Los colores del recuerdo - Parte 2

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SEGUNDA PARTE


F OT O G R A F Í A D E TA N I A P ET I T E

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C I NE AZTE CA

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adiós calles = A L M A M O N T E M AYO R

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finales de los años veinte del siglo pasado, los hombres dominaban totalmente el escenario político del país, en tanto que las mujeres tenían una presencia relevante en el medio artístico. Por eso a nadie extrañó que en septiembre de 1929, cuando se inauguró el Cine Azteca, coincidieran en la ciudad de Chihuahua dos personalidades relevantes en los campos mencionados: el licenciado José Vasconcelos, candidato a la Presidencia de la República, y Lupe Rivas Cacho, una de las divas más atractivas de aquellos tiempos. Los políticos asistían con frecuencia a los teatros, porque en esa época se representaban las llamadas revistas políticas, que solían criticar e incluso ridiculizar las acciones y decisiones tomadas por los primeros mandatarios de la nación y otros funcionarios de alto rango. La Rivas Cacho tenía especial ingenio para representar este tipo de teatro, el cual implicaba conocimiento y análisis oportuno de los sucesos políticos y sociales.

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ADIÓS CALLES

En Chihuahua, como en gran parte del país, reinaba un ambiente de optimismo debido a que, por presiones políticas, Plutarco Elías Calles se había visto obligado a abandonar el país, y muchos pensaban que José Vasconcelos, quien años atrás había desempeñado con eficiencia el cargo de Ministro de Educación, sería el próximo presidente, con lo cual -decían- se pasaría de un período de imposición a uno de tolerancia y apertura. Aunque parezca paradójico, el teatro Cine Azteca, con capacidad para mil seiscientas personas en sus dos localidades, era un símbolo de los nuevos tiempos; la revolución en las artes se había quedado atrás, y apenas a mediados de los años veinte se empezó a reconocer la importancia de rescatar los valores nacionales, incluidos los prehispánicos. El nombre del cine, su fachada y decorado, eran una reivindicación del México que el porfiriato había insistido en mantener oculto. Una nota periodística relacionada con la cercana inauguración del edificio ubicado en el barrio del Pacífico resaltaba los detalles: “El teatro es una bella adaptación del estilo azteca: la lámpara central es una gran jícara michoacana y las demás imitan guajes; hay cabezas de indios cuyos ojos son focos eléctricos”. Los propietarios del teatro, Juan Salas Porras y Rafael y José U. Calderón, sugirieron a los arquitectos constructores este peculiar estilo, así como el uso de colores modernistas, es decir, distintos de los utilizados generalmente en este tipo de edificios. Y para estar acorde con el original y suntuoso escenario, la Rivas Cacho seleccionó (o quizá escribió ella misma) para la inauguración, dos revistas muy apropiadas: Arte azteca y De París a la gran Tenochtitlán. Fue un feliz acontecimiento, celebrado y aplaudido a más no poder por el público chihuahuense. La actriz y cantante se preparaba para reponer en escena otras dos revistas, éstas de carácter político, que había estrenado poco antes en el Teatro Centenario de Chihuahua, cuando una “disposición superior” publicada en la prensa frustró sus intenciones: “Han quedado prohibidas las revistas políticas en los escenarios de nuestros coliseos, especialmente aquellas en las que vaya de por medio el nombre del ciudadano licenciado Emilio Portes Gil, presidente de la República, y del general Plutarco Elías Calles, a quienes las sátiras y las ironías pueden ofender”. Después de terminar su corta temporada inaugural en el teatro Cine Azteca, Lupe participó en la recepción a Vasconcelos; le encantó la forma como Chihuahua lo recibió: mientras los hombres vitoreaban al candidato en su trayecto hacia la plaza principal, las mujeres le arrojaban flores desde azoteas y balcones de los edificios de las calles Juárez y Libertad. Había una verdadera euforia.

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A L M A M O N T E M AY O R

Lupe platicó con José Vasconcelos en una reunión de apoyo a su candidatura, en casa de amigos comunes. Él le expresó su pesar y desencanto por la prohibición de las revistas políticas. Ella, que llevaba estrecha amistad con los dueños del nuevo Cine Azteca, le propuso dar para él una función privada. Él aceptó encantado. Fue así como una noche, después de la última función cinematográfica, el recién inaugurado teatro cine recibió al candidato y a sus amigos, conocidos y simpatizantes, quienes ocuparon las butacas cercanas al escenario. Probablemente sabiendo que durante mucho tiempo no volvería a representar sus revistas políticas, la Rivas Cacho hizo una interpretación extraordinaria de Adiós Calles… viejas y El vuelo de don Plutarco. El selecto público disfrutó intensamente y rió a carcajadas con aquellas sátiras que ridiculizaban a quien hasta hacía muy poco tiempo había sido el hombre más poderoso del país. A la presentación de las revistas siguió una plática espontánea e informal entre los concurrentes. Vasconcelos, después de agradecer a Lupe, explicó con detalle algunos aspectos de su programa: “Cuando yo sea presidente…” y prometió desde luego la absoluta libertad de expresión para las compañías de teatro y el fomento de la revista política como una forma de crítica divertida y accesible a las grandes masas. En los siguientes días Lupe y el candidato coincidieron en diferentes reuniones y encontraron tiempo para platicar de ellos, de sus planes, de su país, y se felicitaron por haber coincidido en tierras bárbaras, en el marco del nuevo Cine Azteca, en tiempos en que la esperanza se abría paso. La amistad perduró (algunos hablaron de romance), pero los planes se desvanecieron como los sueños, pues apenas unas semanas después de la inauguración del Azteca, Calles anunció su regreso; Vasconcelos se vio obligado a dejar el país (esta vez de la gran Tenochtitlán a París), sus seguidores fueron perseguidos y se reiteró la prohibición a las revistas políticas. Aunque la crisis económica mundial disminuyó notablemente las actividades culturales, la proyección de películas se vio apenas afectada en Chihuahua, ya que había una novedad que motivó al público: en noviembre de ese año de 1929 se introdujo el cine sonoro en la ciudad. Sin embargo, el Azteca continuó proyectando, además, cine mudo, especialmente las cintas de Charles Chaplin y Laurel y Hardy, las cuales seguía amenizando el Azteca Jazz Boys. Algo hay aún de la magia de aquellos tiempos en el edificio del Cine Azteca que ahora ocupa una institución bancaria, en las calles Ramírez y Ocampo: la fachada se conserva casi intacta; la placa de mármol nos re-

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ADIÓS CALLES

cuerda el día exacto en que fue inaugurado “por la más mexicana de las artistas mexicanas: Lupe Rivas Cacho”, y los desniveles en el interior corresponden a las localidades de luneta y galería. Acomodo mi carro en la parte de atrás del edificio, desciendo de él a sólo unos metros del arco del escenario, dentro del estacionamiento techado; el arco está todavía profusamente decorado con grecas y otros motivos prehispánicos. Esto no es un sueño con tintes surrealistas, me digo, es una prueba de que el Cine Azteca existió de verdad, aunque se haya extinguido su esplendor, aunque los habitantes de esta ciudad caminemos por sus calles indiferentes a los signos del pasado; a pesar de que la gente me diga que tengo alucinaciones auditivas cuando aseguro escuchar aquí los ecos de un chispeante diálogo entre el controvertido político y la célebre diva.

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F OT O G R A F Í A D E OM A R BU ST O S

C E R RO G RANDE C I U DAD DE P ORTI VA

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el viejo del cerro y el gigante de la deportiva = RICARD O COLORAD O

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egún se hace constar en un acta olvidada incrustada en un archivo muerto del juzgado séptimo de lo penal, un jueves 15 de diciembre de 1935 a las tres de la tarde con casi cincuenta y dos minutos, Idelfonso Ramírez Chávez, de treinta y ocho años de edad, chofer de oficio, y encargado de abastecer agua potable a las colonias populares de Ladrilleros y Vistas del Cerro Grande, todavía alcoholizado por los festejos de las posadas, al darse de reversa en su camión de tres y media toneladas escribió el final de casi toda una familia. El primero fue José, un pequeño de nueve años que acostado en la tierra jugaba a las canicas, después vino Lupita, la mamá del niño, quien inútilmente intentó salvarlo, y el tercero fue Anónimo Meraz, ladrillero de profesión, esposo y padre de los finados. A raíz del trágico incidente, Anónimo, nombrado así por una ocurrencia de su madre, la cual pensaba que ese era el nombre de un famoso poeta que escribía en el periódico los domingos, amaneció un día muerto en las orillas del Cerro Grande.

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Por desgracia, al no existir en aquella época un cuerpo de peritos calificados, nadie supo si a Anónimo lo atropellaron o se desabarrancó al venir bajando por una de las laderas del cerro, ya que de vez en cuando, y más de cuando en vez, a Anónimo le gustaba treparse por los encumbrados riscos para emborracharse y a sus anchas llorar por la pérdida de los suyos. Cualquiera que fuera el caso, el resultado era el mismo, su cuerpo quedó ahí: tirado, todo magullado y oliendo a alcohol de noventa y seis grados. Fue así como Carmelo Meraz, el mayor de los hijos y único sobreviviente de esa tragedia, se quedó sin familia. No obstante, Carmelo estaba hecho de otra madera y también otra era su estrella. Un alma caritativa al que unos apodaban el Rulis y otros el Güerito, un tipo bien intencionado que nunca tuvo familia y era vecino de aquel lugar, corrió con todos los gastos del funeral y de pasó adoptó a Carmelo para enseñarle lo que mejor sabía hacer: esculpir la piedra. Al cabo de unos de años, cuando su cuerpo dejó de ser el de un adolescente para convertirse en el de un hombre, Carmelo logró empuñar con destreza el marro y el cincel, y se hizo de un buen apodo: el maestro. Pronto el muchacho descubrió su talento como un artista escultor, con facilidad le sacaba al granito, mármol o cantera todo tipo de formas, como animales, gárgolas, escudos de armas, atrios de iglesias, bustos, rostros de héroes patrios y, por supuesto, cualquier santo. Pero debo ser sincero, existía un tipo de pieza que a Carmelito de plano no se le daba: el cuerpo humano. Por supuesto que Raúl, su paciente mentor, intentó ayudarle y para ello repasaron con tiempo y esmero todo tipo de técnicas y métodos establecidos por las artes plásticas. Incluso el Güero le enseñó a usar instrumentos geométricos para poder escalar las formas y dimensiones del cuerpo humano; lo instruyó también sobre las equidistancias y las correlaciones con la mecánica física del hombre, pero de plano no pasó nada. Carmelo estaba negado para labrar las proporciones humanas y por alguna razón u otra, el pecho, los brazos o las piernas de cualquier intento de estatua que labraba, siempre le fallaban, porque quedaban chuecas o desproporcionadas. Ah, pero eso sí, no lo pusieran a cincelar unos caballos a Carmelito porque ya fuese relinchando o a pleno galope este hombre los hacía como si hubiesen sido convertidos en piedra por la mismísima Medusa. Resignado, un buen día Rulis aceptó por fin el hecho de que aunque Carmelo tenía el talento nato para modelar la roca, nunca llegaría a ser un gran artista, y desgraciadamente todo su conocimiento y técnica desarrollada para esculpir cuerpos se iría con él a la tumba. Quizá ése era su mayor temor, no poder trascender en su hijo como el gran mentor de la talla y escultura de piedra, lugar al cual Carmelo estaba llamado, pero muy difícilmente podría ocupar por no ser un artista completo.

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Amainado por la frustración y los años, el Güerito comenzó a sufrir los efectos de una enfermedad espantosa, especialmente para la gente que ejercía su oficio: osteogénesis imperfecta. Y sí que lo era, ya que este padecimiento, llamado por muchos “los huesos de cristal”, se caracteriza por que la estructura ósea de los pacientes que lo sufren se rompe con frecuencia y facilidad. Para decirlo con un ejemplo práctico, una persona normal puede sufrir una o cinco fracturas a lo largo de su vida, en tanto que un paciente de este tipo puede llegar a tener varios cientos de ellas y lo peor es que sin motivo o causa aparente, ó basta con dar un manotazo o un mal paso para colapsar un hueso. Y éste era el caso del Güerito, que, sin saberlo, con el transcurrir del tiempo comenzó a andar todo fracturado, a tal grado que un simple martilleo era capaz de romperle las canillas en cuatro. Después de ir con algunos doctores, finalmente uno le dio al clavo y le dijo: “Su enfermedad se debe a la insuficiente formación del colágeno, como consecuencia de un fallo genético”. Raúl al escucharlo se quedó helado, principalmente porque no tenía idea de qué era el colágeno ni qué significaba un fallo genético. Mirándolo a los ojos, el Güero tomó un gran bocanada y esperando lo peor preguntó: “Con todo respeto, doctor, ¡¿qué jodidos es eso, oiga?!” El médico le enseñó una radiografía a contraluz y, a manera de analogía, para que aquel hombre que sólo sabía de labrar canteras pudiera entender lo que le sucedía, le dijo: “Mire, don Raúl, el colágeno es una proteína de los tejidos y su función en la formación de los huesos es esencial, se puede comparar a la de las nervaduras metálicas en torno a las cuales se monta la estructura de hormigón de una viga o de una estatua; si la estructura no es fuerte o no existe, la pieza de hormigón no adquirirá la forma adecuada o será sumamente frágil. A usted lo que le falla es esa viga, esa estructura metálica que sostiene la estatua que es su cuerpo, porque carece de colágeno, el colágeno que la haga fuerte, ¿me explico?” Raúl, resignado, hizo un movimiento de cabeza con el cual dio a entender que sí sabía de lo que estaba hablando y sólo preguntó: “Entonces, ¿cuánto me queda de vida?” “Mire, don Raúl, usted no se va a morir de esto a menos que insista en trabajar con el marro y el cincel, esta enfermedad es degenerativa, no mortal, yo le sugiero que dada su edad, deje su oficio por la paz y se dedique a otro tipo de actividad”. Raúl se quedó callado y tras meditar de camino a su casa sobre las palabras del doctor, comprendió que a sus setenta y dos años, y sin poder ejercer su oficio, no le quedaba otra más que prepararse para morir. No obstante, Carmelo no iba a dejar solo al buen Güero, así que, para mantener a su mentor, se aprontó para trabajar horas extras y hacer más fructífera la creación de su obra.

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Muy pronto Carmelo se convirtió en el escultor más famoso de Chihuahua y, sin exagerar, se podría decir que su escultura llegó a todos lados. Casas de los ricos, iglesias, parques y casi todos los mausoleos de los panteones, todos, absolutamente todos tenían algo de su prolífera obra. Sin embargo, cada vez que le pedían hacer una estatuilla de algún cuerpo completo, el artista se negaba a realizarla alegando que tenía mucho trabajo, lo cual no era del todo falso. Conforme pasaron los años, el buen Güerito tuvo que permanecer sentado en una mecedora escuchando las radionovelas, pues era muy aficionado, y durmiendo la otra mitad del día. Pero Carmelo, quien tenía un gran taller en forma, quince empleados y hasta un pequeño camioncito en el cual hacía traer la cantera de todos lados, no paraba de trabajar. Así se hizo famoso y fue conocido como el rey de la cantera. Quizá por eso un buen día llegó hasta su taller un joven amante de lo fino que deseaba sólo lo mejor para su nueva residencia. Su nombre era Fernando Foglio Miramontes. Este hombre había emprendido una carrera política y ahora su centro de reuniones con el primer círculo de amistades que lo apoyaban había tomado como sede el patio de su casa, que, con toda honestidad, distaba mucho de ser espectacular. Muy amante de los caballos, como todo buen mexicano de mediados de los años cuarenta, Fernando Foglio negoció con Carmelo la entrega de una fuente para decorar el patio donde celebrar sus tertulias, para ello pensó en una obra hecha a base de cantera en la cual, tal y como si estuvieran saliendo de la piedra a todo galope, deseaba ver el vuelo de seis alazanes. Aceptado el precio y el objeto del contrato, se perfeccionó, como dirían los abogados, la compraventa, y a Carmelo, ya con anticipo en mano, no le quedó otra más que hacer una fuente de grandes dimensiones donde se recreara a la perfección la petición de Foglio. Para realizar aquella encomienda Melo, como le decían los cuates, trajo de una veta de cantera rosa escondida en una cueva del Cerro Grande cada una de las piezas de piedra para tallar. Después de ocho meses de arduo trabajo y de seguir uno que otro consejo del Güerito a rajatabla, eso sí, Carmelo terminó su obra maestra, que fue bautizada como Los seis pegasos del pedregal. Estimado lector, quisiera tener en mí las palabras para describir aquella obra, pero la verdad es que ningún adjetivo podría calificar la belleza de ese labrado sublime y perfecto, porque lo era, a pesar de quienes dicen que no existe la perfección y que sólo Dios es perfecto; este trabajo era la excepción. De cabo a rabo no había espacio para el error, la cantera y la talla parecían tener vida propia y los caballos daban la sensación de que podían respirar los condenados, y a lo mejor así era.

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Como ha de imaginarse usted, no pasó mucho tiempo para que Fernando Foglio, en la entonces muy pequeña y comunicativa sociedad chihuahuense, se hiciera famoso, ya que todo mundo quería conocer la llamada Fontana di Trevi mexicana. Corrida la voz, Fernando comenzó a recibir en su casa la visita inesperada de vecinos curiosos y hasta gente que venía de fuera, que sólo pedía asomarse al patio para ver aquella preciosura. Llegó a tal grado la conmoción en torno a la escultura, que por las tardes Julia, la muy inteligente esposa de Fernando, salía a la banqueta a regalar galletitas saladas y agua para que no se desesperaran todos aquellos que esperaban en fila para pasar a conocer la pieza. La mujer de Fernando sabía que todo esto podía redituarles en créditos políticos, especialmente por las aspiraciones de su esposo. Con el paso del tiempo empezaron las conglomeraciones afuera de la casona. Tendrían que verlo, en esas filas había de todo como en botica. Viejas chismosas, puñados de arquitectos y escultores envidiosos, quinceañeras con chambelanes, parejitas de novios, recién casados o simplemente turistas que querían posar con la estatua para tomarse una foto. Para Fernando este acontecimiento fue el parteaguas en su carrera política, pues como el hombre gustaba de los menesteres públicos de grillar, como comúnmente se dice, se dio a conocer muy pronto y sin tener que salir de su domicilio. Como quien dice, él no se fue de campaña política, sino que la campaña política llegó a él. Y lo mejor fue que lo hizo hasta la puerta de su hogar, donde recibió todo tipo de personalidades, incluido don Alfredo Chávez, el gobernador de Chihuahua por aquel entonces. Chávez, al ver las colas afuera de la casa de los Foglio, en un acto de populismo y sin aviso previo, una tarde de abril cuando manejaba de regreso a su casa se bajó de su Studebaker y tocó la puerta de la residencia de los Foglio para conocer la famosa Fontana di Trevi mexicana. En aquella tarde soleada, don Fernando Foglio, feliz y azorado por la visita, entabló una plática de amigos con el gober y una vez que se hicieron cuates, viéndolo a los ojos éste le dijo: “A mí me gustaría tener una estatua como ésta, amigo”. Y esto fue todo, Fernando sin decir más nada se despidió con tan sólo una sonrisa y un sincero apretón de manos. Después, corrió a las visitas de su casa, pues ya estaba harto y por otro lado intuyó que ya no las necesitaba. Meditabundo se sentó en la sala con un vaso lleno de whisky y se dijo a sí mismo en un tono serio y pausado: “Ya nos fuimos a la grande, gordito”. Al día siguiente, por iniciativa de Julia y a manera de despedida, todos en la familia de los Foglio se tomaron varias fotos al lado de la fuente porque ya se la llevaban de la casa. Piedra por piedra la obra fue desmantelada y llevada con cuidado, como regalo, hasta el rancho que el gobernador tenía a las afueras de la ciudad.

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Ahí la colocaron, a la entrada de la casa grande, en una rotonda que el mismo Foglio ayudó a edificar. Fue así como el viejo Chávez se conmovió hasta lo más hondo de su corazón cuando sorpresivamente llegó a su rancho y vio aquella grandiosa estatua con un moño rojo y una tarjeta que decía: “De la familia Foglio para un gran hombre cuyo ejemplo es inspirador, señor gobernador Chávez, es un honor contar con su amistad”. Y es que Alfredo Chávez podía tener muchos defectos, pero jamás el de ser mal agradecido; aquel “detallazo” de Foglio lo coronó para siempre como un incondicional, como un camarada o mejor dicho como un hermano de verdad. Hay incluso quien dice que cuando el gober Chávez, en la soledad de su rancho, se ponía a beber, al ver la belleza de aquella escultura, conmovido se le rodaban las lágrimas por el detalle que había tenido con él Fernandito, como cariñosamente lo recordaba. Para fortuna de los Foglio, cuando menos se pensó las elecciones ya estaban en puerta y el gober todavía no olvidaba el regalo. Fue así como, al no ver a su amigo “Fer” en la lista de candidatos que su partido le puso a consideración, y haciendo uso de su prerrogativa para elegir a su sucesor, de su puño y letra escribió el nombre completo: Fernando Foglio Miramontes. Después, sólo le dijo a su secretario particular: “Dígales que les faltó este cabrón”. Y como en política al buen entendedor le sobran las explicaciones, la voluntad escrita de don Alfredo Chávez hizo que las palabras de Fernando se hicieran realidad: los Foglio llegaron a la grande. En 1945 el mundo entero atravesaba por un período complejo, las guerras y el hambre habían cambiado el mapa geopolítico del orbe, la sociedad estaba ávida de buenas noticias, pero sobre todo de actividades que enaltecieran el espíritu. Por ello, en un golpe de astucia, y ya como el nuevo y flamante gobernador del estado de Chihuahua, Fernando Foglio Miramontes pidió a un equipo de ingenieros y arquitectos impulsar el deporte y la cultura como un factor reivindicador y un agente de cambio social. Fue así como surgió la Ciudad Deportiva, hoy muy bella y arbolada, en la capital de Chihuahua. Presentados los planos y anteproyectos, y después de varias juntas, se decidió construir a las afueras de la ciudad y a un lado del campo aéreo (pues todavía no había aeropuerto), las instalaciones de una obra monumental en torno al tema del deporte, y para ello Fernando Folglio tuvo a bien acordarse del buen Melo Meraz. En persona le solicitó su participación artística para realizar una obra que se elevaría en el centro del estadio olímpico de la Ciudad Deportiva; quería la figura de un súper atleta que sirviera de inspiración a todos los que hicieran deporte en ese lugar. Las palabras exactas

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de Foglio fueron: “Mira, Carmelito, quiero que te hagas una estatua como de unos cinco metros de un tipo lanzando un disco, como esos hijos de la chingada de la antigua Grecia, ¿me explico?” Como se podrán imaginar, Carmelo al escuchar la solicitud del gobernador se quedó helado, pues sabía que lo que le pedían era imposible para él y además no le gustaba nada la idea, así que primero intentó cambiar la temática de la escultura y en su lugar poner unos leones peleando; no obstante, en la historia son pocos los que han llegado a convencer a un hombre poderoso, así que atrapado en ese dilema, el buen Melo sólo pidió un par de semanas para meditarlo, a lo cual el gober le respondió tajante: “Tienes hasta el viernes para decidir o se la damos a un cuñado de un primo de mi señora que es artista y vive en Juárez”. Melo llegó a su taller y comenzó a hacer algunos bocetos, pero nomás no se le daba nada, así que en busca de algún consejo despertó al Güerito de su siesta y le explicó lo sucedido. El Rulis al escucharlo sintió de nuevo cómo le circulaba la sangre por el cerebro; inspirado tomó un pedazo de grafito y en un cartoncito dibujó en tres patadas al hombre del disco de la Ciudad Deportiva, después le dijo: “Éste es el pinche hombre del disco, cabrón. No te esperes hasta el viernes, háblales ahorita mismo y diles que sí lo vas a hacer, yo te voy a decir cómo, nada más me tienes que jurar por tu vida que me harás caso en todo, absolutamente en todo, Carmelo, ¿está bien?” Melo lo miró a los ojos y si la emoción pudiera tener una sola imagen, bien podría ser la cara que hizo el Güerito al saber que haría su última pieza. A Carmelo no le quedó otra más que aceptar las condiciones de su mentor y de nuevo seleccionó las mejores canteras, aquellas que se encontraban en una veta oculta en alguna gruta del Cerro Grande, y hecho esto talló, pulió y recortó todas las piedras que de manera secreta el Rulis dimensionaba y diseñaba en una libreta que no soltaba ni para ir al baño. Terminado el proceso de corte y pulido, medición y peso de las canteras, Raúl, ya muy debilitado por la enfermedad y sobre todo por todo el polvo de piedra caliza que respiró durante varios meses, ya sin poderse levantar de su silla de ruedas, le pidió al Melo que para celebrar le hiciera una carne asada con unos cortes de unos diez centímetros de ancho, de esos que se pueden asar parados o de ladito, también quiso tomar sotol, comer asado de puerco con chile colorado y de postre se comió unas obleas de cajeta acompañadas con un café de olla. Melo felizmente comió a su lado y disfrutó de aquel pequeño placer que le pudo dar a su querido viejo, el cual, abotagado, con la panza inflada y dura como un tambor, se fue a dormir y nunca despertó. Entrada la tarde Carmelo sintió frío, mucho frío, como aquella tarde cuando murieron su hermano y su madre. Melo sabía que era la muerte,

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que todo lo hiela cuando llega, y para su poca sorpresa así fue. Se levantó de su sillón donde hacía la digestión, y al entrar en la habitación del Rulis lo vio acostadito, sin moverse y con los ojos abiertos. El Güerito estaba rotundamente muerto. Sobre su pecho tenía la libreta, como diciendo: “Léela”. Carmelo se acercó y lo lloró por un ratito, después, al hojearla, descubrió atónito el siniestro e inmortal plan del Güero canijo. Sabedor de su muerte y de la imposibilidad que tenía Carmelo de terminar la estatua, Raúl se las ingenió para obligar a Melo a enterrarlo en ella. Así es, y que sus mismos huesos, los llamados huesos de cristal, fuesen los que irónicamente le dieran cuerpo a la estructura de aquella estatua del súper hombre, aquel adonis que ya terminado pesaría cerca de tres toneladas. “Ya está todo listo, ahora nomás falto yo”, decía una nota al final de la hoja. Cada detalle se encontraba perfectamente planeado, aquellas hojitas de la libreta parecían los planos de un ingeniero de la nasa, que, a perfección y escala, tenía contemplados todos los detalles de peso, fuerza, resistencias y distancias de la majestuosa estatua. Carmelo no lo podía creer y, siendo sincero, aunque se lo hubiese jurado al Güero, él no estaba dispuesto a seguir los macabros planes, pero por otro lado también sabía que no le quedaba de otra, porque tenía encima la fecha de entrega y era imposible que aquellas canteras y especificaciones de los planos sirvieran para otra cosa; de una forma u otra se encontraba obligado a resolver, y qué mejor que dando gusto a su finado padre y mentor. A cargo del erario, el Güero había confeccionado su propio ataúd, le había dado una cachetada con guante blanco al doctor, demostrándole que sus huesos podían soportar lo que fuera, y de paso le enseñaría a su hijo la última lección: modelar el cuerpo humano. Qué chulada de viejote. Carmelo no dijo nada a nadie, le dio vacaciones a su gente y a lodo y piedra se encerró en su taller durante casi un mes. Terminado El hombre del disco, mandó a un mensajero para avisarle al arquitecto que la obra estaba lista para que pasaran por ella. Pero el gigante del disco era sólo eso, un hombre de grandes dimensiones, no había nada de espectacular en él; incluso el gobernador dudó de ponerlo como emblema de la Ciudad Deportiva en lo alto del estadio olímpico, porque a su sentir se veía soso, pero al no haber otra cosa que lo supliera decidió dejarlo en ese lugar. No obstante, bajó a Carmelo de su pedestal y lo etiquetó de idiota. Duramente criticado por su obra El hombre del disco, Carmelo salió del país para poder continuar con su trabajo. La verdad es que nadie sabía el porqué de lo feo de su estatua, pero en sus entrañas se ocultaba un cuerpo en descomposición que tenía que ser encubierto. Éste fue el motivo por el cual tuvo que hacer varias modificaciones a los materiales contemplados por el Güero, para recubrir aquellas bellas canteras con concretos, sellado-

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res y yesos y modificar así los planes del viejo Raúl. Por este motivo la estatua perdió magnanimidad y definición, pero finalmente logró su cometido: el cadáver del Rulis dio forma a aquel adonis de cinco metros y hasta la fecha nadie sabe que el Rulis descansa en su interior, posiblemente con una sonrisa en su rostro. Pasados seis años, el gobernador Fernando Foglio terminó su mandato y entre las críticas postsexenales no faltaron las que lo tachaban de corrupto e incongruente, ya que la gente no concebía lo bonita que era la fuente que él le había regalado al gober anterior y lo mediocre del lanzador del disco de la Ciudad Deportiva. No pocos insinuaron que se había “clavado la lana” y mandado a hacer con otro la estatua. La verdad es que el pobre Foglio aprendió a la mala que en política no hay quien salga bien librado. Así es y así será. Por su parte, fue en Francia donde el buen Melo encontró trabajo como escultor de caballos; uno, el más famoso, quedó inmortalizado en la tumba de Francisco Franco, el Generalísimo, dictador de España. Pareciera como si la edificación de tumbas siempre hubiera sido su especialidad. Ya viejo, muy rico y con cáncer de pulmón debido a todo el polvo de piedra que aspiró durante casi siete décadas, se le vio por última vez caminando por la Ciudad Deportiva (quizá fue a despedirse del Rulis) y después por las faldas del Cerro Grande. En sus manos llevaba un marro, un cincel y una libreta. Tal vez el viejo Carmelo decidió que en aquella veta secreta esculpiría a detalle su última obra: una hermosa tumba de cantera.

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A mi maestra Dolores Delgado Nuñez. En memoria de Francisco Cepeda Cruz y Jesús Martfnez González

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uerido diario: Hoy me levanté temprano porque ha sido mi primer día de es~ cuela en esta ciudad. Llegamos a Chihuahua hace unos días, ape~ nas a tiempo para inscribirme y empezar el nuevo ciclo escolar. Este día inicié mis estudios en el Colegio Palmore, una de las ins~ tituciones educativas con más prestigio en esta ciudad, fue funda~ do en 1890 por misioneros metodistas. Mi papá lo eligió porque tiene fama de contar con muy buenos maestros y porque ha sabi~ do corresponder a sus principios, adaptándose a los cambios sin perder el objetivo de formar ciudadanos ejemplares. Como mues~ tra hay una larga lista de ex alumnos distinguidos: políticos, artistas, maestros, deportistas, profesionistas que han sobresalido en todas las disciplinas. Todavía no conozco la ciudad, así que tendré que ir y venir en el camión de la escuela. Tengo mariposas en el estómago, un poco de miedo y emo~ ción. Estuve esperando un buen rato a que pasara por mí el transporte es~

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M A R G A R I TA M U Ñ O Z

colar. Al fin apareció el camioncito y el chofer me dio la bienvenida y me presentó al resto de los niños: “Ella es la niña nueva”. Los niños me miraron sonriendo, una de las niñas me hizo lugar en su asiento. Ella fue mi primera amiga y juntas transitamos todo el tiempo que permanecí en esta escuela. Después de un largo recorrido, por fin llegamos al colegio. Mi nueva amiguita me tomó de la mano y entramos a un pequeño vestíbulo donde se leían en la pared frente a la entrada dos frases que me marcarían para siempre: “Es más grande quien mejor sirve” y “La verdad os hará libres”. Había varios grupos de niños y niñas esperando, mochilas a la espalda, la hora de entrar a clases. Ingresamos al patio central del vetusto edificio por una gran puerta de madera. Me sentí abrumada por este espacioso recinto en donde pasaría los siguientes años de mi vida estudiantil. El edificio está formado por dos cuerpos iguales, donde los salones están listos para abrir sus puertas a los nuevos alumnos, dos pisos que se sostienen en macizas columnas forradas de madera circundando el patio. El segundo piso tiene un pasillo con una baranda, también de madera, todo pintado de verde. Los salones son grandes, espaciosos, muy iluminados a través de ventanas de guillotina. Entre mapas y carteles con figuras anatómicas y botánicas están los pupitres que con el tiempo han adquirido una pátina de color café oscuro. Tienen asientos abatibles y las mesillas están sostenidas por escuadras de fierro forjado. Todos los pisos, también de madera, rechinan. De repente suena una campana. Está situada en medio del balcón del segundo piso y por el altavoz escuchamos una voz grave y sonora: “Fooormación”, y como si todo estuviera ensayado nos vamos organizando en grupos: primero, segundo, tercero, cuarto, y por orden de estatura. El director de la escuela, un hombre alto, moreno, de gran personalidad, nos da la bienvenida. Cantamos el himno nacional y rendimos honores a la bandera. Luego entonamos el himno del colegio: “palmorense, en lo alto lleva tu ideal, sin vacilaciones lucha hasta triunfar, una patria grande puedes tú forjar si por ella quieres con valor luchar…”, ritual que repetiríamos todos los lunes. En tono solemne y autoritario, el director nos da algunas indicaciones y desde el primer momento nos ha dejado sentir quién llevará la batuta de nuestra formación de aquí en adelante. Nuestro salón da a la calle 12 y desde ahí podemos ver el Parque Lerdo, futuro nido de aventuras y amores juveniles. Mi maestra tiene el pelo rojo y los ojos verdes. Es chaparrita y circunspecta. Somos treinta alumnos, entre niñas y niños; para la hora del recreo nos hemos hecho amigos y jugamos encantados en el segundo patio donde están las canchas de básquetbol y los talleres. Amigos por siempre.

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C UAT R O E S TA C I O N E S

Invier no

Querido diario: Hace mucho frío. Todos los salones tienen un calentón de leña al fondo, pero mi asiento es el segundo de la fila de en medio y el calor no me alcanza, además estoy frente a la puerta y cada vez que se abre me entra un chiflón de aire helado. Estoy resfriada, tengo mucha fiebre. Sueño que estoy soñando acostada en mi cama y que un sonido me despierta y no atino a distinguir con claridad de qué se trata: tac, tac, tac; luego una voz de mujer, alta y chillona “uno, dos, uno, dos”, y un sonido marcando el ritmo. Me levanto asustada y en el sueño me dirijo al lugar de donde proviene el sonido. Camino por un pasillo con piso de madera que rechina bajo mis pies y sigilosamente entro a un gran salón donde un grupo de jóvenes escriben a máquina siguiendo el compás que les marca la voz. Hacen un ejercicio para aprender a escribir rápidamente, por lo que les han cubierto el teclado con una cartulina. Al final de la clase, habrán de entregar lo escrito siguiendo un manual de mecanografía. La maestra es una mujer de mediana edad, muy sobria, peinado con partidura en medio recogido hacia atrás en un moño, el cabello ondulado le cubre las orejas. De rostro adusto y con un vestido azul de florecitas, marca el compás con una regla, que usa de vez en cuando para castigar las manos que levantan la cartulina para mirar el teclado. Dicen que se peina así porque Francisco Villa le cortó una oreja cuando se rehusó a sus insinuaciones. Ella voltea hacia donde estoy y me dirige una mirada severa interrumpiendo su “un, dos, un, dos”. Despierto asustada por el sueño. Un sonido estridente me despierta del otro sueño y veo en el despertador que se me ha hecho tarde para ir a la escuela. Me siento bien, me apresuro a ponerme el uniforme. Verde como es el colegio. Verde como la esperanza, dicen. Primaver a

Querido diario: En la clase de música, el maestro nos marca el compás con la batuta y repetimos una y otra vez la misma melodía; ensayamos para la fiesta del día de la madre y él, a pesar de ser un músico importante, disfruta de dar clase a esta horda de niños, tratando de educar nuestro oído. Al piano, durante las clases, interpreta música clásica y popular, muchas de estas piezas son de su autoría. Estos momentos son memorables. Otra vez estoy enferma, me pusieron en cuarentena, hay señales de alarma porque uno de nuestros compañeros tiene síntomas de poliomielitis. Tengo exámenes trimestrales y no voy a ir a la escuela, la maestra me los mandó para que los hiciera en casa. ¿Crees que yo abrí un libro para ver las respues-

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MARGARITA MUÑOZ

ras~

Claro que no. Vinieron a verme mis amigas, pero mi mamá no las dejó entrar. Se van a suspender las clases, pues temen que haya una epidemia. Volví a la escuela; a todos nos han puesto una dosis de gammaglobuli, na. Nuestro compañero no tiene polio, padece un caso raro de encefalitis equina, ya que es caballista, y se ha quedado semiparalizado. Cuando nos enteramos de que podíamos estar en contacto con él sin contagiarnos, or, ganizamos grupos para ir a visitarlo. Su mamá nos permite ayudarle a co, mer, a sentarse y a quitarle las flemas de la garganta con un aspirador. Le llevamos libros y noticias de la escuela, a veces algún jamoncillo, que no puede comer, pero el gusto de apoyarlo y darle ánimos nos causa alegría y satisfacción. Cuando nuestros maestros se dieron cuenta, nos hicieron un reconocimiento un lunes frente a toda la escuela, recordándonos que "es más grande quien mejor sirve". VERANO

Querido diario: En el sopor del verano, medio adormilados y ociosos, pues ya estamos a fin de cursos, esperamos la clase de inglés. A alguno de nuestros com, pañeros se le ocurrió una travesura y vació en el asiento de la maestra un poco de refresco de fresa. La maestra llegó y se sentó. Imperturbable, pasó lista sin dar muestras de incomodidad, sólo mirándonos inquisitivamente. Impartió su clase como si nada pasara, al final esperó a que todos saliéra, mos del salón y muy discreta se levantó envuelta en un chal color vino y se encaminó a la Dirección. Nosotros nos retiramos entre risas y murmullos comentando la travesura. Al día siguiente no nos permitieron la entrada a la escuela, estábamos expulsados mientras no se supiera quiénes habían sido los autores de la tra, vesura. Nuestro refugio por una semana fue la canasta de cantera plantada de flores que está en el Parque Lerdo frente al colegio. Nadie abrió la boca, pues no queríamos ser los delatores. Pasamos los días comiendo naranjas con chile y cueritos que se vendían afuera de la escuela, todavía tengo su olor y sabor en mis sentidos y aquella sensación de temor, de no saber distinguir si hacíamos bien o mal al no de, lacar a nuestros compañeros y sin dar cuenta en nuestras casas del desagui, sado. Ante la amenaza de llamar a nuestros padres, los culpables confesa, ron su delito y fueron castigados severamente. El resto nos reintegramos a las clases, apenados y confundidos. Esa semana había sido la peor de nues, tras vidas. Habíamos recibido una dura lección y aprendimos la razón del lema de la escuela: "La verdad os hará libres".

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CUATRO LUGARES GLORIETA FRANCISCO VILLA • IGLESIA DE SAN FRANCISCO · MERCADO REFORMA CAFÉ CALICANTO •

PASEO POR LA CIUDAD LILLY BLAKE

PALABRA S DE S DE EL I N I CI O

aseadas de minutos que se disuelven en el espacio, conformando en su tejido la realidad, cielos infinitos que cierran y abren como flores o soles que se encienden y apagan. Nadar en hondonadas la hondura del horizonte que nuevamente vuelve a sentirse rojo. Arañan las paredes del espacio y dejan rastros de estelas de movimiento. Todos yendo frenéticamente hacia algún lugar, sin dejar su centro preciso, profundo sitio donde se genera el corazón de todos los relojes y de cualquier latÍ· do. El agua que cae. La flama que levanta y el ir hacia abajo o hacia arriba y fluir hasta que se decreta el reposo para todos, menos para el reloj, porque el tiempo siempre corre. Ésa es su naturaleza, como la del espacio es el estar fijo, a merced de las horas.

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Glorieta. Punto uno, nueve de la mañana, vier nes

Este sitio es una ubicación muy apropiada para empezar, porque aquí es fácil hablar de posibles rumbos. Daremos un paseo por cuatro lugares de la ciudad, al hacerlo veremos parte del camino recorrido por otros, contaremos algún que otro cuento y quizá en el trayecto podamos llenarnos un poco de futuro. Hoy en día, una glorieta se entiende como una plaza, un círculo trazado en la calle cuyo centro se abre hacia todas direcciones. Desde el cielo, se vería como una flor, una flor de asfalto. El círculo, a través del tiempo, ha representado la perfección, lo divino, y si tiene movimiento como éste, puede recordarnos a un rehilete. O bien, por sus puntas, nos hace pensar en la rosa de los vientos. Vamos, estirando un poco la imaginación, también pudiera parecer un reloj. Si se te hace demasiado entusiasta esta última comparación, puedo decir a manera de disculpa, que no es raro que piense en relojes y, como información adicional, agregaré que no soy relojero. Pero ya habrá tiempo para presentaciones. En algunos lugares, las glorietas tienen una estatua para conmemorar algo. Aquí en particular tiene un jinete. Su caballo lleva ambas patas levantadas, lo cual, según la tradición, quiere decir que el hombre murió en un hecho violento. Es un forajido, un héroe, un hombre polémico en vida y también después de su muerte; se trata de Pancho Villa, amado y odiado por unos y por otros, dependiendo de qué lado estaban y de qué momento se trate. Nosotros, ya algo después de celebrado el centenario que conmemora la Revolución mexicana, estamos en la ciudad de Chihuahua. Aquí al revolucionario se le recuerda como estatua de bronce y se encuentra entre el tráfico, porque hoy en día, todavía la glorieta de Pancho Villa es una vorágine de movimiento. Bueno, así es (o era o será), dependiendo de dónde, y sobre todo cuándo, estés. Si los autos fueran barajas, se diría que desde este sitio se reparten las diferentes manos. Visualizaremos que por minuto se ven autos azules que se dirigen al norte por la Avenida Universidad, autos blancos a la colonia San Felipe, por la Avenida División del Norte, bastantes rojos al sur hacia el centro de la ciudad; eso sin detenernos, no hay semáforo y, para ser francos, sin mucho orden en los colores. Saberla pasar es la prueba de manejo de los adolescentes. “Si vas a dar la vuelta completa, tienes que tomar el carril del centro”, les dicen sus papás al enseñarlos a cruzar. “Si vas hacia la derecha, toma precisamente ese carril y si quieres seguirte de frente, utiliza el carril de enmedio”. Además puede significar otras cosas: una especie de símbolo de la voluntad de un pueblo. Si se fijan, es de notar que cuando la selección mexicana gana un partido de futbol, es allí donde la gente va a celebrar y es porque saben —aun desconociéndolo- dónde está colocada la energía, el sentido de atracción. Por aquí vamos a pasar todos para recargar pilas, pero que sea

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rápido, para darles oportunidad a los demás. No es por adelantar vísperas, pero sé, de buena fuente, que en el futuro esto se volverá casi esférico, las vueltas serán de 360º pero prácticamente verticales, la energía que permitirá estas aparentes acrobacias de los autos es la magnética. ¿Puedes imaginarlo? Como hacen algunas aves al volar, que dan un giro innecesario, a veces doy una vuelta completa en esta pequeña plaza. Es porque no siempre llevo prisa. Conduzco también por diversión. Para mí hacer esto de vez en cuando (no más de una vez al mes, para no congestionar innecesariamente el tráfico) es como darle cuerda a la ciudad. —¡Buenos días, general! Son las nueve quince del viernes y todo sereno, dentro del movimiento normal para la hora. O al menos eso parece. Va el primer cuento: Cuento uno. El sitio

Había que hacer un ocho perfecto en la arena, el inconveniente es que se necesitaba un compás especialmente diseñado para ello, y no teníamos uno. Sí existen, pero ninguno de nosotros lo sabíamos en ese entonces. Así que decidimos dedicarnos a atrapar mandrágoras. No suena demasiado lógico, pero conocíamos bien las propiedades mágicas de estas raíces y se nos había dicho que si trazábamos ocho ruedas concéntricas perfectas en la tierra, encontraríamos en el centro una mandrágora, no importa dónde nos encontráramos. Estábamos en el desierto y no se supone que allí existan, pero no teníamos muchas opciones disponibles. Nuestro plan era conseguir la primera raíz, para ver de qué manera sus artes mágicas nos ayudaban a improvisar un compás para hacer un ocho. No suena demasiado razonable la propuesta, pero cuando lo que se desea es hacer un ocho perfecto en medio del desierto, generalmente no es uno, para comenzar, alguien muy normal. Es de suponerse, y así era, que éramos ocho personas: cuatro de nosotros representábamos un punto cardinal respectivamente y los otros cuatro sus puntos intermedios. Nos colocamos en posición, ayudándonos de una pequeña brújula que llevábamos y fuimos trazando los círculos con la ayuda de una cuerda que atamos a un palo, que fungía como eje. Cada quien debía dibujar su parte del círculo y lo teníamos que hacer con demasiado cuidado para que pudiera ser “perfecto”. Al final quedaron bastante bien, pero no sabíamos si calificaban, así que fue con gran emoción como al terminar los ocho círculos, desenterramos la estaca y justo allí empezamos a cavar para hallar lo que esperábamos fuera una mandrágora. Nunca habíamos visto una y ese hecho aumentaba nuestras expectativas. Cavamos muy hondo sin encontrar nada y cuando por fin nos disponíamos

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a dormir agotados por un día de búsquedas infructuosas, alguien del grupo gritó: “¡Encontré algo!” Lo que salió fue más bien similar al jengibre, era una raíz de formas sinuosas que de alguna manera recordaba la figura humana, solo que más parecido a una papa rara que a la idea que teníamos en nuestra mente de lo que debería ser una mandrágora. La sacamos con mucho cuidado, con una mezcla de decepción y esperanza. La dejamos reposar en uno de los extremos del último círculo, el más grande. A estas alturas solamente se distinguían los círculos más alejados del centro, ya que en este último habíamos estado cavando desordenadamente e hicimos desaparecer los más céntricos. Cubrimos nuestro hallazgo con una tela color púrpura que llevábamos ex profeso y nos fuimos a dormir. Al día siguiente, a la raíz le habían crecido dos hilos fibrosos, uno de cada lado, parecían brazos; con ellos, no sin algunas dificultades, pudimos trazar el ocho, lo hicimos a unos metros de la excavación. Al terminar, la arena se hundió alrededor del centro del ocho. Al hacerlo, se dibujó una rueda perfecta de unos treinta centímetros de diámetro que tenía otros treinta de profundidad. Supimos entonces que nuestra búsqueda había terminado, habíamos logrado encontrar nuestro lugar. Tiempo después se llamaría Chihuahua, lo mismo la ciudad que el estado que la contiene. —¡Vaya! Justo acabando de contar el cuento, vi pasar ese auto rumbo al sur, por la glorieta. Ibas tú. Calle Libertad. Atrio del templo de San Fr ancisco. Punto dos, doce del mediodía del mismo vier nes

Un día te dije que este templo era el más antiguo de la ciudad, ¿lo recuerdas? Por eso vinimos. Reías para variar, con ese dejo de travesura que tienes en la ceja cuando andas de buenas. Frunces el ojo como si apenas fueras a sonreír, pero sueltas tremenda carcajada y no paras hasta que te vence el cansancio. Reías por otra cosa, pero no recuerdo qué era. Entramos, estaban como siempre “los clientes” habituales de tales lugares, un sacerdote con mejillas rosadas y cabello totalmente encanecido, varias devotas y devotos, más ellas que ellos y más los viejos que los jóvenes. Hay siempre un “patrón” en todo espacio y es allí donde ese hombre no cuadraba, no pertenecía al sitio. Andaba con una camisa blanca, traía tenis de lona con líneas muy limpias y sin adornos, en un tono beige pálido. Su silueta destacaba sobre los oscuros retablos de madera color rojo tinto y

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sobre los perfiles de los santos, también viejos como la iglesia, no como el visitante. Difícil describir su edad. Su paso era firme y rápido, pero como quien anda así por costumbre, no por tener prisa, pues su semblante era calmo. Sus ojos eran voraces como los de alguien que “escanea” todo, escudriñando con la vista hasta las palabras. “¿Quién será ese?”, seguramente te preguntabas. Al notarlo, te comenté: —No parece sacerdote y tampoco tiene cara de parroquiano. Traía una canasta rebosando frutas: piña, guayaba, fresa, mango, manzana, cereza. Incluso llegué a ver unos limones y algunas nueces. El aroma de la guayaba perfumaba el ambiente a su paso. Colocó la canasta a los pies del altar y retrocedió para sentarse en primera fila. No lo perdíamos de vista porque era la única pieza del ajedrez que no encajaba, se veía como una aparición de una película antigua, excepto que tenía un cierto aire desenfadado, acentuado por su cabello color castaño avellana, recogido en una cola de caballo que le daba un toque actual. —¿Quién es usted? —le pregunté sin ningún preámbulo, segura de esperar una respuesta sorprendente. —Soy el tiempo —dijo, siendo igual de directo que yo. La verdad creí que iba a decir algo inusual, incluso algo extraordinario, pero eso era demasiado, no estaba preparada para recibir esas palabras e intuitivamente retrocedí. Pensé que en verdad se trataba de un loco. Su facha era ciertamente extraña, más por su propia personalidad que por su vestimenta, casi normal. Por lo mismo su presencia no pasaba desapercibida, menos aún sus palabras, pero no parecía ser alguien tan desequilibrado. —No me crees, ¿verdad? —me dijo. Tú te habías quedado un poco atrás, lo hiciste a propósito cuando viste mi intención de hablarle al desconocido. —No, no es eso, es realmente extraño, pero, no sé cómo, ni por qué, creo que te creo —le dije, aunque la verdad con una especie de precaución. Aun con todo, parecía alguien accesible, por eso esta vez le hablé de tú. —Es sólo que me sorprende encontrarte aquí —agregué como para seguirle la corriente, pues no sabía a qué atenerme. —¿Por qué piensas eso? —preguntó—. Es uno de los lugares más viejos de la ciudad y te extraña encontrarte al tiempo. ¿Y qué esperabas? —dijo en un tono casi de regaño. —No, eso suena… vamos, casi lógico, pero yo no pensaba que el tiempo fuera una persona —dije. —Tú no lo eres, ¿o qué? —No, yo sí soy persona —agregué en voz baja—, pero no me creo ser

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el tiempo como tú —esto último lo dije en tono casi de susurro, temiendo que alguien más lo escuchara. —Yo tampoco lo creo. Simplemente lo soy —agregó. —¿Me lo puedes demostrar? —le pregunté, a pesar de lo raro del caso, su convencimiento era contagioso. —Por supuesto, pero no lo haré. Yo más que nadie tengo conciencia de lo que soy. No voy a perderme en tonterías. Su ceño se frunció un poco, lo cual contrastaba con su aspecto antes gentil y daba cuenta de su molestia ante mi aparente impertinencia. El altar principal se hallaba iluminado porque había una boda a punto de suceder, se escuchaban los susurros de la gente que iba llegando, las damas de honor con su exageración en rizos y los sonidos aislados de los músicos preparando sus instrumentos. En ese momento miré hacia arriba y pude ver la cúpula central; estaba dividida en ocho, marcando los puntos cardinales y sus subregiones; por alguna razón me estremecí. —Será mejor que me vaya —le dije—, lo supongo ocupado —agregué casi inmediatamente a manera de explicación, esta vez guardando la distancia. Entonces rió de buena gana. —¿Ocupado yo? —me contestó—, si lo que tengo son horas libres. Te enseñaré algo. Eso que tú llamas tiempo viene a ser la película donde se proyectan tus pensamientos. No es lineal. Es circular como las glorietas, en realidad es esférico, pero por ahora basta con que lo pienses redondo. Puedes “fugarte” en cierta dirección, pero todas las opciones están disponibles en un mismo momento. Por mi parte, pensaba que era casi natural que el tiempo hablara de “fugarse”, en eso interrumpió mi ocurrencia mental con una pregunta: —Ustedes dos vienen de la glorieta de Pancho Villa, ¿no? —preguntó. —Sí, ¿cómo lo sabes? —Son las doce y quince del viernes, llevo récord de todo —agregó el tiempo con aires de suficiencia. —¡Uff! —dije, no porque fuera la expresión correcta para el momento, sino porque no acerté a decir más—. Si lo que afirmas es lo que estoy entendiendo, podríamos ver a Pancho Villa cabalgando ahora mismo, sin importar que muriera en 1923, ¿no es cierto? Antes de que el tiempo me pudiera contestar, vi la imagen de una mujer que le hablaba a Villa. A él lo veía de lado, en un ángulo poco acostumbrado en sus fotografías, pero se le reconocía perfectamente. —Ande mi general, arrímese a la troja —le decía la mujer— A ver qué encuentra para darle de comer a sus animales y darles agua. Ya se pusieron allá adentro a hacer tortillas y frijoles para la tropa. También escoja una

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vaca para que se la coman. Voy a sacar la palangana de los quesos frescos — continuaba ella—. Son pocos, no alcanza para todos, pero verá qué ricos están. La imagen se desapareció y volví a ver las bancas de madera clara de la iglesia. —¿Podrías proyectar alguna visión de este templo? —le pedí. —Desde luego, pero en este lugar se conservan escenas de la historia que no te gustaría ver. Aquí se exhibió en 1811 el cuerpo decapitado de Miguel Hidalgo y Costilla, al año siguiente de iniciado el movimiento de Independencia de México. Mejor te voy a proyectar un trozo de 1721, porque fue precisamente en ese año y en este lugar, donde se abrió la primera escuela básica de la ciudad. Antes de que pudiera ver en mi mente la imagen de la escuela, tú hiciste una seña para que fuera contigo y dejara de hablar con el extraño. En el borde de la desesperación, ante la visión interrumpida y como medida drástica, le dije al desconocido: —Lo invitamos a tomar un café —esta vez también utilicé el “usted”, no quería que se negara, loco o no, su plática y habilidades eran sorprendentes. —Está bien —contestó el tiempo. Me tuve que adelantar un poco para explicarte la situación. —A ver con qué nos sale —te dije con voz de secreto. Volví al tiempo, que se había quedado atrás. —¿Está bien a las seis? —le pregunté—. Vamos a Calicanto, es un café donde podemos probar comida chihuahuense, su dueño es historiador —le expliqué, pensando que esto último sería de especial interés. Sonrió moviendo la cabeza en forma de aprobación, supongo que porque ya lo sabía y también porque es de entenderse que el tiempo simpatice con los historiadores. Nos dijo: —Primero vamos al mercado. Allí les contaré un cuento —agregó. Mercado Refor ma. Punto tres, mismo vier nes, tres de la tarde

Llegamos al mercado y el tiempo comenzó a contar el cuento: Cuento dos. La fruta

«Un día una mujer fue al mercado Reforma, es el que está por la calle Privada de Niños Héroes. Encontró los puestos de fruta tan bien acomodados como siempre, se paseó por allí, incluso anduvo curioseando las hierberías. Su paseo era casi turístico, veía las jaulas de los pájaros con el mismo cuidado como si fuera a comprar una, aunque no tuviera ninguna intención de

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hacerlo, pero las consideraba artesanales y las imaginaba pintadas de vivos colores. No acostumbraba ir al mercado porque era difícil encontrar lugar con el auto en el centro, y los supermercados estaban más cerca y formaban parte de su mundo desde niña. Porque esto mismo les sucedía a muchas personas, lo mercados antiguos habían disminuido en tamaño y en cantidad hasta casi desaparecer en la ciudad. Sin embargo, aún con todo, los que quedaban tenían una cualidad fantástica como casi de entorno de fábula, encapsulaban el pasado como ningún otro lugar. El presente estaba dado por los colores de las frutas rebosando frescura en sus acomodos caprichosos, casi de instalación museográfica. Y, claro, no faltaban los vendedores con su acostumbrado “Pásele, seño, pásele, ¿qué anda llevando?”. Se notaba el trajín de la gente que iba con prisa escogiendo los hatos de ajo. “Deme el de arriba al fondo”, “¿Este?”, preguntaba el vendedor, “No, el de enseguida”. Entonces la mujer vio un insecto sobre una manzana, era justamente la fruta que ella quería, no solo genéricamente hablando, sino esa pieza en particular era la que le parecía la más jugosa y grande de todo el montón que la rodeaba. Se trataba de un insecto vulgar, una mantis religiosa también conocida como “campamocha” y estaba dispuesta a no moverse. No sabiendo cómo deshacerse del bicho, la mujer fue por una rama de apio y con ella se dio a la tarea de quitarla de allí. Se llamaba Elisa, no la señora, sino la mantis que estaba sobre la fruta. Como no es del dominio público esto de que todos los insectos tienen su nombre propio, no había manera de pedirle directamente por su nombre que hiciera el favor de retirarse. A pesar de lo que se dice, que las mantis son venenosas si uno se las come (al menos las vacas se envenenan con ellas, a decir de la gente de campo), la mujer se llevó la fruta con todo e insecto en una bolsa de plástico. Escogió por supuesto algunas manzanas más, pero fue por no parecer tacaña, puesto que la única fruta que ella en realidad quería era la del insecto. Ya en la bolsa de plástico, Elisa empezó a sentir que le faltaba la respiración, por no hablar de los síntomas de mareo que le producía el efecto de andar rodando dentro de una bolsa casi completamente cerrada. La señora se sentía orgullosa de su hazaña ignorando el malestar de la pobre de Elisa. Y fue en ese momento que no sé qué mecanismo de la naturaleza de ambas permitió que se cambiaran de papeles, la mantis se sintió manzana y la fruta se creyó insecto, aunque aparentemente nada había cambiado en su aspecto exterior. Estos abruptos virajes, por extraño que parezca, no son tan poco comunes como se cree, en la naturaleza, a pesar de su perfección, existe un amplio campo para las excepciones. Antes de entrar a su casa, la mujer, ignorando todo este asunto, vació sobre el césped del jardín, que estaba en el centro de la casa, la bolsa de plás-

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tico y con una varita alejó a la mantis de las frutas. Las volvió a poner en la bolsa y fue directamente a su cocina para lavarlas. Tomó a Elisa, ahora con aspecto de manzana y se dispuso a morderla. Tantas vacas se han comido estos insectos que la mantis genéticamente desarrolla un sexto sentido para saber cuándo se la van a comer y reacciona defensivamente. En este caso, en el cuerpo de una manzana, no era mucho lo que podía hacer, así es que esperó, como lo hacen todas las frutas, a ser mordida. La mujer notó algo raro y se detuvo a tiempo. Cuando uno reflexiona sobre el asunto, la conciencia de una mantis no parece demasiado diferente a la de una fruta. Si uno viera la vida desde su perspectiva, supongo que se daría cuenta que su apreciación de la realidad es muy diferente a la de nosotros. No habría que hacer juicio de valor de cuál es mejor o peor, simplemente admitamos la diferencia. En teoría, una pera, o como en este caso una manzana, se “alegra” de que se la coman porque va a pasar a formar parte del “comedor” en cuestión, que se supone debe ser alguien un poco más evolucionado (aunque no siempre es el caso). Una mantis no se alegra en modo alguno de ser ingerida por otro ser, puesto que no tiene la pasividad de carácter que tienen las frutas. Un insecto sufre. Una mujer que se come un insecto -si no es su costumbre- sufre también. Un segundo intento de comerse la fruta fue realizado por la señora. Elisa sudaba y este sudor -puesto en una manzana- fue interpretado como jugosidad. Acercó poderosamente su boca al indefenso insecto y entonces el esposo de la señora en un gesto malabar y juguetón se la quitó de las manos. “Esta manzana me la voy a comer yo”, le dijo riendo. Con una mordida fenomenal terminó la vida de Elisa. Inútilmente por cierto, puesto que después de esta primer mordida la tiró a la basura. “¡Ajhhh! Esto sabe a insecto. Espero que las demás manzanas no estén igual.” No murió envenenado, por lo que es posible que no sea cierto lo de las vacas, aunque tal vez fue salvado debido a que casi no comió manzana. Afuera, en el pasto, hay una mantis religiosa que no se ha movido, se siente manzana y si alguien la hubiera comido, habría comprobado su sabor frutal.» Después de contarme este cuento en medio del mercado, el tiempo pareció satisfecho. Tú me dijiste algo sobre las mantis, algo que habías visto en Internet, pero yo todavía seguía con las palabras del tiempo y te tuve que decir que luego me enseñaras el artículo que habías leído. —¿Dónde conseguiste este cuento? —le pregunté al tiempo. —Sí, ya sé que lo escribiste tú. Lo tomé prestado de la memoria de tu laptop. —Y ¿por qué me lo cuentas? —Porque pensé que te gustaría oírlo en el mercado. Es un lugar apropiado para escuchar un cuento así.

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Café Calicanto. Punto cuatro, seis de la tarde de ese vier nes

Cuando llegamos al café, tenía su ambiente acostumbrado, se oían risas en algunas mesas y había música en vivo tocando afuera; decidimos sentarnos al aire libre porque el ambiente estaba fresco; a pesar del grato sonido de las guitarras nos fuimos lejos de la música, para poder escuchar la conversación. —Tú ¿de dónde sacas tus endorfinas? —me preguntó el tiempo. La pregunta me extrañó. Entonces me quedé pensando: ¿Por qué no me dice algo así como: de dónde sacas tus momentos felices? ¿Por qué ponerse tan técnico? Sobre todo si puede preguntar lo mismo con palabras cotidianas. Estas ideas me tenían en un paréntesis, que, supongo, se traducía en mi rostro en un signo de interrogación, pero mi interlocutor parecía leer mis pensamientos. Me repitió la pregunta, esta vez haciendo mucho énfasis en cada palabra. —Sí. La pregunta es: ¿de dónde sacas tus endorfinas? ¿Por qué cuestionas mi forma de preguntar? —me dijo y continuó— Entiendes la pregunta ¿no? Ante tal bombardeo de “cuasi” quejas, abandoné mi estado de pausa: —Sí, la comprendo bien —respondí, totalmente sorprendida de verme en evidencia. Entonces empecé realmente a considerar la respuesta. ”A ver, ¿de dónde saco mis endorfinas? ¿De dónde? —dije pensando en voz alta— De las personas —le contesté—. De las personas —repetí enfática. El tiempo hizo una pequeñísima pausa y continuó: —Un médico hubiera contestado: de las glándulas, pero esperaba tu respuesta. Esto te debe hablar de ti. ¿Qué te dice? Tú me volteaste a ver casi con piedad, no sabía que responder, pero sentí tu apoyo, allí estabas, sonreías con los ojos, temí que fueras a soltar una carcajada, pero no, sólo sonreías. —El tiempo es un desdoblamiento de la energía proyectada de tu cabeza directamente vaciada a la “realidad” para demostrar aquello en lo que crees —nos dijo. Luego se dirigió a mí: —Lo cual me hace preguntarte ¿en qué crees? No es que me incumba, pero si mantienes ese pensamiento firme, se te va a manifestar… —Por ahora, entre otras muchas cosas más —le contesté—, creo en el tiempo, ¿sabes? No pensé que te me fueras a aparecer, pero ¿por qué estás aquí? —Soy tu tiempo personal, ¿dónde esperabas que estuviera? Yo soy el tiempo, pero no cualquier tiempo, no el de todos, sino el tuyo personal. —A ver, más despacio ¿quieres decir que eres sólo mi tiempo? —Sí. Te parece poco, supongo, por tu expresión.

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De pronto me empezaron a brotar dudas sin mérito: —¿Por qué mi tiempo trae cola de caballo? —le pregunté. —¿Por qué no? Así me visualizaste —contestó. —Eres un ente extraño —le dije. —¿Y tú me lo dices?, tú hablas con el tiempo —me contestó a manera de recordatorio. —¿Por qué entregas fruta? —le volví a preguntar. —No es que estuviera de repartidor de fruta, (aunque sí, a veces lo soy) simplemente era una ofrenda, un regalo, un símbolo, una forma de mostrar respeto ante los lugares que tienen mucho tiempo, allí se ha acumulado la Historia, las historias, como ésta. —¿Es por ser un lugar sagrado? —pregunté. —Todos lo son —dijo el tiempo—, al igual que todos los momentos —agregó. —¿Modestia aparte? —le pregunté otra vez, un poco en tono de burla. —Sí, modestia aparte —respondió haciendo eco a mi juego. —También es un símbolo de que todo está bien —continuó. —Perdona, pero a veces no lo parece, ¿cómo lo sabes? —Puedo proyectarme, soy tiempo. ¿De acuerdo? —dijo. ¿Quién puede discutir con eso? —¿Qué clase de tiempo es éste? —le pregunté. —Un tiempo donde recibes aquello que creas. Es como plantar semillas, recibes lo que siembras pero multiplicado. —¿Podría recibir por equivocación algo que yo no haya creado? —No. Cosechas tu pensamiento, además de lo bueno, puedes recibir también tus miedos, lo cual puede no ser lo que deseas. Por eso es mejor pensar en lo que quieres. Tú seguías allí, observando en la orilla del desconcierto, con una levísima sonrisa; eso sí, ahora parecías comprender mejor que yo. El tiempo continuó: —Me has conocido a mí, que soy tu tiempo y también soy el tiempo de todos, a pesar de lo que te dije hace rato, necesitaba que me consideraras algo personal. Pero te falta la otra mitad de la ecuación: no conoces el espacio. Han dado un recorrido por diversos puntos de él, pero has de saber que los hay diversos. Fuimos a éstos en particular por ser muy entrañables, sí, pero era por poner sólo algunos ejemplos. Nada más en esta ciudad de Chihuahua, hay cantidad de intersecciones, de templos, de mercados, de lugares de reunión, esperando que los llenes de vida con tu presencia y tu tiempo. Adopta los que visitamos y busca otros para agregarlos a los que te quedan cerca, pero recuerda que aunque ustedes pretenden, a veces, poseer los es-

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PA S E O P O R L A C I U DA D

pacios, lo único que verdaderamente tienen en forma personal es tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en qué quieres gastar tus días, tus horas? Piénsalo, con ello desplegarás tu vida. Nos despedimos del tiempo y nos quedamos tú y yo, con nuestros pensamientos respectivos. —Sólo el tiempo cuenta con una paciencia así de grande —te dije. ¿Lo recuerdas? No puedes haberlo olvidado, lector, hace sólo dos segundos que lo mencioné. Para sincronizarte con el tiempo ahora mismo, basta que mires cualquier reloj que tengas a la mano. De lo que quedó de nuestra saga (gracias por acompañarme en el recorrido), te puedo decir que éstos son tus minutos, únicos, personales e intransferibles. Claro, aunque sepas que hay muchas horas más corriendo sueltas por allí, “fugándose” con otros, simultáneamente en un mismo espacio, en cualquier sitio, con sus ojos voraces y ahora también con los tuyos que recorren historias y lugares como los de hoy (virtuales, históricos, reales). Tu silencio ha sido muy marcado en el recorrido, salvo tus sonrisas, tal vez te preguntes por qué. No es nada personal, lector, lo que sucede es que desde donde estoy (este cuento) no oigo tus pensamientos, más bien los imagino, pero no importa, porque tú lo conoces bien. Que tus horas, todas, sean brillantes como discos solares de mediodía. Buena semana dondequiera que tú estés (en el tiempo, en el espacio) y a dondequiera que decidas “escaparte” con tu propio reloj.

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25.

C U EVA DE LAS MONAS

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cita con el tiempo = A RT U R O L I M Ó N

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or años había oído hablar del lugar, pero, bien a bien, ni siquiera sabía dónde estaba. Pero esa mañana me hice de ánimos para emprender el camino. La Cueva de Las Monas sería mi destino ese día. Salí de la ciudad de Chihuahua rumbo hacia el norte, como quien se dirige a Ciudad Juárez. Pasé la caseta de peaje, el entronque a Majalca y después un balneario con toboganes. En el entronque siguiente di vuelta a la izquierda, hacia el oeste, por donde se pone el sol. Pasé el rancho El Árabe, me pareció que lucía bien incluso en tiempos de sequía, de hecho su verdor resaltaba en contraste con la aridez de los campos alrededor. Finalmente llegué a la población de Colonia Cuauhtémoc, más conocida como Punta de Agua. Recordé mi recorrido de ocho kilómetros perfectamente pavimentados hasta que la carretera desapareció, justo antes de llegar a este poblado. La terracería era más que todo una explosión de polvo que lo mismo entraba al auto que a mi nariz. Lo sentí mucho más cuando detuve el auto para pregun-

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tarle a un lugareño. Era un vaquero, tenía puestas sus chaparreras y parecía dispuesto a montar a su caballo para emprender camino. Le pedí que me dijera si él sabía quién tendría la llave, pues según me habían dicho en el inah de Chihuahua, era necesaria para pasar a ver la cueva. -Ya no hay llave -dijo contundente-. Sólo tiene que cruzar varias puertas y las tiene que dejar cerradas, porque hay ganado; así, cruzando algunos ranchos, llegará al lugar. Me había dicho de algunos señalamientos, pero yo nada más vi dos e inferí el resto. Al amparo de mi propia intuición recorrí un camino lleno de piedras, entrecruzando un arroyo entre trampas de arena. Si no hubiera dejado el carro, no habría podido cruzarlas. Seguí caminando. Era una travesía interesante a pesar de la aridez del paisaje generado por el estiaje que suele dejarse sentir por estas tierras los primeros días de un junio, que ya se advertía sería muy, muy seco. Me sentí más confiado con la indicación, sabía que llegaría aunque fuera largo el tramo. De repente, a mis espaldas escuché una voz: ¡Ya se pasó! Me sobresalté, pero me di cuenta que era el mismo vaquero que me había encontrado dos kilómetros atrás en Punta de Agua. Me había alcanzado para darme una pista que olvidó antes: -Justo donde dejó su auto en la puerta de fierro, más adelante hay un montón de arena y al lado una vereda. Suba por ella y rodee el reliz de la montaña frente a usted y encontrará la cueva. -¡Gracias! ¡Qué seco está todo! Debe ser muy difícil su trabajo, ¿no es cierto? -le dije, tratando de sacarle plática. -Sí lo es -respondió-, es un tiempo muy difícil por la falta de agua, estamos cosechando lo que sembramos. -¿Qué hemos sembrado? -le pregunté. -Desinterés. No cuidamos el agua, arrasamos el bosque, hacemos de él tierras de cultivo que vemos erosionadas con tractores abandonados en el mismo campo por falta de agua, y hoy la naturaleza nos devuelve polvo y miseria como pago, nuestro ganado muere y no se ve la vida como errante. -¡Pero ni modo! -lo interrumpí-. Quizás es lo que nos merecemos por no cuidar la casa que es el planeta. -¿Será? -dijo mientras hacía girar el caballo para seguir su viaje y remataba melancólico- En fin, así nos tocó vivir. Partió a trote como para recuperar tiempo de su travesía, no sin recibir de mi parte un grito de agradecimiento por la ayuda. Retorné así lo avanzado de mi infructuoso andar. Con su indicación fue fácil advertir el montón de arena de río de la que me había hablado y ver la vereda. Inicié el ascenso, nada fácil en virtud de que para esa hora el sol ya caía a plomo sobre mi espalda. Por un momento pensé si valdría la pena haber gastado tanto tiempo

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y esfuerzo por ver unas pinturas que algunos decían que tendrían una antigüedad que se calculaba entre dos mil seiscientos y dos mil trescientos años, es decir que habrían sido pintadas seiscientos años antes de la llamada era cristiana. Me determiné y di impulso sorteando las piedras y al sol abrazador; así me vi saltando un cerco hecho de rocas, mejor que pasar por debajo del alambre de púas que servía como último valladar antes de llegar a la cueva. Una vez cruzada esa frontera, di vuelta a El Reliz y, como había dicho el vaquero, ahí estaban. Vi alineada una serie de cuevas, algunas muy pequeñas como oquedades naturales externas a la montaña, otras más grandes, de un tamaño que podría contener un par de cuerpos erguidos. Caminé no más de cien metros, ya en el lugar, y advertí un barandal que resguardaba la mayor de dichas oquedades, de hecho se puede llamar así más que cueva, la vi mal resguardada por ese barandal que estimé no podría resistir la visita de un grupo de turistas o alguna excursión escolar. Al observar las figuras pintadas, me invadió un sentimiento de admiración. Fue justo cuando ascendí por la escalera de piedra entresacada a tajo, en una parte de la misma cueva; desde que la pisé, me hizo sentir la reverencia de estar frente a testimonios de muchas vidas, todas las vidas que se pueden cruzar en este pedazo del territorio chihuahuense en dos mil seiscientos años o más. Al verlas, sentí que llegaba así a una cita con otra dimensión. Ahí estaba finalmente frente a ellas, coincidiendo entre el tiempo y el espacio, dirigido ahí por mi voluntad de conocerlas y admirado sólo con verlas, en un reliz, en esa oquedad entresacada por millones de años, quizá por vientos que chocaron una y otra vez contra una pequeña gran montaña al frente, mientras el agua sacaba grano tras grano ese lugar que el hombre convertiría en un vestigio de su paso por este sitio, desde el ayer lejano al que hoy nos dejaban asomarnos las pinturas. Eso pensaba cuando escuché una voz detrás de mí que parecía contestar de un solo golpe todas mis interrogantes. Nosotros las pintamos, dijo. Al volverme observé a un hombre vestido a la usanza rarámuri. Sin preguntarle de dónde había aparecido tan súbitamente, aceptándolo como acepté al vaquero cuando me dijo: “Ya se pasó”, simplemente atendí a sus palabras. Él respondía sin que yo hubiera formulado las preguntas… Fuimos nosotros quienes las pintamos, reiteró, y prosiguió: Algunos nos llamaron conchos, tobosos y tarahumaras, según tu tiempo dicen que vivimos aquí hace muchos años, que nosotros contábamos en lunas o ciclos de la tierra, los primeros grupos fuimos llegando con nombres diferentes, en tiempos diferentes. En algunas pinturas representamos planetas, nubes con lluvia, garras de oso y algunos animales mamíferos más, allá en los primeros nichos rocosos de este sitio. Después, cuando vinieron

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los blancos, pintamos representaciones de sus dioses y sus antepasados, aquí dicen ustedes que las realizamos cuando nos habían impuesto el cristianismo. Piensan eso porque se ven hombres a la usanza de los Castilla; usando pecheras, capas, fajillas, pantalones bombachos, medias, calzas y zapatos, una figura humana encerrada en un círculo solar parece estar corriendo con un corte de cabello como acostumbraban los tobosos y ahora los tarahumaras, pero parte de nuestra pintura fue destruida por la gente de ahora, aunque les pedimos que resguardaran los testimonios de nuestras vidas pasadas que los miles de años no han podido acabar. Si pudiera hablarles, les diría a todos ellos que vengan, que vean y que lleven sólo en la memoria este nuestro lugar, que no dejen que su huella o marca alguna dañe o destruya nuestro espacio. Para ese momento había capturado mi atención el sabio hablar del hombre, no quería interrumpirlo. Él continuaba diciendo: Una de las pinturas es la representación de una figura humana con una cruz de procesión a la orden franciscana, y como se sabe que fueron los misioneros franciscanos los que nos evangelizaron a los conchos y a los tobosos, por eso ustedes suponen que nosotros estuvimos aquí. Quizás también suponen que los rarámuris o tarahumaras, como nos dicen, porque algunas de las pinturas rupestres más recientes muestran un violín, instrumento musical que aprendimos a fabricar al llegar aquí españoles, eso fue mucho antes que su avaricia y el despojo que hicieron de nuestra tierras nos hiciera emigrar a la sierra, cuando aquí teníamos comida y caza suficiente y éramos seminómadas, por eso dejamos parte de nuestra historia plasmada en las rocas de esta cueva. La descripción, viniendo de él, era más que fascinante y de repente me di cuenta que había desaparecido cuando giré mi cabeza para observar y preguntarle si una de las imágenes, justo donde se ven tres círculos cruzados por varias líneas de arriba hacia abajo, era peyote que le hacía ascender o nubes de lluvia que le mojaban. Me preguntaba cómo era posible que desapareciera así. Sin embargo, acepté su visita como un regalo para ese lugar, que según se decía era un centro ceremonial muy antiguo. Me volví a concentrar en las pinturas con la tranquilidad de entender, por lo que los he recorrido, que en estos caminos de Chihuahua todo puede suceder. Lo que había vivido ese día en la Cueva de Las Monas era una auténtica cita con el tiempo. Ahora entendía mejor a esta tierra porque había sido testigo de la vida de sus hijos de ayer, que aún hoy nos dejan verlos en este bello espacio al que espero volver. =

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He renacido muchas veces, desde el fondo de estreUas derrotadas, reconstruyendo el hilo de las eternidades que poblé con mis manos. PABLO NERUDA

eñor O'connor, ¿realmente cree que ofreciéndoles tierras a los bárbaros habrán de volver a la paz~ -Por supuesto, don José, reforcemos los presidios y demos tierras a esos salteadores y la paz llegará, incluso tendremos un ejército contra los invasores ingleses y franceses. -Las provincias del norte son ricas, pero requieren la paz y la industria. - Pronto los apaches perseguirán a los ingleses que los quieran despojar de sus haciendas, otorgadas por el rey. La mañana era gris, con barruntos de lluvia, en la expla, nada pequeña que daba albergue a la Cruz Verde, primer monumento de la ciudad, cientos de estudiantes de bachillerato habían llegado del vecino plantel del Colegio de Bachilleres, de manera voluntaria, para participar en la inauguración de la construcción del colector del drenaje de esa parte de la ciudad.

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GABRIEL B ORUNDA

—El siglo xxi se acerca y la manipulación política demanda mejores olo-

res —comentó en voz baja uno de los profesores concurrentes a la ceremonia. —En eso de los olores se da un asunto como el de las armas que dice Elmer Mendoza, el progreso se mide por el estampido de las armas —contestó otro maestro. —Pero si hacen el colector habremos perdido este olor de ciudad grande, ese delicado efluvio flatulento, ese dejo de podredumbre que tienen ciudades como Nueva York o París. Temerosas, las ratas veían desde sus escondrijos a la congregación de parroquianos reunidos en derredor de la cruz: el gobernador y los diputados. —Este lugar no deja de dar miedo —afirmó Samuel, nieto de los fundadores, y parte de la pandilla de salteadores nobles que asolaban la calzada de Guadalupe. —Miedo deben tener por estar nosotros en este paraje. Don Diego, vago y rico, nieto de obispo, hijo de un dueño de minas, dirigía aquella pandilla de truhanes; debía casarse con la nieta Deza y Ulloa, bella y estúpida, como deben ser las buenas esposas de los españoles. Las monjas del convento llegaron al punto donde estaban los desalmados, quienes al oír que un grupo venía por el camino de Cusi se ocultaron, y cuando estuvieron cerca con las armas en la mano las obligaron a detenerse y procedieron a mancillarlas. La partida de apaches observó el proceder de los blancos y la violación a que sometían a las monjas; ocultos entre los huizaches y el jarillal del río, tensaron sus arcos y apuntaron contra los pillos. Ismailillo tomó el hombro de uno de aquellos guerreros, obligándolos a posponer la batalla. Justo a tiempo, una partida de guardias se acercaba rápidamente, atraídos por los gritos de las monjas, quienes con los hábitos desgarrados pedían al cielo que se hiciera justicia, pero que los soldados no las vieran en el estado en que estaban. Diego se percató de la inminencia de los guardias, en el preciso momento en que sus intestinos sufrían un espasmo doloroso que le impidió dar la orden de huir. El brujo de la tribu hizo cabriolas y juegos de manos, y apareció un enorme cócono que al aletear levantó un ventarrón tremendo. Diego cayó de nalgas perdiendo el control intestinal; los apaches avanzaron a la carrera sobre los soldados y los pillos. Sor Abundia del Dulce Corazón de María recuerda en ese instante lo que logró doña Inés de Suárez en Santiago, cuando los mapuches casi matan a todos los españoles, pero ella decapitó a un cacique con la sola fiereza de su breve y suave mano, luego tomando impulso lanzó la cabeza a más de cincuenta metros, espantando a los mapuches que se dieron a la fuga. Sor Abundia oró con toda su fuerza y su fe puestas en algún milagro, cerró los

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O L O R E S Q U E S A L VA N

ojos aferrada a su oración, no quería abrirlos para no sentirse derrotada y que la idea de la muerte le llegara, menos ahora que sabía, aunque fuera por ultraje, del placer del cuerpo. Sucedió entonces que un estampido como de volcán atronó por toda la banda del río, la onda del ruido echó por tierra a dos partidas de indios que esperaban la señal para atacar el centro de la ciudad, y al brujo y su grupo. El pequeño tornado producido por el brujo cócono desapareció y el animal quedó justo atrás del lugar en que estaba sentado don Diego. El brujo, aún en su forma de guajolote, murió con gran rapidez, sin dolor, casi sin darse cuenta de que el final había llegado; el brujo aprendiz, encolerizado, lanzó un rayo que acertó de lleno en Diego. Los guardias no supieron qué pasó y pensaron que la desnudez de las monjas había sido producida por aquel ruido; ellas trataban de explicar algo señalando a los bandidos que yacían en el suelo con las orejas sangrantes, pero los guardias no las escuchaban. Un día después, cuando la noticia era ya pública, hasta Parral había llegado el dicho de lo sucedido y cómo se produjo el milagro que salvó a San Felipe Real de Minas de la destrucción apache. Diego marchó a casa de su prometida para los preparativos de la boda, sintió de nuevo el espasmo y prefirió que saliera en el exterior de la casa de su amada y no dentro, provocando algo terrible, pero de nuevo el estruendo sacudió al Real de Minas. Nada se sabía de la conducta previa al estruendo, pues las monjas estaban recluidas para salvarse del bochorno de estar desnudas y de una cierta alegría que les había quedado en el rostro, nadie sabía por qué. El nuevo flato ya no fue milagroso, sino oprobioso, los familiares de la doncella no abrieron y don Diego se recluyó en una ermita que construyó en la hoy plazuela de la Cruz Verde. En la historia de Chihuahua la gente siempre se refería al antes y después del pedo, el mal olor duró por siglos y los alumnos del cobach, y antes los del Regional, estudiaron en el aroma cloacal de ciudad grande que desde tiempos inmemoriales ahí quedó. Junto a la ermita de don Diego, la familia del hidalgo construyó el monumento de la Cruz Verde para ayudar al vástago a pagar sus culpas, nunca supo que las monjas constantemente hacían novenarios por él. Ahí en el Sauz, en la vieja hacienda terracista, los jefes apaches firmaron el acuerdo de paz con el gobierno de Chihuahua, por supuesto nadie habló de entregarles tierras ni cosa alguna. Un día después de que se fumó la pipa de la paz, dejó de oler a podrido en esa parte de la ciudad donde se ubica la Cruz Verde. A saber si fue el nuevo colector de drenaje o el tratado de paz, pero el fantasma flatulento no volvió a echar sus retozos olorosos. Algunos dicen que

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GABRIEL B ORUNDA

la bella nieta del matador de chinarras y conchos que fundó Chihuahua lo esperó en el cielo para consumar la boda; otros afirman que antes de llegar lo esperaba un coro de monjas que lo llevaron a un lugar celestial distinto, fabricado durante casi trescientos años.

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F OT O G R A F Í A D E A RT U R O R O D R Í G U E Z T O R I JA

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E DI F IC IO L E GI SLATI VO

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de leyes y otras historias = M A R G A R I TA M U Ñ O Z

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on las cinco de la mañana y vengo llegando a mi trabajo en El Herradero, el restaurante del Hotel Fermont. Soy capitán de meseros y se me quedó la costumbre de llegar tan temprano desde que empecé como lavaplatos. Entonces tenía que llegar bien tempranito porque debía lavar las cafeteras de la noche anterior y prepararlas para el café matutino. En un rato empiezan a llegar los parroquianos acostumbrados, políticos y hombres de negocios, a su habitual “cafecito para componer el mundo”. Hoy tengo mucho trabajo, es fin de semana y como es tiempo de elecciones, vienen toda clase de personajes a encontrarse y hacerse encontrar con el pretexto de tomar el café. Hay varios grupos de parroquianos habituales, entre otros don Manuel Bernardo Aguirre, don Eleuterio Prieto, el general Práxedes Giner Durán. En eso que abro y reviso que todo esté en orden, las campanas de Catedral empiezan a llamar a la misa de seis, la primera del día. La Plaza de Armas está callada y apenas comienza a clarear. Me dirijo a la cocina y como

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TESTIGO DE LOS TIEMPOS

siempre le echo una mirada al lobby, ahí está ya doña Rina Brunatti con su inevitable abrigo de pieles que roza el piso, pamela coronada de flores y sus pantuflas. Se ha quedado dormida en el sillón, dejando ver sus encantos ya caducos. La despierto y sorprendida me pregunta si ya amaneció; bajó a la medianoche buscando un vaso de leche y el sueño la venció esperando que alguien la atendiera. Dicen que es una condesa italiana que llegó a México promoviendo el cultivo del gusano de seda; después de un tiempo en esa empresa, llegó a Chihuahua, se enamoró de la ciudad y sus habitantes y se quedó a vivir en ella. Vivía de sus rentas, que mensualmente recibía de Italia. Un tiempo vivió en el Hotel Hilton, pero cuando lo tiraron en 1970 se mudó al recién inaugurado Fermont. El edificio está silencioso, sólo alcanzo a escuchar el ruido del ascensor. Ya debe haber llegado José Lucero, el ascensorista. Es un muchacho muy joven, dice que será pintor, pero no de los de brocha gorda. Pronto los huéspedes del hotel empezarán su tráfico diurno y el espacio se llenará de algarabía. Es un bonito lugar para trabajar. Dicen que desde Bélgica trajeron el granito ala de mosca con el que está forrada la barra de atención a clientes; los pisos son de mármol de carrara y la iluminación es igualita a los grandes edificios del mundo. Da gusto entrar aquí, hasta parece que estamos en Nueva York. Los empleados lucen muy ejecutivos con sus trajes oscuros y su apariencia atildada. Este edificio se construyó hace pocos años, para albergar el Banco Provincial, entidad con capital netamente chihuahuense: el proyecto lo hizo el famoso despacho del arquitecto Mario Pani, que diseñó la Ciudad Universitaria en el Distrito Federal. Aquí el encargado de la construcción fue el despacho de Lafón, Aguilera y Ruiz, y el arquitecto Luis Aguilera fue el responsable de la obra. Además del hotel y del banco, los otros pisos se vendieron a empresas importantes en un momento en que la ciudad crecía vigorosamente. De esta manera el edificio se convirtió en un vibrante emporio donde residía el poder económico del norte del país. La inauguración se realizó en octubre de 1963, con la presencia del entonces presidente de la República, Adolfo López Mateos. Yo siempre lo presumo, porque es el más alto del país. Nomás en la ciudad de México hay edificios tan altos. Tiene dieciocho pisos, ocho son los del Hotel Fermont, que tiene ochenta y cuatro habitaciones, un bar muy elegante, el Bar Jardín, un salón de recepciones y un penthouse exclusivo en el piso diecisiete, que sólo rentan los huéspedes más adinerados. En el mezzanine está el banco. Poco tiempo después, ante la poca demanda de alojamiento en el hotel, se destinó a un restaurante de lujo, El Grill, y a una discoteca, El Penthouse, un lugar mágico en donde algunas generaciones bailaron a la luz de las velas con la ciudad titilando a sus pies.

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M A R G A R I TA M U Ñ O Z

Al paso de los años, el banco quebró por malos manejos y su gerente general huyó del país; su lugar lo ocuparon otros bancos, primero Banamex y posteriormente Bancomer. Los dueños del Fermont lo cedieron a una cadena hotelera y se le cambió el nombre a Hotel Presidente. Ahora modernizado, siguió siendo el más elegante de la ciudad; allí se hospedaron desde varios mandatarios y hasta embajadores. Durante más de veinticinco años funcionó regularmente. Poco a poco, por la falta de mantenimiento, fue cayendo en desuso, se fue quedando solo, se convirtió en un fantasma gigantesco que acechaba sombríamente el centro de la ciudad. En el 2003, la Sexagésima Legislatura retomó un proyecto largamente acariciado por el Poder Legislativo: tener una sede propia. Pronto la adquisición de este edificio fue autorizada y éste, ahora convertido en el Congreso del Estado, fue reinaugurado en abril de 2004. Ahora, a cuarenta años de distancia, vengo entrando, al igual que entonces, a este lugar. Soy el capitán de meseros del restaurante del Congreso, ubicado en el último piso, el que fuera penthouse, y estoy a cargo de servir a los diputados en sus reuniones de trabajo y comidas oficiales. Quién me iba a decir, a mí que me tocó ver cuando se inauguró esta construcción hace tanto tiempo, que ya cercano a jubilarme seguiría aquí. Las cosas han cambiado mucho. El edificio, airoso y elegante, ahora alberga oficinas administrativas y de diputados. Parece que los años le han hecho poca mella, quizá los visitantes foráneos piensen que es una construcción reciente. Tal vez se deba a la buena mano del joven arquitecto Arturo Morales Rangel, quien estuvo a cargo de la remodelación y viajó por varios países del mundo para hacer un proyecto moderno acorde con las necesidades del poder legislativo local y en armonía con el entorno arquitectónico. La estructura original se tradujo en muros pintados de blanco, amplias superficies para albergar los espacios públicos, despachos y áreas de trabajo, paredes de vidrio templado para dar al lugar un efecto liviano y transparente. Testigo de los tiempos, en su nueva función el edificio es escenario de acontecimientos significativos para los chihuahuenses, pues en él se han debatido, reformado y aprobado leyes que han cambiado nuestro destino. Desde la plaza, sigue siendo una edificación que los chihuahuenses distinguen y presumen, pues aún es una de las construcciones más altas del norte del país y además es un sitio que alberga cultura. Por las noches, iluminado, el lugar es para admirarse. El mezzanine donde antes funcionara el banco hoy se encuentra convertido en Sala de Usos Múltiples, escenario de innumerables actividades culturales: exposiciones de artes plásticas y fotografía, conciertos, presentaciones de libros, hasta performance y obras de teatro; ha sido un espacio de encuentro para la sociedad chihuahuense. En varias de estas ocasiones me tocó servir el vino de honor y los bocadillos.

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TESTIGO DE LOS TIEMPOS

Es tan interesante, vienen toda clase de personajes a los que uno ni piensa que puede conocer y menos platicar con ellos: Sebastián, Luis Y. Aragón, Carlos Montemayor, Víctor Hugo Rascón Banda, Alí Chumacero, Mario Arras, y desde luego artistas locales y figuras de la política como gobernadores, embajadores, delegaciones internacionales de varios países. El joven José Lucero, a quien conocí en este mismo lugar hace años cuando trabajó como ascensorista, realizó una exposición aquí recientemente, me dio gusto que alcanzara su sueño de convertirse en pintor. Y ahora sé que es de los buenos. Uno de los acontecimientos que me dio gusto presenciar fue la inauguración del mural El periodismo trascendente, que Alberto Carlos había pintado para el periódico Norte. Cuando cerró sus puertas, su propietario, Luis Fuentes Salcedo, le entregó al artista los murales que habían sido pintados en tela. Por años estuvieron guardados en casa del pintor. Jaime García Chávez, entonces diputado, impulsó el proyecto para rescatar lo que quedaba de ellos. Óscar Leos, oficial mayor del Congreso, convocó a un concurso para elegir a quien se encargaría la restauración; la responsabilidad recayó en una joven pintora, Patricia Márquez. Ahora es un lugar de visita obligado en el itinerario turístico local, ya que la pintura recuperó su antiguo esplendor. En el vestíbulo se encuentra otra obra de arte: el “Tibúame” –vigilante en rarámuri- escultura de Sebastian, que recibe majestuosa al visitante del Congreso del Estado. La escultura, de la serie de los chac mool sebastinos, lleva ese nombre en alusión a la función de vigilancia que el Poder Legislativo ejerce sobre la aplicación del presupuesto y otras acciones del gobierno estatal. Este edificio también tiene sus fantasmas y sus episodios trágicos. Han ocurrido aquí varios suicidios desde su inauguración, por eso se puso la malla en los dos últimos pisos, para que nadie tuviera la tentación de lanzarse. Hay tanto loco por estos rumbos. Cuando se hacía la remodelación, los trabajadores no querían entrar al piso octavo después de que anochecía, decían que se paseaba por ahí el fantasma de una mujer. Cuando el Congreso inauguró su nueva sede, los guardias de seguridad tuvieron algunas experiencias espeluznantes. Los elevadores se movían sin que hubiera nadie que los comandara y en varias ocasiones se escucharon gritos angustiosos que hicieron que los vigilantes salieran a la calle espantados al no encontrar de dónde provenían. Ahora, en un proceso de madurez, el edificio se ve rebasado. El aparato burocrático del poder legislativo ha ido creciendo y se han multiplicado las oficinas. Poco a poco se va pareciendo a un panal. Sin duda habrá en él muchas abejas obreras, abejas reinas en la piel de coordinadores parlamentarios y uno que otro zángano dedicado a la grilla. =

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ESTAC IÓN DE L F E RRO CARRI L C H- P

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VIAJEROS DEL TIEMPO = M A R G A R I TA M U Ñ O Z

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l viaje en ferrocarril es todo un agasajo, sobre todo si se trata de ir de Chihuahua a Los Mochis en el verano, cuando todo está verde. El Chihuahua al Pacífico, mejor conocido como Ch-P, es considerado una maravilla de la ingeniería mexicana. Ha sido desde su inicio el paseo obligado para los visitantes en el estado. Desde que comenzamos, el viaje todo es agradable. La estación del ferrocarril construida en 1970, la atención del vendedor de boletos, las atenciones de Rosalba Delgado, jefa de Relaciones Públicas, la información que nos proporciona el ingeniero Manuel Valles, veterano fundador del Ch-P, y luego las atenciones de la tripulación del tren. He viajado en varias ocasiones a diferentes destinos: Los Mochis, la Barranca del Cobre, San Juanito, Ciudad Cuauhtémoc. Invariablemente, desde que vamos saliendo de la ciudad, se disfruta del paisaje, esas llanuras inmensas que circundan la capital y después, poco a poco, el cambiante terreno que va adentrándose en la sierra. El viaje es muy folclórico, sobre

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M A R G A R I TA M U Ñ O Z

todo cuando vamos viajando en segunda clase. El tren sale de Chihuahua a las seis de la mañana; se supone que llega a Los Mochis a las nueve cuarenta y cinco de la noche, pero como decía mi padre: “Sabes a qué hora sale el tren, pero nunca a qué hora va a llegar”. Así empezamos nuestro viaje: Chihuahua, Cuauhtémoc, La Junta, San Juanito, Creel, Pitorreal, Divisadero. Es divertido encontrarse con toda clase de personajes, como los campesinos acompañados de sus familias que viajan de un pueblo a otro, buscando mejorar su situación tan venida a menos en el campo chihuahuense. También los menonitas que vinieron a la ciudad a consultar al médico; viajan en parejas y con sus familias, jóvenes rubios, callados y formales, que pocas veces socializan con los otros viajeros; los hombres con sus pantalones de mezclilla con pechera y las mujeres con su pañoletas bordadas, negras si son casadas, blancas si solteras, vestidas de manga larga y medias de popotillo a pesar del calor que hace. Parecen salidos de una postal antigua proveniente de otro país, y así es en realidad el pueblo menonita, un país dentro de nuestro país. Jóvenes mestizos con camisas estampadas, que llevan al cuello un relicario de cuero con la imagen del santo Malverde o con cadenas doradas que riñen con las sandalias “tres piedras” que calzan, acompañados de una grabadora en la que escuchan a los Tigres del Norte, gozando de una prosperidad ficticia basada en el trasiego de la hierba. Parece que vamos viajando por el tiempo, diferentes etnias que nos trasladan a diferentes tiempos: menonitas, rarámuris, mestizos; diferentes costumbres, fundidas en este crisol que es la Sierra Tarahumara. Al medio día se supone que estaríamos llegando a Divisadero, pero ya hace hambre y todavía falta para llegar a ese punto. Entonces, la tripulación empieza a preparar la comida en una improvisada cocina en el vagón de los pasajeros. Rápido saltan las tortillas de harina de las loncheras, acompañadas por los asaderos, los frijoles refritos, nopalitos en chile colorado y el huevo con chorizo. Sin ningún empacho invitan a los pasajeros a compartir la comida. Algunos se adhieren al banquete cooperando con sus propias viandas y pronto el vagón, oloroso a fritanga, se convierte en un jolgorio. El paisaje sigue, cambiante ante nuestras ventanas, y a poco aparecen majestuosos el bosque oloroso de pinos y la Barranca del Cobre. La llegada a la Barranca del Cobre es siempre un acontecimiento, todo mundo se emociona y bulle la alegría. Aquí el tren se detiene para que los pasajeros puedan bajar al mirador y admirar el maravilloso paisaje, ese espectáculo inigualable que se muestra ante nuestros asombrados ojos. A esto han viajado por medio mundo hombres y mujeres, jóvenes y viejos que vienen desde lugares tan lejanos como Islandia, Suecia, Noruega, Francia, China, Japón o Alemania. En general los que viajan en este tren son jóvenes mochileros que vienen en busca

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VIAJEROS DEL TIEMPO

de aventura, ahorrándose hasta el último centavo, y en Chihuahua, obedeciendo a su imprescindible Guía azul, se hospedan en el Hotel Reforma y en el San Juan, a donde llega el maestro Servín a practicar algunos de los veintiocho idiomas que domina. Esto de la Guía azul lo conozco desde hace casi cuarenta años, en ella aparecen todos los datos sobre México, como hoteles, restaurantes, zonas arqueológicas, historia del país, etc., pero creo que a la fecha no la han actualizado, por eso estos muchachos siguen hospedándose en estos sitios antes memorables, ahora inhóspitos y decadentes. En la barranca, además de los hoteles, algunos de gran turismo, están los rarámuris con la venta de sus artesanías. Son parte ineludible del paisaje. Las mujeres siempre se ven acompañadas por sus familias, sonrientes, con sus ojos cargados de milenios y arrastrando sus carencias. Los niños rarámuris son hermosos, nunca he visto a una madre pegarle a sus hijos: son niños amados, libres y bien portados, que comparten con sus madres su sonrisa y su temperamento apacible. Empeñados en conservar la herencia española que nos toca, hemos tratado de borrar la otra parte y desdeñamos a los rarámuris, nos atrevemos a tratarlos mal y a fingir que no existen. Ojalá algún día logremos devolverles su forma de vida y la dignidad de la que los hemos despojado. Es momento para celebrar la vida y gozar de esta maravilla de la naturaleza. Esta parada termina pronto y seguimos el viaje. Llegamos al punto más alto de la sierra, San Rafael, donde se marca la división continental. De aquí en adelante los ríos correrán a desembocar en el Océano Pacífico. Comenzamos a bajar, para entonces el sol empieza a ponerse y gozamos de ese magnífico espectáculo del crepúsculo. La luz de Chihuahua es maravillosa, no hay otro lugar en el mundo donde el cielo sea tan azul y el aire tan transparente. Esa luz dorada que invade el ambiente es inigualable. Es un momento para callar y meditar, es tan hermoso. Así pasamos por Cuiteco, Bahuichivo y Témoris. Los habitantes en estos pueblos ya no son rarámuris, son tepehuanos. Se distinguen por su forma de vestir: las mujeres usan pañoletas en vez de colleras y sus vestidos son más sencillos y los hombres por lo general usan cachucha y pantalón largo. Llegamos a la frontera con Sinaloa y ahí cambia el paisaje y las soledades se hacen más extensas. Teníamos una barrera geográfica infranqueable con los estados vecinos, nos separaba la sierra. El ferrocarril ha sido el punto de unión, una obra monumental, un trabajo de ingeniería extraordinario. Vencer estas montañas es una hazaña; por este camino podemos llegar al mar y el escenario socioeconómico es entonces diferente. Hemos viajado en este ferrocarril, considerado una de las maravillas del mundo moderno, que cubre una fascinante ruta en los destinos turísticos nacionales.=

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ESTADIO MANUEL M. ALMANZA

SIEMPRE PERDEMOS DA N IEL E S PARTA C O S ÁNC HE Z

i falta de habilidad para el futbol sólo puede ser opacada por el miedo a tener un bat de beisbol en la mano e in, tentar pegarle a una pelota arrojada directamente hacia nú. A los once años una de ellas me golpeó en la cabeza cuando intentaba atrapar una bola alta en la secundaria. Pensaba en esto mientras esperaba a Tabita afuera del es, tadio de beisbol. Parecía que había juego esa noche por, que se escuchaba el ruido de la multitud en las gradas. Mi amiga apareció en un viejo sedán Toyota en muy mal estado, y se bajó del auto dando un portazo. A sus treinta y cinco años, a diferencia de muchas de sus coetáneas, había logrado lo impo, sible, considerando su vida sedentaria: mantener una figura delgada. More, na, el rostro lleno de pecas, y el cabello largo hasta los hombros, parecía una muchacha a pesar de los dos embarazos y los dos divorcios.

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D A N I E L E S PA RTA C O S Á N C H E Z

—¿Por qué me citaste aquí? —le pregunté. —¿No te acuerdas cuando éramos novios? Éramos tan pobres que no podíamos pagar la entrada al estadio y nos sentábamos aquí a escuchar el juego, e intentabas enseñarme las reglas del beisbol, pero yo nunca pude entenderlas del todo. Traje un radio. Recordé todas esas veces en que Tabita y yo escuchamos los juegos de Los Dorados en la Liga Estatal, en una estación am. Me gustaba mucho más escucharlo que verlo, imaginarlo a través de una apasionada narración oral y transportarme al tiempo de los rapsodas homéricos. Tenía yo diecisiete años y acababa de leer La Ilíada, y admiraba al locutor que, según mi padre, tenía décadas comentando los partidos de Los Dorados. Nos sentamos en la banqueta y Tabita encendió la radio. —Traje dos cocas —dijo. El juego se encontraba a la mitad. Se escuchó, primero en donde estábamos, luego en las ondas de radio, el ruido de una pelota al chocar contra un bat de aluminio. Era como si el juego se transmitiera en otro tiempo y nosotros fuéramos transportados a los cuarenta, cuando el estadio fue construido, o a los noventa, cuando Tabita y yo teníamos diecisiete años y no encontrábamos qué hacer con nuestro tiempo libre. Recordé esa época como algo borroso y triste, confuso. Siempre pensé que el mayor reto de un escritor era narrar un partido de beisbol, y alguna vez lo había intentado, como una forma de consolarme por el miedo que le tenía a una bola de corcho e hilo cubierta de piel. Pronto el partido dejó de interesarnos porque nos veíamos cada dos o tres años y había que ponernos al corriente de nuestras vidas. Tabita me contó que quería dejar su trabajo en una imprenta, como diseñadora (era lo que había estudiado), y que quería ser periodista y había tomado clases de oyente de redacción o sobre cómo escribir un reportaje en la universidad. Me contó que su primer esposo, Alfonso, el padre de su hijo mayor, que ya era un adolescente, se acababa de mudar a los Estados Unidos; que uno de los principales motivos de discusión con su segundo ex esposo, David, era que le dedicaba más tiempo a entrenar a un equipo de beisbol infantil, patrocinado por el almacén de productos de la construcción donde trabajaba, que a su hija de ocho años. David me caía bien, lo había visto jugar beisbol en un campo de tierra, era buen parador en corto y era aficionado a la mecánica, y las pocas veces que fui a visitarlos (tenía prohibido mencionar que Tabita y yo fuimos novios) lo encontraba debajo de su camioneta Chevrolet, cubierto de grasa. Le dije esto a Tabita. —No lo conoces —me dijo—, es un mentiroso. Así pasó poco más de una hora, Los Dorados iban perdiendo seis a nueve en la octava con Los Mineros de Parral.

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SIEMPRE PERDEMOS

—Siempre perdemos —dijo Tabita. Parecía muy triste, muchas veces era imposible saber si hablaba en serio o estaba bromeando. —¿Y a ti cómo te ha ido? —me preguntó. —Acabo de separarme. Había ocurrido hacía apenas dos meses, luego de poco más de un año de convivir de una manera civilizada, de hacernos el bien, protegernos el uno al otro, tratarnos con cariño y respeto, regalarnos cosas y no tener sexo. Esto no se lo dije a Tabita. —Ten un hijo, Daniel. Ya tienes treinta y cinco años. Yo sabía lo que molestaba a Tabita, que yo no hubiera sido capaz de comprometerme con ella ni con otra mujer. Que me hubiera ido a la ciudad de México y el paso del tiempo nos hubiera hecho tan distintos: yo mis libros, mi actitud perdonavidas, mis relaciones fracasadas; ella sus dos matrimonios y sus dos hijos; y, flotando entre nosotros, cada vez que nos veíamos, la cada vez más remota posibilidad de haber tenido una vida juntos. Se escuchó el golpe de un bat en el estadio y vimos caer una, dar un par de rebotes, rodar, chocar con la línea amarilla del camellón y detenerse a la mitad de la avenida vacía. El hombre de la radio escupía una palabra tras otra, así supimos que la casa estaba llena y que esa pelota frente a nosotros había empujado cuatro carreras. Los Dorados ganaban por un punto a Los Mineros, aunque no era un partido importante. Caminé hasta la mitad de la avenida y la recogí: estaba caliente. Miré sus costuras y no pude evitar sonreír como un idiota. —Ganamos —dije. Tabita me miró con tristeza. —Sí —dijo.

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F OT O G R A F Í A D E F L O R A C H AC Ó N

F E RI A DE S ANTA RI TA

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TREINTA Y CINCO AÑOS = DA N I E L E S PA RTAC O S Á N C H E Z

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ice mi madre que cuando ella era niña la feria se ponía, durante el mes de mayo, frente la iglesia de Santa Rita de Casia, patrona de las causas difíciles. Tiempo después, los juegos mecánicos y galerías de tiro y puestos de comida se trasladaron a las afueras de la ciudad, y luego, al final de la Avenida Pacheco, donde estaban cuando yo tenía quince años y mi banda favorita de rock se presentó en el Teatro del Pueblo, que era al aire libre, y al cual se podía asistir pagando la entrada general, a diferencia del Palenque. Y como el sistema de transporte colectivo nunca fue una opción y yo vivía al otro lado de la ciudad, le pedí a Julia, mi madre, que me dieran un aventón en el auto. Con lo que yo no contaba era con que mi madre y yo no sólo compartíamos una casa, sino también los gustos musicales, aún hoy me apena decirlo. A sus treinta y cinco años, mi madre me parecía, por supuesto, la mayor parte del tiempo, una anciana, pero el asunto es que a ella había co-

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D A N I E L E S PA RTA C O S Á N C H E Z

menzado a gustarle también la misma banda de rock. Por eso, cuando me preguntó a qué iba a la feria, le dije: —Los juegos mecánicos. —¿Solo? Sí, solo, a mi novia no le gustaba el rock y no pude convencerla de que me acompañara. —¿No quieres que vaya contigo? —No, no te preocupes. Seguro tienes algo que hacer. Luego me contó que había leído en el periódico que iba a estar la banda de rock que me gustaba tanto y que ella no paraba de escuchar todas las mañanas, en el coche, cuando iba a trabajar. —¿En serio? No lo sabía. —¿Vamos? Es una verdad universalmente reconocida que un adolescente en posesión de sus facultades mentales debe sentirse avergonzado de su madre, pero, ¿qué podía hacer? Desde que se divorció de mi padre ella y yo estábamos muy unidos, aunque peleáramos la mitad del tiempo. Por si fuera poco ella me había regalado el último disco de la banda que se presentaba ese día en el Teatro del Pueblo. Estacionamos el auto en el amplio terreno que eran los estacionamientos de la feria, construidos sobre el dorso de una loma cuyas faldas habían sido demolidas para que pasara por ahí la Avenida Pacheco, y caminamos los metros que nos separaban de la entrada bajo el poco amigable sol de mayo. En la primera sección estaban los juegos mecánicos, las galerías de tiro, la casa de los espejos y de los espantos. Rumbo al oriente estaban los puestos de comida del sur, la cual no se acostumbraba comer en la ciudad: quesadillas, sopes, huaraches. En esa parte olía de manera insistente a aceite vegetal reutilizado una y otra vez, cebolla, picante y maíz frito. Caminamos rumbo al poniente y luego al sur, al Teatro del Pueblo: un escenario al aire libre rodeado de gradas de concreto. La banda que nos gustaba a Julia y a mí estaba en los inicios de su carrera y por eso no cobraban por verlos, aunque ahora son estrellas internacionales y llenan estadios. Me encontré a Luisa, una chica de mi edad. Sus padres eran muy abiertos y por eso la dejaban tener un piercing en la nariz. Tenía el cabello castaño y lacio, usaba jeans, botas de trabajo y una camisa de franela holgada. Me gustaba porque era rockera, no como mi novia. La banda ya había comenzado a afinar. —¿A poco vienes con tu hermana? —preguntó Luisa. Miré a Julia, sí, tal vez no parecía tan anciana, vestida con jeans y una playera de color magenta tornasolada.

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T R E I N TA Y C I N C O A Ñ O S

—Sí —dije. —Tu hermana es cool. Ésta era una palabra que acababa de ponerse de moda entre mis amigos. —Yeah —dije. —Voy a estar allá con Pepo y el Mojas. La primera canción comenzó a sonar. Luisa se alejó y me dejó solo con mi madre, quiero decir, mi nueva hermana mayor, la cual, para colmo de males, ya estaba bailando sola, rodeada de adolescentes, de una manera totalmente ridícula, como lo hacían en sus tiempos. Shit, pensé. —Madre —dije—, Julia, ¿te molesta si voy allá con Luisa? —No, ve, diviértete —dijo sin mirarme, la atención puesta en el escenario. Pepo era mayor que yo dos años, usaba el cabello largo y suelto, y yo algún día lo llevaría así. Los padres del Mojas no eran abiertos, como los de Luisa, por eso vestía como estudiante de derecho recién llegado del pueblo y usaba el cabello cortado a cepillo. —¿Ésa es tu hermana? —preguntó Pepo. —Preséntamela —dijo el Mojas. —Mojas, sé bueno —dije. La banda apenas tenía dos discos y nosotros nos sabíamos todas las canciones. Me gustaba estar ahí, tan cerca de Luisa, y procuré no voltear al lugar donde Julia debía estar bailando sola: en parte porque me sentía culpable, en parte para no sentirme avergonzado. La música fue subiendo en intensidad. Junto al escenario la gente comenzó a hacer slam. En algún lugar alguien encendió un cigarro de marihuana. Luisa me tocaba con insistencia y yo la tocaba a ella: golpecitos infantiles en el hombro. Finalmente la abracé, y también a Pepo (al Mojas no) y cantamos a todo pulmón una de las canciones. —Oye, qué cool es tu hermana —gritó Luisa—, me hubiera gustado tener una hermana así. Giré la cabeza para buscar a mi hermana. Había encontrado a unos amigos de su edad, entre ellos un tipo de coleta y dos mujeres, mucho menos conservadas que ella; y bailaba, se le habían subido los colores al rostro, sonreía, aún más rejuvenecida; su blusa brillaba como deben brillar las banderas en el campo de batalla con los últimos rayos de sol. Fue entonces cuando me di cuenta de que todavía era una muchacha. Tenía la misma edad que yo tengo al escribir esto: treinta y cinco años.

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FUNDICIÓN DE ÁVALOS

Elll ORO OELO S OF1C1OS HUMBERTO PAYÁN· FIERRO

qui, la gente sacaba cera de la candelilla. ¿Ves? Esas plantas son candeWlá', me dijo mi padre mirando despacio de un lado a otro. Este recuerdo infantil - una de tantas caminatas que hice con él- está cargado de asombros y de datos vacíos. Hoy no sé dónde está ese lugar ni qué hacíamos ahí nosotros dos. Estábamos muy lejos de casa y recorríamos aquel pasaje solitario, casi desértico. Con asombro, trataba de imaginar que una familia pudiera haber vivido en esa abandonada casa - hecha de láminas de cartón negro- , y sin ningún vecino a su alrededor. Más asombros: ¿cómo supieron que la planta tiene cera?, ¿cómo sacaban la cera?, ¿para qué la querían? Seguramente mi padre me contestó, porque lo recuerdo acuclillado revisando con sus manos la yerba. Sin duda, las caminatas fueron uno de los vínculos más amorosos que tuve con mi padre durante su vida. Hoy, todavía, las interminables caminatas me siguen llenando de asombros y de datos vacíos. Hace muy poco

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H U M B E R T O P AYÁ N - F I E R R O

tiempo, descubrí que mi curiosidad por la gente que laboró en la Fundidora de Ávalos es tan solo una ramificación de aquella entrañable caminata. La idea de describir oficios inverosímiles, extraños o desconocidos por la gente común surgió, como se puede adivinar, de la caminata a través del paisaje de la candelilla. A esta compilación de oficios, se sumaron las pláticas de quienes laboraron en instituciones, fábricas, hospitales, teatros, cines; en fin, todos aquellos espacios desaparecidos, abandonados, transformados. El domingo que relacioné la Fundidora de Ávalos con aquella caminata -recreada con retazos nostálgicos-, se debió a que durante el trayecto hacia el domicilio de don Marcelo, apareció el persistente recuerdo del paisaje de la candelilla. Y así había sido cada vez que trataba de conversar con alguien, pero no le prestaba mucha atención a esta vaga relación: la candelilla y la taquillera del Cine Variedades; la candelilla y el vendedor ambulante de “chapeteadas”; la candelilla y el hacedor de rompecabezas de alambre. Y muchas más candelillas. Llegué temprano al domicilio de don Marcelo. Su hija me dijo que estaba dormido. Por su actitud tan reservada, comprendí que no quería que nadie interrumpiera el sueño de su padre. Me hizo tomar asiento pero antes me preguntó si su padre tenía algún pendiente conmigo. Al hacer un recuento de mis continuas llamadas y de mis intentos de citas -pues siempre me había contestado ella-, tuve que explicarle acerca de mi inventada ocupación de compilador de oficios. Claro, por mi mente cruzó, como en otras tantas ocasiones, hablarle de la candelilla. Le aclaré que me unía cierta amistad con su padre desde hacía ya más de diez años. Y que en una ocasión, él me había platicado sobre su trabajo en la Fundidora de Ávalos. En su rostro apareció una finísima sonrisa. No supe si le dio gusto saber de mi interés por su padre, o si le produje una sorpresa cómica al hablarle con entusiasmo de mi oficio. Pensé que tal vez mi oficio, ligado a tanta insistencia telefónica, pudiera provocarle más desconfianza; entonces, le hablé acerca de mi trabajo, de mi número de empleado, de mis horarios y otras certezas. Traté de convencerla de que era un trabajador normal y que recibía un salario normal. Y que como cualquier otro normal me quejaba de lo caro de la vida, de la creciente violencia. Con todas estas normalidades intentaba cubrir, inútilmente, lo anormal que pudiera parecer mi oficio. También estoy convencido de que sin mis aburridas predisposiciones, me hubiera ahorrado muchas explicaciones innecesarias. Tras la espera, anuncié mi retiro. Y antes de ponerme de pie, su marido -quien también había trabajado de químico en la fundidora- le dijo a la mujer que mi entrevista podía servirle de terapia a don Marcelo. La intervención de él derivó en una explicación contundente sobre la postura tan reservada de ella. Tenían más de una semana instalados ahí debido a lo delicado de la enfermedad pulmonar de don Marcelo. “Antier lo dieron

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LIBRO DE LOS OFICIOS

de alta”, dijo ella poniéndose de pie. Y se dirigió a la cocina para traernos café. Su marido mostró cierta curiosidad por mi oficio. Dijo, sin que le preguntara, que también él había trabajado en la fundidora un par de años. Entonces, quise aprovecharme de las casualidades: su trabajo había consistido en analizar las muestras provenientes de Santa Eulalia. Su labor había sido determinar el contenido de oro y plata, y el del subproducto, el plomo. Nos avisaron que don Marcelo ya había despertado y que me estaba esperando. Su habitación parecía un improvisado cuarto de clínica. Hacía más de seis meses que no nos veíamos. Le dije que lo había estado buscando en los encuentros deportivos escolares y que me había extrañado mucho no encontrarlo, que desde hacía mucho tiempo me debía una plática sobre su trabajo en la fundidora. Había laborado allí de 1970 a 1988. Antes de que me platicara los detalles de sus trabajos, quise decirle que los niños que no formábamos parte de los diversos círculos en torno a la fundidora no hacíamos ninguna distinción entre la imponente tronera -de franjas rojas y blancas- y Ávalos. El recuento de sus dieciocho años en la fundidora comenzó muy lentamente, con pausas largas y asaltos de tos. Cuando entré a trabajar -dijo-, para mí era una empresa con mucha vida. Me encargaba del área administrativa. En esa época creció mucho la planta. Se construyó la planta de zinc, se remodeló la casa de sacos, etcétera. De tanta información referente al trabajo de don Marcelo, que deberá formar parte de ese texto que provisionalmente he titulado El libro de los oficios, quisiera agregar dos frases sumamente relacionadas entre sí: “se emplomó” y “se acostó”. Me platicó que la planta tenía muchos problemas debido a la salud de los empleados. Específicamente, la respiración. La gente se atendía; se usaban máscaras pero no era lo adecuado. La gente se incapacitaba un mes y medio. Los controlaban. Regresaban al trabajo y luego volvían a caer. Y otra vez con leche y medicamento. Se les enchuecaban los huesos. La gente pasaba así un año como máximo y luego se acostaba. En mis cuadernos de notas se encuentran fotografías, anécdotas, descripciones, confesiones, consejos. Todo ello, producto de las pláticas que don Marcelo me brindó como parte de su amistad. Después de la última entrevista con don Marcelo, mis asombros y mis datos vacíos se parecían tanto a los de mi niñez que imaginé a mi padre, en el asiento del copiloto, contándome, con su mismo entusiasmo, el traído y llevado asunto de la candelilla. Me dije a mí mismo -pero también para que lo oyera mi copiloto- que el próximo entrevistado, ahora sí, sería un trabajador de la candelilla. =

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F OT O G R A F Í A D E DAV I D NAVA

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GRU TAS DE N OMBRE DE DIOS

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CRóNICA DE UN RESCATE = A RT U R O L I M Ó N

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ace ya algunos años la noticia era singularmente cotidiana: “Jóvenes se pierden en las grutas”. No pocos casos de estos extravíos terminaron en tragedia. ¿La razón? Había un enorme desprecio por un espacio que a la naturaleza le había llevado milenios configurar, incluso millones de años. El espacio que en forma genérica solemos llamar las grutas. Su ubicación en la sierra de Nombre de Dios les daba un aire de distancia de la capital del estado, distancia que aumentaba en términos temporales, ya que mientras Chihuahua se fundó el 12 de octubre de 1709, la datación de Nombre de Dios se calculaba en una docena de años antes, es decir, 1697. Sin embargo, hoy en día esta localidad se ha integrado como parte de la ciudad. Se considera que las grutas están a quince minutos del centro de la capital, aunque en realidad poco a poco van formando parte de la mancha urbana y es probable que en unos años más queden insertas dentro de ella.

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C R Ó N I C A D E U N R E S C AT E

No era difícil en el pasado que los jóvenes ávidos de aventuras, en una ciudad donde aún eran escasos los espacios para su sana diversión, se arriesgaran a internarse en las grutas apoyados por unos cuantos cabos de vela de parafina y cajas de cerillos, “lonches y sodas”, para hablar de manera más regional. La osadía de aventurarse en este espacio llegó a tener costos extremos. El maestro José Delgado me comentó de un joven alumno de la secundaria de Nombre de Dios que un sábado optó por internarse a las grutas con sus amigos y en una caída perdió la vida. Esta circunstancia trágica, sumada a muchas de menor impacto pero siempre preocupantes, como las notas sobre los muchachos que se perdían hasta ser rescatados horas e incluso días después, me hicieron reconocer tempranamente que las Grutas de Nombre de Dios estaban llamadas a ser parte esencial del recreo que los habitantes de la ciudad merecían tener. Por ello, cuando alguien me informó del eventual riesgo de pérdida de este patrimonio no dudé en sugerir una solución y actuar a favor de su preservación. Viaje al centro de las grutas

Entre septiembre y octubre de 1996, después de un par de días de investigar por el área y de constatar lo que me habían señalado en cuanto al riesgo, después de haber viajado por la zona y filmarla, convocamos a los medios de comunicación. Así quisimos anunciar que el patrimonio de las grutas requería ser rescatado y protegido, y que estábamos dispuestos a hacer visible lo que le había llevado milenios a la naturaleza. Para esto se proponía un proyecto que exigiría cuatro años y voluntad de acción social, responsabilidad empresarial y apoyo gubernamental. Siempre recordaré una tarde previa a ese día: donde hoy se localiza el nivel de acceso de la escalera, vi cómo una mariposa monarca en su tránsito difícil se posó en la rama superior de un huizache; pude tocarla y entonces escucho de mí un compromiso de corazón: que este lugar sería resguardado como un bien patrimonial para los niños y jóvenes de Chihuahua. Y cuando hablo de los niños, hablo de todos los que no hemos dejado atrás la fantasía a la que nos llevó Julio Verne en Viaje al centro de la tierra, que en nuestras grutas tiene un digno preludio de entendimiento. Al rescate del patrimonio

El 10 de noviembre de 1996 se realizó la reunión de arranque. Después de días de discutir la probable extensión y los riesgos de entrar a las grutas, se programó la visita. El periodista Jaime Álvarez, del Diario de Chihuahua, fue, puede decirse, cronista de las grutas, dado que su interés y el de su pe-

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A RT U R O L I M Ó N

riódico contribuyeron a mantener informada a la sociedad y a darle seguimiento a todos los acontecimientos para lograr este propósito. “Se unen gobierno federal, Cementos, ecologistas y vecinos para su rescate” fue el encabezado relativo al proyecto de las grutas que iniciaba. En la nota se señalaba que en una de las primeras incursiones ya se alzaban voces de desaliento diciendo que “era apenas un agujero de ciento sesenta metros”. Ese día recorrimos los primeros cuatrocientos y los multiplicamos como la esperanza de salvar las grutas. Para marzo del siguiente año, ya estaban iluminadas. La delegación de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), con representación de Manuel Llaneza, y la empresa Cementos de Chihuahua, con el ingeniero Henricks y el licenciado Jesús Ramón Rojas, entendieron y atendieron este proyecto. Así mismo, los extractores acataron la disposición oficial de frenar la extracción en la proximidad de las grutas. En poco tiempo, a principios de junio de 1997, se unió al proyecto la Universidad Autónoma de Chihuahua. Fue una decisión tomada justo en una de las primeras incursiones a la zona que después se llamaría el salón de las conferencias; al observar las estalactitas y las estalagmitas, se vio la necesidad de que una institución seria garantizara el cuidado y protección de este patrimonio. Así, se le solicitó formalmente a la uach que condujera el camino hacia el logro del proyecto. Una de las conmemoraciones más congruentes el Día Mundial del Medio Ambiente fue la reunión de compromisos y acuerdos para el rescate de estas formaciones geológicas, celebrada ya no en nuestra original aula natural, como desde un principio llamé a las grutas, sino en diversos espacios y oficinas, fuera de la uach o la Semarnat. De este encadenamiento de voluntades y con buen entendimiento se tejió la parte técnica, entristecida por el fallecimiento de dos compañeros en una de las detonaciones. Un regalo de ayer par a el mañana

El 25 de octubre del 2000 fueron inauguradas las Grutas de Nombre de Dios. Parecía increíble que apenas cuatro años atrás escuchábamos opiniones calificadas como la de Carlos Lazcano, quien nos acompañó en algún momento durante la tarea, justo al inicio, cuando tomó el proyecto Manuel Reyes, representando a la universidad. Cómo no recordar también a Carlos Carrera, quien desde el isad hasta su trabajo como funcionario en el ayuntamiento contribuyó a concretar el proyecto junto con el apoyo de varias instancias gubernamentales. El ejército tuvo su parte como responsable del manejo de explosivos y participó en las

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C R Ó N I C A D E U N R E S C AT E

mesas de trabajo, en las cuales se analizaron y decidieron por meses todos los pasos a seguir, junto con grupos ambientalistas, extractores y empresas con interés en el área, e instancias del gobierno estatal de Patricio Martínez y de la presidencia municipal a cargo de José Reyes Baeza. Ambos niveles de gobierno dieron su visto bueno al proyecto desde julio de 1999. El 25 de octubre del 2000, apenas algunos días después de conmemorar la fundación de la ciudad de Chihuahua, quedó oficialmente inaugurada la obra de estas grutas que nos permiten viajar a la entraña de la tierra. Ésta es la crónica de un rescate necesario para reconocer cómo se teje la cadena de voluntades que nos hace disfrutar algo que estuvo ahí antes de la ciudad y que enlaza al ayer, el hoy y el mañana. Sé que al visitar las grutas se brinda información sobre su era geológica de formación, se explica el porqué de las helectitas, las estalactitas y las estalagmitas, y se cuenta cómo la parte más profunda de lo explorado hasta hoy está a cuarenta metros bajo el nivel del río. Lo que se comparte aquí es el espíritu que inspiró el trabajo común, como se reseña en la placa de la entrada, en la cual puede leerse: Las Grutas de Chihuahua en Nombre de Dios, inmensas como su pasado, nos llevan al momento en que en esta tierra el mar era origen de todo y espacio de… nada, hasta que un grupo de hombres unidos acudieron en su auxilio, para decir al futuro “Recordamos nuestro origen”, y expresaron: “Te amamos, naturaleza, como un niño ama a su madre y hoy aquí reiteramos el sueño de obsequiarte nuestra vida. Sí. Con un indómito espíritu que es fuerte como roca y constante como el agua quede constancia aquí de la suma de voluntades que hizo posible este regalo para todas las generaciones.

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GRUTAS DE NOMBRE DE DIOS

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RICARDO COLORADO

ire amigo, rece, y si es ateo invéntese un Dios que lo pro, teja. Santígüese. 2Entiende? Con cualquier santo, no importa, elija al que más le guste, al que le parezca más milagroso; a ése pídale que lo lleve porque sobrevivir en este bosque es como un pinche milagro. Que Dios mi padre me perdone, pero él bien sabe que no miento. La plática entre Gaspar Arzipe y yo, el encargado de reemplazarlo en la custodia de este infierno, empezó así, sin rodeos y directo al grano; tal como lo hacen los hombres del norte que gozan de fama de ser muy fran, cos. Gaspar era un viejo cazador a sueldo pagado por el estado, un verdade, ro carnicero, y quizá por eso seguía vivo, por cabrón. Ambos sabíamos que llegarían por él en cualquier momento, por ende no pretendíamos intimar, sólo intercambiar las guardias. Él, al verme tan joven, sentía la necesidad de darme algunos consejos, pero mientras lo hacía, podía ver en su rostro cier,

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RICARDO COLORADO

ta satisfacción, como diciendo: “Yo ya la libré, ¡ay de usted si no me hace caso, muchacho!” Con su mirada fija en la inmensidad de aquel gran lago, Gaspar pensó en voz alta: — Parece mentira que este apocalipsis empezó con un simple aguacero, ¿no lo cree Samprazzi? —Yo sólo afirmé con un movimiento de cabeza, pero la verdad es que así fue. A la caída de aquellas lluvias torrenciales, aquellas que acabaron con la sequía, le siguió una lluvia intermitente, de esas que no arremeten con fuerza pero no cesan, y el problema fue que ésta no lo hizo durante treinta largos años. En los dos primeros, todo se colapsó. Los comercios cerraron y entonces fue cuando comenzó aquella, la que los historiadores llamaran “La gran migración”. La legendaria capital del estado quedó entonces vacía, y en los siguientes veintisiete años de lluvia constante, en ésos, se terminó de orquestar este infierno. Cuando todo se encontraba sumergido, un prolongado diluvio terminó de dar la estocada final y toda esta tierra quedó bajo las profundas aguas de un gran lago. En los alrededores de lo que era antes un desierto, ahora la flora y abundante agua han esculpido un bosque de vegetación agreste, de tal forma que desde lo alto la antigua mancha urbana se ve como un edén, como un gigantesco Amazonas rodeado de cinturones de bosques selváticos y extendidos humedales que hacen que quien los vea sienta ganas de visitarlos. A lo mejor por eso siempre tienen comida esas bestias, porque la belleza de estos lugares invita a todos a explorarlo. —Fue el agua, el agua la que los sacó del infierno —decía Gaspar mientras continuaba perdiendo su mirada en el horizonte liso e infinito que dibujaba el agua púrpura del gran lago. Y era cierto, una vez que empezaron las infiltraciones al subsuelo, los antropos, o las pinches bestias como Gaspar les llamaba, se vieron forzados a dejar sus madrigueras e ir en busca de protección y comida. Y para nuestra desgracia, sí que la encontraron en abundancia. A decir de los últimos lugareños, aquellos que alcanzaron a huir antes de su llegada, fue por las oquedades de las de las Grutas de Nombre de Dios, aquellas inmensas cavernas que se ubican al extremo noroeste de lo que era la ciudad de Chihuahua, por donde esas bestias comenzaron a salir. Primero lo hicieron en pequeños grupos liderados por los machos alfa, después salieron hervideros de hembras con sus crías, siempre voraces y con la necesidad de ser alimentadas. Guiados siempre por un fuerte olfato, esos demonios de las cuevas pisaron de nuevo la faz de la tierra para alimentarse, pero esta vez con una enorme ventaja: el hombre no estaba ahí para someterlos. Las primeras exploraciones

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M U Y L E J O S D E L PA R A Í S O

por territorio las hacían de noche, quizá por eso nadie les prestó atención. El mundo afectado por el cambio climático tenía otra agenda y no era ésta. Los hombres muertos que flotaban por todas partes, aquellos que no escaparon de la gran lluvia, les permitieron a los antropos cambiar su primitiva dieta a base de larvas e insectos a una de mayor contenido protéico y sabor: la humana. El resto es historia; los hombres se convirtieron en su alimento y los antropos, muy superiores en número y fuerza, en una extensa plaga que debe ser exterminada. Por eso estamos aquí, ésa es la historia que nos antecede a Gaspar y a mí, su reemplazo. Arzipe hablaba y hablaba, pero lo hacía despacio, sin prisa, como quien maneja el tiempo a su antojo o quizá para evitar ser escuchado por las bestias, las pinches bestias que pareciera que lo saben y lo escuchan todo. Después, en su monólogo apenas audible hizo una pausa como para pensar bien sus próximas palabras y soltó una frase que me congeló: —Sépaselo bien, Nicolás, este trabajo es para locos, no para pendejos, esas bestias lo mismo nadan que corren y siempre tienen hambre, a lo mejor por eso son plaga, ¿no cree?, porque siempre comen. Lo mejor es andar siempre con un perro. Trajo el suyo, ¿verdad? —¿Un perro? —pregunté con ingenuidad—, ¿de qué sirve, si tenemos estos detectores satelitales? Con calma, Gaspar tomó el detector que tenía en mi mano, lo vio y después en un claro arrebato de desprecio lo dejó caer al piso. Su perro, de apariencia corriente, al verlo tirado se levantó de su lugar, lo husmeó. Al ver que no era comida regresó de nuevo a los pies de su amo. —Los perros no se quedan sin baterías, ¿entiende Samprazzi?, y nomás empiezan a gruñir es porque esas chingaderas están muy cerca. El instinto de supervivencia es más cabrón, muchacho, es más cabrón. Mientras recogía el detector, confirmé que ante los ojos de Arzipe yo no era más que el novato, el ingenuo recién llegado que ocuparía su cargo, y que, a su pensar, correría con suerte de no ser devorado. Dicho eso guardó silencio y respiró despacio, como resignado, y de nuevo clavó su mirada hacia el centro del lago. Entonces escuchamos el vuelo de un helicóptero, ambos sabíamos que era la despedida. Gaspar se levantó de golpe y con su linterna hizo una seña para confirmar nuestra posición, en su cara se veía una leve sonrisa, la primera que yo le había visto en todo ese tiempo. Arzipe estaría pronto en casa, en la ciudad, donde aún reina el hombre. Me pregunto cómo será su retorno a un lugar en donde nadie pretende comérselo, la respuesta él y yo la sabíamos: tendría suerte de no terminar muerto o internado; es la única razón por la que el puesto es bien pagado: de aquí nadie sale bien librado.

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RICARDO COLORADO

El helicóptero sobrevoló a unos quince metros de altura y giró instrucciones por radio. Por medidas de protocolo, la nave no pisó tierra, de ella cayó una escalera flotante y un arnés, Gaspar sabía qué hacer, con él sujetó una canastilla en la que puso a su perro. Todavía no sé por qué, pero al verlo partir sentí la necesidad de quedarme con él. ¿Qué haría si algo fallaba? Sentí ganas de estar acompañado, después de todo Gaspar tenía razón, el instinto es más cabrón que cualquier aparato. Por un momento pensé que al verme tan solo me regalaría su perro, pero no sucedió así, solo se despidió con una leve sonrisa y en la mano me dejó una medalla, al verla descubrí la imagen de un santo que no conocía. Al ver las botas de Arzipe subir por los peldaños que oscilaban a la altura de mi cabeza, recordé lo que decía mi madre: “Los zapatos siempre te dicen quién eres y dónde has estado”. Inevitablemente, al ver las manchas de sangre en sus suelas y costados, a mi mente vinieron escenas de lo que me estaba esperando. Antes de que se marchara, alcancé a gritarle: —¿Quién es el santo? —No sé, pero récele, es muy bueno, muchacho —me contestó Gaspar. Y así me quedé solo de golpe. Frente a la inmensidad de aquel estuario, abracé mi rifle, después perdí mi mirada en él, y cómo no hacerlo, la luna de octubre era tan hermosa que iluminaba las copas de los árboles a la perfección y difuminaba los colores de la noche en varias tonalidades de grises y púrpuras en sus aguas. Por un momento disfruté lo hermoso del lugar y lo limpio del aire. Puedo decir que me sentí tranquilo, pero en aquella tarjeta postal algo me decía que era falso, quizá fue el instinto, el pinche instinto que te quita la paz cuando menos lo esperas. Los escuché, avanzaban entre la espesura de la maleza y no alcanzaron a pasar desapercibidos, quizá era tanta la vorágine que al saber que estaba solo ahí, no pudieron controlarse. Eran ellos, podía olerlos. Siguiendo el protocolo, tomé mi detector en mano y lo confirmé: quince puntos encendidos en la pantalla confirmaban la presencia de dos machos, tres hembras y todas sus crías. El más cercano se encontraba como a unos veinte metros y era una hembra, no era de extrañar, siempre son las que atacan primero, su instinto de proveer comida a sus crías las hace más voraces y violentas. Respiré profundo, me coloqué la medalla del santo, ese santo del cual ignoraba su nombre, y le pedí protección. El encuentro era inevitable, mi balsa estaba aún lejos de la orilla, sería mi primer cruce con ellos, con los comehumanos, con las pinche bestias, como las llamaba Gaspar. Podía escuchar cómo se comunicaban, quizá como diciendo “la comida está en su lugar”, sentí su hedor a podredumbre, a carroña, a muerte. Sentí

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asco, pero su pestilencia lejos de asustarme me dio valor. Algo dentro de mí me decía que no podía ser devorado por unas bestias tan repugnantes, a lo mejor fue el instinto o un milagro del santo, la verdad no lo sé bien, pero lo que sí es que sentí valor como nunca antes, por eso logré dar media vuelta, cortar cartucho y apuntar mi arma hacia la maleza en espera de terminar con esa mierda. En el fondo me dio gusto que Gaspar no hubiese dejado su perro, era un ser menos que cuidar en este infierno. Hoy, aquí y ahora, estoy muy lejos del paraíso.

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F OT O G R A F Í A D E NAC H O G U E R R E R O

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HAC I E NDA E L TORRE ÓN

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LAS HISTORIAS TRAS LAS PAREDES = C É S A R A N T O N I O S OT E L O

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l reloj de sol hace décadas que claudicó. Cuando el silencio cayó como pesado telón sobre las caballerizas, las horas dejaron de transcurrir. El piafar de las nobles bestias, sus relinchos, quedaron encerrados en los pétreos muros de la hacienda, monumento a unos tiempos que la gente ha preferido olvidar. A treinta y ocho kilómetros de la ciudad de Chihuahua, la Hacienda El Torreón es un recinto extraordinario, una página de la historia de esta tierra que muy pocos conocen. Curioso, porque llegar hasta ahí no es complicado, al contrario. El mismo camino que conduce al Parque Nacional de Cumbres de Majalca es el que se debe tomar para llegar. Sólo se recorren tres kilómetros y un anuncio indica por dónde seguir: hacia colonia Ocampo. La angosta franja pavimentada atraviesa las secas tierras en las que los huizaches apenas dan sombra y la gobernadora campea por sus reales. De pronto, como espejismo oriental, la vista se sorprende con un oasis, un pequeño valle que des-

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L A S H I S T O R I A S T R A S L A S PA R E D E S

pliega su alfombra verde para deleite de los pocos extraños que pasan por la ruta. En la lejanía, no muy lejana, con las montañas como telón de fondo, alcanza a divisarse la majestuosa construcción. ¿Qué hacen estos arcos de cantera en medio de la nada? La hacienda es sobria, pero su belleza reside precisamente en esa serenidad que brinda lo que no necesita adornos superfluos para encantar. Sobre los cinco arcos que cobijan la entrada al patio de las habitaciones, un pequeño saliente con un balcón le otorga su nombre. Ciertamente, la pequeña habitación con su tejado de dos aguas y su balcón semeja una especie de torreón en miniatura, una atalaya que en su momento debió servir como aposento del vigilante y que hoy más parece un escenario para raptos a medianoche, escalas hechas con sábanas en jirones colgando de los hierros de la baranda y caballos impacientes silenciados por el amante ansioso de acariciar al prohibido objeto de su deseos. ¿Qué historias guardan estas paredes? ¿Cuántos fantasmas se pasean por sus dos patios empedrados? El administrador de la hacienda hace las cuentas con su pluma de ganso mientras sueña con la hija del capataz, que con sus luengas trenzas negras y rasgos que hablan de abuelas apaches, hace ya meses que le ha quitado el sueño. El general casi nunca viene. El tiempo no le alcanza para visitar las cuarenta y seis haciendas que tiene repartidas por todo el estado. Las habitaciones, con sus altos techos de madera y sus puertas que se abren al enorme patio principal del edificio, son el reino de administradores y peones. Éste es el corazón palpitante de una unidad económica perfecta: las tierras producen lo que bestias y humanos consumen. La cría de los equinos proporciona una herramienta de trabajo, un medio de locomoción, indispensable para sobrevivir en la vastedad del desierto chihuahuense. El amo proporciona trabajo y ropa y alimentos y tabaco y alcohol a los peones, y éstos trabajan toda su vida para pagarlos. El general está satisfecho. Para eso luchó contra los indios, para eso combatió a los invasores franceses, para eso fue toda su vida un liberal acérrimo: para hacer producir estas tierras secas y mezquinas, tierras a las que hay que arrebatarles con sangre y sudor la riqueza. Esta hacienda fortaleza fue, en 1905, el centro neurálgico de una extensión de tierra que abarcaba miles de hectáreas, suficientes para una labor agrícola, que además sustentaba una importante industria de crianza de caballos. Su dueño no olvidaba fácilmente los daños causados por los apaches en sus correrías, y aunque él se dedicó con tesón a exterminar tan peligrosa plaga, fue quizás el miedo a una fantástica resurrección de los bárbaros lo que le llevó a construir en este pequeño valle un edificio de extraordinaria y palpable solidez, un rectángulo con pocas ventanas y puertas, sitio fácil

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CÉSAR ANTONIO SOTELO

de defender en caso de ataque. Y tal vez esa misma fortaleza originaria de raigambre casi moral es lo que ha permitido a la hacienda sobrevivir al despiadado paso de los años. Al mayor latifundista del estado de Chihuahua sólo los indios le disputaron la propiedad de las llanuras casi desérticas. Por eso la energía que utilizó para liquidarlos. Cuando los apaches se perdieron en el polvo de la memoria chihuahuense, en los vagones de ferrocarril llegó el progreso. La ganadería y la riqueza del subsuelo cimentaron una prosperidad que no alcanzó a todos los que contribuyeron a forjarla. La hacienda El Torreón emerge como un símbolo del triunfo del progreso positivista, un monumento al porfiriato y quienes se enriquecieron a la sombra del héroe del 2 de abril. Pero todo tiene su fin y cinco años después de que se alzaran sus muros inició la conflagración que la dejaría en el abandono. La mañana de junio empieza arder con su aliento que parece venir de remotos infiernos. Un cenzontle posado sobre el callado reloj de sol desgrana sus notas triunfantes antes de partir a refugiarse en la raquítica sombra que otorgan los huizaches. La fachada de la hacienda se enciende con los rayos del sol, que reverberan en las blancas paredes, mientras la piedra ensaya áureos reflejos. Dentro, el arco que conecta al patio principal con las caballerizas y las bodegas da a un segundo espacio abierto en el que todavía pueden sentirse los cascos de los caballos. El ruido de los pasos que resuenan en las antiguas caballerizas hace que las golondrinas huyan despavoridas, bandadas veloces que trazan arabescos bajo el maderamen de los techos. Los pesebres de cantera, desvencijados, se alinean en la semioscuridad que logran las gruesas paredes de pequeñas ventanas, un regalo de frescura en los calcinantes meses del verano chihuahuense. El tiempo, en suspensión coloidal, flota en el ambiente. Nada ha cambiado en el rectángulo de piedra y barro, mientras que afuera el mundo corre a velocidad vertiginosa hacia un incierto futuro, siempre en pos de la riqueza. En eso no ha cambiado. En su momento, la hacienda fue la institución ideal para generar riqueza. En las paredes de El Torreón, pequeñas marcas son las huellas de toda una forma de explotación de la mano de obra. Cada línea, cada muesca tallada en los muros de las bodegas, es una carga de grano entregada a la hacienda por aparceros analfabetas. Las paredes muestran sus cicatrices como los combatientes enseñan con orgullo sus viejas heridas de guerra. Memorias de un pasado muerto. Muerto porque para eso se hizo la Revolución, para que esta forma de explotación cambiara. Mudas de hastío, las tres campanas de la capilla conversan en silencio con el reloj de sol. Ya nada marcan, nada señalan. Su obcecada permanencia es testimonio de un milagro: la hacienda sobrevivió a la barbarie revo-

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L A S H I S T O R I A S T R A S L A S PA R E D E S

lucionaria. En México, la ira del pueblo es irracional: en la Guerra de Reforma acabó con los conventos. En la Revolución, redujo a escombros las haciendas. La parte por el todo, la arquitectura ha sido la víctima inocente de la rabia acumulada de una sociedad de parias que al no poder cambiar la miseria en que viven, se regocijan con la destrucción de las odiadas propiedades de sus opresores. Pero El Torreón sobrevivió. Por años sus paredes albergaron a familias que sólo consiguieron como muestra de justicia social la propiedad de unas tierras secas y un casco de hacienda abandonado. Un edificio ahora reconstruido que en su silenciosa soledad nos recuerda la fugacidad de los bienes temporales y la grandeza de un Chihuahua que muestra muy poco respeto por su pasado.

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F OT O G R A F Í A D E A R C H I V O C O NAC U LTA- I NA H . F OT OT E C A D E C H I H UA H UA . C O D. 2 5 8 7

35.

HOSPI TAL C E NTRAL (HOSPI TAL U NI VE RSI TARIO)

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DE MENTES CANDOROSAS = A L M A M O N T E M AYO R

L

a encargada del pabellón de mujeres dementes, Eziquia Gutiérrez, tiene mucha paciencia con las internas del Hospital Porfirio Díaz: “Tómense su tecito para que se calmen -les dice- para que duerman en paz y se sientan como en el cielo”, y luego les cuenta historias que divierten a unas, aunque a otras parecen sembrarles una extraña inquietud. A Eziquia le gusta preguntar por el pasado de esas mujeres: ¿Qué hacían antes? ¿En qué momento escaparon de la realidad? ¿De qué o de quién huían? En ocasiones recopila muchos datos, aunque nunca sabe si son reales o inventados. Así, descubrió que Luli, la hilandera, hacía cobijas de lana en una fábrica de tejidos, pero la despidieron cuando empezó a mezclar los hilos a su antojo. En el pabellón psiquiátrico se la pasa moviendo las manos como si acomodara hilos imaginarios, pero los doctores dicen que ya no hila sus pensamientos. Flora abrazaba a familiares, vecinos y desconocidos, y, claro, la gente se asustaba o se reía de ella. Aquí siguió abrazando a sus compañeras del pabellón, quienes recibían sus abrazos con indiferencia.

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DE MENTES CANDOROSAS

Marta la soñadora todo el día contaba sus sueños; decía que se iban a hacer realidad. Pero no. Soñaba con una guerra en la que además de los hombres participaban las mujeres; andaban con ellos en los campos de batalla; les hacían comida y también disparaban armas. Pero eso no puede suceder aquí. El gobierno del presidente Díaz ha restablecido la paz desde hace tiempo, y muchos negocios llevan ese nombre: carnicería La Paz, fábrica de ropa La Paz, cantina La Paz… Pero la soñadora no hablaba de otra cosa; solo de esa guerra que nunca ha existido ni existirá. En la ciudad de México la modernidad ha llegado tan lejos, que el presidente Porfirio Díaz ordenó construir un recinto especial para albergar y tratar de curar a los dementes. El nombre correcto es Hospital Psiquiátrico, pero la gente se refiere a él como La Castañeda. Construir un edificio para los dementes de Chihuahua hubiera parecido una locura, pero destinar una sección para este fin dentro del flamante Hospital Porfirio Díaz no lo es; por el contrario: significa marchar al ritmo de los tiempos modernos. El equipo de don Porfirio ordena construir edificios bellos y funcionales. Además, la atención a desvalidos y marginados, que antes quedaba a cargo de gente caritativa, es considerada ya como una obligación del Estado. Por eso la construcción del hospital fue uno de los propósitos principales de esta progresista y moderna sociedad. ¿Que qué hacían antes con los loquitos en Chihuahua? En el antiguo Hospital Civil los tenían en la misma sala que los tuberculosos y otros en-

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A L M A M O N T E M AY O R

fermos contagiosos, pero lo más común era que los enviaran al Obraje, que hacía también las veces de cárcel. Ahí trabajaban en los telares para ganar su sustento. Y si los loquitos eran furiosos, los encerraban y les ponían grilletes para que no dañaran a sus compañeros o se escaparan. Aquel Hospital Civil estaba frente a la Plaza Hidalgo, en el lugar que poco después ocuparía el Teatro de los Héroes, y el Obraje estaba cerca del Santuario de Guadalupe. Pero las autoridades querían estar a tono con la modernidad del régimen y por ello construyeron el hospital que lleva el nombre del presidente de la República: Porfirio Díaz, ubicado al inicio de la Avenida Colón, cerca del monumento a Benito Juárez. Pusieron mucho cuidado en la estética del edificio y en su entorno, plantando árboles en los jardines interiores y arreglando una plaza frente al hospital, el cual tiene una fachada preciosa. Ya tenemos un espacio decoroso para albergar a los dementes; lo malo es que no se dispone de dinero para comprar su ropa y en ocasiones ni para darles de comer. Por eso se pide ayuda a los parientes: “Vengan, traigan ropa y comida para sus familiares y ayuden a cuidarlos”. Pero muchos familiares los dejan y no regresan más. A este tipo de pacientes abandonados se les llama asilados. Telésfora Lucero, Nicolasa Tovar y Flora Ramos ingresaron al pabellón psiquiátrico del Hospital Porfirio Díaz con sólo el vestido que traían puesto, y cuando este se convirtió en harapos, el encargado del pabellón solicitó a las autoridades municipales le proporcionaran camisones de manta gruesa para las pacientes andrajosas. Nosotras, las damas del grupo de beneficencia, conseguimos varias cajas de jabón, aparte de los camisones, pero cuando los trajimos, esas pacientes ya no estaban. Los encargados de la sección de los dementes, Eziquia y Margarito, no poseen título alguno, pero ni falta que hace: en todo Chihuahua no existe doctor especializado en enfermedades de la mente. Al inicio de este siglo xx, la organización del hospital dejaba mucho que desear, porque los médicos hacían lo que querían y dejaban de hacer muchas cosas necesarias. ¿Qué era lo que no les gustaba hacer? Viajar en las ambulancias para recoger heridos o enfermos graves, hacer reconocimiento de cadáveres y practicar autopsias. Fue hace unos cinco o seis años cuando los médicos por primera vez se pusieron de acuerdo para turnarse mensualmente en estas labores que consideran ingratas. Por esa misma época se instaló el primer servicio de inhumación en la ciudad y se empezó a disponer de cajas mortuorias y carros fúnebres, o sea de ataúdes y carrozas. Antes de eso los carpinteros tomaban medidas al muertito y le confeccionaban de inmediato su cajón, dentro del cual era trasladado al camposanto en hombros de los familiares o en una carreta cualquiera, jalada por mulas o caballos.

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DE MENTES CANDOROSAS

Lo de las estadísticas no se maneja con mucha precisión, ahí sí que no se han modernizado. El libro del Hospital Porfirio Díaz correspondiente al pasado año de 1909, registra un ingreso de poco más de cuatrocientas personas a lo largo del año, de las cuales casi trescientas cincuenta son hombres; también registra el número de defunciones dentro del hospital: cuarenta y cinco, de las cuales sólo cinco correspondían a mujeres. Lo extraño es que el informe del encargado del pabellón psiquiátrico maneja cifras que no coinciden con el informe general. Dice que de las veinticinco mujeres que ingresaron al pabellón ese año, murieron catorce, y no cinco. Las damas del grupo debemos hacer un informe anual y por eso me di cuenta, porque pedí las estadísticas, para contar a las enfermas del pabellón psiquiátrico que habíamos atendido. Como no entendí bien eso de los números, le pregunté al encargado. Él me contestó con amabilidad pero también con extrañeza: —¿Las estadísticas? ¿Para qué las quiere ver? Es normal que la gente se muera en el hospital. Además eran loquitas, nadie las quería en sus casas, ni en las calles… y ahora, gracias a las almas bondadosas de este moderno hospital, tenemos la seguridad de que se fueron en paz. Tiene razón: deben descansar en paz porque nadie ha visto sus fantasmas y sí en cambio se respira un ambiente de gran tranquilidad; debe ser por la voz melodiosa de Eziquia que sigue escuchándose en el pabellón de las dementes: “Tome su tecito para que se calme, doña Lucha. Ándele Mariquita, con esta poción se va a sentir muy tranquila, muy en paz, como si estuviera muy cerca del cielo. Va a ver que después de tomarse esta agüita, las angustias se van a esfumar, doña Lupe. Éste es el brebaje del olvido, Chonita, verá que luego de beberlo ni se va a acordar que su hija la dejó aquí hace meses y nunca regresó”. Estoy por terminar el informe que entregaremos la próxima semana al jefe político. Mis compañeras del grupo de beneficencia me han pedido que no deje de mencionar cuán orgullosas nos sentimos de colaborar con este moderno hospital.

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F OT O G R A F Í A S D E PAV E L TA R Í N

HOSPI TAL C E NTRAL ( HO SPI TAL U NI VE RSI TARIO )

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ÚLTIMO ADIoS, ABUELO MOLÓN = HÉCTOR CONTRERAS LÓPEZ

-Abuelo molón. -Trompa jolina. -¡Abuelo molón! -¡Trompa jolina!

E

diálogo entre un niño y su abuelo

sto que te voy a platicar me lo ha contado tu abuelita varias veces, en diferentes ocasiones; yo sólo me acuerdo de fragmentos aislados, a veces muy breves, que me llegan como flashazos de una vida con la que ahora me cuesta trabajo relacionarme. Tu bisabuelo murió muy joven, de cáncer. Antes de enfermarse, tu tía Mariana y yo éramos sus favoritos y a él le gustaba sacarnos a pasear al centro; tomábamos el camión Central-Obrera, que nos dejaba en la calle Libertad, por donde nos llevaba de la mano mientras veíamos los aparadores de las tiendas y comíamos nieve. De regreso el camión nos dejaba en la Rosales y Pacheco. Cuando empezó a sentirse mal, dejó de comer, a pesar de que mi abuelita, que era una excelente cocinera, le preparaba los platillos que más le gustaban. Al empeorar se lo llevaron al Hospital Central y era ahí donde íbamos a visitarlo. Si lo hubieras conocido… a mí me parecía como una montaña.

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36.


HÉCTOR CONTRERAS LÓPEZ

Fue en el Hospital Central donde al fin, poco antes de morir, sus familiares lo convencieron de que aceptara casarse con tu bisabuelita, pues hasta entonces habían vivido en unión libre. Se habían conocido en Gómez Palacio, en casa de unos parientes que tenían una funeraria; él trabajaba haciendo ataúdes de madera y ella de sirvienta. Ahí nos llevaba tu abuelita a visitarlo. Creo que él le pedía que nos llevara, pero yo no quería ir, y es desde entonces que no me gustan los hospitales; siento que de esas visitas se me quedó impregnado un olor a enfermedad y a medicamento. Poco antes de aquella invasión, mi tía Esther me había regalado un rifle de municiones, aunque sin las municiones. Y yo no quería separarme del rifle por nada del mundo, así que lo llevé conmigo al hospital. Creo que bajamos por la Pacheco para después doblar a la izquierda en la Rosales. Estuvimos un rato en la Placita Melgar, donde yo me puse a jugar en el monumento a los Niños Héroes, que ya conocía, pues del kínder nos habían llevado alguna vez. En aquel entonces el pequeño monumento tenía todavía una especie de techito, bajo el cual nos metíamos los niños a jugar. Enfrente, al lado del hospital, todavía estaba la maternidad Regina, donde nacimos tu tía Mariana y yo. Cuando nos tocó el turno, entramos por la puerta principal a alguno de los cuartos que una enfermera nos indicó. Supongo que le dio mucho gusto verme; supongo que quería hablarme y abrazarme, pero para mí la guerra había comenzado. Empecé a correr de un lado a otro, con mi rifle en posición de disparar. Me oculté detrás de una silla, disparándole a mi abuelo. Bang, bang. Después me oculté debajo de la cama, era un escondite perfecto para emboscar al enemigo. Bang, bang. Era como ser uno de esos personajes de Combate o Comandos del desierto, series de televisión típicas de la Guerra Fría, aunque en aquel entonces todavía no teníamos televisión. No tengo idea de cuánto duró esta guerra, pero yo seguía corriendo de un lado para otro, sin hacerle caso al abuelo, que me hablaba para que me acercara. De pronto, salí corriendo por la puerta y me perdí entre la gente y los cuartos, que me parecían parte de un laberinto interminable. A veces, cuando pienso en esta escena, me veo disfrazado de militar, escurriéndome entre la gente y las enfermeras que me miran curiosas. No recuerdo si tu abuelita salió tras de mí o alguien más, pero anduve corriendo y escondiéndome por un buen rato, hasta que sin saber cómo terminé en la puerta de atrás, tan diferente a la entrada principal. Ahí fue donde mi tía Tina me encontró. Ahora que lo pienso, me siento muy solo en esos recuerdos; es casi como si el Hospital Central hubiera sido un acertijo que yo tenía que recorrer y que las personas que estaban ahí eran más bien sombras, imágenes dibujadas en grandes pedazos de cartón. Ésa fue la última vez que vi a tu bisabue-

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Ú LT I M O A D I Ó S , A B U E L O M O L Ó N

lo. Poco después murió de ese cáncer que lo consumió en unos meses. El funeral fue en la casa; recuerdo haber visto a mucha gente. Por la ventana pude observar la carroza negra y la hilera de carros que desfiló tras ella hasta el cementerio municipal. Desde entonces no había regresado, hasta ahora que mi tía Esther está internada. Así como hace tantos años tu abuelita y yo estuvimos aquí, ahora tú y yo estamos sentados en una de estas bancas verdes en la Placita Melgar. Te propongo que caminemos un poco mientras podemos pasar y que vayamos a ver la parte de atrás del hospital. ¿Quieres un vaso de fruta? La joven y su papá caminan por entre la gente amontonada en la entrada principal y, poco más adelante, en urgencias. Dan la vuelta y se sientan en la banqueta del edificio que en un tiempo fue de la Escuela de Enfermería. La muchacha no se parece al padre ni parece de por acá. Habla de una manera diferente, casi cantando, como hacen las personas del centro del país. Se sientan juntos y hablan de cosas que no podemos escuchar. De la puerta trasera del hospital salen dos personas: un adolescente con muletas y una mujer que parece ser su mamá. Al joven le falta una pierna y le cuesta mucho trabajo avanzar. La mujer va adelante, con la mirada en el piso. Caminan con rumbo al Parque Urueta. La gran pared, desnuda, enmarca su profunda tristeza y su inabarcable soledad.

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HOYO DE L CAL IC H E

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RECUPERAR ESPACIOS = A RT U R O L I M Ó N

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a tarde del 22 de febrero de 1991, la ciudad de Chihuahua supo de una tragedia que nos dolería a todos. El niño Pedro Iván, de visita en la colonia Unidad Proletaria, procedente de su natal Madera, jugaba con otros niños cuando tomó un atajo en su bicicleta para atravesar lo que tal vez supuso era césped, y de pronto desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra; se trataba de una zona de lirio pequeño que estaba sobre la superficie del Hoyo del Caliche. Ese gran hoyanco había quedado abandonado después de sacar de ahí toneladas de caliche que sirvió para edificaciones y pavimentación en las colonias Dale y Santa Rosa. Ahora era un hueco de lodo cenagoso y sucio, del cual el pequeño nunca pudo salir. En una nota periodística se hablaba del rescate del cuerpo con mecanismo de arpón, método necesario por lo pantanoso del lugar. Los vecinos tenían que conformarse con ver esos miles de litros de agua de procedencia indefinida, porque si bien se decía que eran de lluvia acu-

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HOYO DE L CALIC H E

mulada también era cierto que no se disponía de instalaciones sanitarias y se podía ver la infiltración de aguas domésticas residuales. Era una superficie superior a la hectárea, dicen rebasaba los doce mil metros cuadrados. Lo cierto es que en un lapso de veinte años de abandono, el caso de Pedro Iván se sumaba al de quince personas que habían perecido en ese mismo lugar. No bien superada la enorme tragedia de perder a su pequeño, los padres de Pedro Iván se endeudaron por dos millones ciento seis mil pesos de la época en gastos funerarios. Dolió la indiferencia ante la tragedia del niño. El clamor ciudadano era uno. Ya era suficiente. No se podría seguir tolerando el depósito de agua sucia a cielo abierto. Así, la muerte de Pedro Iván detonó el proyecto de regeneración del Hoyo del Caliche. Ciudadanos y autoridades avanzaron en una tarea poco sencilla en un principio, pero impostergable por la realidad. Baste recordar que fueron los propios vecinos con la ayuda de personal técnico de la Dirección de Ecología y personal de la Junta de Aguas Municipal quienes habilitaron un cárcamo para desaguar miles de litros de agua estancada. Entre tanto, el lugar fue declarado receptor autorizado de escombro y así se iba rellenando, tarea que duró más de cuatro meses, al cabo de los cuales se pudo emparejar el terreno y dejar atrás lo que una vez fue una trampa mortal. Ahora, veinte años después de este relato, algunas fotografías del área son el mejor testimonio de que, aunque se sufrió para lograrlo, se cumplió el objetivo. La recuperación del espacio dio origen a un espíritu de mejoría en la zona de la Unidad Proletaria. Hoy se advierte allí una comunidad que disfruta de juegos para los niños en lugar de estar preocupada de que uno más caiga en una charca. Quizás algún día a alguien se le ocurra ponerle otro nombre al Parque del Hoyo del Caliche en la colonia Unidad Proletaria, podría ser Pedro Iván, en recuerdo de la inocencia, o tal vez se le podría llamar Parque Voluntad, porque ese lugar, como pocos en la ciudad, muestra lo que son capaces de hacer los ciudadanos que defienden sus derechos y las autoridades que cumplen sus atribuciones, de manera que el resultado es dejar un mejor entorno para la comunidad. Al visitar una ciudad lo más visible son sus avenidas arboladas, sus monumentos soberbios o sus esculturas a próceres destacados, pero poco atendemos, y menos entendemos, esos intangibles como son las historias que guardan sus rincones, el deseo de superación por mejorar el entorno y ese coraje de sus habitantes para exigir sus derechos a la salud y el bienestar de todos, como lo hicieron los vecinos del Hoyo del Caliche.

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F OT O G R A F Í A D E DAV I D L AU E R

IG L E SI A DE S AN C HARBE L

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PUENTES, COMO LA IGLESIA DE SAN CHARBEL = E N R I Q U E S E RV Í N

A

los seis o siete años, un amigo que vive casi en frente de casa de mi abuela me invita a comer. Cruzamos la calle, entramos por la puerta de la cocina y lo primero que miro son dos recipientes de vidrio con forma de barriles, uno lleno de aceitunas verdes y el otro de aceitunas moradas. Siento un aroma desconocido y delicioso, que muchos años después habré de procurar en diferentes lugares y circunstancias. Pasamos a la cocina y su madre, una mujer rubia, y que me habla con acento extranjero, saluda y nos invita a sentarnos. Se llama Elizabeth Talamás Mansour. Después de la plática agitada y alegre, la señora nos sirve. Sobre el plato descansan unas cosas raras, de aspecto extraño, que parecen oscuros capullos vegetales, o puros habaneros. Son, evidentemente, la fuente del aroma que se siente por toda la casa, pero yo nunca he visto nada parecido, y dudo antes de comenzar a comer. “¿Qué son?”, pregunto. “Hojas de parra”, me responde. La desconfianza inicial va

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38.


E N R I Q U E S E RV Í N

cediendo rápidamente ante los aromas, los sabores y las texturas. Ahora me es imposible describir la sorpresa que experimenté aquel mediodía, pero una historia de interés y atracción había nacido. Con el tiempo yo había de estudiar, aunque fuera de una manera insuficiente e improvisada, el idioma, la historia, las literaturas y, claro, las gastronomías de la vasta región que conocemos como el Oriente Medio: inmensa región de regiones; de lenguas, tradiciones y religiones diversas, en la cual, nada menos, se consolidó hará más de cinco mil años la primera civilización urbana de la historia. Durante la primera mitad del siglo xx, a Chihuahua habían llegado numerosas familias procedentes de Palestina y, sobre todo, del Líbano. La familia Talamás era una de ellas, y estaba emparentada con los Rouhana, uno de cuyos integrantes, Bishara, después me habría de iniciar generosamente en el estudio de la lengua árabe, y cuya hermana resultó ser la fantástica cocinera que tantos chihuahuenses llegaría a tratar. Los Rouhana, como algunos otros libaneses inmigrados, profesaban el catolicismo maronita. Aquí procede mencionar que una de estas familias, los Meouchi, había sido fundada en nuestro territorio por un hermano de Butros Meouchi, quien llegó a ser patriarca de la Iglesia maronita. Esta rama de la Iglesia católica fue durante muchos siglos un culto ortodoxo oriental, desvinculado de Roma. Por razones históricas y políticas, durante las cruzadas el patriarca Yusif Al-Jirjisi buscó el reconocimiento del papado y se dio inicio una integración a la iglesia católica que habría de culminar el siglo xvi. Desde entonces, los maronitas reconocen puntualmente el credo católico pero mantienen un ritual y una liturgia derivados de las ortodoxas orientales. Los inmigrantes de medio oriente llegados a México enriquecieron nuestra cultura. Trajeron consigo una nueva forma de hacer negocios y administrar, un sentido de lo familiar todavía más recio y solidario que el latinoamericano. Trajeron también, como ya lo he mencionado, la tradición gastronómica levantina, que después de décadas de mantenerse tan sólo entre los clanes de inmigrados, pasó a ser ampliamente conocida y disfrutada por buena parte de la población (y aquí me permito recordar que en la Comarca Lagunera, por ejemplo, las hojas de parra son ya consideradas como un plato regional mexicano, y hasta aparecen en los libros de cocina coahuilense). Trajeron también el culto de un personaje peculiar cuya iconografía atraía fácilmente a los creyentes y que pronto habría de echar raíces en los desiertos norteños de México. Me refiero a San Charbel. Y uno de los temas que con mayor frecuencia surgía entre los inmigrados maronitas era, desde hace muchas décadas, la eventual construcción de una capilla, iglesia, o templo dedicado a San Charbel. Uno de los principales promotores de esta idea fue, precisamente, mi buen amigo Bishara. Los problemas

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PUENTES, COMO LA IGLESIA DE SAN CHARBEL

financieros que una empresa de tal tipo acarreaba eran considerables, a tal grado que quienes seguíamos de cerca o de lejos ese proyecto, llegamos a dudar que alguna vez tuviera realización. Los años pasaban y diferentes eventos vinculados con la comunidad maronita en Chihuahua se sucedieron, entre otros, la visita a nuestra capital de Wadih Butros Tayeh, primero obispo maronita en México. Tuve la ocasión de conocerlo. Hombre de gran cortesía y sólida cultura universal, Butros Tayeh se comprometió a colaborar en la empresa. Finalmente, un 6 de noviembre del 2010, la parroquia de San Charbel en Chihuahua fue consagrada, en medio de una ceremonia en la que participaron diversos personajes de la política, la economía y la cultura locales, muchos de ellos, por supuesto, maronitas chihuahuenses. No soy un creyente. Ni siquiera me cuento entre quienes abanderan el respeto irrestricto a cualquier tipo de ideas y creencias. Al contrario, pienso que una idea o una creencia debe ser siempre analizada y siempre criticada, y que éste es el principio sobre el que se basa la evolución del pensamiento humano y, por lo tanto, del progreso, en su sentido literal. Respeto, por supuesto, a quienes profesan tales ideas, y reconozco, siguiendo humildemente a Voltaire, que la libertad de creencias y el derecho a la libre expresión de las ideas es una garantía que debe ser considerada como sagrada, aun si quien utiliza esta palabra no le concede ningún significado religioso, sino más bien el contenido semántico que expresa la condición de intocable y de sublime. Aun así, y movido por aquel interés que tuvo su origen en mis primeros contactos con los árabes chihuahuenses, visité el lugar de la construcción ya desde las primeras etapas de su desarrollo. Los alrededores de Chihuahua, desérticos, terrosos, límpidos, se asomaban desde aquella colina bordeada por el paisaje de una ciudad creciente, y por la presencia, siempre hermosa, de los cerros y las sierras a cuyo pie se fundó nuestra comunidad. La Iglesia de San Charbel poco a poco iba creciendo, tomando forma, afinándose. Hoy, cuando la iglesia está terminada, Bishara Rouhana ya desapareció de entre nosotros, como han desaparecido tantas otras personas que estuvieron involucradas en su construcción, incluyendo al eparca Boutros Tayeh. Es un edificio hermoso, sin duda, de líneas límpidas y resonantes. Hecho de piedra, esa materia noble, duradera y ahora casi olvidada por nuestros constructores. Una belleza que ciertamente contrasta con la fealdad de la mayoría de las iglesias construidas en Chihuahua durante las últimas décadas: la Iglesia de Nuestra Señora del Refugio, llamada por algunos, y haciendo alusión a su fealdad, Nuestra Señora del Concreto; el templo de San Felipe, que parece, a decir de la gente, burro de planchar; la Iglesia del Cristo del Tambo, localizada rumbo a la salida hacia Ciudad

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E N R I Q U E S E RV Í N

Juárez, y cuyo verdadero nombre ni siquiera me importa recordar. Belleza, esa presencia que hace mejor las vidas de los hombres y cuya encarnación en la arquitectura mejora las ciudades durante siglos. De pie frente a ella (y frente a ellos, es decir, con el recuerdo de los chihuahuenses de origen árabe que alguna vez soñaron esta construcción), me emociona pensar en los cambios y las vicisitudes que definen los proyectos humanos y van labrando los rostros de las ciudades. El suave color de sus materiales armoniza perfectamente con el de la tierra norteña, y su forma, conservadora y hasta canónica, no deja de emanar resonancias islámicas, como buena parte de la arquitectura cristiana del Medio Oriente. Trae ecos, hasta la antigua tierra de los conchos y los exploradores españoles, de aquellas comarcas en las que el hombre, por primera vez en la historia, inventó los sembradíos y los pueblos. Pienso en los místicos sufíes, que pensaban que una creencia no es sino la mínima copa que contiene el agua universal; en Abenarabí, diciendo que la única religión verdadera es el amor; en la España musulmana yx en el refinamiento de sus construcciones, que eran al mismo tiempo palacios y libros de poesía; en Al-Ma'arri, que retó a los profetas y los dioses y que consideraba iguales a una hormiga y a un príncipe; en aquel sueño del Islam (lo dijo Borges) que duró mil noches y una noche. Y en el hecho de que los hombres están siempre en continua transformación, en incesante movimiento, tomando y prestando ideas, conceptos, descubrimientos, para dar forma, entre todos, a un sueño mucho más vasto.

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F OT O G R A F Í A S D E L I B E RTA D V I L L A R E A L / A R C H I V O C O NAC U LTA- I NA H . F OT OT E C A C H I H UA H UA . C O D. 0 3 0 1

IG L E SI A DE S ANTA RI TA

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APUNTES SOBRE LA HISTORIA DE UN TEMPLO = MARIO ARRAS

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irgen Milagrosa! ¡Patrona de Chihuahua! Son atributos que la piedad y el fervor religioso del chihuahuense le alaban y le bendicen imbuidos de confianza y fidelidad cotidianas. Con profundo arraigo en sus tradiciones, la Feria de Santa Rita se viene celebrando cada 22 de mayo, desde principios del siglo xviii, con la participación de matachines, coros, danzas, romerías, competencias, palenque y las famosas empanadas de doña Adela Chávez de Rodríguez que constituyen ya un testimonio de fe y veneración a Santa Rita. Llevados por la devoción que le tienen, el entusiasmo y la fantasía de los feligreses ha enriquecido el ambiente con un cúmulo de leyendas que les divierte narrar al amparo del romanticismo y la euforia de la fiesta: que la capilla fue el primer templo en construirse en Chihuahua; que los misioneros franciscanos celebraron por primera vez el Santo Sacrificio de la Misa en el bosque de Santa Rita;

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39.


MARIO ARRAS

• que del bosque salió la madera para las vigas del templo; • que en ese mismo sitio se erigió el templo y que para construirlo vinie-

ron alarifes de Durango; • que una dama criolla mandó erigir la capilla para pagar una manda por haberla liberado de consumar su matrimonio con un individuo indeseable que finalmente murió; • que Santa Rita es la patrona de Chihuahua. Si se trata de mitos y ficción, ¿cuál es la verdad? Obedeciendo las órdenes de su padre, Margarita (Santa Rita) se casó,

tuvo dos hijos, llevó vida matrimonial, enviudó y profesó como monja. Ciertamente Santa Rita monja no era virgen y la verdad es que el bosque de encinos no existió, que no vinieron arquitectos de Durango y que la capilla no fue el primer templo en construirse, pues ya se habían erigido la parroquia (que luego fue arrasada) y la capilla consagradas al culto de Santa Rita de Casia. Dentro de los terrenos de su hacienda en 1726, doña Nicolasa Zubiate de Urrutia mandó construir este santuario de su propiedad que, con el correr del tiempo, pasó por muy diversas manos. Finalmente en 1968, los últimos dueños (la familia Muñoz) cedieron sus derechos al Obispado de Chihuahua. Ese año, las lluvias torrenciales debilitaron los muros de la iglesia causando su casi total derrumbe, pues sólo quedó en pie el portal de cantera y parte del ábside. Tras el desastre, la capilla permaneció en tristes condiciones de abandono, hasta que el interés y el ánimo de don Esteban Almeida incitaron a los vecinos el empeño de llevar a cabo la restauración que disfrutamos desde el 22 de mayo de 1973. Hundido el edificio setenta centímetros bajo el nivel de la calle, en las excavaciones surgió una impactante sorpresa al descubrir intacto, en una obra del siglo xviii, el piso original de adobón rojo con boquilla azul añil. Por su especial condición e interesantes circunstancias, el afamado santuario constituye una magnífica y muy especial muestra de arquitectura popular barroca, cuya construcción careció de traza y cimientos. Sabemos que el patrón litúrgico y jurídico de nuestra Chihuahua es San Felipe. Y la razón es que un edicto de ese entonces estableció que al elevar a villa el primer poblado bajo el dominio de un nuevo monarca, aquella llevaría su nombre. Dentro del nuevo reinado de Felipe v, San Francisco de Cuéllar se elevó a la categoría de villa en 1719, y por ese motivo cambió a San Felipe el Real de Chihuahua, haciendo nuestro patrón al santo de su nombre. Sin embargo, dada la ineludible fe y la intensa devoción que el chihuahuense le tiene a Santa Rita, el clamor popular se impone y democráticamente la designa patrona de Chihuahua.

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F OT O G R A F Í A D E E N G E L B E RT G R I JA LVA

40.

IGL E SI A LA TRI NI DAD

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AMOR A LA HORA DE MORIR = G A B R I E L B O RU N DA

¡Es Venus, es Venus, es Ella! Es un fanal y es una estrella.

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rubén darío

a muerte estuvo puntual, con la seguridad de quien cumple con un deber y lo hace alegremente. Él, por su parte, la vio y se enamoró, de no sabe qué fondo insondable, en lo más recóndito de alguna neurona llegó la certeza de lo dicho por Pellicer: “y acariciamos temblado los labios de esa boca, que parece / atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito”. No hubo mayor esfuerzo, él se levantó y fue tras ella, antes de llegar a la puerta del cuarto hospitalario la tomó de un brazo, la hizo girar y la besó por sorpresa, su lengua buscó en el interior de ella, fue un chicotazo eléctrico que la obligó a sentarse. Las enfermeras estaban desconcertadas. Don Miguel, aquel hombre de negocios, virtuoso y lector incansable de la Biblia, en sus últimos momentos de vida se había levantado de su condición agónica y se movía con una fuerza inusual, cierto que era un hombre de treinta y ocho años, pero estaba a punto de morir. Una de las enfermeras pasó entre la mujer y el hombre

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GABRIEL B ORUNDA

para llamar al doctor. En aquel hospital cristiano se atestiguaban varias curaciones milagrosas, por intervención, claro está, de la mano de Jesucristo, pero ésta era bastante extraña. La congregación estaba en oración desde el sábado en la mañana, los cerca de doscientos metodistas que había en el templo intercedían ante Dios por don Miguel, hombre probo y cristiano ejemplar, viudo a causa de las revueltas revolucionarias, sin hijos y gran benefactor para la escuelas cristianas, tanto en Chihuahua como en el resto de las obras de evangelización que mantenía la iglesia La Trinidad. Don Miguel besó con pasión a aquella mujer morena que aprendió a desear desde la primera vez que la vio en el dintel de la puerta, la deseó por ese vestido negro que se pegaba a sus piernas, por sus caderas enfundadas en esa tela lujuriosa, la quiso por sus labios carnosos, pero por sobre todas las cosas la amó porque sólo él la veía y la sabía en exclusiva. Ella sintió el aletazo violento de la atracción, sintió la lenta humedad que escurría de sí y supo que no podría cumplir su tarea, se entregó sin resistencia, con la suave calma de un amor de siglos que no había encontrado al otro, descubrió que llevaba mucho amor en el cuerpo y hasta hoy no tenía a quien entregarlo. El tiempo se quedó estanco, atrapado en una agua lodosa que no se movía; el tiempo sólo tenía sentido para don Miguel y éste se encontraba en los brazos de aquella mujer morena, de pelo crespo que había aparecido en el cuarto del hospital sin que nadie la percibiera, como un soplo helado que ahora se hacía cálido, como un caldo, un amoroso y caliente cultivo de hormonas y sentimientos. Desconcertado, el doctor miraba los movimientos del paciente, eran una extraña danza llena de vitalidad en un hombre que debería morir en unos segundos, pero no sólo no muere, sino que brinca y hace cabriolas de enamorado. Hombre piadoso y médico de experiencia, sabía que había ocurrido un milagro, extraño pero milagro, y siempre se refería a esos insólitos hechos citando el evangelio de Juan: Dios es amor, no encontraba explicación, pero en aquel moderno hospital de la iglesia metodista sabía que era más importante la oración que la tecnología médica. El teléfono de la iglesia sonó y al levantar el auricular, una telefonista pidió que se pusiera al habla el pastor, lo llamaba el doctor Lindsey del Hospital Palmore. —Don Miguel está fuera de peligro y lleno de vida —anunció el pastor. La iglesia entera, que se encontraba en oración, se volvió un rugido y la alabanza estalló por todos los rincones del templo y se corrió en un surtidor de música e himnos. —¡Dios es poder! —¡Aleluya!

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AMOR A LA HORA DE MORIR

—¡Dios es amor! —¡Sí! ¡Sí! ¡Dios es amor! En el templo la danza y los himnos daban cuenta del avivamiento en la

iglesia y se expandía por toda la ciudad. Aquella mujer extraña se retiró deseando ver y no ver al hombre, supo que no podría seguir conduciendo humanos a la tumba, el amor la había redimido del tortuoso trabajo de conducir las almas; durante unas semanas no se pudo retirar del amado, la ciudad se llenó de vida y los enfermos sanaron porque nadie los apuraba a morirse. Pero eso no podía seguir. Seis meses después, en una casona de la Avenida Colón, en el camino a Juárez, un empresario se casaba; una boda desairada, una mulata casada con un prohombre. —¡Tenían que ser protestantes! —fue el comentario en toda la ciudad.

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F OT O G R A F Í A D E R AÚ L R A M Í R E Z “ K I G R A”

41.

LA ANTIGUA PAZ

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EL ÚLTIMO TRAGO DE FELIPE ÁNGELES = E R A ST O O L M O S V I L L A

¡Viejas hay muchas, pero antigua sólo hay una!

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placazo en uno de sus muros

obre La Antigua Paz nos dice Alma Montemayor: “Cuando don Pancho Carrejo decidió poner una cantina en la calle Ojinaga 1225, a principio del año 1910, no batalló mucho para encontrar el nombre: le puso La Paz, en honor […]” a una de las banderas y causas de don Porfirio Díaz. Muchos negocios llevaban ese nombre, a saber: carnicería La Paz, fábrica de ropa La Paz, abarrotes La Paz, restaurante La Paz, y así… ese nombre fue la clave para entender el siglo xix y parte del siglo xx. Sobre esto, un historiador como don Armando del Rey y Quintana afirma que este nombre al final cambió, por efecto de la cultura de las revueltas, de la moda de la revolución. Vino a llamarse en forma definitiva La Antigua Paz, en referencia a la paz que había antes del porfirismo en la república juarista, que según afirma él mismo fue la única época en que tuvimos una república real, con división de poderes, prensa libre, etcétera.

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E L Ú LT I M O T R A G O D E F E L I P E Á N G E L E S

1. Nomás cien años

Con más de cien años de vida y más de ochenta en su ubicación actual, La Antigua Paz es la cantina por excelencia de Chihuahua capital, la más representativa del solar, en manos de una sola familia, la dinastía Carrejo. Contemporáneas de ella son tres con nombres de ópera: La Tosca, La Traviata y Trovador; y posteriormente el Gambrinus, el Arlington Club, y otros más. Pero ninguna como La Antigua, casi en un solo local y manejada por la familia Carrejo, con una tradición legendaria, muy popular. Hoy contamos dos detalles y un plus, llamado “La última y nos vamos”, que retrata fielmente este centro de festividad para el esparcimiento y el jolgorio. 2. Felipe Ángeles ante tres caballitos de tequila

Este pasaje histórico no es reconocido oficialmente, pero alguien muy conocedor de la historia me lo contó. A mediados de noviembre de 1919 el general Felipe Ángeles fue sometido a un amañado juicio militar. Fue procesado y condenado a muerte; de madrugada y a escondidas, el jefe de guarnición de la plaza lo sacó del antiguo Teatro de los Héroes y lo condujo, caminando, por la calle Aldama hasta la Independencia. En esta esquina le dice el jefe al condenado, viendo que todavía estaba abierta la cantina La Tosca. —General, no creo que le falte al respeto a su merced si le invito en La Tosca tres copitas de tequila… nomás para pasar este trago amargo. —No hay inconveniente, señor. Pasemos al interior, total… unos tequilas más no creo que ofendan a nadie. Y así lo hicieron. Ante la barra se los tomaron al hilo, luego salieron y llegaron a un paraje cerca de la peni. Y ahí acabó todo. 3. Villa en La Antigua

Cuando llegó de Parral, Pancho Villa tenía pensado fundar dos carnicerías y una cantina. Las carnicerías sí las echó a andar, pero la bola no le dejó tiempo de iniciar el tercer negocio. En El Paso había conocido y admirado cantinas de gran abolengo, por eso cuando La Antigua Paz ya estaba jalando a toda máquina, el general Chao lo invitó a tomarse unas cervezas ahí. Copas no, al Centauro del Norte le agradaba la cerveza, pero no así el licor. Y Chao le dijo: —General Villa, por aquí anda el general Fierro que es muy gustador. Si usted lo dispone, lo invitamos. —No, señor, vamos nosotros dos nomás. El general Fierro es tan aferrado, que es capaz de que deja al señor Carrejo sin una gota de licor. Y las carcajadas se oyeron hasta Torreón. Y pa' dentro, ¡y a darle que hay mole! Ahora sí que la última y nos vamos.

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ERASTO OLMOS VILLA

4. Cultur a es degustar un sotol

Se le debe a La Antigua, entre otras cosas, el jugársela con la cultura. Éste no es un simple antro para la borrachera destrampada y babosa, es un centro para el gozo suave (suavecito, que la muchacha es nueva…), para el placer de la conversa, la reunión con los cuates y otras chuladas así; aunque hace poco un maestro de esos estirados que ocasionalmente pasa por aquí,tuvo esta actitud muy mamona al reclamarme: “¿Desde cuándo La Antigua es un centro cultural para que lo anden pregonando tanto?” No manchen; éste es un centro cultural desde que se fundó, pero como que nos quieren transar con la idea de que cultura es mucho estudio, mucha academia y muchos títulos de licenciados y master de no sé qué yerbas, jaladas y otras ciencias ocultas. Yo sólo soy licenciado en corsetería y master en ombligos y en algas marinas, por eso digo que “nomás te veo y palpito”. No es por dárselos a desear, pero aquí está el ambiente; dejen que les cuente, porque hay algunos que todo lo toman por lo más grueso: cultura de la buena es saber gozar la vida, en lo que nos toca… y en lo que no, pos no. Cultura es degustar un buen vino, porque como dijo el joven Agustín Méndez Rosas, quien es joven de espíritu, “no hay vino malo… sino sólo el mal vino”, y lo dijo aquí en una charla magistral. Cultura es saber hacer bien la masa del dominó y que no se ahorque la de seises, porque trae tinta a lo bruto. El dominó es un juego poco complejo, en el que sólo pierden los pendejos. Cultura es la ilusión de ganarse un pavo o algo de fayuca en aquella ruleta suertuda en la que Chuy Carrejo gritaba “¡Va la rifa!”, y jugaba con nuestra suerte y nuestras esperanzas… Y apenas si me saqué una triste camiseta. Cultura es degustar un sotol de Coyame y combinarlo con carne seca y unas tortillas con asadero y chiles toreados… agarren la onda… y si son de harina ni me las calienten, así me las friego. Cultura de la buena es citarse en La Antigua con unos cuates que no vemos desde hace lustros y gastar una tarde de tragos. O aunque nos veamos todos los días de todos modos la rolamos y echamos la charra, y comemos prójimo o prójima, y siempre que hablan de alguna mujer en aventuras se pregunta: “¿la mujer de quién?”, hasta que a algún chismoso se le contesta: “¡la tuya!” Cultura de la buena es ver un buen partido de futbol, ¡aunque gane el América!; es saborear las ricas botanas, porque esto distingue a La Antigua de otras viejas… cantinas. El buen vino exige la compañía de un buen platillo para que la embriaguez no se salga de cauce, sea placer y no fastidio. Hay quienes beben para perderse, pero yo bebo para encontrarme, por eso es fama que aquí, por la buena química, no se ha muerto nadie, en cambio en la Guay… ¡uf!).

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E L Ú LT I M O T R A G O D E F E L I P E Á N G E L E S

Ahora, si quieren cultura de “la seria”, de ésa que pregonan los exquisi-

tos… cuántas veces no he encontrado aquí, en el fondo de una botella de ave negra, mis más sabrosos aforismos, algunos sonetos, unos relatos cachondos y otras erastiadas así. Si quieren cultura de la muy seria: aquí se han celebrado presentaciones de libros y otros eventos y encuentros de buen culto y hasta las bellas féminas han encontrado aquí sus espacios; pero que no vengan muy seguido, es probete, no es hartete, porque esto seguirá siendo el club de Tobi, y que la Pequeña Lulú se quede en el súper, esperando a que el viejo salga. Puede soñar uno con la musa… tómala, acaríciala, patéala, pásala, como dice el perro Bermúdez, y puede desearla, imaginarla, cachondearla, acá, bajita la manita, llégale, llégale. Pero que no se aparezca la musa en este bar y que codo con codo pida un tequila y se fume un tabaco porque entonces todo el encanto se pierde. Yo sé que esto es machismo puro, pero por qué quitamos ese único valor cultural que todavía nos reconocen en el extranjero… mejor macho que mandilón. Como dijo Toño Becerra cuando presenté aquí un libro: “Has profanado el último recinto que le quedaba al machismo; me hubieras dicho y te hubiera conseguido la Guay o Santa Rita de Casia”. Pero yo a la única santa que venero es a Nuestra Señora de la Luz, o sea la quincena. Bueno, ya me voy, o mejor pido la última, total, sí, la del estribo. ¿Y qué pasó con la botana? ¡Los veo muy lentos! ¡Salud!, que la casa pierde.

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F OT O G R A F Í A D E R AÚ L R A M Í R E Z “ K I G R A”

LA ANTIGUA PAZ

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ganar batallas = L I L I A NA P E D R O Z A

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uando se acercaron los músicos, pidió la de costumbre, El Venadito. El mesero colocó dos vasos más de whisky con agua mineral. Ella y ella apuraron el trago anterior y alzaron los nuevos brindando con la mesa del fondo. Los hombres levantaron la vista esperando un gesto que correspondiera una invitación a acercarse, pero ellas se volvieron para ver a los músicos. “Como no soy tan mansito, no bajo al agua de día, de noche poco a poquito a tus brazos vida mía”. Estaban habituadas al convite, a beber gratis nomás por el gusto de ser vistas, su única retribución a la generosidad masculina. Irrumpir entre los parroquianos y beber como lo hace el resto, es decir, como los hombres. Beber y hablar. Mirar de soslayo la puerta por si un conocido incómodo se atreviera a cruzarla. Nada de partidas de dominó. El dominó es de maricones. “Otra canción, señoritas, la pagan los caballeros de allá”, dijo el del acordeón sacando cuentas a la noche que recién comenzaba. “La feria

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LILIANA PEDROZA

de las flores, pues”, respondió la otra. Diez años atrás, habían sido de las primeras que se atrevieron a entrar a La Antigua Paz. Cuando ya en todas las cantinas se daba paso a las mujeres, La Antigua puso resistencia. No quedaría espacio para ellos, dijeron, para su intimidad, era el último recinto inmaculado, su club de Tobi. Y, además, tampoco sabían preparar Bloody Mary ni Medias de Seda, festejaban la broma. Lo cierto es que tampoco había muchas mujeres interesadas en entrar. Eran pocas las que rondaban El Reforma, El Coliseo, El Princesa. Nada más irrumpir al sitio, los habituales las seguían con la mirada hasta la barra o la mesa, como si fuera un despropósito o una equivocación. “Que se acostumbren los güeyes”, decía una a la otra. “Póngame una Indio, por favor”, al camarero que ya sonreía disimuladamente. “No tenemos baño de mujeres”, se disculpó una vez el dueño de La Taberna de Rey. “No me importa mear en el de los hombres, Charly, pero si sólo tiene urinarios póngame un banquito porque si no la casa pierde”. Y mientras una entraba al baño, la acompañante cerraba el paso porque tampoco tenían puerta. Ya entradas en cortesías pidieron a los músicos Los barandales del puente. Llegaron otros whiskys y retiraron los vasos vacíos. Esta vez ni miraron, no fueran a pensar que la canción traía dedicatoria, al menos no a ninguno de los presentes. “Se estremecen cuando paso, morena mía dame un abrazo”. Jesús Carrejo, hijo de Francisco Carrejo, fundador de la cantina, tuvo que ceder cuando un domingo abrió el local para un evento literario. Rafa Ávila, cliente asiduo y gran bebedor, con sus habilidades para seducir a hombres y mujeres para sus propósitos, lo convenció. No solo entrarían mujeres sino poetas, y eso era mucho decir. La prohibición era solo simbólica, no propiamente del dueño sino de los parroquianos que hacían hincapié en la tradición, en su derecho de tener un cuarto propio, a lo Virginia Woolf, para beber con los amigos. Pero después del primer paso no hubo marcha atrás. “Ahora cánteme La puerta negra”, dijo una de ellas y el acordeón ya daba las primeras notas antes de que terminara de pedir, la guitarra y el contrabajo le seguían. Hubo varios intentos de entrar a La Antigua pero el ambiente se ponía denso. No hacía falta decir nada para saber que no eran bienvenidas. “No importa, nos quedamos”, decían entre ellas, pero después de la primera cerveza ya estaban pidiendo la cuenta para irse. “Esto no puede ser, no puede ser”, repetía ella, la de El Venadito, porque era implacable, y le daba vueltas al asunto pensando en una entrada rotunda, definitiva, al lugar. Después de un tiempo, congregó a varias amigas y compartió el plan. Un viernes cualquiera entró a la cantina un grupo numeroso de mujeres vestidas con pantalón, camisa y bigotes postizos, llevaban de acompañantes a dos travestis. “Júnteme esas mesas y dígale a los músicos que cuando terminen se acerquen con noso-

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G A N A R B ATA L L A S

tros”, le dijo al mesero que veía a unos y a otras como quien ha visto de todo en la vida y de pronto le hacen una broma inocente. Pero los parroquianos, los más férreos y reaccionarios, indignados por haberles cambiado sus esquemas sobre la identidad y el género, pagaron de inmediato y se retiraron del lugar. Al cabo de unos días volvieron. La tradición es la tradición. “Acérquense por lo menos a saludar”, dijo el mesero cuando ya los músicos se retiraban. “¿Cuántos whiskys pagaron?” “Siete de cada una.” Se miraron entre ellas para tomar una decisión. “Bueno, se lo merecen”, dijo una, ellas que tampoco hacían concesión a sus costumbres. Cuando se levantaron, hicieron una graciosa reverencia de agradecimiento a la mesa anfitriona y pasaron de largo. “¿No se sientan con nosotras?”, aventuró a decir uno de ellos levantándose de su asiento para hacerse notar. “Gracias, caballeros, pero nosotras sólo venimos a beber y a que nos canten, de lo uno y lo otro hemos quedado satisfechas.” Cruzaron la puerta como unas reinas, caminando calle abajo por la Ocampo rumbo a casa. Mañana sería otro día.

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F OT O G R A F Í A S D E R AÚ L R A M Í R E Z " K I G R A" Y G E R A R D T O U R N E B I Z E

M E RC AD O DE L HOYO

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voces del amanecer = E R A ST O O L M O S V I L L A

Las sociedades modernas no son autosuficientes, siempre buscarán la forma de intercambiar bienes y servicios para la sobrevivencia. En los tiempos modernos los comerciantes de las centrales de abasto cumplen la función de suministrar e intercambiar alimentos daniel galván de la cruz

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1. Un breve paseo por la historia

a intención de fundar el primer mercado, según don Panchito R. Almada, en “donde los habitantes de la Villa de San Felipe el Real de Chihuahua pudieran comprar los cereales, legumbres, frutas y golosinas”, data de 1726. El 21 de febrero de 1821 se impuso la construcción de un parián en los portales de la Plaza Uranga, actual Plaza Merino. Con el tiempo, a ese y otros lugares aledaños se les llamó Mercado Reforma. De esa ubicación se fue desparramando tal mercado que popularmente se conoce como Mercado del Hoyo, porque lo conformaba una gran depresión hacia el norte, que ocupó decenas de manzanas hasta la actual calle Julián Carrillo.

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ERASTO OLMOS VILLA

2. Una mesa, una silla y un br asero El Hoyo era una gran zona de mercadeo popular a la que se agregaron

los trabajadores ambulantes que ofrecían su mercancía sin tener un local fijo; por eso es muy difícil mirar hacia atrás para fijar su zona de ubicación exacta, pero bien podría haber ido de la Avenida Ocampo a la Avenida Independencia y de la calle Doblado hasta la mencionada Julián Carrillo. Amén de vendedores ambulantes que se establecieron en las inmediaciones, una gran cantidad de fondas que iniciaron con un humilde puestecito compuesto por un brasero o anafre, una mesita y sillas donde se ofrecía café y pan. Por eso a la zona se le conocía como “pan de la madrugada”. De aquí surgieron vendedoras modestas que lograron con mucha persistencia y constancia hacer fortuna y, posteriormente, fundar negocios, hasta tener un capital para “casar bien a sus hijas” con gente de mayor posición económica y cultura. Así se fundaron importantes familias chihuahuenses. De ahí viene la familia de Tencha Barrio. Desde las cuatro de la mañana empezaba el hormiguero, el movimiento y ruidazo de los diableros y puesteros que ofrecían su merca a todo el respetable. 3. Desde el Puerto de San Pedro

Del Puerto de San Pedro llegaba mucha gente del norte de la ciudad al Mercado del Hoyo. Pero, ¿por qué llamar así a la zona aledaña al actual Gimnasio San Pedro? Me pregunto y les pregunto. Porque cuando no había presas y llovía más que ahora, el río Chuvíscar llegó a tener, tiempo ha, grandes avenidas, auténticas crecientes, tanto que había necesidad de cruzar sobre una rampa móvil a las personas, mercancías y mulas de carga. Era una barcaza que atravesaba hasta el otro lado del gran río, llegando a lo que fue llamado precisamente Puerto de San Pedro. 4. El convoy de las verdur as Hay un tratado sobre el tema donde se dice que la mayoría de las mer-

cancías para el Hoyo eran traídas en camiones desde el sur del estado o desde La Laguna. Pero falta registrar un detalle que se describe como el convoy de los chinos o convoy de las legumbres.

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VOCES DEL AMANECER

En las márgenes del río Chuvíscar y del Sacramento, en su junta de ríos

y más abajo, campesinos de origen chino1 cultivaban la tierra en esta parte rural, en la región conocida como Palestina. Pero más allá aún, también por la zona del actual Siroco, hasta la misma Villa de Aldama, por ahí llegaban en un convoy que podía verse en la entrada de la ciudad, por la actual Avenida Juárez. Eran unos doce o quince carromatos jalados por mulas con tres lámparas, dos adelante y una atrás, que traían frutas y legumbres de esta zona baja de la junta de los ríos y otros sitios. Era todo un espectáculo para los chihuahuenses… ¡pero a las seis de la mañana! Salir de casa, poner una silla afuera y ver aquellas luces fantasmales de los carros de mula, de los de dos ruedas, aluzando la oscuridad mientras anunciaban la llegada diaria de mercancías que se dirigían al famoso y popular Mercado Juárez, al Mercado del Hoyo y otros negocios más.

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1 Los chinos llegaron a Chihuahua con la tendida de la vía del ferrocarril central, pero se quedaron y ya son parte de la historia del solar. Recordamos que dos chinos jóvenes, recién casados, fundaron Ciudad Cuauhtémoc.

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F OT O G R A F Í A D E L I B E RTA D V I L L A R R E A L

44.

MU SE O DE ARTE C ONTE MP ORÁNE O CAS A RE D ONDA

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la desaparición del tren = H UM B E RT O PAYÁ N - F I E R R O

C

uando hacía mucho frío, la calle se vaciaba a medida que se oscurecía. Y aunque era un barrio poblado por muchos niños más chicos que nosotros, esa tarde casi no había nadie jugando. Yo me sentía molesto porque ya quedábamos muy pocos y Polo no quería dejar que nos fuéramos. “No se metan, hay que jugar a otra cosa”, les gritaba a quienes se alejaban sin hacerle caso. Uno siente cuando lo atrayente del juego se ha terminado. De pronto, vi a la mamá de Polo que se acercaba a nosotros y comprendí el juego oculto de mi amigo. Saludé a la señora e intenté alejarme con discreta prisa, pero Polo, jugando, me rodeó del cuello con su brazo. “Ya nada más quedamos tú y yo. ¿Vas a ir conmigo? ¡Vamos!”, me insistía, pero yo no le contestaba; fingía que su brazo me apretaba tanto que no podía responderle. “¡Vamos!”

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L A D E S A PA R I C I Ó N D E L T R E N

A Polo no le gustaba ir a llevarle el “lonche” a su padre. Y menos solo.

Entre sus hermanos y él se turnaban los días de la semana. A todos, unas semanas les tocaba ir dos veces. Polo era muy odioso esos días. Cuando me soltó, tampoco le contesté. Hice un gesto y nos encaminamos a la estación del ferrocarril. La colonia colindaba con la hilera de casas de madera donde vivían ferrocarrileros o parientes de ellos. Esas casas nos llamaban mucho la atención por su tipo de construcción tan diferente a nuestras viejas casas de adobe. En esa larga hilera, había, en determinadas partes, callejones para dar acceso a las vías del ferrocarril. Al llegar al final de las calles pavimentadas de la colonia -para atravesar por uno de los callejones-, Polo me enseñó otro juego oculto más. Su padre ya no estaba en la estación, ahora iríamos a la Casa Redonda. La había oído nombrar muchas veces. No tenía ni la menor idea de lo que era pero tampoco me atrevía a preguntarles a mis compañeros, en su mayoría hijos de ferrocarrileros, por algo tan obvio. “Vamos y venimos pronto. Le caminamos más rápido”, me dijo. Él sabía que ya no me devolvería pues ya estábamos atravesando uno de los callejones, o sea, “más allá que para acá”. En esa ruta desconocida y más lejana que cualquier otra, lo primero que atrajo mi atención fueron las columnas de vapor que brotaban de la tierra. Las columnas se espaciaban mucho unas de otras. Me acerqué a la más próxima: tan solo se trataba de fugas desatendidas. Se adivinaba que por debajo de la tierra se extendía una gruesa manguera negra. Levanté la vista y me apresuré para alcanzar a Polo. Ocasionalmente, miraba hacia atrás: las columnas de vapor me recordaban las películas donde aparecían lugares desconocidos. Después caminamos a lo largo de una barda demasiado alta y, lo peor, sin fin. Junto a ella, se sentía menos el frío. La oscuridad me daba la sensación de que me estaba alejando muchísimo de casa. No sabía si me engañaba mi miedo o si realmente ya era muy tarde. De pronto, Polo dobló. Era el espacio donde yo suponía que debía de haber un portón enorme. Al llegar yo ahí, la tranquila silueta de un hombre sentado a cierta distancia se hizo presente con un grito sereno. Y Polo, sin voltear hacia él, siguió caminando con paso veloz. Le gritó el nombre de su padre. La silueta preguntó por mí y yo casi me detuve; creí, aterrorizado, que no me iban a dejar pasar. “Viene conmigo”, contestó Polo sin inmutarse. Aceleré mi paso y traté de emparejarme. En medio de mi única certeza, la noche, apareció la caldera. Me quedé inmóvil, sin poder acercarme. Y vi a Polo y a su padre; y atrás de ellos, esa inmensa mole llena de puro fuego vivo. Sentía que no me podía ocultar en las pesadas sombras de la noche.

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H U M B E R T O P AYÁ N - F I E R R O

El padre recibió a Polo y volvió a sentarse en una lata metálica. Polo aga-

rró otra y se sentó. No entendía lo que decían porque el fuego era tan intenso que bastaba con sólo mirarlo para atraerme hacia sus densas profundidades. Luego, veía cómo el papá revisaba la cena que le había llevado Polo. El señor apartó lo que se iba a comer, el resto se lo regresó a Polo en el envoltorio. Más tarde, destapó un frasco lleno de café y después de darle un trago me hizo señas para que tomara asiento en otra lata. “¿Cómo está tu mamá?”, le preguntó a Polo. En todo el entorno faltaba mucha luz. Y por ningún lado veía la Casa Redonda que me imaginaba. “Va estar bueno el friyito esta noche.” Polo parecía muy distante. Creo que solo quería regresarse. “Aquí es la Casa Redonda, muchacho”, me dijo. “Aquí se reparan las locomotoras.” Lo miré y luego dirigí mi vista hacia el indomable fuego. Ya no quería saber nada de la Casa Redonda. Sólo quería irme a casa. “Esta es la caldera. Debe mantenerse siempre prendida, de día y de noche. Y uno viene aquí para agarrar calorcito y luego a seguirle. Aquí son muy frías las noches.” Por un momento, traté de encontrar lo redondo del lugar, pero mi miedo -debido a la tardanza-, hacía que perdiera muy rápido el interés. El papá de Polo alargaba las pausas y luego, como si se hablara a sí mismo, retomaba lo del frío. “Esa máquina que está allá, ¿la ven?, tiene que estar lista para mañana. Ahorita vamos a limpiarla porque está muy sucia, toda llena de aceite. No la han de haber dejado bien los otros compadres. Se me hace que nos va a dar lata toda la noche. Y con este frío. Así que yo creo que mejor se van a la casa.” Durante el regreso, ahora Polo se quedaba atrás. El miedo me hacía caminar muy rápido. Cuando llegamos a las casas de madera bajé el paso para que Polo me alcanzara. Estaba muy oscuro pero me daban más miedo los perros. Ladraban mucho. —Te dio miedo la caldera, ¿verdad? —me preguntó Polo en cuanto me alcanzó. Creí que no se había dado cuenta. —Oye, entonces, ¿los ferrocarrileros trabajan todo el día y toda la noche? —le pregunté para que dejara de molestarme. —Hay tres turnos. Pero mi papá dice que son muy flojos. Ahorita estaba solo. Cada rato lo dejan solo los ayudantes. Dice que falla mucho la gente en este tiempo porque en la Casa Redonda no se aguanta el frío. —¿Y, tú, vas a ser maquinista? —le pregunté. Nosotros creíamos que el mejor trabajo del ferrocarril era conducir una locomotora. —A mí no me gustan los trenes. Pero cuando esté grande ya ni van a existir.

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L A D E S A PA R I C I Ó N D E L T R E N

No le entendí. Jamás me hubiera imaginado que algo tan grande pudiera

desaparecer. En el ferrocarril hasta los tornillos eran gigantes. —Dice mi papá que ellos mismos se están acabando la empresa. Que hay muchos robos de aceites, de fierros, de herramienta. Ya en cama, esa noche, como muchas otras, oí el silbato del tren. Me gustaba mucho. Las palabras finales de Polo se repitieron después del silbato. Pero yo seguía sin creer que un día pudieran desaparecer las locomotoras y sus silbatos. Además, faltaba mucho para que fuéramos grandes.

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