El trabajo de Edgar Sánchez pudiera ser leído como una suerte de síntesis combinatoria entre su pasión central, la pintura, y una que va a la zaga, pero no muy lejos de la caravana principal: la arquitectura, en la medida en que acota los ámbitos en los que se realiza la acción del hombre.
Casi toda la obra reciente está imantada por un color color naranja que remite a dos instantes límites: el amanecer o el ocaso. La atmósfera que determina estos espacios líricos está cargada de ambigüedad: no sabemos si se aproxima una catástrofe, si la calamidad ya ocurrió o si, simplemente, son seres humanos como atemporales que deambulan al atardecer.