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hueders ~ Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 2 - Número 10 | Noviembre de 2010

Adelantos de libros + reseñas, entrevistas, etc. Alain Badiou Antón Chéjov Gillo Dorfles Joan Fontcuberta Etgar Keret David Le Breton

Giacomo Leopardi R ichard Price Wallace Stegner Tennessee Williams Kurt Vonnegut Yevgueni Zamiatin

Libros y lecturas

Libros | Sebastián Preece

Mire al pajarito kurt vonnegut este cuento da título al conjunto de relatos inédito de uno de los autores más originales de la narrativa norteamericana. vonnegut

(1922-2007), ícono de la contracultura, los escribió tras la segunda guerra, cuando fue capturado por los nazis y padeció el bombardeo a dresde, antes de su obra maestra, Matadero Cinco. son divertidos e implacables, “perfectos para entrar en su sórdido y a la vez diáfano mundo”, como ha dicho david eggers. la edición de sexto piso incluye sus dibujos y una demencial carta a su editor. Una noche estaba sentado en un bar, hablando en voz más bien alta sobre una persona a la que odiaba, cuando el que estaba a mi lado, un hombre con barba, me dijo amistosamente: «¿Por qué no lo hace matar?» —Lo he pensado —respondí—. No crea que no lo he pensado. —Permítame que le ayude a pensar con claridad — dijo él. Su voz era profunda; su barba, larga. Llevaba un traje de angora y un corbatín negros. Su boca pequeña y

roja resultaba obscena—. Usted contempla la situación a través de una niebla de odio. Lo que necesita son los servicios sensatos y sosegados de un asesor de homicidios que planifique el trabajo en su lugar y le ahorre un viaje innecesario a la parrilla. —¿Dónde encuentro a uno? —pregunté. —Ya ha encontrado a uno —contestó. —Está loco —dije. —En efecto. Llevo toda la vida entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas, lo cual hace que mis servi-

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cios sean tanto más interesantes. Si se diera el caso de que tuviera que declarar en su contra, su abogado podría determinar fácilmente que soy un chalado famoso y, además, un delincuente convicto. —¿Qué delito ha cometido? —me interesé. —Uno sin importancia… ejercer la medicina sin permiso. —Eso no es asesinato —dije. —No, pero tampoco significa que no haya asesinado a nadie. De hecho, he asesinado a casi todas las personas que tuvieron algo que ver con que me condenaran por ejercer la medicina sin permiso. —Miró el techo e hizo cuentas mentalmente—. Veintidós, veintitrés personas… tal vez más. Las he matado a lo largo de los años, y no he dejado de leer el periódico ni un solo día. —¿Quiere decir que se bloquea cuando mata y que, al despertar a la mañana siguiente, lee que ha vuelto a asesinar? —pregunté. —No, no, no, no, no —contestó—. No, no, no, no, no. A muchas de esas personas las maté mientras estaba cómodamente encerrado en prisión. Verá —dijo—, yo uso la técnica del gato que salta el muro, una técnica que le recomiendo. —¿Es una técnica nueva? —Me gustaría pensar que sí —contestó. El hombre sacudió la cabeza—. Pero es tan obvia que me parece increíble que yo sea el primero al que se le ha ocurrido. A fin de cuentas, el asesinato es un negocio muy, muy antiguo. —¿Utiliza un gato? —dije. —Sólo metafóricamente. Verá, hay una duda legal muy interesante que se plantea cuando un hombre, por la razón que sea, lanza a un gato por encima de un muro. Si el gato cae encima de alguien y le saca los ojos, ¿el que lo ha lanzado es responsable? —Por supuesto —respondí. —Muy bien —dijo—. Veamos ahora… si el gato no cae encima de nadie y diez minutos después ataca a una persona, ¿el que lo ha lanzado es responsable? —No. —Pues en eso consiste el arte culto de la técnica del gato que salta el muro, para asesinar sin complicaciones. —¿Con bombas de relojería? —No, no, no —dijo, compadeciéndose de mi escasa imaginación. —¿Venenos de acción retardada? ¿gérmenes? —pregunté. —No. Y sé cuál será su siguiente y última idea: asesinos a sueldo de otra ciudad. —Se echó hacia atrás, satisfecho de sí mismo—. Tal vez sea verdad que lo he inventado yo. —Me rindo —dije. —Antes de que se lo diga, tendrá que permitir que mi esposa le haga una fotografía. —El hombre señaló a su esposa. Era una mujer escuálida, de labios finos, cabello mal teñido y dientes picados. Estaba sentada en un taburete, delante de una cerveza intacta. Evidentemente, también estaba loca; nos miraba con la belleza infantil y desgarradora de la esquizofrenia. Vi que, en el asiento de al lado, tenía una Rollieflex con flash. A una señal de su marido, se acercó y se preparó para hacerme la fotografía. —Mire al pajarito —dijo. —No quiero que me hagan fotografías —dije yo. —Sonría —ordenó, y disparó el flash. Cuando mis ojos se volvieron a acostumbrar a la oscuridad del bar, vi que la mujer se escabullía por la puerta.

—¿Qué demonios es esto? —me levanté. —Tranquilícese. Siéntese —dijo—. Ya le han hecho la fotografía. Eso es todo. —¿Qué va a hacer con ella? —pregunté. —Revelarla —contestó. —¿Y después? —La pegará en nuestro álbum de fotografías —explicó—. En nuestro tesoro familiar de grandes recuerdos. —¿Es algún tipo de extorsión? —¿Es que lo ha fotografiado mientras hacía algo que no debería? —Quiero esa fotografía —dije. —No será supersticioso, ¿verdad? —preguntó. —Algunas personas creen que, si les sacan una fotografía, la cámara les roba parte de su alma. —Quiero saber lo que está pasando aquí. —Siéntese y se lo diré. —Pero explíquese bien. Y deprisa —dije. —Me explicaré bien y deprisa, amigo mío —afirmó—. Me llamo Felix Koradubian. ¿Le suena mi nombre? —No. —Ejercí la psiquiatría en esta ciudad durante siete años. La terapia de grupo era mi técnica. La practicaba en un salón de baile redondo y cubierto de espejos, en un edificio de estuco situado entre un concesionario de coches usados y una funeraria de negros. —Ya me acuerdo. —Me alegro por usted —dijo—. Me disgustaría que le hubiera parecido por un mentiroso. —Lo detuvieron por practicar el curanderismo… —Muy cierto. —Ni siquiera había terminado la secundaria —comenté. —No olvide que el propio Freud fue autodidacta en su campo. Y Freud dijo que poseer una intuición brillante es tan importante como cualquiera de las cosas que se enseñan en la facultad de medicina. —Soltó una carcajada seca. Desde luego, su boquita roja no mostró ninguna alegría asociable a la carcajada—. Cuando me arrestaron, un periodista joven que sí había terminado la secundaria y que, aunque parezca mentira, hasta quizás había terminado la carrera, me pidió que le definiera la paranoia. ¿Se lo imagina? Yo llevaba siete años tratando a los locos y a los medio locos de esta ciudad, y ese joven mequetrefe, que quizás estaba en el primer año de psicología de la universidad de Paletolandia, pensó que me podía desconcertar con una pregunta como ésa. —¿Y qué es la paranoia? —pregunté. —Espero sinceramente que la suya sea una pregunta respetuosa formulada por un hombre ignorante que busca la verdad. —Lo es —afirmé. Pero no lo era. —Bien. El respeto que siente por mí debería estar creciendo a pasos agigantados. —Lo está —afirmé. Pero no lo estaba. —Un paranoico, amigo mío, es una persona que se ha vuelto loca de la forma más inteligente y mejor informada, que ve el mundo tal como es. El paranoico cree que se han tramado grandes conspiraciones secretas para acabar con él. —¿Es lo que cree de sí mismo? —Amigo, ¡conmigo ya han acabado! Por Dios, si estaba ganando se-

H | Hueders, libros y lecturas editora: Marcela Fuentealba ~ arte y diseño: Inés Picchetti ~ consejo editorial: Rafael López, Dorotea López, Emiliano Monge, Eduardo Rabasa ~ ventas: Ximena Ormazábal. H | Hueders es una publicación editada en conjunto con SP Revista de Libros, Editorial Sexto Piso, México. Dirección: Rosal 349 depto. B, Santiago, Chile. hueders@gmail.com ~ hueders.wordpress.com ~ Impreso en Gráfica Andes. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la autorización expresa de Hueders. Agradecemos a Guillermo Weschler. 2 | H hueders


senta mil dólares al año… seis pacientes por hora, a cinco dólares por cabeza y dos mil horas al año. Yo era un hombre rico, orgulloso y feliz. Y esa mujer destrozada que acaba de hacerle una fotografía era bella, inteligente y serena. —Qué lástima —dije. —Sí, amigo mío, qué lástima. Y no sólo por nosotros. Ésta es una ciudad muy, muy enferma, con miles y miles de personas mentalmente trastornadas por las que no se hace nada en absoluto; personas pobres, personas solitarias, que en la mayoría de los casos temen a los médicos… ésas son las personas a las que yo ayudaba. Nadie las ayuda ahora. —Se encogió de hombros—. En fin, cuando me pillaron pescando de forma ilegal en las aguas de la miseria humana, devolví toda mi pesca al arroyo enlodado. —¿No le dio sus archivos a nadie? —Los quemé. Lo único que salvé fue una lista de paranoicos verdaderamente peligrosos que sólo conocía yo… gente violentamente desquiciada que se esconde en el paisaje de la ciudad, por así decirlo. Una lavandera, un técnico de teléfonos, otro de ascensores, la aprendiza de una florista, etcétera, etcétera. —Koradubian me guiñó un ojo—. En mi lista mágica había ciento veintitrés nombres… todos, de personas que oían voces; todos, de personas que estaban convencidas de que algún desconocido pretendía asesinarlos; todos, de gente que, si se asusta demasiado, mataría. Se echó hacia atrás y sonrió. ››

Mire al pajarito, Kurt Vonnegut. Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez. Gentileza de Sexto Piso.

artista invitado >Sebastián Preece (1972) Las fotografías corresponden a la muestra Libros, que se expuso en la galería Departamento 21 y una parte en la librería Metales Pesados, y forman parte de Los Ángeles y De­monios; modelo de un retrato de familia, proyecto más amplio del artista, conocido por su intervención y desarme de espacios arquitectónicos. Dice Preece en el catálogo de la muestra: “Los libros fueron encontrados en excavaciones realizadas el 2004 entre las ruinas de una ca­sona de adobe ubicada en la periferia campestre de Los Ángeles, VIII región de Chile. Estaban en un avanzado estado de descomposición, húmedos, impregnados de barro y con gusanos habitando entre sus pági­ nas. Después de ser recuperados, catalogados y fotografiados, durante los dos años siguientes los mantuve húmedos bajo un riego regular con agua y expuestos a la luz del día, produ­ciéndose con el tiempo la floración de vegetación silvestre y la germinación de semillas, que venían impregnadas en los restos de adobe, tierra y en el papel”. Los libros eran de medicina, historia, poesía; en francés, inglés, alemán y castellano; había también actas de la Cámara de Diputados de Chile entre 1960 y 1970. “Estos restos de libros, de información, de historia, se han estado transformando en tierra, en tierra de páginas”. Más información en www.departamento21.cl Agradecemos la gentileza del artista. Indice | 5 › ensayo El deseo de filosofía Alain Badiou | 7 › diez libros Alvaro Matus | 9 › poesía Mi buda Matías Rivas | 10 › teatro Maquinaria Andrés Kalawski | 11 › ensayo La sensorialidad del mundo David Le Breton | 12 › entrevista Etgar Keret por Diego Rabasa | 14 › ensayo Blow Up Joan Fontcuberta | 16 › narrativa La inundación Yevgueni Zamiatin | 17 › narrativa Angulo de reposo Wallace Stegner | 18 › clásico Sobre el Arte Poética Juan Cristóbal Romero | 19 › clásico De la naturaleza y la razón Leopardi | 20 › ensayo Civilización de Factoids Gillo Dorfles | 22 › narrativa Rubio y Morena Tennessee Williams | 24 › ensayo Una belleza inaceptable Samuel Monder | 25 › nota de editor El vacío desde Sexto Piso Eduardo Rabasa | 26 › reseña Miramiento, hablamiento y observancia Carlos Labbé | 29 › narrativa La vida fácil Richard Price | 31 › reseña I’am a looser baby Andrea Kottow | 33 › opinión Premios literarios Antonio Ostornol | 34 › poesía Guía para perderse en la ciudad Víctor López | 35 › reseña Esas mínimas insinuaciones Diego Zúñiga | 36 › ilustrados La dama del perrito Antón Chéjov | 38 › catálogo hueders H | 3


—Veo que empieza a comprender —continuó—. Cuando me arrestaron y me dejaron libre bajo fianza, me compré una cámara… la misma cámara que le ha hecho esa fotografía. Mi esposa y yo sacamos instantáneas sin permiso del fiscal del distrito, el presidente de la asociación Médica del condado y un columnista que exigió mi condena. Más tarde, mi esposa fotografió al juez, a los miembros del jurado, al abogado de la acusación y a todos los que declararon en mi contra. Llamé a mis paranoicos y me disculpé ante ellos. Les dije que había cometido un error muy grave al asegurarles que no eran víctimas de ninguna confabulación. Les dije que había descubierto una confabulación gigantesca y que tenía fotografías de todos los implicados. Les dije que debían estudiar las fotografías y permanecer armados y en guardia constantemente. Y les prometí que les enviaría más fotografías de vez en cuando. Me quedé horrorizado. Tuve la visión de una ciudad abarrotada de lunáticos de aspecto inocente que matarían a alguien de repente y saldrían corriendo. —Esa… esa fotografía que me han hecho… —dije, espantado. —La mantendremos a buen recaudo —afirmó Koradubian—. Siempre que mantenga en secreto esta conversación y siempre que me entregue el dinero. —¿Cuánto dinero? —pregunté. —Me quedaré con lo que lleve encima —contestó. Yo tenía veinte dólares. Se los di. —¿Ahora me devolverá la fotografía? —No. Lo siento, pero me temo que esto seguirá indefinidamente. Compréndalo, de algo hay que vivir. —Suspiró y se guardó el dinero en la cartera. «Qué vergüenza de época, qué vergüenza —murmuró—. Y pensar que yo fui un profesional respetado… »

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El deseo de filosofía y el mundo contemporáneo alain badiou

(1937) se ha empeñado en actualizar la filosofía como un espacio de saber propio. en La filosofía, otra vez (errata naturae), recopilación de sus conferencias recientes, propone revisar las nociones de verdad, sujeto y acontecimiento. presentamos aquí un fragmento de la lección inaugural, el francés alain badiou

ensayo

en la que explica el estado actual de la filosofía con una claridad total para luego acceder a su propio pensamiento. “mi trabajo depende de un nuevo concepto matemático de infinito”, ha dicho, “pero también de las nuevas formas de política revolucionaria; de los grandes poemas de mallarmé, rimbaud, pessoa o mandelstam y de la prosa de wallace stevens o de samuel beckett; de las nuevas formas del amor emergidas en el contexto del psicoanálisis y de todas las cuestiones relativas a la sexuación y el género”.

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e gustaría empezar esta charla filosófica bajo el estandarte de la poesía, recordando así esa ligazón que ha existido desde los griegos entre poesía y filosofía. Rimbaud usa una expresión muy extraña: les révoltes logiques, “revueltas lógicas”. La filosofía es algo parecido. La filosofía establece el pensamiento contra la injusticia, contra el estado defectuoso del mundo y de la vida. Pero lo establece en un movimiento que conserva y defiende el argumento y la razón y que, en última instancia, propone una nueva lógica. Mallarmé nos regala este aforismo: “Un pensamiento engendra una tirada de dados”. Me parece que esta enigmática fórmula también designa a la filosofía, puesto que ésta propone pensar lo universal, lo que de hecho es verdadero para todo pensar, pero ella lo hace dentro de un compromiso que es siempre de alguna manera un azar, un compromiso en el cual el azar siempre desempeña un rol determinante. el deseo tetradimensional de la filosofía

En primer lugar y de modo fundamental, el deseo de filosofía implica una dimensión de revuelta, por ende no hay filosofía sin un cierto descontento del pensamiento en tanto que éste se enfrenta con el mundo tal y como es. También implica la lógica, es decir, la creencia en el poder del argumento y la razón. Implica universalidad: la filosofía se dirige a todos los hombres en tanto que seres pensantes y presupone que todos los hombres piensan. Finalmente, comprende un riesgo: pensar es siempre una decisión sometida a las circunstancias o al azar. Podemos decir entonces que el deseo de filosofía tiene cuatro dimensiones: la dimensión de la revuelta, la lógica, la universalidad y el riesgo. Pienso que el mundo contemporáneo, nuestro mundo, ejerce una intensa presión sobre estas cuatro dimensiones propias del deseo de filosofía. En lo que concierne a la dimensión de la revuelta, este mundo, nuestro mundo, el mundo “occidental” –con tantas comillas como se deseen–, no se ocupa del pensamiento como revuelta y esto por dos motivos. Primero, porque este mundo se decreta a sí mismo como ya libre. Se presenta a sí mismo como “el mundo libre”, e

incluso éste es el nombre que se da: una “isla” de libertad dentro de un planeta que, de otro modo, estaría reducido a la esclavitud o devastado. Pero al mismo tiempo, como ustedes saben, este mundo, nuestro mundo, estandariza y comercializa las marcas de esta libertad. Las proyecta dentro de la uniformidad monetaria, con tanto éxito que nuestro mundo no tiene que ordenar la revuelta para ser libre pues ya nos garantiza esta libertad. Ni el uso de esta libertad, pues este uso está en realidad codificado, orientado o canalizado por el infinito resplandor de las mercancías. Por esta razón, el mundo ejerce una intensa presión contra la idea misma de que el pensamiento puede ser insubordinación o revuelta. En lo que respecta a la dimensión de la lógica, nuestro mundo ejerce una fuerte presión sobre ella también, esencialmente porque está sometido al profundamente ilógico régimen de comunicación. La comunicación nos transmite un universo construido por imágenes desconectadas y observaciones incoherentes. La comunicación deshace todas las relaciones y todos los principios, transformando lo que ocurre en un confuso conglomerado, excluyendo toda referencia posible. Y lo que es quizás incluso más angustioso: la comunicación masiva nos presenta el mundo como un espectáculo desprovisto de memoria, un espectáculo en el cual las nuevas imágenes y las nuevas observaciones aparecen para cubrir, borrar y olvidar lo que acaba de ser dicho y mostrado. Un proceso que ejerce una presión considerable sobre la resolución de la fidelidad del pensamiento hacia la lógica. Respecto de la dimensión universal, nuestro mundo ya no es apropiado para ella porque, como sabemos, es un mundo esencialmente especializado y fragmentario. Está disgregado en respuesta a las demandas de las innumerables ramificaciones de la configuración técnica de las cosas, del aparato de producción, de la distribución de los salarios, de la diversidad de las funciones y habilidades. Y los requerimientos de esta especialización y fragmentación hacen difícil percibir lo que puede ser dado como transversal o universal, o lo que puede ser válido para todo pensamiento. Finalmente, tenemos la dimensión del riesgo: nuestro mundo no favorece compromisos o decisiones arriesgadas porque poco a poco hemos ido perdiendo la capacihueders H | 5


dad de someter nuestra existencia a los peligros del azar. La existencia requiere un cálculo cada vez más elaborado; la vida se entrega a la seguridad calculadora. Y esta obsesión con dicha seguridad se contrapone a la hipótesis mallarmeana de que el pensamiento es una tirada de dados, porque en un mundo como éste hay infinitamente más riesgo en tirar los dados. El deseo de filosofía, entonces, encuentra en nuestro mundo cuatros obstáculos principales. Estos son: el reinado de las mercancías, el reinado de la comunicación, la necesidad de especialización técnica y la necesidad de cálculos realistas sobre la seguridad. ¿Cómo puede entonces la filosofía asumir este desafío? La respuesta debe buscarse en el estado de la filosofía. ¿Cuál es el estado de la filosofía contemporánea? el estado presente de la filosofía

Me gustaría ahora darles una visión planetaria de la filosofía, que será necesariamente una perspectiva general. ¿Cuáles son las principales tendencias en filosofía, si las consideramos desde lejos? Pienso que puede decirse que en el mundo de hoy se distinguen tres corrientes principales, las cuales corresponden, en cierta medida, a tres situaciones geográficas. Primero las nombraré y luego las describiré. La primera puede llamarse corriente hermenéutica y procede históricamente del Romanticismo alemán. Los nombres más conocidos de esta corriente son Heidegger y Gadamer, y su sitio histórico fue originalmente alemán. Luego está la corriente analítica, originada en el Círculo de Viena. Los principales nombres conectados a ella son Wittgenstein y Carnap. Más allá de su origen austriaco, domina ahora la filosofía académica inglesa y norteamericana. Y, finalmente, tenemos lo que puede ser llamado la corriente posmoderna que, de hecho, toma cosas prestadas de las otras dos. Es sin duda la más activa en Francia y mentes tan diferentes como las de Jacques Derrida o Jean-François Lyotard pueden incluirse en ella. Posee mucha actividad también entre nuestros vecinos del sur, en España, Italia y Latinoamérica. Una corriente hermenéutica, una corriente analítica y una corriente posmoderna: esto comprende la más global y la más descriptiva geografía del lugar (locus) contemporáneo de la filosofía. Hay, por supuesto, innumerables intersecciones, mezclas y redes de circulación entre estos tres puntos, pero aquí estoy hablando dentro de la lógica de una perspectiva general. La corriente hermenéutica le asigna a la filosofía el objetivo de descifrar el sentido de la existencia, el sentido de la existencia-en-el-mundo. Su concepto central es el de interpretación. Hay sentencias, actos, escrituras, configuraciones cuyo sentido es oscuro, latente, oculto u olvidado. La filosofía debe contar con un método de interpretación que sirva para clarificar esta oscuridad, y traer en adelante un significado auténtico, un significado que es una figura de nuestro destino en relación con el destino del ser en sí mismo. Los polos fundamentales y más claros de la corriente hermenéutica son aquellos de lo cerrado y lo abierto. En lo dado, en el mundo inmediato, hay algo disimulado y cerrado. La interpretación intenta descorrer este cierre y abrirlo al sentido. La filosofía, desde su punto de vista, tiene una “vocación de entrega a lo abierto”. Esta consideración marca una pelea entre el mundo de la filosofía y el mundo de la técnica, que es la realización del nihilismo y de lo cerrado. La corriente analítica sostiene, por su parte, que el objetivo de la filosofía es establecer la estricta demarcación entre aquellas enunciaciones que tienen sentido y las que no lo tienen. Una demarcación entre lo que puede ser dicho y lo que es imposible o ilegítimo decir. El instrumento esencial de esta corriente es el análisis lógico y gramatical de las oraciones y, en última instancia, del lenguaje entero. El concepto central esta vez no es el de interpretación sino el de regla. La tarea de la filosofía es descubrir las reglas que aseguran un acuerdo acerca del significado y el sentido. La distinción esencial aquí es entre lo que puede ser regulado y lo que no puede serlo, o lo que se conforma a una ley reconocida asegurando el acuerdo sobre el sentido y lo que elude toda ley explícita, cayendo así bajo la ilusión o la discordancia. El propósito de esta perspectiva filosófica es terapéutico y crítico. Se trata de curarnos de las ilusiones y de las aberraciones del lenguaje que nos dividen, aislando lo que no tiene sentido, y retornando a aquellas reglas que son transparentes para todos. Finalmente, la corriente posmoderna tiene el objetivo de que la filosofía sea la reconstrucción de aquellos hechos evidentes que salieron de nuestra modernidad. En particular, propone disolver las grandes construcciones generalmente heredadas del siglo XIX, de las cuales estamos prisioneros, y que son: la idea del sujeto histórico, la idea del progreso, la idea de la revolución y la idea de la ciencia. Su propósito es mostrar que estas grandes construcciones están ahora anticuadas, que vivimos en lo múltiple, que no hay grandes épicas de la historia o del pensamiento; que hay una irreductible pluralidad de registros del pensamiento o de la acción, diversos y heterogéneos registros que ninguna gran idea puede totalizar o reconciliar. Fundamentalmente, la corriente posmoderna se dirige hacia la reconstrucción de la idea de totalidad. Activa de este modo lo que puede ser llamado “prácticas mixtas”, “prácticas des-totalizadoras”, “prácticas del pensar impuro”. La corriente posmoderna se ocupa de los afueras, de los dominios que no pueden ser circunscritos. En particular, instala el pensamiento filosófico en la periferia del arte y propone una especie de mezcla intotalizable entre el método conceptual de la filosofía y la empresa artística.

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Edición y traducción de Leandro García Ponzo. Gentilez de Errata Naturae.


Diez libros que leí este año alvaro matus

El placer de leer a destiempo, cuando el rumor de la actualidad ha disminuido y el libro sólo se sostiene por el lenguaje, me ha llevado a seleccionar algunos libros publicados hace años pero que, por azar, cayeron en mis manos en estos meses. más que un despliegue de narcisismo, se trata entonces de ver la lectura como un ejercicio de libertad y como una auténtica experiencia: cuando recuerde el 2010 o haga el típico balance del año, estos libros se filtrarán en medio de las demás alegrías. 1. Desmoronamiento, de Horacio Castellanos Moya La insuperable capacidad del autor salvadoreño para reproducir el habla centroamericana adquiere una dimensión más viva, más íntima si se quiere, en esta novela epistolar que muestra el derrumbe de una familia incapaz de superar sus divisiones. Si bien Castellanos Moya nos ha entregado una dimensión de la guerra entre Salvador y Honduras en los 60 y un fallido golpe de Estado en los 70, lo que queda es la soledad, la desconfianza y la dispersión de cada uno de los protagonistas. 2. Dublinesca, de Enrique Vila-Matas Fascinante relato que posee el encanto de la ligereza, aunque aborda un tema de lo más dramático: el triunfo de la ignorancia y de lo banal en nuestra época. Es la historia de un editor retirado que decide realizar junto a tres amigos un funeral por la Literatura, por la que representaron Joyce y Beckett, Perec y Fitzgerald, Gombrowicz y Walser; también la que se desprende de un cuadro de Hopper o una película de John Ford. Antes, sugiere Vila-Matas, el lenguaje era una sonda que permitía al menos atisbar las profundidades de la experiencia. Ahora vivimos en un mundo frenético, que renunció a la conexión emocional en beneficio de la conexión digital, y donde todo parece valer lo mismo. Estamos bajo el imperio del best seller. Como ocurre siempre, Vila-Matas es también un lector que abre la cancha. Y eso nos lleva de inmediato al número 3. 3. Crónica de Dalkey, de Flann O’Brien El más excéntrico de los excéntricos fue elogiado por Beckett, Pitol, Borges, Graham Greene y por ese gran crítico que fue Anthony Burguess, quien destacó cómo O’Brien podía asaltar la mente del lector con “palabras, estilo, magia, locura y una imaginación infinita”. La historia transcurre en un poblado cercano a Dublín en el que el extravagante filósofo e inventor De Selby descubre un sistema que anula la naturaleza del tiempo, lo que permite que en forma simultánea coexistan todos los seres y cosas que alguna vez estuvieron en la Tierra. Una suerte de aleph alucinado que lleva al protagonista a sostener acalorados debates con San Agustín o Descartes. Como todos los visionarios, De Selby será incomprendido y no faltará quien tema que el invento sirva para destruir el mundo. Así, la novela adquiere toques de intriga que, sin embargo, nunca le quitan su humor y espíritu vanguardista. 4. Material humano, de Rodrigo Rey Rosa Rey Rosa cuenta su inmersión en el Archivo Nacional de Guatemala con la intención de hacer una historia de los artistas perseguidos por la policía y también de los que colaboraron. Al poco andar se da cuenta de que sería una tarea imposible, porque está todo desordenado. Entonces encuentra un hilo conductor: la vida de Benedicto Tun, el funcionario que durante 50 años dirigió el Gabinete de Identificación. Este libro excepcional es, además, un diario de lecturas (Bioy Casares, Voltaire, Borges), la crónica de un amor que no puede alcanzar la plenitud y la rutina del propio Rey Rosa como padre, hijo y escritor. Una prueba más

diez libros

de su talento narrativo para evidenciar que la sordidez de lo real sólo acepta un lenguaje realista, una prosa directa y rápida en la que el yo se va abriendo camino entre la ruma de documentos que dan cuerpo a la historia. 5. Diario de un ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman Esta novela posee la virtud de mostrarnos el mundo que conocíamos por John Cheever y Richard Yates desde la perspectiva femenina. La protagonista está casada con un abogado que pintaba para líder demócrata, pero que terminó en un prestigioso estudio. Tienen dos hijas y él empieza a invertir una herencia en la Bolsa, a dar dinero para obras “off Broadway”, a especializarse en vinos franceses, a desear desesperadamente que se lo incluya en la elite neoyorkina. Ella, como una Emma Bovary moderna, lee novelas y escribe un diario para contrarrestar los temblores y el miedo, sobre todo el miedo. Es una de esas historias que a veces hay que dejar un rato para leer cosas más amables. Ni los hijos ni el vodka ni los tranquilizantes alcanzan a disimular el abismo que hay entre las fantasías y el mundo práctico. 6. La hija de la amante, de A.M. Homes Con un manejo ejemplar del punto de vista, una gran capacidad para combinar materiales (entrevistas, documentos, cartas, testimonios) y un coraje encomiable para entrar en las zonas oscuras de su familia, A.M. Homes narra el encuentro con sus padres biológicos después de 31 años, cuando ya era una escritora de prestigio en Estados Unidos. La autora de Música para corazones incendiados creció sabiendo que era adoptada, pero cuando en 1992 su mamá adoptiva le cuenta que la biológica quiere contactarse con ella, su vida se altera por completo. “El deseo de conocerse a uno mismo y la propia historia no siempre es equiparable al dolor que provoca esta nueva información”, escribe Homes, una vez que ha comprendido que su madre, enferma y desesperada, necesita ayuda: Ellen quiere (exige) que la cuide la niña que ella abandonó. 7. Blanco nocturno, de Ricardo Piglia Hay escritores que sienten que tienen algo que decir cada año o cada dos. Piglia, en cambio, ha resistido el sobajeo y las zalamerías, ha controlado el narcisismo, y ha sido fiel a lo único que merece fidelidad: las obsesiones. Después de catorce años sin publicar novela, entrega un nuevo capítulo de su particular manera de indagar en las relaciones entre la ley y el dinero, la verdad y la traición. Parte con el crimen de un portorriqueño en un pueblo de la pampa argentina, y de a poco la trama va desplegando a una serie de personajes extravagantes: un empresario romántico, un detective que se apoya más en la intuición que en los datos, una colorina despampanante que pasa los días muertos a punta de cocaína, un periodista que ve la vida a través de la literatura. Una novela hipnótica, que avanza a un ritmo nervioso y que está construida con un lenguaje poroso, por donde cabe el habla de los bajos fondos y la microfísica del poder. hueders H | 7


8. El largo adiós, de Raymond Chandler Cuando se dice que hay autores que sobrepasan los límites del género y que lo suyo es verdadera literatura, sin duda hay que pensar en Chandler. Aquí hay un crimen, un detective y dos o tres sospechosos. Sin embargo, la configuración de un héroe como Philip Marlowe, la penetrante mirada a la corrupción de las instituciones (la prensa, la policía) y el talento natural para el aforismo hacen de ésta una obra que supera por varios cuerpos al resto de las novelas policiales. Esto lo sabe todo el mundo; yo sólo tuve el placer de verlo ahora con mis propios ojos. 9. No leer, de Alejandro Zambra Un libro de ensayos hermoso y coherente con la poética que Zambra ha desplegado en su ficción, lo que nos lleva a pensar que la mejor crítica la hacen los propios escritores. No hablo de la reseña de actualidad, sino del mapa de filiaciones y rechazos, de la cartografía que nos permite seguir leyendo, más y mejor. Son pocos los que hoy escriben textos como los que Zambra dedica a Gonzalo Millán, Julio Ramón Ribeyro o Natalia Ginzburg. Aquí hay claridad y pasión, generosidad y agudeza, excentricidad y, también, cómo no, una inteligencia admirable para desplegar el rencor. 10. Apuntes, de Elias Canetti Un libro infinito, que no se aleja nunca del escritorio, siempre dispuesto a dar consuelo y fuerza. También es un texto que, más allá de la lucidez de algunos aforismos, enseña que lo importante en la escritura no es la elegancia de la prosa ni la corrección sintáctica, sino el arrebato con que transmite sus pulsiones. Los animales, la muerte, la religión, el arte, la política, la vanidad… todo, absolutamente todo, fue explorado por Canetti con honestidad. Un ejemplo: “Hay cierta tristeza en las palabras desnudas, pero yo no soy sastre, y antes de probarles un traje prefiero seguir triste”. Otro, para terminar: “Dios se ha extraviado. Ahora todos lo llaman desde todas partes”.

Alvaro Matus (1973) es editor de Cultura del diario La Tercera

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Mi buda matías rivas

Perdona, hijo, mis gritos insufribles, los portazos, la cruel injusticia de mis palabras y el tono infame de mis arrebatos. Sé que no hay consuelo ni piedad posible ante mi neurosis desatada. Mi gusto por el orden y mi fe en la voluntad son inverosímiles. Adolezco de la soltura de la que tú gozas, de esa elasticidad con la que te estiras por el suelo. Soy a la luz de cualquier vela un manojo de nervios retorcidos. Te ruego que no me escuches ni observes. Mi paciencia es breve y me duele la cabeza y el cuello de tanto manejar. En las noches aprieto las mandíbulas hasta triturar mis muelas. Disculpa mis malos modos. Detesto mi escaso entusiasmo, mi cansancio crónico y ese pesimismo jocoso con que amanezco. Mi mente parece un panal de abejas con humo y resisto gracias a las maromas de tu madre y la piedad de mi familia. Han tenido entereza y excesiva templanza, lo sé. Y yo no soy un peón de porcelana. A tu edad mis padres me daban correazos en las piernas si era necesario; en cambio, lo que a mí me toca es aprender a escucharte como si fueras un buda.

Matías Rivas (1971) es autor de Aniversario y otros poemas, publicado como El canario en Eloísa Cartonera de Argentina. Es director de publicaciones de la Universidad Diego Portales y columnista de La Tercera. Este poema es inédito y adelanta su próximo libro, que aparecerá el 2011. Agradecemos su gentileza.

poesía

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Maquinaria andrés kalawski

Chile, logo y maquinaria, el primer libro de dramaturgia de andrés kalawski, editado por sangría. son tres textos en el límite del teatro y el cine, escenas de un imaginario perturbador. escribe nona fernández en el epílogo: «cuando el peso de la historia se relativiza por la superficialidad de un tiempo castrado por el abusivo predominio del hoy, un texto como este se vuelve un reflejo claro y lúcido de un estado país absolutamente chiflado y delirante». esta es una de las tres obras que componen

U

n señor entra a un restaurante. Es bien bonito, con vista al mar. Tiene unos ventanales grandes que dan al mar. El señor se sienta, comprueba que la mesa no esté demasiado coja. Mira el mar. Olas. Verdes en la orilla y azules más adentro, incluso bajo un pedazo nublado de nubes del cielo se distingue un mar violeta. El mozo se acerca, pregunta algo y vuelve a alejarse. Una mujer entra en el mismo local. Busca con la vista. Encuentra. Se acerca sonriendo al señor sentado. El señor también sonríe. Hablan, ella se sienta, esperan. El garzón el camarero el mozo vuelve a acercarse. Pregunta qué es lo que quieren. Responde. El camarero joven mozo hombrecito garzón entra a la cocina. Pescado frito con agregado. Papas mayo. Ensalada chilena, tomate con cebolla y perejil. Almejas en salsa verde. Paila marina. Los postres después. Vino blanco de la casa. Agua mineral. Esperan untando el pan amasado en el pebre después de esparcir las bolitas de mantequilla. En la cocina. Un monje iluminado corta y pica la cebolla y se entrena en la compasión. Mientras el aceite se calienta el cocinero y el pez conversan. El pez dice: Sé. He despertado. Conocimiento sin objeto, sin sujeto. Sé. No le creas a ese imbécil... Ese... Cómo se llama. El cocinero: Sócrates. Sí, Platón, ese, sí, dice el pez. Estoy consciente de que este sacrificio no es único, no es el sacrificio que detendrá la muerte, no salva al mundo. Es inútil. Aun así me entrego libre, conforme, para aliviar un poco el sufrimiento, subir un poco la felicidad. Provecho. El cocinero tiene las mandíbulas apretadas para no llorar. El pescado le pasa suavemente una aleta por la cara. No es necesario, dice. Y luego sonríe y se lanza a la mezcla de huevo y harina condimentada y de ahí al aceite que chisporrotea. El cocinero imagina violines. De vuelta en el comedor, la pareja recibe los platos humeantes. El señor y la mujer se miran a los ojos durante tres minutos. Después se miran también las bocas. Abajo, afuera de los ventanales, un cuerpo es arrojado regularmente contra las rocas. La mujer y el señor conversan y comen. Él comenta el efecto irritante de la marraqueta añeja en el paladar, aquí detrás de los dientes. Ella asume sus discrepancias políticas y apunta que las crías de tiburón se devoran unas a otras en el vientre de la madre, y algunas experien10 | H hueders

cias telefónicas perturbadoras. Otro comensal chupa un azucarero como si fuera una mamadera. Él le da las gracias. Ella no responde. Él hace una observación sobre las costumbres alimenticias en Tayikistán. Ella le hace ver que todas sus intervenciones empiezan con un «como sabes». Él dice que es bueno dormir abrigado viendo llover afuera. Sí. Comen incómodamente tomados de las manos. Ella come un poco menos de lo que quiere para que él se sienta poderoso. Para que sienta que tiene que protegerla. La comida está muy buena. Tiene que estar. Una nube. Ella quiere saber como funcionan los daguerrotipos. En otra parte del mundo alguien está tocando el piano. Él prueba una almeja. Ella una papa con tomate y cebolla. Él aplasta una pequeña porción de pescado, lo ensarta con una papa y agrega abundante mayonesa. Dirige el tenedor hacia la boca de ella cuidando no golpear ni diente ni encía. En la pared hay un cuadro. Ella degusta, traga, se atora, disimula una arcada. Tose. Sonríe. Vuelve a sonreír. Otra arcada, menos disimulada esta vez. Él se levanta. Ella aleja su silla de la mesa en medio de sacudones. Servilleta. Va hacia el baño. Tropieza, se raspa una rodilla contra el piso de parquet. Cae, no puede respirar, los demás siguen comiendo. Va hacia ella, le dice algo, no logra sacarle la espina. Ella trata, no puede respirar. No necesita respirar. Ojos vidriosos. Él clama venganza. Zoom back. La cámara retrocede. Toma aérea de la bahía, en calma.

teatro


La sensorialidad del mundo david le breton “¿Usted dice que no se debe discutir sobre gustos y colores? ¡Pero si toda la vida no es más que una querella sobre los gustos y los colores!”. nietzsche, así hablaba zaratustra

este es un fragmento del libro de ensayos

Cuerpo sensible, del pensador francés david le breton, recién

ensayo

editado por metales pesados. reúne artículos trabajados a partir de un seminario realizado en agosto

2008 en la escuela de pedagogía en danza de la universidad arcis. una compilación que habla del cuerpo y la percepción, el teatro y la danza, y que celebra la excelente relación del filósofo con nuestro país.

D

escartes vuelve la espalda al mundo al formular el cogito; transforma la experiencia al separarla de su parte sensible. “Pienso, luego existo” es una fórmula que sólo tiene sentido al recordar que no hay nada en el espíritu que no haya pasado previamente por los sentidos. La fórmula que se impone es más bien: “Siento, luego existo”, recordando así que la condición humana no es solamente espiritual, sino, en primer lugar, corporal. El cuerpo es la condición humana del mundo, es el lugar sensible en que el flujo incesante de las cosas se traduce en significaciones precisas o en una atmósfera, metamorfoseándose en imágenes, sonidos, olores, texturas, colores, paisajes, sensaciones sutiles, indefinibles, que surgen de sí mismo o de afuera –dolor, fatiga, etc.–. El cuerpo es ya una inteligencia del mundo, que cierne según la simbología que encarna, es una teoría viva aplicada a cada instante a su medio ambiente. No hay ninguna ruptura entre la carne del hombre y la carne del mundo, sino, a cada momento, una continuidad sensorial, incluso en el sueño más profundo. Este conocimiento sensible inserta al individuo en continuidad con el mundo que le rodea. Las mil percepciones que recubren la vida cotidiana se realizan sin la mediación profunda del cogito, se encadenan como naturalmente en la evidencia de la relación con el mundo. Se confunden las más de las veces con la rutina. En su ambiente habitual, el individuo se encuentra raramente en posición de ruptura o de incertidumbre, se desliza sin dificultad entre los meandros sensibles de su entorno familiar. Percibir es moverse en medio de la coherencia del mundo. Toda percepción se encuentra llena de sentido, proporciona sin cesar una orientación. Una profusión sensorial de cada instante orienta la relación con el mundo y la hace comprensible y comunicable. Lo sensible es la condición de aparición del mundo, pero no es nunca un duplicado de éste, sino más bien un camino de sentido construido en él. “A veces, me contaba su cochero, cuando Cézanne se dirigía a pintar, se ponía de pie bruscamente en el coche, tomando del brazo al hombre: ‘Mire… esos azules bajo los pinos, esa nube más allá’. Se iluminaba con su éxtasis, y el otro, que no percibía más que árboles y cielo, para él siempre los mismos, sentía, sin embargo, me confesaba él, como una suave fuerza, una emoción que le invadía y que provenía de Cézanne, erguido, transfigurado, con las manos detrás de la espalda, pleno de una evidencia que lo santificaba”. El ojo de Cézanne no posee la misma agudeza o sensibilidad frente al paisaje que el de su cochero, atento más bien al comportamiento de su caballo, que Cézanne no percibe. Nadie ve de manera similar un objeto cualquiera, pues lo captamos cada vez a través de un prisma de significaciones y valores. El mismo sendero, recorrido a la misma hora y el mismo día, no suscita nunca las mismas percepciones por parte de los caminantes. Existe el sendero de los paseantes, que se toman su tiempo y contemplan el paisaje, con las mil sensibilidades que caracterizan a unos y a otros; el de los enamorados,

que sólo se miran el uno al otro o buscan un lugar más discreto en su recorrido; el sendero del fugitivo, que intenta borrar sus huellas; el del campesino o del pastor, atento a las dificultades del camino para su piño, o a la calidad de los pastos vecinos; el del hombre apurado, el del extraviado, que ve con angustia cómo, poco a poco, cae la noche sobre él. Más aún, el camino de la mujer no es el del hombre, ni el del niño o el del viejo que lo ha recorrido toda su vida. No existe una verdad del sendero, sino otros tantos puntos de vista, otras tantas percepciones según los ángulos de aproximación, las expectativas, las pertenencias sociales, de cultura, de género, etc., en que éste se declina como un inagotable test proyectivo. Cualquier escena es una multiplicación infinita de percepciones posibles, incluso si en el centro de una misma colectividad las sensibilidades y el lenguaje son suficientemente cercanos para llegar a entenderse. No hay, en un punto ideal, un mundo que un observador indiferente pueda describir con toda objetividad. Sólo hay mundo de carne y significaciones. Y no hay nada que penetre el espíritu y que no posea un anclaje físico y, por lo tanto, sensorial. Imposible no cambiar y transformarse permanentemente. El mundo es la emanación de un cuerpo que lo traduce en términos de percepciones y de sentido, sin que exista el uno sin el otro. El cuerpo es un filtro semántico. Nuestras percepciones sensoriales, engarzadas a significaciones, dibujan los límites fluctuantes del entorno en que vivimos. Ellas hacen sentido y alimentan la familiaridad del medio ambiente. El hombre no se encuentra en el vacío, sino envuelto en los movimientos de su entorno y en sus actividades cotidianas: el sentimiento de sí es inmediata y permanentemente una sensación de cosas. La carne es siempre, antes que nada, un pensamiento del mundo, una manera para el actor de situarse y actuar al interior de un entorno interior y exterior que tiene siempre más o menos sentido para él, y que autoriza, por otra parte, la comunicación con aquellos que comparten en cierto grado su concepción del mundo. “Nunca se puede separar la cosa de aquel que la percibe, nunca puede ser efectivamente en sí, pues sus articulaciones son las mismas que las de nuestra existencia, y porque ella se presenta ante la mirada o al final de una exploración sensitiva que la cubre de humanidad”. Y sabemos con cuánta fuerza denuncia Merleau-Ponty lo que llama el “prejuicio del mundo objetivo”. Lo real es siempre un mundo de significaciones y de valores, un mundo de connivencia y de comunicación entre los hombres en presencia de su medio, un universo sensible compartido.

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Etgar Keret diego rabasa

keret

(1967) es uno de los autores israelíes más populares del momento. ha publicado libros de

cómic, una novela y cuatro volúmenes de cuentos, dos de los cuales ha editado por sexto piso:

Extrañando a Kissinger y Pizzería Kamikaze. todos ellos han sido best sellers en israel, algunos se han adaptado al cine y el teatro, y han recibido los elogios de la crítica internacional: está traducido a dieciséis idiomas, chino incluido. hoy keret es profesor en el departamento de cine y televisión de la universidad de tel aviv, escribe guiones y es un ídolo para la juventud de su país.

S

abemos por tu historia personal que algunos de los elementos que bosquejas en tus historias son autobiográficos. Pero también es muy evidente que la mayoría provienen de tu imaginación o de tus lecturas, a no ser que de verdad conozcas un agujero que conecta un pequeño pueblo con el infierno. ¿Cuál dirías que es tu principal fuente de inspiración para crear a tus personajes y sus situaciones? Me encanta leer y ver películas pero principalmente estoy influenciado por la vida diaria. Incluso los escenarios e incidentes más extraños son sólo metáforas para situaciones ultra mundanas, aunque muy conmovedoras. Aquel lugar cerca de la entrada del infierno, por ejemplo, fue basado en un centro comercial que se encuentra cerca de una gran prisión en Israel, en el que la mayoría de los clientes eran familiares de convictos o incluso convictos con libertad provisional. Para los aburridos vendedores la vida se encuentra en otro lugar y los convictos a menudo representan, si bien no a ciudadanos modelo, sí a personas con las que vale la pena chismear y que le añaden una dimensión mucho más emocionante e interesante a sus vidas. Así que no es una entrada al infierno pero aun así, la historia provino de una experiencia muy real. Después de darle vida a personajes que despliegan con la precisión de un cirujano elementos de la naturaleza humana muy significativos, como la secreta fantasía de ser Dios, la relación de un joven con el útero de su madre, la ansiedad que acompaña la niñez, ¿qué aprendes de ti mismo al leer tus propias historias? Cuando comencé a escribir, la primera reacción que tuve al leer mis propios textos era de ansiedad e incluso en algunos momentos de miedo. Tenía este miedo casi instintivo de que si le mostraba a la gente lo que hacía, pensarían que estoy tan jodido que ni siquiera valdría la pena dirigirme la palabra. Con el tiempo la publicación de mis historias se convirtió en una manera de legitimar mis extraños deseos y pensamientos. Después de publicar una historia me siento un poco como alguien que recién sale de un confesionario y sabe que hay otra alma humana que ha escuchado sus pecados y los ha aceptado como humanos. Creo que escribir me ha enseñado que no estoy tan jodido como pensaba en un principio. Si recuerdo correctamente, empezaste a escribir casi por accidente, como una forma de catarsis para manejar la ansiedad general que te producía la vida. Después de estos años, y dado el hecho de que eres uno de los autores más populares en tu país, y que tus libros han sido traducidos a decenas de idiomas, ¿qué te motiva a continuar escribiendo? 12 | H hueders

Creo que estás sobreestimando mi éxito, pero aunque no sea verdad, ¡de cualquier manera se siente muy bien! Para mí hay una gran diferencia entre escribir y publicar. Escribir es un estado muy primario y cuando lo hago en verdad no pienso en el lugar que ocupo dentro del escenario de la literatura en el mundo. Han pasado muchos años desde que comencé a escribir mis historias, pero en realidad no ha cambiado nada en términos del proceso de escritura. Todavía no sé a dónde puede ir una historia, y todavía experimento esa extraña mezcla de megalomanía y desesperanza cuando busco la siguiente palabra, de la misma manera que lo hacía cuando tenía diecinueve años. Cuando el cuento está terminado trataré de explotarlo lo más posible para ganar prestigio/dinero/boletos en primera clase, como cualquier otro cabrón egoísta sobre la faz de la tierra, pero esto ocurre de manera completamente extraterritorial al proceso de escritura en sí. ¿A qué le atribuyes el éxito que has conseguido? Después de todo, muchas de tus historias son tiernas pero brutales, sutiles pero despiadadas, y esto no es algo que a mucha gente le guste leer hoy en día. Creo que la ventaja principal de mis cuentos es que son diferentes a la narrativa que circula actualmente. Esto las hace, para bien o para mal, muy diferentes y perceptibles. Mucha gente puede odiar mi trabajo pero es muy difícil que alguien confunda uno de mis cuentos con el de alguien más. ¿Por qué crees que te cuesta trabajo escribir novelas o cuentos largos? Alguna vez le dije a un amigo que para mí los cuentos eran como pequeñas explosiones. Y por más que lo intento no puedo hacerlas explotar lentamente. Muchas de tus historias han sido adaptadas a versiones cinematográficas. ¿Crees que la perspectiva que usas para tu narrativa es similar al lenguaje cinematográfico en términos de su alta velocidad y la viveza y colorido de sus imágenes? Cuando voy a ver una adaptación nunca siento que estoy yendo a ver «mi» película. Es la película del director, basada en una experiencia que él tuvo al leer mi libro. Es como un narcotraficante viendo bailar gente en un rave: las drogas pueden ser suyas, pero el baile para bien o para mal es de los que bailan. En realidad me encanta ver las adaptaciones porque es lo más próximo a lo que un escritor se puede acercar a estar dentro de la cabeza de un lector. Cuando veo la película de Goran (el director de Pizzería Kamikaze), no es para nada como yo la hubiera imaginado, lo cual la hace mucho más


entrevista

hermosa a mi vista. Odio cuando los directores dicen que han tratado de «permanecer fieles» al texto original. Si tú no haces trampa con tu texto no hay ninguna justificación para el proceso de adaptación. Lo más «leal» que una adaptación podría ser sería escanear una página y mostrarla en la pantalla. Una adaptación muy buena sería una en la que el director tomó la historia y la condujo por un sendero totalmente personal. Aunque tus textos no son estrictamente políticos, hay algunas historias en las que tratas algunos elementos que sí lo son. Sin embargo, los conectas con experiencias de cualquier ser humano, como la soledad (en «La chica sobre la nevera»), locura («El deschavete de Nimrod»), la desesperanza («Gotas» o «Extrañando a Kissinger») o ternura («Romper el cerdito»). ¿Te parece que ésta es la razón por la cual puedes ser leído en países tan diferentes al tuyo? Nunca podría diferenciar lo «político» de lo «humano». La política está siempre, y de manera fundamental, basada en emociones y perspectivas. Cuando la gente me pregunta por qué estoy en la izquierda liberal en lugar de en el partido de la derecha, les digo que para mí la opción entre izquierda y derecha en política no es muy diferente a la opción entre el pesimismo y el optimismo. La izquierda cree que puede existir la paz y la reconciliación mientras que la derecha cree que el estado de guerra es lo máximo a lo que se puede aspirar. Así que si ésta es la opción, prefiero creer que las cosas pueden mejorar especialmente cuando la realidad de mi región es la actual: una mierda absoluta. ¿Tienes alguna precaución cuando tocas temas que pueden ser sensibles para la opinión pública como el sionismo, el mundo árabe, la religión o la guerra? La única precaución que tengo al escribir es permanecer honesto. Es mucho mejor ser abatido a golpes por decir la verdad que por mentir. Créeme, he intentado ambas. En una entrevista cuentas la historia de uno de tus primeros días en el ejército y cómo descubriste una mentira que su sargento les decía para que siguieran corriendo. ¿Es acaso la ficción o, en una expresión más aterrizada, la mentira, esencial para el funcionamiento de las sociedades modernas (como cuando pretendiste ser un genio de las computadoras para estar con tu mejor amigo en el ejército)? A menudo miento en la vida real. En muchas ocasiones es mucho más justo y considerado mentir, especialmente cuando alguien con un pelo espantoso te pregunta lo que opinas acerca de su nuevo peinado. Creo que es porque en la vida real miento tanto que me sentí impelido a escribir. Porque el cuento es la única esfera en la que me permito ser completamente sincero. Supongo que yo necesito a los personajes y situaciones de ficción para poder articular las verdades más difíciles. hueders H | 13


Blow Up Blow Up joan fontcuberta

una foto de sergio larraín, un cuento de cortázar, una película de antonioni, una exposición de font-

cuberta: este texto da cuenta de la seguidilla de apropiaciones y desmantelamientos provocados por una imagen y su improbabilidad, un juego con final siempre suspensivo. constan en el libro del mismo nombre,

editado por periférica, que incluye pre y postfacio de iván de la nuez, además de los fotogramas de la película y los experimentos del fotógrafo español con ella.

Blow Up es una película de culto con una genealogía curiosa. Empieza con Sergio Larraín, un fotógrafo chileno nacido en Santiago en 1931. Sus trabajos más divulgados son una poética documental de la ciudad de Valparaíso y los retratos que hizo a Pablo Neruda en Isla Negra. En una estancia en París, poco antes de conocer a Henri Cartier-Bresson, que lo anima a colaborar en Mágnum, toma a escondidas una foto de una pareja de enamorados acaramelados en la Ile SaintLouis. Esta imagen captura la atención de su amigo el escritor Julio Cortázar, que la encuentra enigmática y sugerente. Cortázar se inspira en su atmósfera para escribir un cuento, “Las babas del diablo”, que aparecería en 1959. Su protagonista es Robert Michel, traductor de profesión y fotógrafo de afición, es decir, un alter ego inventado con una mitad de Cortázar y la otra mitad de Larraín. El relato explica cómo una foto fortuita y tomada al vuelo evita que se consume un suceso trágico. Pero el trasfondo filosófico es la relatividad del sujeto y el carácter ilusorio de la experiencia. “Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma), o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere”. Más tarde, Antonioni lee el cuento y decide hacer de una situación parecida el germen de su propia historia. La narración se vuelve más compleja pero la evocación filosófica permanece. Tenemos pues que una foto inspira un cuento, que este cuento inspira una película, y que a su vez esta película expande su influencia a muchísimos otros creadores, como a mí mismo, a quien siempre sedujo devolver el ciclo a un trabajo fotográfico como el que lo originó. Como es sabido, Blow Up (1966)se presenta bajo la apariencia de un thriller, aunque más bien se trata de una narración con cierto calado epistemológico que toma como pretexto el relato heterodoxo de un asesinato. Heterodoxo porque incumple las normas del género de desvelarnos quién es el asesino y las razones que lo impulsan al crimen, para en cambio indagar en el trasfondo conceptual de la frontera entre la realidad y la ficción. Recorriendo el Londres de los años 14 | H hueders

60 (la moda, la música pop, los movimientos marginales), el eje de la historia se centra en un fotógrafo, Thomas, que en unas instantáneas furtivas recoge la escena romántica de una pareja en un parque solitario (Marion Park, en el barrio Woolwich). De regreso a su estudio revela el carrete y empieza a sacar copias de los clichés. Algunas fotos muestran, borrosas, en el fondo, unas siluetas extrañas. El fotógrafo empieza a ampliar más y más los negativos, hasta obtener imágenes cuya granulosidad y desenfoques las vuelven casi abstractas. Pero escrutándolas minuciosamente el fotógrafo llega a vislumbrar un cadáver en el suelo y la sombra del asesino oculto en la maleza. Atónito regresa al parque y, en efecto, descubre un cuerpo sin vida. Al volver a su estudio le aguarda una sorpresa: tanto los negativos como las ampliaciones han sido robadas. Entonces decide ir de nuevo al parque, pero esta vez es el cadáver lo que ha desaparecido. Al final de la película, el fotógrafo no está seguro de si existe distinción alguna entre imagen, ilusión y experiencia de lo real. La ocasión para cerrar el ciclo fotográfico iniciado por Larraín se produjo cuando en 2003 fui invitado como profesor al programa del Visual & Environmental Studies en la Universidad de Harvard. Mi despacho se encontraba en el Carpenter Center, el único edificio de Le Corbusier construido en Estados Unidos, y que también albergaba el Harvard Film Archive, una filmoteca que atesoraba más de diez mil películas “clásicas” en celuloide original. Mi curso incluía el visionado de varias películas, y dispuse la proyección de una cinta en 35 mm de Blow Up. Con aquellas bobinas en la mano se me ocurrió inmediatamente la idea: buscaría la secuencia en la que Thomas se desquicia ampliando compulsivamente las fotografías de la escena en el parque hasta descubrir la presencia del cadáver; llevaría entonces la bobina al laboratorio fotográfico contiguo a la sala de proyección, seleccionaría el fotograma de la revelación, lo colocaría en el portanegativos de la ampliadora y retomaría ese proceso de aumento progresivo y frenético a partir del momento en que Thomas, en el filme, se detenía. La paradoja es que, rebasado el umbral de reconocimiento o inteligibilidad, la imagen no se vuelve hiperrealista, en el sentido de que continúa suministrando escalas de información más detallada, sino que se vuelve abstracta y ambigua. La paradoja es que al superar exageradamente una escala de representación


discernible se pierde toda la información visual de la escena inicial, dando paso en cambio a la información intrínseca del propio soporte de la película (el grano, los arañazos, las formas inconexas de blancos y negros). De alguna forma, con ese gesto minimalista se alcanza el grado cero de la inscripción visual, que permite indagar en la composición íntima de las imágenes. ¿De qué están hechas las imágenes, cuál es su material básico, su metafísica? La respuesta nos reenvía ya no al cadáver de un cuerpo inerte que simula la muerte, sino al propio cadáver de la representación. La radical economía de medios impuesta por el procedimiento hace entonces aflorar las tensiones entre acontecimiento y representación, entre documentalidad y ficción, entre experiencia e imagen. La instalación Blow Up Blow Up se compone de unas exageradas ampliaciones fotográficas, casi monumentales, suspendidas de unos cables para supuestamente dejarlas secar al aire, tal como obligaba perceptivamente el modus operandi habitual del cuarto oscuro en la época de la fotografía argéntica. Esos tirajes con sus balanceos y tensiones dan cuenta, en lo plástico, de una cualidad matérica y hasta escultórica del soporte fotográfico. Conceptualmente hablan de problemas de fragmentación y de escala. Y antológicamente nos dicen que por más real que parezca, cualquier imagen contiene la amenaza de una falsedad inevitable. Blow Up Blow Up puede leerse entonces como una contribución a un arte de la prevención: minimalista en su despliegue pero ambiciosa en su voluntad.

ensayo

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La inundación yevgueni zamiatin

a partir de la crecida e inundación del río nevá, zamiatin cuenta la historia de trofim y sofia ivánich, un matrimonio infértil que decide acoger en su hogar a ganka, su joven y huérfana vecina. como el río, el matri-

monio pasa por momentos turbulentos, ya que la joven despierta profundos deseos en trofim. presentamos un extracto de

La inundación, inédita hasta ahora en español, de uno de los escritores rusos más importantes de

su generación, prohibido en la urss durante décadas por su oposición al régimen estalinista.

A

lrededor de la isla Vasílievski se extendía, como un mar distante, el mundo: allí había habido una guerra, después la revolución. Pero en la sala de máquinas donde trabajaba Trofim Ivánich silbaba la caldera como siempre y el manómetro indicaba las nueve atmósferas de rigor. Sólo el carbón era diferente: antes venía de Cardiff, ahora de la cuenca del Donets. El nuevo era quebradizo, su polvo negro penetraba en todas partes, no había manera de limpiarlo. Era como si aquel polvillo lo hubiese cubierto todo de manera imperceptible, y también la casa. Así, por fuera, nada había cambiado. Al igual que antes, vivían los dos solos, sin hijos. Sofia, si bien rondaba ya la cuarentena, seguía teniendo el mismo cuerpo de pájaro que antes, ligero y austero. Sus labios, que siempre parecían firmemente cerrados para todo el mundo, se abrían como antes a Trofim Ivánich por la noche. Y, sin embargo, había algo que no marchaba bien. No estaba claro todavía qué era ese «algo», aún no había adquirido la consistencia de las palabras. No fue hasta más tarde, en otoño, cuando se expresó con palabras por primera vez, y Sofia lo grabó en su memoria: ocurrió una noche de sábado, soplaba el viento, crecían las aguas del Nevá. Ese día, en la sala de calderas, se reventó el tubo del nivel de agua, y Trofim Ivánich tuvo que ir a buscar otro de repuesto al almacén del taller. Hacía mucho que no iba allí. Cuando entró, tuvo la impresión de que se había equivocado de lugar. Antes, en el taller, todo se movía, tintineaba, zumbaba, cantaba, como si el viento jugase con hojas de acero en un bosque de acero. Ahora, el otoño se había instaurado en aquel bosque. Las correas de transmisión giraban en vacío, sólo tres o cuatro máquinas se movían, amodorradas, y una arandela rechinaba monótonamente. Trofim Ivánich se sintió mal, como si se encontrase encima de un hoyo vacío, cavado por algún propósito desconocido. Se apresuró a regresar a la sala de calderas. Por la tarde, de regreso ya en casa, aún tenía cierta desazón. Cenó y se echó a descansar. Cuando se levantó, todo estaba pasado, olvidado; le quedaba sólo la sensación de haber tenido un sueño o perdido una llave, pero no lograba recordar de qué sueño o llave se trataba. Sólo lo recordó más tarde. Durante toda la noche el viento del mar golpeó contra la ventana, los cristales tintineaban, crecían las aguas del Nevá. Y bullía la sangre, como ligada al Nevá por venas subterráneas. Sofia no dormía. En la oscuridad, Trofim Ivánich encontró a tientas sus rodillas, y estuvieron juntos mucho rato. Y otra vez estaba todo mal, de nuevo ese extraño agujero. Permanecía acostado, entrechocaban por el viento los cristales, monótonos. De pronto, se acordó: la arandela, el taller, la correa de transmisión girando en vacío… –Eso es –dijo en voz alta Trofim Ivánich. –¿Qué pasa? –preguntó Sofia. –No engendras un niño, eso es lo que pasa. Y Sofia también lo comprendió: sí, eso era lo que pasaba. Y supo que si no tenía un hijo Trofim Ivánich la dejaría, se vaciaría de ella sin darse cuenta, gota a gota, como se escapaba el agua del tonel resquebrajado. Ese

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tonel se hallaba junto a la entrada, detrás de la puerta. Hacía tiempo que Trofim Ivánich tenía pensado repararlo, y nunca encontraba el momento. Esa noche –debió de ser ya de madrugada–, la puerta se abrió de par en par y chocó contra el barril con gran estruendo. Sofia salió corriendo a la calle. Sabía que era el fin, que no había vuelta atrás. Sollozando ruidosamente, corrió hacia el Campo de Smolensk, donde alguien encendía cerillas en la oscuridad. Tropezó, cayó, y sus manos fueron a posar sobre algo mojado. Se hizo de día, y vio que las tenía cubiertas de sangre. –¿Por qué gritas? –le preguntó Trofim Ivánich. Sofia se despertó. En realidad sí que había sangre, pero era su sangre habitual, la propia de las mujeres. Antes se trataba sólo de esos días en que caminar se volvía incómodo, en que notaba los pies fríos y se sentía sucia. Ahora era como si cada mes afrontase un juicio, y esperaba el veredicto. Cuando se acercaba la fecha no podía dormir, tenía miedo y ganas de que llegase cuanto antes; si esa vez no le venía, acaso resultaría que… Pero nada resultaba, en su interior había un hoyo, un vacío. Se había percatado de ello varias veces: por la noche, cuando, avergonzada, llamaba a Trofim Ivánich en un susurro para que se volviera hacia ella, él se hacía el dormido. Entonces Sofia tenía el mismo sueño: sola, a oscuras, corría al Campo de Smolensk, gritaba y, por la mañana, sus labios estaban aún más fruncidos. Durante el día, el sol giraba sin tregua, como un pájaro, describiendo círculos sobre la tierra. La tierra se extendía, desnuda. Al anochecer, todo el Campo de Smolensk humeaba, como un caballo acalorado. Un día de abril, las paredes se volvieron tan delgadas que se oyeron claramente los gritos de los niños en el patio: «Atrápala, atrápala». Sofia sabía que ese «atrápala» se refería a la hija del carpintero, Ganka. El carpintero vivía en el piso de arriba, estaba postrado en cama, enfermo probablemente de tifus. Sofia bajó al patio. Directa hacia ella, con la cabeza echada hacia atrás, corría Ganka, perseguida por cuatro niños del vecindario. Cuando Ganka vio a Sofia, dijo algo a los niños sin dejar de correr, luego siguió avanzando sola, con paso tranquilo. Ganka tenía calor, respiraba anhelosamente, le temblaba el labio superior con su pequeño lunar negro. «¿Cuántos años tendrá? ¿Doce, trece?», pensó Sofia. Era justo el tiempo que llevaba ella casada, Ganka podría ser su hija. Pero era de otros, se la habían robado a ella, a Sofia… De improviso, algo se le encogió en el estómago y subió a su corazón. Sofia aborreció el olor que emanaba Ganka y ese labio levemente trémulo con el lunar negro. –La doctora ha venido a ver a papá, está inconsciente –dijo Ganka. Sofia vio que los labios de la chica empezaban a temblar y que bajaba la cabeza como para reprimir el llanto. Y al instante Sofia se sintió mal de la vergüenza y la compasión. Tomó la cabeza de Ganka y la apretó contra sí. Ganka se apartó entre sollozos y echó a correr hacia la esquina oscura del patio; los niños se precipitaron tras ella.


Ángulo de reposo wallace stegner

esta novela excepcional del norteamericano stegner (1909-1993) ganó el premio pulitzer de 1972, y acaba de ser reeditada por libros del asteroide. toma los documentos de una de las primeras au-

toras en escribir sobre el lejano oeste, mary hallock foote, y su título de la jerga minera para designar la inclinación ideal para botar las rocas inservibles y seguir trabajando. en palabras de rodrigo fresán, “no leerla es un pecado imperdonable porque –como comprende el protagonista al final de su viaje– ‘sólo los muy afortunados dan con la piedra angular’. buena suerte: aquí está.”

A

hora creo que me dejarán en paz. Es evidente que Rodman vino con la esperanza de encontrar pruebas de mi incapacidad, aunque cómo un incapaz pudo restaurar este lugar, trasladar la biblioteca arriba y hacer que lo transportasen allí sin levantar las sospechas de sus vigilantes hijos, debiera ser una cosa difícil de responder hasta para Rodman. Me enorgullezco un tanto del modo en que gestioné todo eso. Y Rodman se marchó esta tarde sin encontrar ni una pizca de eso que él llama datos. Así que esta noche puedo estar aquí sentado sin que el magnetófono chirríe más fuerte que el tiempo electrizado, y puedo decirle al micrófono el lugar y la fecha de esta especie de inicio y esta especie de regreso: Casa Zodíaco, Grass Valley, California, 12 de abril de 1970. Justo en ese punto, podría decirle a Rodman —que no cree en el tiempo—, fíjate en una cosa: empecé a asentar el presente y el presente avanzó. Lo que yo establecí está ya enterrado bajo capas de cinta grabada. Antes de poder decir yo soy, yo era. Heráclito y yo, profetas del fluir, sabemos que ese fluir se compone de partes que se imitan y repiten las unas a las otras. Soy o era, también soy acumulativo. Soy todo lo que alguna vez fui, penséis lo que penséis Leah y tú. Soy mucho de lo que mis padres y especialmente mis abuelos fueron, heredé la estatura, el color, el cerebro, los huesos (esa parte, por desgracia), más prejuicios, cultura, escrúpulos, gustos, moral y errores éticos transmitidos que defiendo como si fueran personales y no familiares. Incluso los lugares, y en especial esta casa cuyo aire el pasado hace denso. Mis antecedentes me sostienen aquí como la vieja glicina de la esquina sostiene la casa. Contemplando sus cables enrollarse dos o tres veces en torno a la casa se podría jurar, y se tendría razón, que si los cortasen el edificio se vendría abajo. Rodman, como la mayoría de los sociólogos y la mayor parte de su generación, nació sin sentido de la historia. Para él no es más que una ciencia social abortada. El mundo ha cambiado, papi, me dice. El pasado no va a enseñarnos nada a propósito de lo que tenemos por delante. Tal vez lo hiciera alguna vez, o lo pareciese. Pero ya no más. Probablemente piense que tengo el sistema vascular de mi cerebro tan endurecido como las vértebras cervicales. Probablemente hablen de mí en la cama. Está mal de la cabeza, vivir allí solo... cómo podríamos, a menos que... inútil... si se cae del porche con la silla de ruedas ¿quién le rescatará? Si se prende fuego con un cigarro, ¿quién se lo apagará?... Maldito viejo independiente, terco como una mula... peor que una criatura. Nunca tiene en cuenta las molestias que produce a la gente que tenemos que cuidar de él... La casa en la que me crié, dice. Papeles, dice,

lo que siempre quise hacer... todos los papeles de la abuela, sus libros, recuerdos, dibujos, esos cientos de cartas que nos devolvió la hija de Augusta Hudson cuando murió Augusta... un montón de reliquias del abuelo, algunas del padre, otras mías... cien años de crónica familiar. Muy bien, estupendo. ¿Por qué no donar ese material a la Historical Society y conseguir una buena deducción de impuestos? Todavía puede trabajar en ello. Por qué empaquetarlo todo, incluido él, en esa vieja casa destartalada en mitad de cinco hectáreas de tierra que podríamos convertir en algo bueno para todos si aceptase venderla. ¿Por qué criar telarañas como un personaje de novela sureña en un sitio donde nadie puede echarle un ojo de vez en cuando? No dejan de pensar en lo que es bueno para mí, en sus términos. No se lo reprocho, sólo me resisto. Rodman tendrá que informar a Leah de que he arreglado la casa para ajustarla a mis necesidades y que me las arreglo bien. He hecho que Ed cerrase toda la parte de arriba excepto mi habitación y el cuarto de baño y este estudio. En el piso de abajo sólo utilizamos la cocina y la biblioteca y la veranda. Todo está limpio y ordenado y estibado como en un barco. No hay datos. Así que puedo prever las visitas regulares de inspección y peticiones mientras esperan que me harte completamente de mi independencia. Escrutarán en busca de signos de senilidad y de dolores crecientes, quizás incluso tengan la esperanza de que se produzcan. Entretanto caminarán sin hacer ruido, hablarán en voz baja, agitarán con suavidad la bolsa de la avena, susurrarán y se acercarán cuanto puedan hasta que su brazo consiga deslizar la soga en torno al viejo cuello ya rígido y puedan trasladarme a las verdes praderas para ancianos de Menlo Park donde los cuidados son magníficos y hay tantas cosas para que los residentes estén felices y ocupados. Si sigo tan testarudo acabarán por tener que tomar la decisión en mi nombre, quizás mediante un computador. ¿Quién puede discutir con un computador? Rodman perforará todos sus datos en las tarjetas y las meterá en su máquina, que nos dirá a todos que ya es la hora. He de hacerles entender que no estoy simplemente matando el tiempo mientras me voy petrificando lentamente. No estoy muerto ni inerte. Mi cabeza sigue funcionando. Tengo muchas cosas poco claras, incluido yo mismo, y quiero sentarme a pensar. ¿Quién ha tenido nunca mejor oportunidad? ¿Qué pasa si no puedo volver la cabeza? Puedo mirar perfectamente en cualquier dirección haciendo girar la silla de ruedas, y escojo mirar atrás. Y a pesar de la opinión contraria de Rodman, ésa es la única dirección de la que podemos aprender.

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Sobre el Arte poética de Horacio juan cristóbal romero

clásico

este es el prólogo a la nueva edición del clásico latino que próximamente presentará ediciones tácitas, con traducción del poeta romero. además de explicar el contexto del poema, plantea una declaración del principios sobre la ardua tarea de traducir a horacio.

A

lo largo de su vida Horacio escribió por igual crítica literaria y poesía. Su crítica fue fragmentaria, de ocasión, impulsada principalmente por su propia práctica del oficio poético y limitada por las características del destinatario y los propósitos particulares de cada una de sus cartas. Hacia cierto punto de su carrera, sin embargo, produjo un trabajo con una intención crítica mayor. Esa obra fue el Arte poética y su propósito fue presentar una visión de lo que él consideraba gran poesía. Con todo, el Arte poética no es un tratado formal ni menos un manual sistemático de teoría literaria, como se ha querido presentar. Tiene el tono discursivo y personal de cualquiera de sus epístolas literarias; carece de la completitud, la precisión y el orden lógico de un compendio bien concebido. Es una viva y entretenida carta en verso escrita por un hombre instruido para sus amigos, quienes comparten con él el amor por la poesía; por lo tanto, conviene juzgarla bajo los mismos estándares de sus otras cartas y debe ser considerada simplemente como una serie de meditaciones más o menos al azar inspiradas por una circunstancia especial sobre un arte que preocupaba a uno o más de los destinatarios. Que haya sido dirigida a los Pisones, padre e hijos, no es un mero cumplido. La presencia de ellos cumple una función vital en la arquitectura y propósitos del poema; el lugar en que cada uno de sus nombres o atributos personales son insertados corresponde siempre a un punto que busca ser enfatizado. Sin embargo, es al mayor de los hijos a quien el poema y sus recomendaciones parecen dirigirse preferentemente. El joven Pisón es representado no sólo teniendo ambiciones literarias sino también habilidades poéticas. Horacio en su carta no pretende desalentarlo, sino más bien reclutarlo como discípulo en la severa escuela clásica. Cuales sean los infinitos sentidos y estructuras que los especialistas han querido distinguir en el Arte poética, hay un motivo que consolida el argumento en una única y sistemática doctrina: la poesía es un oficio y como todo oficio posee reglas cuya práctica supone instrucción previa y un esfuerzo paciente. Así, Horacio no escatima un verso sin hacerle notar al joven Pisón la amplitud de conocimientos y experiencia que debe reunir, en especial en los campos de historia y teoría poética, antes de convertirse en un poeta. La particular atención que pone Horacio en las técnicas de las obras satíricas ha sido siempre un quebradero de cabeza para sus comentaristas, y puede deberse a una sola razón: el joven Pisón quiere escribir un poema dramático, quizás uno de temática homérica, según las reglas de la sátira griega. También podemos inferir como antecedente a este pequeño drama que el mayor de los hermanos estaría recién experimentando con el género dramático y que su angustiado padre, induciéndolo a que aprenda previamente la técnica, ha mostrado su preocupación a Horacio de quien solicita apoyo. Es así como Horacio se enfrenta a la tarea de captar la atención del joven en medio de la ignorancia e insincera adulación de sus amigos y persuadirlo de la necesidad de adquirir la maestría en el oficio antes de aspirar a escribir una obra de cierto valor.

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El Arte poética es el poema más largo de Horacio y posiblemente el último. Es muy probable que la “Carta a Augusto” y la “Carta a Floro”, agrupadas en el Segundo libro de cartas, hayan sido originalmente pensadas para ser publicadas junto al Arte poética. Hay suficientes relaciones entre las tres cartas en contenido, forma y propósito, para llegar a considerarlas un grupo unitario de poemas. Asimismo, los tres poemas juntos suman 962 líneas, aproximadamente el mismo largo del Libro primero de cartas, una medida conveniente para un rollo de papiro. Mi decisión de emprender una traducción del Arte poética en endecasílabos tiene su origen en la idea de que las versiones modernas de poemas clásicos deben ofrecer al lector una experiencia que imite o finja al menos los atributos del original, en nuestro caso un poema escrito en hexámetros latinos. Entre sus atributos baste señalar la restricción silábica, el ritmo periódico y las interrupciones de la continuidad natural de la frase cuando opera un encabalgamiento, recurso que a mi juicio pierde rendimiento en una versión en prosa o en versículo libre. Asimismo, para aquellos que entendemos la traducción como un ejercicio creativo, la regla métrica agrega nuevas restricciones a la ecuación traductora las que facilitan el ensayo de una versión más fiel que exacta. Cualquier traducción, en especial la de un poema, supone practicar una alquimia mayor. Piénsese en un anillo elaborado en una aleación preciosa que se desea transmutar en otra, igualmente noble, pero de distinta naturaleza, conservando la factura del modelo, sus asperezas, sus destellos, sus medidas. Aquí no sólo cuenta la transformación química de los elementos desde una substancia a otra, sino la reelaboración fiel del original. Un arte de magia imposible. Para el humilde alquimista que sólo le es permitido transmutar ciertos atributos de la pieza inicial, la traducción se vuelve un juego de omisiones y de acentos. La presente versión del Arte poética no reclama, cuáles sean, méritos filológicos más allá de los que pueden esperarse de unas reflexiones deductivas en verso con las que probé trasladar cierto tono y énfasis que percibí en el original. En este sentido, el presente libro, al igual que mi traducción de El libro segundo de las cartas, conviene ser considerada como una extensión de la lectura que he venido realizando desde hace unos años de la obra de Horacio y en particular de este magnífico poema.


De la naturaleza y de la razón giacomo leopardi

Zibaldone es el diario de más de cuatro mil páginas que el gran poeta italiano leopardi (1798-1837) escribió en sus últimos quince años de vida. la editorial gadir recogió algunas de las notas de esos excepcionales cuadernos, de espíritu dulcemente pesimista, que fascinó a pensadores tan agudos como canetti y cioran. este es un fragmento de la selección sobre el lugar del hombre en la naturaleza. 10 de julio de 1822 El hombre no es perfectible, sino corruptible. No es más perfectible, sino más corruptible que los otros animales. Es ridículo, pero a pesar de todo es natural, que nuestra corruptibilidad y degenerabilidad y depravabilidad se haya tomado y se tome en boca de los más grandes y sutiles y perspicaces y visionarios ingenios y filósofos por perfectibilidad. 2 de noviembre de 1822 El hombre odia al hombre por naturaleza y necesariamente, y por tanto, por naturaleza, éste, así como los otros animales, está dispuesto contra el sistema social. Y dado que no puede nunca vencerse a la naturaleza, vemos que ninguna república, ninguna institución o forma de gobierno, ninguna legislación, ningún orden, ningún medio moral, político, filosófico, de opinión, de fuerza, de cualquier circunstancia, de clima, etc., ha sido nunca suficiente, ni lo es, ni lo será para hacer que la sociedad camine como se desearía, y que las relaciones entre los hombres vayan según las reglas de aquellos que se llaman derechos sociales y obligaciones del hombre hacia el hombre. 23 de abril de 1824 En el Diálogo de la Naturaleza y del Alma he considerado cómo la razón y la imaginación, y en definitiva las facultades mentales excelentes en el hombre sobre aquellas de cualquier otro ser vivo, le son causa de no poder nunca o casi nunca, y en cualquier caso difícilmente, hacer uso de todas sus fuerzas naturales, como hacen todo el día y sin dificultad alguna todos los demás animales. Se dice que los locos tienen una fuerza extraordinaria a la que no te puedes resistir, máxime cara a cara. Se cree que su enfermedad da esta fuerza por sí misma, al contrario de todas las demás enfermedades. ¿No está claro que esto procede de que en ellos, en sí mismos, no hay ningún impedimento para usar todas sus fuerzas naturales? ¿Qué los locos tienen más fuerza que los demás, sólo porque usan todas las que tienen, o en mayor medida de las que las usan los otros? Justamente como hace un animal, ni más ni menos. De lo que deduzco: ¡cuántos animales que se dicen ser físicamente más fuertes que el hombre, en realidad no lo son! ¡Cuánta fuerza debe de haber perdido el hombre por los progresos de su espíritu, no sólo radicalmente, sino también por verse impedido a usar las que le quedan! El hombre, incluso corrupto

clásico

y deshabilitado, es mucho más fuerte de lo que él se cree. Los locos lo demuestran, que muchas veces superan en fuerza física a personas mucho más robustas que ellos, y animales que se consideran normalmente más fuertes que el hombre cuerpo a cuerpo. La embriaguez incrementa las fuerzas no sólo radicalmente, sino también en sentido negativo, por el uso, que ella impide o turba, de la razón. Sin una absoluta falta o suspensión de este uso, ningún hombre, aunque sea irreflexivo, aunque niño, aunque salvaje, aunque incluso desesperado (todos los cuales, sin embargo, se ve por experiencia que han mostrado o más bien muestran tener en proporción mucha más fuerza que sus contrarios), usa, ni siquiera en las mayores necesidades, en los mayores peligros, todas las fuerzas que él tiene justamente en todas sus clases y en toda su extensión. No así los animales: es seguro que estos ahorran una parte infinitamente menor de sus fuerzas, incluso en pequeños peligros, necesidades, deseos, propósitos, que las que ahorra el hombre, incluso el más desesperado etc., en los mayores. 11 de mayo de 1824 No hay quizá nada que tanto consuma y abrevie o haga en el futuro infeliz la vida, como los placeres. Y por otro lado la vida no está hecha más que para el placer, porque no está hecha sino para la felicidad, la cual consiste en el placer, y sin ella la vida es imperfecta, porque carece de su fin, y es una continua pena, porque ella es naturalmente y necesariamente un continuo y nunca interrumpido deseo y necesidad de felicidad, es decir, de placer. ¿Quién me sabe explicar esta contradicción en la naturaleza?

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Civilización de factoids gillo dorfles

ensayo

Falsificaciones y fetiches. La adulteración en el arte y la sociedad, del italiano gillo dorfles (1910), recién publicado por sequitur. artista y psiquiatra, dorfles formó en los 50 el movimiento por el arte concreto. sus textos críticos, como El devenir del arte, son considerados clásicos, y hoy, a sus más de cien años, sigue desarrollando un pensamiento desafiante y certero. aquí comienza su reflexión sobre los pseudo-acontecimientos –factoids– que forman la cultura y el arte actual. este es el ensayo inicial del libro

M

uchos de los fenómenos socioculturales más destacados del siglo XX parecen hoy en día, si no totalmente superados, sí menos relevantes y apremiantes: las profundas crisis sociales de la primera mitad del siglo XX, la lucha entre marxismo y capitalismo, el triunfo de una burguesía obtusa frente a un proletariado oprimido y desvalido. Nada de esto caracteriza nuestra sociedad contemporánea. También ha quedado relegada esa contundente ruptura artística que se produjo en los años diez y veinte, con el tumultuoso nacimiento de las vanguardias históricas (cubismo, futurismo, constructivismo). Si algo, por el contrario, distingue nuestra época, es lo que denomino la adulteración de nuestra cultura. Atravesamos una fase de nuestra civilización en la que muchos aspectos culturales, artísticos, pero también sencillamente existenciales, son presa de una global o parcial, deliberada o involuntaria, falsificación y fetichización. ¿Cómo y dónde se manifiesta este proceso de fetichización del que −conviene subrayarlo− muchos no son conscientes? Se manifiesta, en mi opinión, en la continua proliferación de acontecimientos que, en realidad, no son tales, sino que pueden definirse como pseudoacontecimientos −del mismo modo que muchos de los hechos que nos rodean resultan ser, una vez analizados, tan sólo factoids. Vivimos rodeados y acosados por estos factoids: vivimos entre ellos, convivimos con ellos, nos divertimos con ellos, hasta nos educamos científicamente y nos comunicamos artísticamente con ellos. Sería vano hacer una enumeración exhaustiva de los mismos; basta mirar a nuestro alrededor, especialmente a los medios de comunicación: a las imágenes “químicas” del cine y electrónicas del vídeo, a esa proliferación de videojuegos −fascinante pasatiempo para toda una generación de jóvenes, donde la simulación de guerras estelares, carreras automovilísticas, monstruos, marcianos, intrigas policiales, etc. incitan al jugador a vivir falsos peligros, supuestas victorias o derrotas, falsa diversión o, también, como veremos, orgasmos simulados no muy distintos de los de verdad y, por ello mismo, mucho más engañosamente fascinantes. Tal vez mi opinión pueda considerarse excesivamente apocalíptica y condicionada por todas las situaciones dramáticas de las últimas décadas (situaciones que parecen dar la razón a esos manidos discursos milenaristas: guerrillas, torturas, operaciones artísticas predominantemente comerciales, valores vinculados más a la moda que al estilo...). Y a quién me objete, aduciendo que las cosas ya vienen siendo así desde hace tiempo, le respondería que muchas cosas han cambiado radicalmente en el último cuarto de siglo: quizá, precisamente, desde que los medios de comunicación de masa se han impuesto sobre todos los demás. Nunca he condenado a priori estos medios de comunicación; antes 20 | H hueders

por el contrario, siempre he valorado sus aspectos positivos: su poder de persuasión, también educativo, las muchas cualidades creativas de la radio, la televisión, el cine, etc. Sin embargo, creo que su extraordinaria capacidad para engañar es una de las causas principales −sin duda, no la única− de la fetichización y, más específicamente, de la proliferación de los pseudo-acontecimientos. Conviene, en este sentido, delimitar el significado de este término. Día tras día, somos testigos de la desaparición o relegación de acontecimientos reales en beneficio de pseudo-acontecimientos que, manteniendo las apariencias de lo real, son, de entrada, objeto de unas manipulaciones que niegan la realidad misma (aunque conserven alguna verosimilitud con ella: eso que Aristóteles llamaba el eikòs). No me refiero, por supuesto, sólo a la televisión o a la radio, sino también a la fotografía y las revistas o a ese tipo de instrumentos llamados simulators que están invadiendo el planeta, no ya sólo como dispositivos lúdicos (los mencionados videojuegos), sino como simulaciones perfectas de acontecimientos capaces de ofrecer al individuo equivalentes a situaciones reales. El carácter ficticio del acontecimiento no se limita a las falsificaciones generadas por los medios de comunicación sino que implica directamente a los actores. Gran parte de los hechos trasmitidos por la televisión, ya sean manifestaciones públicas, huelgas, entrevistas (e, incluso, guerras) son “escenificados” por los involucrados, por los “televisados”, por el hecho mismo de estar delante de unas cámaras. Se trata de un fenómeno conocido y analizado pero que no por ello deja de revestir una importancia fundamental por cuanto confirma la práctica imposibilidad de visionar una transmisión televisiva en la que el comportamiento de los actores, y del público anónimo, no esté alterado por el hecho mismo de la transmisión televisiva. Pero también hay pseudo-acontecimientos, aparentemente más banales, que nada tienen que ver con los medios de comunicación de masas. En la película de Wim Wenders Tokyo-ga, vemos a un directivo de una compañía subir a la azotea de su rascacielos para jugar al golf: este golf simulado sobre un green de plástico también pertenece de pleno derecho a la categoría del pseudo-acontecimiento. Lo mismo cabe decir de la escucha de alguna famosa grabación, por ejemplo dirigida por Karajan, donde de la interpretación original queda sin duda algo, pero muy manipulado, pulido, como ocurre con las entrevistas a los personajes famosos donde se elimina todo aquello que se sale de la norma: las pausas, las dudas, los ataques de tos, que, en verdad, constituyen la verdadera esencia del discurso real. La lista de hechos que no son más que factoids −supuestos hechos− es infinita: sustancias sintéticas, imitaciones de la madera o del metal, flores de plástico… la gama es interminable. Algunos son, sin duda, beneficiosos: sería una necedad no reconocer, en nombre


de una absurda defensa de la naturalidad de los materiales, las ventajas prácticas, y también formales o estéticas, que pueden derivarse. Pero la falsificación de los acontecimientos reales en pseudo-acontecimientos y de los hechos en supuestos hechos, además de amplísima, es peligrosa. Consideremos, por ejemplo, las innumerables conmemoraciones en virtud de las cuales, fechas sin ninguna relevancia −que se corresponden con óbitos, nacimientos, cincuentenarios, tricentenarios−se convierten en objeto de ficticias glorificaciones; o esas ceremonias totalmente vacuas de entrega de premios y honores, que sólo existen para mantener ocupados a los miembros de los varios jurados y cuya celebración no viene a marcar ningún hecho sustancial sino que se queda en anécdota momentánea, evanescente. En el vivir rodeados de falsos acontecimientos radica la discrepancia entre lo auténtico y lo ficticio. No es casualidad que hoy se hable tanto, à tort et à travers, de realidad virtual. La realidad virtual nada tiene, desde el punto de vista científico, de reprensible; es un descubrimiento más, de los muchos logrados gracias a los medios electrónicos, que permite al ser humano dominar siempre mejor la naturaleza, su hábitat, incluso, sus propios órganos sensoriales. Pero una cosa es aceptar como tales esos mecanismos −y hacer uso de ellos para fines científicos e incluso estéticos− y otra, considerar que aumentan y modifican nuestras capacidades sensoriales y cognitivas. Hay, por ejemplo, quien ve en la realidad virtual un equivalente de los estados alucinatorios inducidos por hongos u otras drogas, o un equivalente incluso de los estados de conciencia paranormal provocados por prácticas iniciáticas y ceremonias secretas como las que hacen los monjes budistas. Lo mismo puede decirse de la falsificación espacio-temporal producida por la televisión. La actualidad espacio-temporal es continuamente distorsionada y deformada, no sólo cronológica, sino psicológicamente, siendo un claro ejemplo de esto la distorsión temporal que provocan las re transmisiones televisas que, a diferencia de las transmisiones, emiten en diferido acontecimientos acaecidos poco o mucho antes. El hecho mismo de acostumbrarse a esta duplicidad temporal supone acomodarse en una continua falsificación de nuestra experiencia del tiempo. Tanto es así que me parece legítimo comparar este tipo de coacción temporal con la Schrumpfung (retraimiento) analizada por el psiquiatra suizo Binswanger y que se da en algunos delirios esquizofrénicos y psicosis maniáticas en las que el tiempo sufre una desaceleración o expansión similar a la simulada por algunos procesos electrónicos, y típica también de muchas alteraciones sensoriales causadas por el uso de drogas. En modo alguno pretendo aquí adelantar hipótesis psico-fisiológicas sobre el problema de las drogas o de las enfermedades mentales, pero sí me gustaría señalar cómo el desquiciamiento y la deformación de nuestras experiencias espacio-temporales son otro ejemplo de la generalizada adulteración que caracteriza la civilización actual. Esta, voluntaria o involuntaria, alteración de la experiencia temporal se manifiesta también en la repetición de muchos actos y gestos de la vida cotidiana. La cotidiana reiteración de los rituales de vida acaba imponiendo un presente continuo que se sustituye a una vida anclada en el pasado o proyectada hacia el futuro. (…) Repetición, en definitiva, y aplanamiento del tiempo en un presente continuo. Parecida monotonía suscita el agotamiento de muchas formas artísticas −pictóricas, arquitectónicas, del diseño−y, en general ,todo aquello que cabe definir como rituales del presente. El sociólogo francés Michel Maffesoli ha analizado los distintos aspectos del problema de la repetitividad mítica en la vida cotidiana, denunciando sus males y, también ,justificando algunas de sus aparentes mixtificaciones. Así, en las artes actuales, Maffesoli percibe

un fenómeno iterativo similar a determinados aspectos mágicos de las antiguas civilizaciones, que estarían resurgiendo en nuevas encarnaciones de lo cotidiano. El cine, por ejemplo, más allá de sus particularidades técnicas, presenta unos fenómenos propios de lo que puede considerarse como una especie de actividad mítica. “La sobreimpresión, el difuminado, el flash-back, son trucos, mecanismos con efectos mágicos que expresan el sentido cíclico o inmóvil del tiempo. Retoman todo lo que constituye la fuerza y la eficacia del mito. El tiempo reversible, cíclico, que se puede repetir a voluntad”. No sorprende que Maffesoli cite el libro de Puech sobre la gnosis y su interpretación del eterno retorno, de la anakylosis, de la reversibilidad que anula la duración cronológica y la convierte en una constante actualidad. Elementos parecidos se dan en otros ámbitos literarios: las historias de vampiros y fantasmas o las elucubraciones astrológicas, son fenómenos que constituyen el sustrato de los mitemas de la cotidianidad de muchas personas. Esta repetición quizá sea uno de los engaños o trampas de la vida moderna, pero también puede entenderse como uno de sus remedios. La repetición frena la entropía social, es un modo de conservación que, por la dedicación que exige, niega el paso del tiempo cronológico. Estaríamos, así, cerca de esa intemporalidad del mito que he analizado en distintas ocasiones y que constituye uno de los principios fundamentales de toda investigación sobre estas cuestiones: desde el tiempo vorgeschichtlich (pre-histórico) de Schelling a los estudios sobre el imaginario de Durand y Hillmann. Este deseo de vivir en el presente, de conservar a toda costa la contemporaneidad (a través del cotidiano reiterarse de los noticieros televisivos, de la publicidad, de los rituales patrióticos, de las celebraciones de absurdamente señaladas fechas: día de la madre, de los enamorados, etc.), sin embargo, trae consigo no pocos perjuicios: basta pensar en algunas aberraciones pictóricas (los anacronistas o los citacionistas) que creen haber superado la entropía artística recreando ciega y torpemente el gran pasado pictórico; o pensar en tantas producciones literarias que recrean acontecimientos históricos completamente superados o crónicas de sucesos de las que los periódicos ya dieron cuenta.

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Rubio y Morena tennessee williams

nueve relatos escritos por el gran escritor norteamericano en los años

40 y 50

acaban de ser

publicados, sorprendentemente, por primera vez en castellano. el libro se llama Mal trago (errata naturae) y posee la delicadeza, ferocidad, humor y melancolía que caracteriza a los clásicos per-

sonajes de williams, con vidas mínimas y deseos enormes que intentan consumar bajo ambientes, e intimidades, opresivos. una joya narrativa; presentamos el comienzo de uno de los relatos.

E

l escritor Kamrowski tenía muchos conocidos, especialmente ahora que su nombre había empezado a adquirir cierto lustre público, y también tenía unos pocos amigos que había conservado a lo largo de los años del mismo modo que conservas unos pocos libros que has leído varias veces, pero de los que no te quieres deshacer. Esencialmente era un hombre solitario que, sin ser autosuficiente, vivía como si lo fuera. Nunca había sido capaz de creer que nadie se preocupase mucho por él de verdad, y quizá nadie lo hacía. Cuando las mujeres lo trataban con ternura, lo que ocurría a veces a pesar de su reserva, él sospechaba que estaban tratando de engañarle. No estaba cómodo con ellas. Hasta le incomodaba sentarse frente a una mujer en la mesa de un restaurante. No podía devolverle la mirada por encima de la mesa ni concentrarse en las brillantes cosas que ella estuviese diciendo. Si por casualidad llevaba una joya en el cuello o en la solapa de la chaqueta, mantenía los ojos en el adorno y lo miraba con tal fijeza que ella acababa por interrumpirse para preguntarle por qué lo encontraba tan fascinante o, incluso, se lo llegaba a quitar del vestido y se lo alargaba por encima de la mesa para facilitarle una inspección más próxima. Cuando se iba a la cama con una mujer, el deseo a menudo abandonaba su cuerpo tan pronto como se quitaba la ropa y exponía su desnudez ante ella. Sentía sus ojos sobre él, mirando, sabiendo, suponiendo, y el deseo escapaba como si fuese agua, dejándolo sin movimiento, como un cuerpo muerto en la cama, junto a ella, impermeable a sus caricias y abrasado de vergüenza, llegando a rechazarla casi con malos modos si ella insistía en intentar despertar su pasión. Pero cuando ella había renunciado a intentarlo, cuando por fin le había dado la espalda a su cuerpo indiferente y se había quedado dormida, entonces se daba vuelta lentamente, ardiendo de deseo, no de vergüenza, y empezaba a aproximarse a la mujer hasta que con una queja de anhelo, más poderosa incluso que el temor que había sentido por ella, la sacaba del sueño con la brutal precipitación de un toro en un apareamiento sin amor. No era la clase de amor al que las mujeres responden con mucha comprensión. En él no había ternura, ni antes ni después de que el acto se completara, con el frígido bochorno del principio y la saciedad de después, los dos entregados a ello de manera tosca y burda y casi muda. Pensaba de sí mismo que no era bueno con las mujeres, y por esa razón sus relaciones con ellas habían sido infrecuentes y efímeras. Era un tipo de impotencia psíquica de la cual estaba amargamente avergonzado. Sentía que no podía ser explicada, así que nunca trataba de explicarla. Y así vivía solo e insatisfecho salvo por su trabajo. Era amable con todo el mundo, de un modo uniforme, porque le parecía más fácil así, pero olvidaba casi todos sus compromisos sociales o, si por casualidad se acordaba de uno mientras estaba trabajando, suspiraba, no muy profundamente, y seguía trabajando, sin siquiera llamar para llamar por teléfono y decir: “Discúlpame, estoy trabajando”. La

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relación que tenía con su trabajo era en parte absurda, pues no era un escritor especialmente bueno. De hecho, era casi tan torpe en su escritura como lo había sido en sus relaciones con las mujeres. Escribía del modo en el que siempre había hecho el amor, con un sentimiento de aprensión, haciéndolo lo más rápido posible, ciega y febrilmente, como si temiera ser incapaz de culminar el acto. Puede que se estén preguntando por qué se les presentan estos detalles desagradablemente clínicos al principio de la historia. Es para hacer más comprensible la relación con la que el cuento ha de lidiar, una relación singular entre el escritor Kamrowski y una chica mexicana, Amada, que comenzó en la fronteriza ciudad mexicana de Laredo, un verano durante la guerra en que Kamrowski estaba regresando de un viaje por el interior de México. Debido a su nombre y su apariencia sospechosamente extranjeros y un nervioso hábito del habla que muy fácilmente daba la impresión de un acento, Kamrowski había sido retenido en la frontera por los agentes de aduanas y por los funcionarios de inmigración. Le habían confiscado los papeles para que los examinasen expertos en claves, y Kamrowski se había visto obligado a quedarse en Laredo mientras se alargase el examen. Había tomado una habitación en el hotel Texas Star. la noche que pasó ahí fue muy calurosa. Se tumbó sobre la colcha de la cama, que se escurría, y estuvo fumando cigarrillos. Como era una noche tan calurosa, estaba ahí tumbado, desnudo, con las ventanas abiertas y la puerta también abierta, con la esperanza de generar una corriente de aire sobre su cuerpo. La habitación estaba bastante oscura, salvo por su cigarrillo, y en el pasillo del hotel casi no había luz. Más o menos a las tres de la mañana apareció una figura en el umbral. Era tan alta que supuso que sería un hombre. No dijo nada sino que siguió fumando, mientras la figura de la puerta parecía estar contemplándolo. Había oído cosas sobre la conducta de los huéspedes del Texas Star, así que no se sorprendió cuando empujaron la puerta para abrirla más y la figura entró y avanzó hasta el borde de la cama. Hasta que la cabeza se inclinó sobre él y el pesado cabello negro cayó sobre su carne desnuda no se dio cuenta de que la figura era la de una mujer. “No”, dijo él, pero la visita no le hizo caso y, después de un rato, Kamrowski se había resignado a ella. Luego le gustó y, al final, le encantó. El encuentro había sido tan exitoso que por la mañana Kamrowski se la quedó. No le hizo preguntas. Ella no le hizo ninguna. Se limitaron a marcharse juntos, y no parecía que les importase adónde iban. Durante unos pocos meses Kamrowski y la chica mexicana, llamada Amada, viajaron por los estados sureños en una carraca que se mantenía de una pieza de milagro, y la mayor parte de ese tiempo la chica lo pasó sentada a su lado en silencio mientras él estaba absorto en sus pensamientos. No tenía la más remota idea de cuáles eran los pensamientos de ella y no le inquietaban mucho. Sólo la vio volver la cabeza


narrativa Traducción de Bárbara Mingo. Gentileza de Errata naturae

una vez y eso fue cuando estaban recorriendo la calle principal de una pequeña ciudad en Louisiana. Se giró para ver qué era lo que había mirado. Una chica negra vestida de manera muy vistosa estaba en la esquina de una calle entre un grupo de hombres blancos toscamente vestidos. Amada sonrió levemente y asintió con la cabeza. “Puta”, dijo, sólo eso, pero la ligera sonrisa de reconocimiento se mantuvo en su cara durante un buen rato después de que hubieron perdido de vista la esquina. No sonreía a menudo y por eso lo que había ocurrido se le quedó clavado en la cabeza. La compañía no era algo ni acostumbrado ni sencillo para Kamrowski, ni siquiera la compañía de los hombres. Era la primera chica con la que había vivido de manera continua, y para su satisfacción le pareció posible olvidar su presencia, excepto como un cierto confort casi abstracto como el de la calidez o el sueño. A veces se sentía un poco asombrado, un poco incrédulo por aquella súbita alianza entre los dos, aquella coincidencia accidental de sus dos vidas tan diferentes. A veces se preguntaba por qué se la había llevado con él y no podía explicárselo a sí mismo y aun así no lo lamentaba. No se había dado cuenta, al principio, del curioso aspecto de ella, no hasta que otras personas lo notaron por él. A veces, cuando se detenían en una gasolinera o entraban en un restaurante por la noche, notaba cómo los extraños la miraban con una especie de entretenida sorpresa y entonces la miraba también él y también a él lo entretenía y sorprendía lo extraño de su apariencia. Era alta y de hombros estrechos y la mayor parte de la carne de su cuerpo se concentraba en las caderas, que eran tan grandes como la grupa de un caballo. Sus manos eran tan grandes como las de un hombre pero no hábiles. Sus movimientos eran demasiado nerviosos y con los pies hacía un sonido torpe y caballuno. Estaba continuamente tropezando o enganchándose con algo debido a su tamaño y sus desgarbados movimientos. Una vez se le enganchó la manga de la chaqueta al cerrar la puerta del coche, y en lugar de abrirla tranquilamente y desenganchar la manga atrapada, empezó a emitir gritos cortos y gimoteantes y a tirar de la manga hasta que el tejido cedió y una parte de la manga se rasgó. Después de eso, notó que el cuerpo de ella estaba temblando como si acabara de pasar por una terrible experiencia nerviosa y, a lo largo de toda la cena en el café del hotel, estuvo levantando la manga desgarrada y mirándola con el ceño fruncido y una expresión perpleja como si no entendiese cómo había acabado así, y luego lo miraba a él con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada interrogativa, como para preguntarle si él entendía lo que le había pasado a la manga rasgada. Después de la cena, cuando habían subido, cogió un par de tijeras y con esmero cortó la manga a lo ancho para devolverle un límite claro. El señaló la disparidad entre las longitudes de las dos mangas. “Ja, ja”, dijo la chica. Levantó la chaqueta para verla a la luz. Vio la diferencia ella misma y empezó a reírse. Al final tiró la chaqueta a la papelera y se tumbó en la cama con una revista de cine. La hojeó velozmente hasta que llegó a la foto de un joven actor en una playa. En esa página se detuvo. Se acercó la revista a los ojos y la miró con su enorme boca colgando abierta durante media hora, mientras Kamrowski yacía a su lado en la cama, en una plácida calidez, consciente de ella sólo a medias, hasta que, antes de dormir, tan pacíficamente como luego dormiría, se dio la vuelta para abrazarla. Kamrowski había llegado a quererla. Lamentablemente, era aún menos claro al hablar de cosas así de lo que habría sido al tratar de escribir sobre ellas. No era capaz de hacer entender a la chica la ternura que sentía por ella. No era un hombre que pudiera siquiera decir: “Te quiero”. Las palabras no le salían de la garganta, ni siquiera en las intimidades de la noche. Sólo podía hablar mediante el cuerpo y las manos. Con su mente infantil, la chica debía de encontrarlo totalmente incomprensible. Ella no podía creer que la quisiese, pero debía de ser igualmente incapaz de descifrar los motivos por los que se quedaba con ella si no lo hiciese. Kamrowski nunca sabría cómo se explicó esas cosas a sí misma, ni si trató de explicárselas, ni si era realmente tan estúpida como parecía, pues no buscaba razones para las cosas sino que se limitaba a aceptarlas como eran. No. El nunca sabría cómo. La oscura figura en el umbral del hotel, incluso confundida al principio con la de un hombre, nunca pasó a la luz. Se quedó en la sombra. “Morena”. Ella le llamaba “Rubio” algunas veces cuando lo tocaba. “Rubio”, en español. A veces él contestaba: “Morena”, en español. “Morena”. Ella era eso y ya está. Algo oscuro. Morena de piel, morena de pelo, morena de ojos. Pero el misterio se puede amar igual que el conocimiento y no cabían muchas dudas sobre si Kamrowski la amaba. hueders H | 23


Una belleza inaceptable samuel monder

este texto sobre la obra de alejandra pizarnik forma parte del libro La invención del deseo. Filosofía mo-

ensayo

derna y literatura argentina (cuarto propio). su autor es un destacado investigador y profesor, doctor en literatura de universidad de berkeley. otro de sus libros es Ficciones filosóficas. Narrativa y discurso teórico en Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández.

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e apariencia austera, anunciando ser sólo una reseña, el relato del que vamos a ocuparnos posee tantos niveles y pasadizos secretos como el castillo mismo en el que transcurren los hechos. La puerta principal nos lleva al texto homónimo de Valentine Penrose, La condesa sangrienta. En tanto se nos promete la reescritura minimalista de un libro ajeno, podemos percibir un visible guiño a Borges. Pero si levantamos un poco la vista, por debajo del título, encontramos una cita que nos remite a Saint Genet, de J. P. Sartre: “El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza”. Constatamos entonces aquí la superposición de dos lógicas diferentes, una de las cuales impone sobre la otra una estética del delito. De este modo, las tan borgeanas e inocentes operaciones de substracción, duplicación y corte practicadas por Pizarnik sobre el texto de Penrose adquieren una inquietante correspondencia con el secuestro, los cortes en el cuerpo y el asesinato en serie de cientos de doncellas. Se produce, entonces, una interesante metamorfosis: el distraído bibliotecario borgeano se convierte en Erzébet Báthory, la condesa sangrienta, cuyo sofisticado catálogo de torturas no resulta ser sino otra fallida transcripción del Aleph, u otra interrumpida edición de Orbis Tertius. La consigna: agotar todas las posibilidades de un lenguaje determinado. Hasta aquí la similitud. Sólo que –si pensamos en personajes de Borges– la condesa corregiría al heresiarca de Tlön en un punto muy importante: ahí donde éste dice que los espejos y la paternidad son abominables, ella no dudaría en salvar los espejos, que la fascinan sin remordimiento alguno. En cuanto a la paternidad, no hay un gran peligro: se trata quizás del único exceso incompresible dentro del universo eminentemente femenino de la condesa. Detengámonos en los espejos. Aquí nos encontramos con otra cita, esta vez de Octavio Paz: “Todo es espejo”. Tal es el epígrafe de una sección clave en el texto de Pizarnik, donde nos enteramos de la pasión que siente la condesa por estos adminículos. La condesa se ha hecho construir un espejo muy especial frente al que pasa incontables horas; Pizarnik comenta que Erzébet Báthory, sin saberlo, al construir ese espejo ha construido los planos de su morada. En otras palabras, el castillo es pura interioridad espejada. Al respecto, quisiera argumentar que este espejo no está vinculado a la reproducción (que es el problema del heresiarca de Tlön), sino a la repetición. En otras palabras, no se trata del objeto de terror de Borges, sino (como ha observado Roland Barthes respecto de Sade) del objeto de placer de los libertinos. Este juego de espejos nos acerca al modelo de conciencia de la filosofía moderna: una interioridad todo-espejada, como el castillo de la condesa. Es dentro de esta interioridad que se libra cierta batalla que, me interesaría mostrar, tiene ciertas consecuencias respecto de nuestras ideas sobre la literatura. En este sentido, “La condesa sangrienta” trabaja sobre cierto modelo de subjetividad introduciendo una variante crítica. Si hablamos del sujeto moderno, encerrado en su propia conciencia por los filósofos como la condesa en su castillo, 24 | H hueders

podemos hablar también de su patología emblemática. Así, el título de la sección que comienza con el epígrafe de Octavio Paz se llama “El espejo de la melancolía”. La melancolía, nos enteramos, es un espejo musical. El sujeto melancólico es pensado en términos rítmicos; y esto nos aleja bastante del sujeto de representaciones de la filosofía moderna. El problema de la melancolía es muy diferente del de la representación. Este último es muy complejo, desde luego. Pero, formulado en términos de la subjetividad moderna (considerada como pura interioridad espejada), consiste en observar, amargamente, que nunca podemos asomar la cabeza siquiera un poco por fuera de nuestra conciencia para examinar si nuestras aventuradas representaciones coinciden, o no, con la realidad. La dificultad consiste, justamente, en que todo es espejo. La realidad queda, literalmente, afuera: un afuera al que nunca tenemos acceso (porque todo es espejo). Podemos reconocer aquí el procedimiento típico de tantas historias de Borges: el relato de una única empresa, la búsqueda de la representación absoluta del universo y su fracaso grandioso. Borges construye todo su proyecto estético a partir del problema de la representación. Desde este punto de vista, no se trata ya de reproducir fielmente la elusiva realidad, como en la novela realista, sino de constatar con infinito alborozo que lo real siempre falta a la cita. Sobre esta falla escribe Borges. El modelo rítmico –el modelo del sujeto melancólico– propone algo muy diferente; se trata de otro tipo de experiencia de lo real. Es algo que tiene que ver, más bien, con el automatismo, con los mecanismos de la repetición. De hecho, nos dice Pizarnik, el espejo de la melancolía se parece mucho más a una cajita de música que a un espejo. El sujeto melancólico desentona, va a otro ritmo, porque siempre toca la misma melodía: no importa el ritmo que lleve el mundo a su alrededor. La melancolía es la atroz percepción del desajuste entre nuestra cajita, que repite siempre lo mismo, y la desenfrenada danza del mundo exterior. Esta vez la realidad acude a la cita, sólo para atestiguar que no estamos a tono con ella. La diferencia entre un modelo y otro no es nada menor. Una estética montada sobre el modelo del problema de la representación se solidariza muy rápidamente con las teorías idealistas que tanto fascinan a Borges; esto conduce a una proliferación de infinitos lenguajes, una multiplicación de imágenes alternativas del universo, ejercicios en los que, como es sabido, se complacen los sabios de Orbis Tertius. Lo que me pregunto ahora es si, a partir de nuestra lectura de “La condesa sangrienta”, la imagen de la cajita musical puede ser conceptualizada en términos de una estética que no sólo se opone al realismo (y a la idea de mímesis), sino también, de un modo más radical, al concepto mismo de representación y a los más sofisticados juegos que se derivan de éste –juegos que Borges parece haber agotado–, en torno a la copia de la copia y otras aporías y maravillas de la reproducción.


El vacío visto desde Sexto Piso eduardo rabasa

una reflexión del editor de sexto piso a propósito del octavo aniversario de la editorial mexicana.

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ace poco publicamos en la revista SP un texto del editor alemán Heinrich von Berenbergen el que relataba un chiste común en el mundo editorial germano: se cuenta que el segundo libro en salir de la imprenta de Gutenberg trataba sobre la crisis y próximo fin de la industria editorial y del libro como tal. Si el pesimismo ontológico es inherente al mundo del libro, se convierte en agudo y terminal en cuanto se habla de edición independiente. A Jorge Herralde se le atribuyen frases como «Lo único seguro de una editorial independiente es que va a desaparecer», y ha escrito otras como «En cuanto a la edición independiente, la teoría es fácil, lo difícil es la práctica». En Suecia existe una frase que funciona como disuasiva advertencia para todos los ingenuos empeñados en montar una editorial: «10 millones, 10 años», en referencia al capital y tiempo necesarios para averiguar si el proyecto tendrá posibilidades de sobrevivir o no. Manuel Borrás, fundador y capitán del impecable sello Pre-textos, ha revelado que su editorial tardó quince años en empezar a consolidarse, tiempo durante el cual tuvieron que invertir recursos y trabajo sin la certeza plena de si era un proyecto rentable o no. Durante estos ocho años transcurridos desde la fundación de Editorial Sexto Piso, no ha ocurrido nada en la práctica que nos permita pensar que este pesimismo es exagerado o injustificado. Incluso, se habla mucho de los «good old days» donde la edición era un mundo de caballeros, preocupados por ser un puente entre la literatura y los lectores, que desempeñaban su actividad con un amor artesanal por el libro como objeto, entablando relaciones de amistad y lealtad de por vida con sus autores, etc. Nada que ver con la realidad que nosotros hemos conocido, donde parece que ahora sí están contados tanto los días de la edición independiente como los del libro impreso; donde los grandes grupos (con honrosísimas excepciones de editores magníficos, que leen muchísimo, que gustan de la literatura y se mueven con códigos de integridad, cuyo ejemplo paradigmático para mí es Claudio López de Lamadrid, de Random House-Mondadori) actúan de una manera rapaz con el único objetivo de maximizar sus beneficios, sin importar si en el proceso atentan contra la industria editorial en el largo plazo, incluidos sus propios intereses; donde se corrobora de manera cotidiana que la gente lee poco, principalmente en los niveles sociales donde el poder adquisitivo no sería un obstáculo para la lectura; donde asistimos al cierre masivo de librerías, a las que cada vez les cuesta más trabajo competir con las grandes superficies y su reducidísima oferta de best-sellers a precios muy bajos; y, por último, donde existe un enemigo líquido e inasible para el libro impreso y su larga tradición de trabajo artesanal: el libro digital que nivela todo hacia abajo, anclado en el supuesto de que lo único relevante son los contenidos, sin importar el formato en el que puedan ser presentados ante los lectores. A menudo, en foros dedicados al estado actual y futuro de la edición, ese pesimismo ontológico que parece estar inoculado en el ADN de casi todos los editores levanta la voz con fuerza para repetir la letanía de quejas que hacen tan inviable e ingrata la profesión

nota de editor

de editor. Los reducidísimos márgenes de beneficios, los eternos ciclos de pagos, la falta de espacios, la asfixia de los grandes grupos, etc., etc., etc. Aún así, que se sepa, jamás se ha obligado a nadie a punta de pistola a ser editor y, aunque sí, el existencialismo obligaría a asumir la propia responsabilidad de la decisión. Se imponen siempre ante este panorama varias preguntas sin respuesta, por lo menos claras: ¿por qué, entonces, se imprimen en todo el mundo hoy más libros que nunca antes?, ¿por qué surgen año tras año centenares de editoriales independientes?, ¿cómo sobreviven algunas de éstas?, ¿por qué hasta entes por definición obtusos como los Estados entienden y promueven en algún nivel la importancia del libro?, ¿por qué, como dice Roberto Calasso, hay muchos millonarios poderosos dispuestos a perder fortunas con tal de ingresar en el mundo de la edición, que, si pudieran, publicarían verduras congeladas? ¿Por qué, pese a todo y contra todo, el libro demuestra tener espíritu de cucaracha y sigue con vida, teniendo el impacto que debe y puede tener, y continúa siendo un objeto que aterra y fascina al mismo tiempo? Jamás he encontrado una respuesta definitiva a ninguna de estas preguntas. A lo más, he llegado a intuir que escapa a cuestiones racionales; que, para bien o para mal, el libro se mueve dentro de un orden simbólico, un poco metafísico. Sólo así se explican conductas, filiaciones y sacrificios que difícilmente se encontrarían en cualquier otro ramo. En todo caso, esto es lo que me ha arrojado la experiencia de ocho años trabajando en Sexto Piso. En los momentos más álgidos, a menudo nos hemos hecho la pregunta de qué es lo que nos mantiene aquí. De manera invariable, muy desordenada, acuden a la memoria momentos, estampas, diálogos, lecturas y varias vivencias más que explican y dan sentido a la insensata decisión de dedicar la vida profesional a la esmerada producción de estos misteriosos objetos rectangulares de papel salpicados de tinta. Quizá la mayor de las ventajas del inicio del proyecto fue ser ajenos al mundo de la edición, no tener una conciencia clara de aquello en lo que nos metíamos. Para cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde, y lo mejor era seguir el consejo de Schopenhauer: cuando se desciende por una ladera empinada y se va ganando velocidad sin quererlo, intentar detenerse lleva con seguridad a una caída estrepitosa. Es mejor seguir moviendo las piernas y aprovechar la inercia de la propia carrera.

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Miramiento, hablamiento y observancia carlos labbé

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e pregunto si existen páginas no científicas dedicadas al estudio del pestañeo; cuántos ensayos literarios hay que nadie ha escrito, novelas, textos filosóficos, poemas acerca de la respiración, los tiritones, la pérdida del quicio o la cosquilla. En cambio sobre el acto de mirar es posible no sólo toparse con columnas permanentes en los diarios, secciones especializadas en las librerías, bibliotecas exclusivas, sino también con edificios enormes para sentarse a ver, espacios públicos ocupados con gente que mira, y una millonaria industria multinacional que no se detiene y que fabrica constantemente nuevos signos visuales para la partitura del inconsciente cotidiano de miles de personas: nuestra televisión y nuestro cine. Es difícil encontrar otra actividad refleja, involuntaria, irreflexiva del cuerpo humano que esté teniendo más efectos en el mundo que ocupamos. Quizá la escucha. Quizá la digestión. Quizá el sexo, pero no el acto sexual tanto como el deseo; el deseo que no se piensa, menos se enuncia y sólo dejamos estar ahí. En la mirada. La mirada era un acto físico involuntario, dice el filósofo francés Jean-Luc Nancy en La evidencia del filme, su ensayo dedicado al cine del iraní Abbas Kiarostami, pero con la práctica de hacer y ver cine –tras largos siglos de preparación con el dibujo, la pintura y, finalmente, la fotografía– se ha convertido en la superficie de la conciencia. Para ningún ser humano es imperceptible ni gratuito que alguien lo mire con deseo, con odio o con indiferencia, pero en occidente las connotaciones de una mirada se asumen como un asunto privado, parte de las concesiones que se deben realizar para convivir en el espacio público de la ciudad, otra represión individual necesaria para la vida social. En Japón debe ser distinto –por eso se visten de otra manera–, en el Sahara, en la Isla de Pascua y en la reducción mapuche. En los países islámicos, señala Nancy, toda mirada es una aproximación física, pública y elocuente hacia lo que miramos, y así como un occidental no puede experimentar la pérdida del poder de sus ojos mientras camina por un pasaje de Teherán sin arriesgarse a recibir un gritoneo para él y la pena de lapidación para la mujer joven que ha malmirado, sólo podemos acceder a mirar el mundo musulmán de manera nueva, con perspectiva distinta, en el encuadre y el plano que elige un cineasta como el iraní ‫یمتسرایک سابع‬, , conocido para nosotros como Abbas Kiarostami. El filósofo bordelés Nancy llega a señalar estas observaciones siguiendo un camino bien distinto a mi chamullenta retórica santiaguina; entra y sale de la obra cinematográfica del teheranés en un análisis 26 | H hueders

reseña

fragmentario y recursivo, aunque en su método de reflexionar a partir de la traducción del otro, de los títulos en iraní de la filmografía de Kiorastami y las diferencias entre la cámara y los sujetos que su objetivo imprime en el celuloide, resuena de manera tenue pero fundamental la diferencia de mirada que hay entre su discurso escolástico, el mío y el del cineasta: «Toda la película se inscribe en una evitación de la interioridad […] La imagen, entonces, no es la proyección de un sujeto, ni su representación, ni su fantasma: es ese afuera del mundo en que la mirada se pierde para encontrarse como mirada [regard], es decir, antes que nada, como miramiento [égard] con lo que está ahí, con lo que tiene lugar y continúa teniendo lugar». Sobre la base de sus observaciones a ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Close up, Y la vida continúa, A través de los olivos, El sabor de las cerezas y El viento nos llevará, Nancy acuña el contraste entre «mirada», ese impulso occidental, ambiguo, escrupuloso, omnipresente, y «miramiento», un ocular acercamiento respetuoso hacia el otro, que incorpora la certeza de que hay personas y lugares que no pueden ser vistos por todos. La pregunta que queda entre líneas es por qué los seres humanos necesitamos en algunos casos –en sociedades teocéntricas como la iraní, por ejemplo– inventar leyes para normar un acto originalmente involuntario del cuerpo como el mirar, y luego la cuestión cotidiana de cuál es el sentido de esas leyes si la mujer seguirá pasando por una calle donde tres hombres «se la comen con la mirada». Siguiendo la argumentación de Nancy, un deber perdido por los occidentales es la toma de conocimiento de que nuestra mirada no es neutra; que, por más ligera e interior que sea su naturaleza, todo acto humano tiene consecuencias. La cámara de un cineasta sería la concreción de esa necesidad ética, incluso en un mundo donde mirar es mal mirado: la distancia entre mirada y miramiento en la cinematografía de Abbas Kiarostami –que hace tiempo ya fue aplaudido en las más sofisticadas salas de cine y ahora se ha vuelto materia de estudios académicos– cada vez que la proyectora se encienda seguirá exponiendo la oposición chirriante del camarógrafo hombre y la mujer que enfoca, de la filmación de personas vivas y la escenificación de la muerte, de las imágenes polvorientas del mundo antiguo (el Irán rural) y la limpieza contaminante del mundo industrializado (el Irán urbano). Hace algunos meses algunos de nosotros, como los iraníes del norte en 1990, fuimos seres insignificantes en un terremoto. Kiarostami tardó un año en tomar su cámara y salir a filmar, en Y la vida continúa,


• FICHA La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami Jean-Luc Nancy Errata Naturae

los mismos paisajes que casi un lustro antes había capturado en ¿Dónde está la casa de mi amigo? Las casas están derrumbadas, algunas personas han desaparecido, muy pocas lloran; pero la falta de histeria, la ausencia de desesperación es quizá efecto del equívoco entre documental y estrategias ficcionales con que el propio director toma distancia de su mirada por medio de un actor que en medio de los escombros juega a dirigir una película sobre otra película anterior. Este juego de traducciones se extiende al análisis de Nancy, a quien la certeza de que ficción y realidad son intercambiables convence de que la imagen debe dejar de ser considerada una entidad ideal, desde la comparación que realiza entre el título original de la película en cuestión (La vida y nada más) y el de la traducción francesa y española que ya conocemos: «La imagen aquí no es una copia, un reflejo ni una proyección. No participa de esa realidad segunda, debilitada, incierta y peligrosa que una pesada tradición le confiere. Ni siquiera es aquello por medio de lo cual la vida continuaría: es, de manera mucho más profunda (pero esta profundidad es la superficie misma de la imagen), esto, que la vida continúa con la imagen, es decir, que se mantiene a sí misma más allá de sí misma, yendo hacia delante». En esa dirección, toda persona que trabaja con la mirada –quien sea que mire– debe saber que sus ojos son como una cámara que tiende a transformar al objeto en sujeto, y no al revés. Así se hace más grotesca aun la desvergüenza con que los trabajadores de la televisión chilena se acercaron a las imágenes del terremoto en Talca, en Concepción, en Talcahuano, en pueblos donde antes los veraneantes sólo iban a mirar el mar, no a las personas que estaban ahí; como en Iloca, donde el niño Víctor Díaz –convertido en el Zafrada, ícono de la compasión cruel ante la catástrofe, por falta de miramiento hacia sus maneras– le confiesa al insistente periodista que le gusta una compañera suya de la escuela. Le gusta porque es linda, pero sobre todo por su hablamiento. El niño Zafrada no sabe que su ojo también es una cámara de televisión. Observa la realidad que lo circunda con un modo desaprensivo, sin la conciencia del registro que luego le permitirá revisar una y cien veces lo que ha visto. Es capaz de escuchar el hablamiento en el habla que le gusta; en el decir de su amiga entrevé una manera singular de decir el mundo, un gesto propio para quedarse callado y enunciar eso que todos dicen tantas veces parecido como si fuera lo único, porque entonces la distancia entre ella y lo que dice se guarda, la palabra los acerca y ella lo toca en su propia locuela. Señala Nancy que la palabra película tiene la misma raíz que piel, y que film en inglés significó alguna vez «membrana». Un acercamiento verdaderamente superficial de la mirada debiera parecerse a tocarse, con esa delicadeza.

Carlos Labbé (1977) es autor de las novelas Libro de plumas, Navidad y Matanza, y Locuela, las dos últimas publicadas por editorial Periférica. Acaba de ser seleccionado por la revista Granta dentro de los 22 autores jóvenes más destacados de la lengua.

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La vida fácil richard price

narrativa

acción constante, personajes notables y escritura veloz son el sello de price, uno de los grandes na-

rradores de la dura vida criminal del nueva york actual. criado en el bronx, price conoce ese mundo perfectamente y lo ha retratado en ocho novelas y varios guiones de cine y televisión: hace poco fue

premiado por sus capítulos para la serie The Wire. Esta es una de las escenas de homicidio, y su secuela o acción paralela, de su última novela.

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las 4.00 de la madrugada, los primeros en llegar al lugar de los hechos fueron los hombres de Calidad de Vida, el equipo de Lugo, que, al final de un turno doble, peinaban aún la zona en el taxi falso, pero cedidos a partir de la una a la Fuerza Operativa Antipintadas, con un computador recién instalado en el salpicadero que les mostraba una sucesión de retratos de los grafiteros conocidos en el barrio. Lo que vieron en la quietud de esa hora muerta fue dos cadáveres, mirando ambos hacia el cielo, justo debajo de una farola frente al número 27 de Elridge Street, un viejo edificio de seis plantas sin ascensor. Cuando se bajaron con cautela del taxi para investigar, un hombre blanco de mirada enloquecida salió repentinamente del portal a todo correr en dirección a ellos, con un objeto plateado en la mano derecha. En medio de un vocerío adrenalínico, todos lo encañonaron, y cuando el individuo vio las cuatro pistolas apuntadas a su pecho, el objeto plateado, un teléfono móvil, voló por el aire y fue a dar en la luna del supermercado Sana’s, en la puerta contigua, agrietando el cristal, a los pocos segundos, uno de los hermanos yemeníes salió de la tienda con un mazo de pesca recortado en alto sobre el hombro izquierdo, como si de un bate de béisbol se tratase. A las 4.15, Matty Clark recibió una llamada de Bobby Oh, de Vigilancia Nocturna: un muerto por arma de fuego en vuestro distrito, he pensado que te gustaría saberlo, justo cuando se marchaba, por última vez, de su bolo de segurata, tres noches por semana de doce a cuatro de la madrugada, en un bar de Chrystie Street, un local alargado que no tenia cartel en la entrada ni constaba en la guía telefónica, y cuyos clientes solo eran admitidos “mediante invitación” y accedían anunciándose previamente por un portero automático a través de una puerta estrecha y rayada en un tramo oscuro de una calleja bajo dominio chino, siendo las especialidades de la casa el ron Cruzan envejecido en barrica, la absenta y los cócteles con jengibre rayado o terrones de azúcar en combustión. Era un irlandés de mandíbula saliente, pelo rubio rojizo y físico de zaguero preuniversitario ya talludo, cargado de hombros y macizo, con el centro de gravedad muy bajo, por lo que, pese a su corpulencia, cuando caminaba parecía más bien deslizarse. Ante cualquier pregunta, sus ojos, de por sí semicerrados, quedan reducidos a rendijas y sus labios desaparecían por completo, como si hablar o quizá incluso pensar le doliese. Esto inducía a algunos formarse la opinión de que era corto de alcances, y a otros de que era un cascarrabias; no era ni lo uno ni lo otro, aunque desde luego podía vivir sin sentir la necesidad de verbalizar la mayor parte de sus pensamientos. Durante su etapa en el sin nombre no hubo una sola noche que no fuese el ser humano más viejo del local; el propietario y camarero, Josh, que tenía cara de niño y, como un chaval de doce años disfrazado, lucía brazaletes elásticos en las mangas, tirantes, pelo de paje con

raya y brillantina pero era tan serio como un investigador del Instituto Kinsey, reflexionaba sobre cada copa con el dedo en la barbilla antes de proceder a prepararla e informaba a sus parroquianos igual de jóvenes: “El combinado especial de esta noche…”, oliendo todo el establecimiento, estrecho como un pasillo, a las velas aromáticas que eran su única fuente de iluminación, oliendo a sitio especial. Pese a que componían la clientela esencialmente los Eloim del Lower East Side y Williamsburg, el mes anterior se había producido un incidente con una panda de Morlocks del Bronx cargados de quincalla: alguno de ellos dejó caer que volverían y le prenderían fuego al bar, tras lo cual, por mediación de un ex policía, se concretó inmediatamente en una entrevista entre el propietario y Matty, y el empleo surgido de este durante las últimas semanas había consistido en permanecer allí sentado, en silencio, a la penumbrosa luz de las velas, cultivar el gusto por los discos rayados de Edith Piaff, no ligar con ninguna de las mixólogas de aspecto aterciopelado, y no emborracharse demasiado por su realmente sucedía algo. Era un auténtico chollo, sobre todo para un hombre que, a sus cuarenta y cuatro años, aún consideraba un castigo tener que cerrar los ojos por la noche, que gustaba de la sensación del dinero no declarado en la mano tanto como cualquier policía, y que se recreaba contemplando la preparación de combinados que se habían visto por última vez, imaginaba él, en el Stork Club. Y ahora ese trabajo se le había acabado, sin más consuelo en su última noche que la trasgresión involuntaria de la regla de intocabilidad de las mixólogas; involuntaria en el sentido: ha empezado ella; una nueva, alta, morena y voluble como una larga espiral de humo, que llevaba toda la noche mirándolo, pasándole muestras por encima de la barra cuando el Rey Niño no vigilaba, haciéndole luego la seña clave en su descanso a las tres; y Matty la siguió por la puerta de reparto al patio trasero rodeado de casas de vecindad. Después de devolverle el porro que ella le había ofrecido y observarla mientras daba unas cuantas caladas, la chica le saltó encima, le rodeó el cuello con los brazos y la cadera con las piernas, y él, por más agarre y por alivio de los riñones que por pasión, comenzó a embestirla contra la pared de ladrillo. Debía de tener quince años menos que él, pero no pudo relajarse lo suficiente siquiera para valorarlo, para explorar; todo quedó en eso, saltar sobre él, colgarse, las embestidas, hasta que, para alarma de Matty, se echó a llorar, y en ese punto comenzó a embestir con más ternura, y en ese punto ella dejó de llorar en el acto: –Pero, ¿qué haces? –Perdona. –Volvió a embestir con fuerza, como si empujase un aparador para cambiarlo de sitio: ¿Aquí, señora? ¿Así, señora? El sexo había sido desconcertante, no lo que se dice divertido, pero sexo en todo caso. Además, ella parecía otra vez contenta, de nuevo deshecha en llanto. En fin. hueders H | 29


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I am looser baby, so why don’t you kill me andrea kottow

• FICHA Jernigan David Gates Libros del Asteroide

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eter Jernigan es alcohólico. Un alcohólico que prefiere la borrachera de la ginebra a la del vodka. Un alcohólico a quien le gusta combinar el destilado con las pastillas contra los dolores menstruales que le roba a su novia. Un alcohólico que a pesar de la inconsciencia en la que terminan sus solitarias citas con sus vicios, la televisión y el sofá, nunca deja de observar y comentar su propia decadencia. Es esto, junto a sus citas de Coleridge, Pound o Eliot, lo que lo convierten en un personaje fascinante, incluso encantador. Un personaje a quien como lectores acompañamos en su inevitable camino autodestructivo hacia un punto cero, pero a quien nos gustaría poder salvar, sabiendo que su redención es imposible. Peter Jernigan es un tipo en sus cuarenta, padre de un hijo adolescente y viudo de una suicida: en medio de un festejo familiar se subió borracha a un auto y chocó con consecuencias fatales. Jernigan proviene de una familia de larga tradición alcohólica; hijo y nieto de alcohólicos, ex marido de una alcohólica, el alcohol le parece la cosa más natural del mundo, algo de lo que no hay que huir y de lo que es imposible escapar. Los momentos de autorreflexión crítica no suelen provocarle deseos de dejar la bebida; a lo más, de intentar representar el papel de padre con cierta dignidad, algo en lo que fracasa una y otra vez. Su situación vital parece insinuar una posibilidad de cambio cuando conoce a Martha, madre de la novia de su hijo Danny. Peter y Martha comienzan una prometedora relación, sensual, divertida y libre de convenciones burguesas. La convivencia entre las parejas de los hijos y los padres se anuncia como opción de constituir un hogar y vivir en el cobije familiar. Pero prontamente la armonía evidencia su carácter ilusorio. La personalidad descarnada de Jernigan, acentuada por la claridad que le parece conferir la ginebra, hacen aparecer los monstruos de la familia de Martha como insoportables. Existe un marido, que se suponía ex, que estuvo en la cárcel, que maltrataba a Martha y abusaba de su hija, quien escapó a las drogas. En el subterráneo de la casa, Martha tiene un criadero de conejos: carne barata para momentos de vacas flacas. Danny, su hijo, pasa encerrado con su chica horas y horas fumando porros, escuchando Megadeth o viendo televisión. Los detalles de la trama son insignificantes. Podrían sumarse como restarse; el resultado sería invariablemente aquel viaje sin retorno que ha emprendido Peter Jernigan. En el transcurso de un invierno gélido y nevado, se entrega a los llamados del abismo de su propio yo. Consciente de sí mismo, irónico, egoísta y tan indiferente frente a los que lo rodean que cae en la crueldad, es el tono en el que nos habla Jernigan de su caída el que domina toda la novela. El frío blanco que reina en los alrededores que él recorre en su automóvil para escapar de la relación con Martha es el trasfondo glacial para la crudeza de este relato, cuya forma de salvarse del horror es el humor. Jernigan es un perdedor, de eso no cabe duda. Pero uno con gran ingenio y con una basta cultura literaria que le sirve de acervo para reaccionar con brillante inteligencia, si bien incomprendida por los demás, frente a las absurdas situaciones en las cuales él mismo se suele meter. Menos excéntrico que Geoffry Firmin en Bajo el volcán de Lowry, menos rebelde que William Lee de Almuerzo desnudo de Burroughs y más sofisticado que el alter ego de Bukowski, Hank Chinaski, Jernigan recuerda a los grandes antihéroes de la literatura anglosajona, impregnando, sin embargo, la narración con su personalísimo sello. Como dice el propio Jernigan al final de su relato: “Pero cuando te toca a ti tienes que ofrecerles algo, tu nombre de pila y tu enfermedad espiritual, por lo menos. Son las normas. Y esto es lo que se me ha ocurrido. Me levanto y digo: Jernigan”.

Andrea Kottow (1975) es profesora del Departamento de Artes y Humanidades de la Universidad Andrés Bello y autora del libro Der kranke Mann. Medizin und Geschlecht in der Literatur um 1900 (El hombre enfermo. Medicina y género en la literatura alrededor del 1900), Campus Verlag, 2006.

reseña

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“una hermosa visión comprimida del infierno” James Ellroy

Don Winslow El poder del perro Narcovaqueros, mafia al más puro estilo italoamericano, una jauría de irlandeses armados y policías corruptos conforman el universo de este thriller épico, coral y sangriento

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Los premios literarios ¿a quién le importan? antonio ostornol

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urante los últimos tres meses hemos asistido a un carrusel de premios literarios y sus consiguientes discusiones y alegatos. Primero fue el Premio Nacional de Literatura, posiblemente el más polémico y el más apasionado. Había muchas cuerdas para tan poca guitarra. Pero ahí estaban las campañas y las no campañas. Ciertamente, los principales implicados tomaban las debidas distancias y recaudos. Una de las mejores escritoras del Chile anunció que rechazaba la postulación; otra, aseguraba que si pasa, bien; y si no, sus lectores (que son muchísimos) atestiguarían la realidad. Otros callaban en una especie de silencio con ánimo sacramental, de esos silencios que hablan por sí solos y, obvio, imponen lo justo. Un defensor de la candidatura de Isabel Allende –intelectual de la política oficial – alegaba que el solo hecho de ser una de las escritoras más validada por el mercado, justificaba ampliamente su premiación. Desde otra orilla, se reclamaba la necesidad de reconocer la escritura de las mujeres en Chile y terminar con décadas de discriminación. Al parecer, esta línea de valoración fue escuchada y el premio recayó en Isabel Allende. Entre tanto, la Universidad de Talca, desde su investidura académica, otorgaba el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, a la escritora Diamela Eltit, reconociendo el lugar de vanguardia y resistencia que su literatura ha ocupado a lo largo de tres décadas. Nadie lo discutió, entre otras cosas porque su generación se hace desde un jurado designado por la universidad (no hay postulaciones ni campañas) y la crítica universitaria hace ya mucho tiempo consolidó a Diamela Eltit como una de las voces más singulares y diferenciadas del panorama literario latinoamericano. Discutir la legitimidad de cada uno de estos premios me parece una discusión estéril. Tengo la impresión de que la gran mayoría de los Premios Nacionales han sido justos y los han recibidos escritores y escritoras cuya obra ha sido un aporte a la literatura, ya sea a nivel nacional, hispanoamericano o mundial. Me sorprende, sin embargo, las pasiones que se mueven tras estos premios. Son enconadas, se despliegan como verdaderos combates de vida y muerte, se dicen y se dejan de decir muchas cosas, apostando a los cálculos y oportunidades que puedan generar mayor posibilidad de alcanzar la meta. Los premios importan, y mucho. El problema es saber a quién le importan o por qué son tan importantes. Y por cierto, a los primeros que les importa es a los escritores. En general, no les creo a los artistas que afirman pública y categóricamente, que están más allá de las veleidades de un jurado. Todos los premios les importan. Y por una razón muy simple: los escritores los mueven impulsos que no siempre armonizan. Por una parte, escriben porque si no lo hacen, no pueden vivir. Me refiero al sentido de la vida, a la experiencia que completa y sustancia lo cotidiano y permite sostener la adversidad. Se escribe, entonces, independiente de premios o cualquier otro tipo de reconocimiento. Como escribían De Rokha o Lihn, cuando la comunidad literaria nacional los postergaba o los silenciaba, como escribía Sándor Márai para un país en el que estaba prohibido, o nuestros propios artistas, cuando en el Chile reciente (años 70 y 80) prácticamente no había mundo

Antonio Ostornol es escritor y profesor de literatura de la Universidad Finis Terrae.

opinión

editorial. Se escribía del mismo modo en que se respiraba: como una condición de vida. Pero, por otra parte, el oficio de la escritura coloca a su hacedor en una posición de fragilidad. La obra de un escritor es una perfecta entelequia mientras no exista un lector que le asigne la calidad de tal. No hay obras maestras que nunca se hayan leído y, si las hay, no nos hemos enterado. Son los lectores quienes trazan la última línea de un dibujo iniciado mucho antes, en una necesidad completamente individual. Y ahí está la tragedia del escritor: una espera ciega del deseado lector que le dé vida a sus obras. Porque simplemente así ocurren las cosas: el sólo acto de la escritura no es suficiente y necesita completarse. Y los premios ayudan a ese proceso y por eso importan. Aparecen ante el escritor como una certificación válida de un empeño, la constancia amplificada de una existencia. Los escritores no sólo conviven con sus fantasmas en el momento de la creación, como decía Sábato y muchos otros, sino que ellos mismos se vuelven fantasmas y transitan como figuras agónicas durante el proceso gestacional de sus obras, proceso incierto y sin garantía de éxito. Al menos que reciban un premio, ya sea el grande, ampuloso, público y bienvenido, o la gratitud de otro ser humano que tomó, probablemente también en forma solitaria y anónima, la decisión de leer su trabajo. Y por último, estos premios le importan a los gestores del poder, llámense estos Estado, industria editorial, grupos de interés políticos o culturales, medios de comunicación. Hace ya tiempo que Roland Barthes afirmaba que el lenguaje no era inocente. Todo lenguaje instala un ética de la existencia y como tal, en el circuito obra creada/obra leída, transa valores y sentidos, constituye o destituye visiones de mundo, se vuelve acomodaticia o subversiva. Por eso que no significan lo mismo un premio otorgado a una escritora como Diamela Eltit, cuya valoración proviene básicamente de los circuitos culturales y de una obra que se ha propuesto programáticamente construir un lenguaje que escapa a la comprensión inmediata y que, en muchos casos, representa un desafío para el lector; que entregar el mismo premio a una escritora que, desde una enorme capacidad de fabular (en el sentido más primigenio del término), ofrece mundos que encantan y cautivan a los lectores, con lenguajes cercanos a los hablares más íntimos de las personas. Ambas merecen sus premios, qué duda cabe. Pero una de ellas consagra con su presencia la hegemonía del mercado y la otra, con su perfil de ermitaña empecinada, la marginalidad de la contracultura. Somos lo que premiamos, podría pensar alguien. Sin embargo, esa respuesta sonaría limitada. Somos siempre mucho más que un puro factor; somos la sumatoria creativa y mestizaje de todas nuestras posibilidades.

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Guía para perderse en la ciudad víctor lópez zumelzu

dice el argentino fabián casas sobre este poeta chileno: “hace poco pasé unos días en santiago y me quedé charlando con vitoco lópez sobre la vida de su padre. esa charla me quedó grabada no sólo por

lo que él me decía, sino por la forma en que hablaba, por la respiración del surfista que está asimilada

en sus relatos. cada vez que leo un libro suyo –como cuando irrumpió en buenos aires con una lectura magistral– siento que estamos ante un poeta cabal, de esos que son necesarios para que la lengua perdure y se mantenga viva”. este es un fragmento de su nuevo libro, publicado por editorial ripio.

Él se fue bajo un camino oscuro rodeado de cipreses y el texto debiera ser triste pero nadie esta triste

Eso es un “hecho”

Nubes rojas sobre nubes blancas

Escribir con palabras lo que no se puede decir con palabras Él se fue y nada hay que decir

¿Cómo uno puede dormir años con alguien lavarse los dientes, inclusive preparar desayuno

y seguir enamorado de otro o de otra?

El viento llega por la misma parte todos los días El corazón late de manera impersonal

La naturaleza quebradiza de las plantas

¿podremos acaso guardar un secreto toda la vida?

Eso también es un “hecho”

Mi profesor todos los días escribía en la pizarra un poema Sus dedos eran delicados como los de una señorita La gente decía que le gustaba por la noche llevarse borrachos a su casa

Los domingos iba a los cumpleaños de mis compañeros de curso esperaba todo el año esa carta que tuviera mi nombre escrito en el papel nombra las nubes espera la nieve

Hasta que le quebraron todos los dientes

sus padres me recibían con sus medallas relucientes

nunca invitaron a mi compañera de banco a los cumpleaños

Los solitarios jamás se pierden en la noche ya que ellos no van a ninguna parte

la distancia entre las líneas debe ser la misma distancia que existe entre los pensamientos

decían que era una india de mierda ya que siempre iba con el mismo delantal a la escuela

camiones cargados de basura cruzan la niebla

a mi me daba vergüenza que me vieran con ella

decir algo tonto de lo cual después nos arrepentiremos

(…)

¿Cómo alguien puede decidir ponerse una bala en medio de la cabeza un día tan hermoso?

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Víctor López (1982), ha participado en varias antologías, como Desencanto personal (2003, Cuarto propio) y Gran capital (2005, Calabaza del diablo). Recibió el premio hispanoamericano de poesía de revista Vox/ Amigos de lo ajeno y el 2006 la beca de la fundación Neruda. Ha publicado Los surfistas (Vox, Argentina). El 2009 participó en Latinale, festival de poesia latinoamericana en Berlín, donde publicó Anleitung, um sich in der Stadt zu verlieren con traducción de Rike Bolte.

poesía


Esas mínimas insinuaciones diego zúñiga

• FICHA Los pichiciegos Fogwill Periférica

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ue la escribió en tres días, que la terminó antes de que acabara la guerra, que todo fue gracias a la ayuda de la cocaína, que la novela circuló entre algunos críticos y escritores, en junio de 1982, y que nadie podía creer lo que estaba leyendo. Que todo esto, estos detalles legendarios, los inventó Fogwill como estrategia de marketing –ya sabemos que manejaba a la perfección los elementos de la publicidad–, y que nada, absolutamente nada es real. ¿Importa la leyenda que hay tras Los pichiciegos? La verdad es que no. Porque apenas uno comienza a leer y se traslada a esta historia ambientada en la guerra de las Malvinas, esos detalles extraliterarios se olvidan –o se convierten en simples anécdotas–, y uno se adentra en un mundo aparte, ubicado en la Patagonia y habitado por unos jóvenes soldados argentinos que no saben –no tienen idea–qué hacen luchando en una guerra absurda contra los ingleses. Aquella sensación de desconcierto recorre el texto y se convierte, en algunos momentos, en rabia. En una rabia profunda contra todo, pero especialmente contra el poder: contra esos militares que gobernaban el país en aquellos años y que enviaron a estos jóvenes soldados a luchar mientras ellos, los que gobernaban, los que eran el poder militar, observaban cómo perdían una guerra que antes de iniciarse ya se sabía perdida. En términos narrativos, esa rabia tiene un valor doble, porque Fogwill evita el panfleto, evita lo obvio: esto no es una historia afectada, acá no hay buenos y malos; acá todos son unos hijos de puta, como hubiese dicho él, y se reflejan, por ejemplo, en ese oficial bien abrigado que fuma con la mano derecha enguantada mientras tiene la izquierda metida en el hielo, para que así –como se da cuenta uno de los pichis– se le congele, la pierda, lo lleven a enfermería, decidan enviarlo de vuelta a Buenos Aires, pase a retiro y cobre, todos los meses, un sueldo de por vida. O en esos oficiales y jóvenes soldados haciendo largas filas, sosteniendo en una mano el papelito que los llama a rendirse, que les ofrece comida y un lugar seguro. Y ellos sosteniendo el papelito, “con el contrato de rendición, como si fuera entrada intransferible para el gran teatro de los muertos”. Son imágenes, postales de un infierno patagónico, frío, demasiado frío, quizás tan frío como ese que sentía el protagonista de “Muchacha punk”; ese frío que habla de otra cosa, porque acá –en esta historia de soldados que para evitar la guerra han decidido esconderse en una especie de madriguera gigante llamada pichicera– nada es lo que aparenta ser, todo tiene dobles lecturas; es y no es una novela sobre la guerra, es y no es una novela sobre jóvenes perdidos, es y no es una novela política, es y no es, también, una novela sobre Argentina: sobre lo que fue, sobre lo que es. Este juego de dobles lecturas le permite a Fogwill hacerse cargo de un hecho histórico reciente –la novela se publicó poco tiempo después de que se acabara la guerra– sin llanto de por medio, sin alegorías simplonas, sin críticas obvias, sin caer en la afectación que conlleva toda historia trágica de esta magnitud. De hecho, lo que le permite es pasearse por una serie de temáticas delicadas a partir de cierta insinuación mínima: difícil obviar la mención que

reseña

se hace a la dictadura argentina –y ojo, porque en ese momento casi ningún libro, como escribió Beatriz Sarlo en su famosa relectura de Los pichiciegos, se había atrevido a mencionar el tema­– en una conversación entre los pichi, una conversación rápida, como eran todas las conversaciones en aquel lugar, una mención, los miles de muertos por Videla, el rumor de que los tiraban al río desde aviones. Pero no sólo está el pasado, sino que también está el futuro en la novela, tal como en ese otro cuento de Fogwill –sin duda uno de sus mejores relatos– llamado “Los pasajeros del tren de la noche”, en donde un día, en un pequeño pueblo argentino, van regresando los jóvenes soldados tras la guerra. Algunos los ven bajar de los vagones del tren, como si fueran espectros. Vuelven de la guerra como fantasmas, tal como los retrata Fogwill en Los pichiciegos, porque para el resto de los soldados, los pichis murieron o desaparecieron, pero nadie creía que ese rumor, que hablaba de un grupo de soldados que decidieron esconderse mientras esperaban el fin de la guerra, pudiera ser cierto. Eran eso: fantasmas que deambulaban por la Patagonia, que a veces se aparecían, como esas monjas que los pichis veían a veces, y ahí es cuando la novela también se convierte en un relato de terror, un relato fantasmagórico que comienza a quebrarse en la mitad de la historia cuando nos enteramos de quién, en realidad, nos está contando la historia. Y acá todo se desordena. Nos vamos al futuro –al futuro de la historia de los pichis–, que en rigor se explica como un presente, porque la historia surge a partir de una conversación entre uno de los pichis y un escritor que podría –y no podría– ser Fogwill, pero que nos parece que sí, que debe ser él, porque acá los límites entre realidad o ficción comienzan a ser cuestionados desde esa insinuación mínima de la que hablábamos antes. Fogwill no pretende que esta novela se lea como un libro completamente verdadero, pero a través de esa estrategia, por ejemplo, modifica los límites entre lo que es verdadero y lo que es falso. En otras palabras: el lector se cuestiona si, en efecto, esta historia de los pichiciegos ocurrió en la realidad. Y más allá de que Fogwill se haya encargado, en todas las entrevistas, de desmentir la historia, de decir que todo era ficción, la sensación en el lector es otra. Y ahí, por supuesto, radica uno de los mayores aciertos de la novela: porque ese desconcierto del comienzo, que luego se transformó en rabia, finalmente, cuando ya el lector cree esta historia, se convierte en tristeza. En una tristeza profunda por lo absurdo de la situación, por esos jóvenes soldados que no volverán, por los que decidieron rendirse, por lo que siguieron luchando, por los que tuvieron que regresar al país y volver a una rutina, también, absurda. Por todos ellos y porque ya nada volvería, ni volvió, a ser lo mismo..

Diego Zúñiga (1987) es autor de la novela Camanchaca (Calabaza del diablo, 2009) y director del blog sobre literatura 60watts.net.

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La dama del perrito antón chéjov

ilustrados

las magníficas ediciones ilustradas de nórdica libros presentan ahora uno de los más famosos cuentos del maestro ruso. un clásico para guardar, con dibujos de javier zabala y traducción de víctor gallego.

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abía corrido la especie de que en el malecón había aparecido un personaje nuevo: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrich Gúrov, que llevaba ya dos semanas en Yalta y había adquirido las costumbres del lugar, también había empezado a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio pasar por el malecón a una joven dama, rubia y de pequeña talla, tocada con una boina; tras ella correteaba un lulú blanco de Pomerania. Más tarde se la encontró varias veces en los jardines de la ciudad y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y su lulú blanco; nadie sabía quién era y la llamaban simplemente así: la dama del perrito. «Si está aquí sin su marido y sin amigos —se decía Gúrov—, no estaría mal trabar conocimiento con ella.» Aún no había cumplido los cuarenta, pero ya tenía una hija de doce años y dos hijos que iban al instituto. Se había casado joven, siendo estudiante de segundo curso, y ahora su esposa parecía mucho mayor que él. Era una mujer alta, con las cejas oscuras, envarada, grave, con aire de importancia y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, utilizaba la nueva ortografía en su correspondencia, llamaba a su marido Dimitri, en lugar de Dmitri; en su fuero interno él la consideraba limitada, mezquina y vulgar; le tenía miedo y no le gustaba estar en casa. La engañaba desde hacía tiempo y con harta frecuencia; probablemente por eso casi siempre hablaba mal de las mujeres y, cuando en su presencia se hacia algún comentario sobre ellas, exclamaba: —¡Esa raza inferior! Consideraba que su amarga experiencia le había instruido lo bastante para llamarlas lo que se le antojara; sin embargo, no habría podido vivir dos días sin esa «raza inferior». En compañía de los hombres se aburría, se encontraba a disgusto, se mostraba taciturno y frío; pero entre mujeres se sentía libre, sabía de qué hablar con ellas y cómo comportarse; en su compañía le resultaba grato hasta guardar silencio. En su aspecto, en su carácter, en toda su persona había algo seductor e inefable que predisponía a las mujeres en su favor y las atraía; él lo sabía y a su vez se sentía arrastrado hacia ellas por una fuerza desconocida. Su experiencia, copiosa y en verdad amarga, le había enseñado desde hacía tiempo que, si en un principio toda relación aporta a la vida una agradable variedad y se presenta como una aventura maravillosa y sin complicaciones, en el caso de un hombre respetable, sobre todo si se trata de un moscovita vacilante e indeciso, termina convirtiéndose siempre en un auténtico pro-

blema, sumamente complejo, que acaba desembocando en una situación desagradable. Pero cada vez que conocía a una mujer atractiva, esa experiencia parecía borrarse de su memoria y, arrebatado por un ansia de vivir, todo se le antojaba sencillo y divertido. Es el caso que un día estaba almorzando en el jardín a la caída de la tarde, cuando la dama de la boina se acercó con pasos lentos a la mesa contigua. Su expresión, sus andares, su vestido y su peinado le decían que pertenecía a la buena sociedad, que estaba casada, que era la primera vez que iba a Yalta, que estaba sola y que se aburría... En los rumores que corren sobre las licenciosas costumbres de Yalta hay muy poco de cierto; él los despreciaba, pues sabía que en su mayor parte eran difundidos por personas que habrían pecado de buena gana si hubieran podido; pero, cuando la dama se sentó a la mesa contigua, a tres pasos de él, le vinieron a la memoria todos esos relatos de conquistas fáciles y excursiones a las montañas, y el pensamiento tentador de una relación breve y pasajera, de un romance con una mujer desconocida, de la que no se sabe ni el nombre ni el apellido, se apoderó de pronto de él. Llamó al lulú con zalamerías y, cuando se le acercó, le amenazó con el dedo. El perro gruñó y Gúrov volvió a amenazarle. La dama le miró y al punto bajó los ojos. —No muerde —dijo, ruborizándose. —¿Le puedo dar un hueso? —y cuando ella asintió con la cabeza, le preguntó con afabilidad—: ¿Lleva mucho tiempo en Yalta? —Unos cinco días. —Yo llegué hace dos semanas. Durante un rato guardaron silencio.

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Catálogo noviembre

2010

hueders La sociedad contra el Estado | Pierre Clastres Compases al amanecer | Germán Marín Montaña Bazofia | 31 Minutos

libros del asteroide Lo que arraiga en el hueso | Robertson Davies No se lo digas a Alfred | Nancy Mitford Angulo de reposo | Wallace Stegner Hogueras en la llanura | Shojei Oaka La agonía de Francia | Manuel Chaves Nogales Retratos de Will | Anne Beattie Las grandes familias | Maurice Druon Cuatro hermanas| Jetta Carleton Jernigan | David Gates Las almas juzgadas | Miklós Bánffy

sexto piso Con la sangre despierta | Rey Rosa, Gumucio, Fresán et al

Guanahani, 12 de octubre Sr. Cristóbal Colón España cartas

Estimado Capitán Cristóbal: Nos sentimos halagadas de recibirlo en nuestras tierras. ¿Realmente creyó que estas tierras eran las Indias? Cuando nuestros hombres vieron ese gran pedazo de madera navegando por estos mares, realmente pensaron que esos seres iban a entrar en una dura guerra contra nosotros. Debió de ser cansador navegar todos esos mares, recorriendo algo que no era conocido para ustedes, hasta llegar a las supuestas “Indias”. Cuando abordaron en nuestras abundantes selvas, estábamos preparados para atacarlos, pero al ver que eran amables, bajamos nuestras lanzas. Nos despedimos de Ud., deseando que nuestras paces y amistades perduren infinitamente, Gabriela Zañartu y Carmen Weschler Jefas de los indígenas de Guanahani

Curso de filosofía moral | Vladimir Jankélévitch Mire el pajarito | Kurt Vonnegut

nota

La naturaleza ama esconderse | Giorgio Colli

*Las autoras nacieron el 2000 y cursan cuarto básico.

Las diabólicas | Barbey D'Aurevilly Pizzería kamikaze | Edgar Keret

gadir

errata naturae

El archidiablo de Belfegor | Maquiavelo

Fuck America | Edgar Hilsenrath

El duelo | Giacomo Casanova

La escultura de sí. Por una moral estética | Michel Onfray

Concierto de música de Bach | Hortensia Papadat-Bengescu

La filosofía, otra vez | Alain Badiou

Historia de una anguila | Antón Chéjov

El bibliómano ignorante | Luciano

Karma | León Tólstoi

Las bibliotecas de Dédalo | Enis Batur Sueños | Franz Kafka

alfabia

Mal trago | Tennessee Williams

La orden del Finnegans| Vila-Mata, Soler, Otero et al

The Wire | Varios Autores

Mosquitos| William Faulkner La inundación | Yevgueni Zamiatin Lecturas no obligatorias | Wislawa Szymborska

antonio machado

El libro de las maravillas| Lord Dunsany

Ensayos y conferencias | Robert Musil La idea fija | Paul Valéry

sequitur

Las transformaciones de lo moderno | Hans R. Jauss

Falsificaciones y fetiches | Gillo Dorfles

Sobre el poder y la ideología | Noam Chomsky

Las crisis del capitalismo | Karl Marx

Remedio en el mal | Jan Starobinski

La espera, melodías de la duración | Harold Schweizer

Ensayos críticos acerca de literatura europea | E. Curtius Correspondencia | Paul Cézanne

periférica Locuela | Carlos Labbé

nórdica

El agrio | Valérie Mréjen

En Nadar-dos-pájaros | Flann O'Brien

Formas del amor | David Garnett

Los hermanos corsos | Alexander Dumas

Vidas erráticas | Gianni Celati

Cuentos fantásticos | Ludwig Tieck

El cielo se cae | Lorenza Mazzetti

La dama del perrito | Antón Chéjov

Las correspondencias | Pedro G. Romero 38 | H hueders


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Alfaguara presenta:

Dejar hacer de germĂĄn marĂ­n

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