TAFUR COLLAZOS

Título: Una Vida entre Apus y Espíritus
Autora: Gregoria Grimaneza Tafur Collazos
Editor: Gregoria Grimaneza Tafur Collazos
Centro poblado de Colpa, distrito de Acochaca, provincia de Asunción, departamento de Ancash, perú.
Redactora de contenidos: Raquel Avendaño
Portada e Ilustración: Desirée Perifano
Diseño gráfico: Giuliano D’Orsi
1a. Edición - abril 2024
Deposito Legal N° 2024-02281
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Anécdotas
Através de este libro, titulado “Una Vida entre Apus y Espíritus”, deseo dejar mi testimonio sobre algunas experiencias sobrenaturales y anecdóticas que viví en el transcurso de mi vida. Asimismo, deseo narrar algunas creencias y tradiciones que me contaron, primero en mi departamento natal, Ancash, y posteriormente, en otros departamentos del Perú.
En el título del libro menciono el término “Apu”, porque este concepto, que significa montaña en quechua, está relacionado con la divinidad y la espiritualidad andina, y forma parte mi cosmovisión popular. Por otro lado, utilizo el término “espíritus”, porque a lo largo de mi vida, también he experimentado presencias de fantasmas y hechos paranormales.
En algunos de mis relatos hablo de los Jircas, las Huacas, los Pachayayas y otros seres mágicos que forman parte de las creencias populares del Perú. Quizá, para muchos, estas narraciones son meras supersticiones, leyendas y mitos, sin embargo, considero que esta es otra forma de concebir el mundo y relacionarse con la madre tierra, la Pachamama, y todo aquello que la conforma.
Empecé a recopilar mis experiencias y también las historias que la gente me contaba sobre los “Apus y Espíritus” en la década del 70, cuando comencé a trabajar como profesora nombrada en la provincia de Huari, en el departamento de Áncash. Pero mis relatos tuvieron un sentido y un significado recién en 1980, cuando tuve la oportunidad de conocer el Centro de Apoyo y Documentación del Folclore peruano (CENDAF), promovido en aquel entonces, por reconocidos estudiosos del folclor, como la Dra. Mildre Merino de Zela, el Prof.
Alejandro Vivanco Guerra, el Dr. Josafat Roel Pineda, el Dr. Francisco
Emilio Iriarte Brenner, el Prof. Donato Híjar Soto, el Prof. Luis Llerena Lazo de la Vega y la Dra. Ilda Vidal Vidal, entre otros historiadores y expertos de la historia peruana que tuve el honor de conocer, y que ahora, deseo reconocer y agradecer a través de esta humilde obra.
Mediante el CENDAF pude entender más sobre la idiosincrasia y la cosmovisión de nuestros pueblos, y la importancia de los seres sobrenaturales en la vida de las personas del campo. Por ello, a través de este libro no solo busco relatar una parte de mi vida, sino también, deseo testimoniar sobre las costumbres y usanzas de antaño, y algunas que todavía se niegan a desaparecer. Asimismo, quiero contar lo que me contaron, y en cierto modo, difundir con mi granito de arena la riqueza cultural del hombre peruano y su identidad pluricultural.
Gregoria Grimaneza Tafur Collazosel jIrca de atoq ShaIku
Según la cosmovisión andina, los “jircas”1 son seres animados que tienen el poder de hacer el bien o el mal a las personas, ¿pero puede ser verdad esto? No tengo una respuesta concreta, salvo la experiencia que viví cuando tenía 17 años mientras subía montada en un caballo la cuesta de un cerro llamado “Atoq Shaiku” en la provincia de Yungay, en Áncash.
Recuerdo que estaba mirando las cordilleras, cuando de repente me sentí muy cansada, me faltaba la fuerza, no podía sostenerme sobre el caballo y me detuve porque no podía seguir cabalgando. Casi sin voz, le pedí a mi hermana que viajaba conmigo que me ayudara.
– Ya no puedo más – le dije –. Hazme bajar del caballo. Siento que me caigo.
Al ver mi rostro descolorido y mi mirada casi perdida, mi hermana exclamó asustada en quechua:
– ¡Los jircas te están chupando la sangre!
Quise saber qué estaba sucediendo, de qué jirca me hablaba, pero ella metió rápidamente la mano derecha en su bolsillo, sacó un puñado de maíz tostado, lo estrujó con fuerza entre sus manos y luego sopló las partículas al aire desde sus palmas, diciendo:
– Tayta jircacunas esto es para ustedes.
Después, sacó un cigarro de su cartera y lo fumó esparciendo el humo por sus cuatro costados, ofreciéndolo al espíritu de los cerros, pidiéndole que me devolviera la fuerza. Sorprendida, vi en silencio cómo mi hermana rendía culto a los cerros que yo desconocía. Escu-
1 Se llama “Jirca”, en quechua, a los cerros o montañas. Este término también alude al poder espiritual y sacro de ambos elementos.
ché cómo imploraba devotamente por mi salud, pidiendo a los apus2 que me devolvieran la energía y que nos ayudaran a continuar el viaje. Y mientras imploraba expandía el humo del cigarro con dirección a las cordilleras.
Parecerá una coincidencia, pero lo extraño de todo esto, es que ni bien mi hermana terminó de hacer sus ofrendas sentí que las fuerzas me volvieron y dejó de pesarme el cuerpo. Era como si de verdad los apus me hubieran devuelto la energía.
Desde entonces, cada vez que viajo a mi tierra natal y paso por las montañas imponentes, que merecen respeto, me detengo un momento, observo su majestuosidad, les pido que me cuiden y me ayuden en mi viaje. Y siguiendo el ritual de la tradición andina, yo también le ofrezco a los jircas lo que tengo en ese momento: algunas hojas de coca, un poco de cancha, alguna fruta, un caramelo o el humo de un cigarro.
2 El término “Apu”, al igual que “Jirca” hace referencia a las montañas, nevados y cerros, y alude a su divinidad.
Cuando recibí mi nombramiento como profesora de historia en 1971, no dudé en dejar la capital y viajar a la provincia de Huari, en el departamento de Áncash, para no perder mi cargo. En este inesperado viaje tuve la oportunidad de sentir los truenos del “Tancuy”, un ser mágico que según la creencia popular vive dentro de los cerros, y a veces sacude su montura.
Todo comenzó mientras iba desde la ciudad de Huari hasta el distrito de Uco (Ancash), a más de 3,000 metros de altitud, en donde la Zonal de Educación de Huaraz me había nombrado como profesora de educación secundaria. Dado que sólo tenía cuatro días de plazo para asumir mi nombramiento, y no conocía la ruta a ese lugar, me acerqué a una agencia de viajes y pregunté si algún viajero iba al distrito de Uco. Por suerte, un joven me dijo que su pueblo pertenecía a este distrito y podía acompañarme hasta allí. Decidida, acepté la propuesta y me uní al lugareño.
Viajamos toda la noche en un camión que era el único medio de transporte. Finalmente, llegamos a un lugar llamado Huaytuna donde bajamos porque el camión se iba a otra provincia. Caminamos ocho horas sin parar, atravesando la carretera, recorriendo caminos angostos entre eucaliptos, molles y hierbas silvestres.
Faltaba poco para llegar a la cima, cuando de pronto escuché que un estruendo extraño se expandió como un eco entre las cordilleras. Parecía ser un caballo que sacudía rápidamente su montura mientras relinchaba muy cerca de mí. Sorprendida, miré por todos los lugares y no vi nada, seguí caminando, pero el relincho se escuchó dos veces más. Al no ver a nadie, pregunté inmediatamente al joven que me acompañaba:
–¿Usted también escucho ese ruido? Parecía estar muy cerca, pero no hay nada ni nadie detrás o delante de nosotros.
– Ese es Tancuy – respondió el joven sin admiración alguna.
– ¿Y qué es Tancuy? – pregunté curiosa.
– Es un caballo de oro que está dentro de una de las montañas Huanuqueñas.
– ¿Un caballo que grita y se sacude dentro de una montaña? – volví a preguntar.
– Sí, es un caballo que anuncia la lluvia. Está por el lado de Huancaybamba, en una provincia Huanuqueña hacia el lado Este. Pero para anunciar la sequía grita por el lado Oeste, por el pueblo de Huacachi, en la provincia de Huari (Ancash). Y ahora está sacudiendo la lluvia, la que va a comenzar dentro de un rato. Será una lluvia que durará horas, quizá dure hasta el amanecer – me explicó.
Ese día hacía calor y recuerdo que el sofoco, el peso de la maleta y el cansancio no me dejaban caminar. Sin embargo, apresuré mis pasos para llegar hasta el punto más alto de la cuesta. Recuerdo que ni bien llegamos a la cima, comenzó a llover muy fuerte, y la lluvia duró casi toda la noche. Cuando terminó de llover quise preguntarle al joven el origen de aquel caballo y su relación con la lluvia, pero no lo hice por timidez. Me quedé con la duda y relacioné lo sucedido con un mito pueblerino.
Décadas después, buscando información en Internet sobre los dioses andinos, confirmé lo que me dijo mi acompañante aquella vez. Al parecer, el cerro Tancuy sí existe, y se encuentra en la provincia de Huamalíes, en el departamento de Huánuco. Hay un mito sobre este lugar denominado “Juan Yacha”, que menciona la presencia de dos cerros llamados “Orgo Tancuy y China Tancuy”.
Tras haber asumido mi cargo como profesora en el distrito de Uco (Huari – Áncash), en 1971, me fui con uno de mis alumnos a recorrer las localidades de este lugar. Mientras caminábamos por el pueblo de Pariacancha, disfrutando del paisaje, mi alumno se paró y me dijo:
– Profesora, mire detenidamente allí entre esas rocas. Si observa con atención podrá ver la figura de una mula o un mulo.
¡Efectivamente!, aquella imagen rocosa en alto relieve daba la impresión de ser un cuadrúpedo de piedra empotrado entre las rocas del peñasco. La imagen me sorprendió tanto, que cada vez que pasaba por allí, me detenía a admirar la estatua pincelada por la naturaleza.
Tiempo después, me trasladé a Lima y no supe más de la mula de piedra hasta treinta años más tarde, cuando - por casualidad - me encontré con uno de mis exalumnos en la ciudad de Lima, y le pregunté por el cuadrúpedo. Mi exalumno me dijo que ya no se podía apreciar los detalles del animal sobre la peña, porque un huaico había destruido una parte de su cabeza.
Lamenté lo sucedido porque la imagen de aquella mula era imponente. Han pasado los años, pero yo todavía contemplo en la memoria aquella acémila de piedra y su belleza natural. E imagino que quizá, en otra época, pudo haber sido una deidad local o una huaca3 con la capacidad de proteger a todos los animales del lugar donde se encuentra, sobre todo, aquellos de su misma especie o cualquier persona que le rindiera culto.
3 “Las “huacas” son lugares sagrados, que pueden ser lagos, ríos, manantiales, montes, cerros o rocas vistas por todos”, según palabras del folklorólogo peruano, Donato Amador Híjar Soto, en una conversación que tuvimos en el CENDAF
el don de laS IllaS
La palabra illa significa en quechua “ausentarse o irse”, pero según la creencia popular de algunas zonas andinas del departamento de Áncash, se denomina illa a un espíritu de la naturaleza que se materializa y toma la forma de una pequeña piedra con apariencia de algún animal o un producto agrícola.
Y según mi experiencia, esta deidad se presenta a una persona para darle buena suerte si ésta la venera y mantiene en secreto. Tuve la suerte de encontrarme estas estatuillas cuatro veces, en la década de los 70, cuando trabajaba como maestra en el distrito de Uco (en Ancash). La primera illa que me encontré fue la de una gallina, que parecía estar empollando. La recogí del suelo y me la llevé. Luego de haberla mostrado a algunos conocidos, que se sorprendían de mi hallazgo, guardé la estatuilla en mi habitación, pero a los pocos días esta desapareció. La segunda piedra que me encontré tenía forma de sapo. Esta también desapareció de mi habitación de manera misteriosa, igual que la gallina.
La tercera estatuilla la hallé una mañana que iba al colegio donde trabajaba. Esta tenía la forma de un cerdo echado con sus cuatro patas hacia arriba. La imagen era tan perfecta, que no le faltaba nada. Admirada, levanté la piedra y la guardé en mi bolsa. Al llegar a mi casa, le enseñé mi hallazgo a mi suegra, diciéndole:
– Mire usted, me he encontrado esta piedra.
Mi suegra miró sorprendida el objeto. Y luego, posando su mirada en mis ojos, exclamó:
– Deja el magisterio hija y dedícate a criar chanchos. ¡Esta es tu suerte! Y que nadie sepa que tienes una illa. Verás que los cerdos aumentarán y te volverás muy rica. Deja de enseñar y no se lo digas a nadie, porque esto es un prodigio, un regalo que la mama pacha (madre
tierra) te quiere dar –. Y siguió aconsejándome:
– Guárdalo y mantenlo secretamente entre flores y golosinas. Hazle una fiesta de vez en cuando, sino se irá – precisó.
No le di importancia a sus palabras y la tildé de supersticiosa. Y al igual que en las anteriores ocasiones, guardé la estatuilla en mi habitación. Lamentablemente, esta corrió la misma suerte que las anteriores.
Pasado un tiempo, hallé otra illa fuera de la puerta del cementerio. Esta parecía ser un cadáver con las manos cruzadas. Atemorizada por la representación de la piedra cambié de camino y no la recogí, pero en eso vi que venía un conocido. Entonces, regresé a buscar la piedra con la intención de mostrársela. Busqué con la mirada en el lugar donde había dejado la extraña estatuilla, pero esta, ya no estaba.
Desde esa vez, no me he vuelto a encontrar una de estas piedras en mi camino. Y hasta ahora, me resulta curioso que las cuatro illas hayan desaparecido extrañamente. Pienso que quizá se fueron ellas solas, haciendo honor al significado de su nombre, “irse”.
En 1977, mientras viajaba en un autobús que iba de Lima a Huari (Ancash), conocí a un señor que me dijo haberse convertido en un próspero ganadero gracias a que tenía una illa4 de toro. El hombre me reveló su secreto cuando, en el transcurso del viaje, yo le conté mis anécdotas sobre las illas, cómo me las encontré, cuáles fueron los augurios de mi suegra, y cómo desaparecieron misteriosamente de mi habitación. Luego de escucharme con atención, el viajero dio un suspiro profundo y me dijo:
– Mientras tú has rechazado la suerte, yo la he buscado y he ido detrás de ella. Yo tengo una illa. Me la regaló un campesino que desconocía el significado de la piedra. Un día, mientras caminaba por el campo, vi a un hombre agacharse para recoger una piedra del suelo. Distinguí rápidamente que se trataba de la illa de un toro. Así que fui corriendo detrás de él y sin explicarle el motivo de mi interés, le propuse comprarle el objeto encontrado. El poseedor del amuleto, ingenuo de su suerte, miró con desdén la piedra y me la ofreció sin pedir nada a cambio. Yo, que conocía su significado, le exigí que por favor recibiera los 50 soles que le daba como recompensa por su buena voluntad. No acepté que me lo regalase, porque lo que deseaba en sí, era comprarle su suerte. Luego de haber comprado la illa, compré también un par de vacas y un toro.
– ¿Es así cómo se volvió ganadero? – pregunté, tratando de adivinar.
– Sí – respondió el señor–. Todos los días le agradezco a mi illa por la multiplicación de mis vacas. Y la tengo en un lugar escondido y seguro, amarrada con un hilo de oro, rodeado de golosinas y flores, sin que lo sepan ni mi mujer ni mis hijos, porque se iría o se desaparecería.
La revelación del ganadero confirmó las palabras de mi suegra, que al saber que me había encontrado una illa de cerdo, me aconsejó que dejara el magisterio y me dedicara a criar cerdos, porque – según ella - esa era mi suerte.
4 Ver pág. 19
el toro de PIedra
Cuando era niña iba siempre a la casa que teníamos en la región Suni, en Quinac5. Allí podía corretear libremente por los alrededores, pero no podía acercarme mucho a una piedra extraña y grande que estaba junto a un riachuelo. Las pocas veces que para mitigar mi curiosidad observé desde lejos el objeto de mi intriga, pude distinguir una gigantesca roca que parecía ser un cuadrúpedo que dormía con el lomo descubierto, escondiendo la cabeza entre sus patas.
La identidad de aquella piedra sólo la pude descubrir muchos años después, en la ciudad de Lima, cuando una paisana de mi pueblo me reveló que se trataba de la huaca6 de un toro de piedra, que tenía el poder de fecundar a las vacas estériles.
Y para confirmar lo que decía, mi paisana me contó que una pastora de nuestro pueblo, siguiendo el consejo de una amiga, amarró su vaca estéril junto a la roca misteriosa detrás del huerto, y la dejó allí toda la noche para que el espíritu de la piedra la fecundara. Tiempo después, la vaca quedó preñada y parió un becerro, el cual - valga la coincidencia - al crecer tuvo por cuernos dos cachitos inclinados hacia abajo, iguales al de su padre, el toro de piedra que estaba cerca de mi casa.
Cuando mi paisana terminó de contarme la historia, no atiné a decir nada, sólo la miré con una sonrisa y cierta incredulidad. Y si bien el testimonio suena insólito, yo recuerdo bien que aquella piedra sí tenía dos relieves pequeños en forma de cachitos.
5 Localidad del centro poblado de Cunya; Distrito: Yanama; Provincia: Yungay; en Ancash
6 “Huacas son lugares sagrados, que pueden ser lagos, ríos, manantiales, montes, cerros o rocas vistas por todos”, según palabras del folklorólogo peruano, Donato Amador Híjar Soto, en una conversación que tuvimos en el CENDAF
Mis padres solían decir que el Huaracuy7 era un espíritu que vivía en los humedales, en los manantiales, en las lagunas y otros lugares donde hay agua. Decían también que el Huaracuy salía al amanecer y podía remover la tierra originando huaicos grandes y pequeños.
Al respecto, recuerdo que una mañana vimos cómo descendía una pequeña lava desde la pendiente de una mina abandonada que estaba cerca. Y si bien, el lodo bajaba lentamente, este aumentaba de volumen cada día, a medida que se acercaba a nuestra vivienda.
Al ver que el barro no cesaba, y crecía en volumen desmoronando la tierra que encontraba a su paso, mi mamá, que creía en los espíritus de la Pachamama, decidió ir al lugar donde había iniciado el removimiento de la lava. Y luego de orar en ese lugar, enterró allí la tinta maestra. Curiosamente, desde aquel momento el lodo se detuvo y ya no siguió descendiendo hacia nuestra casa.
Quizá todo fue una coincidencia, pero mi mamá relacionó el movimiento de la tierra húmeda con el Huaracuy, porque cerca de nuestra casa había un manantial donde se levantaba siempre el arcoíris. Y en las madrugadas de luna llena parecía escucharse el gruñido de un cerdo o el llanto de un bebé, y al amanecer, encontrábamos en los alrededores del puquial una especie de crema amarilla con olor a maíz tierno, que mi mamá decía que eran las heces del Huaracuy, y lo guardaba en un botecito, con un poco de sal para que no desaparezca.
7 La palabra “huaracuy” significa “amanecer” en quechua. Y según las creencias, el término también está relacionado con un ser mágico.
un contacto con el arcoírIS
Durante mi estadía en la selva de Pucallpa, en Ucayali, allá por la década de los 60, viví una experiencia que me parece increíble. Creo que fue un contacto con el arcoíris. Esto sucedió mientras estaba parada en la puerta de la casa de mi hermano, una vivienda de madera que se encontraba entre dos vertientes. Aquella vez, vi y sentí que un arcoíris usó mi cuerpo como un puente para pasar de un río a otro.
Si la memoria no me engaña, primero sentí un calor extraño muy cerca de mí, y cuando volteé hacia mi lado izquierdo para ver qué era, vi el reflejo de una gigantesca cinta de colores que se levantaba justo a cinco pasos de donde yo estaba. Asombrada, exclamé: ¡qué hermoso!, pero la cinta se desapareció inmediatamente ante mis ojos. Un segundo después, sentí otra vez que algo estaba encima de mí. Sorprendida, pude ver como la cinta de colores se extendía horizontalmente, atravesando mi cuerpo por la mitad. Tuve la sensación de que el calor me atravesaba como una extensión para pasar al otro río que se hallaba a mi lado derecho. Por un momento me quedé inmóvil de miedo, e imaginé que el arcoíris había penetrado en mi cuerpo, pero no me pasó nada.
Siempre tuve un gran respeto por el arcoíris, que en quechua llamamos turmanyay8. Y recuerdo una extraña coincidencia que me pasó a los siete años, tras haber señalado reiteradas veces al arcoíris: se me arqueó el dedo índice de la mano derecha. Mi mamá me dijo que al arcoíris no le gustaba que lo señalaran, y que ese era mi castigo. Y luego de regañarme, me curó el dedo frotándomelo con las heces del Huaracuy9. Luego de un tiempo, y varias frotaciones, mi dedo se curó.
8 En mi pueblo se creía que el “arcoíris” podía penetrar en el cuerpo de las personas y animales, y matarlos si no los curaban a tiempo
9 Ver página 25: El huaracuy
Cuando tenía veinte años, me fui a vivir con mis hermanos al distrito de Huipoca, en el departamento de Ucayali. Hasta ese entonces, jamás había escuchado hablar del Chullachaqui10, un pequeño hombrecito mágico, que según la creencia de los pobladores vive en las profundidades de la selva y se distingue por tener un pie deforme o desigual. Dado que nunca había estado en la selva, y no sabía de la existencia de este personaje de la foresta, me sorprendió mucho cuando uno de mis hermanos me recomendó colocar todas las herramientas de la chacra con la parte del fierro hacia arriba. Cuando le pregunté por qué, si bastaba ponerlos en orden, mi hermano me dijo:
– Porque Chullachaqui podría llevárselos –. Su respuesta me sorprendió porque hablaba de esa criatura como si existiera.
La segunda cosa que me aconsejaron fue que jamás dejara al bebé solo, porque Chullachaqui también podía llevárselo y desaparecer con él en la selva. Escéptica, pregunté a un vecino sobre este hombrecito cojo.
– ¿Y usted también cree en Chullachaqui?
– Sí, existe. Es como un duende. Algunos cazadores de la zona pueden comunicarse con este espíritu. Y le dejan dulces y licores entre los arbustos del monte a cambio de algunos favores, como encontrar animales perdidos o tener una buena cacería.
Ante esta respuesta no pregunté más y me limité a seguir las instrucciones de mis hermanos para que Chullachaqui no nos cogiera desprevenidos.
Posteriormente, tras leer algunas leyendas populares de América del Sur, descubrí que esta creencia también existe en otros países que comparten la selva amazónica con el Perú.
10 En quechua “Chullachaqui” significa pie impar
loS PachayayaS (celSo, 66 añoS cajataMbo, lIMa – 1999)
Un cajatambino, llamado Celso, me dijo que los pachayayas son seres del Ukcu Pacha11, y que por su función son guardianes de la naturaleza, protectores de los recursos o productos del campo. Son espíritus que pueden tomar la forma de los recursos que tutelan, ya sean animales o plantas. Según el señor Celso, nuestros antepasados nativos vivían en solidaridad con los “protectores de la tierra” o los pachayayas, en quechua, quienes tienen el poder de producir, reproducir, escasear y desaparecer los recursos naturales.
De acuerdo con el señor Celso, estos seres habitan sobre todo en la tierra no salitrosa. No habitan en la costa porque la tierra es salada. Viven en las cuevas, los cerros, los montes, los lagos, las lagunas, los manantiales, los pantanos y las quebradas. Nos pueden afectar cuando no reconocemos su ayuda, cuando no respetamos su lugar y los productos de su tutelaje, cuando no les hacemos ofrendas ni invites, cuando invadimos sus territorios y sacamos sin pedir permiso los recursos naturales que están bajo su protección.
Y cómo parte de su testimonio, el señor Celso me contó que los pachayayas le hicieron daño un día. Esto le sucedió de joven, cuando sin considerar a los “protectores de la tierra” entró a un matorral pantanoso para buscar arbustos espinosos, y construir así el cerco de su huerto. Luego, volvió a su casa, cenó y se fue a dormir, pero a medianoche soñó que alguien le decía:
– Devuélveme lo que te has llevado sin mi permiso.
Asustado, Celso se despertó con un fuerte dolor en el dedo pulgar del pie derecho. Y en ese momento recordó haber ingresado en la temida maleza sin llevar algún tipo de protección, y sin haber pedido
11“Debajo de la tierra” según la cosmovisión incaica
permiso a los pachayayas del lugar. Atemorizado, se levantó inmediatamente de la cama, tomó la linterna y fue a despertar a su mamá para que le dijera qué hacer.
Siguiendo las indicaciones de su madre, el señor Celso llevó consigo algunos dulces y hojas de coca para pedirle disculpa al espíritu de ese lugar. Cojeando junto a su madre, el hombre pidió perdón diciendo: “A cambio de tus espinas te regalamos estos caramelos y las hojas sagradas de la coca. Por favor, te rogamos que no me castigues”. Justo en ese momento, don Celso dejó de sentir dolor y sintió que se le reventó el pus que tenía en el dedo. Al acercar la linterna para verse el pie, notó que, extrañamente, había expulsado del dedo del pie una semilla de Toé, un arbusto del lugar.
el InvIte a loS PachayayaS (PaulIno, 65 añoS huarI, ancaSh – 2005)
Al igual que el señor Celso de Cajatambo, el señor Paulino, de Huari, también creía en los pachayayas12. Él me dijo que estos seres eran los guardianes de los recursos del lugar, y que podían ayudar a las personas a obtener los recursos naturales que necesitaban si les hacían un “invite”. Según el testimonio del señor Paulino, el invite es una ofrenda que consiste en los siguientes pasos:
1 - Chacchar tres armadas de coca, diciendo: “Coquita, mamita doña María hoja, tú que eres adivina de los hombres, te pido y te suplico que me ayudes hallar lo que deseo”. Tras el rezo, mencionar el nombre del objeto deseado.
2 - Fumar tres pares de cigarro Inca clamando: “Don Juan tabaco, Don Juan cigarro, tú que eres el adivino y mejor abogado de los hombres, te ruego que me ayudes”. Luego del rezo, mencionar, otra vez, el nombre del objeto deseado.
3 - Enterrar 3 hojas enteras de coca, un par de cigarros Inca y varios dulces de colores, ofreciéndolos a los pachayayas.
Para terminar, se sahúma los alrededores con incienso, semilla de coca y pétalos secos de clavel blanco. Al día siguiente, sólo se come cosas dulces y nada de sal.
Según el señor Paolino, después de la ofrenda, y transcurrido el día del ayuno, uno puede ir confiado en busca de aquello que ha pedido a los pachayayas, ya que conseguirá lo que ha deseado, y en poco tiempo.
12 “Pachayaya” significa en quechua “padre/protector de la tierra”. Algunos también los denominan “guardianes de la tierra”. Ver pág. 33
la fIeSta del ganado (María, 66 añoS huaSIcancha, junín – 1999)
La señora María me contó sobre la herranza o la fiesta del ganado “ovino” que se celebraba en su pueblo en el mes de agosto. Según su testimonio, los pobladores comenzaban la celebración en la víspera, bailando con un cacho de ovino en la mano, al ritmo de la orquesta.
Durante la fiesta se realizaba el “corte de orejas”, que consistía en extraer un pedazo de la oreja de las ovejas. Luego se mezclaba ese pedazo de oreja con la sangre del animal, se agregaba un poco de maní, algo de pasas, hojas de coca, lima, limón, naranja y varios claveles. La mezcla de todos los elementos era colocada dentro de un tejido especial, hecho de hierba de puna.
Después, los celebrantes iban a un manantial que estaba junto a un cerro cercano. En ese lugar, cavaban un hueco en la cabecera de la vertiente de agua, y tras implorar por el cuidado y protección de todos los ganados, enterraban allí la mezcla que anteriormente habían preparado, y lo tapaban hasta el próximo año. Después, el encargado del ritual ponía una botella de chicha de jora en el manantial. Destapaba la botella y la dejaban abierta, mientras suplicaba otra vez, por el cuidado y protección de todos los ganados.
Según la tradición, se creía que el puquio recibía la botella de chicha balbuceando, y luego de beberla, la llenaba de agua y la devolvía a los celebrantes. El agua de la botella era bebida durante la fiesta, que duraba todo un día. Se creía que ese líquido del manantial tenía el poder de emborrachar a todos aquellos que la bebían.
el culto a laS IllaS (lázaro, 60 añoS chIncheroS, aPurIMac – 1983)
Un señor de Apurímac, llamado Lázaro, me contó sobre el culto a la illa de vaca en su tierra natal, en el centro poblado de Alaypampa, en la provincia de Chincheros. Según mi narrador, los pobladores de Alaypampa realizaban cada año un rito a una illa13 de vaca, con el fin de aumentar y proteger sus ganados vacunos. Durante 3 días, las comadres y los compadres del poblado se reunían a partir de las 12 de la noche para la velación de la estatuilla.
Según su testimonio, el ritual comenzaba cuando se colocaba la illa, en medio de la mesa, envuelta en siete clases de claveles y rodeada por siete claveles. En cada una de las cuatro esquinas de la mesa se ponía un puñado de maíz blanco, símbolo de salud y producción. Cada grano llevaba el nombre de una vaca, y la cantidad representaba el número exacto de los animales.
Después, siguiendo la misma forma circular y el número de vacas, se ponía las habas de colores, símbolo de dinero. Luego, se hacía un tercer círculo con el frejol o poroto, que representaba el engorde. Por último, se conformaba el cuarto círculo con las hojas de coca, todas ellas amarradas con la cerda de la vaca a la que representaban. De manera ordenada, cada cerda apuntaba a la illa ubicada en el centro de la mesa, adornada por claveles y coca.
Enseguida, se realizaba el entierro de la illa. Para esto, se recogía todos los alimentos (maíz, habas, numia, claveles y coca) hacia el centro de la mesa y se juntaban con la illa en una panca seca. Durante el entierro se hacía sonar el cuerno de la vaca y se entonaban canciones dedicadas a este animal.
Luego, se hacía un hueco de 50cm en el corral de las vacas. En el
Ver pág. 19
fondo de esta cavidad se acomodaban todos los elementos envueltos con la panca, se introducía, asimismo, la lana y el estiércol de cada ganado vacuno, y se agrega un pomo de chicha. Finalmente, se tapaba el entierro con una piedra pesada. El hueco permanecía sellado hasta el año siguiente.
el culto a laS IllaS de Maíz (lázaro, 60 añoS chIncheroS, aPurIMac – 1983)
Tras contarme sobre el culto a la illa14 de vaca, el señor Lázaro me contó que la gente de Alaypampa (Apurímac) también realizaba un ritual a la illa del maíz. Este culto, se hacía durante la cosecha, un martes o viernes. Según la tradición, los pobladores se reunían alrededor de una mesa donde estaban las illas: dos o tres “gollgas” (cuatro mazorcas en un solo pedúnculo) y una mazorca de cuti (un tipo de maíz cuyas puntas de los granos están orientadas hacia el talón o pedúnculo de la coronta).
Durante la ceremonia, cada uno de los participantes se presentaba con un poto de chicha de maíz en una mano y las barbas del choclo en la otra mano. Los padrinos bendecían las illas salpicando la chicha con las barbas del maíz, mientras decían:
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que Dios no nos olvide, que sea su voluntad siempre de darnos la misma cantidad de cosecha. Padre, acuérdate de tus Hijos desde tu cielo. Echa tu bendición en esta tu carne y sangre, como pan y vino que tenemos de tus tierras”.
Terminado el rezo, todos se sacaban sus sombreros, levantaban sus potos de chicha mirando hacia el cielo, y bebían hasta terminar. Después, las comadres y los compadres se abrazaban diciendo: “La unión con la bendición de Dios”. Luego, subían las gollgas a los altos15, y las dejabann allí, colgadas, hasta el tiempo de la siembra del maíz.
Al llegar el momento de la siembra del maíz, las illas eran sacada de su sitio para acompañar al resto de las mazorcas destinadas a la siembra, y eran colocadas en el centro del espacio donde se desgranaban las mazorcas de maíz.
14Ver pág. 19
15 Término usado para referirse al segundo piso.
Como parte del ritual, el amuleto era velado cuidadosamente una noche antes de la siembra. Y al concluir, todos rezaban: “Señor, aquí está tu nueva semilla, bendícela para que la producción sea igual o mejor que en los años anteriores”. Después, todos los participantes tomaban la chicha diciendo: Tomemos la bendición de Dios, gracias, Señor”.
Cuando la siembra de maíz terminaba, la illa volvía a los altos, donde permanecía colgada hasta el próximo año.
tIncaMIento en SIhuaS
(nazarIo, 60 añoS. SIhuaS, ancaSh – 2000)
Tincar16 viene de la palabra quechua t’inka, que es una especie de ritual en el que se salpica la chicha con la punta de los dedos a los animales que se tienen que ofrendar. El señor Nazario me contó que cuando él aún era un niño, en la década de 1940, los pobladores tincaban a los animales en el mes de mayo, y el ritual seguía los siguientes pasos:
Primero mataban los animales que debían ofrendar, les cortaban las orejas y la cola, y juntaban su sangre en un contenedor. Luego, enterraban todo en el corral de los ganados, para que estos no se resintieran.
Posteriormente, los vecinos, amigos y familias se juntaban en las casas, de unos y otros, para preparar la chicha. Y reunidos, comían, bebían y bailaban celebrando la fiesta de los animales.
Luego, sahumaban la casa quemando incienso, y algunas plantas secas de eucalipto, romero, ruda, chilca, chincho y ortiga. Seguidamente, sancochaban alcaparrosa junto con las hierbas secas (arriba mencionadas). Cuando las hierbas estaban hervidas, agregaban el agua bendita, y bañaban con ese líquido a cada animal del corral, pidiéndole al señor que proteja a sus animales de todo lo malo, que nunca se enfermen y aumenten siempre.
16 Según la Real Academia Española, “tincar” significa “Golpear con la uña del dedo medio haciéndolo resbalar con violencia sobre la yema del pulgar”
el burro que bebIó el arcoírIS
(aIdé, 40 añoS, carhuaz, ancaSh – 2005)
Una mujer llamada Aidé, de la provincia de Carhuaz, me contó que cuando era niña su burro se murió por haber tomado el arcoíris. Según su testimonio, esto sucedió durante la cosecha de papas, cuando su abuelo le ordenó que fuera a buscar al animal para llevar la carga.
Según su relato, Aidé, encontró al cuadrúpedo comiendo pasto en los alrededores y lo jaló de su soga para llevarlo hasta donde estaba el saco de papas, pero el animal huyó corriendo entre los sembríos con dirección a una pampa. Al ver el agua, tuvo sed, y se dispuso a beber, pero en eso vio que el animal se alejaba. Entonces, desistió de lo que iba a hacer y fue detrás del burro. Cuando logró atraparlo, lo arreó de regresó por el mismo camino, hasta pasar otra vez por el puquial. El animal se detuvo allí y tomó agua hasta saciarse. Aidé también tenía sed, pero como su abuelo la esperaba prefirió no beber.
De vuelta a la chacra, la niña ayudó a su abuelo a cargar el saco sobre el lomo del burro, y juntos regresaron a la casa. Dejaron el asno en el corral y entraron a la cocina. Cuando terminaron de cenar, el abuelo fue a ver si el burro ya había comido su alfalfa, pero lo encontró tirado en el suelo. Lo tocó para ver si dormía y se dio con la sorpresa de que el animal estaba muerto. Como ya era de noche, decidió enterrarlo el día siguiente. Al amanecer, ni bien el gallo cantó, el anciano fue al corral para sepultar al burro, pero lo encontró demasiado hinchado. Para hacer más fácil el entierro, el hombre intentó desinflar el cadáver del animal introduciéndole un cuchillo en el estómago. Extrañamente, lo que salió del cuerpo no fue aire o sangre, sino un fluido de agua de colores que se desparramó formando un arcoíris en el suelo.
(francISco, 30 añoS cunya, ancaSh – 2005)
Un cazador de venados, llamado Francisco, que vivía en las inmediaciones de las ruinas de Jato Viejo17 (en el poblado de Cunya, provincia de Yungay - Áncash), me contó que había visto a Coquena, el espíritu que cuida de los animales que viven en las alturas, como las vicuñas, los venados y los guanacos. Conforme a su testimonio, él vio a Coquena un día que fue a cazar venados por los alrededores de la laguna que está al pie del cerro Jato Viejo. Un lugar que tiene encantos, según los relatos antiguos de la gente.
Francisco me contó que ese día, tras haber cazado tres venados, los amontonó ya muertos uno sobre otro. Luego, se puso a almorzar su fiambre encima de los cuerpos de los venados que estaban apilados. Ya casi había terminado de comer cuando apareció muy cerca de él un hombre de baja estatura, que llevaba un chicote en la mano, vestía chompa de lana, pantalón corto y un sombrero grande que le tapaba la cara.
El cazador, apenas había reaccionado cuando escuchó un reventón de chicote en el suelo, y vio cómo al grito de ¡háchiwaaaa! los dos venados que estaban debajo del tercero se levantaron de un brinco y se fueron corriendo detrás del pastor misterioso. Sorprendido, Francisco buscó con la mirada el cadáver del tercer venado, y lo vio tirado en el suelo con un poco de comida y sal encima de su estómago. Recordó entonces que a algunos espíritus de la naturaleza no les gusta la sal, y quizá por esa razón, el animal no había logrado resucitar. Pensó de nuevo en el extraño protector de los venados e imaginó que era Coquena.
17 Zona arqueológica denominada “Jato Viejo” (Pueblo viejo), localizada en el Centro pobla- do Cunya, en el distrito de Yanama, provincia de Yungay - Áncash
Por lo general, se cree que el Muqui es el duende guardián de las minas, sin embargo, supe que este ser también puede curar a las personas. Me enteré de esto, allá por la década de los 80, un día que fui a comprar hojas de molle y eucalipto a una hierbera del distrito de Independencia, para hacerme un baño María. Había terminado de comprar cuando me percaté de que la mujer que estaba junto a mí no sólo compraba yerbas, sino también amuletos, minerales y objetos raros que llamaron mi atención.
Llena de curiosidad, quise saber el porqué de sus compras, y disimulada mente, le pregunté si necesitaba ayuda con sus bolsas. Ella me miró con cierta confianza y se dejó ayudar. Después de un rato, mientras cruzábamos la pista juntas, me atreví a preguntarle.
– Señora, me ha llamado la atención todo lo que ha comprado. Son muchas cosas que yo no conozco y nunca he escuchado. Disculpé por la curiosidad – agregué con algo de vergüenza – ¿para qué sirve todo esto?
La mujer, que quizá notó en mi mirada que mi curiosidad era sincera, me dijo que había comprado todas esas cosas siguiendo el listado del Muqui.
– ¿El Muqui? – le pregunté intrigada.
– Sí, es una lista que el Muqui le dictó a mi curandero, un Auqui18 de Andahuaylas, que va a curar a mi hermano que está enfermo. Pero el curandero todavía no ha podido venir a Lima. Dice que el Muqui aún no le da permiso – me contó la mujer.
Intrigada, quise seguir preguntando, pero ella tomó el autobús que acababa de llegar, y yo no tuve el coraje de subir con ella para seguir investigando. Solo atiné a entregarle su bolsa y despedirme de ella con un “hasta luego”.
18 El término “auqui” significa “anciano” en quechua, pero imagino que la mujer se refería a un curandero.
En 1994, los miembros del CENDAF (Centro de Apoyo y Documentación del Folklore Peruano, con sede en el instituto Riva Agüero, en aquel entonces) viajamos al departamento de Arequipa para recopilar información sobre los usos y costumbres de algunos distritos de la provincia de Condesuyo, pero de manera expecial de los pobladores de Salamanca y Chuquibamba.
El estudio se llevó a cabo del 26 de julio al 7 de agosto de 1994. El equipo estuvo conformado por 7 personas, bajo la dirección del entonces presidente del CENDAF, el profesor y escritor Luís Llerena Lazo de la Vega. El plan de investigación abarcó los siguientes temas: historia, geografía, arqueología y tradiciones folklóricas. A mí me tocó el último tema y me enfoqué en las costumbres y creencias. A continuación, comparto dos testimonios del lugar.
el tIncaMIento de loS ganadoS (davId, 54 añoS chuquIbaMba, arequIPa – 1994)
El señor David me habló sobre el tincamiento19 de los ganados en el distrito de Chuquibamba (en Arequipa). Según su testimonio, hasta 1990, los pobladores del lugar todavía tenían por costumbre hacer un ritual para mantener y reproducir los ganados. Para esto, en el mes de junio, ponían en el corral una mesa de madera o una piedra plana, con los animales dentro. Luego, acomodaban sobre la mesa las illas de los ganados.
La ritual podía comenzar a cualquier hora del día, y la fiesta podía durar dos horas o más, según la cantidad de los animales. Los dueños, familiares y vecinos se sentaban alrededor de la mesa, donde se colocaba la chicha (el vino o el pisco), la coca, el incienso y la llamawira (grasa de llama). En el centro del corral se prendía una fogata donde se echaba la coca, el incienso y la llamawira, y también en las esquinas del corral se quemaban los mismos elementos, en unos platitos de barro.
El tincamiento comenzaba con el sahumerio, y consistía en la quema de los elementos que estaban en las vasijas de barro. Y se sahumaba diciendo: “San Marcos protege a mis animales para que produzcan”. Seguidamente, se tincaba a los animales con vino o chicha de maíz. Y se continuaba la plegaria, diciendo: “Bendícenos, que los animales aumenten para nuestro provecho”. Acto seguido, agarraban a cada animal sin marcas ni señales, los tumbaban al suelo y les cortaban los cuernos y las orejas. Con la sangre que salía se pintaba las caras y las manos de las personas presentes, diciendo: “Que estemos siempre juntos y solidarios luchando por la vida”. Los cachos y las orejas eran guardados por el pastor y su esposa para dar cuenta al dueño del ganado tras el tincamiento.
19 Según la Real Academia Española, “tincar” significa “Golpear con la uña del dedo medio haciéndolo resbalar con violencia sobre la yema del pulgar”
El sahumerio estaba a cargo del vaquero y su esposa, quienes imitaban el enamoramiento de los animales, y simulaban los movimientos y gestos de los machos y hembras. Las personas presentes también los seguían e imitaban.
Terminado el tincamiento, el encargado entregaba al dueño los cortes de los cachos y las orejas de los ganados. La celebración continuaba al ritmo de canciones en quechua, conocidas como “Huaynada”. Y al concluir la fiesta, el vaquero y su esposa arreaban los animales desde el corral hasta los pastos de la jalca o puna, para que coman allí. Y los dejaban en ese lugar, luego de tincarlos con chicha o vino.
el Pago al aPu SolIMana Para PedIr agua (lucIa. SalaManca, arequIPa - 1994)
Solimana o Mama Solimana es una montaña arequipeña que está a más de 6000 m s.n.m. Es considerada un Apu20 sagrado. Los pobladores el distrito de Salamanca le realizan cada año una fiesta para pedirle agua, ya que según la tradición controla el agua de esta zona. La celebración se lleva a cabo en los meses de junio, julio y parte de agosto, y consiste en la limpieza de las acequias y estanques por parte de los usuarios del Canal de Huamantinco, sector de Solimana, y otros pobladores que se benefician con el agua.
De acuerdo con el testimonio recogido, los pobladores y sus autoridades eligen cada año, en el mes de agosto, los cargos del año siguiente, y en esta fecha también nombran al previsto, al japero, al huertero, al quesero, al capitán, al torero y a todos los participantes que darán vida a la fiesta del agua. El previsto es el encargado de organizar la fiesta, el sahumerio y el pago u ofrenda al agua o Yacumama”.
El objetivo de esta festividad es sacar las gramas, pastos, tierras, palos y piedras acumuladas en el estanque de agua. El día de la verbena, los encargados de realizar la fiesta, la banda de música y todos los usuarios del agua, adultos y niños, se dirigen a la acequia llevando sus lampas, picos, mantas y comidas típicas. Al llegar al lugar de la faena, un grupo de personas se encamina a realizar el pago a Yacumama: un ojo de agua o deshielo por donde sale el venerado líquido. Según el testimonio recogido, el rito del pago consiste en sahumar con incienso a Mama Solimana, en la pampa, en la falda de la montaña Solimana, pidiendo a Dios Padre que el agua no falte. Asimismo, se entierra en el lugar la grasa de la llama (llamawira), el pisco y la hoja de coca con su semilla. Después, se sahúma el sitio quemando en un plato la llamawira, la coca y tres clases de maíz. Luego, cada uno de
20 El término “Apu”, al igual que “Jirca” hace referencia a las montañas, nevados y cerros, y alude a su divinidad.
los presentes tinca (salpica) con chicha o pisco diciendo: “ishpa, ishpa (orina, orina) Mama Solimana para nuestro sustento”.
La faena comienza alrededor de las 10:00 de la mañana, y está supervisada por los capitanes. Los varones recogen y juntan con sus lampas y picos las gramas, pastos, tierras, palos y piedras acumuladas en el estanque de agua, mientras que las mujeres cargan y botan con sus mantas los desmontes. La faena se realiza con algarabía, haciendo chistes y bromas al compás de la banda. Cuando los encargados de hacer el pago a Yacumama regresan a la acequia, donde las personas están trabajando, comen y beben todos juntos. Y luego se suman a la tarea de la limpieza.
De 3 a 4 de la tarde, los devotos se reúnen en una pampa, y levantan allí una capilla provisional con un altar, un anda y una cruz adornada de flores. Los participantes eligen como párroco a algún aficionado, para que celebre la misa. Luego, a campo abierto, los devotos de Mama Solimana realizan una procesión y dan una vuelta por el pampón. En el desfile, no faltan los queseros, que avientan bolsitas de queso con cancha, para bromear. Terminada la misa, ccomienza la función de los japeros que cuentan chistes mientras cargan yaretas con burritos. Y casi al final de la fiesta, se da paso al huertero, que planta los arbolitos cargados de frutas.
Cuando la celebración termina, todos vuelven a sus casas.
(colpa: distrito dE acochaca,
provincia dE asunción,
dEpartamEnto dE ancash)
Mantsakay significa “asustarse” en quechua, y las personas que lo sufren son llamados “mantsakasha”. Según los curanderos de mi pueblo, las personas que tienen susto suelen aislarse, tienen la mirada esquiva, falta de apetito, desgano y tristeza sin motivo alguno. La causa de un susto puede ser una caída repentina, un tropiezo, un accidente o cualquier sorpresa que separa del cuerpo al espíritu o jaini, en quechua.
En mi pueblo, algunos curanderos tomaban el pulso del paciente para saber si la persona estaba asustada, otros en cambio, miraban el rostro del enfermo. Solían decir que la manera más común de quitar el susto era comer inmediatamente la tierra escarbada del lugar donde uno se había asustado o llamar al “jaini” con la ropa del paciente. Si el susto era fuerte y el enfermo no sabía dónde ni cuándo se había asustado tenía que acudir al llamador de jaini, para hacer que su espíritu regrese a su cuerpo.
Dado que esta práctica siempre ha llamado mi atención y quería saber cómo se curaba, una vez acompañé donde una curandera a un familiar que se había asustado. Casi una hora antes de la media noche, la curandera le pidió a la persona asustada su prenda usada, le dijo que se quedara acostada en la cama, y le recomendó que no saliera del cuarto. Después, la curandera y yo salimos caminando desde la casa hacia un cerro que estaba muy cerca. Allí, la espiritista comenzó a llamar al jaini de la persona asustada: invocaba su nombre y apellido constantemente, mientras silbaba y ondeaba en la mano la prenda usada del paciente, haciendo el ademán de llamar a su espíritu. Al tiempo que la curandera exhortaba al espíritu que volviera a su cuerpo, iba mencionando los lugares y sitios por donde posiblemente el paciente había estado. Y sin cansancio, llamaba al jaini repetidas veces, con su nombre y apellido, diciendo: “vuelve, vuelve, aquí está tu cuerpo”.
A la media noche, cuando escuchamos el canto del gallo, la curandera dijo que esto era de buen augurio, y siguió llamando al espíritu insistentemente, hasta que no sé cómo supo que ya venía, y me dijo en quechua:
– El jaini ya estaba chúcaro. Ahora tenemos que regresar corriendo a la casa para que el espíritu no nos alcance.
Bajamos el cerro rápidamente y regresamos a la casa. Al llegar, la curandera entró inmediatamente a la habitación donde dormía mi pariente y le puso la prenda en su cabecera. Nos dijo que teníamos que acostarnos inmediatamente, y que no teníamos que salir de nuestros dormitorios hasta el amanecer.
Al día siguiente, le pregunté a mi familiar ¿qué es lo que había sentido mientras dormía? Y ella me respondió:
– Minutos después de que ustedes llegaron, sentí que una paloma aleteó con fuerza sobre mi cuerpo por unos segundos, pero no me asusté, imaginé que era mi espíritu que había vuelto.
Todo pasó muy rápido aquella noche. Pero supe por mi pariente que aquella experiencia la había curado.
“Pacha tikshu” significa estómago ladeado en quechua. Y se dice que una persona tiene pacha tikshu cuando presenta debilidad, malestar general, vómitos, falta de apetito, ojos hundidos y sensación de miedo. Según la creencia, la causa de este mal puede ser una mala caída o un brusco movimiento que hace que el estómago salga de su sitio y se mueva hacia los lados, ya sea hacia la izquierda, la derecha o el corazón.
Personalmente, pude experimentar el dolor del Pacha tikshu hace más de cincuenta años, cuando estaba en mi pueblo, y salté de un muro de regular altura mientras llevaba un balde con agua. Al poco rato, tras haber dado el brinco, me sentí muy mal, muy decaída, sin ganas de comer y con náuseas. Mi mamá llamó inmediatamente a nuestra vecina curandera para que me tomara el pulso y detectara mi mal.
Ni bien llegó, la mujer vio mi rostro y dijo que tenía el estómago ladeado. Entonces, ordenó que me echara a la cama y me descubriera el estómago. Después se frotó las palmas de las manos con grasa de gallina y me masajeó todo el estómago suavemente. Luego, comenzó a presionar desde todos los lados de mi estómago hacia el ombligo, como si intentara recoger un estómago desparramado que se había salido de su lugar. Casi para terminar, la curandera me jaló levemente el brazo derecho con dirección al lado izquierdo, y luego, del brazo izquierdo con dirección al lado derecho. Finalmente, me sacudió jalándome ambos brazos hacia adelante, y me amarró la barriga con una faja. Al poco rato, me sentí mejor.
Años más tarde, yo misma tuve la oportunidad de curar la pacha tikshu. Esto sucedió en 1994, cuando viajé a Arequipa para presenciar la fiesta patronal del distrito de Yanaquiwa (provincia de Condesuyo - Arequipa).
En la noche de la víspera de la festividad, mi amiga y yo fuimos a curiosear por el corral de los burros. Estábamos mirando los asnos cuando uno de ellos golpeó violentamente con su hocico a mi amiga. Con el impacto, ella dio una voltereta hacia atrás. Y al rato, se sintió sin fuerza, adolorida, desganada y con sensación de nauseas. Al escuchar los síntomas descritos por ella, imaginé lo que tenía. Así que le dije:
– Creo que se te ha ladeado el estómago.
– ¿Sí, y eso cómo se cura? – respondió ella.
– Nunca lo he hecho – contesté –, pero he visto muchas veces cómo lo realizaba una curandera de mi pueblo. Si lo deseas, puedo intentarlo, aunque no tengamos grasa de gallina ni aceite.
Mi amiga, casi incrédula, confió en mí y dejó que la curara con agua en reemplazo del aceite. Llena de voluntad, procedí a masajear desde todos los lados del estómago hacia el ombligo. Y jalé delicadamente de los brazos de mi amiga, primero hacia el lado derecho, y luego hacia el izquierdo, tal y como lo había visto y me lo habían hecho alguna vez. Cuando terminé, mi amiga se quedó un momento descansando, pero un rato después me dijo que ya se sentía mejor. La miré y vi que tenía la mirada radiante otra vez.
Al día siguiente nos fuimos a la fiesta del pueblo, como si nada hubiera pasado.
Se conoce como “jacawan shoqmaquy”, en quechua, al “acto de pasarse con el cuy” con fines curativos o detectar el mal que aqueja a una persona. Recuerdo que mi mamá solía llamar a la curandera del pueblo para que nos sacara el susto sobándonos con el cuy o jaca, en quechua.
Para conocer más sobre esta tradición curativa practicada en mi pueblo, en Colpa, hace unos años le pedí a una señora ancashina, llamada Alejandrina, que me explicara cómo hacía para pasar con el cuy y saber cuál era el mal que padecía una persona. La mujer me explicó todo el proceso de la “limpia o pasada con el cuy”, que relato a continuación.
Antes de comenzar se debe preparar la mesa. Esto consiste en tender una manta cualquiera en algún lugar. Colocar encima las hojas de coca, el cigarro Inca, una botella de licor, y una bolsa para echar los residuos de la coca chacchada, las colillas y las cenizas del cigarro. Después, se procede a sobar con el cuy el cuerpo del paciente, siguiendo los siguientes pasos:
- Coger con la mano izquierda las patas traseras del cuy, y con la mano derecha las patas delanteras.
- Salpicar al cuy con la colonia Agua Florida, y soplar al animal con el humo del cigarro, ordenándole que saque todos los dolores y enfermedades del paciente.
- Pasar con el cuy al paciente, frotando lentamente el cuerpo, de arriba abajo: de la cabeza a los pies.
- Sobar los órganos vitales del cuerpo mientras se menciona el nombre de cada una de las posibles enfermedades que el paciente podría tener.
En base a los síntomas del cuy, la curandera puede deducir el pro-
blema de salud física o espiritual de la persona. Y si el cuy pierde las fuerzas ni bien se comienza, es necesario despertarlo salpicándole la colonia Agua Florida, y diciéndole: “no puedes morir antes de terminar el trabajo”.
Si el cuy muere poco después de la sobada, se salpica con la colonia al paciente y a los acompañantes presentes. Pero si el animal muere durante el tratamiento ya no se puede continuar con el mismo cuy.
Tras la pasada con el cuy se procede a la lectura del cuy, que consiste en detectar el mal del paciente. La señora Alejandrina me explicó que primero se tiene que cortar el cuello del animal y hacer gotear su sangre en un recipiente con agua tibia (nunca en agua fría, porque trasmite frío al paciente). Si la sangre fluye tiene buena circulación, si la sangre es espesa tiene agitación y cansancio, si la sangre se negrea tiene daño, y si se hace más roja es signo de mejoramiento.
Siguiendo la explicación de la señora Alejandrina, tras la lectura del cuy, se limpia con agua tibia las vísceras y los órganos del animal. Después, se coloca y acomoda todo dentro del cuy. Enseguida, se pone en cada parte afectada del roedor un poco chuño, agua de azahar, azúcar y coca chacchada. Antes de cubrir completamente al cuy con su pellejo, también se pone dentro de él los residuos de la coca chacchada. Luego se envuelve el cuerpo del animal con un periódico, y se pone en un costado de la mesa.
A continuación, se procede con el florecimiento del paciente, que consiste en fumarle, echarle Agua Florida y otros perfumes, pidiendo por la su salud y buena suerte.
Terminada la curación, hay que dejar el cuerpo del cuy en algún lugar alejado y escondido, como un parque, un campo o un sitio escampado.
el yaIcu
Según los relatos que escuché decir a mis padres, el yaicu es un ser mágico que vive en el agua o en la tierra. Yaicu significa “entrar” en quechua, y se cree que este ser es capaz de penetrar en el cuerpo de las personas, causarles daño, dolor físico o algún malestar.
En mi pueblo, la denominación “yaicu” se usa indistintamente para referirse al mal de tierra o “patsa”, en quechua. También puede estar relacionado con el turmamyay21, el huracuy22 y otros seres mágicos como los pachayayas.23
Ahora que hablo del yaicu, me viene a la memoria que cada vez que me quedaba dormida a la orilla del manantial, que estaba cerca de mi casa, amanecía con chinchones o granos en la cabeza. Mi mamá decía que tenía que cuidarme del “yaicu”, y me curaba siempre con las heces del Huaracuy, que, según su creencia, era el remedio ideal para curar los daños de la tierra. También me frotaba el cuerpo con ramas de ruda o me preparaba una sopa con esta hierba.
Y para prevenir el “mal del yaicu” cada vez que iba de noche al puquial, a traer baldes de agua, tenía que llevar un tizón a medio quemar o un poco de sal para protegerme del espíritu que vivía en ese lugar.
21 “turmanyay” significa en quechua “arcoíris”. En mi pueblo se creía que este podía penetrar en el cuerpo de las personas y animales, y matarlos si no los curaban a tiempo.
22 La palabra “huaracuy” significa “amanecer” en quechua. Y según las creencias, el término también está relacionado con un ser mágico. Ver pág. 25.
23 “Pachayaya” significa en quechua “padre/protector de la tierra”. Algunos también los denominan “guardianes de la tierra”. Ver pág. 33.
En mi pueblo, el término quechua “alay pasasha” está relacionado con el resfriado y todo malestar ocasionado por el frio, como la gripe, el catarro, la tos, la fiebre, el dolor de estómago, la diarrea, entre otros síntomas. Para curarnos el resfriado, mi papá solía hacernos una especia de baño María. Para ello, hacía hervir en una paila grande todas las hierbas caloríficas que podía encontrar, como eucalipto, molle, ruda, marco, muña y santa maría. Y antes de acostarnos, nos bañábamos con esa agua caliente en una habitación cerrada. La temperatura del agua era la más caliente posible, que nuestro cuerpo pudiese soportar. Al terminar el baño, nos secábamos inmediatamente y nos metíamos a la cama completamente abrigados, con varias mantas para secarnos el sudor o el brote del resfrío que salía del cuerpo.
En los casos de diarrea o dolor de estómago debido al frío, mi papá calentaba una piedra grande, ponía una carona encima y nos hacía sentar allí un buen rato, para que nos entrará el calor en el cuerpo. Esto casi siempre daba buenos resultados.
Mi mamá, por su parte, nos sobaba el cuerpo con la grasa de gallina, y nos daban caldos calientes preparados a base de chincho, apio y ruda, aderezados con cebolla china y hojas de ajos. Solíamos acompañarlo con cancha o papas sancochadas.
Recuerdo que al día siguiente amanecíamos sin alay pasasha, y estábamos mucho mejor.
curacIón con IShPay
Hace unos años, leí un artículo donde se hablaba del uso de la orina con fines curativos (orinoterapia). Al leerlo, recordé que también nosotros en la Sierra usábamos la orina o ishpay, en quechua, como remedio casero. Alejados de la ciudad, era difícil tener medicinas a la mano, y en casos de heridas, la orina era la cura más fácil de encontrar.
Recuerdo que una vez, cuando tenía seis años, me amarré a la muñeca de la mano la soga de la cabra más chúcara que teníamos. Pocos minutos después de haberme hecho el nudo, la cabra se asustó al oír a un perro que ladraba. Despavorida, comenzó a correr por el campo arrastrándome con ella, como si yo fuera una muñeca de trapo. Luego, la cabra saltó un muro y ambas quedamos colgadas, ella por un lado de la pared y yo por el otro, como si fuéramos una alforja. Al escuchar mis gritos y llantos mi papá corrió a auxiliarme. Y junto con uno de sus peones me rescataron y me separaron del animal. Cuando mi padre vio mi rostro, este estaba lleno de sangre, hinchado y con una herida profunda en la frente. Preocupado por mi herida, dado que no había ninguna farmacia o centro médico cercano, mi papá preguntó a sus peones si alguno de ellos tenía ganas de orinar.
El hombre que me había rescatado dijo que él quería orinar.
– Pues muy bien – respondió mi papá. - Oríname en las manos que necesito lavar la herida de mi hija.
Luego de haberme limpiado la parte afectada con aquel líquido amarillento, mi papá escarbo el suelo y me echó encima el polvo de la tierra que no había tenido contacto con la luz. Esta curación fue suficiente para que mí herida se curara en pocos días. De esta aventura sólo me ha que dado una cicatriz en la frente.
(colpa: distrito dE acochaca,
provincia dE asunción,
dEpartamEnto dE ancash)
Mi casa, al igual que todas las construcciones típicas del pueblo de Colpa24, en Ancash, tenía el techo de teja e ichu, y las paredes de adobe. Viví allí los primeros 9 años de mi vida, antes de inmigrar a la ciudad, en la década de los cincuenta. Ha pasado el tiempo, pero todavía conservo en mi memoria las andanzas y apuros de mis padres en los días de siembra y cosecha, en las fechas de las fiestas religiosas y las costumbres propias de lugar.
Cuando yo era niña, todavía no existía la carretera y no había luz eléctrica. La mayoría de las personas que vivían en el campo se dedicaban a la pequeña agricultura y a la ganadería rural. Y en nuestros campos de cultivo no usábamos el abono sintético de ahora, sino más bien el abono orgánico o el estiércol de los animales. Se cultivaba usando el abono del corral de los ganados. La tierra se removía mediante el arado o la taclla que se insertaba a una yunta, es decir dos novillos unidos por un yugo o una madera especial.
Para poder cultivar los tubérculos en la región Suni, solíamos abonar el terreno con el abono recogido en la majada o “zachicuy” (sitio donde se recoge el ganado por la noche en el campo). Para ello, hacíamos un círculo en el campo a base de arbustos con todo su tronco, los cuales se colocaban parados y en orden, dando la idea de un corral. A este círculo se le llamaba quencha, y cuando estaba listo, se metía dentro de él a las ovejas y cabras. De esta manera se abonaba toda la noche el terreno circundado. Los ganados grandes se amarraban alrededor de la quencha, mientras la pastora y su perro pasaban la noche al lado, durmiendo encima de pellejos y jergas, dentro de una chucya o choza hecha de palos y pajonales. La pastora cuidaba el ganado y espantaba de noche a los zorros. Al día siguiente, se cambiaba la majada a otro lugar todavía no abonado. Y así sucesivamente, hasta cubrir todo el campo.
24 Colpa, distrito de Acochaca, provincia de Asunción, Departamento de Ancash.
Tras haber abonado todo el terreno mediante la majada se removía la tierra con la yunta hasta dejar el terreno listo para el sembrado.
El primer año cultivábamos la papa, el siguiente año la oca, el olluco y la mashua, en diferentes parcelas; y el tercer año sembrábamos el tauri o el chocho.
Cosechábamos papa de todos los colores, formas y sabores. Mi padre amontonaba las papas en el terrado y luego las escogíamos, separábamos y disponíamos según su tamaño y estado. Las medianas para la semilla, las pequeñas para la carapulca y el tocosh, y las dañadas para cebar al chancho En el almacén guardábamos las papas grandes para la sopa, frituras y sancochado.
Cuando preparábamos carapulca invitábamos a algunas vecinas para que nos ayudaran a prepararla. Ayudadas por las mujeres, sancochábamos las papas en una paila grande, las pelábamos y las poníamos a secar bajo el sol encima de sábanas o jergas limpias. Recuerdo que mientras preparábamos la carapulca, las mujeres se sentaban en el suelo con sus polleras anchas y coloridas. Y a la hora del almuerzo comíamos papas sancochadas con ají molido en el batán, hecho de rocoto y chincho.
Las papas más pequeñas las sancochábamos para dárselas a los cerdos, sobre todo al chancho cebón, que también comía ocas sancochadas y harina de cebada mezclada con agua. Solíamos cebar el chancho hasta que esté completamente gordo, lleno de manteca, lo cual era muy útil en la cocina porque la usábamos como aceite. De la carne se hacía el chicharrón, el jamón y el charqui. Se tenía por costumbre repartir el chicharrón con su mote de maíz pelado, tocando la puerta de cada familia. Y como parte de la reciprocidad, era casi un deber que cada vecino también compartiera su chicharrón cada vez que mataba un cerdo.
Los cereales los cultivábamos en la región Quechua. Recuerdo que cuando mi padre araba la tierra con sus novillos solía abrir los surcos mientras yo depositaba en la tierra la semilla del maíz, la cual se cubría con el siguiente surco.
Sembrábamos el maíz en el mes de octubre. Y en el mes de marzo o abril del año siguiente ya se podía sacar los choclos, mientras la cosecha se realizaba en el mes de mayo. Las mazorcas que estaban secas se guardaban en el terrado para su consumo durante todo el año. Y de aquellas mazorcas que no se habían secado lo suficiente se preparaba la chochoca. Para prepararla se desgranaba la mazorca que ya no era choclo ni tampoco maíz seco. Luego, se echaba estos granos en el agua que estaba hirviendo en una olla grande. Casi inmediatamente se sacaba los granos con un colador y se esparcía en sábanas tendidas bajo el sol. Cuando estaban secos, los llevábamos al molino para convertirlos en harina de chochoca, y preparar con ella sopas y mazamorras.
En el mes de julio se realizaba la cosecha del trigo. Las personas cegaban el trigo y luego lo llevaban hasta la era, una terreno aplanado y limpio donde se trillaba el trigo con caballos enlazados. Durante el trillado se deshacía la espiga y los trigos se soltaban, mientras el tallo del trigo se convertía en paja. Con la horqueta se separaba el trigo de la paja. Luego se guardaba el trigo en el terrado y la paja se ponía en otro sitio para la comida de las reses y acémilas. Del trigo se preparaba la harina para hacer pan, mazamorra y sopa. También se hacía el pelado (mote de trigo). Para preparar el pelado de trigo mis padres echaban agua fría en una olla, agregaban aquí la ceniza cernida de la leña y cierta cantidad de cal previamente diluida, luego echaban el trigo y lo hacían hervir moviendo siempre con un palo, hasta que se cocinara. Cuando ya estaba cocido lo llevaban al arroyo para lavarlo y sacar la ceniza. Era así como hacíamos el pelado.
Quizá ahora, tenemos en abundancia cada uno de los alimentos que aquí he mencionado, sin embargo, yo extraño el ritual de sus preparaciones, el tiempo de espera, la temporada, los sabores tan caseros en medio de los ruidos, algarabías y sabores de aquella época.
Nina significa candela en quechua, y el término “ninacuy” alude a la acción de ir en busca del fuego. Ahora ya no es necesario buscar la candela, casi todos tenemos fósforos o encendedores en nuestras casas, incluso tenemos cocinas eléctricas. Sin embargo, cuando yo era pequeña, prender el fuego para cocinar o mantenerlo vivo para su uso cotidiano era algo muy importante en la vida de las personas.
Para encender el fuego, mi mamá raspaba con un cuchillo el tizne de la base trasera de la sartén, luego con la punta de una hoz o un cuchillo golpeaba una piedra para producir chispas. Cuando estas chispas caían en el tizne se multiplicaban. Entonces, mi mamá cubría inmediatamente las partículas encendidas con pajas menudas, palitos finos y otros pedazos de leña cada vez más gruesos, hasta conseguir avivar el fuego.
Otra forma de conseguir “nina” era ir a la casa del vecino para pedirle carbón vivo. Considerando las distancias de las casas en aquellos tiempos, era todo un desafío mantener la brasa viva hasta que llegáramos a casa, sobre todo en los días de lluvia o viento.
La usanza del “ninacuy” se refería, entonces, no sólo al acto prender el fuego, sino también a esas circunstancias, buenas y males, que comprendían la búsqueda del fuego.
el qoñoq
Qoñoq significa en quechua “tibio”, pero el término alude a algo caliente que se toma cuando hace frío, sobre todo por las mañanas, antes de salir de casa. Recuerdo que algo qoñoq podía ser una mazamorra (api en quechua), una taza de café, una infusión de yerbas o un caldo de chincho con huevo, que lo acompañábamos con un poco de cancha o harina de cebada, comúnmente conocida como “machca”.
A veces, también tomábamos el kawi, una mazamorra de ocas deshidratadas o secas que se consumía caliente o fría, a cualquier hora del día. Otra cosa que preparaban en mi casa muy temprano era el “ponche de chicha”. Mi mamá lo hacía con la chicha de jora y huevo batido. A mis padres les gustaba tomarlo por la mañana.
Respecto a la mazamorra, en mi pueblo existía la costumbre religiosa del Apicuy. Esto consistía en “preparar la mazamorra” para repartirla el Jueves Santo y Viernes Santo. Y de acuerdo con la usanza, cada año se elegía a la familia encargada de hacer el postre tradicional para toda la gente del pueblo. Según su voluntad y posibilidades, las familias preparaban en gigantescas ollas, mazamorra de quinua, de oca o de trigo con durazno. Luego las repartían entre todos los pobladores que querían participar en esta tradición. Las participantes que iban a pedir mazamorra sabían que por cada porción de “api” que solicitaban tenían que llevar una vela a la procesión de la Cruz. Y por la tarde, todos aquellos que habían consumido la mazamorra y un pan, acudían al recorrido religioso con sus velas en las manos, preparados para acompañar a la Cruz, entonando en quechua el sufrimiento de Cristo.
El término “rupatsicuy” significa en quechua “quemar,” pero también implica el acto de “prender la vela” a los santos o a las cruces. Recuerdo que muchos devotos peregrinaban o acudían a las procesiones de las cruces del Señor de Pomallucay, en el pueblo de San Luis, y Tayta Huanchaq en Chacas25. La gente creía mucho en estas imágenes, y siempre acudían a sus templos para prenderles velas con el fin de implorarles un milagro o agradecerles por una gracia. Una amiga paisana me contó que viajó desde Lima hasta el pueblo de Chacas, para pedirle al Señor de Huanchaq, mediante el rupatsicuy o con las velas encendidas, que la ayudara a encontrar un esposo de ese pueblo, que sea hogareño y cariñoso. Según el testimonio de mi conocida, la Cruz le hizo el milagro, porque algunos meses después conoció a un joven del lugar, cuyo carácter y personalidad eran tal y como lo había pedido a la cruz.
Asimismo, recuerdo que una de mis parientes, que era devota del Señor de Pomallucay, me contó que la Cruz le concedió un milagro a su familia, cuando un hacendado quiso apoderarse de sus tierras. Según su testimonio, cuando falleció su padre, uno de sus vecinos pretendió quitarle el terreno colindante al suyo, aduciendo que esa herencia le pertenecía, que se la había prestado al finado mientras él todavía estaba en vida. Y le dijo que para seguir conservando el terreno tenían que darle un toro. Ante esta injusticia, la hija del difunto le dio como adelanto un carnero, pero luego se fue inmediatamente a llorarle y prenderle velas (rupatsicuy) al Señor de Pomallucay, pidiéndole justicia. Días después, supo que el estafador se había atorado mientras comía la carne del cordero que ella le había dado. Y como el hombre falleció sin dejar alguna prueba que acreditara la propiedad del terreno, ella y su familia pudieron recuperar su herencia.
25 Distrito de Chacas, provincia de Asunción, Áncash.
Se conoce como Pichqay a la usanza que implica la limpieza general de todas las huellas y prendas del difunto. Pichqa significa “cinco” en quechua. Y en mi tierra natal se realiza al quinto día de la muerte de una persona. Desde muy temprano, los parientes y amigos más cercanos limpian escrupulosamente los objetos y espacios tocados por el finado. Terminada la limpieza de cada rincón de las habitaciones, todos salen de la casa, camino al río o a la acequia para lavar las prendas que usaba el difunto.
La última persona en salir de la casa esparce ceniza en el suelo de cada habitación, desde adentro hacia afuera. El objetivo es observar el rastro del espíritu que acompañará al finado en su partida. En la tarde, después de haber lavado todas las prendas, los familiares y amigos regresan a la casa. Lo primero que hacen es ver las huellas en la ceniza para distinguir la pisada de quién vino a acompañarlo al otro mundo. Según las marcas dejadas se diferencia si fue una persona adulta (hombre o mujer), un niño o un animal. La marca preferida es la huella del perro.
Al anochecer, se velan las ropas del difunto, ordenándolas y colocándolas como si el finado estuviera echado. Muy temprano, al amanecer, se toman las prendas veladas del fallecido, y de manera imaginara, se acompaña al ánima del difunto hasta cierta distancia de la casa, y se le despide saludándolo y encomendándole que se vaya en paz. Si durante el trayecto nos encontramos con un perro, lo dejamos con este animal, por ser de buen augurio. Y luego, nos regresamos a casa.
Respecto a la costumbre de acompañar a los difuntos, recuerdo el día que fui al pitchqay de una amiga muy cercana. Los parientes y amigos estábamos muy distraídos conversando y no nos percatamos de que ya había amanecido y todavía no habíamos despedido a la difunta. Eran exactamente las nueve de la mañana, cuando todos los presentes escuchamos tintinear fuertemente una especie de campana por todos los muros de la casa.
El sonido dio la vuelta alrededor de las paredes, y luego salió sonando por la puerta hacia a la calle. El tintineo dejó de escucharse a medida que se alejaba, y todos los presentes empezaron a murmullar que el espíritu se iba molesto porque nadie lo había despedido y tampoco acompañado después de su muerte.
rezoS y fIeStaS
Las celebraciones religiosas más esperadas y recordadas de mi pueblo eran el Domingo de Ramos y la Fiesta Patronal de Santa Ana. Recuerdo que en Domingo de Ramos cada uno de los presentes llevaba un tallo de maíz con su choclo en lugar de las palmas, porque en mi pueblo, en aquel entonces, no existían las plantas tropicales.
De la asistencia a las misas, a las cuales asistíamos devotamente, me viene a la memoria el rezo del Ángelus en latín, que ninguno de nosotros entendía, y lo que es peor, algunos repetían las frases equivocadamente, pronunciándolas en quechua. Así, por ejemplo, cuando el cura decía: “Ora pro nobis, sancta Dei génetrix”, muchos feligreses mencionaban en quechua la frase: “ora punopis, ora manapis”, que traducido al español significa: “a veces duermo y a veces no”. Y aunque la anécdota parece graciosa, no lo es, porque muchos de ellos eran devotos quechua hablantes que llenos de fe repetían ingenuamente la frase equivocada.
Durante la Fiesta Patronal de Santa Ana, que se celebraba el 26 de julio, con bombos, arpa y violín, la plaza principal y las calles se llenaban de beatas, devotos y curiosos. Desde la víspera, se veía brillar los juegos artificiales, se escuchaba la música de las bandas que invadían cada rincón del pueblo, y se veía llegar a los fruteros de la región Yunga, quienes cargados de diversas frutas se acomodaban en los rincones de la plaza. También llegaban comerciantes de otros pueblos, lejanos y vecinos, para ganarse un espacio donde exhibir su mercadería.
Algunas de las comidas que más consumíamos durante la fiesta eran la “sarsa” (lechuga con limón y pedazos de jamón), el picante de cuy, el pan serrano y el chocho. También tomábamos helados de los nevados y mucha chicha.
Durante la celebración, los bailarines de Huaquillas danzaban en la plaza, junto con el Anti, el yayo, el personaje de Pizarro y los negritos.
Los días de fiesta se caracterizaban por ser un espacio donde las personas se encontraban con sus parientes y amigos, formaban nuevas amistades o encontraban pareja. Asimismo, era el lugar donde uno se enteraba de las noticias y novedades del pueblo y la ciudad.
La celebración terminaba al atardecer, en medio de la algarabía pop
El Día de Todos los Santos, el 1 de noviembre, se realizaba en mi pueblo “el invite a los muertos” o el tatsicuy, en quechua. Esta era una costumbre que, al igual que muchos otros pobladores, también mis padres practicaban en casa. Ese día, mi papá y mi mamá preparaban las comidas preferidas de sus seres queridos y parientes que ya no estaban en vida. Los potajes predilectos de las almas eran servidos en una mesa cuadrada que estaba en la habitación más escondida de la casa.
Recuerdo que mis padres cocinaban caldo de carnero, puchero, picante de cuy y mazamorra de calabaza, porque eran las comidas preferidas de mis abuelos maternos y paternos. Los suculentos platos eran colocados en la mesa como si fuera un bufé, juntamente con los vasos y cubiertos para que los finados pudieran servirse y comer tranquilamente. A nosotros, que todavía éramos pequeños, nos decían que no nos acercáramos a esa habitación cerrada, y que tuviéramos cuidado de no hacer mucha bulla para no espantar a los difuntos que llegarían a comer a la casa.
Como parte del banquete fúnebre, también nosotros comíamos y celebrábamos ese día. Después, en familia, nos íbamos al cementerio llevando flores y velas para colocarlas en las tumbas. En el cementerio había personas que oraban y entonaban cantos en honor a los difuntos, según los pedidos de la gente.
Cuando todavía no había muchas carreteras en la Sierra, y era muy difícil movilizarse en el Perú, los arrieros viajaban largas distancias transportando cargas en sus burros, mulas y caballos. Llevaban y traían mercaderías, alimentos y metales, de un lugar a otro.
Tenía un tío que era arriero, y cada vez que tenía que viajar llevaba consigo sus ollas, cubiertos y alimentos (machka, cancha, charqui, mote y harina para cocinar). También llevaba jergas, frazadas, ponchos y plásticos para protegerse de la lluvia. Y como no existían hostales en el campo, y mucho menos en las alturas, mi tío pernotaba dentro de las cuevas y bajo los árboles.
Mi tío solía ofrecer sus servicios en la empresa minera “El Vesubio”, en el distrito de Chacas, donde se fundían los minerales, y desde allí, transportaba los metales con sus mulas hasta Marcará, un pueblo a dónde llegaban en dos días. Luego, allí, compraba dulces, frutas, alimentos, ropas y otras cosas, antes de emprender la vuelta a su casa, donde todos lo esperaban deseosos de saber qué novedad les había traído.
El pastoreo o gaticuy, en quechua, era una actividad familiar. Sin embargo, había algunas personas que trabajaban como pastores al servicio de otros. En mi casa de la región Suni (a 4,100 m s.n.m.) teníamos una pastora que cuidaba de nuestros ovinos y vacunos, porque nosotros vivíamos en la región Quechua.
Cuando yo era niña, todavía existían algunos terratenientes que tenían un pastor diferente para cada tipo de ganado. Los pastores eran familias pobres a quienes el hacendado les dejaba cultivar pequeñas parcelas de sus terrenos a cambio de su trabajo como pastor o labrador de sus tierras y campos de cultivo.
Recuerdo que los hijos de las familias más ricas del pueblo tenían a su servicio algunos jóvenes o señoritas de compañía, que cuando llovía los protegían con sus paraguas para que no se mojaran. Y cuando los “señoritos” pasaban por la plaza del pueblo tiraban puñados de caramelos a los niños que jugaban allí. Todos se lazaban al suelo para cogerlos y se peleaban por los dulces, mientras los señoritos miraban complacidos.
La “faena” consistía en el trabajo colaborativo entre todos los pobladores de un lugar. Las personas solían ayudarse entre ellas mutuamente, como lo hacían los miembros de un ayllu en los tiempos prehispánicos.
Recuerdo que los pobladores de mi pueblo se reunían entre ellos para hacer trabajos comunales cuando era época de siembra, cultivo o cosecha. También colaboraban cuando era la temporada de lluvia, de sequía o cuando necesitaban limpiar las acequias o despejar el cauce del río para llevar el agua a los sembríos.
Para reunir a la gente, un representante de la autoridad llamaba a todos los pobladores mediante el qayacoq, es decir, un pregonero que tocaba la campana de la iglesia incansablemente, y luego gritaba comunicando a todos los pobladores la obligación de acudir un día determinado a un lugar donde era necesario el trabajo comunitario.
Como parte de las supersticiones de mi pueblo, la presencia y manifestación de algunos animales e insectos no pasaban desapercibidas, dado que casi siempre tenían un significado.
Uno de los animales más respetados y temidos era el búho, conocido en quechua como el “tucu”. Su canto solía escucharse durante la cena o cuando estábamos por dormir. Pero causaba miedo sólo cuando su ululato era diferente, y creíamos que presagiaba la muerte de alguna persona. Su canto parecía decir en quechua: “tucú uchcu ruriman, tucú uchcu ruriman”, que significaría “al fondo te vas a ir, al fondo te vas a ir”. O “tucrunquirán”, que presagiaba un viaje sin regreso.
Al respecto, una de mis tías nos contó que el tuco había cantado varias noches sobre el molle de su chacra, diciendo “tucrunquirán”. Ella se preguntaba ¿quién se iría?, y justo en esos días llegó la leva (reclutamiento obligatorio) al pueblo y se llevó a su único hijo para luchar en la guerra con Ecuador. Mi primo murió en la batalla y nunca más volvió. Mi tía decía que el tuco le había presagiado el viaje sin regreso de su hijo.
Otro animal temido era la culebra o la serpiente. Se creía que si este reptil entraba a la casa de alguien le auguraba un suceso lamentable. Y si la culebra atravesaba el paso de una persona mientras esta caminaba por un lugar, le presagiaba que nunca más volvería a pasar por allí.
Entre los insectos, recuerdo algunos que se creía que eran – o se cree todavía – de malagüero. Por ejemplo, se pensaba que, si el grillo cantaba dentro de una casa o la habitación de una persona, le auguraba mala suerte. Y si alguien en la familia se llenaba de piojos o pulgas, pese a estar limpio, significaba que algún pariente iba a morir.
Otro insecto que también llamaba la atención era la mosca azul, conocida como “genrash” en mi pueblo. Se creía que esta mosca re-
presentaba el alma de una persona que iba a morir o había muerto. Se imaginaba que, a través de los zumbidos, el espíritu pedía perdón, y no dejaba de volar alrededor de uno hasta ser perdonado. Me viene ahora a la memoria la libélula, conocida en quechua como qorpa curu, que sígnica “insecto de huésped”. Su presencia avisaba la llegada de una visita tras una larga ausencia. A la libélula también la llamábamos cruz curu, que significa “insecto de cruz”, porque cuando entraba a una casa parecía que volaba varias veces formando una cruz.
Otro animal presagiador era el perro. Se creía que cada vez que aullaba de noche, sin razón alguna, anunciaba que alguien iba a morir o estaba viendo el alma de algún difunto.
Entre los animales mensajeros me acuerdo del zorzal. Se creía que este pájaro avisaba la llegada de la lluvia cada vez que correteaba y levantaba su cabeza.
Otro animal interesante es el zorro o atog, en quechua. Se pensaba que el zorro y la tierra competían en gritar en tiempo de cosecha, a fines de julio y a principios de agosto. Si el zorro ganaba con sus aullidos y chillidos, la gente se alegraba porque significaba un buen año de cosecha. Por otro lado, si la tierra ganaba con sus sonidos y truenos, la gente se entristecía porque la tierra les avisaba que no habría cosecha. El zorro, por su parte, perdedor de la competencia, se ponía triste y ya no persigue a las ovejas pidiendo su recompensa.
Cuando terminaban los trabajos agrícolas en el campo, algunos varones, adultos y jóvenes, solían migrar a otros lugares en busca de trabajo. Algunos iban a las islas guaneras, otros a las fábricas, a las minas, a la Selva, a las salitreras o a las ciudades para trabajar.
Debido a la falta de carreteras se viajaba a pie o a caballo, empleando días, incluso semanas, durmiendo en cuevas o bajo los troncos. Algunos viajeros se enfermaban durante el camino, otros morían rendidos por el cansancio, por el frio, débiles por algún mal que los aquejaba o víctimas de algún accidente. Escuché contar a mi tío que cuando los caminantes morían, durante la travesía, sus cuerpos eran enterrados o dejados en las cuevas, tapados con hojas o pajas.
Los viajeros siempre llevaban consigo hojas de coca y cancha. Ambos elementos también servían para hacer ofrendas a los Apus durante el viaje. Para evitar el cansancio, algunos llevaban una pequeña piedra en la mano o ponían piedras sobre las apachetas26 que encontraban en los caminos.
Los fiambres de los caminantes consistían en cancha, charqui, mote, cuy frito y machca. Durante el viaje, las personas buscaban refugio en las cuevas, llamadas “Machay”, para recuperarse del cansancio y protegerse de la lluvia. Al llegar la noche, preparaban en sus ollitas viajeras un caldo de hierbas con cancha o comían lo poco que tenían. Para descansar, se solía tender en el suelo las caronas de los equinos y las pocas frazadas que llevaban para calentarse. A la mañana siguiente, muy temprano, los viajeros continuaban su trayecto, montados en sus caballos, burros o a pie.
Tuve la oportunidad de experimentar estas travesías cuando era joven. Una vez viajé con mis hermanos desde el pueblo de Colpa hasta
26 Montículos de piedras
rePoSo en una cueva
la ciudad de Huari, para comprar alimentos y cosas básicas que mi mamá necesitaba en casa. Y en mi época estudiantil, cuando viajaba a mi pueblo natal, recuerdo haber descansado o dormido varias veces en las cuevas, porque el autobús de Lima llegaba sólo a Yungay (Ancash), y desde allí tenía que viajar a pie hasta Colpa. El trayecto era una gran aventura.
En mi pueblo, el postillón era una especie de cartero y arriero a la vez, comisionado de recibir, recoger y repartir las cartas y encomiendas de un lugar a otro. En aquel entonces, la única forma de comunicarse era a través del postillón.
Había pocas carreteras, y eran muy escasos los servicios de transporte que iban desde las provincias alejadas hasta las ciudades o la capital. Y tampoco teníamos teléfonos en los pueblos distantes.
El postillón casi siempre llevaba las cartas de los remitentes que trabajaban en las ciudades, las islas guaneras, las fábricas, las minas y las carreteras que se construían en otros pueblos y lugares lejanos.
Los destinatarios que recogían sus cartas o encomiendas, en la mayoría de los casos eran personas sólo quechua hablantes, que llegaban al correo llevando huevos, frutas y otros regalos para pagar a un lector, a un redactor de cartas o a un intérprete del castellano al idioma quechua.
En mi pueblo, este sistema de comunicación existió hasta las décadas del cincuenta y sesenta, y luego fue desapareciendo paulatinamente. Ahora, sería impensable vivir en aquella época.
La adivinación o el arte de mirar la suerte es una costumbre practicada en el Perú desde tiempos prehispánicos. En mi pueblo, los videntes eran conocidos en quechua como los “rikaj” o los gaticoj. Estas personas solían leer los destinos de la gente a través de la coca, el cigarro, el maíz o el cuy. Algunas personas acudían donde los videntes cuando en la familia surgían problemas difíciles de resolver, se enfermaba algún pariente o querían conocer el futuro de un familiar, por razones de viaje, trabajo o amor. A veces, las decisiones de la familia también eran tomadas en base a lo que decía el rikaj. Cuando era niña, venía a mi casa una señora anciana que leía el maíz a cambio de algunas frutas y papas. Han pasado muchos años, pero aún recuerdo el rostro de aquella mujer y cómo interpretaba los colores y movimientos de cada grano. También recuerdo al señor que nos interpretaba las hojas de coca. Primero cogía un puñado de hojas y las acercaba a su boca para preguntarles con delicadeza lo que le habían consultado. Luego, se las metía en la boca y las mascaba cuidadosamente, mientras interpretaba los sabores de la coca (amargo predecía rebelión, cólera o algo negativo. El gusto dulce significaba algo bueno o para bien). Después, iba sacando poco a poco las hojas de la boca y las iba interpretando según sus formas, modos de salir de la boca y cómo estaban dobladas. Vi también a otro vidente que miraba las hojas de coca sin mascacarlas. Sólo removía las hojas cuidadosamente entre sus manos y las descifraba según su posición en la palma de sus manos extendidas. En mi pueblo había también otra señora “rikaj”, que miraba la suerte con el cigarro y practicaba el “jacawan shoqmaquy”. Quizá para muchos estas prácticas son pura superstición, sin embargo, allá entre los andes, esta costumbre era parte de la tradición y la cultura cotidiana.
Desde mi infancia, una de mis comidas preferidas es el chocho o tauri. Y mi gusto por esta legumbre me hizo pasar un gran susto en mi niñez. Recuerdo que tenía unos 6 años, cuando mi mamá me dijo que ya estaba grandecita y podía sancochar el chocho. – ¿Cómo voy a hacerlo? – pregunté. Ella me dijo que dejaría la olla con chocho puesta en el fogón, y que cada cierto tiempo metiera leña en el fuego y echara agua en la olla cada vez que esta se secaba. – ¿Y cómo voy a saber que ya se ha cocinado para apagar el fuego? – pregunté.
– Sacas con la cuchara un poco de chocho y soplas. Si está cocinado las cáscaras de algunos granos se abrirán – me explicó mi mamá. Después, como adivinando lo que iría hacer, me recomendó que no me lo comiera.
Tras seguir todas las indicaciones de mi mamá, terminé mi misión, y vi que el chocho ya estaba sancochado. Pese a saber que esté tenía que ser remojado en el agua al menos una semana, antes de estar apto para ser comido, decidí comérmelo igual, sólo lavándolo varias veces. Así que lavé dos cucharas de chocho y los aderecé con un poco de sal, perejil y cebolla china, que son los ingredientes con los que se acompaña siempre. Sentí que amargaba todavía, pero me lo terminé en un instante para calmar mi deseo. Pasada una media hora, se me hinchó y se me puso muy duro el estómago. La visión se me hizo muy borrosa, la saliva y el mocó también se me secaron. Y por miedo a que mis padres se dieran cuenta y me regañaran por ser desobediente, me fui a la escuela caminando a tientas, tropezándome con las piedras y arbustos.
Recuerdo que iba muy despacio, tocando las paredes y esquinas, cuidándome de los árboles y huecos. Sin embargo, me caí en el pozo del maguey en remojo (mi papa los remojaba para hacer soga), que apestaba a podrido. Salí de ahí como pude, y luego de una gran travesía llegué a la escuela donde hacía transición. Al entrar, recuerdo que la
profesora me dijo que escribiera unas palabras con la letra “r”. Escuche a la maestra decir las palabras: risa, rosa, raza, roja. No sé cómo hice para escribir lo que había escuchado, solo me viene a la mente que tomé el cuaderno, y por cálculo, escribí las palabras.
No me acuerdo si la maestra revisó mis tareas o si hicimos una materia más, sólo sé que volví a casa, caminando sola lentamente la cuesta, sufriendo otra vez, y que llegué casi a la hora de la cena. Mi mamá me llamó a la cocina y mi sirvió la comida. Comer fue todo un problema porque no tenía saliva, seguía casi ciega y con la boca seca. Al ver que no podía comer, y por temor a que me descubrieran, tuve una idea: ir a al huerto a coger un rocoto para que me produjera saliva. Así que, disimuladamente, y siempre a tientas, fui al huerto para concretar mi plan. Cogí el primer rocoto que encontré, volví a la cocina y mordí varias veces el rocoto con todo y vena. Sentí que me salía mucha baba y me puse a comer. Terminé todo sin que nadie se enterara de mi problema. Luego, me fui a mi cama y me quedé dormida. Al día siguiente me desperté como si nada me hubiera pasado. Y hasta el día de hoy nunca le conté a nadie esta anécdota.
el burro y el cerdo Sebón
Cuando yo era pequeña, existía la creencia de que el burro podía comunicarse con el cerdo cebón. Esto es un hecho difícil de creer, pero coincidía con lo imaginario y tenía algo de real, dado que, cada vez que el burro se encontraba con el cerdo – hocico con hocico – casi siempre, este último, dejaba de comer.
Nunca he comprobado la verdad de esta creencia, pero recuerdo que mis padres vigilaban mucho al burro, y no le permitían acercarse al chancho, porque cuando se encontraban, el burro siempre corría hacia el cerdo, que lo recibía alegremente moviendo la cola. Ambos juntaban sus hocicos, luego, se escuchaba al cerdo responder con varios gruñidos. Y desde ese momento dejaba de comer. Era curioso ver al marrano llorar por varios días, derramando muchas lágrimas hasta volverse flaco.
De ahí se sacaba la conclusión de que el burro chismoso aconsejaba al puerco para que no siga comiendo si no quería que lo mataran.
El secreto para hacerle olvidar al cerdo el destino de una muerte segura, era hacerle comer trigo.
En mi pueblo había un hombre muy bueno que todos conocían como el “Tuerto”. Mi papá me contó que este señor se dañó solo y apropósito uno de sus ojos, porque no quería ir a la guerra entre Perú y Ecuador, en 1941.
El joven supo que lo habían nominado para reclutarlo, y que tarde o temprano llegarían para llevárselo. Desesperado porque no quería abandonar a su familia, y tampoco ir a una guerra que no sabía para qué servía, decidió pincharse el ojo con una aguja. Sabía muy bien que no aceptaban soldados discapacitados, y mucho menos tuertos. Y cuando llegaron a su casa para reclutarlo, no tuvieron más remedio que dejarlo con su familia.
Sobre la guerra, mi papá me dijo que antes solían reclutar a los jóvenes de la Sierra para llevarlos a la guerra, y que muchos jóvenes desertaban porque no resistían estar lejos de sus familias o ignoraban la importancia de ir a luchar por la patria.
Una media noche, Don Toribio llegó a su casa cansado y hambriento después de haber trabajado en la noche de luna llena. Cuando entró a la cocina, Doña Epifanía, su esposa, le sirvió un tazón de sopa. El hombre encontró un bulto en su plato, y creyendo que era carne le dio un mordisco, pero la presa de forma redonda se le resbaló de su boca. Entonces, imaginando que su mujer le había puesto un rocoto dentro del plato, empezó a aplastarlo hasta sentir que lo partía.
Al ver que no picaba, le preguntó a su esposa:
– ¿Qué clase de rocoto has echado en la sopa que no pica?
– ¿De qué rocoto me hablas? – respondió Doña Epifanía –. Si no lo hemos cosechado este año.
Y con su mechero en la mano se acercó a ver el plato. Llenos de sorpresa y repugnancia, ambos comprobaron que se trataba de un sapo, que de tanto ser aplastado, tenía las vísceras reventadas.
– ¡Qué asco! ¿Cómo pudo haber entrado el sapo en la olla? –preguntó Don Toribio.
– No lo sé – respondió su esposa –. Quizá entró en el balde cuando me fui de noche a sacar agua del manantial. Y lo eché a la olla sin ver bien en la oscuridad. Al parecer, la lámpara a querosene se apagó en el momento menos indicado.
Auna mujer que estaba embarazada se le antojó un día tomar mazamorra de harina de trigo con leche. La suegra, que no teía una vaca lechera se preocupó por el antojo de su nuera, y en su afán por complacerla, buscó entre sus vecinos un poco de leche para preparar el dulce. Tras haberla encontrado con mucha dificultad, la anciana empezó a hacer hervir la leche. En eso, se dio cuenta de que algo sonaba dentro de la olla. Curiosa por saber qué era, la mujer introdujo el cucharon de madera, y se dio con la sorpresa de que había una culebra dentro de la leche. Asustada, sacó el réptil y lo botó mientras todavía estaba vivo.
Tuvo ganas de arrojar la leche, pero por miedo a no encontrar más, y que su nuera perdiera el bebé debido al antojo, la mujer no botó lo que había preparado, y le sirvió la mazamorra a su nuera, como si nada hubiera pasado. Y para que la futura madre no sospechara, también ella se sirvió un plato para acompañarla, y pese al asco que sentía, tomó todo sin decir una sola palabra.
Cuando era niña y todavía vivía en Ancash con mis padres, teníamos una perra de mediana estatura, de color pardo negruzco, razón por la cual la llamábamos “Azabache”. Mi perra era muy brava y no respetaba a nadie, ni a la familia ni a los extraños. E incluso sus crías nunca se salvaron de su ira, de cualquier forma, los pobres cachorros siempre eran mordidos en el cuello por su progenitora. En casa, nadie la quería por su mal carácter. Esta, también se sentía con la libertad de morder a los pollos o a cualquier otro animal que interrumpiera en su espacio, como los cerdos o las ovejas que caminaban por el zaguán, cerca de ella. No podíamos reprenderla gritando porque nos saltaba a la cara, y tampoco podíamos darle con un palo porque lo mordía y nos lo quitaba. Pero un día, gracias a uno de mis hermanos descubrimos una extraña manera de botarla. Nos bastaba con taparnos la nariz y decir “puf”, entonces, ella se sentía culpable y se alejaba corriendo avergonzada. Mi perra Azabache también tenía por costumbre viajar a otros pueblos y ausentarse por varios días sin motivo alguno.
Un día, mi hermano mayor se casó y se fue a vivir a la provincia de Yungay. Y no se sabe cómo la perra llegó hasta su casa a visitarlo, pero a los pocos días, empezó a matar los pollos de sus vecinos y a morder a sus animales. Los vecinos, molestos, le hicieron pagar a mi hermano todas las cuentas de los desastres causados por Azabache. Mi hermano, enojado por lo acontecido, cogió su escopeta de caza de venados e intentó eliminar a la perra, pero esta escapó corriendo y la bala sólo rozó su columna. Y afortunadamente desapareció del lugar.
En casa, todos estábamos felices y le decíamos a mi hermano que su herencia se había ido. Sin embargo, tiempo después, mi papá viajó al distrito de Marcará, en la provincia de Carhuaz, para hacer algunas compras. Y allí vio con sorpresa que nuestra perra estaba viva, y salía corriendo de una tienda a su encuentro, moviéndole la cola
y saludándolo contenta. Y justo detrás de Azabache salió también el propietario del negocio, que al ver a mi papá le preguntó si el animal era suyo. Azabache lo lamía con cariño y mi papá no pudo negarlo. El dueño de la tienda le hizo entonces una larga lista de las cosas por pagar, que Azabache había comido o destruido. Cuando terminó de hacer las compras, mi papá puso los sacos sobre las acémilas y se preparó para volver a casa. Entonces, buscó con la mirada a Azabache, pero se dio cuenta de que la perra había desaparecido otra vez. Y nunca más volvimos a verla.
Cuando hablamos de fantasmas casi siempre nos lo imaginamos como si fueran espíritus de personas, pero ¿qué pasa si el fantasma es una sombra negra que crece cada vez más?
Cerca de mi casa había una antigua mina abandonada, y desde allí solía salir un fantasma que perseguía a las personas que estaban en los alrededores de su territorio, que nosotros llamábamos Yurahuayta.
La primera persona que me habló sobre este fantasma, antes de que yo lo viera personalmente, fue mi vecina. Estábamos en la huerta cuando ella, muy asustada, nos contó que se le había aparecido el fantasma de la mina. Dijo que lo vio de noche cuando salió de su cuarto a orinar. Ella estaba buscando un lugar adecuado para sentarse cuando vio la sombra de un gato negro. Al instante, la sombra creció a una altura como de diez metros, y desde allí, sacó su lengua roja hasta hacerla llegar al suelo. Mi vecina dijo que le dio tanto miedo que entró a su casa sin orinar y se encerró dentro hasta el amanecer.
La segunda persona que me habló de este personaje de terror fue mi hermano mayor, en 1963. Según su relato, era de noche y él estaba en el huerto sacando verduras con la luz de su linterna. De pronto, escuchó unos pasos fuertes con sonidos de un bastón de fierro que provenían de la mina. Cuando levantó la mirada vio una sombra negra con forma humana, que se acercaba a la puerta de la huerta por donde él tenía que salir. Aterrorizado por la silueta del fantasma que le cerraba el paso, mi hermano saltó por la pared que daba hacia la casa y logró huir.
Personalmente, nunca le di importancia a estos relatos, hasta que yo misma lo vi una noche. Estaba junto al corral de las ovejas, observando el cielo estrellado justo hacia el lado de la mina abandonada, cuando repentinamente vi una sombra que se movía entre los arbustos que estaban en la falda del cerro de la mina.
La sombra que tenía forma humana empezó a crecer cada vez más hasta convertirse en un hombre gigante que bajaba del cerro caminando hacia mí. Llena de susto sólo atiné a correr hacia mi casa con el corazón en la boca, y encerrarme dentro.
Cuando mi cuñada que vivía en chacas (Ancash) se enfermó, en noviembre de 1996, tuve un extraño presentimiento y unas ganas urgentes de viajar donde ella estaba. Le comenté mi deseo a mi hermano mayor que justo había llegado a visitarme. Él me propuso entonces que viajáramos juntos. Y al día siguiente, partimos rumbo a nuestro pueblo. Al vernos llegar por la mañana, mi cuñada se alegró mucho y dijo:
– Muy bien. ¡Esto quería yo! Ahora se irán después de enterrarme. Su comentario nos pareció extraño, pero lo ignoramos. Luego, quise lavar sus ropas que estaban amontonadas, pero ella me dijo: – No las laves, ya no las voy a usar más, hoy me voy. Una vez más, me sorprendió su respuesta, pero fingí no escucharla. Al rato, mi cuñada me ordenó:
– Limpia bien la casa, lleva todas las cosas al terrado porque en la tarde va a venir la gente. Desocupa la sala y pon asientos porque van a venir muchas personas. Yo, que no quería contradecirla, me esmeré en dejar todo limpio y ordenado. Cuando eran casi las 4 de la tarde, ella se sentó en una silla y pidió que mi hermano mayor y yo nos sentáramos junto a ella. Luego, mi cuñada miró a su esposo y le dijo: – Siéntate junto a mí y entona himnos religiosos.
Mi hermano entonó sólo uno, y ella le pidió que siguiera cantando. Mi hermano continuó y en la tercera entonación ella exhaló su último suspiro. Curiosamente, mi cuñada había predicho su muerte y había dejado todo listo antes de su partida, como si ya lo hubiera sabido. E incluso llegamos desde Lima mi hermano mayor y yo, pues presentíamos que algo iba a pasar. Empezamos a preparar todo para el velorio. Mi hermano, que había quedado viudo, me pidió que – por favor – lavara y cambiara a su esposa. Acepté hacerlo, pero cuando cogí el cuerpo inerte entre mis manos me llené de miedo, y
me atemorizaba tocar el cuerpo. Y no sé si fue mi imaginación, pero sentí que la finada expulsó aire por la boca. Esto me hizo reaccionar y cambiar mi actitud. No era justo tenerle miedo a alguien que había sido tan buena en vida. Así que la cambié con cariño y atención. Afortunadamente, también la casa estaba limpia, las sillas puestas y la comida casi preparada. Tras ordenar lo poco que faltaba, avisamos a algunos vecinos para que vengan al velorio. Y tal y como ella lo había predicho, vino mucha gente, entre amigos y parientes. Y las personas, católicas y adventistas, se unieron para despedirla con rezos, cantos y algarabía.
Ya habíamos metido el féretro en el hueco de la sepultura cuando me acordé de lo que había dicho mi cuñada antes de morir: “me gustaría irme acompañada por un perro”. Recordé entonces que justo esa mañana había muerto el perro de la vecina por envenenamiento. Así que fui corriendo a buscar el cadáver del animal. Luego, le pedí a los sepultureros que lo pusieran encima del ataúd y lo enterraran junto con mi cuñada, ya que ella amaba a los animales, y esto había sido uno de sus últimos deseos.
Cuando aún no existían muchas carreteras para ir hacia la Selva, Don Pedro viajaba siempre con sus caballos para llevar la carga. Como el camino era largo, muchas veces entablaba amistad con los viajeros que lo acompañaban. En uno de sus viajes, conoció a José, un joven trabajador y muy atento, que le agradó mucho como persona, y le prometió casarlo con su penúltima hija.
Al regresar de la Selva, ambos dejaron de frecuentarse y lo acordado quedó en el olvido. Tiempo después, el anciano falleció, y José que no recordaba su promesa, preparó su matrimonio con una señorita de otro pueblo. Pero en la víspera del matrimonio, a la media noche, el espíritu del finado Pedro despertó a su hija mayor, diciéndole:
– Alicia, mi mano se quema, líbrame de la condena. Hace meses di mi mano a José, prometiéndole casarlo con tu hermana, pero José se casa mañana con otra.
Después de la revelación, la muchacha se levantó asustada, y temiendo que fuera cierto, montó sobre uno de sus caballos y corrió a la casa de don José para contarle la revelación que había tenido, y preguntarle si era cierto lo de la promesa. El joven recordó de inmediato que también él le había dado la palabra al finado. Y temiendo correr la misma suerte de la condena, anuló su matrimonio, a pesar de los invitados y los preparativos. Luego se casó con Eli, la hija de Don Pedro, quien aceptó casarse sólo por salvar el alma de su padre.
Este era un niño, malcriado y engreído por sus padres, que empezó a robar porque nadie en su casa lo corregía por hurtar lo que no era suyo.
Cuando ya era adolescente, el muchacho comenzó a robar los ganados de sus vecinos, pero sus padres no se atrevían a reprenderlo porque el joven les gritaba. Después de un tiempo, el mal hijo desapareció de su casa sin decir nada a sus padres, que ya eran ancianos. El mozo se había convertido en un avezado ladrón, que asaltaba a sus víctimas en las carreteras y vivía escondido en un lugar subterráneo, que él mismo había construido para esconder las riquezas que robaba.
Una noche, mientras sus padres lloraban su ausencia, el espíritu del mal hijo los aguaitó por la ventana. Tenía una mirada macabra, y parecía estar resentido con ellos. Después, les dijo:
_ Ahora sí se preocupan, pero nunca me corrigieron cuando yo era niño, nunca les importé. Y ahora, por culpa de ustedes yo me he condenado, y estoy sufriendo en el infierno, pero cuando ustedes mueran me van a reemplazar y yo seré libre.
Los padres empezaron a lamentarse desconsolados, pero ya era muy tarde para el arrepentimiento.
Apesar de la oposición de sus padres y sus diferencias sociales, dos enamorados de mi pueblo se prometieron no dejarse nunca.
- Con mi vida te prometo Elba que tú serás mi esposa – le dijo Pedro a prometida, dándole un beso en la mejilla.
Pedro era hijo de un terrateniente, mientras Elba era la hija de unos pastores pobres. Cegados por el amor y el tormento de no poder estar juntos los jóvenes decidieron escaparse de sus casas una medianoche, y quedaron en encontrarse en las afueras del pueblo.
Cuando ya había salido de su hacienda, Pedro se dio cuenta de que no tenía mucho dinero para que los dos se mantuvieran los primeros días en otro pueblo, entonces, regresó para coger a escondidas el dinero de su padre. Estaba sacando algunos billetes, cuando su padre le disparó con su escopeta en la espalda, creyendo que era un ladrón.
Sin saber que su prometido había muerto, la muchacha divisaba por todos lados, sentada en una piedra. Pasada la media noche, la joven empezó a sentir miedo y tuvo un extraño presentimiento, pero siguió esperando.
Antes del amanecer, el cachorro que llevaba en sus brazos comenzó a ladrar con fuerza. Y la muchacha escucho una canción macabra en quechua, que le anunciaba la desgracia: “tu Pedrito ya murió y ahora está condenado”. Después, la joven vio que Pedro se le acercaba con un semblante malévolo, diciéndole:
– Tú me prometiste que estaríamos juntos. Ahora tienes que venir conmigo.
La mujer, horrorizada, empezó a gritar, pero nadie la escuchó. Sólo el cachorro que llevaba entre sus brazos ladraba desesperadamente al espectro, tratando de proteger a su ama por todos lados. Al final, el gallo cantó y los ladridos del perro salvaron a la muchacha. Y la sombra del condenado desapareció llevándose la mano de la prometida esposa.
el alMa que guIó a Su hIja
Antes de fallecer, una mujer le pidió a su madre que cuidara de su hija de seis años, y que no la dejara irse con su padre. Pero cuando la mujer falleció, una semana después del entierro, el padre de la niña le reclamo su hija a la abuela, y se la llevó.
Al llegar de noche a la casa, la niña se fue a dormir. Estaba por quedarse dormida cuando tuvo una revelación. Su madre se le apareció y le dijo con voz seria:
_ Yo te he dejado con mi madre ¿por qué te has venido con tu padre? Levántate en este momento y regresa con tu abuela. Vístete ahora mismo y camina delante de mí, sin voltear atrás. Yo te guiaré.
Pero como la niña se resistía y no quería irse, el espíritu le dijo:
_ Tu padre te va llevará mañana a Yungay, para que vivas en la casa de tu tío. Yo te dejé con mi mamá. Y si no me obedeces ahora mismo, ni tú ni tu padre pasarán la laguna de Llanganuco.
Por más que parezca inconcebible, y a pesar de su corta edad, la niña pudo caminar toda la noche y viajar sola desde una provincia a otra, guiada solo por el espíritu de su madre. La pequeña ya estaba cerca de la casa de su abuela cuando el canto del gallo anunció el amanecer. Entonces, la niña volvió a escuchar la voz de su madre que le decía:
– Desde aquí, ya puedes llegar sola a la casa. El lunes es mi día libre, préndeme una vela y dame una oración. Agáchate, aquí nos despedimos.
el dIfunto que Se reveló
Cuando un anciano falleció, sus hijos lo velaron dos noches sólo en una de sus dos casas, donde menos tiempo había pasado, y la que menos le gustaba. Después del velatorio, todos emprendieron el camino al cementerio para enterrarlo, pero cuando pasaron por la casa favorita del finado, el ataúd se hizo muy pesado y los cargadores no pudieron seguir cargándolo.
Fastidiado por el percance, uno de los hijos del finado se acercó al féretro para arrástralo con fuerza, diciendo:
– ¿Papá, por qué te comportas así?
Apenas había terminado de decir la frase, cuando una fuerza extraña lo alejó con energía del cajón, lanzándolo al otro lado del camino por encima de las espinas de maguey.
Entonces, los acompañantes imaginaron que quizá quería que lo velaran en su segunda casa, la más querida. Por lo tanto, decidieron velarlo allí una noche más.
Pasada la noche, cuando llegó la hora de llevar al difunto al camposanto, todos se quedaron sorprendidos, porque el ataúd no pesaba nada, parecía una paja que volaba hacia su sepultura.
Una noche, mientras velábamos a un familiar, una de sus velas que estaba a los pies del ataúd se cayó. Un pariente se acercó y paró la vela. Minutos después, la vela se cayó otra vez. Un vecino se acercó y plantó la vela otra vez, pero esta se volvió a caer. Entonces, un familiar que se dio cuenta se acercó y levantó la vela nuevamente. Sin embrago, la vela se volvió a caer dos veces más. Una mujer, que era una prima del finado y había visto toda la escena, igual que yo, se acercó donde estaba la vela caída y dijo:
– ¿Por qué eres así primo, acaso mueres lo que nadie muere? Yo también ya estoy yendo. – Después encendió la vela y la puso junto a las otras, y esta no se volvió a caer ni a apagar.
Supe meses después, que la prima del difunto andaba preguntando a unos y a otros si sabían qué es lo que ella le había prometido a su primo, porque todas las noches lo soñaba diciéndole:
– ¿Cuándo vienes? Cumple tu promesa.
Cuando la mujer me preguntó a mí, que estuve junto a ella cuando le dio su palabra al finado, le hice recordar sus palabras, pero ella reaccionó incrédula.
Algunos meses después, me enteré de que había fallecido dando a luz a su último hijo.
la joven que no Podía MorIr
Debido a los rumores y chismes del pueblo, los padres de una muchacha de los alrededores de pueblo descubrieron que su hija tenía un romance con su tío, el hermano de su madre. Avergonzados y molestos por lo que estaba sucediendo, los padres le prohibieron rotundamente a la joven que continuara esa relación.
Molesta y enamorada, la joven prefirió quitarse la vida y se lanzó al río. Unas personas que la vieron caer la rescataron a tiempo de la corriente y la llevaron a su casa. Los curiosos que la vieron antes de su muerte contaron que la joven estuvo un par de horas con los ojos abiertos, siguiendo con la mirada a su madre. Entristecida y preocupada por el modo cómo su hija la observaba, la señora pensó que quizá su hija quería que ella la perdonara. Entonces, tuvo la idea de coger una ramita que tenía en casa. Luego, hizo el ademán de castigarla diciendo:
– Por quererte mucho, y no verte ni resentida ni molesta, nunca te reprendí, más bien consentí todas las cosas malas que hacías. Y por eso, ahora te castigo y te perdono. Y fingió azotarla con la ramita.
Apenas la mujer terminó de hacer este acto, su hija cerró los ojos y logró morir.
Dos primos que necesitaban dinero se prestaron plata de un prestamista. Uno de ellos devolvió el dinero antes de que se le venciera el plazo, mientras que al otro se le olvidó pagar la cuenta.
Pasado un tiempo, el joven honrado, que había pagado su deuda falleció. Entonces, el prestamista deshonesto que quería recuperar su dinero, de cualquier forma, aprovechó la oportunidad para exigirle a la madre del difunto que le pagaran la deuda, aduciendo que el finado no le había devuelto el dinero prestado.
Desesperada, la madre del finado no sabía de dónde sacar la plata para saldar la cuenta de su hijo. Y una noche, mientras la anciana madre dormía, el espíritu se le reveló, diciendo:
– Mamá no debes preocuparte, no le debo nada a nadie. Esa deuda, yo ya la pagué.
Y como el prestamista seguía exigiéndole que le pagara, el difunto le reveló esta vez a su hermana mayor.
– Hermana, sube al terrado, detrás de la puerta está una olla, allí dentro hay dos cuadernos, levanta el que tiene pasta amarilla y encontrarás el recibo cancelado.
Sin esperar que amaneciera, la hermana, fue a ver si lo que había soñado era cierto. Y la verdad, halló todo tal y como lo había soñado. Ante la prueba contundente, al usurero no le quedó más que disculparse con la madre.
el
Me contó una prima, que cuando vivía en la sierra y era joven se enfermó grave de algo que nunca supo qué era. Su madre, que estaba desesperada sin saber qué hacer o a dónde ir porque era de noche y vivían en el campo, salió a la puerta de su casa, para ver si pasaba alguien que pudiera ayudarlas. En eso, la madre de la enferma vio a una anciana, que jamás había visto, caminar hacia ella. Y antes de que ella le contara lo que pasaba, la viejita le dijo en quechua:
– A la vuelta de tu casa está el almidón del perro. Disuelve eso en el agua fría y dale de beber a tu hija para que se cure.
Cuando la madre de la enferma parpadeó por instante y volvió a mirar, se dio cuenta de que la extraña ya había desaparecido y no estaba por ningún lado. Sorprendida, pero crédula, la madre fue detrás de su casa y halló allí el almidón o excremento del perro. Siguió las instrucciones de la visión que tuvo, y le dio a su hija aquella bebida. La joven, que estaba convaleciente, empezó a vomitar. Minutos después se sintió mejor, y horas más tarde, ya estaba muy recuperada.
Cuando estábamos en Salamanca, una noche, uno de mis compañeros de investigación se alejó del grupo y demoró en volver. Como no sabíamos dónde estaba, los integrantes del grupo empezamos a buscarlo, preocupados, gritando su nombre, mientras lo llamábamos. Luego de un rato, por fin nuestro compañero nos respondió, diciendo: - Aquí estoy. Estoy viniendo.
Al llegar parecía asustado y sorprendido, le preguntamos qué le había pasado y nos contó que mientras él estaba caminando perdido por el campo, vio dos niños que se le acercaron y le dijeron: - Ven. por acá es el camino. Entonces, él fue detrás de ellos. Estaba caminando con los dos niños cuando escuchó que lo llamábamos desde lejos. Entonces, se detuvo para respondernos. Luego volteó para seguir caminado con los pequeños, pero estos ya no estaban, habían desaparecido.
Refiriéndose a sus visiones, este compañero nos contó que ya anteriormente, en la Sierra, había tenido otra experiencia similar. Nos relató que un día, cuando estaba comiendo habas tiernas en la chacra, vio a un hombre, cuyas piernas estaban tapada por los tallos de las habas. El hombre le dijo apuntando hacia un lado: - más abajo, hay habas más ricas y abundantes. Entonces, él empezó a seguir la dirección señalada. Estaba caminando, cuando escuchó un silbido de llamada de atención. Él volteo hacia atrás y vio a un hombre sentado a un lado de la chacra, que le dijo:
- No vayas. Te vas a caer. Eso es un precipicio. No avances.
Él se detuvo, y se dio cuenta que justo estaba para dar un paso al abismo. Retrocedió inmediatamente. Después, buscó con la mirada al hombre para agradecerle, pero este ya no estaba. La chacra estaba vacía.
Mi hermano que vive en la Selva me contó que un día se cayó del caballo y la bestia lo arrastró un buen trecho. Tras haber estado tirado en el suelo por un rato, completamente golpeado y adolorido por los golpes, unos señores lo vieron y lo llevaron a su casa. Al llegar a su habitación, mi hermano se echó a su cama muy preocupado por su estado. Y se quedó dormido pensando en cómo curarse. Mientras dormía, soñó que una voz masculina le decía:
– No te preocupes. Allí por la esquina de tu casa están aguaitando unas hojas, dile a alguien que las coja y báñate con esas.
Cuando mi hermano se despertó, le preguntó a uno de sus peones si había alguna hoja que se asomaba a su casa. El empleado le dijo que sí, que en uno de los lados estaba una frondosa planta de cocona, cuyas hojas asomaban hacia la casa. Entonces, mi hermano dedujo que era una revelación, y no dudo en hacer lo aconsejado. Le pidió a su empelado que, por favor, recogiera las hojas de esa planta, las haga hervir y lo ayude a bañarse con el agua.
Después de haberse lavado y refrescado los golpes con las hojas de aquella prodigiosa planta, mi hermano dejó de sentir los fuertes dolores causados por los golpes. Y también sus heridas se sanaron.
la ayahuaSca, la PoderoSa Soga del Muerto
Ayahuasca significa en quechua “soga del muerto”. En la Amazonía peruana se conoce con este nombre a un brebaje ancestral de los nativos selváticos que, según las creencias, es capaz de revelar el pasado, presente y futuro a las personas que la beben.
Tuve la oportunidad de beber la Ayahuasca a mediados de la década de los ochenta, en el departamento de Ucayali, cuando me dijeron que esta poción selvática me ayudaría espiritualmente.
La experiencia que tuve fue bastante agradable, vi un paraíso de plantas y animales de belleza sublime e indescriptible, pero no vi nada sobre mi vida personal. Sin embargo, tengo familiares y amigos en la Selva que toman periódicamente la Ayahuasca, para purificarse, curarse o inspirarse.
Le pedí a un familiar, que bebe periódicamente esta medicina nativa, que me diera su testimonio. Y esto fue lo que me contó:
“Antes de beber el brebaje le agradecemos a Dios y le pedimos permiso a la madre naturaleza para realizar este rito. Luego, le pedimos a la ayahuasca qué es lo que queremos saber. Si tenemos alguna enfermedad le suplicamos que nos cure de este mal. Y a la vez, le pedimos que nos ayude a tener visión. Luego, con las luces apagadas, nos quedamos en silencio con los ojos cerrados o abiertos. Minutos después de haber bebido la ayahuasca, el curandero comienza a cantar icaros siguiendo un orden determinado. Empieza con los cantos dedicados a cada elemento natural y mágico usado en la preparación de la ayahuasca: las plantas, los animales, el bufeo colorado, la sirena y las piedras.
No sé exactamente cuántos icaros son, pero mientras el maestro entona, también los participantes le ayudamos a entonar icaros dedi-
cadas a diferentes plantas, como, por ejemplo, el roble, la ruda, el ajo macho y hembra, la chuchaira, la uña de gato, entre otros.
Nos damos cuenta de que el brebaje comienza a hacer efecto cuando nuestro cuerpo empieza a moverse y tiembla. Luego al entrar en trance, vemos animales y plantas que vienen a nuestro encuentro, yo, por ejemplo, “vi un desfile de mariposas que volaban a mi alrededor. Después vi monos y plantas junto a mí”.
No todas las personas tienen el don de ver y no todos reaccionan del mismo modo. Algunos lloran, gritan, ríen, insultan y hablan, otros corren al baño porque la ayahuasca los purifica de sus males y les hace tener diarrea y vómitos. Hay personas a quienes no les sucede nada, porque se niegan mentalmente a dejarse llevar por las sensaciones.
La primera vez que tomé la ayahuasca todavía vivía en Lima y no sabía si quería volver a Ucayali, junto a mi familia. Por eso le pregunté a la planta que me diera una respuesta. En mi visión se me aparecieron dos árboles. El primero tenía frutos llenos de plata, mientras el segundo mostraba en cada fruto la imagen de mis hermanos y padres. En ese momento, oí una voz que me preguntaba: ¿cuál de los dos árboles prefieres? Yo, que me encontraba en medio de los dos, elegí el árbol de mi familia. En ese instante, retrocedí en el tiempo, y vi como si fuera una película cada momento de mi vida, hasta el día en que me concibieron. Cada momento feliz, triste y amargo de mi vida. Incluso, descubrí la razón por la cual mis padres se separaron.
Durante el trance, las personas pueden ver lo que desean o les interesa saber, como si fuera una televisión. El trance dura de 45 minutos a más, dependiendo del organismo de cada persona. Hay quienes están mareados hasta el día siguiente.
Cuando estamos bajo el efecto de la ayahuasca somos conscientes de lo que hacemos y de lo que hacen los demás. Por su parte, el maestro shaman puede ver la visión de cada uno de sus pacientes, qué es lo que piensan y qué es lo que van a hacer.
Al terminar la sesión, el curandero nos sopla con el humo de su cigarro y entona, de nuevo, los icaros por unos cinco minutos. Luego, se prenden las luces. Algunos sienten que se despiertan de un largo sueño, otros tienen la sensación de haber bebido toda la noche, y hay quienes reaccionan como si nada les hubiera pasado.
Al día siguiente, es necesario hacer dieta hasta el mediodía. No se puede consumir ají, carne de cerdo y hielo. También está prohibido tomar bebidas alcohólicas y tener relaciones íntimas”.
Conocido como San Pedro, desde tiempos hispánicos, el cactus huachuma es considerado, junto con la ayahuasca, como una de las plantas más curativas y místicas del Perú ancestral.
En muchos lugares, esta planta es usada para curar a las personas, predecir el futuro y trasladarse de un lugar a otro mentalmente. Tuve la oportunidad de comprobarlo en el año 1983, cuando me desahuciaron en un hospital diciendo que tenía tuberculosis avanzada.
Los médicos me habían dado un ultimátum. Por ello, decidí jugarme la última posibilidad que tenía, más allá de la ciencia médica, y viajé al norte del Perú, con la esperanza de que el curandero que trabajaba con huachuma, el cactus, me curara.
Antes de aquel día, nunca había participado en estas sesiones o escuchado al respecto. Pero cuando me enfermé, y me desahuciaron, mi hermana en su desesperación recurrió a un vidente para que le de alguna respuesta sobre mi estado. Esta persona le dijo:
- Señora, sí, es cierto que su familiar morirá muy pronto si es que sigue en el hospital. Si la saca en este momento y la lleva a su casa, pasado mañana ella viajará muy lejos y se sanará.
Mi hermana, fastidiada por la respuesta que le parecía ilógica, ignoró el presagio de la vidente. Pero sí me sacó del hospital porque pensaba que, si tenía que morir, era mejor que lo hiciera en mi casa, rodeada por la gente que me quería.
Dos días después, cuando yo ya había salido del hospital, se recordó que había un curandero norteño, que en algún momento alguien se lo había recomendado. Por una extraña sensación de esperanza, decidió ir a verlo, pero cuando llegó al lugar, encontró que el maestro espiritista salía de viaje al norte y no tenía tiempo para atenderla, porque estaba
llevando algunos pacientes al norte del país. Mi hermana le preguntó qué clase de pacientes llevaba con él, y para qué. El señor le contestó:
– Ellos son pacientes con daño y los llevo a Pacasmayo, al departamento de La Libertad, en donde mi compadre los sanará en su mesa con el cactus San Pedro.
Sin pensarlo dos veces, mi hermana le habló sobre mi salud y lo que le había dicho la vidente. Y le pidió que me llevara con él, y que viera si en Pacasmayo me curarían.
Viajé acompañada por mi hija. Cuando llegamos al lugar, el curandero de Pacasmayo me vio y me dijo:
– Usted está grave, no absorberá tabaco ni tomará la bebida de San Pedro por usted misma. Temo que pueda empeorarse, así que sólo se sentará junto a mí y yo haré todo en su lugar.
Y es así como comenzó mi tratamiento. El trabajo en la mesa se inició a las nueve de la noche. El tratamiento de cada paciente seguía un orden alfabético, según el apellido.
Durante la sesión, el mesero silbaba y entonaba icaros. Y cada vez que el espiritista comenzaba a atender a un paciente, todos viajábamos mentalmente a su casa. Durante el trance todos tenían el mismo poder visual que el guía espiritual. Y todos eran testigos del proceso de curación.
Como yo no había tomado el brebaje de huachuma, no podía visionar lo que los participantes experimentaban en cada una de las casas que visitaban, pero sí podía escuchar y deducir lo que sucedía en la casa de cada paciente, el problema que a cada uno le aquejaba, y cómo el maestro del San Pedro describía los sucesos, las causas, y daba soluciones, deshacía las maldades y curaba a las personas. Cuando fue mi turno, el espiritista mencionó mi nombre completo, y se cercioró de que yo estuviese junto a él. Al llegar a mi casa, todos los presentes gritaron asustados. El mesero dijo que en mi casa había un fantasma que me quería dominar, y hacerme daño. Luego, sentí que él luchaba
con alguien a la vista de los pacientes. Seguidamente, escuché que espiritista rezaba y cantaba varios icaros, mientras me protegía con su chonta y nominaba mi nombre. Después, sentí otra vez la calma en el ambiente, y terminó mi turno.
Al día siguiente, le pregunté a otros pacientes qué es lo que habían visto, ¿por qué habían gritado? Me relataron que, de manera inesperada, vieron salir una sombra de mi dormitorio y dirigirse hacia mí para atacarme. Y que, en ese momento, el curandero lo detuvo con su vara de chonta. Y que la disputa por mí cesó con el escape del fantasma rendido. La segunda noche, las escenas de la primera mesada se repitieron, y terminó, una vez más, con la derrota del fantasma. La tercera noche, el espíritu que me hacía daño y quería llevarme fue totalmente vencido, y el señor mesero confirmó mi sanidad total. Cuando amaneció, me sentí curada, la debilidad había desaparecido completamente. Era como si nunca hubiese estado enferma.
– Señora, usted ya está libre de su mal – me dijo el espiritista –. Puede irse ahora a su casa.
Los lectores pueden pensar que todo fue parte de una sugestión y alucinación en grupo, sin embargo, aquella experiencia me sanó completamente. Y nunca se cumplió el vaticinio de los médicos.
loS eSPírItuS y yo
Desde muy niña, aun sin ser consciente de lo que sucedía, he podido escuchar y percibir movimientos y presencias extrañas a mi alrededor. Es como si me hubiera acostumbrado a convivir con los fantasmas.
Recuerdo que a la edad de 6 años, cuando me levantaba a medianoche para beber agua en la cocina, escuchaba que alguien estaba allí, moliendo en el batán de piedra. El sonido desaparecía lentamente, a medida que me acercaba a la puerta. Al entrar a la cocina, en medio de la oscuridad, yo iba siempre donde estaba el batán, para ver si estaba alguien, pero no encontraba a nadie. Sin sentir miedo, bebía el agua del balde, en medio de la oscuridad, y luego salía de la cocina. Y apenas cerraba la puerta, el movimiento de la piedra que molía comenzaba otra vez.
Otra cosa que recuerdo de mi infancia son los murmullos y pasos en el patio que estaba detrás de mi dormitorio, donde había una cruz. A veces, me despertaba porque escuchaba voces y movimientos, a bajo ruido, de gente que rezaba en ese lugar.
En el trascurso de mi vida estas experiencias se han repetido varias veces de formas distintas, y algunos han marcado mi forma de pensar sobre la vida después de la muerte.
Una de las experiencias que más recuerdo sucedió en 1971, cuando me destacaron como profesora a un Colegio perteneciente a la provincia de Huari (Ancash). Como no encontraba una habitación para vivir, le pedí a mi pensionista que me alquilara el cuarto vacío que tenía en el segundo piso de su casa. La señora me contestó con seriedad que no me fijara en esa habitación, porque ahí habitaba un espíritu que espantaba a los que entraban, y no les dejaba dormir, aventándoles piedras que no existían.
Pese a lo dicho por la propietaria de la casa, le insistí que me la alquilara igual, porque yo no les tenía miedo a los espíritus. Debido a mi insistencia me la alquiló. Esa misma noche después de cenar subí a la habitación. Estaba sentada en la cama, después de haber orado, cuando vi que caían con fuerza pequeñas piedras al suelo. Me levanté para buscarlas y no las encontré. Entonces me acosté. No pasaron ni siquiera dos minutos cuando sentí que alguien paseaba al lado de mi cama jalando un cajón que no había. Me recordé inmediatamente lo que me había dicho la propietaria sobre el fantasma. Por eso, me levanté y le dije:
– Hermano, sé que estas fastidiado por mi presencia, porque tú vives aquí, pero yo no tengo donde habitar y tampoco te tengo miedo, porque ambos somos hijos de Dios, nos diferenciamos en que yo tengo cuerpo, y tú no. Hagamos un trato, podemos vivir juntos aquí. Yo oraré por ti y te prenderé velas rogando a nuestro Padre para que te eleves pronto. Tú en cambio, puedes hacer tus cosas como todos los días, pero no me tocarás y me dejarás dormir.
Después del contrato, yo cumplía con lo prometido todas las noches. Y como si alguien hubiera aceptado el pacto, dejé de escuchar pasos, sentir que me tiraban piedras o arrastraban cosas en el cuarto.
Pasaron tres meses exactos. Yo estaba echada en la cama, todavía despierta, queriendo dormir, cuando repentinamente sentí que mi cama se elevaba a una cierta altura, y tras detenerse por un instante, la cama fue volteada hacia el lado izquierdo hasta dejarme boca abajo completamente suspendida en el aire, pegada al colchón sin caerme, por cuatro o cinco segundos, a casi un metro y medio del suelo. Me asusté del acto, más no del espíritu. Luego la cama se enderezó, y fue bajada al suelo. Un instante después, sentí que el espíritu elevó la cama de nuevo, y a la misma altura de la primera vez, se detuvo en el aire y me volteó hacia el lado derecho, dejándome una vez más suspendida boca abajo por un par de segundos. Después, vi que la cama se enderezó de nuevo por el mismo lado y bajó hasta llegar al suelo. Luego no sentí nada más, aunque confieso que este hecho me
asustó bastante, no sólo por el espíritu, sino porque pensé que en algún momento me caería del catre. Esa fue la última vez que sentí la presencia del fantasma en la habitación. Creo que fue su forma de despedirse.
eSPírItuS en MI caSa
Cuando regresé a Lima, para residir definitivamente en la capital, me compré un lote, y levanté allí - junto con mi esposo - las primeras paredes de mi casa. Desde el principio, noté pasos y ruidos extraños, pero nunca los tomé en cuenta. Años más tarde, decidí techar mi casa, y contraté a un señor para que se quedara como guardián el tiempo que duraba la construcción. Pero tras haberse quedado sólo la primera noche, el hombre me dijo que ya no se quedaría un día más, porque por la noche alguien lo había arrastrado hacia la puerta y empujado afuera. Como no le creí, pensé dentro de mí ¡qué forma tan cobarde de negarse!, y no imaginé nada más. Años más tarde, después de haber construido la casa vino a visitarme un sobrino de la Selva y le di un cuarto para que durmiera. La primera noche mi huésped me dijo que había visto dos sombras en la casa, una con forma femenina y la otra masculina. Su relato me pareció sin importancia, y también lo ignoré. Tiempo después, una sobrina que vivió conmigo me dijo que a veces, por las noches, sentía que alguien la observaba fijamente mientras dormía. Lo curioso de esto, es que también otra sobrina me dijo que no le gustaba quedarse sola en mi casa porque sentía que un hombre la fastidiaba mientras dormía. Pero tampoco les creí. En 1983, yo misma comencé a sentir la presencia de alguien en mi casa, que no me dejaba descansar y me fastidiaba todas las noches. Recuerdo que, de noche, cuando me quedaba dormida, veía aparecer en la puerta de mi dormitorio la sombra negra de un hombre. Luego sentía que alguien se sentaba en mi cama y me observaba. Esto era como una pesadilla que se repetía todas las noches. Ya me había habituado a esta espeluznante sensación, que se repetía constantemente, cuando una tarde, mientras me encontraba en mi casa, con las ventanas y puertas cerradas, se me apareció un gato colorado, que saludándome con un “miau”, pasó por debajo de mis piernas dándome un golpe con su cola y saltó a mi cama por el lado izquierdo. Sentí llena de escalofríos cómo el gato se sentaba en mi pe-
cho, mientras mi cuerpo se quedaba inmóvil. Asustada, me trasladé de habitación, a una habitación que daba hacia la otra calle. Pero fue allí donde sentí miedo por primera vez. Al anochecer, una mano helada me acarició la pierna lentamente, desde mi rodilla hasta la punta de mis pies. Escenas como estas se repitieron varias veces por un tiempo, pero después todo pareció un sueño, y comencé a vivir como si nada hubiera pasado. Hasta que un día, de 1992, me visitó un amigo piurano trayéndome un encargo. Como agradecimiento, lo invité a desayunar, pero mientras estábamos sentados en la mesa mi invitado me hizo una pregunta:
– ¿Cuántas personas viven aquí?
Yo le contesté que sólo éramos tres personas con mi hija y mi mamá.
– ¿No son cuatro? – preguntó el joven, agregando que cuando entró a la casa, además de nosotras, también había visto a una señorita vestida de negro y con pelo largo, que lo miraba sonriente desde un rincón de las cortinas.
La versión del joven me sorprendió bastante, pero simplemente la ignoré.
En el año 2000, me fui de viajé con mi hija y le pedí a un amigo que por favor cuidara de mi perra durante mi ausencia. Así que le dejé la llave de mi casa. Cuando regresé, el joven me contó que la primera noche que vino a dar de comer a mi perra se quedó en la sala viendo la televisión, y en eso vio que una señorita vestida negro con cabellera larga, lo miraba desde el otro lado de la sala. Me comentó también, que la segunda vez que se quedó, la mujer se le acercó por detrás y le dijo: “antes solía hacer daño, pero ahora ya no”. Ante estas experiencias, acudí a un parasicólogo, quién me dijo que yo había adquirido el lote con esos espíritus.
Sorprendida por la revelación, relacioné todos los relatos que me habían contado anteriormente diferentes personas. Y ese mismo día fui a la iglesia, y le pedí al cura que por favor haga algunas misas para
la ascensión de las almas que penaban en mi casa. Y yo por mi parte, comencé a orar y encender velas blancas todos los lunes por la noche, para que los espíritus abandonaran mi casa. Y ahora que ha pasado el tiempo, pienso que ya abandonaron la casa y descansan en paz.
Si bien yo nací y crecí los primeros años de mi infancia en la Sierra del departamento de Ancash (en el pueblo de Colpa27), Acochaca, Asunción), migré a la ciudad de Lima en la década de los cincuenta, para continuar allí mis estudios de primaria. Vivía con mis hermanos en la cuadra 12 de la Prolongación Antonio Vaso, en el distrito de La Victoria. Recuerdo que, a la vuelta de mi casa, en el jirón Huánuco, estaba el Cine Mundo, a donde íbamos, a veces, los domingos. Una de las primeras películas que vi fue King Kong, y me gustó tanto que todavía me la recuerdo.
Iba a la escuela por las mañanas. Solía ser una niña estudiosa y sociable, pero casi siempre era víctima de maltratos por parte de otros alumnos que me insultaban, empujaban, miraban con desprecio o ignoraban por ser de la Sierra, y me llamaban “serrana”.
Dado que no había televisión ni Internet, solía jugar por las tardes en la calle, con otros niños del barrio. Jugábamos mientras cantábamos canciones infantiles como “Esta era una niñita”, “Arroz con leche”, “Sale el sol” y “Juguemos en el bosque”. También jugábamos “salta soga”, “mundo”, “las chapadas”, “mata gente” y “yaces”. Los niños jugaban yo-yo; bolero, canicas, trompo y hondilla.
En aquel tiempo, los lecheros y panaderos solían pasar por las calles muy temprano, gritando mientras ofrecían sus productos. Al medio día, se escuchaba al afilador de cuchillos, que hasta el día de hoy todavía sigue pasando. Por las tardes, también se escuchaba el invite del vendedor de sanguito, un señor sonriente que llevaba el postre en un plato grande, mientras lo sostenía cuidadosamente en su cabeza. Por las noches, a eso de las ocho o nueve, también pasaba un vendedor de dulces pregonando: “Revolución caliente entretenimiento de dientes”. Y todos los sábados y domingos solía pasar la tamalera vociferando:
27 El centro poblado Colpa, está en el distrito de Acochaca, provincia de Asuncion.
“tamales casera, tamales”. Aquellos años fueron muy bulliciosos, pero llenos de alegría.
En la década de los 60, comprarnos un terreno en el distrito de Comas. En ese entonces, el actual distrito del Cono Norte era sólo un desierto con algunos valles, que visitábamos de vez en cuando porque era un sitio agradable.
En 1963, nos mudamos al distrito de Barrios Altos y alquilamos dos habitaciones en un callejón del jirón Ancash. Estábamos al fondo del callejón y compartíamos el espacio común con diferentes tipos de vecinos. Recuerdo que nuestra vecina de al lado era una señora muy bonita, alta y delgada. Tenía tres hijos muy educados, y de ojos claros. Y cada fin de semana llegaba a visitarlos un hombre muy elegante, que nunca hablaba.
También estaba un vecino al que llamábamos “Compadre”, un mulato alto, simpático, muy sociable y pícaro, que vivía con su perrito y su hermana, que era madre soltera. Después, estaban los puneños, dos personas muy calladas, serias, que nunca socializaban con nadie. Y también estaba la vecina del frente, una mujer de mediana estatura, de piel mestiza, que tenía tres hijos, y que todos decían que trabajaba como meretriz por las noches.
Ahora que me acuerdo, al inicio del callejón vivía una familia de “gringos”, que no sé de qué país de Europa eran. Su hijo era un niño travieso, que solía molestar a los vecinos tirando bombitas apestosas a las habitaciones cuando dejábamos las puertas abiertas.
En el espacio central del callejón estaban los “jaraneros”. Los llamábamos así porque eran muy alegres, y cada vez que podían, bailaban, comían, tomaban y cantaban músicas criollas por las noches.
En el patio donde estábamos había un sólo caño y un solo servicio higiénico que compartíamos con los demás vecinos. Y mientras esperábamos nuestros turnos para usar los servicios, solíamos conversar, contarnos chistes y aventuras cotidianas. Y si bien, por las mañanas to-
dos necesitábamos usar el caño y el baño, todos teníamos que respetar el turno de llegada, sin saltarnos la cola.
En ese entonces, cada vez que podíamos, íbamos a ver los avances de la construcción del lote de Comas, que estaba muy cerca de algunos campos de cultivo de camote, papa, verduras, y viñedos.
Por razones de economía y tiempo, terminé mi secundaria en el turno noche. Al salir del colegio, de la Gran Unidad Escolar “Mercedes Cabello De Carbonera”, tomaba el tranvía que bajaba despacio por el jirón Huallaga. El bus siempre llegaba repleto, y era costumbre que los pasajeros fuéramos colgados, mientras el carro se inclinaba por el peso en una pista mal trecha.
Durante mi secundaria, viví tiempos muy difíciles y frenéticos en el Cercado de Lima. Todos mis hermanos y yo trabajábamos y estudiábamos al mismo tiempo, y llegábamos a casa muy tarde, llenos de cansancio. El único tiempo libre que tenía, lo usaba para ir a la Biblioteca Nacional que estaba en la Av. Abancay. Y algunos domingos, hacía un gran esfuerzo para irme al Coliseo, a ver al Embajador de Quiquijana, un cantante de huayno cusqueño. En aquella época, difícilmente se escuchaba el huayno en las emisoras radiales, pero por la madrugada, me gustaba escuchar Radio Central porque transmitía los huaynos de don Luis Pizarro Cerrón. En esos tiempos, yo solía escuchar también boleros y música criolla. Pero, asimismo, disfrutaba con la música de la Nueva ola, el Rock and Roll y el baile del Twist.
Volviendo a mis raíces andinas, dejé de hablar el idioma quechua durante mi niñez y juventud transcurridos en la ciudad de Lima, pero empecé a hablarlo de nuevo a mediados de la década de los 70, cuando tras graduarme de profesora de educación secundaria y recibir mi nombramiento tuve que trabajar en la Sierra, en el departamento de Ancash. Y es aquí donde reviví mi identidad andina y nació en mí el deseo de saber más sobre el imaginario andino y la idiosincrasia de los pueblos peruanos. Una percepción que tomó forma y fuerza a través del entonces Centro de Apoyo y Documentación del Folclor Peruano: “CENDAF”.
Gregoria Grimaneza
Tafur Collazos nació el 14 de febrero de 1946, en la provincia de Asunción, en el departamento de Ancash, Perú. Actualmente es una profesora jubilada con 30 años de trayectoria en la Educación Secundaria. En 1992 publicó la primera edición de su método de aprendizaje sin memorizar: “Grafininre”.
Este libro, Una Vida entre Apus y Espíritus, es una recopilación de sus testimonios y experiencias de vida.
Este libro, titulado Una Vida entre Apus y Espíritus, es una recopilación de experiencias sobrenaturales y paranormales, que viví en primera persona, y que otros me contaron. Esta obra recoge, a su vez, algunas creencias y costumbres de mi pueblo natal, Colpa (Ancash).
En el título del libro menciono el término “Apu”, porque este concepto, que significa montaña en quechua, está relacionado con la divinidad y la espiritualidad andina, y forma parte mi cosmovisión popular. Por otro lado, utilizo el término “espíritus”, porque a lo largo de mi vida, también he experimentado presencias de fantasmas y espectros.