La Atalaya de Santa Brígida pasado y presente de la producción locera.

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA

AÑO 2012

LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN LOCERA.

ALBA ESCRIBANO HERNÁNDEZ ESCUELA DE ARTE Y SUPERIOR DE DISEÑO GRAN CANARIA 1º CERÁMICA ARTÍSTICA

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA

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ÍNDICE

Pág. INTRODUCCIÓN

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PRIMERAS REFERENCIAS HISTÓRICAS

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EL PROCESO DE LA PRODUCCIÓN LOCERA …………………………………………………….

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LA CERÁMICA POPULAR EN GRAN CANARIA: ¿SUPERVIVIENCIA DE LOS ALFARES PREHISPÁNICOS? …………………………………………………….

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TIPOLOGÍAS ………………………………………………………………………………………………..

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LAS TALAYERAS

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA COMO INTERÉS TURÍTICO………………………………

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CENTRO LOCERO LA ATALAYA. UN LEGADO QUE TRANSMITIR

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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INTRODUCCIÓN El poblado alfarero de La Atalaya se localiza en las cercanías del Monumento Natural de Bandama y próximo al cráter que lleva el mismo nombre; en una atalaya que domina el barranco de Las Goteras dentro del término municipal de Santa Brígida, en la Isla de Gran Canaria.

Localización del municipio de Santa Brígida en la isla de Gran Canaria. Fuente: http://www.guanches.org/enciclopedia/index.php?title=Santa_Br%C3%ADgida

Localización de La Atalaya de Santa Brígida. Fuente: www.maps.google.es

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Al igual que sucediera con el resto del municipio, La Atalaya, a lo largo del siglo XIX, contaba con una distribución geográfica de la población de forma diseminada, concentrada mayoritariamente en casas-cuevas. De los 742 vecinos con que contaba Santa Brígida a comienzos del siglo XIX, el 32,7% vivían en cuevas. Según el recuento de Escolar (Lobo Cabrera y Quintana Navarro 2003:24) La Atalaya contaba entre 35 y 42 vecinos aunque debía albergar mayor vecindario toda vez que el recuento incluía otros 165 vecinos residiendo en las denominadas “cuevas traseras” y “cuevas delanteras”, parte de las cuales correspondían al pago alfarero. En el primer decenio del siglo XX y según la crónica de un viajero español (Herrera Piqué 1979:119), “Allí diseminadas (…) se encuentran las casas en que viven los 564 habitantes de aquellos contornos montañosos llenos de barrancos y torrentes, dedicados casi exclusivamente a la fabricación de pucheros y útiles de barro”.

La Atalaya de Santa Brígida,1890 Fuente: Ojeda Pérez, Luis. Fondo Fotográfico FEDAC

En la primera década del siglo XX, se comienza a edificar las entradas de las cuevas, y en los años cuarenta, la edificación era ya bastante intensa además de la expansión del barrio. Actualmente, todo el bario ha sido transformado para adaptar las cuevas a los parámetros contemporáneos de habitabilidad, aunque en el interior de las viviendas se sigue utilizando las cuevas de antaño.

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La Atalaya de Santa Brígida,1925 - 1930 Fuente: Jessen,Adolf. Fondo Fotográfico FEDAC

Como se descubrirá a lo largo del presente trabajo, La Atalaya de Santa Brígida ha estado y está sumamente ligada a la producción locera. Y es que el pago que nos ocupa tuvo como actividad principal la producción de cerámica. Tal y como comenta María del Pino Rodríguez Socorro en su artículo “Recuperación del patrimonio cultural como recurso turístico. El poblado alfarero de La Atalaya – Gran Canaria – España”, “el poblado constituye un valioso y único documento que se ha preservado al paso de los siglos. Se trata, por tanto, de un auténtico fósil vivo, un túnel del tiempo constituyendo uno de los valores más representativos del patrimonio etnográfico-cultural de este municipio. El patrimonio construido ligado a esta actividad que se mantiene en activo es rico y completo. Así se ha conservado algunos hornos que servían para uso mancomunado de varias familias alfareras”. Así pues, la loza tradicional de la Isla de Gran Canaria, observada dentro de su contexto socialcultural tiene en La Atalaya de Santa Brígida uno de los puntos más destacados de referencia donde en la actualidad perdura la tradición artesanal. A ello hay que añadir la importancia arquitectónica e histórica de éstas construcciones artificiales que todavía se conservan en La Atalaya: las casas cuevas-vivienda y talleres abiertos por el hombre en la toba volcánica y los hornos de construcción antigua (tal y como hicieran los aborígenes de Gran Canaria). Tal y como nos muestra Julio Cuenca Sanabria, Torriani describe el modo de fabricación de sus cuevas a comienzos del siglo XVII: “También tuvieron los canarios otras moradas más antiguas, bajo tierra (…) que hasta hoy mantienen su perpetua duración. (…) las cavaban en la toba o en la tierra, sin madero ni hierro ni otro instrumento, sino con huesos de cabra o con piedras muy duras (…)”

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Cueva Taller de La Atalaya Fuente: Cuenca Sanabria, Julio, 1981

Aún así, y a pesar de que la cerámica era famosa en toda la Isla y aun reconocida en el extranjero a través de los testimonios de los viajeros que pasaban por allí, sus habitantes vivían en medio de una gran pobreza, como se comprobará a los largo de los siguientes apartados.

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PRIMERAS REFERENCIAS HISTÓRICAS Tras la conquista de Gran Canaria, comienzan a surgir numerosos artículos y referencias sobre el pago de La Atalaya de Santa Brígida, sus costumbres, su cultura, y su producción alfarera. Lamentablemente, no existen documentos escritos que relaten de cómo fue la vida en la Isla de Gran Canaria en los primeros años después de la conquista; pero sobre Tenerife, existe un valioso documento que atestigua la pervivencia de alfares aborígenes, recogido en el volumen III, folio 556, de los Acuerdos del Cabildo de Tenerife, años 1514 a 1518, que dice: “(...) Se platicó sobre los aguadores, que no traen los cántaros como es razón, pues no traen el modelo de Sevilla (...)”. No es aventurado pensar que estos cántaros se traten de cerámica aborigen y que lógicamente las autoridades castellanas tratarían de desarraigar como un paso más dentro del mecanismo de aculturación. Por otro lado, los antiguos cronistas e historiadores de las Islas nos dejaron una escasa pero valiosa información referente al trabajo de la cerámica. Antonio Sedeño, en el capítulo XVIII, pág.66, al hablar sobre los antiguos pobladores de Gran Canaria, dice: “Hacían loza para su servicio de barro hecha sin molde, esto hacían las mujeres oficiales de ello con lo cual se servían”.

Mujeres alfareras, 1890 Fuente: Luís Ojeda Pérez. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Por su parte, Abreu y Galindo a propósito de la alimentación de los canarios apunta: “En esta Isla no había frutas, sino era vicácaros y mocanes y dátiles salvajes. Era su pan común, y es al presente, cebada que llaman “Azanoten”, que tostaban en

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una cazuelas grandes de barro y molían en unos molinillos de mano y a esta harina llamaban gofio (…) Usaban de ollas y cazuelas en que hacían sus comidas, hechas de barro que llamaban gánigos, cocidos al sol”. También Fray José de Sosa en su libro III, capítulo 3, pág.: 177, al hablar de la alimentación dice: “El común mantenimiento era el gofio que hacían de cebada y algunas veces trigo, por no saber cómo se amasaba el pan. Este trataban en sus tostadores de barro que tenían, y después los molían en unos molinillos que hacían de mano, que una persona sola los gobernaba (…) En ninguna parte de la Isla hacían queso porque no sabían el arte de cuajar la leche. Empero de la cabra obtenían mucha manteca y buena, la cual guardaban derretida en vasijas grandes hechas de barro. Esta la conservaban añera todo el año, teniéndolo por un manjar muy sano (...)”. Al hablar de la alfarería, Fray José de Sosa dice: “Hacían los canarios loza de barro para su servicio, sin molde, torno ni otro artificio alguno, más que el de sus manos. Y aún hasta hoy se hace para el común servicio de los campos y aldeas (...) para esto tenían los canarios mujeres oficiales muy diestras que sabían dar la templa lo cual ha quedado de unas a otras hasta hoy”. Marín y Cubas (Tomo XIII, capítulo 28, pág.: 78- 79), habla de seminarios de “Maguas” y dice: “Y aprendían a cortar pieles y a adobarlas a modo de gamuza y a hacer costuras y esteras de junco tejido, no como empleitas que no supieron, y a sacar hilos de nervios de cabras y de las tripas, y agujas de espina de pescado y huesos, las maestras eran ancianas de buena vida, hacían loza de barro o greda parda mezclada con arena, platos, gánigos o barrenoncillos, pailones o cazolones para echar agua, untaban con almagre los cuarteroncillos y bruñíanlos con guijarrillos, cocíanla loza en un hoyo en el suelo, cubríanlo de tierra o arena y encima mucho fuego y salían buenos (…)”.

A las puertas de la cueva, 1890 Fuente: Sin identificar. Fondo fotográfico de la FEDAC.

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A finales de los años cincuenta, en el siglo XIX, aparece una de las primeras referencias históricas sobre el pueblo/poblado de La Atalaya, así como sobre sus habitantes y sus costumbres, sobre todo en relación a la producción alfarera. Dicha referencia va de la mano de Elizabeth Murray, quien escribiría lo siguiente: “Que yo conozca no hay lugar más agradable en la isla al que se pueda hacer una excursión con buen tiempo que La Atalaya. El aspecto del lugar es muy notable, presentando a primera vista la apariencia de un cráter extinto. Examinando con mayor atención encontramos que se le dio la forma de un inmenso tazón cuyos lados fueron perforados con gran cantidad de cuevas. Dichas cuevas, diferentes unas de otras en tamaño, ascienden en hileras como los palcos de un teatro, por la pendiente en que están situadas hasta el mismo filo de la gran taza natural. Aunque algunos encontrarán dificultad para dar crédito a la afirmación, es cierto, pese a ello, que estas madrigueras constituyen las viviendas de una población considerable. El lugar es, literalmente, un pueblo de cuevas, con una población que suma, según se dice, alrededor de dos mil almas. Aunque son ciertamente un tipo de gente de inculto y salvaje aspecto, ejercen una forma regular de industria, siendo alfareros por negocio. Me favorecieron con la oportunidad de observar algunos productos de su habilidad, que estaban tan bien terminados que, en algunos casos, no hubieran hecho desmerecer a los artistas de lugares más civilizados que hubiesen tenido la ventaja de una instrucción en su oficio más cuidadosa y sistemática. Vi múltiples utensilios con formas muy elegantes, aunque un experto hubiera podido detectar algunos fallos en lo que respecta a la perfecta simetría de la forma. Con todo, muchas de las piezas me recordaron las vasijas de la cerámica Etrusca, con la que guardaban un parecido considerable. De ningún modo es esta la gente que mejor impresión me haya causado. Sus semblantes eran morenos y amenazadores, sus maneras incultas y salvajes, y su apariencia la de una comunidad errante de gitanos a los que se asemejaban más que a los habitantes de un poblado tranquilo y ordenado, pese a que sus casas eran las cavernas de la tierra. Tal como previmos, pronto fuimos rodeados por mendigos, ávidos y ruidosos en sus demandas. Sus perros de aspecto fiero, con ojos inyectados en sangre, que miraban con sospecha fiel a todos los extraños, olfateaban y gruñían a nuestro alrededor. Me pareció que habíamos encontrado el camino en medio de una compañía que no era de mejor y más seguro carácter, y no puedo decir que me encontrase cómoda entre una horda tan osada. Solamente iba con dos compañeros, y cuando uno de ellos, excitado hasta el enfado por la porfía de los numerosos mendigos, les habló con bastante brusquedad, no pensé que eso nos diera seguridad, y desee que hubiera

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guardado sus reproches hasta haber estado a una cierta distancia de ellos. De todas formas, como ya no podíamos evitarlo, pensé que era aconsejable asumir el aspecto de tanta indiferencia y compostura como me fuera posible, puesto que, con gente tan licenciosa, lo más peligroso del mundo es mostrar que les tienes miedo. Así que, me senté y saqué mi libreta de bocetos y los materiales de dibujo. Me puse a trabajar rodeada de centenares de personas que se juntaron por curiosidad y pronto reproduje en papel la bárbara escena y las figuras salvajes que había estado mirando. Mis temores debieron haber exagerado mucho las causas de alarma que había imaginado, pues no sufrí interrupciones en mi trabajo. Sin duda, había una enorme curiosidad por ver qué estaba haciendo, pero no brutalidad ni violencia. Cuando hube terminado la tarea del día, volví a recoger mis instrumentos y, tras la curiosidad de la que seguía siendo objeto, inicié la marcha sin sufrir ninguna molestia por la presencia de estos casi ignorantes salvajes. Teniendo ahora más confianza en mis amigos los alfareros de las cuevas, al día siguiente fui sola a visitar su localidad y a ellos mismos. Digo sola porque mi único compañero era un muchacho llamado Juanito, de unos catorce años, a quien había llevado conmigo para que cuidase mi burro. Tan pronto como empecé a hacer los preparativos para dibujar fui observada por algunos ojos vigilantes y multitudes iguales en número a los que me habían acosado el día anterior, se reunieron alrededor del lugar en el que me había situado. Sin embargo, no sólo encontré que se comportaban muy bien, sino que además estaban excesivamente corteses y solícitos. Estaban atentos para realizar cualquier pequeño servicio que yo requería, y me trajeron esteras para que tuviese un asiento más cómodo. Cuando comencé a dibujar se produjo una conmoción entre ellos, se esforzaban para acercárseme y atraer mi atención hacia ellos individualmente. Al preguntarles qué deseaban, se me informó que estaban ansiosos de ser incluidos en mi boceto. Así, tuve una excelente provisión de modelos, algunos de ellos con rostros de lo más expresivo, de facciones profundamente marcadas, de complexión morena y ojos centelleantes. De todas formas tuve cuidado de no darles dinero, puesto que temía que al verlo se les pudiera excitar su codicia, y les llevara a pedir o esperar más del que yo estaba dispuesta a dar. Por ello, como medida de precaución, no había llevado ninguno conmigo. Con todo, les dije que si deseaban alguna cosa, podían pedirla en mi residencia al día siguiente. Para ellos el dinero no parecía ser tanto un objeto de deseo como los vestidos. Estaban increíblemente ansiosos de conseguir cualquier artículo para vestir, pero hubiera requerido las mercancías depositadas en el emporio de un Moses o Jacob en Houndsditch para responder a las ávidas demandas que hacían a mi generosidad. Tuve que ser muy liberal en las promesas, única moneda con que podía pagarles en aquel momento. Emplazándolos a la mañana, les prometí que entonces

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vería lo que podía hacer para satisfacer al menos unos pocos de los apremiantes bienes que tan urgentemente solicitaban les proporcionase”.

Los niños de La Atalaya, 1895 Fuente: Sin identificar. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Años más tarde, en 1887, Olivia M. Stone también se referirá a La Atalaya en su obra “Tenerife y sus seis satélites”, aumentando así el conocimiento general del lugar: “Existen varios pueblos de cuevas en Gran Canaria pero quizás podrían seleccionarse tres como los principales, cada uno perfectamente diferenciado en cuanto al carácter y la forma de vida de sus habitantes. Cerca de la ciudad de Las Palmas hay cuevas-vivienda cerca de la carretera que va a San Mateo. Sus habitantes forman el estrato social más bajo de la ciudad, los que no pueden, o no quieren, pagar alquiler alguno. No solamente viven allí los más pobres sino también los de peor calaña. Después está Artenara. Las cuevas están habitadas por respetables agricultores, gente tan respetable, tanto social como moralmente, como sus vecinos. Como ya he mencionado el interior de sus casas es limpio y cómodo. Sin duda es la pobreza lo que les obliga a vivir en cuevas, la pobreza de un terreno, que aquí equivale a dinero. Ser pobre, sin embargo, no es ningún crimen. El tercer pueblo de cuevas es La Atalaya. Aquí vive un pueblo de alfareros. Toda la alfarería de barro que utilizan en los campos se fabrica en estas cuevas. La gente ha vivido aquí generación tras generación; son muy pobres e ignorantes y quizás un poco rudos. Tienen también una mala costumbre, de la cual nos advirtieron a tiempo, afortunadamente. Les gusta robar y son capaces de robar ante tu propia mirada. La Atalaya está situada en la falda de una montaña redonda que, de mitad para abajo, está horadada por cuevas, muy juntas unas de otras. El otro lado de la montaña es tierra verde de pasto y la zona debajo de las cuevas está distribuida en bancales y

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cultivada. En este momento en los bancales hay papas plantadas. Debajo se extiende un valle y alrededor hay montañas, todas verdes y frescas después de las recientes lluvias, mientras que al fondo se elevan las montañas del centro de la isla. Cerca del pueblo, antes de entrar en él, pasamos junto a una cantera. Los hombres estaban cortando las piedras en trozos cuadrados y bien formados. Esta piedra es una especie de granito gris liso, increíblemente duro. Se utiliza para construir, sirven para hacer unos excelentes rodillos y se está utilizando en la construcción del nuevo puerto de refugio. Al acercarnos al pueblo, nos cruzamos con unos muchachos desarrapados, muy desarrapados. La solitaria prenda de algodón blanco que llevan parece casi incapaz de mantenerse unida. El resto de los habitantes resultaron semejantes a esta vanguardia, todos en harapos. Sin embargo, la apacible belleza del emplazamiento de las cuevas es difícil de sobrepasar. El valle que está debajo, un barranco que llega hasta Jinámar (de Las Goteras), tiene dos montículos en el centro, cultivados y verdes; un poco más allá las montañas a cada lado casi se cierran, dejando sólo espacio suficiente para una espléndida vista del mar. Las Palmas, aunque está tan cerca, se encuentra oculta 1.700 pies más abajo. A nuestro alrededor sólo hay montes cubiertos de verde y valles sinuosos y estas curiosas casas como madrigueras, con sus habitantes salvajes y casi incultos.

La familia ala entrada de casa cueva, 1893 Fuente: Norman, Carl. Fondo fotográfico de la FEDAC.

La alfarería es muy simple y primitiva. Nos invitaron a entrar en una cueva. La única luz penetraba por la puerta abierta. A nuestra izquierda había un cochino, rodeado por un muro muy bajo de piedras, y al fondo, en una esquina, había un

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montón de tierra grisácea. Sentada sobre el suelo con las piernas cruzadas, en el centro de la cueva, había una anciana. Delante tenía una piedra lisa, de alrededor de un pie y medio cuadrado, a un lado, una masa informe de barro gris y al otro un cuenco de barro lleno de agua. La forma regular de las diversas vasijas, braseros y otros artilugios de alfarería nos habían hecho suponer, aunque erróneamente, que habían sido hechos con un torno. La mujer estaba acabando un cántaro y le preguntamos si no le importaba empezar otro para que pudiéramos observar todo el proceso, y aceptó inmediatamente. Tomando un trozo de arcilla y humedeciéndolo, rápidamente lo amasó con las manos formando una bola y después, colocándola sobre la piedra, la extendió, presionándola, hasta darle la forma de cuenco, haciéndola girar continuamente para mantener la forma circular. Después tomó un pequeño pedazo de arcilla y dándole forma oblonga, la enrolló por todo el borde del cuenco, aumentando así su altura. Este proceso se repitió una y otra vez hasta que la vasija era lo bastante grande, manteniendo la mano izquierda siempre dentro de ella para poder hacerla girar y, cuando sentía que no tenía suficiente grosor en algún sitio, le añadía arcilla. Una sección que estaba doblada hacia fuera en la parte superior gradualmente tomó la forma del pico. Esta parte del proceso de alfarería, aunque aparentemente la más difícil, es la más rápida. No tardó ni siquiera diez minutos en llevarla a cabo y el resultado fue increíblemente regular, sin molde o patrón de ningún tipo. Antes de comenzar envió a un muchacho a traerme una silla. Me sentaron muy cerca del cochino. Un grupo de niños nos acompañaba y todos contemplaron cómo se iba haciendo la vasija, como si nunca hubieran visto nada igual. Sin duda al ver la expresión de concentración de nuestras caras pensaron que debía haber algo nuevo y maravilloso en lo que para ellos era un proceso antiguo y familiar. Una vez que la vasija gris estuvo terminada la pusieron al sol a secar. Cuando están lo suficientemente duras, trazan rayas por afuera con una piedra lisa y oblonga. Las piedras utilizadas para esto las recogen en la orilla del mar. Estas rayas incrementan el trabajo pero no añaden mucho a la belleza del resultado final. Sin embargo, es curioso observar que se han encontrado rayas exactamente iguales en las vasijas de los guanches, quienes sin duda hacían su alfarería de forma parecida. A continuación vimos el proceso de cocción. Los hornos son circulares, construidos con piedras y con los huecos entre ellas rellenados con barro, muy parecidos, aunque mayores, a los hornos de pan que se utilizan en todas las islas. Queman todo tipo de palos, ramitas y leña menuda, y vimos con frecuencia a muchachos y hombres trayendo leña desde todos los puntos cardinales para La Atalaya. En el horno colocan grandes piedras redondas que se usan para levantar por un lado las vasijas y los diferentes artículos para que el calor pueda alcanzar toda la superficie al mismo tiempo. El calor de estos hornos es enorme y no se puede uno acercar a menos de una yarda, más o menos, de las bocas, sin quemarse. Por lo tanto, cuando hay que mover las piezas, utilizan dos varas largas de pino para cambiar de sitio

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las piedras calientes en el horno y para sostenerlas. Las puntas chamuscadas de las varas se rocían con agua cada vez que se sacan del horno. Tomamos una fotografía de un hombre cuando estaba moviendo algunas piezas. Cerca del horno, bajo una plataforma de roca que sobresalía, habían colocado las vasijas cocidas y las que iban a cocer. El color gris de estas últimas y el rojo de las demás formaban un agradable contraste y pensamos que era una pena que no pudiese conservarse el gris cuáquero que tiene la arcilla cruda. El barro lo traen de un lugar del valle algo alejado.

Atalaya, guisando loza, 1925 Fuente: Maisch, Teodoro. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Cuando las piezas están listas para vender, las mujeres llevan sobre sus cabezas grandes cestas llenas de cántaros, braseros y vasijas para tostar gofio y café, hasta Las Palmas, a unas cinco millas de distancia. El precio de un cántaro como el que vimos haciendo era de un penique. No es de extrañar que los habitantes de La Atalaya, a pesar de no pagar alquiler, se encuentren entre los más pobres de las islas. Cuando primero nos vieron desde las cuevas, estos trogloditas salieron todos y oíamos claramente una especie de murmullo. Los niños parecían hormigas en un hormiguero, por encima, por debajo, y todo a nuestro alrededor; golfillos salvajes desharrapados y pequeños, a veces desnudos, sin modales ni educación. En la entrada de muchas cuevas había piezas de barro en diversas fases de acabado. El trabajo principal de la población es la alfarería y no se respira otra cosa, los propios niños imitan a sus mayores en sus juegos. Extrañamente, aunque viven tanto al aire libre y bajo el fuerte sol, la gente tiene, en general, una piel más clara que muchos otros en las islas. En la

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mayoría de los casos, los niños tenían pelo rubio y, muchos de ellos, ojos azules. Rara vez, en realidad nunca, hemos visto ojos grises. Si no son castaños, son azules. Abriéndonos camino por los senderos que discurren por delante detrás y encima de las cuevas, trepando arriba y abajo por los escalones de arcilla que hay entre las casas , gastados por el uso, abandonamos a los alfareros, guiados, protegidos y acompañados , como cuando llegamos, por aquella joven población de rostros afilados, cabezas descubiertas y pies descalzos”. Charles Edwardes, en 1888, se refería a la población residente en La Atalaya de esta manera: “Pancho me confirmó la extendida opinión acerca de los habitantes de La Atalaya. Carecen de moralidad y viven como animales. La Iglesia no interfiere en sus asuntos.(…) Más para ellos el cura de Santa Brígida es como si no existiera. Los chiquillos desnudos se revolcaban ante la mirada de sus madres, y las ya crecidas muchachas, que abandonaban sus tareas para seguirnos, observarnos y reírse de nosotros, iban ataviadas con la menor cantidad de ropa posible. Incluso las matronas de la comunidad, gruesas mujeres morenas, lucían faldas que exhibían sus desnudas piernas, espectáculo que haría estremecer a nuestro lord Chamberlán. Pero tampoco la vida al aire libre había dotado a todos de una vigorosa salud. Las deformidades y las enfermedades parecían castigarles. “Date la vuelta, niña, y enseña la joroba”, dijo una madre a uno de sus desafortunados retoños, de cuya deformación ella estaba especialmente orgullosa. Una vez acabada la exhibición, la pobrecilla víctima extendió la mano en busca de cuartitos. Este curioso asentamiento humano es tan antiguo que es probable que sus hombres y mujeres sean los únicos en toda la Isla que perpetúen la sangre de los aborígenes grancanarios. (…) Después de permanecer sentado unos minutos junto a la cueva de una habilidosa anciana, contemplándola mientras cogía la blanda arcilla con las manos, la separaba y la trabajaba, para al cabo de dos o tres minutos ofrecerme una tosca, aunque bien formada tinaja decorada con intrincadas incisiones, todo ello producto exclusivo de sus dedos; y después de observar con detenimiento los rasgos de la multitud que se congregó en torno nuestro, sus anchas mandíbulas, grandes ojos de un color avellana más pálido que el de los españoles, y sus modales agrestes y espontáneos, entonces fue cuando me convencí de que en este lugar había todavía sangre aborigen. Esto parece bastante probable. Los civilizados habitantes de las poblaciones adyacentes antes se casarían con una negra que con una mujer de La Atalaya, por lo que desde tiempo inmemorial las gentes de esta localidad han cohabitado entre ellos”. Ya en 1901, Francisco González Díaz escribiría en la revista semanal “El Museo Canario” sus impresiones sobre el poblado de La Atalaya, y más concretamente, sobre la figura de la mujer, la “talayera”: “En su rudeza selvática y en su enriscamiento montaraz, este tipo del país canario que os presento, lectores, merece ser conocido, como lo merecen las figuras desencuadradas, desalojadas, que se están retirando en medio del himno triunfal del progreso, pero que todavía viven. Viven aparte, 15


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guarecidas de la inundación en las alturas, mientras las aguas suben y ellas las ven subir con creciente espanto. Hay un rincón salvaje de esta isla de Gran Canaria donde habitan mis heroínas con sus familias, al modo de la tribu en el aduar. Se llega a la aldehuela mísera de su refugio, luego de vencer agrias pendientes, por caminos que se desarrollan entre vergeles, en subida rápida y agradable que a cada momento ofrece una sorpresa a los ojos cegados por el exceso de luz tropical. La majestuosa perspectiva de las montañas envuelve al viajero, quien no puede mirar a cualquier parte que sea sin que le abrumen con su grandeza las cumbres sucediéndose como gigantesca escalinata para ganar el cielo y apareciendo, por fingimientos del espejismo, más grandes aún de lo que son en verdad. Además, también por efecto óptico, dijérase que cada vez más se alejan y que mágicamente realizan un movimiento de traslación. Arriba, arriba, que el ascendimiento es hermoso y el camino, aunque empinado, se hace suave por los goces que al ánimo brinda el paisaje encantador. Desde Las Palmas, a través de la serpeante carretera, no cesan de sucederse los campos labrados, los diversos cultivos. Las palmeras, con su pomposa elegancia, nos saludan al paso, tristes como desterradas, y nos envían, desde las cúpulas de sus copas cimbreantes, rocíos de perladas notas; orquestas de pájaros variopintos ocultos entre las palmas nos dan música divina. Los pájaros aquí compiten en número y belleza con las flores; por eso, por la copia de flores y de pájaros ha recibido nuestro país el nombre delicioso de paraíso. Arriba, arriba. Ya se descorrió el velo blanco que ocultaba el perfil de los últimos picos, erguidos y aguzados como flechas, como flechas de nieve, porque en aquella altitud la nieve cuaja en diamantes deslumbradores; el azul cerúleo mezcla su pureza con la cándida blancura de los copos, semejantes a plumas de cisne llevadas por el viento. Caído el velum, parece la lejana sierra del fondo, con su resplandeciente crestería, una catedral ciclópea. Por fin llegamos a La Atalaya, el rincón salvaje a donde quería conduciros, habitáculo de una tribu sórdida y bizarra cuya fisonomía no ha perdido aún ninguno de sus singulares rasgos característicos. Hasta allí no ha llegado la civilización con su rasero implacable. Como aquel hay muchos escondrijos de miseria en Gran Canaria; pero ninguno tan original. Allí se ha refugiado lo pintoresco de nuestra raza, barrido y borrado de todas partes. Allí está el curiosísimo animal de altura llamado la talayera por corrupción de su verdadero nombre, que se ha encaramado a un risco y se ha encerrado en cuevas casi inaccesibles, llevándose consigo una tradición de bárbara altivez e intransigencia. Las habitaciones abiertas en la roca parecen cubiles; tienen algo de la caverna primitiva. Ampara a una raza indomable en cierto modo, refractaria, impermeable a la cultura, la talayera, la hembra es todo; el macho, nada o casi nada. Como en ciertos países americanos, (...), los hombres en La Atalaya gozan el privilegio de no trabajar; su

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misión hállase reducida a tomar el sol cuando lo hay. Y la cumplen a conciencia, por la mayor parte, estándose manos quedas, mientras ellas se mueven y afanan. Las costumbres de la isla de San Balandrán imperan en aquella esconditez selvática, donde un feminismo avasallante anula al hombre al mismo tiempo que lo endiosa.

Talayeras delante de la cueva, 1893 Fuente: Norman, Carl. Fondo fotográfico de la FEDAC.

También suele reinar por aquellos encumbramientos el amor libre, el amor con alas, pero sin venda, sin solemnidades ni sonrojos; Luisa Michel se quedaría en éxtasis si alcanzara a contemplar en tan impensado sitio una tan completa realización de su bello ideal. Aquellos campesinos viven perdidos en el seno de la maternidad sin límites de la Naturaleza. Nacen, crecen, vegetan y mueren confundidos con el terruño ingrato, limitadísimo, donde se encuentran cuna, casa y sepultura. Puede decirse que forman, con sus viviendas, incrustaciones de la montaña. Raras veces que baja la talayera a la ciudad para vender en el mercado público los productos de su rudimentaria industria, creyérase que algo esencial de la montaña misma baja con ellas; no solamente se trae tierra de la altura en sus pies desnudos que desafían los guijarros y abrojos de los senderos, sino toda una visión de las cimas excelsas y toda una pasión de la soledad, odio instintivo al progreso, resistencia inconsciente a dejarse penetrar de las claridades que vienen de abajo y que la ciegan y la mortifican. Experimenta sensaciones dolorosas, en la imposibilidad de la acomodación, en el choque de su alma virgen con las refinadas impurezas de la vida culta. Pasa sin ver y apenas terminados sus tratos, tórnase a su atrincheramiento mucho más deprisa que descendió.

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A mí me parece descubrir un sentido oculto, un sentido simbólico, en esta pasiva lucha. La montaña se rebela contra la ciudad, la ciudad no ha podido conquistar a la montaña. La talayera, indudablemente, es un símbolo. Si la vierais venirse para Las Palmas los días de mercado, a más que regular andadura, desgastando los caminos con su durísimo pie descalzo, un pie que ha adquirido consistencia pétrea y grandor exagerado, un pie fenomenal sin forma, semejante a la pata de un dromedario. Recorre kilómetros y más kilómetros, a grandes zancadas, resistente y ágil, sin dejarse vencer de la fatiga. Arremangada la enagua de percal sobre el refajo encarnado, cogida con una mano la cesta que carga a la cabeza y con la otra los zapatos resolaos que lleva por puro lujo, pues no se los pone nunca por temor a echarlos a perder, así atraviesa la talayera los pueblos del tránsito y así entra, arisca y desenfadada, en la ciudad. Lo común es que vengan por grupos más o menos numerosos, cual si instintivamente se juntasen para librarse de un peligro imaginario. Algunas traen a la gitana sus cachorros, y con ellos y con todo lo demás menos los zapatos hacen la jornada. Ni el sol ni la lluvia las acobardan. Hechas están a las mayores inclemencias, como a las miserias mayores. Se encuentran entre estas campesinas tipos de cierta belleza rústica no exenta de atractivos, belleza que resulta de la alianza feliz de la salud con la fortaleza. Líneas duras, pero correctas, de estatuas labradas en granito; macizas construcciones sin gracia, pero vistosas. Formas opulentas, colores sanos, recia musculatura, busto erguido, un escultor podría tomarlas de modelo para representar la fecundidad y la fuerza triunfantes. Fuertes y fecundas son, en efecto, como muy pocas mujeres. La Atalaya es nuestro valle de Paz. Cultivan, conforme he dicho, una industria elemental, cerámica incipiente, alfarería simplicísima: fabrican utensilios de barro que en el lenguaje del país lleno de reminiscencias guanchescas llámanse tallas, gánigos, tostadores, vernegales. Hablan un castellano corrompido, degenerado, hasta venir a parar en una bárbara algarabía que pronuncian ásperamente, en gritos guturales y en articulaciones violentas. El habitante de Castilla que las oyese hablar por vez primera no encontraría semejanza alguna entre aquella jerga endiablada y el hermoso idioma nacional. Son varoniles, bravas, resueltas, acometedoras. Cuando surge entre ellas, por cuestión de pantalones o incompatibilidad de caracteres, algún conflicto, lo dirimen como verdaderas heroínas a puñadas y a mordiscos, sin permitir –eso nunca- que los hombres intervengan en su defensa. En tales casos desátanse sus lenguas venenosas y se ponen cual digan talayeras, que es mucho peor que cual digan dueñas; vomitan por sus bocazas, en su habla enrevesada y bestial, injurias a borbotones, concluyendo por asirse de los moños y zarandearse furiosamente hasta que el cansancio las rinde o

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queda el campo por una de las luchadoras. Hanse familiarizado con el inglés, a quien miran como un ser superior por lo maniabierto y dadivoso. Cuando un turista británico aporta por aquellas eminencias, todo el pueblo se solivianta y pone en movimiento. Los habitantes comienzan a salir de sus cuevas como ratas de sus agujeros; nubes de chiquillos sucios, desarrapados, famélicos, que parecen brotar de entre las piedras, siguen al viajero, lo acosan con este grito repetido sin descanso: ¡Un cuartito! ¡Un cuartito!. Y el gran clamor de miseria sale de todos lados. Lánzanlo también los padres a la sordina; dijérase que las gallinas mismas lo cacarean y que los cerdos lo gruñen: ¡Un cuartito! ¡Un cuartito!. Si el inglés no abre la mano, corre el riesgo de que le apedreen, y para aquella gente es inglés, por extensión, todo extranjero y aun todo forastero, todo caballero. El espíritu de la civilización moderna no ha llegado todavía sobre aquel recóndito campamento de bárbaros donde reina la talayera, magnífico animal de altura. Difícilmente se aclimata ésta a la ciudad; cuando se cree tenerla domesticada, escapa y se vuelve al monte a grandes trancos, tan zahareña como salió y siempre descalza, porque los zapatos le estorban”. Pocos años después, en 1906 será Juan Maluquer i Viladot, quien se referirá al poblado que nos ocupa de la siguiente manera: “(…) y tomando de nuevo la carretera nos apeamos al poco para tomar un pequeño sendero, que nos condujo en menos de una hora al lugar conocido por Atalaya, verdadero pueblo troglodita, recuerdo exacto de las casas guanches. Allí diseminadas, con fachada tan sólo, tosca y modesta siempre, se encuentran las casas en que viven los 564 habitantes de aquellos contornos montañosos llenos de barrancos y torrentes, dedicados casi exclusivamente a la fabricación de pucheros y útiles de barro, que trabajan a mano, sin torno alguno, pero demostrando una habilidad extraordinaria, pues mientras con la mano derecha dan molde a la pasta, con la izquierda le imprimen un movimiento de rotación que excusa el torno del alfarero. Vi fabricar algunos objetos de barro, y después penetré en algunas de aquellas casas, cuyo interior, sin otro techo que la roca viva, eran bastante limpias y cómodas, pero reducidas a uno o dos cuartos, llamando la atención de los expedicionarios la elevación inmensa de las camas, a las que difícilmente podía subirse para acostarse sin utilizar por lo menos una silla a modo de escalera. Vive Atalaya la vida primitiva, la guanche, y bien se puede afirmar que por un rato vivimos en el pasado canario, pues los que allí moran, no bien cruzados aún con la raza conquistadora, conservan el aire y facciones del pueblo aborigen”.

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EL PROCESO DE LA PRODUCCIÓN LOCERA Existen numerosos artículos que hacer referencia a las características propias de la cerámica de La Atalaya, así como a las relativas a su producción Entre ellos, encontramos el artículo realizado por María del Pino Rodríguez Socorro “Recuperación del patrimonio cultural como recurso históricos. El poblado alfarero de La Atalaya. Gran Canaria. España”, cuyo aparatado “características de la cerámica” hace una síntesis sobre la técnica de producción alfarera en La Atalaya. Según sus propias palabras, “se trata de una cerámica caracterizada principalmente por su extraordinario primitivismo, sin molde, el desconocimiento del torno del alfarero y el uso de instrumentos tan primarios como son: piedras (de barranco, llamadas lisaderas, heredadas de madres, abuelas, bisabuelas, etc., para sacarle brillo a las piezas antes de quemarlas en el horno), cañas y materiales como el barro y arena (Machín Peñate 1983:15). Han sido las manos sumamente diestras que con inigualable destreza se convirtieron en el instrumento de mayor importancia y las que han creado esa singularidad que pervive hoy en día. Se recogía el barro y la arena de los lugares cercanos a las cuevas-taller. La arena, preferentemente en el barranco de Las Goteras y el barro en las cadenas de cultivo próximas al poblado, en La Concepción. El almagre (que consiste en óxido de hierro y que el alfarero reducía a polvo con el molino de mano y mezclándolo con agua se obtenía una masa más o menos pastosa para darle color a las piezas) se iba a buscar a la cumbre, a un lugar cercano a la Cruz de Tejeda. Esta última tarea era realizada principalmente por los hombres. En La Atalaya de Santa Brígida se elaboraban fundamentalmente la vajilla que se utilizaba en la mayor parte de los hogares de la isla. Muchas eran las madres que nos la encargaban como dote para sus hijas, comentaba recientemente María Guerra, quien representa el final de unas de las sagas familiares de artesanos del barro más antiguas de cuantas poblaron la zona de La Atalaya. Con tan sólo siete años comenzó a tener contacto con el barro en el taller que llevaba su madre: “Trabajábamos todo el día y parte de la noche, cuando era necesario, antes no había para fregar más que los lebrillos, las tallas para el agua, las macetas también eran de barro y hasta las escupideras. Antes, La Atalaya entera trabajaba la loza; era un medio de supervivencia”. El análisis de la misma nos ha llevado a confirmar que la cerámica era totalmente funcional adaptada perfectamente a las necesidades domésticas de las familias de amplios sectores rurales. La Atalaya producía la totalidad de la cerámica para todos los municipios de medianías.

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Varias fueron las particularidades que observables en el ambiente desarrollado dentro del alfar, o lugar de trabajo del alfarero. Primero, y una vez que el material se encontraba en el lugar, la ubicación de la alfarera a la hora de trabajar el barro. Se colocaba de rodillas sobre el barro aunque en la actualidad, por la avanzada edad de las alfareras, se sitúa sentada frente a la laja o al lado a ella. Se trata de un soporte circular sobre el que se elabora la loza. Segundo, la mezcla utilizada con el almagre para obtener color y pintar la pieza bien a través de aceite de pescado o bien con orines. Hoy en día esto se ha perdido”. Julio Cuenca Sanabria, en diversos artículos publicados en la revista Aguayro (números 129, 130, 131 y 134), ofrece un análisis del proceso de fabricación de la cerámica en La Atalaya, diferenciando la producción realizada durante el siglo XIX, y la realizada durante el siglo XX. A continuación, se reproduce su análisis diferenciador:

Procedimiento de fabricación de la cerámica en La Atalaya de Santa Brígida (siglo XIX)

Según el análisis realizado por el autor, “En el tomo II, 4ª serie del “Bulletin de la Societè d’Antropologie de París” encontramos la información de una gestión científica en la que Lajard, erudito francés que visitó La Atalaya en las últimas décadas del siglo XIX, ofreció un trabajo sobre el tema. En el mismo, encontramos una interesante descripción de lo que era la alfarería en las cuevas de La Atalaya en el siglo pasado (XIX), por su interés transcribimos algunas de sus notas: “En las Canarias, y en particular en La Atalaya, he podido seguir paso a paso la fabricación de la alfarería mediante la aplicación de rulos en espiral. La mujer está arrodillada, ya que son las mujeres, hoy como ayer, quienes se encargan de este trabajo. Un poco de arena está extendida en el suelo para evitar la adherencia. El agua que sirve para amasar el barro llena un agujero en un rincón de la cueva. Algunas familias viven allí, en estos reductos excavados por los guanches al borde de un barranco escarpado. A medida que el rulo se alarga, se le curva y suelda con los dedos para unirlo al anterior (...) esta unión se efectúa adelgazando en bisel el borde inferior y también sus extremos. Cada vuelta se sigue de la misma manera que las otras en un enrollamiento regular y en espiral.

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Loceras de La Atalaya en la feria de las flores, 1892 Fuente: Ojeda Pérez, Luis. Fondo fotográfico de la FEDAC.

El trabajo se detiene de tanto en tanto. La mujer hace rodar la vasija ligeramente y la operación continúa. La pieza es elaborada con las manos, sin torno, sin instrumentos de madera, los dedos lo hacen todo. La vasija se termina mediante un tratamiento que borra las huellas dejadas por los rulos en los puntos de contacto. Una vez que las piezas han sido puestas a secar, se pintan con la ayuda de una sustancia roja, molida en molino de mano. Este polvo se prepara normalmente con una toba esponjosa muy roja, que se encuentra debajo de las extensas coladas de basalto; sobre la delgada capa de contacto, el hierro ha sido probablemente sobreoxidado, transformándolo, en cualquier caso, muy adecuadamente. Sabino Berthelot ha visto emplear esta sustancia en la policromía de los edificios de Las Palmas. La operación de bruñido es la más interesante. Esta se realiza con la ayuda de un canto de lava de una forma generalmente alargada. Los frotamientos prolongados marcan frecuentemente aristas sobre este útil. La muestra que he podido llevarme está ligeramente curvada en gancho en su extremo. El trabajo de pulido es largo, sirve no solamente para dar brillo a la alfarería sino, también, para decorarla por el contraste de los tonos mates que quedan a los lados. En más de una vasija podemos distinguir el vaivén de la piedra, en forma de largas líneas ligeramente cóncavas, entremezclados y muy lisos. Se los encuentra idénticos en muchas alfarerías prehistóricas. El instrumento de piedra que se emplea para este trabajo, constituye el único utillaje de los canarios para elaborar la cerámica. Me ha parecido que merece una mención especial, a causa de la rareza de su empleo y de su desaparición sin duda próxima.

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Loceras de La Atalaya, 1893 Fuente: Norman, Carl. Fondo fotográfico de la FEDAC.

En otro momento de la sesión, Mortillet plantea a Lajard la siguiente pregunta: “Estaría muy satisfecho de saber con certeza cómo obtienen los canarios actuales la coloración roja de las cerámicas. ¿No emplean el ocre, teniendo cuidado en lustrarlos por el bruñido, después de la aplicación del color?”. Verneau responde que la sustancia empleada para colorear las alfarerías es ciertamente el ocre (...) Este ocre se encuentra abundantemente en ciertos puntos de las Canarias, por ejemplo en el barranco de Tirajana, donde puede ser recogido sin dificultad. Una vez disuelto en una mezcla de orina y aceite de pescado, es aplicado a las vasijas, en el cual todas las partes deben estar brillantes, siendo seguidamente lustrados por frotamiento con ayuda de una pequeña piedra lisa, frecuentemente un simple guijarro rodado. Continuando la sesión, Lajard, que no ha hablado más que de las alfarerías modernas, señala que es conveniente decir algunas palabras sobre la fabricación de las alfarerías antiguas. “Es muy probable que los procedimientos empleados en otros tiempos sean los mismos que los de la actualidad. Esto debe ser, en efecto, lo que los antiguos insulares legaron a los modernos habitantes, ya que los conquistadores del siglo XV conocían el torno de alfarero; si ellos fueron los maestros de los ceramistas actuales, éstos emplearían el torno, lo cual no es así. Además, las formas modernas recuerdan en ocasiones las formas antiguas. En este sentido, explorando una cueva de San Lorenzo (Gran Canaria) Verneau encontró, al lado de vasijas, pequeñas piedras ligeramente porosas, cuidadosamente pulidas en una de sus caras, cuyos poros estaban rellenos con un barro parecido al de las vasijas mismas, por lo que debieron servir para pulir la pasta, como aún se hace en la actualidad. Es común encontrar entre la pasta de las viejas vasijas, pequeños fragmentos de roca o de conchas destinados sin

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duda a asegurar su solidez. Pero las alfarerías viejas estaban sin embrago cocidas, siendo equivocada la pretensión de que estaban simplemente secadas al sol. Esta magnífica descripción de Lajard nos abre una ventana al pasado y nos enseña cómo era la alfarería en La Atalaya hace ya 89 años (en 1980). Este es un documento etnoarqueológico de gran valor para nosotros, de los que desgraciadamente estamos tan necesitados. El tiempo y determinadas circunstancias transformaron algunas características de este alfar, pero la esencia de los mismos se ha conservado milagrosamente para el beneplácito de todos nosotros. Veamos cuáles son estas características: Hoy en día el alfarero/-a ya no trabaja de rodillas o sentado en el suelo, por el contrario lo hace sentado frente a la laja o de lado a ella, a la altura de la cintura (sin duda postura más cómoda, pero no más eficiente, no obstante la avanzada edad de los alfareros/-as, que lo justifica). Curiosamente Lajard no nombra para nada el proceso de pisado del barro, debido muy probablemente a que sólo observó a la alfarera en el proceso del amorosado o sobado del barro, operación ésta posterior a la del pisado. Tampoco hace mención al uso de la laja o soporte plano de piedra y forma circular o cuadrada, sobre el que se elabora la vasija; por el contrario, él vio a la alfarera fabricar la loza sobre un lecho de arena en el suelo de la cueva. En las encuestas realizadas a las alfareras y alfareros, no hemos encontrado constancia de esta particularidad, además de que las lajas en las que trabajan actualmente son de gran antigüedad, heredadas de sus antepasados. Por último, Lajard nos describe la mezcla del almagre con orín y aceite de pescado, como ungüento aplicado con los bruñidores. Esta particularidad interesantísima, de haber sido cierta, se ha perdido para siempre entre los alfareros/-as actuales. Hoy se obtiene una mezcla de almagre con agua, con la cual se pinta la vasija a la que posteriormente se aplica petróleo, estando así lista para el bruñido. En lo que respecta al uso del orín, aún perdura en la memoria de los artesanos el recuerdo de ver a viejas alfareras regar el barro que estaban depositando en el goro con orín. Según ellos esta operación se hacía para ahorrar agua”.

Actual procedimiento de fabricación de La Atalaya (Finales del siglo XX)

“En primer lugar habría que señalar que casi todos los materiales e instrumentos necesarios para la elaboración de las cerámicas se encuentran en el

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medio físico inmediato al poblado: el barro, la arena, el almagre, el agua, las piedras, las cañas, la leña”. El proceso se inicia con la recogida en los diferentes puntos de la isla de Gran Canaria de los materiales necesarios para la elaboración de una pieza de loza, finalizando con la realización de la “guisada” en el horno de leña, estando así la pieza lista para su uso. A continuación se analizan las distintas fases que se realizan en la producción de una pieza de loza, así como los materiales utilizados en cada una de ellas: 1. Recogida del barro El barro utilizado en Gran Canaria tiene su origen en materiales volcánicos, por eso las arcillas locales son distintas a las que se emplean en el Continente Europeo, que tienen origen sedimentario. Para su recogida, se acude a los lugares cercanos a la cueva-taller de la locera, extrayéndolo en las cadenas de cultivo próximas al poblado. Así, con un pico como herramienta, se va obteniendo pedazos de barro seco que luego será tratado y preparado para dotarle de las características adecuadas para su transformación en una pieza de loza.

Recogida de barro.

2. Recogida de arena Al igual que sucede con el barro, la arena es recogida en las cercanías de la cueva-taller. En este caso, la arena es recogida preferentemente en el barranco de Las Goteras.

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Arena lista para su uso

3. “Limpieza” del barro Una vez el barro acarreado al taller, sufrirá un proceso de secado al sol, majado (con una piedra de mediano tamaño) y mondado o eliminación manual de las impurezas (piedras y raíces, principalmente).

Majado del barro

4. Preparación del barro para su pisada Cuando el barro está ya limpio y soleado, se depositará en el goro o agujero oval excavado en el suelo, en el interior de la cueva-taller; el cual previamente se ha

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espolvoreado una capa de arena dentro del goro, para evitar que el barro se pegue demasiado a sus paredes. A continuación, se irá añadiendo poco a poco agua, hasta que comience a encharcarse, lo que indicará el punto de saturación del barro. En este estado se dejará durante unos días.

Cueva-taller con goro (izquierda) lleno de barro listo para la pisada

5. Pisada del barro El siguiente paso es el del pisado. El/la alfarero/a extrae el barro del goro y lo extenderá en el tendido o espacio al lado del goro de piso irregular y también en el interior de la cueva-taller.

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Tendido del barro en el suelo para la pisada

Previamente se cernirá arena de barranco, empleada como desgrasante, y sobre el barro se extenderán las raspas o restos del desbastado de las piezas.

Cernido de arena sobre el barro

Raspas o restos del desbastado

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Una vez hecho esto, el/la alfarero/a pisará con un pie toda esta masa durante unas dos horas aproximadamente, enrollándolo varias veces y volviéndolo a extender, añadiendo arena y agua hasta que alcanza el punto de amasado justo, el cual se verifica probándolo, cogiendo un poco y pasándoselo por la lengua. Luego irá formando rollos más pequeños o bastos, que volverá a guardar en el goro; se deja reposar así, hasta el momento de trabajarlo.

Pisada del barro

Añadidura de arena al barro

Añadidura de agua al barro

Elaboración del rollo de barro

Basto listo para su utilización

En el momento de realizar una pieza de loza, se extrae uno de los bastos y se soba o amasa sobre una laja inclinada, hasta que el barro comienza a cantar, que es cuando éste ya ha adquirido la suficiente plasticidad como para contener aire, el cual produce unas características detonaciones al ser presionado sobre la laja.

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Amasado del barro

6. Levantado de la pieza El barro será trabajado encima de una laja basáltica cubierta con una capa de arena de barrando cernida, que facilita el giro de la pieza, al tiempo que impide que se pegue a la laja. El procedimiento de levantado será el del urdido, el cual consiste en lo siguiente: se coge un trozo de barro, golpeándolo con los nudillos de la mano derecha sobre la laja, mientras con la izquierda se hace girar dándole una forma circular, a partir de esta base, se irán añadiendo una serie de cilindros o bollos de barro, unos sobre otros hasta llegar a la altura deseada.

Urdido: Realización de torta de barro

Añadidura de cilindros de barro

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Levantamiento de la pieza de barro

7. Debastado Una vez que la pieza ha sido levantada, esta se dejará secar hasta que adquiera la consistencia necesaria para el siguiente paso, el desbastado, que consiste en eliminar el exceso de barro y dar forma a la pieza, por medio de una sección de caña (nombre botánico) afilada y/o con un segmento de aro de hierro de barrica (fleje).

Debastado

Caña (parte exterior)

Caña (parte interior)

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Fleje


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8. Aliñado de agua Una vez desbastada la pieza, se procede al aliñado de agua; para ello se emplean tres tipos diferentes de útiles: la saltona o santona, la raspona y la fina. Se pasan por la superficie rugosa de las piezas tras el raspado, mojándolas regularmente, y en el orden expuesto que va desde la más abrasiva hasta la menos; señalar que la raspona es elaborada con barro y mucha arena de grano grueso (de 1 a 3 mm), dándole una forma alargada y cilíndrica, guisándola posteriormente, y las otras dos son cantos rodados, la santona de basalto vacuolar y la fina de basalto.

Aliñado de agua

Rasponas

Santonas

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9. Almagriado Tras dejar la pieza secarse ligeramente, se procede a aplicarle la pintura o almagriarla. El almagre es un óxido mineral, de característico color rojo intenso, formado a partir de la rubefacción instantánea de un lecho con alto contenido arcilloso, al superponérsele una colada de basalto líquido. Dicho mineral había que ir a recogerlo a la cumbre, en un lugar próximo a la Cruz de Tejeda. Tradicionalmente el lugar de la extracción se localizaba en este sitio debido a la alta calidad de ese almagre, ya que no todos sirven. Actualmente, se extrae a pico en la falda del Monte Constantín (San Mateo); y tras secarlo al sol, se maja con una piedra y se pasa por el molino circular de mano, hasta convertirlo en polvo.

Almagre en su estado natural

Majada del almagre

Almagre tras ser majado

Obtención de polvo de almagre con molino circular de mano

El polvo de almagre es mezclado con agua hasta obtener una “ralea” o masa consistente pastosa, la cual se aplica con la mano, extendiéndose por la superficie

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exterior de la pieza y a veces también por la interior. Tras esto, se deja que la pieza y el mencionado engobe se sequen hasta un determinado grado.

Ralea de almagre (Pasta de almagre)

Almagriado

10. Aliñado de petróleo Una vez que se ha producido el secado necesario de la pieza, se puede realizar el aliñado de petróleo. Dicho proceso consiste en frotar la pieza con un paño impregnado en petróleo (en época prehispánica se utilizó, sin duda, manteca de cerdo o cabra fundida en la que se desleía el almagre; según Lajard, a finales del siglo XIX, en La Atalaya se utilizaba aceite de pescado, pero más probablemente se trataría de aceite de oliva reciclado, restos de cocina donde previamente se hubiese guisado pescado varias veces y que se hubiese impregnado de su olor).

Petróleo

Manteca/grasa de cerdo

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A través del bruñido o “aliñado de petróleo” o de “almagria”, se obtiene brillo mediante el frotamiento de la superficie de la pieza cerámica, almagrada o no, con la “alisadera” o bruñidor; canto rodado, generalmente de basalto de color negro o verde y de grano extremadamente fino, que le da una superficie lisa muy apta para dicha función.

Aliñado de petróleo

Alisaderas / bruñidores

Las alisaderas se iban a buscar “a la fin del mundo” (Arguineguín) y las antiguas eran de gran estima para las alfareras y alfareros, constituyendo con los molinos circulares de piedra, auténticos legados generacionales presentando algunas de ellas desgastes profundos producidos por su uso ininterrumpido durante siglos.

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11. Guisada El último paso de la producción locera es la guisada. Las piezas de alfarería se cocinarán o “guisarán” en un horno de pan modificado, del tipo introducido por los europeos en el siglo XV, que nada tiene que ver con el sistema de guisado aborigen.

Horno de pan modificado

En este punto, debe destacar la importancia del proceso que se va a producir, ya que el momento de la cocción de las piezas es el punto más crítico de todo el proceso. En él, la pieza se abandona a la acción transformadora del fuego, escapando del control directo del/de la artesano/a. Es probable que en tiempos anteriores a la conquista del Archipiélago, ese momento debiera estar precedida por ceremonias propiciatorias. Julio Cuenca Santana, a través de su artículo publicado en la revista Aguayro, cita el testimonio de una vieja alfarera de La Atalaya que es interesante citar en este

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apartado: “Una tarde estaba mi madre con otros parientes y yo en el horno, que estaba lleno de loza hasta la corona. Suarito, el guisandero, había ya encendido el fuego, y era casi de noche cuando de repente oímos un ruido seco y grande dentro del horno, y todas dijimos. “¡Ya se desfondó el horno y se rompió toda la loza!”. Entonces Suarito nos dijo: “Métanse todas en la cueva y déjenme a mí.” El guisandero se viró al revés la pretina de los calzones y, sacando su cuchillo, lo clavó en tierra. Aquella noche nos quedamos todas a dormir en la cueva del horno, al día siguiente la loza amaneció sanita y cocinada”. El guisandero había ahuyentado a las brujas con aquella práctica mágica. Anécdotas como ésta son frecuentes y creídas por la gente de La Atalaya. La guisada comienza con la puesta de las piezas al sol para que comiencen a calentarse antes de introducirlas al calor del horno; mientras, la leña irá ardiendo dentro del horno.

Piezas de loza puestas al sol para su calentamiento

Leña ardiendo en el interior del horno

Cuando la leña se ha convertido en brasas, se introducen las piezas para ser guisadas. La colocación de las piezas dentro del horno es de suma importancia, ya que se colocarán al fondo las piezas más grandes, las que necesitan más tiempo para ser guisadas, y en la parte exterior las más pequeñas, las cuales necesitan menos tiempo para su guisado. Cuando las piezas están colocadas, se cubren con madera y leña, la cual será prendida con fuego.

Piezas de loza dispuestas para su guisado

Piezas de loza cubiertas de leña en el interior del horno

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Una vez prendido el fuego, la guisada continúa. Será el/la guisandero/a quien sabrá cuando es el momento de ir sacando las distintas piezas del horno que ya están guisadas, echando más leña las veces que considere necesario, y girándolas y cambiándolas de postura cuando considere, para que las piezas se guisen de una manera adecuada.

Piezas de loza guisándose en el interior del horno

Guisandero sacando las piezas guisadas

Una vez que las piezas están guisadas, son sacadas del horno y dispuestas en el suelo para su enfriamiento, momento en el cual la guisada habrá finalizado, y las piezas de loza estarán listas para el uso para las que han sido realizadas.

Piezas guisadas listas para salir del horno

Piezas guisadas enfriándose

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Piezas guisadas

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LA CERÁMICA POPULAR EN GRAN CANARIA: ¿SUPERVIVIENCIA DE LOS ALFARES PREHISPÁNICOS? Una vez analizada la técnica de producción alfarera en el pago de La Atalaya de Santa Brígida, surge una pregunta que por su importancia merece ser analizada en el presente apartado: ¿es la cerámica popular/tradicional de Gran Canaria una “evolución” de la cerámica prehispánica? La revista Aguayro, en su número 129 servirá de marco para dar una posible respuesta a esta pregunta de la mano de Julio Cuenca Sanabria; y es que, ¿es válida la comparación entre la cerámica prehispánica y la popular de Gran Canaria? Tal y como el autor explica en su artículo, “El examen superficial de un buen número de piezas aborígenes y de otras tantas populares, incitan a responder con la negativa. Las diferencias en cuanto a la tipología son claras. No observamos, por ejemplo, las formas de fuerte carenado “clásicas” entre las cerámicas aborígenes. En las piezas populares estudiadas, tampoco vemos similitud entre los diferentes tipos de asas ni siquiera entre los distintos tipos pictóricos de unas y otras. Sin embargo, pensamos que las diferencias observadas entre las formas y el decorado vienen motivadas por posibilidades técnicas y mentalidades estéticas opuestas. A decir verdad, estas diferencias entre unas y otras piezas, que se perciben tan fácilmente, demasiado fácilmente incluso, no hacen más que dificultar la percepción exacta de los objetos dentro de su forma esencial, nacida de la sola e incluso misma técnica. El resto es accesorio y sus diferencias tan tangibles son también ellas mismas accesorias. Las piezas cerámicas antiguas o prehispánicas y las modernas o populares, con excepción de algunas formas bastante discernibles, y teniendo en cuenta las diferencias dentro de acabado y la colocación de los adornos, son por tanto perfectamente comparables puesto que, como ya apuntábamos, han salido de una técnica similar. Nosotros hemos podido observar, tras un largo y laborioso estudio, ese extraordinario conservatorio de las técnicas de fabricación de la alfarería popular, en donde se desconoce el uso del torno de alfarero (el invento de la rueda de alfarero se sitúa sobre el 3000 A. C., empleado en las grandes aglomeraciones de población que iban formándose en el sudeste asiático y en el Valle del Indo), cómo se confecciona una pieza modelada de forma semejante a aquella otra que era fabricada cinco siglos antes; en este sentido no nos parece prohibitivo proyectar, con cierta prudencia, la escena actual dentro del pasado. Por supuesto que el proceso de aculturación actúa sobre la industria alfarera, y lo hace de varios modos:

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 Por la importación de tipologías nuevas.  Incorporación de alfareros peninsulares al cuadro artesanal de la Isla, aunque estos quedaron acantonados en las ciudades y principales focos de producción, en donde se acomodaron los nuevos pobladores; así la producción de estos “olleros” peninsulares estaba destinada al servicio de ellos, y nunca fue lo suficiente como para ahogar la producción de los loceros indígenas.  Abandono forzoso de determinadas formas, siendo desplazadas de un modo lento, piezas que no podían competir no sólo en lo funcional, sino también en la facilidad de adquisición, consecuencia de la actividad de los nuevos alfares”. Por tanto, parece aceptable afirmar que la técnica tradicional en la producción alfarera, así como la tipología de sus piezas, ha recibido una influencia directa de la producción prehispánica, si bien las diferencia perceptibles se deben en este caso a la adaptación a la situación del momento, donde son demandadas unas piezas distinta a las de antiguos pobladores de la isla.

Cerámica prehispánica

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TIPOLOGÍAS La producción locera de La Atalaya de Santa Brígida se caracteriza por elaborar prioritariamente piezas de ajuar; tales como bernegales para guardar gofio o leche, platos, lebrillos, quemadores tanto para café como para castañas, jarrones, cazuelas de vino, etc. Entre la totalidad de loza producida, destacan las siguientes tipologías: Bernegales

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Taias

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Tallas granos

Tallas de caño

Platos

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Platos para colgar

Platos de bernegal

Cazuelas de vino

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Cazuelas de café

Gánigos

Orzas

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Jarras

Jarras para vino

Jarras de flores

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Jarras para gofio

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Jarras para cuajada

Lebrillos

Vasos

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Sahumadores

Vasos de bernegal

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Tazas

Copas

Rabileras de vino

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Calderos

Ollas

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Ollas de leche

Ollas de castañas

Tapas

Barquetas

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Soperas

Tostadores

Braseros

Fogueros

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Hornillos

Cestos

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Cántaras de tres

Fruteros

Bandejas

Lámparas

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA. PASADO Y PRESENTE DE LA PRODUCCIÓN CERÁMICA Orinales

Ceniceros

Palmatoria

Macetas

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LAS TALAYERAS A través de este apartado, se pretende destacar el papel que jugó la mujer en la historia del pago de La Atalaya de Santa Brígida, en la transmisión de sus costumbres y en su producción locera. Y es que con el pasar de los años, la imagen relativa a la importancia de la figura de la mujer en dicha actividad ha sido relegada hasta el punto de aparecer en un segundo plano, detrás de la imagen del “hombre locero”, debido, entre otras causas, a la creación de investigaciones y escritos relativos al tema que nos ocupa por parte de varones. Una fuente muy interesante de información y reflexión al respecto es el artículo realizado por María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana, dentro del XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana y que lleva por título “Memoria viva de un oficio en el olvido: Las talayeras de Santa Brígida”. Ambos hacen un recorrido por la imagen de la mujer locera, la talayera, desde mediados del s. XIX, momento en el que el pago de La Atalaya suscitó un gran interés entre los turistas, hasta nuestra época. Así, según sus propias palabras, con la llegada de los primeros turistas, “el pago y sus habitantes fueron ampliamente descritos en los abundantes relatos de viajes y mediante fotos con las que se llegaron incluso a realizar postales turísticas. Las descripciones literarias y las fotos se centran en las cuevas, en la vestimenta y en el comportamiento de los habitantes, en las técnicas de elaboración de la cerámica y otros aspectos, pero las referencias a las alfareras son más bien escasas; apenas unos comentarios al proceso de elaboración de las piezas y a sus costumbres”.

La Atalaya de Santa Brígida, 1890 Fuente: Luís Ojeda Pérez. Fondo fotográfico de la FEDAC.

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Horno y cerámica, 1925 Fuente: Maisch. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Será en el siglo XX cuando la imagen de la mujer de La Atalaya será elevada al rango de “símbolo de la mujer canaria” gracias a escritores y pintores que recrean la figura de la mujer tomando su figura como modelo. Pero paradójicamente, “a partir de los años ochenta, de la mano de investigadores locales, la figura de la locera se ve eclipsada por la de Francisco Rodríguez, más conocido por Panchito, “el último alfarero”, en realidad el único hombre del que existe constancia de que practicara la alfarería, vinculado a la elaboración de la loza a través de su madre, la Bartola. De este modo, en las últimas décadas del siglo XX, Panchito se convirtió en paradigma del auténtico alfarero grancanario”. Así, a través de este apartado se intentará recuperar la memoria de esa mujer, la talayera, tan importante para al devenir del pago de La Atalaya, y actualmente olvidada o, cuanto menos, eclipsada. Al igual que se hiciera en el apartado relativo a las primeras referencias históricas, María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana realizan un recorrido por las numerosas referencias existentes, analizando la representación de la mujer talayera en ellas. Para ambos, “aunque son muchos los autores decimonónicos que describen el pago y a sus habitantes en sus textos, las referencias específicas a las mujeres no son muy abundantes y se limitan a unos pocos comentarios. Una de las primeras referencias específicas es la del germano Hermann Schacht que, curiosamente, señala que durante su visita al poblado en 1857 las mujeres “bobinaban seda” sentadas delante de sus casas (Schacht, 1859: 173).

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Casa cueva en La Atalaya (Santa Brígida, Gran Canaria) Fuente: Kurt Herrmann. Fondo fotográfico de la FEDAC

Maximiliano I, que visita el pago en 1859, ofrece una visión colorista y típica del poblado y de sus habitantes y, al contrario que otros muchos viajeros de la época, destaca que las mujeres y muchachas iban “ataviadas con sus coloridos vestidos de los domingos” (en Sarmiento, 2007 [1861]: 213-214).

Hornada de La Atalaya, 1890. Fuente: Luis Ojeda Pérez. Fondo fotográfico de la FEDAC

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Cuevas y niño, 1895-1900. Fuente: Autor si especificar. Fondo fotográfico de la FEDAC

El británico Burton Ellis, que visita el pago durante la década de los años setenta del siglo XIX, en uno de los textos más críticos sobre los habitantes del pago, describe a las mujeres como “robustas amazonas” (Ellis, 1993 [1885]: 46) y es el único que señala que se le acercaron “las más jóvenes y más atractivas de su género femenino para intentar obtener de nosotros pequeñas monedas” (Ellis, 1993 [1885]: 48). Olivia Stone, que dedica un extenso comentario al pago elaborado tras su visita en 1883, destaca la labor de las viejas alfareras y resalta su habilidad y la buena calidad de las piezas (Stone, 1995 [1889]: 177-178). También destaca su labor como vendedoras y su pobre condición (Stone, 1995 [1889]: 179-180).

Fuente: Fondo fotográfico de la FEDAC

Charles Edwardes, como Stone, destaca la labor alfarera de una anciana que contempla confeccionando una pieza durante su visita en 1887 (Edwardes, 1998 [1888]: 324), señala la escasa ropa que vestían las mujeres (Edwardes, 1998 [1888]:

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323-324) y destaca su mala reputación entre la población local que “antes se casarían con una negra que con una mujer de La Atalaya, por lo que desde tiempo inmemorial las gentes de esta localidad han cohabitado entre ellos” (Edwardes, 1998 [1888]: 324). Por último, Adolf Borgert, que visita el pago en 1902, incide en destacar la mala reputación de las mujeres entre los habitantes de la isla y se recrea, como hiciera Burton Ellis, en la descripción de una disputa entre dos mujeres (Borgert, 1903: 494495). Los grabados y las fotos de la época conservados en que figuran mujeres representan estampas y composiciones estereotipadas: mujeres, muchas veces con niños, sentadas en la entrada de la cueva; mujeres sentadas en el suelo exponiendo ante el fotógrafo su producción cerámica; y mujeres elaborando piezas. Hay que destacar que, muy al contrario de lo que insisten los textos, la vestimenta de estas mujeres, y de la población en general, es la normal entre la población de la época y en ningún caso se las ve semidesnudas, aunque sí resulta normal la ausencia de calzado.

Talayeras con cerámica. 1890-1900. Fuente:r Jordao da luz Perestrello. Fondo fotográfico de la FEDAC

Aún así, y como concluyen María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana, “entre los turistas de finales del siglo XIX se impone un estereotipo de talayera como una alfarera primitiva que elabora piezas de alta calidad a mano, sin empleo de torno, con escasa ropa, de un comportamiento tosco y con mala reputación entre los habitantes de la isla”. Será a comienzos del s. XX cuando la imagen elaborada por los viajeros y turistas será reelaborada por autores locales. Entre dichos autores destaca Francisco Díaz González, quien elevará a la talayera a la categoría de paradigma de la auténtica y genuina mujer canaria. “Francisco González, que asume la idea difundida entre los turistas de que los habitantes del pago eran descendientes de los antiguos aborígenes canarios, recrea en un artículo publicado en la prensa local un estereotipo de mujer

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que, con el tiempo, se convertirá, en especial a través de la iconografía como él mismo augura, en icono de la auténtica mujer canaria, de “Líneas duras, pero correctas, de estatuas labradas en granito; macizas construcciones sin gracia, pero vistosas. Formas opulentas, colores sanos, recia musculatura, busto erguido, un escultor podría tomarlas de modelo para representar la fecundidad y la fuerza triunfante. Fuertes y fecundas son, en efecto, como muy pocas mujeres”. Hechas tanto a las “mayores inclemencias, como á las miserias mayores”, capaces de recorrer grandes distancias “á grandes zancadas, resistente y ágil, sin dejarse vencer de la fatiga”, dotadas de unos pies que han “adquirido consistencia pétrea y grandor exagerado, un pie fenomenal pero sin forma, semejante á la pata de un dromedario”. Explica su mala reputación entre la población de la isla de la que se hicieron eco los textos de los viajeros decimonónicos por la práctica del “amor libre, el amor con alas, pero sin venda, sin solemnidades y sin sonrojos”, y comenta ampliamente su comportamiento durante sus disputas”. “Esta visión ruda y varonil de las talayeras recreada por Francisco González tuvo un gran éxito en su época y se transmitió a la iconografía a través de la obra pictórica y escultórica de autores locales como Néstor Martín Fernández de la Torre, que la adopta como canon femenino para representar a las mujeres en su Poema de la Tierra (1919) y, en especial, en el cuadro titulado Pareja de mujeres con talla.

Poema de la Tierra, Mujeres.(1934- 1938). Fuente: Néstor Martín Fernández de la Torre

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O Santiago Santana que en su cuadro titulado Alfarera de Gran Canaria, de 1947, la representa caminando con una talla a la cabeza, vestida con falda, delantal y “zapatos”, en una clara evocación al texto de Francisco González.

Alfarera de Gran Canaria, 1947 Fuente: Santiago Santana

Pero, como sucediera con la imagen de la talayera producida por los primeros turistas, las fotografías conservadas de principios del siglo XX transmiten una imagen más real, vestida al uso de la época: con falda larga, mantilla, pañuelo y cerámica a la cabeza, o con falda hasta la rodilla, como comienza a ser normal en la década de los años sesenta del s. XX, y con una cesta de ropa a la cabeza para llevarla a lavar a la acequia”.

Lavanderas de La Atalaya, 1966 Fuente: Santiago Santana.

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A pesar de esta mejora en la “reputación” de las talayeras, a mediados del siglo XX, la imagen de la talayera como alfarera va perdiendo protagonismo. “La sociedad grancanaria comienza a experimentar grandes transformaciones que vienen determinadas, entre otras causas, por la recuperación económica mundial favorecida por el final del período bélico, que produce la reactivación del comercio, la recuperación de la actividad turística en la isla a principios de los años sesenta y la transformación de la sociedad grancanaria tradicional favorecida por ambos fenómenos, que se desruraliza. La reactivación del comercio mundial de productos industriales terminó desplazando a la producción local de cerámicas con fines domésticos, que entran en desuso, y la implantación de la agricultura de exportación y la recuperación de la actividad turística en las Islas acaban desarticulando la sociedad rural tradicional que se transforma ante las nuevas demandas de mano de obra producida por la generalización de los cultivos de plátanos y tomates para la exportación y por el desarrollo de un turismo de masas. Esto, entre otras razones, motiva que la producción locera del pago de La Atalaya no encuentre mercado frente al moderno ajuar de cocina de metal y plástico y la generalización de la cocina de gas butano, y que la población de La Atalaya abandone progresivamente la elaboración de cerámica y pase a trabajar en la hostelería, la construcción, la agricultura o el servicio doméstico”. Éstas son las razones que María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana exponen para justificar “el abandono de la actividad alfarera con fines domésticos y la desintegración de la estructura socio-familiar articulada en torno a las ancianas alfareras, las “dueñas” (Ascanio Sánchez, C., 2007: 295), que organizaban la actividad productiva y comercial y garantizaban la cohesión familiar. Ellas eran hasta entonces las que mantenían a la familia unida en torno a la actividad productiva, las que transmitían los conocimientos y las que daban trabajo a aquellas mujeres que no podían constituir su propio núcleo productivo. Eran las ancianas sobre las que fijaron su atención Olivia Stone o Charles Edwardes”. La siguiente foto muestra las tres generaciones de mujeres, abuela, madre y nieta, sobre las que se articulaba el núcleo familiar hasta este momento.

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Talayera moliendo almagre. 1891 Fuente: James Anderson. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Para ambos autores, “el brusco descenso del consumo de cerámicas impulsa a las mujeres a abandonar la actividad. La segunda generación, las madres, ya no reemplaza a las “dueñas” y la cadena de transmisión de las técnicas alfareras comienza a desintegrarse. Solo unas pocas mujeres aprovechan la escasa afluencia de turistas para mantener de forma independiente, sin la cobertura que confería la estructura familiar tradicional, la producción de souvenires, miniaturas que imitaban las formas tradicionales, y de macetas para flores, complementando sus ingresos con la venta de flores”. En este contexto de crisis de la actividad alfarera tradicional, donde son pocas las alfareras que continúan con su producción, aparece la figura de Panchito. Panchito era hijo de la Bartola (conocida así por ser la mujer de Bartolo), una de las viejas “dueña”. Durante su infancia, Panchito observará a su madre la práctica del oficio. Tras trabajar, como muchos otros jóvenes de su época, en el hotel Santa Brígida, se incorpora a la producción alfarera, tal vez debido al incendio que se produjo en dicho hotel, causa que le llevaría a abandonarlo. Así, Panchito se convertiría en el único hombre que se dedica de pleno a esta actividad. Panchito logrará alcanzar un nivel de fama y popularidad del que sus compañeras alfareras no disfrutarán. Las razones para que esto suceda son varias. Por

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una parte, será durante su estancia en el hotel donde Panchito aprendió a tratar con los turistas y a reconocer el valor de la cerámica tan admirada por ellos, a lo que se unió su carácter abierto y afable y su afán innovador, que le permitieron adaptarse a las demandas de los nuevos turistas y la población local, recreando las formas cerámicas tradicionales al gusto de los turistas. Así, incorpora elementos tomados de las cerámicas aborígenes conservadas en El Museo Canario, elabora piezas por encargo y confecciona miniaturas como regalos de Reyes para niños, pero mantiene las técnicas manuales de elaboración. Esto, unido al creciente interés por el estudio de la etnografía y las tradiciones que comenzaban a perderse hace que la fama de Panchito A ello hay que unir el aumento progresivo del interés por el estudio de la etnografía y las tradiciones que comenzaban a perderse. A mediados del s. XX, tal y como señala C. Ascanio el pago comienza a ser visto con otra mirada, la de los estudiosos de las tradiciones, de sus gentes y de sus productos y el lugar comienza a adquirir un nuevo valor. Tales serán las razones que lleven a Panchito a posicionarse como único representante de la tradición locera de la Atalaya, eclipsando la actividad del resto de sus compañeras de la época. Gracias a su astucia para saber adaptarse a los momentos y los cambios vividos, así como el interés creciente por las tradiciones, harán que el oficio vuelva a disfrutar de un interés y valor en auge. A pesar de que A. Gaudio, sentenciara que Panchito era el único alfarero en activo que quedaba, en la década de los años sesenta, según recuerda Juan Ramírez Rivero, uno de los entrevistados por María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana, estaban activas trece alfareras: -

La Bartola (la madre de Panchito) Mariquita Alonso (la abuela de Antonia Alonso) Luisita Vega, Antonia (la madre de Antoñita la Rubia) Juana Alonso Juana Narcisa (que era considerada la mejor) Lola la Priola (la madre de Antoñito el Perra chica) Cho Pinito Valido Ana (la abuela de María y Felipe Guerra) Antoñita Perera Cho Rosario la Grilla Cho Dolores Benítez Mariquita Perera.

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Luisita Vega, 1955 Fuente: Autor sin identificar. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Cho Pinito Valido, 1955-1965 Fuente: Autor sin identificar. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Cho Dolores Benítez Fuente: Autor sin identificar. Fondo fotográfico de la FEDAC.

Antoñita La Rubia Fuente: Pedro Socorro Santana.AA.VV.

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María Guerra y Panchito almagrando en su alfar. 1945-1950. Fuente: Augusto Valmitjana.

Gracias a las entrevistas realizadas durante el año 2007 por María del Pino Rodríguez Socorro y Antonio Santana Santana, a los descendientes vivos de la última generación de estas alfareras, se ha podido recopilar información sobre su actividad alfarera a través de sus recuerdos sobre el pasado más inmediato del poblado de La Atalaya; pudiendo así abrir una puerta a esta realidad casi olvidada. De la totalidad de personas entrevistadas, la gran mayoría de sus abuelas fueron alfareras, pero ya no sus madres. Según comentan los autores “aunque fueron iniciadas en el oficio a una edad muy temprana, a los cinco o seis años, superada la barrera de los treinta muchas de ellas lo abandonaron ocupándose del servicio doméstico en las viviendas de las familias acomodadas de Santa Brígida, y muy pocas continúan la actividad, siendo una excepción María Guerra, la última alfarera, que aún permanece activa produciendo cerámica.

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Así pues, todos ellos fueron testigos de la progresiva desaparición de la producción artesanal y del modo de vida asociado a ella. Su vida en general, y su infancia en particular, fue dura, pues además de las condiciones del medio rural, padecieron las penurias propias de la posguerra. Con frecuencia su escolarización fue irregular pues, como recuerdan, sus abuelas y madres las sacaban de la escuela para buscar leña o transportar las piezas al horno e incluso para colaborar en la primera fase de elaboración de las piezas. En otros casos, eran ellas mismas las que evitaban asistir a la escuela, escondiéndose. Una de ellas recuerda cómo su abuela, en los años treinta del siglo XX, la obligaba a trabajar: “¡Coge el barro! ¡venga, a empezar! Y me decía pues si hoy te sale cambao, mañana te sale derecho, porque si estás haciendo y desbaratando, no aprendes. Las cosas que se hacen se dejan como salen y no hay que estar desbaratándolas, sino dejarlas. Me dolía el culo y me decía, no te solivies el culo que no te vas a levantar de ahí hasta que termines y no te vas a almorzar”. En todos los casos, a los diez u once años se incorporaban al trabajo asalariado o ayudaban en las labores domésticas. Por lo general, los niños empezaban a trabajar en las labores habituales del campo: sorribando tierra o cavando, recogida de la cosecha, búsqueda de leña a los terrenos vitivinícolas próximos al Monte Lentiscal y Bandama, etc.; y las niñas se iniciaban en el trabajo de la cerámica o se incorporaban al servicio doméstico y a la venta de flores de temporada. Debían ocuparse además de las labores domésticas de su hogar. Entre los seis o siete miembros que habitaban en cada cueva, siempre una de ellas se ocupaba de las tareas. María Guerra nos recordaba cómo su hermana Carmen era quien mejor planchaba y aunque sumidos en la profunda miseria, siempre estaban limpios y bien arreglados. Muchas eran las que continuaban la elaboración de la loza bien entrada la madrugada (sobre todo en época de demanda), después de haber atendido a todos los miembros de la familia. Una de ellas nos comentó cómo una de las alfareras, y en medio del camino destino a la venta de la loza, llegó a dar a luz. El reparto de las piezas encargadas era el destino final convirtiéndose en una cuestión de supervivencia, y la venta, para poder obtener alimentos o dinero, era lo prioritario”. Gracias a éstas entrevistas, se consigue elaborar una imagen real de cómo era el día a día de las talayeras, las condiciones en las que vivían, sus quehaceres y actividades, y por tanto, la historia real de el pago de Gran Canaria: “Las cuevas estaban desprovistas de las más mínimas comodidades que empezaban a ser frecuentes entre la población urbana como el agua corriente. Normalmente carecían de puertas y en su lugar se usaban cortinas que, como recuerdan, permitían la entrada de ratas. En su interior apenas existían algunas camas, uno o varios calderos, una cocinilla y una bacinilla que debía compartir una familia media de unas diez personas,

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siendo frecuente dormir cinco en una cama. El baño estaba fuera de las cuevas. Al carecer de agua corriente o fuente en las proximidades, se bañaban en el barranco de Las Goteras mientras sus madres lavaban la ropa. Otros nos recuerdan, incluso, cómo se desplazaban hacia el barranco de La Angostura, porque al haber tanta gente que acudía a Las Goteras (por cercanía, claro está), el espacio para lavar era cada vez menor. Alguna recuerda que su madre usaba un martillo para partir el pan y la algarabía que se producía por usar un caramelo para endulzar el agua. Recuerdan cómo durante su infancia se llegaban a hacer hasta siete hornadas al día y cómo existían encargos de vecinos de Valsequillo y Agüimes de utensilios necesarios para los hogares, aunque lo normal era llevar la producción a los puntos de venta habituales. Muchas fueron las piezas elaboradas como regalo de boda y con destino a la cocina del nuevo matrimonio (tallas, loceros, cazuelas e incluso palmatorias como auxiliar para cuando no había luz). Hacia el interior de la isla se vendía en San Mateo, La Lechuza, La Lechucilla, Aríñez, La Concepción, La Cruz, La Bodeguilla, Camaretas, La Yedra, y en Telde y, sobretodo, en Las Palmas y en el Puerto. A Las Palmas y el Puerto se bajaba el viernes por la tarde y se vendía el sábado, y el domingo se vendía en Telde”. A través de estas entrevistas, se deja palpable la unión que se vivía entre todos los miembros del poblado, ya que la producción y venta no se vivía como una actividad aislada e individual, sino como un aspecto de la comunidad. “Entre todos organizaban la venta de cada fin de semana. Partían juntas desde muy temprano y al llegar al Puente de Palo, a pesar de que cada una vendía sus piezas, si alguna acababa antes que otra, ayudaba a vender a su compañera”. Las talayeras no eran sólo quienes se encargaban de la producción locera del pago, sino también de su traslado y venta. “La comitiva la formaban las alfareras, los que iban a buscar pescado con “un gancho y dos seretas” y las de las flores. El punto de reunión eran unas piedras que estaban en la “subida de los Bordes”. Bajaban por la carretera hasta la antigua fábrica de tabaco de la Favorita, para continuar, por atajos, hasta la Cervecería de Las Brujas, y desde aquí hasta el fielato y, una vez dentro de la ciudad, al mercado de Las Palmas. Los puntos de venta eran el Puente de Palo y la Plaza del Mercado. Había un camino directo a Telde, que pasaba por el puente de Las Goteras, la Higuera Canaria y el Puente de Telde. El puesto de venta era la Plaza de San Gregorio en Telde. Según Felipe Guerra había un reparto de mercados. En Telde vendían Lola Guillermo, María la Grilla, la madre de Felipe Guerra, Juana Alonso, la abuela (Carmen) y la madre de Carmen Perera, Luisa Vega, y Pancho silín. A la Higuera iba María Alonso. La mujer de José María el Negro vendía en el Monte y Santa Brígida. Felipe Guerra recuerda que durante algunos años, cada tres o cuatro meses, vendía en La Matanza grandes cantidades de loza por las que obtenía diez o doce mil pesetas. La comida de los días de venta estaba formada por chochos con gofio, pan de millo de Agüimes y tortas”.

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Barranco de Guiniguada

Sería en la posguerra donde la venta de las piezas sería sustituída por el “truque”, es decir, cambiaban sus piezas por comida (carne de cochino salada, manzanas, papas, piñas, coles, castañas, nueces), o “por lo que nos dieran”. “En ocasiones, el pago por una maceta era su capacidad llena de castañas o nueces. Además llevaban a la cumbre vinagre del Monte por encargo. Antonia Alonso nos recordó cómo, en una de las ocasiones que se dirigía hacia San Mateo, tropezó y se le cayeron las tallas que llevaba y, lo peor, el recuerdo de ver a su abuela llorar, porque sabía que ese día volverían sin nada para comer”. Como se ha comentado en anteriores apartados, la generación que nos ocupa irá abandonando de manera progresiva la alfarería y la actividad agrícola a lo largo de la década de los años setenta-ochenta del siglo XX; “pues la economía familiar se sustentaba en ese entonces con el trabajo de los hombres en la agricultura de exportación, en la construcción, en el muelle o en los frigoríficos del puerto. Muchas mujeres entraron a trabajar en los hoteles como lavanderas y otras en el servicio doméstico. Pero además de la transformación de la economía que experimentan las Islas a partir de mediados del siglo XX, la producción alfarera comienza un rápido retroceso por la generalización de los calderos y más tarde de los tupperware que terminan desplazando las piezas cerámicas en un contexto de progresiva mejora de las condiciones de vida de la población. En este momento, la venta se hacía difícil y no era extraño retornar con las piezas sin vender, aunque la demanda de macetas cerámicas para los viveros de plantas y flores produjo un ligero repunte de la actividad hasta que se generalizan las macetas de plástico que terminan por arruinar la alfarería, y compaginaban su actividad con la venta de flores cortadas que adquirían en Telde y retamas de la cumbre y con la costura”.

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LA ATALAYA DE SANTA BRÍGIDA COMO INTERÉS TURÍTICO María del Pino Rodríguez Socorro, en su artículo “ El poblado alfarero de La Atalaya: Recuperación del patrimonio cultural como recurso turístico. “Ruta de la loza: imagen presente de nuestros antepasados”, propone, a partir de la lectura de la variada blibiografía existente relacionada con viajeros y exploradores que visitaron La Atalaya y de las entrevistas realizadas a una familia alfarera actual, un itinerario en el interior del poblado alfarero, en el que se resalta no sólo los diferentes atractivos turísticos de la zona, sino la memoria histórica que, de alguna manera, identifica a La Atalaya. Así el recorrido que propen la autora es el siguiente: “Para iniciar este Itinerario podemos utilizar dos opciones: por un la do, el camino que a través de la Calle La Picota nos adentra en el poblado en dirección norte y, por otro, la entrada que delante de la Plaza de la Iglesia de San Pedro comunica al barrio con el área sur del poblado alfarero. Ambas entradas nos emplazan en un recorrido por el interior del poblado alfarero donde podemos disfrutar de un patrimonio cultural “vivo”, de los valores propios de la zona además de observar cómo se desarrolló la vida de una población cuyo medio de subsistencia fue la cerámica. Si se decide comenzar por el Camino de los Estévez, la primera impresión será el trazado del poblado y la ubicación de aquellos talleres-viviendas que, según referencias del siglo XVIII, eran más de doscientas familias las dedicadas a esta tradición industrial artesanal, al oficio de la alfarería, y que guardaron durante mucho tiempo el secreto de la cerámica isleña, ya que su población se mantuvo al margen del resto de la civilización. Se trataba de una población pobre que producía con el único fin de obtener víveres, a través del trueque y poder alimentarse. El Camino de la Picota, conduce directamente al Centro Locero de La Atalaya y al alfar de Panchito. El Centro Locero, lugar de reunión de todos aquellos que quieren conservar las señas de identidad del poblado, se presenta como punto de reunión y aprendizaje de las técnicas alfareras. Al mismo tiempo, el Centro cuenta con un espacio para la venta y exposición de piezas elaboradas por el colectivo “Alud” y una sala temática que hace un recorrido por el poblado a través de imágenes y comentarios alusivos a ellas. La visita a la Casa-museo del alfar de Panchito hace retroceder en el tiempo y entrar en contacto con una vivienda que conserva perfectamente la decoración de las habitaciones, según su función y la ubicación de los elementos y utensilios en el taller para elaborar la cerámica. El barro, la arena de barranco y el almagre traído de la cumbre forman parte de los elementos, junto con las lisaderas o piedras de barranco, que podemos encontrar en el taller de Panchito.

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El sendero continúa por el interior del poblado hasta alcanzar el lugar conocido como Lugar El Lomito. La presencia de los hornos, como patrimonio construido ligado a la actividad artesanal, recuerda su uso mancomunado de varias familias alfareras. El Horno Viejo, en las proximidades de la Cueva de María y el Horno Nuevo, en el patio del Centro Locero, conforma el patrimonio, restaurado recientemente, rico y completo de dicha actividad artesanal. La visita a la cueva-taller de María Guerra significa, además de anunciar el final del sendero, presenciar de cerca la importancia arquitectónica e histórica de construcciones artificiales abiertas por el hombre en la toba volcánica, lugar de morada y de trabajo, herencia de muchas generaciones alfareras que vieron producir la vajilla que se consumía en todos los hogares de la isla. Allí se puede observar que se trata de una cerámica totalmente funcional adaptada a las necesidades domésticas de las familias rurales aunque, en la actualidad, se produzca otra variedad con fines turísticos.

La Atalaya de Santa Brígida en la actualidad. Autor: Daniel Verde

La Atalaya de Santa Brígida en la actualidad.

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CENTRO LOCERO LA ATALAYA. UN LEGADO QUE TRANSMITIR Dentro del marco que nos ocupa, el pago de La Atalaya, se encuentra El centro locero La Atalaya. Dicho centro se constituye como un lugar de trabajo y punto de referencia en relación a la conservación y difusión de la loza tradicional de La Atalaya y del patrimonio artesanal de la isla de Gran Canaria.

Centro Locero La Atalaya Fuente: Centro Locero La Atalaya

Logo Centro Locero La Atalaya Fuente: Centro Locero La Atalaya

Son numerosas las actividades que se desarrollan dentro del centro con la única finalidad de transmitir la técnica artesanal llevada a cabo en La Atalaya, evitando así su abandono y olvido, y posibilitando que valores culturales tales como la producción locera no desaparezcan; manteniendo vivo un valioso capital cultural tan característico y propio de la isla. Entres ellas destacan los cursos/talleres, tanto para adultos como para niños/as y grupos escolares, en los que se trasmiten de una manera muy práctica y directa, los conocimientos necesarios para que los participantes conozcan las particularidades de la técnica locera, capacitándoles para su propia elaboración. Además de dichos talleres, desde el centro se ofrece varios servicios, tales como el divulgativo por medio de visitas guiadas, charlas y proyecciones sobre el "Centro

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Locero La Atalaya", servicios documentales para el estudio de esta actividad y servicio de taller permanente para alumnos/as formados en el centro.

Alumnos/as del curso/taller de adultos, 20012

El centro cuenta también con una sala temática, donde se encuentran piezas representativas de los modelos tipológicos de la cerámica representativa de La Atalaya, tales como bernegales y taias para agua, jarras de gofio y para la cuajada, cazuelos para vino, sahumadores, etc.; acompañadas de numerosas fotografías representativa de la cultura locera en La Atalaya durante los siglos XIX y XX. En dicha sala, también se realizan exposiciones temporales.

Exposición temporal en la sala temática del Centro Locero Atalaya. Fuente: Centro Locero Atalaya

Por último, las instalaciones cuentan con una tienda, a través de la cual cualquier visitante puede adquirir las piezas elaboradas por los/as artesanos/as siguiendo fielmente la técnica tradicional.

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Tienda del Centro Locero Atalaya. Fuente: Centro Locero Atalaya

Mapa del Centro Locero Atalaya (planta alta y planta baja) Fuente: Centro Locero Atalaya

Cabe destacar como uno de los grandes atractivos del centro locero, el EcoMuseo casa Panchito, el cual colinda con las instalaciones del centro encuestión. Según explica la página web del propio EcoMuseo, “la Casa-cueva de “Panchito” fue adquirida por el Ayuntamiento de Santa Brígida en 1992; y posteriormente, el Servicio de Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria realiza la rehabilitación y el equipamiento en su conjunto; siendo inaugurada oficialmente en 1999 como Ecomuseo “Casa-Alfar Panchito”.

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Durante los trabajos de restauración de esta señalada cueva del poblado troglodita de La Atalaya, se han respetado las pautas constructivas del alfar. Esta rehabilitación es considerada un primer paso muy importante dentro de un proceso más amplio de recuperación de otras cuevas y hornos en La Atalaya, para que llegue a convertirse en ruta obligada de visitas, como lo fue un siglo atrás para quienes visitaban nuestra isla. El museo alberga una importante colección de piezas tanto de “Panchito”, como de Antonia Ramos Santana, “Antonia La Rubia”. En la actualidad, es La Asociación de Locer@s de La Atalaya, ALUD, desde la realización del equipamiento museístico, quien gestiona y mantiene la Casa-Alfar, siendo muy visitada tanto por escolares de la isla, como por turistas y público en general. La “Casa-Alfar Panchito” es en definitiva un importante legado cultural y patrimonial, lugar de trabajo y residencia de este conocido artesano, que nos muestra hoy día una forma de vida vinculada a la loza tradicional en La Atalaya, y cuyo antecedente está claramente vinculado a la comunidad aborigen que sobrevivió al trauma de la conquista”.

Entrada EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

Patio EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

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Cocina EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

Dormitorio EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

Taller EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

Taller EcoMuseo ”Casa-Alfar Panchito” Fuente: Centro Locero La Atalaya

Sin duda, tanto el mantenimiento como la transmisión de los valores y características de la tradición locera de La Atalaya no habrían sido posibles sin la dedicación, determinación y esfuerzo de la Asocioación de Locer@s de La Atalaya, ALUD, quienes se encargan de la gestión y mantenimiento de ambos centros de interés. Dicha asociación “ha logrado preservar las técnicas y tipologías tradicionales y formar a las nuevas generaciones a través de una continuada actividad de investigación, docencia, exposición y venta de artículos alfareros, dando así continuidad a una parte importante del legado cultural más genuino de Gran Canaria; debiendo su iniciativa cultural, en gran medida, a las enseñanzas de Francisco Rodríguez Santana, más conocido como “Panchito” y de Antonia Ramos Santana, “Antoñita La Rubia”.

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Logo Asociación de Locer@s ALUD Fuente: Asociación de Locer@s ALUD

Gracias a su vocación y dedicación, la trasmisión de sus conocimientos hará perdurar una tradición de incalculable valor.

Alumnos/as curso-taller, 2012

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