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Humanidades/ Humanities

implica privilegiar una cultura sobre otra, ya sea en un ámbito interno o externo, esa pluralidad no sólo ayuda a clarificar el debate, sino que también supone que las asunciones implícitas de una perspectiva son puestas en entredicho por las de otra. Esto es especialmente cierto en el contexto de lo que se ha dado en denominar “nacionalismo cosmopolita”, que se refiere a la persistencia o expresión de nacionalismos bien diferenciados bajo el paraguas de una nación más amplia (pensemos en Quebec en Canadá, Escocia en el Reino Unido o Cataluña en España). Consideremos varios ejemplos. En Rumanía, la minoría etnolingüística húngara supone aproximadamente el 7% de la población y se concentra básicamente en dos regiones. Desde el final de la Guerra Fría y el restablecimiento de los principios liberal-democráticos, la minoría húngara se ha beneficiado de un clima de mayor independencia cultural. La experiencia nos ha enseñado que un resultado es que, cuando dos miembros de dos grupos lingüísticos se encuentran, su idioma común es a menudo el inglés, ya que, en un clima de autonomía educativa, las opciones lingüísticas minoritarias ya no privilegian al centro mayoritario. Ese resultado escandaliza las sensibilidades de algunos, mientras que sigue siendo una cuestión intrascendente para otros. En España o Canadá, por ejemplo, la perspectiva de un país dividido en torno a nítidos terrenos lingüísticos apoyados por alianzas etnopolíticas sigue siendo una fuente de malestar cultural. Por el contrario, en Suiza, donde la pluralidad lingüística es un hecho cotidiano, este resultado puede tener cabida de forma despreocupada. O piensen en mi país. En Canadá, la cuestión de qué “conforma” una nación ha sido objeto de un intenso escrutinio popular y de un tedioso análisis académico. En los últimos años, Canadá ha adoptado progresivamente una política de acomodamiento multicultural como consecuencia de tratar con las tensiones políticas generadas por la bien definida cultura franco-canadiense que encontramos en Quebec. Estas políticas han supuesto que, a medida que recién llegados aumentan la población del país, con frecuencia conserven gran parte de su identidad y

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herencia culturales. En este clima, el debate histórico entre un Canadá “francés” o “inglés” se ha diluido. En un país que ahora ofrece múltiples polos de identidad, ya sean étnicos, lingüísticos o religiosos, la capacidad de la nación para acomodar dentro de sus fronteras políticas y culturales a una identidad franco-canadiense no debería, en teoría, ser distinta de la de una indo-, luso- o chino-canadiense. Existe la gran posibilidad –y sería una ironía aún mayor– de que la futura unidad canadiense pueda basarse en los cimientos de esta pluralidad. Consideremos ahora este resultado desde una perspectiva neerlandesa, alemana o francesa, por ejemplo. En cada uno de estos países, la cuestión de la inmigración

are challenged by those from another. This is especially true in the context of what is termed “Cosmopolitan Nationalism”, by which is meant the persistence or expression of distinct nationalisms under the umbrella of a larger nation (think Quebec in Canada, Scotland in the U.K. or Catalonia in Spain). Consider several examples. In Romania, the Hungarian ethno-lingual minority makes up roughly 7% of the population, concentrated in two principal regions. Since the end of the Cold War and the reestablishment of liberal-democratic principles, the Hungarian minority has benefited from a climate of increased cultural independence. One result, we learn, is that when Romanian confrères from the two linguistic groups chance to meet, their common language is often English, since in a climate of educational autonomy, minoritarian linguistic choices no longer privilege the majoritarian centre. That outcome shocks the sensibilities of some, while remaining a matter of inconsequentiality for others. In Spain or Canada, for instance, the prospect of a country divided along sharply linguistic


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