—Psssiu —exclamó el genio con un silbido—. Por todo el oro de Arabia, debe tratarse de mi dromedario. ¿Qué dice acerca de ello? —Dice no me jorobes —terció el perro, y se niega a llevar y traer cosas. —¿No dice nada más? —Solo no me jorobes. Y se niega a arar los campos —dijo el buey. —Muy bien —sentenció el genio—. Yo le jorobaré a él, si tenéis la amabilidad de esperar un minuto. El genio se envolvió de nuevo en su nube de polvo, dio una vuelta a través del desierto y encontró al dromedario, sumido en la más dolorosa pereza, mirando su propia imagen reflejada en un charco de agua.
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