• Libro III [VIII]
Últimamente después de la misa, me preguntaron si el misal me había hablado y que me había dicho. Por la mañana al amanecer, les enseño el catecismo en el lugar donde Planté la Cruz. Tocan el tambor que está hecho de piel de tigre, pues no tienen ni campana ni metal alguno, ni siquiera hierro. Todos acuden, excepto los niños, que jamás han visto a un blanco y huyen. En los alrededores del lugar donde me encuentro, a una distancia de tres o cuatro días de camino, los salvajes son muy numerosos. Se revelan día a día para venir a verme. Iría de buen grado a visitarlos, pero tendría que atravesar el río y nadar como ellos, y no me siento con fuerza por el momento; estoy agotado por no haber comido durante todo el tiempo sino un poco de pescado y de casabe. También por esta parte del río, los salvajes son muy numerosos. Invito a Vuestra Reverencia a sentarse a mi mesa, os serviré casabe y quizás un poco de pescado y nada más. Pero Dios nos consolará, como hace poco, cuando rezaba mi breviario: leía las lecciones de San Pablo, primer eremita, a quien Dios envió pan por medio de un cuervo. Y cuando me decía a mí mismo, que yo tampoco tenía pan ni nada para comer esa noche, se presentó un indio, vestido de pies a cabeza, mientras que los demás están siempre desnudos y me trajo un gran pescado cocido, tan sabroso, que jamás comí uno igual en Europa. Me alistaba para recompensarlos cuando me contestó que no necesitaba nada, cosa extraña ya que los indios están siempre listos a pedirlo todo. Se fue y nunca lo volví a ver”, Estas son las palabras de la carta del Padre, fielmente traducidas del latín. Ved cómo Dios asiste a los Padres. Quiera Él asistirme también a mí; os pido le roguéis con tal fin. Cuando os encontréis cenando, en la noche antes de acostaros, pensad, os lo ruego, en vuestro hermano Ignacio y en las privaciones que padece. Pero el celo de las almas que me ha animado desde mi juventud, vale bien eso, al igual que la sangre de Jesucristo, por quien espero firmemente poder derramar la mía entre los salvajes. ¡Adiós, se trata de Dios y de la eternidad! Estoy pronto a morir a cada instante. Adiós, sin duda por última vez, queridos hermanos y hermanas; perdonadme lo que haya podido ofenderos. Me arrepiento en lo más profundo de mi corazón; de rodillas lo escribo y, llorando, os pido perdón a todos. ¡Adiós! Releed de vez en cuando esta carta,
173.