Eber Zorrilla Lizardo - Las almas también penan por amor

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BIBLIOTECA DIGITAL ANCASHINA ASOCIACÓN WARAS: CIENCIA Y CULTURA

LAS ALMAS TAMBIÉN PENAN POR AMOR

Eber Zorrilla Lizardo Edición Digital 2019


EBER EDINSON ZORRILLA LIZARDO (Masin, Huari, Áncash, 1982) Es autor de los libros de cuentos Las almas también penan por amor (2007), La última mirada y otras traiciones (2015) y de la antología El hombre no camina solo. Animales en el cuento ancashino (2013). Es coautor del volumen narrativo Cautiverio de la buena gente (2009) y de la antología Diez gritos bajo fuego cruzado. Antología de cuentos ancashinos sobre la violencia política (2017).


LAS ALMAS TAMBIÉN PENAN POR AMOR

Eber Zorrilla Lizardo


SERIE: LITERATURA ANCASHINA CONTEMPORÁNEA

Edición Digital a cargo de: Asociación Waras: Ciencia y Cultura Biblioteca Digital Ancashina © Eber Zorrilla Lizardo Huaraz, Ancash, Perú Abril, 2019


Índice Prólogo

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Así fue, Señor

/ 15

El secreto de la tía Inés

/ 21

Por falsa, esquiva y jugadora Las almas también penan por amor

/ 25 / 31

Infiernillo

/ 39

Mi alma por Adelita Teresita

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A Eulalia Lizardo Olivares, mi madre, quien me enseñó a batallar con las adversidades de la vida. A Liz Gaitán Jara, mi esposa, por su dulce compañía.

Las almas también penan por amor

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Cambiamos de lugar aun después de muertos. Que no podemos quedarnos, aunque protestemos.

Eleodoro Vargas Vicuña

Las almas también penan por amor

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Prólogo En los cuentos de Las almas también penan por amor Eber Zorrilla logra perfilar un mundo que podríamos denominar ya el universo puchkiano. Es decir, un mundo espiritual y social con un conjunto de características que definen a los hombres y mujeres de la quebrada que recorre el río Puchka. Un universo espiritual y social implica un pensamiento, una cosmovisión, una percepción de la existencia, unas creencias; también un conjunto de estados de espíritu o de ánimo. Al mismo tiempo permite advertir un modo de relaciones sociales y de subsistencia, de formas de resolver las necesidades económicas, de modos de conectarse con el resto del mundo. A través de los cuentos logramos ubicarnos en un espacio de pequeñas poblaciones de gente de cultura rural dedicada a actividades agrícolas y el pequeño comercio. Geográficamente son espacios de quebradas profundas, de estrechos valles cálidos que se extienden a las orillas del río Puchka, que recorre por un cauce profundo, bramando poderoso en las épocas de lluvia. Desde esas profundidades se elevan cerros resecos que culminan en elevadas montañas dejando pequeños espacios para los pueblos y aldeas, unidos por delgados caminos de herradura; así como una estrecha carretera que serpentea paralela al río para avanzar hacia pueblos más lejanos o migrar hacia las urbes. En ese marco aparecen los seres que protagonizan los cuentos de Zorrilla; son en su mayoría seres condenados a la tristeza, al dolor y el sufrimiento; también a la miseria Las almas también penan por amor

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y el olvido. “Hasta dios con ser Dios está ausente para aliviar mi desdicha”, se lamenta el narrador en “Mi alma por Adelita”. En varios cuentos estos seres humanos cargan el peso del pecado y de la culpa; como una maldición están destruidos por el dolor y la soledad que persiste después de la muerte como en el cuento que da título al libro, “Las almas también penan por amor”. El pecado se personifica en forma de demonio que arrebata el cuerpo y el alma. Una atmósfera cercana al infierno es lo que se respira en los cuentos de esta orientación. El amor, tema recurrente en buena parte del libro, jamás lleva a la felicidad. Más bien genera traiciones, celos, desgracias y muerte. Muchos personajes cargan la culpa de la muerte de la mujer amada por su traición o abandono. Esa culpa persiste más allá de la muerte como una condena. Los reencuentros en la otra vida sólo reiteran el desencanto de la vida. Esa proximidad entre la vida y la muerte, tan presente en la conciencia de estas comunidades pequeñas por la herencia cultural andina y occidental (ya sea como creencia en el retorno del alma o en la existencia del demonio respectivamente), es una forma de pensamiento que sirve de materia a diversos cuentos. En esta mixtura cultural debemos añadir los augurios a través de la presencia o el canto de aves malagüeras, la hechicería o chamanismo mediante actos de curación o conjuro. Naturalmente no se recurre a estos elementos culturales con un simple afán de exotismo. Antes bien, constituyen la sustancia de una forma de conciencia, el producto de una mixtificación forzada por la inserción del [12]

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pensamiento occidental popular que ha posibilitado la conquista y colonización europea. Precisamente las historias y personajes de estos cuentos interpretan su situación de marginalidad, olvido e infelicidad bajo los parámetros de este tipo de pensamiento. En esto radica fundamentalmente el valor del libro. El universo puchkiano del que hablamos se parece al de un caro maestro de los escritores latinoamericanos, Juan Rulfo, quien nos enseñó la necesidad de penetrar en la conciencia de las gentes para perfilar un mundo sin perder de vista su esencialidad histórica. En este mundo hasta la práctica de la política es una maldición en forma de autoridades que hacen un mal uso de su investidura o subversivos que aniquilan vidas sin mayor explicación dejando un reguero de dolor y llanto; como también el trabajo en la urbe se asocia con el sufrimiento. Este tipo de historias nos remiten a diversas formas de infelicidad, a mundos de tragedia o desgracia que los hombres o las mujeres llevan a cuestas. Aquí, es casi imposible arrancar un mendrugo de alegría a la vida; de allí que sus personajes sean unos seres marginados de la felicidad, a la vez que marginados sociales de un mundo olvidado por los centros de poder. La migración no resuelve de ninguna manera esta infelicidad; los hombres y mujeres de Puchka migran a ciudades grandes y capitales: “iban a la capital en busca de mejores oportunidades”, pero allá no les esperan sino otras formas de sufrimiento donde incluso se puede perder la vida con facilidad. La urbe representa un espacio de amor fácil, de la pasión sin freno que a veces se compra Las almas también penan por amor

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y que al final conduce a otras formas de soledad y desencanto. También el libro simboliza a los pueblos marginados y sus gentes. En este caso, partiendo de un referente real como son los valles orientales de Ancash recorridos por el río Puchka, su simbolismo alcanza a cualquier pueblo periférico del Perú o Latinoamérica, marcado por el olvido, el atraso y el abandono. Saludamos la incursión de Eber Zorrilla Lizardo en la narrativa, ya que construye con éxito un universo hecho de palabras, cuidando a la vez el buen manejo de las técnicas narrativas modernas, un castellano andino, una trama en la que dosifica con acierto momentos de tensión, que en síntesis permiten alcanzar un buen nivel artístico. Huaraz, marzo de 2007.

Macedonio Villafán Broncano. Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo

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Así fue, señor Faltando poco para que alguien se muera, su alma vaga recogiendo sus pasos, vestido igualito como en vida, con poncho, con sombrero, con llanques…

Óscar Colchado Lucio

Antes de nada, le juro que yo no quise hacerlo. Se lo juro por lo más sagrado. Fue el Cantalicio, fue él mismo quien inició todo. Ya hacía muchísimo tiempo que Lidia y yo nos teníamos afición. Se lo juro, jefecito; le estoy diciendo la pura verdad; él tuvo la culpa. Me destruyó la vida. Que Dios le haya perdonado todas sus maldades a ese jijuna del demonio. No le importó mi sufrimiento. A escondidas nomás lo hizo todo, por eso tuve que desgraciarme, y no me arrepiento porque él tuvo la culpa. Pero no sé con exactitud en qué momento el muy zorro se fue enamorando de ella. Dizque le llegó a querer como a la mismita borrachera. Y yo nada de enterarme, se lo juro. El muy jijuna andaba bien arregladito, quería estar todo el tiempo limpio. Se acicalaba, se arreglaba el cabello con laca y, de rato en rato, iba al puquio de la esquina a lavarse la cara. Nunca le faltaba un espejo en el bolsillo. También la Lidia cambió sobremanera, igual que el Cantalicio. Ni me miraba. Mi corazón loco quería estar con ella, morir con ella. Ahora me esquivaba. Eso me consumía el corazón. ¿Tan rápido se olvidaría de mí?, me decía ensimismado. Fue una trágica mañana de marzo, cuando la tristeza caminaba enjuta y misteriosa. Engalanado, el Cantalicio Las almas también penan por amor

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salió de casa. “Voy a ir de minka donde don Amador, el taita de la Lidia”, dijo atragantándose. No sé con certeza en qué momento decidí seguirlo. Caminé con el demonio dentro porque el día anterior, Marcial, el hermanito de ella, me dijo que sus taitas se habían ido hasta Pontó al entierro de una tía. Entonces me apresuré siguiéndole los pasos, de lejos. Y cuando lo estuve viendo, dobló la esquina de la destartalada iglesia hasta dar con la puerta. Agudizando la mirada en todas las direcciones, la empujó apresurado y se metió. Yo estaba en la esquina esperando que salga, pensando que ya sus taitas de ella habrían vuelto en la madrugada y estaban desayunando. Pasó como media hora y él nunca salió. Yo me retorcía de rabia. Me consumía. Entonces me armé de valor y, sigiloso, decidí entrar. Ya adentro, oía voces, gemidos, susurros, chillidos. Ingresé a la cocina, cauteloso como el zorro, y los vi. ¡Los vi! ¡Maldita sea! ¡Los vi! Es difícil para un hombre confesar esto que no quisiera recordar; pero no hay marcha atrás. Así fue, señor. Estaban ensartaditos, los muy jijunas, encima de las cenizas, cerquita al fogón donde todo olía a perfume de mujer, a ceniza, a florecita de amapola. “Te quiero, te quiero”, le susurraba la Lidia, poseída por el pecado. Me quebranté. Allí mismito quería morirme (el Cantalicio, mi propio hermano, se entendía con la Lidia a mis espaldas), mientras ellos seguían allí continuando la jornada. Ni siquiera se habían dado cuenta de mi presencia. Eso sí que me dolió harto. Quería matarlos a golpes, pero no me atrevía porque al final de cuentas sabía que mi hermano me iba a ganar. [16]

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Sobre la mesa vislumbré un cuchillo. Lo cogí con premura. Cerré los ojos. Como endemoniado, me aventé donde el Cantalicio y se lo clavé en la espalda sacándolo de su afán. Él solo volteó y alcanzó a mirarme con ojos suplicantes, como pidiéndome perdón. Eso fue todo. Después caí cuchillo en mano sobre el pecho de ella que gritaba como loca, intentando huir. Forcejeamos. Me mordía, me arañaba, rugía como condenada, hasta que al final le incrusté el cuchillo en las entrañas, mientras ella echaba una mirada estúpida como diciéndome “¡Te quiero!”, con esos ojitos de limoncito, con una mueca en esos labios húmedos y rojitos. “¡Ay, Lidia!, ¿por qué lo hiciste?”, dije amándola con odio. Vi sangre corriendo a chorros, cuerpos desnudos, inertes. Caí sentado, quebrantado. Embrutecido, me cubrí el rostro con ambas manos. No recuerdo cuánto tiempo pasó. El murmullo del viento me hizo entrar en razón. Desquiciado, me puse de pie. “Dios mío, sabrás comprender que yo no tuve la culpa; fueron ellos, los dos, porque me destruyeron la vida”, supliqué perdón. En mi consternación, alcancé a dar un par de pasos. Tropecé con el cuchillo ensangrentado que tal vez se carcajeaba de mi tragedia. Sopesando la situación, ingresé a una de las oscuras habitaciones y busqué exasperadamente un costal para introducirlos a los dos, llevarlos a la quebrada de Tzacagmonte y arrojarlos sin piedad. Después de este acto, tal vez vil para muchos, busqué harta achupalla y, amontonándolo encima y debajo de los cuerpos, prendí fuego, pero no sin antes rezarles un padrenuestro y dos avemarías para la salvación de sus almas. Así se quemaron los dos, como puercos: mi Las almas también penan por amor

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hermano y la Lidia. Finalmente, recogí las cenizas con mis propias manos y las arrojé a las aguas del río Capllag. Los días posteriores no dejaron de llover. Mi taita harto se preocupaba por mi hermano, pensando que se había ido de minka por semanas, hasta que una mañana pura y azul, llegó el taita de la Lidia diciendo que también ella había desaparecido. Al oír eso empalidecí. “El Cantalicio y la Lidia se entienden a escondidas y tal vez ambos se robaron”, con el rostro lívido, tartamudeé dolorosamente. Después de casi dos meses de lo sucedido fui al lugar donde estarían penando por su maldad, como para rezarles un poco por la salvación de sus almas. No encontré ningún vestigio, eso me tranquilizó. Pero allí, junto a florecitas amarillas y blancas, había crecido harto carrizo, lindos y gruesos como para hacer mi pinkullo. Llegué a casa arrastrando un carrizo amarillento ahumado. Y esa nochecita salí como para contar las estrellas y probar a tocar mi pinkullo. La música tenía una resonancia melancólica, como si viniera del infierno. Ella hacía aullar hasta a los perros, a lo lejos. Al oír se me estremeció todito el cuerpo: Ay, hermanito, no me toques / que tú mismito me has matado… Me entró harto miedo. Pensé que el muy condenado del Cantalicio ni muerto me dejaría de molestar. ¿Acaso quería volverme loco? Fue así que tuve que esconder mi instrumento, porque me hacía sentir responsable, aunque él mismo haya tenido la culpa. Lo introduje en uno de los cántaros donde mi mamita guardaba el trigo y la cebada para salvarlos de las ratas. Estuvo ahí oculto hasta que mi taita lo descubrió y se dispuso a tocarlo acompañado de [18]

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su caja. Se dejó oír una música desgarradora: Ay, taitacito, no me toques / que mi hermanito me ha matado… Mi taita perdió el habla. Cayó en cama. Mi mamita lo bañaba con mezcla de pétalos de flores fraganciosas, pidiéndole al Altísimo y a todos los santos, especialmente a san Bartolomé. Pero una noche reaccionó y empezó a hablarnos lúcidamente, inclusive mi mamita tuvo que matar dos cuyes solo para él. Comió harto. Se acostó como reconfortado de toditos los males. Yo me senté aliviado de todo, al borde de su catre, entonces me dijo: “Javicho, ven, hijo, acuéstate a mi lado que tengo miedo de dormir solo”. Hice lo que me pidió. Cuando el reloj marcaba las tres de la madrugada, escuché los pasos débiles de alguien por el patio de la casa. Se avecinaba más y más. Eran pasos endebles, como si vinieran del más allá. Entonces se abrió la puerta del cuarto y alguien se asomó. Era el tío Cunce, hermano de mi taita, que había muerto hace muchos años. Se paró en el umbral de la puerta. Llamó a mi taita: “¡Arcadio, Arcadio! ¿Qué haces allí? Ven, vámonos que ya tú perteneces al otro mundo y no tienes derecho de estar aquí”. En eso que estoy terminando de reconocerlo, mi taita se puso de pie y caminó hacia la puerta, abrazó a mi tío y le dijo: “No, Cunce, todavía tengo que esperar a mi hijo Cantalicio. Tengo que perdonarlo para descansar en paz. Vaya avanzando que yo te alcanzo por allí”. Al ver y escuchar todo eso me quedé sin habla. Pensé que estaba soñando. Suspiré hondo, tomé valor y coloqué mi mano sobre el pecho de mi taita. Él estaba allí, a mi lado, y su pecho latía despacio. No lo entendía, mi taita estaba a mi costado y también estaba allá, conversando con el tío Las almas también penan por amor

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Cunce. En eso, escuché otros pasos que se acercaban lentamente. Era mi abuela Santosa. Se abrazaron los tres y conversaron. Esta vez no alcancé a oírlos porque se acercaban otros pasos más. Entonces levanté la mirada y grité hacia mi mamita, pero ella dormía plácidamente. De un momento a otro desparecieron todos y mi taita, quietito, quietito, se acercó a mi lado como para no despertarme y se recostó. Yo no pude dormir. Estaba piense y piense en todo, cuando se escuchó el primer canto del gallo. Escuché otra vez que se acercaba alguien. Cerré los ojos para no ver más y sentí que alguien se asomaba por la puerta. Era mi hermano Cantalicio, fatigado y seco, como si hubiera estado penando por el mundo. Al instante llamó a mi taita. Este se puso de pie, apresurado, y se le acercó. Se abrazaron. Yo nuevamente coloqué el brazo sobre el pecho de mi taita: su corazón ya no respondía. Estaba tieso. Me aterré muchísimo. Levanté la mirada hacia la puerta, pero ya no había nadie. Se habían marchado.

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El secreto de la tía Inés A Alfredo Vega, por las noches de bohemia allá en Masin, la tierra hermosa de amor y eterno sol.

Tu tía Inés fue una malvada, ¿lo recuerdas? Que Dios la tenga en su gloria. No me aceptaba como tu esposo, porque yo era pobre y ni siquiera taitas tenía. En cambio, tú tenías harto ganado en las alturas de Matibamba y Cochas: quinientas cabezas de borrego, treinta cabezas de toro, también caballos y burros. Pero, a decir verdad, tu tía no me odiaba por ser wakcha, sino por envidia, porque ella no tenía suerte con los hombres. Al poco tiempo que iban conviviendo, se le morían a la pobre. Lo más triste fue cómo murió Emilio Vega. Él venía borracho de Calero y se desbarrancó como un becerro por Caparachín. “Ya se le pasará la cólera, ella en el fondo es buena”, me decías, Hermelinda, ¿lo recuerdas? Por esos tiempos de agosto ya se acercaba la fiesta de nuestra patrona, santa Rosita de Huaytuna, cuando tu tía cayó enferma y no pudo levantarse más. Fue exactamente desde la noche en que el chuseq, ave de mal agüero, cantó en el muro del huerto una sinfonía triste y desgarradora que hizo aullar hasta a los perros. Hasta a mí me contagiaron su sufrimiento. Ella sentía náuseas y dolores constantes en el vientre, y por las noches el cuerpo se le adormecía, pero ni así se le pasaba su cólera.

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Tú llorabas, Hermelinda, tal vez maliciando el destino de tu tía. “Alfredo, vaya a buscar un doctorcito”, me suplicabas, Hermelinda. Yo a veces, en mis adentros, decía: “Vieja del demonio, ojalá se muera pa’ que ya no joda”. Pero también sentía pena de tu sufrimiento. Entonces decidí ir en busca de un doctor al centro de salud de Masin, porque el de Rahuapampa había viajado de urgencia. “¡Vamos, doctorcito, por favor!”, le supliqué. Él al principio se negó aduciendo que podría presentársele una emergencia. Pero ante mi insistencia, por fin aceptó acompañarme. Cuando llegamos a tu casa, tu tía Inés, más altanera que nunca, me botó como si fuera un perro. Yo quería mandarla al diablo, Hermelinda, pero tú, con tu mirada, me contuviste. Apenas llegó, el doctor empezó a auscultarla, a examinarla; pero no podía diagnosticar nada con precisión. Solo te dijo: “Mañana me traes la orina de tu tía al puesto de salud para mandarla a Huaraz. Aunque se demore un poco, con ello sabremos de qué está enferma”. Al día siguiente, tempranito, viniste a buscarme para acompañarte. Llevabas en un pomito la orina de tu tía. Ya en el camino, no sé cómo se me ocurrió acariciarte. “¡Acá no, Alfredo!”, me dijiste. Entonces nos adentramos por los montes de chirimoyos y paltos en Cardonal. Allí mismito, entre los arbustos, nos tumbamos, así como hace un par de meses. Y en eso, como el pomo que llevabas era de vidrio, no sé cómo resultó hecho pedazos. Tú rompiste en llanto, desesperada.

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“¡Calma, no llores, Hermelinda!”, traté de consolarte. “¡Ahora sí, mi tía me va matar!”, continuabas llorando. “No llores, Hermelinda, vamos a buscar un pomito, y tú lo orinas para llevarlo”, te dije. Al principio vacilaste un poco, pero luego resignada aceptaste, tal vez por miedo a la golpiza que la vieja te daría. Empezamos a recorrer casi toda la orilla del río en nuestra búsqueda. Después de tanto trajín, al fin encontramos uno que podía servirnos. Luego de lavarlo, lo llenaste avergonzada con tu orina para llevarlo a toda prisa al puesto de salud. ¿Recuerdas, Hermelinda? Pasó una semana cuando el médico llegó a la casa de tu tía exclamando: “¡Felicidades, señora Inés!”, ni bien alcanzó a verla. Tu tía un poco que se incomodó, porque creía que el doctor se estaba burlando. “¿No entiendo por qué me felicita usté, doctorcito?”, murmuró. “Usted, va a ser mamá”, dijo convencido el doctor. Todavía recuerdo la cara de tu tía. Parecía que había visto al mismito demonio. “¿Cómo dice, doctor?”, exclamó perturbada y con lágrimas de impotencia. Yo, Hermelinda, escondido tras la puerta, estaba escuchando todo. Salté de felicidad, porque sabía que eras tú la que estaba esperando un hijo. Quisiste decir algo, pero te contuviste. Tu tía se levantó de la cama y exclamó, “¡Cómo es posible, doctor, usté se ha equivocado!, ¿cómo voy a estar esperando un hijo si no tengo marido?” “Sí, señora, en el análisis que me llegó desde Huaraz salió positivo, usted tiene dos meses de embarazo”.

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Tu tía empezó a llorar inconsolablemente, no podía creer lo que estaba escuchando. “Bueno, eso es todo lo que quería informarle”, dijo el doctor y se marchó. Tu tía seguía llorando, mientras tú tratabas de consolarla. “¡Ay, Dios mío!, no puede estar pasándome esto, si no he estado con ningún hombre desde que murió mi último esposo y de eso hace más de un año”, se lamentaba a cada instante, llorando con rabia. Esa noche, tú la abrazaste varias veces, Hermelinda, como compartiendo su tragedia. Aunque de pronto calmó su llanto y al secarse las lágrimas, se agachó y notó tu barriguita crecida. Te miró a los ojos y creyó saber la verdad. Pero cuando estuvo a punto de decirte algo, sobre el muro de la huertita de chirimoyos se oyó el desesperado canto de un chuseq como si estuviera reclamando algo. ¿Recuerdas, Hermelinda? Entonces, tu tía volteó a verlo y reconoció en el diminuto cantarín la causa de su tragedia. Recordó que su último difunto había llegado una noche en forma de aquella ave malagüera.

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Por falsa, esquiva y jugadora A Juan Trujillo Ocaña, en recuerdo de aquellos años adolescentes.

Le faltaba poco para llegar a su destino. “A la capital”, como decía él. Había viajado muchas horas con el intolerable sonido del autobús donde algunos niños vomitaban y otros lloraban exasperadamente. La mayoría de pasajeros bajaban a comer a los restaurantes que había en la ruta. Pero él no tenía ganas de moverse, porque llevaba una talega con un poco de cancha y cecina que ingería a escondidas cuando todos descendían. Continuaba el viaje arrastrando mil pesares. La melancolía del huaino que venía del tocacasete llegaba como una ráfaga de desdichas, arrastrando la añoranza lejana de su pueblito. Iba a la capital en busca de mejores oportunidades. Según decían, allá las cosas andaban mejor, no como en la sierra, donde todo estaba jodido y hasta los dioses se olvidan de uno. Casi al amanecer, supo que por fin había llegado. Guiado por guardias de seguridad del barrio, logró ubicar la casa de David, su primo hermano. Estaba a media altura de un cerro. Tuvo que ascender mucho. Sus piernas flaquearon en las partes más empinadas. Solo cuatro esteras levantaban la casa. El techo estaba cubierto por plásticos y cartones carcomidos por el paso del tiempo. “Descansa, Juancho, debes de estar cansado; mañana ya será otro día. Te ayudaré a conseguir trabajo, Las almas también penan por amor

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en la construcción necesitan más gente”, le dijo David, tendiéndole una estera y un cobertor. Cuando apenas logró pegar los ojos, sintió que había amanecido completamente y el trajín de la ciudad penetraba en sus oídos como un ruido insoportable. Mallicha, la esposa de David, sacaba el triciclo ayudada por sus dos pequeños hijos. Iba a vender quinua y panes en la esquina de un colegio. Mientras tanto, David y Juan, después de sorber el desayuno, se marcharon presurosos a la construcción. “¡Inge’, acá te traigo uno más! Es un primo que acaba de llegar de provincia”. “¡Eso es lo que no entiendo, a qué diablos viene la indiada a Lima, a morirse de hambre como perros! Pero, bueno, ¿cuál es tu nombre?”, le preguntó el ingeniero, un hombre alto y robusto, vestido de jean y un casco blanco en la cabeza. “Juan Teodoro Carhuapoma, señor”. “¡A ver, Alejandro, aquí tenemos a uno más, tú ve en qué lo acomodas!”, ordenó. “Necesito otro lampero”, dijo el maestro de obras alcanzándole a Juan una lampa vieja cubierta de concreto reseco. Así comenzó su larga jornada en la construcción. El siguiente sábado, los peones formaron una fila para recibir sus noventa soles del trabajo semanal. Algunos se retiraban contentos a casa, otros se dirigían sedientos a la cantina más cercana. Al final, el ingeniero llamó a David y se fueron a tomar unas cervezas a la cantina de una cholita huaracina, a la que llamaban la Mishki. Juan no tenía otro lugar a donde ir, así que fue con ellos. La verdad, sentía mucha alegría

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porque era la primera vez que había visto tanto dinero en sus manos. Cuando probó la cerveza, tuvo ganas de vomitar, pues nunca la había bebido. En su pueblo decían que parecía orina de burro. El reloj casi marcaba las dos de la madrugada y los tres estaban ebrios, entonces empezaron las carcajadas y los piropos a la Mishki, mientras la música mantenía su monótono ritmo: Todo el mundo se admiró del mal paso que yo di / cómo no me admiro yo de otros que pasan peor que yo… “… la Olinda me fregó la vida, por eso tuve que matarla”, se escuchó un susurro entre sollozos. Los amigos ignoraban el dolor inmenso que aquejaba a Juan. La verdad era que, como canta el dicho, “todo lo pasado es pisado”. Juan deseaba olvidar con todas sus fuerzas lo ocurrido, por eso estaba ahora en la capital. Al ser ignorado, salió del bar tambaleándose y sollozando. David y el ingeniero no se preocuparon de él, pues ambos bebían abrazados de la Mishki, quien se retorcía coqueta y, a veces, reía como condenada de las bromas groseras del ingeniero. Juan no sabía dónde se encontraba, pero eso no le importó. Necesitaba estar solo, solo ante el mundo, ante Dios y ante la vida. Apenas podía mantener el equilibrio. Tambaleándose, avanzó casi tres cuadras, cuando de pronto se le acercaron tres sujetos vestidos de negro y con pañoletas amarradas en la cabeza. “¡Tío, bájate un sencillo pe’!” Juan movió la cabeza negativamente y caminó sin rumbo, zigzagueando.

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Al ver la negativa, los forajidos lo despojaron de sus pertenencias. Él se defendía a puñetazos, patadas, mordiscos y arañones. Entonces sacaron sus filudos cuchillos y allí mismo, sin piedad, le atravesaron el costado del tórax y salieron huyendo, veloces. Juan se revolcaba de dolor y la sangre borboteaba abundantemente, pero luego de varios minutos, la muerte no llegaba. No entendía por qué se retrasaba tanto. En su dulce agonía solo recordaba a sus dos hijos que quedarían en la orfandad. Hasta que llegó la esperada muerte, como con bombos y platillos. Mientras la sangre empezaba a coagularse y a tornarse oscura. &&& Olinda, florcita de amapola. ¡Linda como la flor de Waqanku! Olinda caminaba con paso lento, avanzaba como si el viento débil la llevara entre sus brazos. A lo lejos, los perros empezaron a aullar lastimeramente. Entre molles y carrizales, la paca-paca cantaba una melodía dolorosa que hacía delirar de tristeza al mundo. Juan corría tras ella, tropezando con su larga vestimenta. “¡Olinda, dulce palomita, no me dejes!”, gritaba con mucho dolor, pero ella seguía caminando como si nada le importara en el mundo. “Olinda, dulce guayabita, eres linda como el canal de Jancu, no me dejes, no puedo alcanzarte. Caminemos

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juntitos como las estrellas, no me dejes, ¡Olindaaaa!”, gritaba Juan con desesperación y melancolía. El camino cubierto de arbustos subía y bajaba en forma zigzagueante. Así pasaron el cerro Callashjirca y se perdieron por el camino a Huaripampa. Juan había caminado lejos, pero muy lejos. Empezó a sentir demasiado calor, era como si estuviera entrando en el boquerón del mismo infierno. El sol tostaba cerros y quebradas. Al fin llegó a una enorme pampa como un desierto; los lejanos límites parecían cercados con espinas ardientes; vio a mucha gente haciendo fila, como si esperaran algo. Frente a ellos, un hombre alto y robusto que parecía arrojar fuego por la nariz, con un extraño atuendo y con un papel en las manos llamaba por sus nombres a los de la columna: “¡Jesús Carrión!, ¡Carmen Leiva!, ¡Yolanda Arquínigo! …”. Al escuchar su nombre, los convocados se dirigían ante él. Este susurraba algo imposible de escuchar porque el viento destrozaba con sus zarpas todo lo pronunciado. Juan se acomodó al final, donde, al costado, en la formación de las mujeres, encontró a Olinda. Olinda, ¡mi Olinda! Bella como la catarata de Acllacancha. Flor de la quebrada de Quilla-qaqa. Estás a mi lado, ¡te quiero! De pronto se escuchó otro llamado: “¡Olinda Huerta Navarro!”. Ella se acercó con mucho miedo. “Tú no mereces estar aquí. El castigo del infierno es poco para

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tus pecados. Volverás a la tierra, amarás y no serás amada, todos se burlarán de ti, por falsa, esquiva y jugadora”. Luego escuchó su nombre: “¡Juan Teodoro Carhuapoma!”. Entonces se acercó temeroso, recordando la última mirada inerte de su amada Olinda bajo el agujereado pecho de su amante.

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Las almas también penan por amor ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Junto a mi taita habíamos empezado la caminata al pueblito de Acchas, a las cuatro de la mañana, cuando todavía cantaba el gallo. La madrugada era bella y triste como un lamento. Llevábamos nísperos, lúcumas y capulí para cambiarlos con papa y maíz por las alturas de Acchas y Llihuán Arhuay. Los cargábamos en tres canastos sobre nuestro burrito “Alan”, el único patrimonio que tenía mi taita producto de una herencia que le dejó mi abuelo Lucilo. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Cuando pasamos los montes de Cardonal, la curiosidad y la desazón quemaron nuestra alma. Nos puso los pelos de punta. Vimos una huella diminuta que se levantaba de la tierra mojada que había dejado la lluvia el día anterior. “¡Malhaya, quién será el jijuna que nos adelantó el viaje!”, masculló mi taita con una voz herida, señalando el rastro. Empezó a caminar más rápido para dar alcance al viajero que iba delante. Yo corría detrás de él, agarradito mi pantalón que se me caía, pues no hubo tiempo para amarrar bien mi fajilla. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Ya cuando entrábamos por Mana Wiyay, el rastro desapareció como por encanto. Mi taita, tal vez poseído Las almas también penan por amor

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por la incertidumbre, sacó su coca y se puso a chacchar al ritmo de su llipta y caleadora. Yo solo acertaba a verlo. Pero, a decir verdad, sentía miedo, mucho miedo, porque la gente comentaba que por estos lugares habitaba el demonio. Mi taita seguía chacchando, saboreaba con ansias cada bocado, como si en ella devorara todas nuestras penurias. Continuamos nuestro camino alumbrados por la luna que se había detenido por las alturas de Huaripampa. “Mi coquita está dulce, nada malo nos va a pasar”, dijo mi taita bastante convencido. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Pasando Mana Wiyay atravesamos una pendiente llena de eucaliptos y retamas, cuando, como en un sueño, alcanzamos a ver una luz brillante que nos empañaba la vista. “¡Maldita sea, qué es eso, parece que la cruz se está quemando! ¡Santa María, líbranos de todos los males!”, gritó mi taita con el rostro enmuecado. Le tiritaba la mandíbula. Yo me desmadejaba. Pero como ya estaba a punto de amanecer, nos armamos de valor y continuamos. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Mi taita seguía caminando, chascando su lengua contra la bola de coca. Yo no podía contener el miedo, seguía viendo a lo lejos esa luminosidad, parecía que estaba sobre la cruz del Jesús Vega que fue asesinado por estos lares. El pobre había sido invitado por su primo a la fiesta [32]

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de la Santa Rosita de Acchas, y por estos caminos agrestes fue arrojado al abismo. Las malas lenguas decían que había sido el Alfredo Torres, poseído por los celos. Pero la verdad nunca se supo. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Cuando nos acercamos lo suficiente, no encontramos nada de ese resplandor: había desaparecido sin explicación. ¿Acaso era una pesadilla lo que estábamos viviendo? Mi taita se agarró el pecho. Se quebrantó. Yo me escondí detrás de él, no podía creer lo que estaba viendo. Mis ojos querían salirse, mi pecho latía cada segundo más y más, mis entrañas querían estallar en mil pedazos. Eran dos hombres. ¿A esa hora, qué hacían? Uno de ellos era joven y distinto a todos los hombres sobre la Tierra, con decir que tenía un aspecto sencillo y brindaba confianza hasta en su mirada. Era como el Cristo de quien la maestra Herlinda nos había hablado muchas veces. El otro vestía todo de negro, sus ojos resplandecían, su mirada era penetrante y espantosa, parecía endemoniado. Al ver esto, me aferré más a mi taita, que entonces era mi único refugio. Ellos no se daban cuenta de nuestra presencia. Forcejeaban como dos fieras. Mientras el hombre de negro le arrastraba con rudeza, el joven se aferraba con avaricia a la cruz de madera. Mis cabellos se erizaron. Dirigí la mirada al cielo: las nubes desfilaban de un lugar a otro y la tierra danzaba. No sabría explicar en qué momento mi taita sacó su chicote y lo hizo rechinar, con mano firme, entre las piedras y el suelo basto y agotador. A nuestro costado Las almas también penan por amor

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ladraba Sandor, nuestro compañero inseparable. Su ladrido era contestado por los cerros y quebradas perdiéndose a lo lejos. Al escuchar el chasquido del chicote y los ladridos tozudos de Sandor, el hombre de negro huyó como el mismo diablo, desapareciendo por los montes del gran canal de Jancu. El joven se acercó a nosotros, bufando de cansancio, con la ropa raída, bañado en llanto. Nos habló con una timidez extrema, “Gracias, taitas, gracias papacitos por librarme de ese mal hombre”. Ni mi taita ni yo pudimos reaccionar, estábamos como en otro mundo. Mudos. Solo nuestros ojos trataban de reflejar lo que veían. ¿Era el Jesús Vega quien nos estaba hablando? “No se asusten, taitas, no les voy a hacer daño. ¡Gracias por salvarme! Vamos a acompañarnos hasta Huayobamba. Por piedad, papacitos, no me dejen solo aquí, tengo mucho miedo. Es que el camino por estos lugares está lleno de maldades; no vaya ser que ese mal hombre me esté esperando más allá”, suplicó el joven. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Cuando me percaté bien, reconocí su figura, era en verdad el Jesús Vega. Estaba demacrado, flaco y cansado el pobre. Sentí mucha pena al verlo así. Pero al fin, continuamos nuestra larga caminata. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!... Yo marchaba junto a mi taita, ya más sosegado. Llevábamos un trecho en silencio cuando, [34]

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repentinamente, el Jesús Vega masculló conteniendo la respiración, “¡Taita, en los pocos años que he andado por el mundo, solo he aprendido que el amor es la maldición del cielo!”. Con mi taita escuchábamos atentos. El Jesús Vega continuó: “¡Un día amé a una mujer, y ella me pagó con dolor! Con muerte. Ahora solo me queda andar por el mundo como un desperdicio llevado por el viento”. “¿Y cómo fue eso?”, preguntó mi taita, sin poder refrenarse. El Jesús Vega explicó: “Era junio, tiempo de cosecha, el cerro Huaripampa y la quebrada del gran canal de Jancu estaban secos. La vida comenzaba en las chacras, en las trillas, en los maizales. Todo era abundancia. A las ocho de la noche, Flora ya estaba esperándome en la quebrada de Mana Wiyay; apenas la vi, corrí como un niño a acurrucarme entre sus brazos. La abracé fuerte como si el mundo se fuera a terminar. Ella me dio un beso cruel, pero dulce como la algarrobina. Como si con ese beso quisiera borrar toda la vida desordenada que llevaba. ‘Flora, te quiero’, le dije, ‘la Virgencita Purísima sabe lo mucho que te quiero’. ‘Jesús, yo también te quiero como a ningún hombre he querido en la vida’”. “Pero de pronto, como en un sueño, vi a lo lejos dos sombras grandes. Se acercaban hacia nosotros. A medida que iban aproximándose reconocí a dos hombres: uno alto, de contextura gruesa; el otro retaco, un tanto mareado, vestía un poncho negro y un sombrero de cuero. Los reconocí. Eran el Alfredo Torres, hijo de don Shanti, el que tenía grandes dotes de abigeo, y su primo Amador. Este último se me acercó y sin decirme palabra alguna me tumbó de un puñete, ‘¡Ah, con que tú eres el Las almas también penan por amor

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jijuna!’, me dijo soltando una sonrisa burlona. Yo me encontraba tendido en el suelo. El Alfredo agarró de los brazos a Flora. Con rabia. Arrastrándola. ‘Eres una forajida, una perdida, qué haces acá con este desgraciado’, diciendo, me señaló con el índice. ‘¡No le hagan daño, déjenla, si quieren mátenme a mí!’, grité enfurecido. Mil veces deseaba que me mataran antes de que le hicieran daño a ella, pero parecía que a ellos solo les importaba causarnos dolor. ‘¡Valiente resultó el jijuna!’; se rieron a carcajeo y me agarraron a patadas. No podía resistir más. Sentí que ya no tenía vida, que me desvanecía. Pero algo en mí me decía que debía ser fuerte”. “El Alfredo empezó a arrastrar a Flora hacia las orillas del río Puchka, ‘¡Dile, chola del demonio, que fuiste mi mujer, que has estado conmigo debajo de los molles y eucaliptos!’ En medio del dolor, al fin comprendí lo que estaba sucediendo. Traté de levantarme, pero en vano. Todos mis huesos estaban molidos, aun así, saqué las últimas fuerzas que me quedaban. Pedí una explicación. ‘¡Flora, dime si es verdad lo que dice ese hombre!’ ‘Jesús, perdóname’, murmuró ella entre sollozos. ‘¿Es cierto o no?’, volví a gritar lleno de furia y congoja. ‘Sí, Jesús, es cierto, ¡perdóname!’ Lloraba también. ‘Flora, qué mala fuiste, ¡para qué llegué a quererte si tú nunca sabrás querer! Por ti, Flora, aprendí a tirar mis traguitos, por ti hice muchas locuras’. Me desvanecí. Acuclillado, no necesitaron contenerme más”. “El Alfredo, soltando más risotadas, me lanzó otro puntapié en el rostro. Pero esta vez no pude mantener el equilibrio y caí al fondo de la quebrada. Así quedé, derrumbado a orillas del río Puchka, testigo de mis [36]

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sufrimientos. Al instante me vino la muerte sin que nadie se apiadara de mí, llegó como un haz de luz, como un breve suspiro que nace desde la resaca de un beso profundo. A medida que fueron pasando los días, empecé a sentir frío. Por las tardes, el sol tostaba mi cuerpo; solo, gritaba como un demente, pero nadie alcanzaba a oírme. Ahora vago por el mundo como maldito, pregonando mis pesares al viento, a la luz del anochecer y a todos los hombres piadosos como ustedes, hasta que encuentren mi cuerpo y le den cristiana sepultura”. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!… Así continuamos nuestro trajín, hasta llegar a una encrucijada. “Gracias, taititos. Desde acá ya me voy solo, porque ya casi amanece y además más allá me está esperando mi abuelo Nicanor”. “¡Que tengas buen día!, pero ya descansa en paz”, le increpó mi taita. El joven se perdió por el camino a Uchupata. Mi taita y yo continuamos hacia el pueblito de Acchas. Entonces vi a mi taita que sollozaba. Limpié mis lágrimas con el dorso de mi poncho, para que no se diera cuenta de que yo también lloraba recordando la maldita noche en que fuimos acribillados por los cumpas. “¡El Partido tiene mil ojos y mil oídos!”, diciendo, mientras mi mamita suplicaba de rodillas. Con mi taita habíamos trepado presurosos la pared de mi huerta. Ya nos creíamos salvados cuando sentimos las balas reventando nuestras espaldas. ¡Jaya ashnu!, ¡jaya!, ¡jaya!… Las almas también penan por amor

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Infiernillo A Marcelo Lizardo Olivares, a quien le debo toda mi infancia.

“Ni siquiera tienes barba para tener mujer”, me había dicho mi taita con voz firme. Es que él era hombre de armas tomar; en el pueblo todos lo respetaban porque desde muy joven había sido bien tinterillo. Ocupó el cargo de juez, gobernador, teniente gobernador y hasta se hizo pasar de cura en nuestra iglesia. Ahora era presidente de la comunidad de nuestro pueblo. Ante las palabras de mi taita sentí mucha pena, porque harto estaba sufriendo por la Normita. Quería llevármela para que fuera mi mujer, pero ella estaba harto aficionada por otro hombre que era hijo del alcalde, a quien en el pueblo todos lo llevaban mal. “Ojalá lleguen los cumpas y le den vuelta a ese jijuna”, decía siempre en mis adentros. Que Dios me perdone por haber deseado el mal a mi prójimo; es que la rabia es mala consejera. Ella ni caso me hacía. Una vez inclusive asistí a la fiesta del patroncito San Isidro, donde sus taitas eran mayordomos. Hicieron una gran jarana con harta cerveza, con buena banda de músicos. Todo con la plata de ese jijuna de su amante. No sé cómo me atreví a ir. Y para mi mal, sus taitas me botaron delante de todos, como si fuera un perro. “¡Lárgate so muerto de hambre!”, diciendo. Al recordar todo esto desde esta inmensa cruz donde descansa mi taita, rabia debería darme por haber sido un mal hijo, pero yo sé que él me ha perdonado, y prometo Las almas también penan por amor

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ante su cruz terminar con esos cumpas que tanto daño nos hicieron. Todavía recuerdo con harta cólera que una noche la paca-paca, ave de mal agüero, hizo lo mismo en la torre de la iglesia. A la siguiente noche el gallo de doña Dominga había cantado a eso de las nueve cuando el pueblo se disponía a dormir; y todos –hasta mi taita que era bien valiente y no creía en supersticiones– empezaron a sentir miedo. Así pasaron cosas extrañas durante dos noches más. Aquella vez, apenas oscureció, el mundo se llenó de misterio y de alegrías inciertas para los escasos amantes que a esas horas escondían al mundo sus amores. Más tarde se escuchó el canto del gallo, a la misma hora que el día anterior lo hiciera la paca-paca. Entonces llegaron los cumpas. Cómo nomás sería. Sacaron de su casa al alcalde Guillermo y a su hijo, a ese presumido amante de mi Normita. Luego tocaron la campana de la iglesia y convocaron a toda la gente a una reunión. Allí nos hicieron cantar canciones que hablaban de igualdad social, pero, a decir verdad, casi nadie sabía qué eran esos pregones. Después nos dijeron que ellos estaban luchando por el cambio de nuestro país y que nosotros estábamos en la obligación de ayudarlos. Por ratos quería ir a luchar con ellos. Todo para olvidarme de ella, de la Norma, pero tenía miedo y mucha pena por mis taitas. En eso que estábamos, trajeron a empujones al alcalde y a su hijo. Estaban maniatados y vendados sus ojos. Todos vimos con espanto cómo los ahorcaron en lo alto de un pino que crecía en la plaza, mientras la esposa y sus dos hijas lloraban desconsoladas, casi alocadas. Se jalaban los cabellos. Hasta parece que se orinaban entre sus [40]

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lloriqueos. Hasta que uno de ellos, el que comandaba la tropa de los cumpas, gritó con una voz aterradora: “¡Cállense, carajo; si derraman lágrimas por estos traidores es porque ustedes también quieren morir como perros!”. Al oír esto, ya casi nadie se atrevió siquiera a gemir. Consumada la tragedia, nos ordenaron a todos los varones, chicos y grandes, que arrastráramos a los difuntos a las aguas del río Puchka para arrojarlos. Así lo hicimos. Que Dios nos perdone, pero ellos, los cumpas, estaban a nuestro lado apuntándonos con sus armas. Fue así que, poco a poco, cesaron los llantos. La mañana siguiente, en todo el pueblo reinaban la soledad y la tristeza. Hasta parecía que el tiempo lloraba. Cayó una lluvia incesante casi toda la noche. Allí, recién recordé al comandante de los cumpas. Era un hombre alto y robusto y con harta barba. En mis adentros me decía: “Cómo nomás esa barbita no aparece en mi cara. Entonces sí podría casarme con la Normita”. Es que desde que mataron al Claudio, a ese presumido hijo del alcalde, sentía que ella ya comenzaba a tenerme afición. Al día siguiente me levanté tempranito, piense y piense en las barbas de ese comandante. Teníamos que ir a la chacra con mis hermanos Armando y Nelson a sembrar un poquito de trigo y cebada. Al tomar mi desayuno, seguía piense y piense en las barbas de ese terruco. “Cómo nomás, caray, esa barbita apareciera en mi cara”, diciendo. En eso vi que mi taita estaba frente a un espejo afeitándose la barba. Yo lo veía disimulado nomás, intercambiando la mirada entre mi taita y mi caldito de papa que mi mamita me había servido. Después de un Las almas también penan por amor

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rato, vi que terminó de afeitarse, agarró su alforja y se lo colgó al hombro. Partió a Huaytuna a comprar abono para las papas que ya estaban en su aporque. Entonces corrí disimulado, agarré la maquinilla que había dejado sobre la pirca que se levantaba desde el jardín de la casa y lo metí al bolsillo. Luego cogí mi racuana y partimos junto a mis hermanos a las faenas de la chacra, cargando nuestro fiambre. Casi toda la mañana nos pasamos labrando harto la tierra bajo el sol de fuego. Yo trabajaba piense y piense en dos cositas: en la barbita del comandante y en la Normita. Mi hermano mayor, Armando, nos dijo: “Vamos a almorzar ya para terminar rápido, parece que ya viene la lluvia desde las alturas de Huaripampa”. Almorzamos un poco de papitas y ají acompañados de pescado salado que mi mamita había remojado el día anterior. En eso que estoy, me dieron ganas de pujar mis necesidades. Salí corriendo y me senté al pie de una inmensa roca. Es allí que recordé lo que había traído. Lo saqué con cuidado y practiqué un poco afeitarme, imitando los gestos de mi taita. En eso vi que me había sacado unos cuantos vellos. Ya un poquito alegre, estuve practique y practique más y más, allí sentado haciendo mis necesidades. Desde esa vez, me rasgaba la cara una y otra vez, casi a diario. Hasta que por fin una mañana mi mamita me dijo: “Mashico, ya estás viejo, hijito, ya te está creciendo tu barbita”. Ante esto, mi taita y el Armando se carcajearon, agarrándose todavía su barriga… Una noche anterior a esa, la paca-paca no había dejado de cantar sobre el techo de la iglesia del pueblo. La melodía era tan triste que llegaba hasta los mismitos huesos. Al día [42]

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siguiente, incluso los perros, a lo lejos, dejando su tarea de cuidar las manadas, se ponían a aullar como si estuvieran viendo al alma en pena. Todo el pueblo entró en un silencio espantoso. Ese día, el sol salió como siempre por las alturas de Conín, alumbrándonos con sus rayitos débiles, pero todo el mundo estaba asustado, porque sospechaban que algo malo estaba por suceder. Una que otra anciana trataba de profetizar lo que ya se avecinaba. —¡Es castigo del Señor! —¡Dios mío! —Sí, pues, anoche acaso no escucharon a la papa-paca. Ante tantos vaticinios, nos reunimos toda la gente del pueblo para hacer frente a los cumpas que ya estaban asolando por demás esta parte de la sierra. Nos recogimos a eso de las nueve de la noche toditos, incluso mujeres y niños, porque todos teníamos que defendernos de los abusos. Lo único que nosotros queríamos era vivir en paz, porque ya estábamos cansados de que un día llegaran los cumpas y otro día los sinchis y cada cual nos castigara diciendo que éramos traidores. Ya habían desaparecido al Mardonio, al Liborio, al Teodoro y a mi tío David, diciendo que eran soplones. Una vez reunidos, mi taita, como presidente de la comunidad, nos explicó rápidamente las estrategias de defensa. Mandó al hijo de mi tío Cirilo, al Jorge, y a mi hermano menor Nelson, a que comandaran la defensa de las zonas de Rahuapampa y Palca. A mí me ordenó comandar la defensa de las zonas de Tarapampa, Pomachaca y Patay para que la gente no pensara que a sus hijos no nos daba tareas de alto peligro. En eso que Las almas también penan por amor

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estábamos, llegaron los cumpas por las alturas de Huaripampa. Venían como setenta, la mayoría jóvenes. Hasta había mujeres. Al instante ingresaron al local de la reunión y capturaron a mi taita y demás personas que, como el Casimiro, dirigían la reunión. “¡Perros, traicionando la revolución! ¡El Partido tiene mil ojos y mil oídos!”, diciendo. Nos llevaron a la plaza de armas del pueblo y allí mismo lo amararon a mi taita en el inmenso pino ya destinado al sacrificio. Colocaron a su costado al Casimiro. Entonces recordé cómo habían muerto meses atrás el alcalde Guillermo y su hijo Claudio. Antes de ejecutarlos empezaron a hacer sus reuniones diciendo que ellos estaban con nosotros, con el pueblo más necesitado y que no eran nuestros enemigos, distintos a esos sinchis que también venían a cada instante, pero a robarnos nuestros animalitos y a abusar de las muchachas. (Hasta ahora, poco a poquito, iban aumentando los niños en el pueblo, ya de los sinchis o de los cumpas que se hacían llamar Sendero Luminoso. Había niños morenos, gringos, achinados; de todo tipo). Los cumpas nos arrimaron en uno de los rincones de la plaza a toditos, incluso niños y ancianos. Y sin respeto de nada, empezaron a dispararle por doquier a mi taita y al Casimiro, cayera donde les cayera, reventándoles todas las partes del cuerpo. Mi mamita gritaba hasta perder el sentido. Yo solo observaba todo lo que estaba pasando. Después de cometer esta maldad, gritaron en coro: “¡Así mueren los traidores!”, y luego nos empezaron a apuntar con sus armas a toditos los que estábamos en la esquina, arrimados, temblando como perros envenenados.

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Nos dispararon. “¡Muerto el perro se acaba la rabia!”, diciendo. Fue así que las balas reventaron mis entrañas, caí sin decir ni siquiera mi última voluntad. Pero mis ojos aún veían el resplandor de la luna que a lo alto se dejaba ver, opaco, opaco. En eso miré a mi mamita que estaba casi a mi costado, tirada como muerta, cuando uno de los cumpas se le acercó lento e inclinó la cabeza para verle la cara. Ella no sé de dónde sacaría fuerzas, levantó la cabeza y le escupió con rabia. El jijuna reaccionó y le dio una patada en plena cara a mi mamita torciéndole el cuello. No conforme con eso, le comenzó a dar patadas en el vientre, en la espalda y otra vez en la cara. Luego sacó su revólver y le soltó un tiro en la nuca. Allí sí mi mamita ya no tuvo reacción, mientras yo lloraba en mis adentros viendo todo lo que había pasado. Intenté moverme, ponerme de pie, acercarme donde mi mamita, pero no podía: mis huesos estaban como molidos. En eso que estaba, vi que los cumpas empezaron a caminar hacia las zonas de Huariamazga y Mateq entonando sus canciones y levantando sus fusiles; haciendo vivas. Al ver todo esto, harta cólera sentí. Quería vengarme de todos, por mi taita, por mi mamita y por todo el pueblo. Ahora ya no quedaba vida en mi pueblo, ni una persona, ni siquiera un niño. Nada. Absolutamente nada. Solo uno que otro perrito aullando lastimeramente al lado del cadáver de su amo. Allí mismito reconocí a mi “Cutu”, mi perrito pastor que tanto cariño nos tenía. Se iba acercando, poco a poco, agachadito moviendo la cola, lamiéndome la cara, como queriendo decirme: “No te mueras, no me dejes, resiste un rato más”. Pero yo ya no podía hacer nada, pues al Las almas también penan por amor

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instante llegó la muerte sin avisar, sin decir nada, como un breve balbuceo que nace desde lo más recóndito del espíritu. Ahora solo quedaba confiar en mi hermano Mashico, que, a decir verdad, fue un mal hermano, un mal hijo, porque se marchó a la capital, llevándose a la Normita, cuando más lo necesitábamos. Sin embargo, lo perdono porque el error es humano y estoy seguro de que él hará venganza por todo el pueblo…

Ya con la barba crecida, comencé a convivir con mi Normita, en casa de mis taitas. Mi taita me comprendió como es debido; y una mañana azul, muy temprano me levantó de la cama y, arreando a “Alan”, nuestro burrito, me llevó a Huamallog, allí me hizo ver la chacra más grande que teníamos y, señalando, me dijo: “Hijo, desde aquel mollecito hasta esa piedra inmensa que tiene la figura de una mujer es para tu hermano Armando; desde esa piedra hasta este riachuelo es para ti, y desde este riachuelo hasta el lindero con la chacra de la comadre Marga es para tu hermano Nelson. Así que, hijito, de hoy en delante ya verás cómo mantienes a tu mujer, porque ya eres hombrecito y ya tienes barba”. Desde esa vez, empecé a sembrar por mi cuenta, siempre sirviendo de minka con los demás jóvenes del pueblo, pero, gracias a Dios, mi taita y mis hermanos nunca me dejaron de ayudar. Pero la Normita cambió de repente. Ya no era la que había conocido. Dormía hasta tarde y yo mismo tenía que preparar mi desayuno para irme a trabajar. Ella se iba donde sus taitas y por la tardecita yo no encontraba nada [46]

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para comer. Yo tenía que cocinar y cuando ya la noche estaba avanzada recién ella se asomaba. No podía hacer nada. Para colmo de males seguíamos sufriendo los abusos de los cumpas y de los sinchis. Esto ya era para llorar. Entonces pensé que lo mejor era irme lejos, a la capital, porque allí decían que se hacía fortuna. Años atrás se habían ido el Demetrio, el Fortunato, el Teodoro, y ahora hasta mandaban plata y víveres para sus taitas. Pensando así, una de esas mañanas, llevándome a la Normita, me enrumbé a la capital sin avisar a mis taitas. Pero ahí la vida no cambiaba. ¿Acaso en todo lugar para los pobres será sufrimiento? Aun así, llegué a conseguir trabajo, para qué quejarme. Aunque me trataban mal, “indio, serrano”, me decían casi siempre. Y la Normita nada de cambiar. Claro que ahora no se iba donde sus taitas, sino que se pasaba viendo y viendo programas de televisión en casa de la vecina. ¡Qué caray, esto era para ya no resistir más! ¿Así serían todas las mujeres? Siempre pensaba en lo mismo: “¡Ay!, Normita, Normita, para qué maldecir; contigo paso días tristes y noches alegres, ¡barbita del demonio para qué creciste!”. Así, un día decidí regresar a mi tierra, a vivir sembrando mis chacritas y criando animalitos. La vida de la ciudad era para la gente de aquí y no para nosotros que vivíamos de la tierra. Un maldito día retorné a mi pueblo, solo, porque la Norma ya no quiso volver. Decía que no quería vivir como campesina, ni alejarse de la modernidad, de la televisión, de los microbuses y de esas músicas que se bailan juntando los cuerpos como si estuvieras fabricando hijos por montón. La muy condenada llegó a decirme: Las almas también penan por amor

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“Ándate tú, pues, a comer tu cancha, a bailar tu huaino y déjame aquí en la costa”. No le insistí más. “Que ella misma se dé cuenta de todo”, diciendo. Cuando llegué a mi pueblito, todo había cambiado. Las sementeras estaban secas. No existía ni un pedazo de tierra que estuviera verde. Solo las malas hierbas habían crecido por montón. Parecía que no existiera vida. Aun así, no se me iban las ganas de abrazar a mis taitas, a mis hermanos y a los amigos que un día abandoné por tonto. Todo era bien raro, no era como antes en que hasta los pájaros le daban a uno la bienvenida. Las rocas parecían que se quejaban de algo y el Puchka bramaba más que nunca como queriéndome hablar. No había ninguna señal de vida. No ladraban los perros ni se oían mugidos. Las casas a la entrada del pueblo estaban destruidas o cayéndose a pedazos. ¿Sería acaso que la gente pensó igual que yo?, ¿que en la capital está la fortuna y se marcharon todos? Ni bien terminé de hacerme esta pregunta, apareció mi Cutu, mi perrito pastor, quien al verme saltó de alegría como dándome una bienvenida merecida. “Cutu, Cutito, perdóname, ya estoy aquí, ya regresé, y ahora sí para nunca más irme”. Seguí avanzando guiado por mi perrito. No encontraba a nadie. Llegué hasta mi casita y estaba destruida. Sin puertas ni ventanas. No sabía adónde ir. Entonces el Cutu empezó a caminar moviendo su cola llamando mi atención. Dudé en seguirlo, pero pensé que mis taitas se habían ido a vivir a otra parte. Así que decidí seguirlo. Él avanzaba soltando aullidos terribles que me estremecían el cuerpo. Caminamos varios pasos, hasta que ingresó al cementerio y se detuvo frente a una enorme cruz. Convulsionó unos minutos y [48]

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expiró, como si solo hubiese estado esperándome para guiarme hasta aquellas tumbas. Caí de rodillas y lloré mientras leía los epitafios de las cruces. Eran los nombres de mi taita, de mi mamita y de mis hermanos. Así ya solo y abandonado, decidí indagar por lo sucedido llegando a Calero, un pueblito vecino. Allí me enteré de que habían sido los cumpas quienes acribillaron a toda la gente y que al día siguiente llegaron algunos amigos y familiares de Pomachaca, Huaripampa, Chihuán, quienes recogieron los cuerpos y les dieron cristiana sepultura. Ahí me quedé y ahí hice mi vida, aunque en soledad. Me distraía solo visitando los pueblos vecinos. Hasta que un día llegó don Amador por el camino de Calero, arrastrando a su hija Catalina y con un puñal en la otra mano: “Ya te jodiste”, me increpó con voz aguardentosa. Allí entendí que el cuchillo y el embarazo de su hija me unían a ellos como una fuerza misteriosa y ciega. Ahora estoy empezando otra vida junto a mi hijito y Catalina, mi esposa, con la esperanza de aumentar gente aquí en este sombrío y solitario pueblo, en Infiernillo.

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Mi alma por Adelita A Efraín Zorrilla, por los días vividos y bebidos, allá en Huari, la tierra de la hermosa flor de huaganku.

El dolor me desgarraba el alma. Un dolor inmenso como si me metieran un cuchillo caliente en las entrañas. Como si me cortaran los testículos para dárselos a los perros cuando yo mismo estuviera viendo que se lo están devorando. ¡Eso sí que es dolor! No quería comer, solo morir. Entonces mi mamita, preocupada por mi situación, me dijo: “Tal vez te han hecho alguna maldad, hijito, ya le supliqué a don Shanti para que venga a verte, porque, según dicen, él es muy bueno, que habla hasta con el mismo demonio”. Fue así que una noche llegó don Shanti, desarreglado como siempre, con la barba crecida y chascando su lengua contra la bola de coca. Vestía pantalón de bayeta, sombrero negro y un saco raído por el paso del tiempo. Después de cenar, pasamos a una de las habitaciones ambientadas para la ocasión. Don Shanti prendió cinco velas blancas y dos negras. “Doña Rufina, tráigame un traguito de aguardiente y coca”, pidió enérgico. Yo me senté junto a él y mi taita se acomodó al otro extremo. Entonces le dije tímidamente, “Don Shanti, ¿usted podrá ver si me hicieron alguna maldá?”. “¡Ah!, Samuel, lo que tú quieres es el qatipa; está bueno, está bueno”. Empezó a chacchar, sentado sobre una banquita carcomida y sucia, combinando su llipta y su caleadora con un monótono Las almas también penan por amor

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movimiento, tomando algunos sorbos de aguardiente y fumando cigarrillo Inka, cuyo humo se dispersaba rápidamente en la tristeza de mi hogar. Después de un largo mutismo, susurró: “Samuel, cuéntame lo que te sucede, necesito saber para preguntarle a mi coquita”. Vacilé. Pero ya no podía más, necesitaba expulsar todo lo que sentía en esos momentos. Entonces le dije: “Me dejó la Adelita, me dejó. Resultó ser mala como todas las mujeres. Le di todo, le di mi vida, le entregué todo mi amor, pero al final ella solo aparentaba ser buena”. Unas temblorosas lágrimas caían por mis mejillas. “Toma aguardiente, muchacho, para que tengas valor. ¡No llores, hombre!, tienes que ser macho, ¡macho tienes que ser!”, dijo con rudeza don Shanti mientras yo seguía sollozando. Pasaron muchas horas entre chacchadas, traguitos y cigarros. Yo y mi padre lo secundábamos. Mi taita lo contemplaba chacchando su enorme bola de coca. Entonces don Shanti se llevó un puñado de coca frente a la boca, pronunció unas palabras que no alcancé a oír y empezó a examinarlo con mucha curiosidad, como si descifrara un misterio. Mi taita hizo lo mismo. Ahora ambos cogían las hojas una por una y las observaban dándoles vueltas y vueltas; murmuraban entre ellos, mientras yo me inquietaba más y más. Después de un rato, don Shanti movió afirmativamente la cabeza y sentenció: “Samuel, cholo, te han salado. Tú nunca vas a ser feliz en la vida, porque te han hecho la brujería. Te han fregado, cholo. Por eso fue que la Adelita se marchó lejos”.

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Me desmoroné. Sentí como si mi alma se aislara de mi cuerpo. La melancolía poco a poco se fue apoderando de mí como si me estuviera castigando a latigazos. “Don Shanti, ¿pero usted podrá sacarme la maldá?”, interrogué con tono nostálgico. “Cómo no. Vamos a sacar, pues. Pero hoy día no se va a poder; tiene que ser un día martes o un viernes, porque esos días anda suelto el demonio y tengo que pedirle ayuda”, me respondió convincente. El viernes de la semana siguiente, mientras mi mamita preparaba la comida bajo la lumbre, don Shanti regresó. Apenas había caído la noche. Lo invitamos a sentarse a la mesa y después de servirse picante de cuy y caldo de gallina, empezó el ritual invocatorio. Pedía a San Cipriano, patrón de los brujos y hechiceros. “¡Patroncito San Cipriano!, tú que conoces los sufrimientos del mundo, ayuda a tu hijo… ¿Cuál es tu nombre completo?”, me preguntó, antes de tomar un sorbo de aguardiente. “Samuel Miranda Meza”, respondí al instante. “A tu hijo Samuel Miranda Meza, ¡oh, patrón San Cipriano!, dueño y señor de la tierra, recibe esta pequeña ofrenda de tu hijo”, vació hojas de coca al suelo. “Patroncito, ayúdanos a localizar dónde está escondido la maldad”, continuó implorando con mucha fe y bebiendo más aguardiente, mientras mi taita y yo chacchábamos y amontonábamos el bagazo en una bolsita de plástico. Pasaron horas y horas entre el monótono ruido de la llipta y la caleadora, cuando don Shanti exclamó: “¡Samuel, está cerca! La maldad que te hicieron está cerquita, por aquí nomás está. Mi coquita me está avisando desde hace rato, por aquí nomás está. Vamos a buscar pues. La mamita coca no miente. Está cerquita nomás, está enterrada en Las almas también penan por amor

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un montoncito de tierra. ¡Lo sé, lo sé, la mamita coca no miente!”. Salimos a la calle contagiados por el entusiasmo de don Shanti y empezamos la búsqueda rincón por rincón, en los senderos inciertos de la oscuridad. Él, más impaciente que todos, agarró su lloque con mano firme y comenzó a golpear al suelo, “¡Está cerquita, por aquí nomás está!”, insistía. Yo permanecía inquieto, mudo y abandonado. Tenía miedo, un miedo que me llegaba hasta los mismitos huesos. Después de tanta búsqueda, golpeó con rudeza un pequeño hormiguero que se levantaba junto a la puerta y comenzó a desparramarlo. “¡Acá está!”, gritó. Llenos de curiosidad, corrimos a ver lo que encontró. Era un muñeco, al parecer, hecho con mi ropa y atravesado con agujas, alfileres, espinas y vidrios molidos. Tomó un sorbo de aguardiente y al momento empezó a retirar las inmundicias de la figurilla. Después esperamos el primer canto del gallo. Con el muñeco en la mano, se fue a botarlo a las aguas del río Puchka. “Ya no te preocupes, Samuel, ya estás curado. Ella muy pronto volverá contigo. Ahora vamos a ir al cerro Huacatuna a clamar por tu espíritu”, dijo dándome palmadas en el hombro y echando en su wallqui coca, cigarro y la bagaza que habíamos recogido. La noche se desvanecía y en cuestión de horas el sol haría su aparición, como siempre, soltando sus rayitos dorados por las alturas de Conín. Don Shanti partió hacia el cerro Huacatuna llevando al cinto un látigo y un machete. Caminaba presuroso, [54]

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acompañado por el débil resplandor de la luna. Sorbía aguardiente para acrecentar su valor, aunque el miedo irrumpía de cuando en cuando a su cuerpo. Sentía como si alguien le sujetara de los hombros, pero él avanzaba decidido. Después de un largo trecho, llegó a la cima. En el lugar donde se levantaba una enorme cruz, se puso de rodillas y derramó aguardiente, coca, cigarros y el bagazo. “¡Padre Apu Huacatuna!, conocedor de mil desconsuelos, me acerco a ti para implorarte por Samuel Miranda Meza. ¡Señor, solo te ruego que me mandes de regreso el espíritu de tu hijo!”, imploraba al compás de su llipta y su caleadora. En el silencio atroz que cubría la inmensidad del mundo, en esos momentos de incertidumbre, solo el aguardiente y la coquita eran fieles compañeros. De pronto, llegó una mariposa blanca junto a él. Según leí en un librito, las mariposas blancas eran las almitas de la gente. Esta se posó sobre la cruz, aleteando juguetona. “¡Ah, bandida, ya llegaste!”, exclamó con satisfacción al ver al profeta alado. Don Shanti emprendió el regreso sin voltear la cabeza, sin mirar atrás. &&& Desde aquella vez, la esperanza fue mi única compañera. Estaba seguro de que Adelita retornaría a mi lado. No me importaba que ella estuviera lejos, allá en la capital. Pasaron varios meses y llegó el crudo invierno. La lluvia caía rebotando entre las tejas y calaminas de las casas. El rumor del viento acrecentaba. Los perros aullaban a lo Las almas también penan por amor

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lejos como cuando sienten un muerto. Parecía nadie existir en el mundo. Hasta Dios, con ser Dios, está ausente para aliviar mi desdicha. Y entonces sonó la puerta. Alguien se asomó. Era ella. Reconocí su presencia. ¡Adelita! Salté de sorpresa y alegría. Temblé de la impresión. “¿Eres tú, Adela, mi Adelita? Estás aquí, viniste a mí”. La abracé desesperado. Adela me cogió de las manos y me susurró entre sollozos: “Samuel, perdóname, yo no quería herirte, perdóname. ¡Te quiero, te quiero mucho! Por eso he regresado, para estar contigo, para irnos los dos”. Estalló en un llanto conmovedor: “No llores, Adelita. Yo también te quiero, te quiero mucho”, musité acurrucándola entre mis brazos. Esperamos que cesara la lluvia y, tomaditos de la mano, salimos de la casa. Caminamos un buen trecho, hasta llegar junto a la roca de Caparachín. Curiosamente esta se veía más hermosa, majestuosa, cual montaña del gran canal de Jancu. “Samuel, dijo ella mirándome a los ojos, estas rocas son testigo de la verdad de mi amor. ¿Recuerdas? Aquí nos dimos el primer beso. El día en que estas rocas sean movidas, te llevaré conmigo, lejos, donde nadie nos encuentre. Solo ten paciencia. Confía en mí”. Luego, sin despedirse, caminó por la carretera a Tarapampa. Quedé mudo. Todo era incomprensible, ¿acaso estaba soñando? Ella avanzaba sin inmutarse, yo quería llamarla, mi alma destruida la necesitaba, quería vivir con ella, morir con ella. Pero no podía pronunciar palabra alguna, en eso, creo parpadeé, cuando la vi desaparecer por el desvío al [56]

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pueblito de Calero. Sentí miedo. Mis piernas empezaron a temblar y se estremeció todo mi cuerpo. Desfallecí. Así pasé los días y meses entre la incertidumbre y el sufrimiento. Pero yo seguía esperando, como siempre lo había hecho, porque ella prometió volver. Ahora recuerdo con amargura aquel amanecer maldito en que los pobladores, en una faena dominical, destruyeron la roca de Caparachín —lugar donde por primera vez besé los labios de mi dulce Adelita—, según dijeron que para dar mayor acceso a la caída del canal de regadío. Me encontraba recostado sobre un pellejo cuando escuché el tronar de la dinamita. En segundos, empecé a verlo todo opaco, como si el humo de la detonación traspasara las paredes. Con mucha pena, comprendí que había llegado el momento. Era como si de verdad estuviera esperando a la muerte: la respiración comenzó a cortárseme y las bagatelas del mundo empezaron a desvanecérseme. “Adela, te quiero. Te juro, Adelita, que por ti soy capaz de regalar mi alma al mismito diablo”, pronunciando con dificultá estas palabras, expiré como todo hombre mísero y olvidado. &&& Entre sollozos velaban mi cuerpo. Mi mamita se desmayaba a cada momento y mi taita solo tomaba y tomaba, tal vez para olvidarme. A mí me da mucha pena ver todo eso desde este pacae. En verdad fue la noche más triste de la tierra; parecía que no existía vida en el pueblo. Solo el huaychó, ave de mal agüero, cantaba a lo lejos bajo los eucaliptos. A veces, quería ir a consolar a Las almas también penan por amor

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mis taitas que tanto sufrían por mi culpa, pero no podía, porque estaba esperando al shapinco. Me dijeron que iba a venir por mí. No le tengo miedo, aquí mismo lo espero… Serían casi como las tres de la madrugada. Cuando ya empezaban a cantar “El Poderoso”, un viento indolente hizo sentir su presencia y, desde el camino que viene del barrio de Tranca, se acercó una enorme sombra. Allí está el shapinco, me dije. Viene en forma de una mula enorme que a cada paso suelta resplandores entre sus patas. En eso que estaba concentrado, me distraje viéndoles al Dionisio y a la Cecilia saliendo sigilosos de mi velorio y detenerse junto al pacae donde yo estaba, poseídos por el pecado. “Carajo, en mi velatorio ese jijuna del Dionisio haciendo sus tonterías”, me dije. En eso me di cuenta de que la mula salía arrastrando mi ataúd con sus enormes dientes, desapareciendo a grandes brincos por la inmensidad del mundo. Todos quedaron perplejos: las mujeres cayeron fulminadas al suelo, mientras que los varones, entre ellos mi primo Mansueto, dominados por el licor divino y amargo, salieron de inmediato en busca de mi féretro. Habían indagado en casi todos los rincones del pueblo, hasta que dieron con la calle de Callashjirka, donde vieron que cuatro hombres vestidos de negro llevaban mi caja sobre sus hombros. No les bastó el licor para mantener las fuerzas. Les empezó a temblar las piernas y cayeron de rodillas. ¿Esto será el fin del mundo?, pensaron, mientras la luz de sus ojos se desvanecía como un eclipse.

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Teresita A ti, dulce torcacita del Puchka; por el primer suspiro de amor.

Estos últimos días pasaron llueve y llueve, acompañados de truenos y relámpagos. Toditos los pueblos vecinos inundados, puentes caídos, gente y animales ahogados, arrastrados, algunos flotando sobre las aguas del río Puchka. Era para temerlo. A ratos parecía que el mismito cielo estaba ya por caerse, cada pedazo de nube se derretía con gran rapidez para luego convertirse en baldazos de lluvia torrencial, mientras el Puchka, embravecido, crecía a cada minuto, a cada segundo. Rugía, bramaba, lloraba haciéndonos asustar a toditos. Desde muchísimo tiempo, desde que yo era pequeño, no había llovido así. “¡Ay, Dios mío!” –gritaban las ancianas. “¡Virgencita del Socorro!” –añadía el padrecito de la iglesia con las rodillas plantadas en el suelo enlodado y las manos elevadas al cielo. En pleno aguacero, el Zorrito corría como perturbado, desalentado y taciturno, poniendo como testigos, además de mí, solo a los truenos y relámpagos, porque no había ni un alma a la vista. Dobló la esquina de la vieja iglesia y corrió en dirección al río. Yo iba tras él, empapado y gritando que se detenga sin que me hiciera caso. Actuaba como si yo no existiera, como si le gritara al sordo Callashjirca. Llegó a la orilla, tampoco se detuvo. ¿Acaso no tenía miedo? Trepó como loco sobre una inmensa piedra donde el agua le llegaba casi hasta la cima. Parecía Las almas también penan por amor

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endemoniado. Dirigió su mirada al cauce de profundidad agreste. El caudal rugía y se rompía en olas furiosas, arrastrando abundantes piedras y maderas. Esto hacía más temible todo el panorama y ni aun así se detuvo el muy jijuna. “¡Zorrito, no lo hagas she!”, le gritaba con la esperanza de que se detuviera. Pero él nada de hacerme caso, estaba como en otro mundo. Solo y abandonado. “Teresa, Teresita, el mismito destino se encargó de separarme de ti. Teresa, Teresita, a veces pienso que solo yo soy el culpable de que me hayas olvidado. Pero así es la vida, ahora no puedo sacarte de mi pensamiento”.

Recorrió con la mirada el horizonte lejano: los cerros, las pampas, los árboles como despidiéndose de ellos y volteó a donde yo estaba, que me iba acercando entre sollozos. “¡Zorrito, no lo hagas, she, no vale la pena, piensa en tus taitas; en lo que sufrirán si tú no estás!”. “¡Pipi, ya no quiero vivir!, ¡déjame! Solo deseo la muerte. Si algún día llega tu prima, le dices que me perdone, ¡que todo lo hice por ella!”. Diciendo así, ¡puc!, se lanzó al río y desapareció entre el bramido de la corriente. En esos momentos no supe qué hacer: gritar como loco, llorar, desmayarme o también lanzarme al río. Solo alcancé a inclinarme por el peso del dolor y caí de rodillas, cubriendo mis ojos con las manos. “¡Noooooo!, ¡Zorrito, nooooo…!”, solté un gritó atroz. “¡Noooooo!”, contestaron los cerros. [60]

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Me puse de pie, me acerqué al borde de la piedra, dirigí la mirada hacia el cauce lejano –pensando en que el cuerpo del Zorrito estaría siendo llevado por las aguas furiosas–, pero no, no había nada, solo uno que otro tronco que era arrastrado. “¡Nooooooooo!, ¡Diosito, noooooo!, ¡no puede ser!”, volví a gritar, consternado, sintiendo que mis gritos llegaban hasta los mismitos cerros, hasta el mismito sol para luego perderse entre el torrente inmenso del río Puchka. Al chocar con la profundidad del bravo bunli, tragó harta agua, sintió que palidecía y se arrepintió. Entonces mordió, rasguñó, pataleó, lloró, manoteó, hasta que por fin logró soltarse de los brazos del endemoniado río. Entonces, ya resignado, dirigí la mirada hacia el mismo lugar donde el Zorrito se había aventado, pensando que su cuerpo se habría quedado allí atascado entre los matorrales. Y en verdad, él estaba allí. En esos momentos se estaba poniendo de pie, sujetándose con fuerza de una rama de molle todo maltrecho, con la ropa empapada y el rostro lívido. Unas gotas de sangre le caían por la sien. Al verlo así di un salto como el mismito puma. A un cantito nomás y tanteando, tanteando para no hundirme, fui acercándome, poco a poco, hasta dar con él. Lo abracé fuerte. Sangraba. Su cara y sus brazos estaban llenos de rasguños, como si se hubiera agarrado a trompadas con una mujer. “¡Pipi, cholo, no sé qué jijuna pasa, quiero morirme, pero ni el río quiere llevarme!”, diciendo, me abrazó entre sollozos...

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Esa tardecita de la corrida de toros en Vincocota, yo no pude asistir porque le estaba ayudando a mi taita en su taller de carpintero casi todo el maldito día. A eso de las cinco de la tarde, gracias a Dios, habíamos terminado el encargo que nos dejó don Jacinto. Recién a esa hora mi taita me dejó partir. Cuando ya me acercaba al barrio de Capllaq, me encontré con Noemí, que venía bañada en lágrimas. Me acerqué amablemente, tratando de calmarla; para luego preguntarle sobre la pena que le aquejaba. “Zorrito, es que el Sandoval piensa que seguimos viéndonos a escondidas y cada que se emborracha me cela contigo”. “Pero, si eso no es verdad. Hace muuucho tiempo que terminamos. No llores, Chinita. Mejor dime dónde está el Sandoval”, indagué. “Allá en la corrida de toros. Está tomando harta cerveza con los hermanos Arquínigo”. “Entonces vamos. Voy a decirle que entre nosotros ya no hay nada”, le dije, para tranquilizarla. “Gracias, Zorrito, por preocuparte por mí”. Me agradeció. Caminamos juntos, ella ahora más calmada. Cuando ya pasábamos los montes de Cardonal, no sé cómo te veo, Teresita. Venías acompañada de tu mamita Silvia. Yo no sabía ni dónde meter el hocico, aunque no estaba haciendo nada malo. Y estoy, completamente, seguro que tú en esos momentos me habrías estado odiando, porque para mi mala suerte todo el mundo seguía pensando que yo andaba con ella. Traté de explicarte con los ojos, pero tú ni me miraste. Solo saludé a tu mamita. “Ahora sí, Zorrito, vas a tener pleitos con ella, y todo por mi culpa”, me dijo Noemí bastante avergonzada. “No te preocupes, ella sabrá entender”.

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“No, Zorrito, corre a buscarla. No vaya a ser que el Sandoval también esté viniendo, allí sí va a pensar lo peor”. En mis adentros me dije, tal vez tengas razón. Di media vuelta y regresé a buscarte, apresurado. Te mandé llamar con tu hermana Irma, pero tú no querías ni verme. Recién allí comprendí que me estabas odiando con toda tu alma. Al día siguiente, tempranito, mientras tomábamos el desayuno, golpearon la puerta. Mi mamita salió presurosa. “¡Zorrito, te buscan!”, gritó renegando. Salí con los nervios de punta, pero alegre, porque pensé que eras tú, Teresita. Y no, era tu primo Pipi. “Oye, she, esto me ha mandado la Teresita”, dijo con la vanidad de un pavo, entregándome un papelito. Lo desdoblé al instante y reconocí tu letra. Comencé a leer:

“Zorro, no quiero seguir contigo porque eres un mentiroso, sigue con esa, con Noemí o con quien tú quieras. Ya no quiero saber nada de ti, ayer te he visto con ella, yo no soy ningún juguete tuyo. Tú por tu camino y yo por el mío. Adiós”.

Esa vez mi primo Juvenal nos había llevado como peones al Zorrito y a mí hasta su chacra de Huayó. Aporcamos papa toda la mañana, tirando nuestra chichita con alcohol y un poco de coca. Trabajamos ganándonos todavía. Pero desde muy temprano, el Zorrito estaba triste y solo, como si llevara una pena tan grande en el alma. Ni se reía de los

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chistes que de rato en rato soltaba el Juvenal, con lo gracioso que era. Sol del mediodía. Sol que quema hasta las entrañas. Almorzamos picante de cuy con harta chicha de jora. Después, el cielo se puso negro, melancólico; y al rato empezó la mangada acompañada de truenos y relámpagos. La tía Rufina nos sacó más chichita de jora y su alcoholcito para ir bebiendo hasta que calme el aguacero. Nos pusimos a tomar como condenados, siempre con nuestra coquita para aliviar el frío. El Zorrito nada de reaccionar, estaba como en otro mundo, loco y abandonado, pensando no sé qué cosa, sentado sobre el batán. Solo el Juvenal y yo tomábamos y chacchábamos al compás de nuestra llipta y caleadora. Hablando y riéndonos, solo le alcanzábamos el vaso de rato en rato. En eso que estábamos, vi que los ojos del Zorrito empezaron a lagrimear, aunque no nos quería decir nada. Prefería callar su dolor. Entonces, en silencio, continuamos tomando, hasta que veo que el Zorrito tenía entre sus manos el cuchillo de matar chancho que el taita del Juvenal había dejado bien afiladito sobre el batán. Y en nuestra presencia, sin importarle nada, sin siquiera tener respeto a la tía Rufina que ya estaba bastante viejita, el jijuna del Zorrito se lo puso al pecho, justo a la altura del corazón, y empezó a clavárselo, empuñándolo con rabia. Harto, harto nos asustamos, y la tía Rufina empezó a llorar de la desesperación. “¡Dios mío!”, gritaba entre sollozos.

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Pero yo en el fondo no le hacía caso, porque pensé que solo quería asustarnos como esa vez en el río. Pero viéndolo bien, no había nada de mentira, el cuchillo estaba allí, entre sus manos, temblando con frenesí; tratando de hundirse. Cuando de repente, el Juvenal se abalanzó sobre él, como el mismito puma, luego yo, hasta que en un forcejeo violento logramos arrebatarle el puñal. Él continuaba gritando como toro embravado y endemoniado. “¡Teresita, no quiero vivir sin ti! No puedo soportar tu ausencia, pero no sé qué pasa, cuchillo también no me mata”. En tu cartita no me decías ni Zorrito como siempre lo habías hecho, sino ahora me llamabas Zorro, como si en verdad me pareciera a ese asqueroso animal. Apenas terminé de leer tu carta, sentí que mis lágrimas empezaron a caérseme. Mi vida ya no era vida. Te perdí, Teresita, como a la gota del rocío que cae al suelo y desaparece para no volver. Lancé un suspiro porque no podía resistir más, solo me esperaba la muerte. “¿Dónde está tu prima?”, pregunté sollozante. “Ella acaba de viajar a Lima, y dijo que para nunca más volver”. Desde esa vez han pasado cinco años, Teresita. Y hoy que te he vuelto a ver, tú pensarás que no sé nada de ti, pero en estos años siempre estuve enterado de las cosas que hacías gracias a tu primo Pipi, que siempre estuvo conmigo en las buenas y en las malas. “Caray, Zorrito, me decía, siempre una mano lava la otra y las dos juntitas lavan la cara”. Cuántas veces me salvó la vida. Es que Teresita: agua no me llevaba, cuchillo también no me mataba, a pesar de que yo no quería vivir sin ti. ¡Para qué pues!, sin ti nada tenía razón. Las almas también penan por amor

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Siempre sentí tu eterna ausencia. Recién pues hoy me doy cuenta de que fui un tonto al dejarte ir. Te perdí, así como un ciego pierde la vista. ¿Pero en verdad serás feliz con ese hombre que hoy se galantea junto a ti como un gallo altanero que acaba de ganar una pelea? ¿Me habrás olvidado ya, Teresita? ¡Maldita sea el destino! No pude hacer nada. Quise viajar a Lima, quería buscarte, pero mis taitas no me dejaron. Ahora ya tienes una hija y yo solo te pregunto: ¿Me has olvidado ya?, ¿eres feliz con ese?, ¿me sigues odiando todavía Teresa, Teresita?...

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SERIE: LITERATURA ANCASHINA CONTEMPORÁNEA


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