Certamen Literario 2010

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CERTAMEN LITERARIO 2010 I.E.S. ANTONIO MACHADO ALCALÁ DE HENARES


A la vera del río A la vera del río por un camino hacia tu casa, camino yo sin aliento buscando tu mirada. Por una vereda de rosas, margaritas y claveles, me paro a comparar lo bella que tú eres. Al llegar a tu casa golpeo la puerta, me sudan las manos me tiemblan las piernas. Tu padre me abre con la boca llena, os pillo comiendo. ¡Vaya sorpresa! Me arrodillo ante tu presencia y contemplo tu mirada, pareces una rosa toda colorada. Tus ojos son luceros que se han caído del cielo, tus mejillas se sonrojan por la vergüenza y mi atrevimiento. Tu sonrisa desborda alegría por completo, pero tu padre no deja de mirarme. ¡Menudo aprieto! Quizá no me quiera porque mi piel es morena, pero yo a ti te adoro por muy blanca que seas. Me hace preguntas siniestras, a las cuales no sé contestar, pero pongo mi mejor sonrisa y no me dejo desafiar. Al fin tu padre me dice, pero con la boca pequeña . "Mira negro yo no quiero que pretendas a mi nena".

No me rindo fácilmente, el amor no es impaciente. Sé que puedo esperar y tu padre me aceptará. Pero mientras tanto estaré asomado a mi ventana, esperando un "te quiero", deseando tu mirada. Araceli Buendía Aranda 1º ESO A


TROYA

Verso libre, dime si no tú, amor en qué medida encajo la gracia de tu cuerpo. No, no hay medida, no hay baremo para la intensidad de tu ser ni escalas de grados para el ardor de tu piel, por ello, no puedes esperar una rima sobre la forma en que tu pelo se desliza por tu frente ni coplas al color de tus ojos, a tu curioso perfil o a los jugosos milagros que escapan de tu boca. El chico que pacta con los milagros, eso eres, y, como dice Escandar ''no recuerdo ya días grises entre tanto verde de ojos'', muchachito de mirada chispeante... No hay medida para el brillo que desprendes, no hay crítica para el sabor de tus labios o el aroma de tu piel, lo que sí hay, son demasiados centímetros que me alejan de tu cuerpo, lo demás no tiene medida, así que no intentaré recitar sonetos a la delicadeza de tu piel, porque sólo la descripción del color encarnado que toma tu cuello con un roce sería de la magnitud de un poema épico... Quizá por que eres como Troya, de difícil conquista y muralla inexpugnable. Mas volvamos a los roces... ¿Roces o mordiscos? Ya no lo recuerdo... Hay tantas formas de comerte...

María Alviz Hernando 1º de bachillerato D


¿Quién mira desde el marco de la puerta? En sus llantos y sollozos los contempla: Pétalos de luz enrojecida en torno al lecho, En torno al muerto e inerte pecho. Pétalo azul, rosa de escarchas Que dormita sobre el hielo de las mantas Que despliega sus capullos hacia el cielo Y libera su rocío blanco argento. Ajena al cuadro de la obra Ella el pasado rememora, Medita en la impuesta mortandad Y asume el hecho en uno más. “Desbordad, vasijas de tristeza Por los poros, del llanto que segregas Y Mojados, ciegos ya a la belleza Incapaces seréis de ver que queda”.

Nuire Sobrón Heras 1º de Bachillerato I


PRINCESA DE BURDEL Buenas noches dama de lupanar, solo soy un viejo peregrino con historias que contar; hipnotizado quedé de tu ombligo, y de tus piernas de jazz. Vengo como un perro callejero que no busca labios de miel, solo quiero contar historias tras la barra de un burdel. Y hoy me siento aquí contigo a embriagarme de soledad, y entre copa y copa se escucha el viento que susurra libertad... Soy un bohemio de la vida, un viajero de cartón, de espíritu solitario que evita despedidas en la estación; mientras, mi corazón duerme en un velero que naufraga en tu copa de ron. Y así me siento, cautivo como el pirata que navega sin escuchar cantos de sirena en la mar, como un vagabundo sin la dama a la que nunca supo amar. Y hoy me siento aquí contigo a embriagarme de soledad. y entre copa y copa se escucha el viento que susurra libertad… Tus ojos de mar, aún son visibles tras la bruma, dentro de ellos veo a un lobo que triste, aúlla a la luna, huérfano quedó de madre, nostalgia de chupete y cuna. Ya no guardan secretos para mí tus ojos, dicen quién eres de verdad, lo sé porque yo también me oculto tras un disfraz. Soy un poeta, y no el truhán que finjo ser, y tú, muñeca de cristal, no eres ni la sombra que los demás creen ver.


Por eso nadie creyó al carpintero: ¿en el corazón de un niño de madera sentimientos puede haber? En un mundo de apariencias, corazón de palo si puede arder. Y hoy me siento aquí contigo a embriagarme de soledad. y entre copa y copa se escucha el viento que susurra libertad… Después de esta última copa, debo seguir mi camino, soy un caminante que sin rumbo va perdido como entre tus piernas de mujer, esta noche fui tu abrigo, mañana lo será otro, mi princesa de burdel.

David Perdigón López



Llevaba ya diez años sin volver a La Tierra, sin ver aquel cielo azul que cubría los maravillosos bosques que proliferaban en el planeta que una vez había sido su casa. Lidia no podía creerse que estuviera viendo ese mismo planeta que había dejado atrás, hacía ahora tanto tiempo, desde la pequeña escotilla de la nave Krukm en la que viajaba, y mucho menos que se dispusieran a aterrizar allí. Eventualmente, Lidia sabía que La Tierra había cambiado mucho desde que ella se había marchado de allí. Los humanos como ella habían sido expulsados de su planeta por los Krukm, que habían visto que la raza de Lidia destruiría de nuevo el hermoso ecosistema terrestre que ellos habían recuperado a un alto costo para la Alianza Protectora de Ecosistemas Galácticos. Por lo visto, cuando la APEG había intervenido, el planeta Tierra estaba a punto de perecer víctima de la polución y contaminación humanas, lo cual estaba en contra de todos los preceptos de la Alianza. Los Krukm habían sido la raza escogida para actuar en nombre de la APEG y habían restaurado el ecosistema terrestre, pero habían comprobado que, si se les dejaba solos, los humanos podían revertir el costoso proceso en sólo unos años. La APEG había decidido distribuir a los humanos por toda la galaxia con el fin de salvar La Tierra de ellos, pero habían decidido que unos pocos debían quedarse por formar parte del ecosistema terrestre y habían escogido a esos pocos muy cuidadosamente. Lidia sabía la historia gracias a su abuela, que había sido escogida para quedarse tras un minucioso estudio de comportamiento y unos millares de test de inteligencia. Los humanos que habían quedado en La Tierra, habían sido instruidos en tecnologías más avanzadas cuya contaminación era prácticamente nula. Luego, cuando la APEG consideró que algunos de ellos podían aprender más cosas, se los había llevado a estudiar al exterior. Lidia tocó distraídamente la pequeña cicatriz que la marcaba como humana capaz de aprender y legítima habitante de La Tierra recordando que aquellos que habían sido distribuidos por la galaxia no habían tenido tanta suerte como su abuela. Aquellos humanos habían sido marcados de un modo distinto al que Lidia lucía en su mejilla izquierda: ellos habían sido modificados genéticamente para que desarrollaran unas ligeras protuberancias óseas en la frente de modo que fueran fácilmente distinguibles. Seguían siendo genéticamente compatibles con los humanos terrestres, pero eran considerados como una subraza. En algunos lugares eran las mascotas de las razas gobernantes, en otros eran utilizados como huéspedes para las crías, que les devoraban lentamente por dentro hasta que emergían atravesando su esternón. Algunos de ellos eran simplemente esclavos en planetas mineros. Todo dependía de la suerte que acompañase al humano cuando nacía. Unos análisis de ADN realizados por la APEG decidían qué tarea eran capaces de realizar mejor y eran enviados al planeta idóneo para ello. Lidia no podía dejar de sentir pena por aquellos humanos, pero no podía hacer nada para remediar la situación. Sobre todo desde que la estrella que calentaba en planeta Korom, una colonia Krukm, se había apagado definitivamente y los Krukm habían tenido que trasladar a toda la población que habitaba allí hasta La Tierra. Aquello había ocurrido sólo unos pocos años después de que Lidia hubiera salido de su casa para aprender y poder transmitir a sus congéneres terrestres lo que había asimilado durante sus estudios y, según había escuchado Lidia, La Tierra se había convertido en todo un hervidero de comercio desde entonces.

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No le hizo falta imaginar el aspecto atiborrado que tendría ahora el antes tranquilo puerto espacial, pues su nave ya estaba atravesando la atmósfera terrestre y, desde su escotilla, podía contemplar cómo había crecido la plataforma de aterrizaje y que su nave no era la única que estaba descendiendo hasta el suelo. Lidia se preguntaba con qué se comerciaría en La Tierra, pues aunque el suelo había vuelto a ser fértil tras la intervención de los Krukm, dudaba que los productos fueran lo suficientemente atractivos como para sacarlos de allí. De hecho, tenía entendido que, aunque los Krukm de Korom vivían en La Tierra, sus alimentos procedían de uno de los planetas granja en manos de la APEG debido a que, aunque la atmósfera era compatible con ellos, el suelo no lo era con sus cultivos. ¿Cómo pagarían aquellos Krukm los alimentos que les vendía la APEG? Lidia se lo había preguntado muchas veces, pero no se le ocurría nada que procediera de La Tierra y pudiera interesar al resto de la galaxia. –Hemos llegado –dijo Elric a su lado a pesar de que era evidente que la nave ya se había posado en el puerto y la puerta de embarque había comenzado a abrirse. Elric era también humano, de la misma clase que Lidia, para ser más exactos. Era un hermoso ejemplar: alto, moreno, ojos verdes, piel aceitunada, alto coeficiente intelectual, una dentadura impecable… Lidia podría haberse enamorado de él si no se lo hubieran impuesto como pareja cuando cumplió los veinte años. Lo peor de todo era que tendrían que engendrar un hijo pronto porque la ley así lo requería. Lidia no sabía si estaba preparada para ser madre a sus veintitrés años, pero tendría que serlo para que la dejaran en paz. Un solo hijo era suficiente y la pareja podía quedárselo mientras los Krukm lo considerasen oportuno. Cuando el niño estuviera listo para estudiar, y no había una edad determinada para ello, iría a una escuela interna desde la que decidirían a qué se dedicaría más adelante o si proseguiría los estudios en el extranjero. De cualquier modo, Lidia iba a perder de vista a su hijo tras unos pocos años de tenerle, igual que había perdido a su madre y su abuela, con las que dudaba que le permitieran reunirse dado que ellas se dedicaban al cuidado de las plantaciones terrestres y el status de Lidia era muy superior. Era muy simple: se podía provenir de abajo, pero una vez se accedía a los estudios extranjeros se era de otra clase y uno no podía volver a sus raíces. A veces a Lidia le hubiera gustado no destacar tanto entre sus compañeros de escuela para poder quedarse con su familia, pero entonces recordaba lo importante que era su labor de instrucción para las futuras generaciones humanas y se consolaba pensando que tal vez un día los humanos no necesitasen a los Krukm para poder mantener su planeta. Elric se puso de pie a su lado y le tendió una mano para que se levantara, Lidia la aceptó sólo porque el capitán Krukm les miró al pasar por su lado. Hubiera sido muy descortés demostrar públicamente que aborrecía al compañero que tan fervorosamente la habían escogido de entre los mejores. –Compórtate –le recomendó Elric al oído provocando que Lidia se envarara y sonriera falsamente mientras dejaba que él la arrastrase hasta el exterior. Lidia no sabía exactamente qué era lo que la hacía odiar a su compañero, tal vez era su facilidad para aceptar que les habían unido sin su consentimiento o, tal vez, que desde que se lo habían impuesto había perdido parte de sus libertades y ahora tenía siempre que contar con él para todo, lo que era muy molesto. O tal vez, que se resistía a aceptarle incondicionalmente ante la posibilidad de que le considerasen también el compañero óptimo para otra y acabaran separándoles, algo bastante común entre los más listos de los suyos. De la única razón de la que estaba segura era que él nunca había

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hecho ningún intento por mostrarla que era una compañera perfecta para él. De hecho, cuando les habían presentado e informado que desde entonces serían compañeros, él sólo se había dedicado a mirarla de arriba abajo, evaluando la mercancía, y se había encogido de hombros como si pudiera mejorar bastante. Ahora, cada vez que le miraba recordaba aquel momento y la daban ganas de gritarle que ella era tan buena o mejor que cualquier otra y que, si no le gustaba, podía haber puesto algo de su parte, al menos, para hacérselo un poco más llevadero a los dos. Lidia apartó los pensamientos sobre Elric a un rincón de su mente, como hacía siempre, mientras miraba a su alrededor. En verdad el pequeño puerto espacial que recordaba había crecido mucho en los últimos años. Habían aterrizado en su tierra natal, como el capitán de la nave les había hecho saber: algún lugar por el centro de lo que en otro tiempo se había conocido como España y que ahora era una isla, aunque antaño había sido una península. Saber la historia de sus predecesores era parte de sus estudios, de ese modo podían aprender de los errores cometidos por la humanidad a lo largo de su historia. Lo que ninguno de ellos sabía era que se escogía muy cuidadosamente qué partes de la historia terrestre se les enseñaba, dejando sólo las partes que interesaban a los Krukm para su instrucción. La geografía no hacía daño a nadie, por eso se impartía, pero también se enseñaba para que supieran cómo funcionaban las placas tectónicas y así pudieran predecirse los terremotos ocasionados por sus movimientos. La técnica era complicada, pero Lidia y Elric sabían en qué consistía porque su labor era pasar esos conocimientos a los niños terrestres mientras predecían cómo se moverían las placas en los próximos años. Realmente el puerto espacial estaba atestado de gente, algo a lo que tanto Lidia como Elric estaban acostumbrados. Por eso se les hacía extraño saber que estaban en La Tierra y no en cualquier otro lugar. Más difícil de creer se le hizo a Lidia cuando averiguó qué producto terrestre era el que tanto interesaba a la APEG: los propios humanos. –¿Cuánto tiempo llevan comerciando con humanos en La Tierra? –preguntó sin esperanza de hallar una respuesta. –Desde que los Krukm se instalaron aquí –repuso Elric sin mirarla siquiera. Lidia observó cómo un grupo de unos doce humanos de ADN modificado eran conducidos hacia una nave como si fueran cabras en vez de personas y no pudo evitar sentir lastima por ellos. ¿Cómo sabría Elric aquella información? Lidia le miró por primera vez desde que habían desembarcado, pero no pudo preguntarle nada porque el capitán de su nave se había acercado a ellos con otro Krukm que les miraba con ojo crítico. –Estos son Lidia y Elric –decía el capitán al otro–. Están entrenados en el arte de la predicción geográfica. El Krukm les miró de arriba a abajo, interesado por la información que el capitán le estaba ofreciendo. –¿Cuánto quieres por ellos? –inquirió. Lidia frunció el entrecejo y miró a Elric al escuchar aquello, pero él le apretó fuerte la mano para darla a entender que no debía hacer ni decir nada. –Oh, ellos no están en venta –repuso el capitán, con lo que Lidia suspiró tranquila–. Demasiado valiosos para la APEG, me temo. Tal vez en el próximo envío pueda traer un par de humanos más, ya sabes… de contrabando. El Krukm que hablaba con el capitán se llevó la mano a la bolsa en la que llevaba el dinero y la hizo sonar dando a entender que pagaría bien la próxima vez y se marchó.

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El capitán les miró como si fuera una pena no poder venderlos, pero se encaminó al taxi más cercano con ellos y les hizo subir en el asiento trasero mientras él ocupaba el asiento del copiloto y le daba unas señas al taxista. –¿Qué ha sido eso? –preguntó Lidia a Elric por lo bajo–. Casi nos venden… Elric la miró frunciendo el entrecejo, como si evaluara las diversas posibilidades ante la pregunta. Finalmente se decidió a contestar, aunque Lidia ignoraba que en ello le iba la vida. Si el capitán se enteraba de que él conocía sus ventas al margen de la ley… –Si los humanos modificados son una mercancía muy deseable, nosotros lo somos aún más. El contrabando de humanos ha aumentado mucho en estos últimos años. Si nos hubieran vendido, unas simples prótesis nos hubieran hecho parecer modificados. –¿Cómo sabes todo esto? –Lidia miró a Elric como si no hubieran pasado juntos los últimos tres años. –Porque, a diferencia de ti, he prestado atención a todo lo que me rodea además de aprender en mis estudios. Lidia le miró y abrió mucho los ojos. Elric tenía que haber hablado con un modificado para saber todo eso, tal vez incluso varios. Eso estaba prohibido. –¿Desde cuando lo sabes? –le preguntó. –Unos meses antes de que nos… presentaran. Al parecer, incluso los pocos humanos que quedamos en La Tierra nos hemos multiplicado lo bastante rápido como para ser rentables. –Pero… Sólo nos permiten engendrar un hijo, no más. ¿Cómo somos tantos? –¿Nunca te has preguntado porqué nos duermen una vez al año durante dieciséis horas seguidas? Dicen que es para que nuestras neuronas descansen y asimilen mejor, pero en realidad… El taxi se detuvo y Elric tuvo que hacerlo también. Habían llegado a las instalaciones del colegio que les había sido asignado. Un Krukm esperaba en la puerta, una hembra, a juzgar por su tono violáceo. El capitán les entregó sin ceremonias y se fue tras recibir sus honorarios. La Krukm les hizo pasar sin miramientos y les enseñó la que, desde entonces, sería su habitación. –Conoceréis las instalaciones mañana y comenzareis vuestro trabajo, hoy podéis descansar –dijo antes de dejarlos solos y cerrar con llave la puerta del cuarto. La habitación no estaba mal de todo, pero a Lidia le urgía más saber lo que Elric había tenido que callar en el taxi, por lo que se volvió a él dispuesta a sacarle cuanto sabía. Él le señaló la cámara de vigilancia tranquilamente mientras se sentaba en la cama. Lidia gruñó por lo bajo. –Digamos que, a estas alturas, debemos de tener muchos hijos ya –dijo Elric, y Lidia le miró sin comprender–. Piénsalo, Lidia. Ellos tienen una tecnología muy avanzada, aunque algunos de sus procedimientos ya eran conocidos de antes por los humanos. Lidia no entendía a qué se refería Elric, mejor dicho, no quería entenderlo. Si aquellas trece horas anuales se utilizaban para hacerles cirugías sin consentimiento… Entonces era muy probable que le hubieran extraído óvulos y los hubieran fecundado. Con la tecnología de que disfrutaban los Krukm, los niños podrían desarrollarse en matrices artificiales. Lidia se estremeció al pensar en el precio que tendría un niño humano sin modificar en el mercado negro. –¿Y la APEG? –inquirió. Elric se encogió de hombros, dándola a entender que ignoraba si ellos estaban al corriente de todo.

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–La Tierra es un lugar prolífero para los humanos, debemos agradecérselo a los Krukm –declaró Elric, y Lidia entendió perfectamente que su querido planeta se había convertido en un campo de cultivo de los de su propia especie. No. No podía ser cierto. Un día la APEG decidiría que los humanos podían cuidarse solos y los Krukm tendrían que dejar de cuidarles, un día… La cruel realidad la hizo abrir los ojos: nunca iba a ser así, los Krukm nunca iban a abandonar La Tierra. No ahora que habían descubierto el gran potencial que abría la venta de humanos en todo el universo. ¿Un solo hijo? Si, para los pocos que eran como ella. Pero los modificados no tenían tanta suerte, eran ganado. Se les obligaba a tener muchos hijos que poder vender. Y lo peor de todo era que algunos de los suyos habían entrado en el juego dando un nuevo matiz a las palabras “sin modificar”. ¿Cuánto tiempo iban a tardar en tratarles a ellos mismos como esclavos? Ahora comprendía la mirada de Elric el día que se conocieron. Él estaba pensando que pronto su libertad iba a ser truncada y entonces nadie podría ser feliz, si es que alguien lo era aún. –No tenemos derechos, Lidia –le dijo Elric–. Somos prisioneros de lo que sabemos. El doble sentido de las palabras de su compañero la asaltó: la puerta cerrada de la habitación, la información que Elric le había proporcionado, las enseñanzas de sus carceleros… Todo era con el fin de mantenerles en la ignorancia de lo que realmente sucedía: los humanos habían dejado de existir como raza para no ser más que juguetes en manos de otros. Una solitaria lágrima resbaló por la mejilla izquierda de Lidia, mojando su distintiva marca, al comprender que los humanos estaban perdidos. –Y ni siquiera podemos luchar –musitó Elric–. Los humanos perdimos nuestro planeta y con él la libertad. “Ojalá no hubiéramos sido tan estúpidos de matarlo lentamente” quería decirle Lidia, pero el incesante ojo de la cámara de vigilancia le impidió expresar sus más sinceros pensamientos. –Estoy deseando que sea mañana para conocer a nuestros alumnos y comenzar nuestra labor –dijo con una sonrisa tan falsa como sus palabras, y Elric supo que se había rendido.

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El bullicio de la ciudad se apagaba poco a poco, pero nunca del todo. En el reloj de la torre la aguja grande apuntaba al cielo y la pequeña hacia el infierno. Aún quedaba algo de tiempo antes de que anocheciera. Una caterva de jóvenes pícaros rondaba a un señor elegantemente vestido. Alentados por el hambre y la pobreza trataban de abrirse paso hacia sus repletos bolsillos. El señor les amenazaba con su bastón de cabeza de cristal y profería las peores amenazas, que salían desde debajo de su apariencia. A cierta distancia, bajo la sombra de la torre, dos personajes de aspecto mísero presenciaban la escena sin que ello los produjese el más mínimo escándalo o asombro. Tras las miradas vidriosas de ambos se intuía la influencia del vino, que llevaban intermitentemente a sus bocas por medio de una botella con el cuello roto. El más joven de los dos se llamaba Zolepov. Del otro, de aspecto más anciano y demacrado, nadie conocía el nombre. Zolepov tenía unos veinticinco años de edad. Llevaba sus ropas, las únicas que poseía, muy sucias y desgastadas por el uso. Sus zapatos agujereados revelaban cientos de derroteros recorridos. Su cara cubierta por la barba y largos mechones de cabello negro dejaba entrever el cansancio. Pese a la ausencia de trabajo estaba agotado. Su propia alma le robaba la energía y la transformaba en remordimiento. Se quedó amodorrado mirando fijamente el suelo, inmerso en su tormento. Pasado un tiempo unos pies entraron en su campo de visión. Por el calzado dedujo que se trataba de una mujer. Tal era su aislamiento del mundo exterior que no se molestó en alzar la vista para comprobar quién era aquella mujer que se detuvo frente a él. No le interesaba lo más mínimo. Su mente ahora sólo se ocupaba de desandar el camino que le llevó allí. Recuerdos de muchos meses atrás. *** Caminaba al amanecer por las calles de su pueblo natal. Nunca había estado en otro lugar. Él sólo conocía aquellas casitas de piedra blanca. Se conocía a duras penas a sí mismo, a nadie más. Todos sus paisanos le detestaban, irracionalmente, habría jurado él. Quizá fuera por su escasa capacidad de comunicación. Es como detestar la vida porque es injusta. ¿Es que acaso cabría esperar algo mejor? Es como detestar el estiércol por su hedor. ¿Es que acaso cabría esperar algo mejor? No sabía muy bien qué es lo que se esperaba de él. Bueno, en realidad lo sabía, pero no lo entendía. Empapado por la fina llovizna finalmente llegó a su destino: la casa del señor Ardich, que era un hombre al que despreciaba profundamente. Ardich estaba casado con Juliette, la única hermana de Zolepov, y esta era la única fuente del mínimo respeto que sentía por él. Largas horas trabajaba Zolepov en el campo bajo la inquisidora mirada del terrateniente Ardich. En ocasiones era recompensado en sus descansos por algún tímido gesto por parte de Juliette, que trataba de ser amable con él, aunque desde hacía tiempo la actitud de su hermana le recordaba a la del resto de sus vecinos. Ella no siempre fue así, su forma de ser cambió paulatinamente tras la muerte de sus padres y su casi forzado matrimonio. Desde que quedó a merced de Ardich y sus maltratos parecía que poco a poco iba perdiendo el espíritu. Era una muchacha joven y de notable belleza, acentuada por el color verde de sus ojos y una larga cabellera negra. La tacañería de su marido hacía que vistiera pobremente. - ¡Zolepov, maldito patán! ¡Has dejado toda aquella zona sin arar! ¡No te marcharás hasta que termines! –gritó Ardich. - Por favor, no seas tan duro con él… -suplicaba Juliette mirando al suelo. - ¡Calla! ¡Los dos sois unos desagradecidos! ¿Quién te mantiene a ti, eh? ¿Y quién le da trabajo a ese asno que tienes por hermano? ¡Yo! ¡Sin mí sabe dios dónde estaríais! –vociferaba Ardich, respaldando sus palabras en su gordura y corpulencia, mientras el humo de la pipa le caía por las comisuras de los labios como una baba asquerosa.

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Lo único que tenía Zolepov aparte de su hermana era su ridícula casita, que él mismo construyó a las afueras del pueblo. Caminaba al atardecer hacia allí después de la dura jornada de trabajo. Mientras se alejaba oía los llantos de ella y los gritos de él. Ardich era un hombre cruel, ni siquiera estaba borracho cuando cometía sus atrocidades. Al día siguiente era domingo, un día en el que todos descansaban e iban a la iglesia por la mañana, después los niños jugaban y los demás se reunían y hablaban. Zolepov jamás iba a la iglesia. Desde que tenía cinco años se escabullía y trepaba a un árbol, donde pasaba horas pensando y mirando el paisaje. Esta actitud le hizo ganarse no pocas reprimendas y por supuesto no le ayudó nada en sus relaciones con las gentes del lugar, que eran pocas y de férreas costumbres. Tumbado en una rama. ¿Con qué se aviva el fuego? Odiaba a Ardich. No quería volver a verle. Con leña. ¿Con qué más? Ya no podía aguantarlo más. Con aire. Quería irse de allí a toda prisa. Quizá aquel mismo aire le llevaría lejos. Aquel nuevo sentimiento era imparable. Sabía lo que hacía, sabía el porqué, ¿por qué iba a sentirse culpable por ello? Tenía que huir. Sin darse cuenta, sus pies ya tocaban de nuevo el suelo y le llevaban lejos. Las casitas blancas ya comenzaban a quedarse atrás. Pasaba junto a las vastas posesiones de Ardich, que eran un espejo. Un espejo en el que rebotaba la vileza de su dueño y sólo devolvía elogios. Elogios que él mismo se lanzaba. Elogios falsos y adulantes de otros. Ya veía el largo camino de tierra que pasaba junto al pueblo y se disponía a tomarlo, pero algo le detuvo. Repentinamente comenzaron a oírse rebuznos. Rebuznos agudos, lastimeros, aquel animal estaba experimentando un gran dolor. Zolepov se giró en busca de la fuente de aquellos sonidos espeluznantes. Oteó sus alrededores y no tardó en descubrir al culpable: junto a la cerca de madera que limitaba sus tierras, Ardich golpeaba violentamente a un burro valiéndose de una larga y gruesa vara. Lo hacía con saña, con una fuerza y violencia tales que parecía que nunca fuera a detenerse. Zolepov contemplaba esto completamente obnubilado. Ardich nunca vio a su asesino. Nunca vio cómo Zolepov se acercaba por su espalda portando aquella enorme piedra entre sus manos, totalmente exentas de temblor o de duda. *** Los pies de aquella mujer seguían allí clavados delante de sus ojos. No pudo seguir ignorándolos por más tiempo. Alzó la vista. Era ella, era Juliette. Era ella la única que conocía el paradero de su hermano, debido a las cartas implorando perdón que éste le enviaba desde la ciudad. - Lo siento, ellos me han obligado –dijo ella entre sollozos. De pronto, un aluvión de gritos lo inundó todo. - ¡Ahí está! - ¡Asesino! - ¡Cogedle! Un gran círculo de personas rodeó a Zolepov. Le trataban con furia, le zarandeaban, y habría jurado que había un deje burlón en sus rostros. No se resistía. Observó aquellos rostros durante todo el camino, mientras le obligaban a permanecer agazapado en el suelo del carro. Se alejaban de la ciudad. Los siguió observando mientras la soga acariciaba su cuello. Por última vez vio aquellas casitas blancas. Por última vez Juliette le volvió a mirar como cuando eran niños, como antes, con ternura.

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JULIETA

Dicen que soy un caballero andante, un vividor o soñador a la vez de mil y una aventuras, un místico de lo no vivido e inconformista del tiempo y lugar donde respiro, aunque soy consciente de no ser este el destino que espero. Veo lo que los demás no llegan a apreciar y escucho lo que el silencio dice. También soy protector y confidente de Napeas y Dríadas, aunque estoy enemistado con algún que otro duende que no duda en ponerme la zancadilla o esconderme objetos con tal de satisfacerse con una enorme y malvada risotada. Perdigón de Montalvo, ese es mi nombre. El nombre de un tipo solitario, hijo de ningún padre y huérfano de madre tan pronto como el día se vuelve noche y la noche día. Mi única compañía es la de un animal. Un animal amigo y compañero de aventuras, un animal leal y obediente, resaltado siempre por su valor y astucia, un animal que no merece ser reconocido como tal. Él es mis ojos y oídos cuando estos fallan y el velador de mis sueños cuando duermo. A simple vista se ve que no es un caballo cualquiera, su fina piel está cubierta por un pelaje azulado que le distingue de los de su propia especie, ocasionando a veces inquietud y molestia entre los habitantes de la comarca por temor a que ese extraño color pudiera haber sido causa de maldiciones o bujerías. Vivo acompañado de mi noble corcel en una humilde cabaña situada en el pico más alto de las montañas que rodean la aldea, Villa Julieta. Entre esta pequeña región y la cabaña se encuentra el bosque, lugar plagado de leyendas e historias que los más ancianos cuentan a todo aquel que se atreve a escuchar. Historias sobre duendes malvados que esperan la llegada de cualquier ser que pase por su territorio con el fin de convertirlo en un árbol sedentario para el resto de sus días, historias sobre fieros animales que buscan sangre joven para satisfacer su apetito, o de hadas desterradas de sus reinos que cada noche simulan el llanto de un niño para atraer a moradores y arrebatarles el alma que a ellas les fue despojada. En definitiva, un lugar donde solo brujas o hechiceros podrían representar a la figura humana. Pero, ¿como es posible que un lugar tan lúgubre y tenebroso fuera tan mágico a la vez? Hoy, como cada noche, he subido al tejado de mi humilde cabaña para desde allí, mirar más de cerca las estrellas bajo la luz de esa incandescente esfera llamada luna. Tumbado, con la cabeza apoyada en un brazo, las piernas entrelazadas y pitillo en mano, siento como la brisa que yace de entre las montañas fluye hasta llegar a mí, recorriendo mis venas. Lentamente muevo la cabeza hacia abajo para observar como entre la paja y la maleza duerme mi gran amigo y noble corcel. Todavía hoy recuerdo como lo rescaté de las manos de aquellos mercaderes que pretendían deshacerse de él al no obtener ninguna ganancia a su costa debido el terror que a las gentes ocasionaba con su sola presencia. Un caballo de color azul era sinónimo de maldición o brujería para aquellos ignorantes, pero para lo que a algunos era pura hostilidad, para mí fue un toque distintivo que hacía de él un caballo especial. Siento hallarme solo con la intimidad de la noche, una noche que pronto se convertirá en amanecer, un amanecer que no llega, pero tampoco espero que lo haga con premura.


Decido sacar mi catalejo del bolsillo y con él busco la aldea que a estas horas duerme. Todo permanece tranquilo y no aprecio ningún tipo de sonido o movimiento a mi alrededor. Solo el susurro del viento logra que permanezca despierto. De pronto, percibo un ligero sonido procedente del bosque que interrumpe mi silencio. Por la melodía supongo que se trata de duendes bralius. Siempre hubo leyendas sobre esta raza, y dudas sobre su existencia ya que nunca han sido vistos por nadie, se trata de seres que viven ocultos en sus guaridas, y su vida nocturna e ingenio para no ser vistos les hace ser casi invisibles al resto de criaturas. Se dice que son hijos de la luna, emisarios de la gran dueña de la noche aquí en el mundo terrenal, y que cada noche de luna llena suben a los árboles en lo más hondo de la noche para desde allí tocar sus instrumentos prohibidos con el fin de rendir culto a su diosa madre. De repente y sin previo aviso un objeto luminoso pasa sobrevolando mi cabeza como si de un rayo de luz se tratara perturbando así mi dulce tranquilidad. Tal inquietud hace que me levante, y echando un vistazo al suelo me doy cuenta de que no he sido el único al quien han robado la calma. Mi noble corcel esta despierto y alterado, moviéndose de un lado a otro como advirtiéndome de que algo se acerca y no supiera realmente de que se trata. Vuelvo a coger mi catalejo para buscar esa enigmática luz que tan rápido se ha escabullido y miro con él hacia el bosque. Todo es oscuridad y hojas moviéndose al son del viento pero de entre las ramas logro encontrar un minúsculo punto de luz que no para de moverse. De pronto no es una luz lo que veo, sino dos. Dos luces palpitantes que en décimas de segundo se multiplican en veinte, y al rato en cientos hasta el punto de ocupar todo ese desierto de oscuridad que en cada noche se convierte el bosque. Fascinado por lo que ven mis ojos y sin reacción posible, me mantengo inmóvil mientras observo como esas pequeñas luces ascienden del bosque lentamente surcando los cielos hasta el punto de volver a sobrevolar mi propia cabeza. Es aquí donde me doy cuenta de que dentro de cada esfera de luz se encuentra un pequeño ser con su diminuto cuerpo y sus elegantes alas de colores. Poco a poco cada criatura busca a una pareja para desde allí, en lo más alto del cielo, invitarla a bailar al son de la melodía que los duendes siguen tocando con sus instrumentos prohibidos. Mientras, mi noble corcel y yo seguimos observando perplejos la nube de hadas que nos separa de la luna. Decido sentarme y más calmado, me embriago suavemente de la magia que respiro, al mismo tiempo que ellas danzan como si de un último baile se tratara. Las veo jugar y reírse con la felicidad e inocencia de un niño, y me contagian provocando de mis labios una sonrisa, mientras que intento diferenciarlas con las estrellas, que aunque inmóviles, parpadean como queriendo también ellas ser participes de la magia del momento. Es el cielo de una noche de enamorados, de princesas que rescatadas por sus príncipes huyen de sus reinos para en lo más hondo de la noche jurarse amor eterno bajo este manto de luces que bailan, también es el cuadro perfecto del artista, el escondite de luciérnagas y la fuente de inspiración del poeta. Dirijo por un momento la mirada hacia mi corcel que intenta levantarse, pero la dulce melodía que penetra en sus oídos, hace que se sumerja en la más profunda de las somnolencias. Ahora solo quedamos yo y la luna como únicos testigos de la obra de arte


que se encuentra entre nosotros. Sé que pronto amanecerá, pero hasta entonces, seguiré contemplando el precioso y siempre elegante vals de las hadas. Suena el reloj. Son las nueve y me despierto como cada mañana dejando atrás el sueño que cada noche se repite desde que tu ausencia invadió nuestra cama. Lo primero que hago al despertar es abrir el cajón de la mesilla para buscar algo. Si, es lo que estas pensando Julieta, todavía conservo aquella foto en la que salimos subidos en mi moto azul, esa en la que estamos riéndonos, yo con gafas de sol y tú con mi chupa de cuero sobre los hombros. Qué guapa sales, y qué manera de brillar tenía aquella moto, con ese azul que penetraba en los ojos de la gente y que llamaba la atención allá por donde pasara. Cuántas aventuras habremos vivido subidos en aquel trasto… Después de observar como cada mañana nuestra foto, levanto con maña mi anciano cuerpo de la cama para dirigirme al baño donde me lavo y peino. También me echo el perfume que me regalaste porque te encantaba, aunque a mí nunca me llego a gustar, pero siempre lo hacía porque sabía que no te separarías de mí durante todo el día. Todo con tal de que me veas apuesto el día de nuestro aniversario. Con el traje de las grandes ocasiones y peinado como un galán, me dirijo impecable a verte, no sin antes pasar por la floristería para comprarte un gran ramo de rosas como cada año. Recojo este y salgo de la tienda dejando un rastro de murmullos y miradas tras de mí. Desde que tú no estás, la gente que nos conoce habla de mí asegurando que me he vuelto loco, unos dicen que vivo ahogado en la nostalgia del pasado, y otros que vivo sumido en un mundo imaginario dejando al mundo real de suplente. Tú sabes que a mí nunca me ha importado lo que haya pensado la gente, pero en ocasiones me planteo una serie de cuestiones como: ¿Quién es el verdadero loco en esta historia, el tachado de loco o la persona que dedica su vida a teorizar e inventar sobre él? Ya estoy aquí Julieta, como cada año en esta fecha. Me he arreglado un poco para que veas lo bien que me encuentro, aunque la gente vaya diciendo que me he convertido en un viejo chiflado y torpe, pero no debes hacerlos caso. Cierto es que hubo un tiempo en el que me sentía preso, como un poeta encadenado al eterno desierto de silencio, pero ya no me siento así, me siento mas vivo que nunca. He conocido un lugar fantástico al que me dirijo cada noche y desde donde te observo desde lo alto de un tejado. Y desde allí, mientras contemplo las estrellas espero tu llegada, esa que hará que volvamos a ser uno, ya que todo poeta necesita a una musa a su lado que le inspire, y todo caballero andante necesita a una doncella a la que dedicar sus hazañas. Ese lugar donde nos reencontraremos esta lleno de vida y de magia. Allí pasaremos los días cabalgando a lomos de nuestro noble corcel azul en busca de mil y una aventuras, y las noches las viviremos contemplando la luna, esa diosa inmortal de la que nos sentiremos dueños y que nos dará la luz necesaria para observar toda la inmensidad que nos rodea. Presenciaremos el amanecer de cada día siendo cómplices de ese horizonte que anunciará su llegada, un horizonte rojizo que simulará la unión del cielo y la tierra. Un lugar donde cada noche las hadas saldrán de sus moradas y desde el cielo, bailarán para nosotros bajo un manto de estrellas que nos arrope.


Allí te seguiré esperando Julieta, en ese lugar donde nuestras manos volverán a ser jóvenes, y donde cada día el viento llegará hasta nosotros, regalándonos sus aires de libertad. Y justo allí, tumbado en aquel tejado, te esperaré cada noche, en ese lugar donde jamás un poeta, será un poeta olvidado.


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