Malditos 05

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Los Reyes Malditos V – La loba de Francia

Maurice Druon

inmensa alegría desapareció de golpe. Tuvo la impresión de haber vivido ya este instante, de revivirlo ahora, y se sintió turbado, ya que pocos sentimientos son tan inquietantes como éste, que a veces nos asalta, de reconocer un camino por el que nunca hemos pasado. Se acordó de la ruta de París, el día en que fue a recibir a la reina Isabel y de Roberto de Artois caminando al lado de la reina, como lo hacía ahora Juan de Hainaut. Y oyó decir a la reina: -Mesfire Juan, os debo todo; en primer lugar, estar aquí. Mortimer puso mala cara y se mostró sombrío, brusco, distante, durante el resto del recorrido, incluso cuando llegaron a la abadía de Walton y se instalaron, unos en la vivienda abacial otros en la hostería, y la mayoría de los guerreros en los horreos. A tal punto, que la reina Isabel cuando, por la noche, se retiró a solas con su amante, le preguntó: -¿Qué os pasaba, gentil Mortimer, durante el final de la jornada? -Me pasa, señora, que creía haber servido bien a mi reina y amiga. -¿Y quién os ha dicho, hermoso sire, que no lo habéis hecho? -Creía, señora, que era a mí a quien debíais este regreso a vuestro reino. -¿Quién ha pretendido que no os lo deba? -Vos misma, señora, lo declarásteis delante de mí a messire de Hainaut, dándole las gracias por todo. -¡Oh, Mortimer, mi dulce amigo, cómo sospecháis de cualquier palabra! -exclamó la reina-. ¿Qué mal hay en dar las gracias a quien se lo merece? -Yo sospecho de lo que existe -replicó Mortimer-. Sospecho de las palabras, como sospecho también de ciertas miradas que esperaba, lealmente, que sólo debíais dirigirme a mi. Sois coqueta, señora, cosa que no esperaba. ¡Vos coqueteáis! La reina estaba cansada, los tres días de mala mar, la inquietud de un desembarco muy aventurado y el recorrido de cuatro leguas la habían puesto a dura prueba. ¿Había muchas mujeres que hubieran soportado otro tanto sin quejarse ni causar ninguna preocupación? Esperaba un cumplido por su valentía, en lugar de reproches de celos. -¿Qué coquetería, amigo? -dijo con impaciencia-. La casta amistad que me dedica messire de Hainaut puede dar risa; pero proviene de un buen corazón, y no olvidéis, además, que nos ha conseguido las tropas que tenemos aquí. Resignaos, pues, a que sin alentarlo le corresponda un poco; basta que contéis nuestros ingleses y sus Hennuyers. A este hombre, que os irrita tanto, le sonrío también por vos. -A la mala conducta siempre se le encuentran buenas razones. Messire de Hainaut os sirve por gran amor, ya lo veo; pero no tanto como Para rehusar el oro que le pago por eso. No necesitabais pues, ofrecerle, encima, tan tiernas sonrisas. Me habéis humillado al veros caer de la altura de pureza en que yo os había colocado. -No os hirió que cayera de esa altura de pureza, amigo Mortimer, el día que caí en vuestros brazos. Era la primera riña. ¿No era absurdo que se hubiera producido precisamente el día que tanto habían esperado, y por el que, durante tantos meses, habían unido sus esfuerzos? -Amigo -añadió más suavemente la reina-, esta gran ira que se ha apoderado de vos, ¿no será debida a que ahora estoy a menos distancia de mi esposo y que el amor nos será más difícil? Mortimer bajó la frente, marcada por sus rudas cejas. -Creo, en efecto, señora, que ahora que estáis en vuestro reino, tendremos que acostarnos separados. -Justamente eso era lo que os iba a suplicar, dulce amigo -respondió Isabel. Cruzó la puerta de la habitación, y no vio llorar a su querida. ¿Dónde estaban las felices noches de Francia?

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