicen, en la medida de sus posibilidades, su puesta en marcha.


A partir de este razonamiento algunos autores sugieren la necesidad de plantear el fin del corporativismo mientras que otros señalan la dificultad de "emprender la modernización en el seno de una cultura sindical básicamente protectora de conductas antiproductivas, el sobreempleo, las complicidades clientelares, el compadrazgo y la amistad política".(4)

4 Héctor Aguilar Camín: Después del milagro, Cal y arena, México, 1988.

El argumento de la incompatibilidad entre modernización y corporativismo se ha manejado fundamentalmente en relación al sector de trabajadores de la industria y de algunos servicios pero algo similar ocurre con respecto a los sectores campesino y "popular" en los que la privatización, la apertura y la necesidad de competir han trastocado las formas más tradicionales de comportamiento y organización.

Corporativismo y arena electoral Se ha argumentado también que existe una estrecha relación entre la crisis del corporativismo y la creciente importancia de la contienda electoral. En teoría podría plantearse que la mera expansión de esta última no debiera impactar a las organizaciones y estructuras de vinculación corporativas. Mientras que la función de las instituciones electorales y legislativas es la agregación y representación de los ciudadanos, de los individuos en toda su heterogeneidad, la representación corporativa es por definición colectiva, presupone un alto nivel previo de agregación de intereses y está dirigida a asuntos que los afectan directa y específicamente.

Sin embargo, en el caso de México esto no es así por dos motivos fundamentales. Primero, por la prolongada existencia de un partido de Estado casi único que se ha basado en una estructura predominantemente corporativa; segundo, por el hecho de que en el mecanismo de intercambio político que ha caracterizado al corporativismo mexicano los "bienes políticos" han jugado un papel de primer orden en las relaciones entre la cúpula gubemamental y las cúpulas sectoriales.

La modificación de los supuestos anteriores -en México, aunque todavía con muchas limitaciones, ya puede hablarse de un sistema de partidos y los bienes políticos no pueden repartirse con la facilidad con que se hacía en el pasado- provoca necesariamente la crisis de la funcionalidad corporativa en el ámbito político-electoral. Ante una situación en la que los miembros de las corporaciones tienen la posibilidad de elegir entre distintas opciones políticas y en la que no están garantizados ni la entrega de bienes que caracterizó a la otrora "república del subsidio", ni


tampoco el acceso al poder por la vía única del partido de Estado, los líderes de las representaciones no han podido, y en algunos casos no han querido, entregar su parte en el intercambio político: los votos.(5)

5 En este punto habría sin embargo que introducir un matiz. Si bien se ha demostrado que existe una tendencia a la disminución de la votación por el PRI y que 1988 constituyó una debacle electoral, también es cierto que hasta el momento los sectores corporativizados no han optado por abandonar las filas del partido de Estado y afiliarse a los partidos de oposición.

El crecimiento y la complejidad de la sociedad, tanto de los sectores tradicionalmente corporativizados como de los que siempre estuvieron fuera de dicho sistema, junto con la crisis de la economía, la imposibilidad de continuar repartiendo beneficios y la persistencia de las estructuras políticas creadas en los años treinta ha llevado entonces a que en la arena electoral también se manifieste la crisis del corporativismo.

El futuro del corporativismo Todo lo anterior muestra el deterioro de la funcionalidad del corporativismo consolidado en los años cuarenta, las dificultades que plantea a la modernización económica y las presiones a las que está sometido ante la expansión de la forma de representación ciudadana.

La pregunta que surge ahora es si estas tendencias llevan a los distintos actores a avizorar y diseñar políticas a favor de la desaparición del corporativismo o si es pertinente pensar y proponer su reforma en función del México moderno que se quiere construir.

Habría que plantearse si es posible (y bajo qué condiciones) recuperar la funcionalidad del corporativismo, cómo hacerlo compatible con la modernización económica y, finalmente, si es previsible una convivencia productiva entre las formas de representación corporativa y ciudadana.

Como se dijo al comienzo de este artículo, creo que esto es posible y deseable y que como ha dicho Héctor Aguilar Camín (entrevista en La Revista del Colegio, Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública. no. 2. diciembre, 1989) "hay que hacer la crítica del corporativismo mexicano para sanear su futuro, pero también para recordar sus orígenes y los muy buenos servicios que le ha prestado al país en términos de conquistas específicas, de estabilidad política, de capacidad de negociación". Parto entonces de que sí es posible transformar


el corporativismo mexicano con el fin de adecuarlo a las nuevas necesidades que implica el proyecto modernizador y, también, a las demandas de ciudadanización y democracia.

El problema parece estar en la necesidad de enmarcar la renovación del corporativismo en el escenario de la reforma del Estado. Este planteamiento no es gratuito. La reforma del Estado mexicano no se reduce a la idea de "adelgazar" el Estado y restringir su papel en la economía. Se refiere a la redefinición de lo público, lo privado y sus interrelaciones. En este sentido, no se agota en el ámbito económico sino que abarca el campo político en el que también se busca una redefinición de las esferas social y estatal.

Vista desde la perspectiva económica, esta reforma gira en torno a la discusión Estado/mercado e intenta establecer nuevas líneas de demarcación y un funcionamiento más eficaz de ambos. Desde la perspectiva política buscaría redefinir los roles y formas de interacción entre Estado y sociedad. Así, más y mejor mercado y más y mejor democracia aparecen como los dos objetivos a los que se dirigiría la reforma del Estado.

Es cierto que hasta el momento el eje de la modernización ha sido un proyecto económico a través del cual México, como tantos otros países, ha buscado adaptarse ventajosamente a los cambios económicos que ocurren a nivel mundial. Sin embargo, su margen de maniobra y sus posibilidades en términos de estrategias a seguir depende, o al menos están fuertemente influidas, no sólo por las estructuras de mercado sino también por las de carácter político que actúan como inhibidoras o promotoras del cambio. Parte de estas estructuras son el presidencialismo, el partido de Estado y el corporativismo. Cada una de ellas puede o no ser funcional para el proyecto de reformas y contribuir a su mayor o menor eficiencia y estabilidad. En lo que se refiere a esto último hay que enfocar la cuestión en términos de los servicios que un corporativismo reformado puede prestar al proyecto de reforma económica y al del reordenamiento político del país. En el caso del corporativismo, puede plantearse lo siguiente en relación a la funcionalidad, compatibilidad con el proyecto de modernización y posibilidad de convivencia con la representación y participación ciudadanas.

Por un nuevo corporativismo Como ya establecimos, el corporativismo fue efectivo en lo que se refiere a la representatividad y a la representación hacia el ámbito externo. Su efectividad se basó en mecanismos de intercambio que incluían, para los agremiados, mejoras en su nivel de vida y estabilidad en el empleo; para las dirigencias, permanencia, poderes distributivos y participación política; para los gobiernos, control y articulación de demandas y apoyos así como certidumbre y estabilidad. Una vez que desapareció o disminuyó drásticamente la oferta de bienes que caracterizó a este intercambio, para sus contrapartes la funcionalidad de cada uno de estos


sujetos también se redujo sensible aunque desigualmente. Esto a su vez provocó déficit severos en las funciones de representatividad y representación de las estructuras corporativas.

En épocas de crisis estos fenómenos suelen ocurrir y entonces se suceden intentos de recomposición. El corporativismo necesita, en efecto, un sistema de intercambio para funcionar: no puede pensarse en acuerdos concertados sin la existencia de un juego político en el que las partes accedan a comportarse de una cierta manera a cambio de obtener ciertos beneficios. En este sentido, es importante establecer que quienes participaron en las estructuras corporativas no son víctimas de una ley inexorable de la historia que los obliga a entrar en un pacto corporativo sino que toman una opción estratégica. La explicación radica en el fenómeno del intercambio político.(6)

6 G. Lehmbruch, "The Logical and Structural Conditions of Neo-corporatist Concertation", mimeo, 1983.

Sin embargo, el intercambio político del corporativismo de ninguna manera necesita o implica la existencia de agremiados sujetos a la discrecionalidad de sus líderes y sin libertad de participación política; de dirigencias con una base de poder proveniente de apoyos externos a la propia organización y fundadas en prerrogativas derivadas de leyes y contratos que favorecen la concentración y centralización de poder; y de gobiernos con altos grados de dicrecionalidad indiscriminada y que excluyen la participación real de las corporaciones (o al menos de algunas de ellas como organizaciones privadas y autónomas).

La posibilidad de devolverle representatividad y representación política a las organizaciones estará en función de eliminar los rasgos ya mencionados y sustituirlos por formas que, aunque corporativas, son representativas, participativas y democráticas. Esta propuesta exigiría de cada uno de los sujetos transformaciones profundas pero no necesariamente desventajosas aunque la concertación supone "sacrificar" o modificar ciertos intereses con el fin de obtener la materialización de otros.

Los miembros de las organizaciones deberán luchar por mantener instituciones autónomas (del gobierno y de otras asociaciones políticas), representativas y participativas. Por su parte, las cúpulas deberán resistir a la tentación de independizarse de sus bases y cimentar su representatividad en función de sus agremiados. Esto equivaldría a compartir con sus miembros el objetivo de mantener organizaciones autónomas y a reconquistar la capacidad de gestoría(7)


fundada en un poder real y no "concesionado". Adicionalmente, tendrán que renunciar al ejercicio centralizado del poder, basado en un conjunto de costosas prerrogativas establecidas en la legislación.

7 Al respecto, ver Héctor Aguilar Camín: Revista del Colegio, p. 137.

Por su parte, el Estado deberá modificar el "populismo tutelar de la legislación obrera" y reconocer, como en los corporativismos liberales, un estatuto propio y no subordinado a las organizaciones con las que negocia. Esto supondría modificar los mecanismos de intercambio político que caracterizaron al viejo corporativismo. En este caso, las organizaciones obtendrían el derecho a ser verdaderos interlocutores y el de compartir la autoridad del Estado para decidir y no sólo implementar ciertas políticas. El Estado, en cambio, obtendría la articulación y apoyo de buena parte de la sociedad organizada sin tener que involucrarse directamente en los mecanismos de control y, sobre todo, la legitimidad y capacidad de maniobra que otorga el compartir la responsabilidad -los logros y fracasos- de una decisión determinada.

Finalmente, y en el ámbito de las relaciones privadas entre organizaciones que participan en los arreglos y pactos corporativos, lo que una organización obtiene de otra es precisamente la predictibilidad y certidumbre de sus respectivos comportamientos.

Todo esto que parece difícil de lograr -y lo es-, ha caracterizado a los corporativismos de otras latitudes. La aspiración de México -de su gobierno y su sociedad- de pertenecer a un mundo económica y políticamente más moderno pasa por darle a nuestras estructuras y prácticas corporativas este cariz liberal y democrático.

¿Por qué puede ser compatible o incluso necesario algún tipo de corporativismo para el proyecto de modernización? En primer lugar, porque el hecho de que la concertación sea el principio básico en torno al cual se estructuran las formas corporativas, hace que la participación en la toma de decisiones tenga como premisa la búsqueda de soluciones negociadas dentro del propio sistema.

En segundo lugar está la cuestión de la participación. El interés y la necesidad de participación definen por igual a cualquier sistema político de cualquier Estado sostenido sobre bases de legitimidad. Lo característico del interés del Estado en la participación de las organizaciones en los sistemas que incluyen formas corporativas es que ellas conllevan, además de la legitimidad que


otorga la participación, no sólo un compromiso de actuar de cierta manera sino, también, de aceptar la responsabilidad compartida en la formulación e implementación de ciertas políticas.(8) Estos son dos argumentos a favor de mantener estructuras corporativas que potencialmente contribuirían al éxito de la modernización. Pero ¿qué hay de los obstáculos que el corporativismo opone a los propósitos de modernización? Todos se refieren a la "natural oposición" a cambios que afectan los derechos que se asumen como adquiridos por las organizaciones (líderes y agremiados) y que constituyen una cultura sindical retardataria.

8 W. Streeck y P. Schmitter, "Private Interest Govemment: Order Beyond or Between Community, Market and State?", mimeo, 1983.

Es cierto que los cambios del proyecto modernizador han provocado, en México y en otros países, una oposición que resulta más que comprensible. Pero las organizaciones, al igual que los gobiernos, necesitan un periodo de ajuste para enfrentar los cambios e incidir en ellos. Las organizaciones transitan ese largo camino en el que se pasa de una etapa en la que se piensa que los cambios que las afectan son reversibles a otra en la que se asume que el cambio es una realidad estable y duradera de la que es necesario sacar ventaja, a la que hay que acercarse de manera propositiva.

De manera similar, los gobiernos pasan de la idea de que las organizaciones son un mal (quizá necesario) que hay que debilitar y combatir (si no desaparecer) a otra dominada por el convencimiento de que las reformas caminarían mejor y a mayor velocidad si contaran con su apoyo, esto es, que la inclusión y participación puede ser útil para el planteamiento de opciones avaladas por el consenso.(9)

9 El caso del Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento Económicos es un ejemplo.

Es claro entonces que el proyecto de modernización requiere de cambios en la estructura y la relación corporativas -en particular el comportamiento de las centrales y sindicatos-; sin embargo, la alternativa de excluir formal y realmente a las corporaciones no parece la mejor vía para que avance el nuevo modelo.

La población económicamente activa que cuenta con organizaciones no es una población de la que puede prescindirse ni para el funcionamiento de la economía ni para la muy compleja tarea de


gobernar. Las posibilidades de éxito y estabilidad de una estrategia económica determinada se incrementan cuando ésta es compartida y negociada y no impuesta.

Pero si esta población no es prescindible, tampoco es inmodificable. Parte de ella ha sabido adaptarse, y a veces incluso adelantarse, a los propósitos y exigencias del nuevo proyecto económico. Esto lo ha hecho sin renunciar a sus organizaciones e incluso sin abandonar las centrales que todavía son el eje del corporativismo y al cual acabarán por transformar.(10)

10 Al respecto ver el artículo de Francisco Hernández Juárez, "El nuevo sindicalismo", en nexos 161, mayo, 1991.

Las nuevas formas de organización del trabajo, la diferenciación de las relaciones laborales, la renuncia a la excesiva centralización del poder sindical y a las prerrogativas del liderazgo, y la flexibilización de los contratos colectivos no se oponen ni son incompatibles con las formas corporativas, pues a éstas últimas no son inherentes ni consustanciales las prácticas que han caracterizado a nuestro muy peculiar corporativismo. Los casos de Alemania, Suecia, Japón y Corea del Sur son ilustrativos de relaciones laborales con altos grados de participación y cooperación de parte de los trabajadores, de adopción de técnicas organizativas modernas, de flexibilidad interna, y de altas tasas de productividad.(11)

11 Al respecto véase la colección de artículos en K. Abraham y R. McKersie (ed.): New Developments in the Labour Market, The MIT Press, 1990.

Es importante señalar que para que el proceso de modernización sea efectivo, el cambio en la cultura sindical en México deberá ir acompañado de un cambio profundo de la legislación laboral y, también, de las culturas empresarial y gubemamental. Finalmente, hay que referirse al avance de las arenas electoral y legislativa y su relación con el corporativismo. En otro trabajo ya se ha comentado que las estructuras corporativas deben convivir con otras de carácter ciudadano.(12)

12 M.A. Casar: "Corporativismo y transición" en nexos 137, mayo de 1989.

Las corporativas y ciudadanas son formas de representación y participación bien diferenciadas. En el primer caso, a diferencia del segundo, se requiere la existencia de un conjunto de instituciones


diseñadas específicamente para que los líderes o representantes de las organizaciones entren en contacto entre sí y con el personal gubernamental. Estas instituciones conllevan la participación obligatoria de los miembros que las componen e implican el acceso institucional al proceso de decisión en ciertas áreas.(13)

13 Al respecto ver Frank L. Wilson, "French Interest Group Politics: Pluralist or Neocorporatist" en The American Political Science Review, vol. 77, diciembre, 1983, p. 897.

El desarrollo de las formas ciudadanas ha incidido en el arreglo corporativo del sistema político mexicano en virtud de la existencia de un partido de Estado que encuadra a los sectores y de un tipo de intercambio que incluía de manera prominente el reparto de puestos políticos y el voto corporativo.

En esencia, el partido de Estado no ha desaparecido pero el entorno en el que actúa se ha transformado gracias a las reformas políticas y electorales y al desarrollo y crecimiento de otros partidos políticos. Esto ha provocado que la arena electoral adquiera mayor importancia como fuente de legitimidad, restando a la institución corporativa el lugar privilegiado que ocupó durante largo tiempo como uno de los principales mecanismos para producir consenso y legitimidad.

Adicionalmente, durante los últimos años grandes sectores de la población (clases medias, marginados, grupos de pequeños empresarios) han crecido numérica y políticamente y han puesto de manifiesto la insuficiencia de las estructuras corporativas -pero también de las urnas- como única vía de participación y relación con el Estado.

Las presiones sociales y políticas sobre el sistema señalan la necesidad de un cambio pero no la dispensabilidad del corporativismo. La posibilidad, y aun necesidad, de que ambas formas de representación convivan ha sido demostrada teórica y empíricamente. Sin embargo esta convivencia no está exenta de problemas y supone tanto la transformación del corporativismo como la desvinculación del partido de Estado de las corporaciones. Pero supone también revertir la práctica de excluir a la arena legislativa como uno de los mecanismos de formulación de políticas.(14) En suma, supone fortalecer, autonomizar y democratizar las formas de representación ciudadanas (la arena electoral y la arena legislativa) y las corporativas. Ambas tienen el potencial de hacer avanzar la reforma del Estado en un sentido más integral. Ambas pueden ayudar a dar permanencia y estabilidad al México que está construyéndose de la misma forma que el viejo corporativismo dio permanencia y estabilidad al México posrevolucionario.


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