Malditos 05

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Los Reyes Malditos V – La loba de Francia

Maurice Druon

Adan Orletón, acompañado de su arcediano Tomas Chandos y del gran chambelán Guillermo Blount, fue en seguida a Monmouth a reclamar los sellos del reino, que Baldock llevaba todavía consigo. Cuando Orletón le hizo la petición, Eduardo arrancó de la cintura de Baldock el saquito de cuero que contenía los sellos, arrolló a su muñeca los lazos del saquito, como si quisiera hacer un arma con ellos, y exclamó: -¡Messire traidor, mal obispo, si queréis mi sello tendréis que arrebatármelo por la fuerza y así demostraréis que un eclesiástico ha puesto la mano sobre su rey! Decididamente, el destino había señalado a Orletón para las más insólitas funciones. No es corriente quitar de las manos de un rey los atributos de su poder. Ante aquel atleta furioso, Orletón, de hombros caídos, manos débiles, y cuya única arma era la caña de su frágil báculo de marfil, respondió: -La entrega ha de hacerse por vuestra voluntad y en presencia de testigos. Sire Eduardo, ¿vais a obligar a vuestro hijo, que es ahora mantenedor del reino, a encargarse su propio sello de rey antes de lo que pensaba? De todos modos, por apremio, puedo detener a Lord Despenser y al Lord canciller, a los que tengo orden de conducir ante la reina. Ante estas palabras, Eduardo dejó de preocuparse por el sello y no pensó más que en su bienamado favorito. Desató de su muñeca el saquito de cuero, lo tiró al chambelán Guillermo Blount como si de repente se hubiera convertido en un objeto despreciable, y abriendo los brazos a Hugh, exclamó: -¡Ah, no! ¡No me lo arrancaréis! Hugh el Joven, flaco, tembloroso, se había lanzado al pecho del rey. Le castañeteaban los dientes, parecía que iba a desmayarse, y gemía: -¡Ya lo veis, es tu esposa la que quiere esto! ¡Es ella, es a loba de Francia, la causante de todo! ¡Ah, Eduardo, Eduardo! ¿Porqué te casaste con ella? Enrique Cuello-Torcido, Orleton, el arcediano Chandos y Guillermo Blount miraban a aquellos dos hombres abrazados y, por incomprensible que les fuera el espectáculo de aquella pasión, no podían dejar de reconocer en ella cierta espantosa grandeza. Por último, Cuello-Torcido se acercó, aferró a Despenser por el brazo, y le dijo: -Vamos, es preciso separaros. Y se lo llevó. -¡Adíós, Hugh, adiós! -gritó Eduardo-. ¡Ya no te veré más, mi querida vida, mi hermosa alma! ¡Me han quitado todo! Las lágrimas resbalaban por su rubia barba. Hugh Despenser fue confiado a los caballeros de la escolta que comenzaron por ponerle una caperuza de campesino, de tosco paño, sobre la que pintaron, para escarnio, las armas y blasones de los condados que se había hecho dar por el rey. Luego le pusieron, con las manos atadas a la espalda, en el caballo más pequeño y enclenque que encontraron; un caballejo enano, delgado y arisco, de los que hay en el campo. Hugh, que tenía las piernas muy largas, se veía obligado a encogerlas o dejar arrastrar los pies por el barro. Así lo llevaron de ciudad en ciudad, a través de todo Monmouthshire y Herefordshire, exhibiéndolo en las plazas, para que el pueblo se divirtiera hasta la saciedad. Las trompetas sonaban delante del prisionero y un heraldo gritaba: -Ved, buena gente, ved al conde de Gloucester, Lord chambelán; ved al mal hombre que tanto mal ha hecho al reino. El canciller Roberto de Baldock fue llevado más discretamente al obispado de Londres, para ser encarcelado, ya que por ser arcediano, no podía ser condenado a muerte. Todo el odio se concentró, pues, en Hugh Despenser. Su juicio se celebró rápidamente en Hereford, y su condena ni fue discutida ni sorprendió a nadie. Pero como se le consideraba

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