Con el paso del tiempo, el arte de Santiago Cárdenas ha ido adquiriendo un cariz cada vez más reflexivo, que encarna en una pintura como contenida, que intenta borrar al máximo las huellas de su quehacer en el intento de asimilarse por completo a los objetos representados por medio de la mimesis, y que encuentra en ella placer estético, ese placer que, según Aristóteles, otorga la perfección en la imitación. Hasta que en 1987 se produce una dramática ruptura (que se prolonga durante los noventa): el artista reivindica entonces otros goces de la pintura, más inmediatos, más sensuales: el de los brochazos, de la materia-pigmento, de la explosión de colores. Y también el goce de expresar lo dionisiaco y de atender a los afectos.