La virgen

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La Compañía de

María Iconografía Célebre de México Tomo II

Gabriel Freyre


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Primera edición 2012 Gabriel Freyre fugas_giga@hotmail.com

@mododever Diseño de carátula: Julio César Rodríguez Concepto gráfico y diagramación: Adriana Sánchez Moreno Ilustración mapa de México: Alejandra Riveros


alí buscando a Dios y encontré a María De muy joven abandoné el hogar, rebosante de energía me encaminé por la senda de lo desconocido tras un ideal, y herniado de beber los vientos no sólo forjé quimeras, crean que de buscar con tanta fe yo también tuve mi recompensa. Fueron quince años recorriendo pueblo por pueblo, viajando como un golfo, sin aspiraciones claras ni metas, andando por el simple hecho de andar y confinado a apostar en las más deliciosas aventuras, por los floridos países de América. En aquel entonces, la impresión que tenía de la Virgen María era puramente emblemática. Recuerdo que alguna vez una piadosa ama de casa, me obsequió la estampita de Nuestra Señora del Camino, la cual en los años


subsiguientes, se ganó cientos de miradas, orando serena con su habitual ternura entre las hojas de mi agenda. Por tradición familiar y dentro del seno de mi hogar, el respeto a Nuestra Señora fue siempre religioso. Mas lastimosamente, debido quizá al desconocimiento y en parte también al desapego por el credo, yo estimé erróneamente como un aderezo ornamental su corona y aunque adorable su divina tutela, displicentemente ajena. A pesar de ello, en mis años de peregrino, ni hubo la necesidad de implorar por su auxilio, a causa de que sus gracias fraguaron mi suerte permanentemente, con indulgente benevolencia. Tampoco he tenido siquiera la oportunidad de contar las veces que me salió



al frente del camino, consintiendo compasivamente con arrojo desmedido de Madre, para reponer vigor y fortuna en medio de las emergencias. Confiriendo a su vez la brillante luz y la humilde corazonada, que ayudara escasamente a comprender: quién es la Personalidad que aboga bajo el Cielo en humana defensa.

No hay necesidad de ser reacio, después de todo, nunca nadie fue excluido de su afecto y todos están invitados a comprender este misterio, que nos reconcilia con el pasado, con nuestra sociedad, con Nuestro Padre, su Hijo y su Iglesia.

Y para que vean como son las cosas, hay quienes todavía no atinan a apreY al final, no pude evitar tomarle ciar todos los sagrados ministerios del cariño, pues Ella es modelo de be- Señor, pues su obsesiva impugnación lleza, perfección y pureza. Devota de la valiosísima fuente de tradición ejemplar, consejera de los verdaderos les lleva a inquirir por intrincadas apóstoles, guía del caminante, patro- vías que no son siempre las correctas. na y estrella. En cambio, nuestro blando e intuitivo pueblo latino (pueblo de Dios) No de simple ni de bobo, nuestro ¡con cuánta piedad le eleva sus preces pueblo se arrodilla constantemente a Nuestra Señora, y con cuánto carifrente a su altar para rogar, agradecer ño le reza! y murmurarle suavemente, pero con la fibra de su corazón ¡Y cuán sincero María –como veremos en la siguiente es su amor y reverencia! No en balde meditación– es templo de Dios, amor fue nombrada patrona y pionera por de nuestros ancestros y merece defefundadores, conquistadores y liber- rencia, ya que es risueña su devoción y tadores de América. No por nada las romántico su culto; María es como el historias de todas nuestras naciones maíz, como la luna, como el Dominoscilan en torno a Ella. Sepan que go; María es nuestra. Es base fungracias a Nuestra Señora, tanto na- damental en el asiento de nuestros turales como mestizos, quedaron in- pueblos, máximo tesoro de América. tegrados (bajo el rebozo de su manto Yo que salí buscando a Dios no pude matriarcal) con aquellos barbudos evitar encontrarme con Ella. recién llegados del Viejo continente a estas tierras.


NTRODUCCIÓN Opinión personal del autor

Opinión personal del autor. Debajo del cielo, aun hoy (en esta era de adelantos) no puede ser refutado ni menguado por humanos instrumentos el plan infalible del Mesías. Sin embargo, todavía discurren obstinados juicios, osando rebatir aquellos límpidos dotes que el propio Padre confirió a Nuestra Señora, tales como son: la recepción y resguardo de su Simiente Divina. Si dentro del empleo apostólico universal, desde el origen mismo del cristianismo se le vienen rindiendo sus debidos homenajes a la Madre de Dios ¿qué base tan insidiosa y arrogante ostenta desaprobarlos hoy día?

Desde luego, el reconocimiento inicial y el brío de su santo nombre, ha sido impulsado por los primeros apóstoles (siempre a pedido expreso de Nuestro Señor Jesucristo). Porque es consabido que desde la Cruz, en la hora crucial del trance de su partida, exhortó a Juan – su discípulo – con la inquebrantable solvencia de su máxima: “He aquí a tu Madre”, refiriéndose, claro está, a la pudorosa Virgen María. De allí empieza a manifestarse el misterio de su virtud dentro de la Iglesia de Dios, como “cabeza” y guía. Gobernando, o mejor dicho, orientando con celo de Madre, al grueso de evangeliza-


dores, para que observen y no descuiden los mandamientos conferidos por Jesús. Bendiciéndoles también en sus santas misiones (convertidas hoy en escuela y doctrina). Por ello decimos que Nuestra Señora es consagrada Madre de los Santos Apóstoles, así como de los ministros inferiores y de todos los fieles que se asocian en virtud de la fe – la cual se vivifica y se renueva a lo largo de la existencia por medio de la eucaristía –. ¡Y cuán eterno e infinito es su amparo, al igual que su maternidad y sus enseñanzas! Porque tras su inapelable ejemplo de amor puro y devoción sin par, edifica un modelo íntegro, para la práctica de una adoración humanamente digna. Tan pura debe de ser la esencia de Nuestra Señora, que desde su acrisolado cuerpo adopta la carne el Hijo de Dios o la Tercera Persona de la Trinidad. Más profunda y divina que terrenal tiene que ser su relación con el Padre, pues el templo de su seno es Sagrario, donde el Espíritu Santo se localiza. Quienes todavía juzgan burda y perecedera su bienaventurada naturaleza, pues se engañan, ya que tan vasta y eterna es su existencia como la Iglesia misma. De ninguna manera es un sacrilegio comparar su Santísima Persona con la “Casa de Dios”, después de todo, María, aparte de lo antedicho, también educa e ilustra con su ejemplo, a pedido del Señor “gobierna”, y por gracia del Espíritu (alojado en su interior) también santifica.


Nuestra Señora de los Remedios (Naucalpan):::::: 16 Virgen de los Milagros (Tlaltenango) ::::::::::::::::::24 Virgen del Rayo (Parral):::::::::::::::::::::::::::::::34 Nuestra Señora de los Remedios (Totolán)::::::::::44 Virgen de Zapopan ::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::52 Nuestra Señora de los Lagos:::::::::::::::::::::::::60 Nuestra Señora de los Remedios (Huajicori):::::::70 Nuestra Señora de la Asunción(Jalostitlán)::::::::76

Nuestra Señora de Tonatico:::::::::::::::::82 Virgen del Roble:::::::::::::::::::::::::::::::90 Virgen de Izamal ::::::::::::::::::::::::::::::98 Nuestra Señora de la Soledad (Oaxaca):106 Virgen del Chorrito:::::::::::::::::::::::::::116 Virgen de los Remedios (Zitácuaro):::::::122 Virgen del Sagrario (Tamazula)::::::::::130


NDICE

Virgen de Quilá:::::::::::::::::::::::::::::::::::184 Santa María de Tonantzintla::::::::::::::::::192 Virgen de los Remedios (Cholula)::::::::::::200 Virgen Candelaria (Tecomán)::::::::::::::::206

Virgen de Juquila::::::::::::::::::::::::::::::::::138 La Purísima (San Lucas)::::::::::::::::::::::146 Virgen del Cerrito (Durango):::::::::::::::::152 Virgen del Pueblito (Escobedo)::::::::::::::::158 Virgen del Rosario (Zapotlanejo):::::::::::::164 Virgen de los Remedios (Tequisquiapan):::170 La Purísima Concepción (Celaya)::::::::::176

Virgen del Buen suceso (Tianguistengo):::::214 Nuestra Señora de la Bala:::::::::::::::::::::220 Nuestra Señora de la Soledad(Acapulco)::228 Santa María de Guadalupe:::::::::::::::::::236




Virgen de Acahuato (Acahuato):::::::::::::::::::::::




Su estofado original, presenta un nacarado a la manera que lo hacían los escultores españoles del siglo XV.(Ver tomo 1-pag. 122).

escasos doce kilómetros, en el oeste del Distrito Federal, tenemos a San Bartolomé de Naucalpan y allí armoniosamente encumbrada en una loma se hace visible la basílica de Nuestra Señora de los Remedios. Con su alegre imagencita titular de escasos 27 centímetros de altura, la cual fielmente lleva a Jesucristo afirmado de su noble pecho. Ambas tienen un valor incalculable, tanto sentimental como histórico, pues están estrechamente ligadas a la conquista de Tenochtitlán (antigua capital de México). Esta respetadísima advocación de María, si bien nace como un culto común entre los españoles, ya que formó parte del estandarte ibérico, también fue muy querida por mestizos y naturales, pues su acrisolada presencia dentro de los cuantiosos hospitales (que abundaron diseminados por todo el Nuevo Mundo) trajo harto favor y consuelo. Se afirma que esta pequeñita talla del siglo XV, fue traída de España por un soldado de las huestes conquistadoras al mando de Hernán Cortés. El piadoso caballero se llamaba Juan Rodríguez de Villafuerte, y alegan que a su vez éste la habría adquirido como presente por parte de un hermano suyo, (el cual practicaba la caridad en España como religioso agustino) reteniéndola desde entonces consigo, adoptándole grande estima y apego. Se dice que hasta los conflictos desencadenados en la “Noche triste”, don Juan de Villafuerte le cargó siempre consigo –debido a que el modesto porte de la misma facilitaba su traslado sin Virgen Virgen de de Los Los Remerios remedios


mayor impedimento–. Consta en los registros históricos, que cuando Hernán Cortés fue recibido en la gran ciudad por el emperador Moctezuma, el famoso conquistador logró escabullirse dentro del panteón de los ídolos (hasta el momento regido por el temido Huitzilopochtli) y una vez allí, en su empeño por abolir las falsas supersticiones, mandó derribar los fetiches y en su lugar encargó sustituirlos por la Santa Cruz y por la prodigiosa imagen al resguardo de Villafuerte, dando inmediatamente gracias a Dios y culminando todo aquel procedimiento con una misa cantada por el padre mercedario Bartolomé de Olmedo. A la muerte del rey azteca, los nativos se revelaron en contra del ejército español, que no tuvo más opción que salir huyendo (debido a la disparidad numérica entre ambos ejércitos). Lo que impidió quizá, una mayor cantidad de bajas entre las facciones españolas, fue que a tiempo lograron ocultarse al oeste del camino de Tlacopan –hoy Tacuba–, al resguardo de un Cu u oratorio de la deidad en el cerro de Toltepec, donde el enfurecido tropel de indígenas no se animó a entrar, por considerar ésto un sacrilegio.

Se debaten las opiniones si fue que en aquella fatídica noche, la imagen fue abandonada o si acaso los soldados decidieron esconderla en el arrebato del éxodo. Pero lo cierto es que veinte años después fue felizmente hallada en Toltepec, entre el hueco de unas raíces de maguey, muy abundante entonces en aquel cerro. El afortunado aborigen que le halló quedó ungido por la historia, como un aborigen recién convertido, bautizado con el nombre de Juan de Tovar. Éste, así como la recogió del cerro de Toltepec, la arropó en la calidez de su hogar, concediéndole respetuosa adoración y amorosos afectos. Allí permaneció la imagen de Nuestra Señora por un tiempo, pero la noticia del hallazgo movilizó a las autoridades a levantarle una sencilla ermita para la Virgen de los Remedios. La estimación por esta advocación se debe, desde luego, a la memoria de aquella primera intervención, la cual impidió que el grueso de españoles sucumbiera en aquella ocasión histórica, pero en especial por atribuírsele la sanidad física y espiritual de su pueblo. En reconocimiento de ello, la feligresía en 1974, solicitó al Papa Pablo VI, que se le coronara con solem-


nidad pontificia, celebración efectuada por el Seminario Diocesano y

por el ilustrísimo obispo fray Felipe de Jesús Cueto.

REMEDIOS Y MILAGROS EN LA CONQUISTA Cuentan las relaciones primeras, que iniciando la conquista de Tenochtitlán, el osado Hernán Cortés logró filtrarse dentro del gran templo pagano dedicado a Huitzilopochtli y una vez allí no solo mandó derribar los ídolos, sino que en su lugar, enarboló un crucifijo junto a esta pequeñita imagen de Nuestra Señora, y para evitar profanaciones, dejó a un soldado permanente prestando cuenta de ello. Prosigue esta apasionante epopeya, confirmando que al ver ocupado el lugar de sus ídolos, algunos indios encolerizados, intentaron desmontar la Cruz aparejada a un lado de la talla de Nuestra Señora (por cierto muy devotamente adecuada sobre una repisa de madera) pero cuentan que el estandarte de Cristo –velado de cerca por Nuestra Señora– se volvió tan pesado que finalmente no pudieron. Del portento se dio inmediatamente aviso a Moctezuma, quien juzgó todo aquello como un gran misterio. De todas maneras, tremenda fue la desventura del ejér-

cito español, cuando en una noche de Junio, debió escapar fuera de la gran ciudad de Tenochtitlán, por una sorpresiva embestida de los aborígenes, quienes prometían acabar con cada uno de los forasteros. Y de seguro, así hubiera sido, sin la ayuda de Nuestra Señora, quien salió personalmente al socorro de sus defendidos – superados éstos en más de cien a uno– horrorizando a los locales, arrojando tierra en sus ojos y dejándolos perplejos. Pues quiso la dulce auxiliadora, guiar a Cortés con su ejército por el oriente de la ciudadela hasta lo alto de un montecillo, y allí compareció Ella con su blanca figura, justo en la puerta del adoratorio sagrado, envuelta en una especie de aura vaporosa azul celeste que le deslizó flotando cual si fuera un cuerpo etéreo. Y mientras dejó a salvo sus protegidos en aquel sito (denominado entonces como Otoncapulco) lo mismo ayudó a curar las heridas y remedió el desaliento. Le recuerdan también los sobrevivientes llevando al viento su cabello

Virgen de Los remedios


doradísimo, como rayos de sol, obligando a los perseguidores al retroceso. Coinciden los analistas en que: bien hubieran podido los mexicanos darles sepultura justo allí a los españoles, en aquella noche en la que sucumbieron más de quinientos de ellos. Y si bien los españoles lograron salir del cerro de Toltepec, Nuestra Señora quiso que en ese mismo sitio (ancestralmente sagrado) le fuera dedicado su culto, y que un aborigen sea el primero en ocuparse de ello. Al parecer, en medio de la confusión del pleito, entre las raíces de un maguey quedó abandonada la talla de Nuestra Señora, e intacta fue hallada veinte años después, manteniendo siempre con ternura al Niño Jesús, ceñido entre el vistoso reboso de su estofado y su bracito izquierdo. Su afortunado descubridor fue un cacique indígena llamado Quautli, quien recién convertido al catolicismo y bautizado con el nombre de Juan de Tovar le llevó luego a su pueblo (San Juan Teocalhuicán) donde la conservó afectuosamente para su consuelo. Se sabe también que el cacique le profesó apasionada veneración y cuentan que en el altar improvisado de su choza, nunca le faltó comida ni flores o lumbre a Nuestra Señora, pues le adoraba del mismo modo que a una deidad pagana: siempre adornaba de guirnaldas, plumas y

los más extravagantes aderezos, pero a pesar de ello, ésta se volvía sola a la cima del Cu u oratorio del cerro. Aquel cacique intentó mantenerla en secreto cerca de diez años y por último ensayó recluirla dentro de un cofre con cerrojo, para reparar si así perdía su cariño por el monte y cobraba amor por su casa, pero también fue inútil esta empresa, pues la taumaturga imagen una y otra vez se volvía a su antiguo paradero, en donde aquel indito llamado Juan, la había hallado en un comienzo. Al fin, un día este nativo le confesó todo lo sucedido al maestre escuela de la orden franciscana, don Álvaro Treviño, quien también ejercía el santo oficio en el poblado de Tlacopan (a modo de padre doctrinero) y este gran barón de mucha virtud, aunque quizá sin entender todavía la procedencia de la imagen, levantó un altar frente a la casa de Juan y ahí se colocó a la imagen de Nuestra Señora, pareciéndole que tal vez así atraería la devoción de más vecinos del pueblo. Quizá, con


el tiempo fue menguando el fervor de este indio por la Virgen de los Remedios, a tal punto que una vez que enfermó de gravedad ya no quiso implorarle y más bien se aferró a la advocación guadalupana de México, que por supuesto lo recibió en la enfermedad y a su dolor dio término (mas no, sin antes expresarle con dulzura su anhelo: de no descuidar a la Virgen de Naucalpan y en cambio edificarle una capillita en la loma, en donde la había hallado en un comienzo). Así que cumpliendo este mandato, Juan, con la ayuda de los vecinos, puso dicha empresa en marcha sobre la cumbrecita del Otancapulco, en donde a Nuestra Señora se le comenzó oficialmente a rendir culto público a partir de 1553, más o menos. Allí, con el compromiso y aprobación del ayuntamiento de México, en 1574 y quizá todavía sin caer en cuenta del singular origen de aquella sagrada imagen, se le inició

una capilla más decente a la santísima Virgen de los Remedios. Gracias al compromiso del regidor García de Albornoz, en 1575 es erigida la cofradía y posteriormente la diócesis de Nuestra Señora con cede en Tlalnepantla (que quiere decir en náhuatl, Tierra entre medio). Tal fue la estima y reputación que tomó esta dulce advocación, especialmente entre la comunidad española, que el 31 de Octubre de 1810, estando los insurgentes a las puertas de la Ciudad de México, el virrey le fue a implorar su protección. Cuentan que éste puso en sus manos el bastón de mando y le resguardó temporalmente en la catedral, por miedo a cualquier usurpación de los insurrectos. Anualmente se celebran especialmente cada 1 de Septiembre estas fiestas patronales, que comienzan desde 23 de Agosto y se dilatan, hasta el 16 del mes siguiente.


La Virgen de Tintoque (Valle de Banderas)::::::::::




uántos favores quiso conducir hacia su pueblo Nuestro Señor, por medio de esta prodigiosa talla de apenas 90 cm de alto! Tan angelical y delicado ha sido su glorioso advenimiento y su tierno ondular a lo largo de la historia, que en el ámbito popular cobró fama y título de Nuestra Señora de los Milagros. La imagen original de Ntra. Sra. ostentó por años una peana de madera, la cual fue decorada por el español Francisco Serra y esculpida por un artista mexicano. Se desconoce el paradero de ambas, evidentemente las actuales son simples réplicas.

Una dichosa comunidad, ubicada a 3 kilómetros de Cuernavaca, vio nacer la primera capillita dedicada a San José por el año de 1523 –la misma cumplía con la tarea de asistir espiritualmente a los múltiples trabajadores del ingenio azucarero que allí permanecía operando–. Cuentan las crónicas que un par siglos más tarde, por la antigua hacienda (ya convertida en un decente pueblecillo) llegaron buscando en dónde hospedarse dos mozos de aspecto noble y gallardo. Sus buenos modales y rubios semblantes causaron muy buena impresión, llamando rápidamente la atención de todos quienes moraban en aquella villa de Tlaltenango. Al parecer dichos forasteros portaban entre sus haberes un arca sin forrar de madera. Entonces, se les creyó La Virgen Virgende deLos Losmilagros milagros


recién llegados de España, y por lo visto, en el puerto de Acapulco habrían desembarcado. Los vecinos, con gusto les informaron a aquellos mozos de noble porte, que dentro y fuera del casco urbano existían varias casas de huéspedes, pero no dudaron en guiarles directo a la de doña Agustina (señora de excelsa reputación) pues era ésta la más decentemente equipada de aquel vecindario. Entonces, se dirigieron sin vacilar a la posada de doña Agustina, quien muy esmeradamente les dio atención personalizada, brindándoles incluso el mejor dotado y confortable de sus cuartos. Ella misma pudo apreciar, la singular sutileza con que estos jóvenes de traza esbelta y principesca, acomodaron dentro la habitación el misterioso arcón, sobre una rústica mesa sostenida por dos troncos de árbol. Pero no hubo motivo de sospecha, más bien la señora de la casa fue quien estuvo complacida con sus nuevos huéspedes, y en los días sucesivos, no se cansó de presumirle a las vecinas que los muchachos parecían arcángeles disfrazados de humanos, enfatizando que cuanto más escudriñaba aquellos blancos y refinados semblantes, más insólita le parecía

la rareza de sus idénticas facciones, las cuales –reconocía doña Agustina– le eran imposibles de diferenciar cuando se les presentaban por separado. Y mientras las estrellas se regaban como argentada pedrería sobre el obscuro y recóndito manto de la noche, los donceles airosos y simpáticos, al fin hallaron plácidamente entre la hospitalidad de esta gente, el aquietante y tan apetecido reparo. A la mañana siguiente, con rítmica cortesía, estos jóvenes saludaron y se despidieron de doña Agustina, prometiendo regresar. Dejaron en caución aquel baúl, el cual la señora (dotada de muy buenos modales) se comprometió a cuidar cual si fuera un íntimo relicario. Más tarde, la dama aprovechó que habían salido los rozagantes mozuelos, y anhelando volver a avistar sus índigos ojos, se preparó a arreglarles el cuarto, pero enorme fue la sorpresa cuando confirmó, que tanto sus almohadas como ambos aposentos, no daban señal de haber sido usados. Su esterilla de juncos extendida al pie de la cama a modo de tapete, hallábase en el mismísimo lugar, y las sábanas limpias, tal como


las había dejado. Por toda una semana no se habló de otra cosa en el vecindario. Desde las mujeres del mercado se extendía el rumor, llegando a los peones de la hacienda; los contertulios pulperos; y hasta los niños de la escuela ya estaban al tanto, aunque nadie sabía exactamente de donde habían llegado los misteriosos forasteros, ni que rumbo al fin tomaron. Pasaron diez días y Agustina no se animaba a rentar la habitación a ningún otro invitado. Mientras tanto, en torno a la familia, el cofre seguía inquietando los ánimos y por momentos le arrebataba a la señora de casa la tentación de abrirlo, mas la caja de tapa llana, se encontraba reforzada por unos goznes que tenían la apariencia de estar perfectamente asegurados.

Una noche, Agustina decidió clausurar la habitación, pues temía que al entrar le persiguiera el insomnio como en la última vez, que le dio por quedarse durante varios días hasta muy entrada la madrugada, tratando de recordar la belleza de los portadores del arca, sin darle provecho a sus horas de descanso. Pero sucedió que una de esas noches, Agustina dejó su alcoba para salir a tomar un poco de aire, y al aproximarse a la puerta

del aposento inhabilitado, de repente fue sorprendida por una dulce melodía proveniente del cuarto llaveado. Atraída por una ingrávida armonía que sutilmente allanaba sus sentidos, se animó a entreabrir la puerta, para advertir con asombro que aquel cofre resplandecía, como rodeado por un polvillo de luces. Desde la mirilla de su cerradura se liberaban también delgados hilos tornasolados y de todo aquello, quizá lo más encantador, era la fragancia con que la habitación se había rociado, emanando deliciosos efluvios de nardos, jazmines y sándalos. Doña Agustina desanudó la voz llamando a sus hijas, quienes sin demora se presentaron frente a su paralizada madre –era inútil tratar de hallar alguna explicación, ya que todas quedaron igual de desvaídas por el espanto–. En verdad ninguna se animó a exponer comentario, simplemente se entornó la puerta y luego, sentadas y más recuperadas, discurrieron si lo pertinente era dar parte a las autoridades o si mejor era callarlo. Por un lado les daba miedo tener el arca dentro de casa, pero vacilaban temiendo que les arrebaten su tesoro y así cambiaban de opinión a cada rato. Mas la imprudencia de alguno de la familia ocasionó que tal secreto pasara a ser de dominio púVirgen de Los milagros


blico, y ya no se pudo seguir ocultándolo. Los conocidos de la familia querían allegarse para darle una ojeada al cofre, y por todos lados se especulaba con rumores por demás exagerados. Desde el 13 de Octubre de 1709 había tomado posesión en la Parroquia de Asunción (en Cuernavaca) fray Pedro de Arana y precisamente ante esta autoridad eclesiástica fue que doña Agustina determinó presentarse junto a otros vecinos de Tlaltenango. Exactamente, una mañana templada de finales de Agosto, en el año de 1720, la comisión llegó a compartir con el padre la inquietud que les habría motivado. A pesar de ser fray Pedro Arana un hombre pragmático y poco proclive a caer seducido por meras supersticiones, al notar la formalidad de tan cristiana recepción, y a su vez, por la sensatez con que esta audiencia expresaba sus razones, se comprometió a asistirles aquella misma tarde en compañía de otras autoridades gubernamentales que acaso pudieran ayudar a develar el origen de aquel milagro. El alcalde mayor extraoficialmente se asoció a la comitiva de observadores que en total sumaban seis (dichos ministros asistirían escoltados por

dos frailes y dos guardias del palacio). Ya de acuerdo, se encontraron puntualmente frente al portal del atrio y desde allí, discretamente comenzaron su recorrido rumbo a la casa de doña Agustina, montados tanto en mansos borriquillos, como también en muy buenos caballos. A su paso, las salutaciones reverenciales de los comarcanos, inclinándose o quitándose el sombrero para recibir a dichas autoridades, y a la hora requerida, también salió un vecino para bien encaminarlos. Ya dentro de la posada, tras breves recepciones, pasaron directamente a inspeccionar el cuarto. El atardecer parecía ser el horario propicio para observar más claramente el haz de luz que el misterioso arca pudiera estar encerrando (tan nutrida convulsión de visitantes y curiosos, solo entorpecía el trabajo, pues no dejaban percibir los insólitos ruidos contenidos tras el casquillo del cofre encantado). Súbitamente, poco después de que el padre mandó guardar silencio y apagar los faroles que habían llevado doña Agustina y otros criados, cuando las pupilas se zambulleron en el manto lúgubre de la obscuridad, se comenzó a apreciar un ligero perfume que premiaba el olfato, y por entre las hendiduras de la caja,


los presentes notaron cómo se filtraban efímeros y latentes rayos de luz, oscilando siempre a la par de la quebradiza cadencia de una marimba de cristal, la cual, como copla de lluvia, en su intento por sobrevivir, disgregaba su eco por todos lados. Azorados los presentes, esperaron en silencio a que fray de Arana diera los primeros pasos en dirección al arcón vedado. Lo palpó, y luego de observarlo bien de cerca, pidió que trajeran unas herramientas para revelar el foco del milagro. Con mano ágil desmontó las bisagras de la tapa llana y ante el desentrañable escrutinio del maravillado grupo de espectadores, al levantar la cubierta apareció la honorable imagen de Nuestra Señora, recostada en acojinada felpa de seda blanca con ribete azulado. Un nimbo luminoso circuía sus inmaculadas sienes, y consta que centellaban tan intensos resplandores que invadían cada rincón del espacio. La dadivosa túnica que cubría su cuerpecito, venía en un tono rosado cerúleo, como el azul del cielo era su manto. Sus impecables prendas eran en tisú, y tan fino como alegre su brocado. Esa misma noche del 30 de Agosto se llevaría en procesión a la taumaturga imagen hasta la antiquísima capillita dedica-

La Virgen de Los milagros


da a San José. El arcón lo portaron en hombros el padre guardián con ayuda de otros tres frailes, mientras el alcalde mayor de Cuernavaca precedía el siempre espontáneo y efusivo séquito de fieles, que esa noche como nunca hacía alarde de su emoción, arrobando el ambiente con el chispeante devaneo de velas, candiles y ocotes –cual estela que la Virgen iba dejando a su paso–. Al llegar a la vecina iglesia se procedió a ubicar la nueva talla en una peana provisoria, y aprovechando el concurso de cre-

yentes, el Padre propuso consagrarla con el título de Nuestra Señora de Tlaltenango. Dicho oficiante también invitó a volver al siguiente día para celebrar en su honor una misa solemne y allí comenzar, de una vez su novenario, el cual se extendería hasta la natividad de María –el 8 de Septiembre, día que nuestro piadoso ambiente católico celebra con entusiasmo–. Desde entonces su festividad, año tras año se conmemoró en tal día, y alguna vez fue ésta la más pomposa y loable de todo el estado.

LA VIRGEN ZAPATISTA En tiempos pasados fue tanta la devoción a Nuestra Señora de los Milagros, que para satisfacer la euforia popular, comúnmente se entonaba la misa desde el balcón de la fachada del santuario y era oída desde el patio hasta la plazoleta por una encendida multitud de romeros, que en común a los de hoy llegaban a empalagarse con el néctar de su porte inmaculado. Además de la feria del 8 de Septiembre también se ha celebrado con entusiasmo los días primeros de año. En 1916 los zapatistas amenazaban con apoderarse de Cuernavaca y sus

pueblos aledaños, por ello, a petición de los vecinos se trasladó a la sagrada imagen al templo de la Tercera Orden, en lo que transcurría el mes de Mayo. Desgraciadamente, fueron las fuerzas de Carranza, las que se apoderaron de los anexos del templo para instalar allí un centro de operaciones. Bajo estas circunstancias, siendo las turbas los dueños y amos, el 5 de Septiembre de ese año, conmemorando su piadoso novenario, tanto su corona imperial de oro rematada con piedras preciosas, como sus finísimos collares de perlas y sus riquísimos aretes le fueron hurtados. Sumida en el terror


y la confusión, la comunidad se vio obligada a recurrir al éxodo masivo, y la ciudad de México era la más preparada para recibir los millares de personas refugiadas que trataban de ponerse a salvo. Tras el desorden social fue que surgió ese apelativo, un tanto estruendoso y despectivo hacia Nuestra Señora, de “Virgen zapatista” –probablemente atribuido al profundo aprecio que Emiliano Zapata le profesó a esta prodigiosa Virgen de Los Milagros–. Algo notorio y digno de recordar es que el mismo revolucionario le donó una nueva y valiosa aureola de plata con estrellas en oro, como para contrarrestar la indolente gesta que opacó por años el orden y la paz de Tlaltenango. En medio de la guerra y calamidades públicas, así mismo en las prolongadas sequias, los vecinos de Morelos siempre se acurrucaron buscando resguardo entre Nuestra Señora y las hendeduras de su manto. Se dice que en 1730, el famoso minero D. José de la Borda, ayudó al guardián de la parroquia de Cuernavaca, fray Pedro de Arana, a levantar el templo de Nuestra Señora, contiguo a la antigua capilla.

Son muchos los motivos que sumados, provocaron el triste empobrecimiento de este laudable culto: primero las intervenciones insurgentes; más tarde la clausura de los templos y la sombría persecución a la que se sometió a la feligresía católica, en la nefasta era de un infame mandatario recordado con el nombre de Plutarco. Hoy, desteñida se encuentra la adoración a Nuestra Señora, apenas limitada al fervor que puedan proyectar sus vecinos. La tradición se ve también afectada por toscos guardianes, frígidos y novatos, que pareciera quisieran poder someter a su burdo cuidado a la Virgen Aparecida, cuando sólo Ella es quien dirige, inspira y gobierna con poder ilimitado.





holula fue un ferviente centro de peregrinación en la cultura prehispánica y aún hoy lo es para la piedad cristiana. Cholula o Cholollan significa “sitio del que huyeron” en lengua náhuatl. Aquí se levantaba imponente y colosal en la cima de una pirámide, el adoratorio de la deidad Quetzalcóatl, conocida entonces como “Serpiente Emplumada”. La evangelización de este reino estuvo al mando de los religiosos de San Francisco, estos misioneros dividieron el pueblo de Cholula en cuantiosos barrios, levantando en ellos, tantos templos y capillas, como teocalis había en la antigüedad. Cada uno fue atendido por los padres moradores del convento de San Pedro de Cholula, donde llegaron a residir una importante cantidad de frailes de la orden franciscana. Con el tiempo, la deteriorada pirámide quedó sepultada bajo un

Nuestra Señora de Los remedios


lecho de vegetación y tierra, pero eso no impidió que los naturales le siguieran abordando para adorar por las noches al dios pagano y continuar así furtivamente con sus necias supersticiones infructíferas y apasionadas. Hasta que en 1594, alarmados, los padres espirituales (para evitar que el montecillo se transformara en un obscuro panteón de vetustas deidades) consolidaron el prestigio de su fe enarbolando sobre el collado un crucifijo labrado y un oratorio dedicado a Nuestra Madre Sagrada. La ermita desde lo alto, transformada en el santuario actual de Nuestra Señora de los Remedios, ofrece un grato panorama del valle con sus diversos pueblecillos (sin duda alguna, todos de vital importancia dentro del ámbito de esta alegre devoción mariana). Para acceder a su atrio es necesario subir una empinada escalinata, y aunque desde la distancia puede apreciarse su fachada de dos torres bien espigadas, confúndense en el índigo cielo los mosaicos

oro y turquí de su vistosa cúpula peraltada. La imagen pequeñita de Nuestra Señora de los Remedios, que en 1594 colocaron los religiosos franciscanos, es una antiquísima talla en madera con sello único de la Madre Patria. Primoroso óbolo y propiedad de uno de los primeros doce misioneros que en 1524 llegaron de España. La tradición cuenta que el padre fray Martín Valencia (venerable siervo de Dios y apóstol de este Nuevo Mundo) conservaba a la pequeña talla devotamente afirmada entre las mangas de su hábito, mientras con santa estima y paciencia convivía entre los naturales y les adoctrinaba. Su festividad anual es de amplia aceptación regional y se celebra cada 1 de Septiembre, extendiéndose su quincenario con respectivas solemnidades por la Natividad de María el día 8, pareciéndose en mucho a las establecidas en honor de su paisanita linda que mora en Naucalpan.






De la mano del delegado apostólico en México, Monseñor Girolamo Prigione, el 2 de Febrero de 1989 se hizo efectiva la coronación pontificia de Nuestra Señora de la Candelaria.

l parecer el núcleo poblacional de Tecomán antes de la conquista no existía como tal, sino que nació del fruto de la pacificación de los naturales. Ésta fue, desde el comienzo, una comunidad plenamente indígena, dependiente del beneficio doctrinal del pueblo de San Francisco de Caxtitlán, el cual a su vez, regido por españoles, cumplía la función eclesiástica de cabecera parroquial. Probablemente a partir de 1530, el fraile Martín de Jesús fundó el hospicio de Tecomán, dedicado al santo patrono Santiago. Éste asilaba a los enfermos y peregrinos, atendía a los “viejos principales” y servía de complejo residencial para miembros del hospital. Según la tradición oral, el pueblo de Caxtitlán sí existió desde antes de la conquista, y mientras la mitra de Michoacán dirigía los curatos de la diócesis, escogió a ésta como cabecera del curato debido al grueso y piedad de los habitantes, que gustosamente cedieron parte de sus bienes para formar cofradías y capellanías dotadas de los utensilios ne-

Virgen Candelaria


cesarios para el digno oficio eclesial. Junto a San Francisco ya fluía el fogoso sentimiento mariano entre los vecinos de Caxtitlán, quienes desde su existencia muy temprana gozaron de una cofradía dedicada a Nuestra Señora de la Candelaria en el sublime misterio de Purificación (y que como habría de imaginarse obtenía afición singular). Así, mientras el pueblo español reposaba bajo las solemnes plantas de Nuestra Señora, no muy lejos de allí, en Tecomán, la vida religiosa se desenvolvía en torno a la capillita del humilde hospital y con sello exclusivo de los nativos, las fervientes celebraciones de Santiago Apóstol eran un verdadero motivo de jolgorio regional. Consta que los aborígenes de la capilla primitiva de Tecomán, rústicamente mejorada para 1778, conservaban una imagen de Santiago montado en un caballo blanco y empuñando una espada en alto, el cual, más tarde en una visita del obispo, fue sepultado debido a lo poco ortodoxo de su ritual; sin embargo este patronato no llegó a ser derogado oficialmente, sino que la imagen fue simplemente suplantada por otra de Santiago en tamaño natural. Para finales del

siglo XVIII se hacía evidente el floreciente desarrollo de Caxtitlán, que ostentaba con decoro, en uno de los altares de su parroquia a la hermosa talla de Nuestra Señora de la Candelaria, ornamentada siempre de regios atuendos y argentado metal. Mas, el destino incomprensible se empecinó en tiznar todas aquellas ilusiones concebidas por esta gente emprendedora: primero, un brote colérico diezmó a la comunidad y luego un terrible incendio, acaecido en el año de 1800 –que acabó soterrando cualquier sentimiento de arraigo por el lugar–. Viendo los estragos causados especialmente a los administradores de los santos sacramentos (primeras víctimas de la enfermedad) se solicitó a la mitra de Guadalajara –a donde ya pertenecía este curato– licencia para trasladar la cabecera hacia el pueblo vecino de Tecomán, escogido probablemente por su atmósfera limpia y seca, enriquecida con los tan preciados pozos de agua potable, auguradores de una favorable salubridad. Por eso el 5 de Octubre de 1800, D. José Antonio Martínez desde el obispado tapatío, llegó a tomar posesión de la recién estrenada parroquia de Tecomán,


con su nueva anfitriona, la bella escultura de la Candelaria ( única imagen que se salvó del voraz incendio de Caxtitlán). Mucho creció en su nueva casa de Tecomán la devoción de esta carismática talla de Nuestra Señora, de hermosas facciones y tamaño natural, transformándose a fuerza de gracias y favores en una de las más agraciadas del solaz estado de Colima, especialmente por la fervorosa convocación que exigen sus célebres festividades el 2 de Febrero, en el que llegaban los fieles para sumarse al ruego desde lejanos rincones del estado de Guadalajara y Michoacán. Aseguran las crónicas que el 13 de Noviembre de 1816 después de dos temblores consecutivos, un costalazo de las aguas arrasaron las antiguas salinas del Real de San Pantaleón, a tan solo diez km de Tecomán (que entonces gozaba de una población de más de un millar de personas) y en medio de tan terrible desastre, las familias salieron a invocar la protección de Nuestra Señora de la Candelaria. Entonces, cuentan que ante las suplicas de los devotos y gracias a su misericordiosa intervención, milagrosamente a escasos cinco kilómetros de la ciudad, se detuvieron las caprichosas aguas del mar. Otro sismo en 1932 llegó a derribar a la taumaturga imagen de su sitial en el solemne altar, desprendiendo el cuello de esta hermosa hechura en madera, así que el


cura a cargo, José María Arreguín se vio precisado de restaurarla con el prestigioso escultor colimense D. Delfino de Valencia, quien aparte de reparar el daño causado por el temblor, reemplazó el primitivo par de ojos de vidrio de botella, y los sustituyó por otros de cristal. Siendo párroco el cura Roberto Urzúa, un nuevo accidente lesionó el acendrado cuerpecito de Nuestra Señora –esta vez debido a la imprudencia del sacristán, quien solía dejar las ceras ofrecidas por los agradecidos devotos demasiado cerca de la reluciente talla– pues al

parecer una de las candelillas logró asir el sérico ropaje de la Santísima, y aunque diligentemente lograron sofocar las llamas, la lumbre abrazadora ampolló el esmalte de su rostro angelical. Una vez en la sacristía la escultura fue envuelta en unos lienzos, mientras el referido padre daba las providencias para que se enviara la acrisolada efigie a reponer a la capital. En México un escultor con maestría restauró los daños, tamizando los rasgos de Nuestra Señora que quedaron tal cual hoy se pueden felizmente apreciar.

EL TEMPLO AYER Y HOY La capilla del hospital, reedificada en 1778 en honor al Apóstol Santiago, estuvo siempre en el mismo predio en que se encuentra el actual. En aquel momento le rodeaba el cementerio, y su humilde techumbre de zacates se reforzaba con un dosel de carrizos sin mayor notoriedad. Cuando el obispo de Colima, el Excmo. Don Atenógenes Silva hizo su primera visita pastoral a esta pa-

rroquia (en 1895) ordenó se construyera un nuevo templo debido a que el mal estado del complejo ya había aguantado años de más. Pero no fue posible cumplir los deseos del obispo dada la extrema necesidad que atravesaba todo aquel lugar. El presbítero D. Amador Velasco (Vicario Gobernador de la diócesis) en tiempos del padre Ángel Uribe decidió ceder los diezmos de su pa-


rroquia y así afrontados los gastos, se dio inicio al nuevo templo. Para 1905 ya estaba terminado, con una mayor superficie, gozando además de un altar en madera, paredes de ladrillo y bóveda en zinc, en un elogiable proyecto –aunque carente de ideas que permitan salirse demasiado del estilo original–. El cura José María Arreguín (debido al sismo de 1941 que dejó al templo en delicadas condiciones) inició la construcción de uno nuevo, que felizmente resEn tiempos de persecución religiosa, la bendita efigie de Nuestra Señora se salvó milagrosamente de caer en manos impías, alentadas por la vil exageración del gobierno que insistía en inmiscuirse en los asuntos tradicionales de creencia. Ésto fue, gracias a que los fieles acudieron prestos a defenderla de la usurpadora amenaza; así, durante un tiempo, dicha talla debió de estar ausente de su templo, mientras secretamente permanecía guarecida tras un dosel de cañas secas en el traspatio de la casa de un vecino.

cindió de los estereotipos básicos anteriores y adoptó un estilo clásico y medieval, aunque no fue sino su sucesor, el padre Roberto Urzúa, quien veinte años después se encargó de ponerle a la obra su toque final. A partir de esta fecha se fue sucediendo un aliviante periodo de auge alrededor del santo refugio de Nuestra Señora de la Candelaria, ensalzado con su nuevo título de Santuario Diocesano, todo esto gracias a la bondad de los feligreses y a la dedicación vecinal.





or la cédula real de Felipe IV expedida el 12 de Diciembre de 1647, se concedió licencia para pedir limosna y rendir homenaje a la primera advocación del Buen Suceso. De este misterio mariano poco común, el que presume ser más primitivo dentro las fronteras del nuevo continente, es el del Santuario de San Juan de la Penitencia, en la Ciudad de México. Para 1947, transcurridos ya tres siglos de presencia mariana en Santiago de Tianguistenco, la feligresía junto con su párroco, acordaron solicitar la Coronación Pontífica de la taumaturga imagen. Junto al trámite pertinente se solicitó también que el templo fuera elevado a categoría de Santuario.

Aunque no hay datos escritos de la llegada de Nuestra Señora al templo de Tianguistenco, en sus archivos consta que para 1675 su culto ya llevaba años de abierto. Para la fundación de este pequeño poblado se proclamó como defensor y patrono oficial al apóstol Santiago, pero desde que llegó esta pequeñita talla representando a la Madre de Dios, nadie puede negar que en verdad se ha robustecido la fe entre los naturales y además, desde entonces, este valle seco y frío pasó a vivir intensamente fundido a sus incalculables portentos. La tradición oral nos confiere que unos jóvenes españoles dedicados a la colección de limosnas, dejaron momentáneamente la bendita imagen de Nuestra Señora en un altar lateral (ya que para Santiago Apóstol estaba reservado el retablo principal del templo) y en momentos que se disponían los forasteros a retirarse con la virgen peregrina, sintieron al cargarla que se iba

Nuestra Señora del Buen Suceso


incrementando en peso, y a medida que se acercaban al umbral de salida, éste se volvía inexplicablemente más denso. No hubo dudas de que se trataba de arcanos designios celestiales, entonces, por prudencia nadie se animó a desafiar su siempre perfecto anhelo. Unánimemente consideraron más conveniente prorrogar la empresa para la jornada siguiente, día de vigilia por la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo; pero al amanecer, otra vez bajaron a la virgencita del altar y la arreglaron para el viaje, pero al tomarla cuidadosamente entre los cuatro peregrinos, notaron el mismo fenómeno, a tal punto que les hizo desistir definitivamente del intento. Ante este hecho fabuloso, el cura mercedario a cargo, fray Ramón de Jesús Gutiérrez, testigo del misterioso suceso, luego de ofrecerse a pagar por Ella, les exhortó muy formalmente para que se le devolviera a su altar, y para excusarles ante sus superiores, se ofreció a testimoniar lo sucedido por escrito en un documento. Con dicho certificado y una remuneración justa, se fueron los jóvenes iberos y felizmente dejaron a Nuestra Señora para dicha del pueblo de Tianguistenco. Raudamente se formó allí una cofradía

con especial ministerio al servicio del solemne e infrangible culto mariano, en reconocimiento a la augusta abogada que vela por todos nosotros desde los cielos. A esta hermosa talla de inusual estructura –ya que está delicadamente formada de tiritas de madera forradas por hojas de un misal– desde los primeros años se le ofreció su fiesta cada 25 de Diciembre, pero luego se le dedicó la celebración cada primero de año, como hasta el presente se viene haciendo. En 1866, el pueblo aledaño de San Pedro Tlaltizapan fue víctima de la enfermedad de viruela, que cobraba especialmente la vida de niños pequeños. Así que los vecinos invocaron a la santísima Virgen del Buen Suceso, y habiéndo llevado a Nuestra Señora a aquel pueblo, se detuvo de repente la epidemia. Pero para sorpresa de todos, días después brotaron indefectiblemente los signos de la enfermedad en el cuerpecito del Niño Jesús, que había quedado expuesto. Se cree que la misteriosa erupción que estropeó momentáneamente el mentón de Nuestro Señor, sosegó la crueldad del flagelo y salvó a Tlatizapan de un contagio sistémico, intervención que desde entonces se recuerda dedicando salutación y recepción especial con


misa solemne cada 8 de diciembre en agradecimiento. En cuanto a la jurisdicción religiosa de este noble poblado de Santiago Tianguistenco, se conoce que perteneció a la parroquia de Jalatlaco, dependiendo de la Arquidiócesis de México.

Ya sujeto a la nueva mitra de Toluca, el excelentísimo Arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, en 1877 decretó la erección de la parroquia de Santiago Tianguistenco.

OTRA ESTRELLA PARA EL SR. DE LA BORDA La divina providencia encaminó a don José de la Borda, un cristiano ejemplar y rico minero español de Taxco –Guerrero– a que en uno de sus viajes al interior del país viniera a dar con la Santísima Virgen María del Buen Suceso. Quizá se apiadó un poco de las dificultades que vivía este pueblo, pues decidió costear el majestuoso templo que podemos disfrutar todos, el día de hoy en la virtuosa ciudad de Tianguistenco.

Las restricciones impuestas por las Leyes de Reforma que encendieron los penosos conflictos en la región, obligaron a suspender el culto religioso desde 1926 hasta julio de 1931, año en que felizmente fue reabierto.





Hasta el año 2009, los peregrinos que se acercan al Santuario del Señor de la Cuevita para saludar a Nuestra Santísima Señora tenían que conformarse con su retrato, porque la feligresía local de Ixtapalapa la mantenían presa o de visita por sus casas. Sus Mayordomos, que se turnan frecuentemente son los encargados de festejarla y hacerle sus novenas cada 16 de Mes.

uestra divina Señora es el pilar donde se sujetan y entrelazan con beldad todas las piadosas almas. Ella, que siempre ha velado por sus fieles y asiduamente quiso contemplar desde adentro, el glorioso eclosionar de cada comunidad mexicana, se mantuvo fielmente a su lado en el proseguir de los años para guarecerles por los cuatro puntos cardinales con matriarcal vigilancia. La Ciudad de México fue creciendo a su alrededor y ha sabido como ninguna otra metrópoli del mundo libar el néctar dulce de sus gracias. Esta sabrosa metrópolis del Distrito Federal permanece amurallada, literalmente, con un haz de templos dedicados a la Reina Madre y sus manifestaciones magnas. Como prueba de ello están las cuatro divinas esculturas marianas que resguardan la ciudad: desde el extremo norte –ungiendo el Tepeyac– se alza el orgullo de Latinoamérica, la grandiosa basílica de Guadalupe; al sur, el templo de Nuestra Señora de la Piedad; justo en el poniente, la antigua casa de la Virgen de

Virgen de La bala


los Remedios; y al Oriente, se contempla somnoliento este célebre paradero que alguna vez fue testigo de los portentos de la Virgen de la Bala. La hermosa escultura de la que queremos dar cita data de finales del siglo XVI, y sus primeras crónicas la evocan concediendo milagros al este del Distrito Federal, en un apacible poblado vecino llamado Iztapalapa. Al parecer, dicha imagencita fue descubierta por el doctor Pedro López, un reconocido especialista de la localidad, justo en momentos que la pequeña talla, por medio de Nuestra Señora, comenzaba a tomar prestigio precisamente luego de que un difunto trasladado en procesión, al pasar frente a Ella, súbitamente resucitara. Este noble y respetable señor la sacó de aquella base ordinaria en donde se le tenía y la llevó a su hospital para leprosos –fundado en 1572– con la promesa de levantarle allí un nuevo templo en donde más dignamente se le alabara. Y en aquel pequeño oratorio del hospital de San Lázaro estuvo por más de medio siglo, hasta que en 1660, otro hecho sobrenatural le concediera a la imagen aún más fama. Todo comenzó con un rumor dentro de una cantina de Iztapalapa, cuando unos deslucidos tertulios, entre fermento de caña y copas de tequila, murmurando del prójimo llegaron a encolerizar con falsos rumores a un esposo celoso, al que supuestamente su mujer engañaba. Pero de hecho, pocas son las veces que aquellos chismes maliciosos provenientes de dichos bares son auténticos, pues ¿qué tipo de conversaciones pueden apear toda esa calaña de


gente buena para nada? Y también ¿cómo se le ocurre a ese marido insensible y ciego de celos desconfiar así, al punto de salir corriendo tan engañado y lleno de rabia para intentar vaciar las municiones de su pistola sobre la mujer calumniada? ¡Si aquella dama nunca faltó a los quehaceres del hogar! Y todos los días, fielmente se postró de rodillas frente al altar de Nuestra Señora para pedir por el esposo e hijos, cuidando de que nunca faltara a la patrona una llamita roja brillando bajo sus adorables plantas. Así que la Virgen se apiadó de esta pobre mujer y cuando el ofendido varón llegó al pequeño oratorio del hospital donde estaba su esposa orando, tembloroso sacó su arma y disparó cobardemente unos tiros a mansalva, que retumbaron como cañones en la quietud de la sala. Para asombro del descarado marido y los presentes, el cuerpo de la esposa había quedado ileso, porque la pequeñita imagen de la Virgen, de modo milagroso, había absorbido toda la descarga.

a la imagen portentosa. Desde entonces, dentro de dicho hospital se formó la célebre cofradía que tuvo como su título el nombre de Nuestra Señora de la Bala. Dicha hermandad sufragó los servicios médicos y exequias a los leprosos pobres del nosocomio. Una de las tareas fundamentales de los miembros de esta sociedad era promover a su patrona, por eso, a fines del siglo XVII, agrandaron la capilla donde se veneraba. Las más importantes remodelaciones del templo las realizó en el siglo siguiente el Sr. Buenaventura de Medina y Picazo –bisnieto del fundador del leprosario–. Éste mandó construirle un camarín pintorescamente ornamentado, y con la dirección del notable arquitecto Miguel Custodio Durán, concluyeron los trabajos de reconstrucción en 1728, adoptando características arquitectónicas clásicas.

La increíble noticia corrió por todo el pueblo, y el vecindario fervoroso acudió una vez más a rendir pleitesía

Virgen de La bala


En 1736, cuando la epidemia matlazáhuatl azotó la Ciudad de México, la carnalidad popular se aferró más intensamente a esta Virgen, a la que se le atribuyó un papel prepon-

derante en la reveladora profusión de favores que ayudaron a dominar flagelo tan virulento, como nunca antes se recordara.

CELO EN DEMASÍA ES SACRILEGIO Primero los conflictos internos de la cofradía la llevó a desaparecer y refundarse en varios períodos de la historia. Luego, el gobierno juarista con base en la ley de nacionalización de bienes eclesiásticos, ordenó el cierre de las iglesias anexas a los conventos y la supresión de las órdenes monásticas. Sin embargo, en esos años permaneció vigente el culto en la humilde capilla del hospital de Nuestra Señora de la Bala. El templo de Nuestra Señora fue secularizado en 1861, y desde entonces quedó cercado por los terrenos del ex-hospital que luego se vendió y sufrió fraccionamiento a manos de particulares, cediendo su espacio a comercios y fábricas. A su alrededor, en 1866 se fundó la colonia Morelos, mientras el hospital

de San Lázaro (pese a su abandono y aunque vacío) se mantuvo en pie, perteneciendo aún al patrimonio arquitectónico y religioso de la delegación Venustiano Carranza. Desde luego que los bienes de aquella iglesia fueron dispersos y saqueados, pero la imagen de Nuestra Señora en aquella oportunidad sobrevivió y fue llevada al templo de otro hospital, el de Jesús Nazareno, el que también sucumbió a principios del siglo XX por la ruina y el olvido, dejando a Nuestra Señora por largos años perdida y completamente fuera del panorama. Años después, en 1913, al parecer fue descubierta en el Monte de Piedad empeñada; cuentan que quien la reconoció fue el clérigo Rosendo


Pérez, ya que esa dulce talla de María, después de casi tres siglos, mantenía a la vista el impacto de munición en su peana ¡Y no solo eso! Desde el orificio (al menearla un poco) se lograba sentir en su interior el recorrido de al menos dos balas, pero tan bien incrustadas, que aunque se advertía movimiento no era posible verlas ni mucho menos sacarlas. Este piadoso sacerdote pagó el monto del empeño y tuvo el honor de devolverla al culto del pueblo que aún no la olvidaba. En 1959 se trasladó a Nuestra Señora oficialmente al santuario del Señor de la Cuevita del pueblo de La imagen del Señor de la Cuevita es llamada así porque en 1723 fue encontrada en una cueva ubicada en la ladera del Cerro de la Estrella (dentro de esa demarcación). El primer templo edificio en honor al Señor de la Cuevita fue una pequeña capilla en las grutas donde fue encontrada la imagen.

Iztapalapa. En aquel lugar ha sido venerada y resguardada celosamente por los nativos del pueblo, sin embargo, al parecer la han tratado de robar varias veces. La más reciente fue en el 2005, por ello los encargados de la imagen alegan que es necesario tenerla ocultamente resguardada. En este caso es sumamente difícil dictaminar un juicio discreto al respecto, si se intenta analizar quién comete mayor sacrilegio, si los ladrones furtivos de imágenes o la propia feligresía local de Iztapalapa, temporalmente adueñada de la imagen y disponiendo de su culto a como les dé la gana.





ccesible a todos brilla el fulgurante sol de Acapulco, así como perseverante obedece a su eficaz omnipresencia nuestra hermosa Señora, quien permanece atendiendo el cándido agradecimiento de su feligresía y de los turistas que pasean por el Zócalo de la ciudad. En dos temporadas del año litúrgico se honra a Nuestra Señora de la Soledad: El Viernes anterior al Domingo de Ramos y el 15 de Septiembre. Su dulce y sereno rostro ostenta unas finísimas lagrimillas de cristal, que son como perlas que brillan en la arena del mar.

Desde la fundación de este puerto de importancia estratégica (que en tiempos de la colonia servía como principal vía de comunicación entre Asia y el imperio virreinal) numerosos patronatos se han disputado la efervescente afición de estas hermosas playas prohijadas de los reyes de España, perpetuándose en la memoria seráficos nombres tales como: Nuestra Señora de la Guía; San Francisco y también los Reyes Magos, aunque ninguno de ellos con tan indeleble paso ni trayectoria o veneración, como la de Nuestra Señora de la Soledad.

Nuestra Señora de la Soledad


Probablemente, los vecinos no habrán gozado desde el comienzo de la evangelización del amparo y presencia de esta advocación en particular, aunque sabemos que sí se introdujeron desde el principio de la conquista las imágenes del santo fundador de la orden franciscana y también otra esbelta escultura en marfil, proveniente de Filipinas, evocando a Nuestra Señora de la Guía, (al parecer, en un inventario religioso figuró alguna vez como obsequio de la realeza) la cual definitivamente no llegó a cintilar con suficiente aceptación dentro de los humildes corazones locales, debido a su exagerado trazo oriental. Probablemente el apego por este exquisito título mariano –muy español cabe resaltar– sea a efecto de alguna adoración temprana hacia otro antiguo cuadro que tímidamente pudo ocupar en la ermita primitiva, un altar lateral (legado quizá de los primeros misioneros arribados en 1566 y consuelo de aquellos cristianos acorazados en Acapulco entre las montañas, el cielo y el mar). No se sabe con exactitud quién encargó su hechura, ni en qué año arribó la primera imagen de Nuestra Señora a esta ciudad; lo que sí

podríamos afirmar es que efectivamente fue un simple bastidor aquella rudimentaria talla del siglo XVIII representando a la Virgen de la Soledad. Y de seguro su encantadora presencia ocupó un lugar privilegiado en el altar de los Reyes de la parroquia, logrando con el tiempo delegar a segundo plano al patrono original. Luego de un fuerte temblor ocurrido el 21 de abril de 1776, fue necesario trasladar la imagen de Nuestra Señora, al oratorio del Fuerte de San Diego, emplazamiento que debió perpetuarse por largos años a causa de los graves daños ocasionados por el sismo. Esto también obligó en 1794 a la demolición de su antigua sede en el templo parroquial, ubicado en la loma donde hoy se halla el Palacio Municipal. A pesar que el Puerto vivía su mayor auge económico –pues seguía aumentando progresivamente el tránsito fluvial y el comercio en la afamada Ciudad de los Reyes– no les fue posible a las autoridades acapulqueñas y al pueblo ver cumplido raudamente su anhelo de crear un obispado local y una capilla especialmente dedicada a Nuestra Señora de la Soledad. Aunque la devoción de los fieles hacia Nuestra Señora siguió en au-


mento, y que las limosnas aportadas por los navegantes que fondeaban sus naves en la bahía eran inmensas, la solicitud oficial se vio postergada debido al convulso proceso histórico de movilización insurreccional. Hasta el 28 de Junio de 1809, el Ilustrísimo Arzobispado de México recién concedía las licencias pertinentes para el establecimiento de la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad. Recordemos que por aquel entonces la población debía oír la santa misa en la plaza pública, por no haber todavía un templo consagrado y digno donde elevar sus votos al Altísimo y a su Limpia Madre Celestial (evidentemente Nuestra Señora estaba más segura dentro del Fuerte de San Diego) y el trabajo de construcción de su nueva capilla se vio obstaculizado varias veces por los embates insurgentes en plena guerra de Independencia, siendo necesario interrumpir y reanudar labores en más de una oportunidad. Aprovechando las tradicionales fiestas de los Reyes Magos de arraigado concurso local, el 5 de Enero de 1820 su capellán Felipe Clavijo inauguraba la nueva casa de Nuestra Señora de la Soledad, ocupando

su talla el día 6, en pomposa celebración, un dignísimo puesto en el altar principal. De allí en adelante comenzaba una soberbia y presuntuosa carrera de edificación, con la asistencia y fervor de sus fieles que ya no se detendrían hasta ver su capilla convertida en catedral. Primero fue reforzada con muros de mampostería y luego, a raíz de un fuerte ciclón acaecido el 26 de Mayo de 1938, fue necesario reemplazar las laminas de zinc utilizadas como techumbre, fragmentos que no demoraron en restituir, pues esto implicaba asistir con paraguas y sombrillas a los servicios religiosos (aunque ni si quiera semejantes obstáculos estropearon el prestigio del culto ni entibiaron jamás los ánimos de la concurrencia popular). En aras de una futura coronación pontificia y de crear una Diócesis en Acapulco, para 1956 se ponía fin a la sobresaliente reconstrucción, dirigida por el ingeniero mayor de obras Federico Mariscal. El primer obispo de la Diócesis de Acapulco (erigida dos años más tarde) el Excelentísimo Sr. José Quezada Valdés debióse percatar que la patrona de este nuevo ente eclesial no había recibido todavía los honores de coronación pontifica, a pesar

Nuestra Señora de la Soledad


de los muchos favores y antigüedad, e inmediatamente dirigió a la Santa Sede la petición correspondien-

te, realizándose el acto en el año de 1965, en una consagración de alegres matices y de galanura sin par.

FLAMANTE GENERALA DE LAS TROPAS REALISTAS El 8 de Diciembre de 1812, Nuestra Señora era dignamente proclamada Patrona de las tropas realistas y también del Puerto, todo esto en presencia del vecindario y la oficialidad. En la ceremonia el Gobernador interino de la plaza, Don Pedro Antonio Vélez, le atavió pomposamente con la banda de Generala, situando del mismo modo el bastón de mando en las piadosas manos de la hermosa Virgen de la Soledad. Los actos incluyeron una procesión por las calles del Puerto, siendo la reluciente talla escoltada por una guardia especial que rindió pleitesía de acuerdo con la ordenanza militar. Terminando el acto se organizó otra procesión por las calles del Puerto y en su regreso al Fuerte de San Diego (en ese momento, debido al asedio de la tropa insurgente de las costas del sur, se había transformado en el aposento provisorio

que ofrecía mayor seguridad) los cañones dejaron oír su estruendosa voz, retumbando en el largor de las enormes montañas de fondo y desvaneciéndose en el mar. Se comenta que posteriormente, en una efectiva embestida del ejército realista, se logró arrebatar a los insurgentes el estandarte de la Virgen de Guadalupe, y como a su vez Ella era Generalísima del ejército del cura Morelos, la llevaron prisionera al Fuerte de San Diego, y mientras permanecía celada por un uniformado, se formó un consejo extraordinario ante la imagen de la Soledad y rabiosos de ira lanzaron terribles cargos, por lo que se decretó absurdamente el fusilamiento de la sagrada Virgen del Tepeyac. Evidentemente esta lucha ideológica también incluía símbolos religiosos. Por un lado había una virgen


de los realistas, Nuestra Señora de la Soledad; y por el otro, la Virgen de Guadalupe, representando la integración, justicia e igualdad. A pesar del triunfo del bando libertador, no hubo resentimientos en contra de la devoción a Nuestra Señora de la Soledad, sino todo lo contrario, y a expensas de varias devotas señoras e hijas de este Puerto, en 1841 se le envió a la Ciudad de México para ser

retocada. En aquella oportunidad la bendijo el primer obispo de origen mexicano, Don Manuel Posada y Garduño, y de regreso al Puerto, toda la feligresía ansiosa salió a recibirle llena de júbilo hasta las afueras de la ciudad con el Sr. cura José María Lozano Deza al frente, desde allí fue traída procesionalmente hasta el templo y ubicada nuevamente en su distinguido altar.

La Catedral de Nuestra Señora de la Soledad (sede episcopal de la Arquidiócesis de Acapulco) combina arquitectónicamente estilos que se amalgamaron en medio de sus múltiples restauraciones. Hoy se pueden admirar sus componentes moriscos dentro de una arquitectura claramente neocolonial.





El 14 de Noviembre de 1921, un individuo puso a los pies de la Virgen de Guadalupe una bomba dentro de un florero, cuentan que el impacto dobló una cruz de bronce que estaba a un lado y despedazó un par de candelabros. Algunas personas salieron levemente heridas, pero a la sagrada imagen de Nuestra Señora no le pasó nada

postre de la esmerada relación previa, les traemos un discreto resumen con más detalles que importan a esta preciada representación, la cual, sin rivales ostenta la soberanía y el patronato continental, por encima del resto de las imágenes marianas. Pues el vasto océano de glorias que alimenta sus divinas potestades, sumado a aquella acrisolada manifestación primera, acaecida en el Tepeyac –la cual ha sido exquisito estreno del Tomo 1 de nuestra colección– es igual a una gema inagotable de excelencia, que lejos de expirar, con el tiempo, más se reconoce y se arraiga. Ella quiso aparecerse en épocas muy tempranas de la conquista como una Reina Mestiza, para consuelo en especial de un aborigen –hasta el momento huérfano de compasión– y así consumió en su mar de afecto, todo resabio de falencias dentro de una Iglesia Católica aún incompleta –aunque siempre atenta y dedicada a la tarea de abatir los vetustos vientos de las infructuosas creencias paganas-. De esta manera Nuestra Señora, autoproclamada como Guadalupe, integró tiernamente en su regazo de madre protectora a todas las razas, y como eficiente lazo de convergencia se puso en hombros la dirigencia de la campaña apostólica, para así alterar el original esquema de evangelización en todo el Nuevo Mundo, desde Ushuaia a Nuestra Señora de Guadalupe


Cartagena de Indias; desde San Blas hasta más allá de las fronteras con Tijuana. –No así fuera de sus dominios, en donde el nativo sucumbió ante la rudeza anglosajona, progresista y liberal, a tal punto de divergencia con la propia fe cristiana–. Y al final, el único consuelo de aquellos hombres amenazados por el sacrificio y la esclavitud de hierro, fue una prueba de amor hacia la doncella guadalupana, con semblante tímido y vientre preñado, que a buena hora persuadió la naturaleza e intercedió en su defensa para llevarles de la mano, por el camino que conduce a Dios, a todos los fieles sin importar raza. De ahí que en agradecimiento, tanto en hogares como en los negocios de humildes y adinerados, siempre está presente su policromado retrato. También goza este esbozo divino, de enorme valor representativo, a la par de la bandera tricolor, pues de igual modo es bastión y alegre símbolo de unidad nacional, de soberanía e identidad mexicana.

DEL SOMÁTICO ASIENTO DE NUESTRA SEÑORA Tenemos que fray Juan de Zumárraga, pocos días después de la feliz aparición, colocó a la sagrada imagen de Nuestra Señora dentro de una improvisada ermita, justo en aquel sitio que previamente Ella misma seleccionara. De a poco, bajo la administración de los hermanos franciscanos, se fue arraigando la fama y el culto en la cima del cerro Tepeyac, dentro de aquella humilde capilla con paredes de adobe y techo de paja. Luego de la designación del fraile dominico Alonso de Montúfar, para suceder al obispo primado de la Nueva España, es que se ordena apartar de la dirección en la ermita del Tepeyac a la autoridad franciscana. No cabe duda, que para 1556, ya contaba Nuestra Señora con la concurrencia de una limitada pero fervorosa romería de españoles, y aparentemente uno o barios de estos cófrades, exigiendo absoluta discreción financió el nuevo oratorio con dineros de sus arcas. Pues consta que para construir la segunda capilla –que se alzó de la primera a muy corta distancia– fray Alonso debió pa-


sar largo tiempo endeudado, y estuvo obligado a recurrir a los fondos de las limosnas para mantener, a duras penas, la casa de Guadalupe sobriamente ornamentada. Casualmente Antonio Freyre es el nombre del capellán más antiguo que aparece ofreciendo misa y atendiendo el culto en asenso de Santa María de Guadalupe, por aquellas épocas tempranas. Y así siguieron expandiéndose enormemente sus glorias en todo el nuevo reino. Pasando las generaciones, pero no, el fervor por la Virgen de Guadalupana. Con una segunda capilla, incapaz de albergar a la numerosa cantidad de peregrinos que llegaban a verla, el ayate estampado de la morenita de México para 1622, hallaba un nuevo refugio, más espacioso, conocido luego como El Artesonado, debido a su techumbre revestida en madera ricamente decorada. Como todos saben, la devotísima imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, se muestra sutilmente representada sobre un áspero tejido de fibra de maguey, y sin protección de vidrieras ni cristales estuvo expuesta cerca de ciento dieciséis años, recibiendo humedad, humo de infinidad de candelas y por su puesto, cientos de miles de caricias

de aquellos peregrinos que llegaron de los más remotos parajes a pagar con sus dádivas algún tipo de manda. Lo curioso es que a pesar de ello, sus colores sobreviven a casi cinco siglos de exhibición, con una proporción de colores y una nitidez sorprendente. Distinguiéndose sí, unos retoques negros delineando el sombreado pliegue de su túnica estrellada, los cuales parecieran querer disimular las huellas de una misteriosa corona imperial –que hasta el siglo XVIII ostentó sobre sus sienes la tierna soberana–. A estas añadiduras podrían sumárseles, o no, la controvertida imagen del angelito, que pareciera tener los colores de la bandera de México caladas en las alas. En su descripción física, estos factores son los que incitan a la desconfianza y que la Iglesia, con sus exposiciones, tendrá que atenuar, pues ¿quién se animaría a retocar imagen tan valorada? También se vuelve visible la decoloración de dos ribetes horizontales que se prolongan por debajo de las muñecas y a la altura de las rodillas de Nuestra Señora, los cuales parecen ser clara señal de rasura de algún objeto extraño, –al parecer madera– los cuales deben haber servido para doblarla en momentos de ser transportada –como por ejemplo en 1629, cuando al verse

Nuestra Señora de Guadalupe


afectados los alrededores del Tepeyac por serias inundaciones, fue necesario mudar su delicada figura estampada hasta la Catedral Metropolitana–. Su retorno a la loma, al parecer se prolongó hasta finales de siglo diecisiete, prácticamente para estrenar su nueva parroquia, la que luego recibiera el nombre de Colegiata. Varios cronistas coinciden en que el siglo XVIII fue de crucial importancia en lo que respecta a la aceptación nacional del rito guadalupano, extendiendo su patronazgo y devoción a cada rincón de la Nueva España. Un móvil significativo fue aquella enfermedad mortal que se desató con furia en 1737, diezmando ferozmente a la Ciudad de México. En dicha oportunidad, se reunieron frente al portentoso lienzo de la Virgen, tanto mestizos, como españoles e indios, para así aunar rogativas, aferrándose reverentemente a su imagen, luego que la peste al fin fuera controlada. Ya resonaban cada vez con más frecuencia las crónicas de su portentosa aparición. Los lazos de amor perenne se amarraban como nudos en el corazón de la comunidad, y a su vez, correspondían poetas y pintores dedicándole a Nuestra Señora inspiradores sonetos y

churriguerescas pinceladas. De esmerada industria, aunque colmado de deficiencias, se estrenó un nuevo gran templo, el cual fue elevado a basílica en 1895. Comenzando por que el suelo no era el más apto, inevitablemente la estructura comenzó a cuartearse, hundiéndose su cimiento hasta el punto de obligar a iniciar la espléndida basílica que hoy conocemos, como radiante morada de la santísima Virgen –la cual después de diecisiete meses de trabajo fue terminada–. Y allí mismo con gran solemnidad, el 12 de Octubre de 1976 se entronizó el maravilloso ayate de la ilustre imagen guadalupana. En la quinta visita a México de Juan Pablo II –reconociendo la santa virtud de Juan Dieguito, siempre sincero, fiel y buen cristiano– quiso en persona beatificarlo, convirtiéndolo así en el primer santo indígena de nuestra florida y alegre región latinoamericana. 1

Cuauhtlatoatzin: Térmi-

no náhuatl que significa “águila que habla”. 2

Nican Mopohua: Término náhuatl que significa “aquí se narra”.


JUAN DIEGO Y JUAN DE ZUMÁRRAGA He aquí al humilde embajador de Nuestra Señora y al encargado de difundir su piadoso anhelo, el cual consta de integrar dentro de una Iglesia renovada tanto a naturales como a españoles y mestizos, reuniéndolos a todos en la misión de Cristo. Hoy, a casi cinco siglos de su divino aliento, aún tiene el poder de modificar en esencia el curso de las actividades humanas, indistintamente la naturaleza del ser, inteligencia y raza. Juan Diego Cuauhtlatoatzin,1 fue una persona ejemplar, y dentro de su comunidad –en su mayoría de etnia Chichimeca– ya eran apreciadas sus virtudes, que le valieron la reputación de “varón santo”. Ésto, indiscutiblemente, también fue de vital importancia a la hora de ser la persona escogida como intermediaria entre Nuestra Señora y el mundo, dejándonos de legado la portentosa y estimadísima advocación guadalupana, presentada a toda su grey sobre una tilma, con metro setenta y cinco

centímetros de altura y poco más de un metro de ancho (donde hasta hoy después de casi cinco siglos se mantiene briosamente estampada). El acontecimiento maravilloso de su aparición, no deja de conmover los piadosos corazones. Primero ha sido descrito poéticamente en el Nican Mopohua2 y en otras narraciones de lengua náhuatl, las cuales, si bien por varias razones resultantes de la discriminación, incredulidad y especialmente inestabilidad político social, no fueron impresas en el momento preciso del sobrenatural acontecimiento, tampoco dejan de proporcionar una importante cantidad de datos concordantes a las fuentes históricas autorizadas. Y aún más, podríamos afirmar que éstas gozan de una autoridad superior, debido a que sus líricos cantos fueron de a poco retoñando con la fibra indeleble de trasmisión oral, a la que ninguna arbitrariedad calla. En el análisis profundo de dicha apología siempre surgirán dudas y presunciones, que son normales en las personas carentes de fe. Éstos, llenos de dudas se preguntarán: ¿porqué esto? ¿y porqué lo otro? Con sus sentidos imperfectos, por veces hasNuestra Señora de Guadalupe


3

Tepeyac: Término náhuatl que significa “cerro nariz”.

ta colmados de vicios, querrán analizar maliciosamente: ¿porqué Juan Diego para ir a recibir la doctrina en Tlaltelolco tomaría el camino del Tepeyac, en cuyo ápice se adoró ancestralmente a la diosa Tonantzin?, sabiendo que una ristra de azotes o al menos serias amonestaciones le implicaba levantar sospechas, o verse enredado en ritos de adoración a cualquier deidad pagana ¿Acaso Juan no estaba totalmente persuadido de la fe cristiana? Cabe pensar en que quizá es cierto que no había otro camino, entonces, venturosamente adoptó esa senda Juan, sino... ¿cómo se hubiera efectuado la maravillosa alianza entre María y su fiel servidor, para que al fin se levante 3 sobre el cerro su casita del Tepeyac ? Las virtudes teologales nos permiten entender aquel camino ignoto y complejo que suele tomar Nuestro Señor. Nos toca entender, aceptar y no ser tan negativos, después de todo quien jamás alienta a la mentira no tiene la acomplejada concepción de estar siendo engañado, y en contraste, aquellos más propensos a infligir embustes, son siempre los primeros en demostrar recelo y son también las personas más desconfiadas. Si hablamos de confianza… ¡Miren que ejemplo del mismo encarnó el otro siervo de Dios! Cuando fray Juan de


Zumárraga, atendió inicialmente de modo compasivo al desconocido que llegó a golpear su puerta con tan mala traza. Está claro que el primer arzobispo de México era un hombre de Dios y seguramente después de la aparición de Nuestra Señora confirmó su propia certeza, de que realmente él era un hombre elegido por la Divina Providencia, sino no se explica que motivo le lleva a determinar con 74 años de edad (mismo tiempo que vivió Juan Diego) que ya era tiempo de pedir licencia para irse a evangelizar en China, despreciando las distinciones y privilegios que había cosechado en la Nueva España. Evidentemente Juan de Zumárraga, luego de la milagrosa aparición de Nuestra Señora, vio totalmente descongestionado el camino para el éxito de sus sucesores y presagió alentadores pronósticos en la integración de la comunidad por medio de su iglesia. De todas maneras la Santa Sede no consideró prudente su nueva aventura y definitivamente denegó el permiso para que se realizara dicha hazaña. Los críticos suelen destacar la ausencia de pruebas históricas testimoniales y escritas que le vinculan

a fray Juan de Zumárraga dentro de los sucesos que conforman el milagro de la aparición guadalupana. Pero si estudiamos el entorno sociopolítico de la época, notaremos que su silencio no es de ningún modo sugestivo, todo el mundo concuerda que la Primera Audiencia presidida por el ambicioso Nuño de Guzmán fue de lo más corrupta, y mientras le duraron los vientos a dicho tribunal pretorial –que en ciertas resoluciones no debía dar cuentas al virrey– se cometieron los mayores atropellos e injusticias, incluso en contra de los propios frailes que osaran en denunciar todas sus fechorías y los maltratos con que al indio se trataba. Consta que el arzobispo Zumárraga luchó con gran oposición a esta tiranía que se ejercía en contra de los nativos, ganándose el rencor de encomenderos y esclavistas españoles, a tal punto que éstos le difamaron delante del rey con tantas calumnias, que en 1534, el propio arzobispo debió comparecer a rendir cuentas a la Península Ibérica frente al monarca. Si bien el tema tratado en dicha reunión es incierto, no sería desfachatado creer que el propio Carlos V, entre otras cosas, pudo haber exhortado al fraile a que no edite sin su

Nuestra Señora de Guadalupe


supervisión o aprobación previa, absolutamente nada referente a la aparición –por creer hasta entonces dudoso su origen y por no querer alentar a las creencias paganas–. De hecho ésta no sería la única vez que la realeza censurara impresiones de caracter religioso en el Nuevo Mundo. A Felipe II también se lo recuerda censurando por Cédula Real la publicación de aquella copiosa relación ejecutada por fray Bernardino de Sahagún, referente a los diversos ritos y ceremonias pre-hispánicas. Hasta las santas causas encuentran detractores, y si al menos éstos tienen la delicadeza de presentarse a querellar y plantear sus dudas con respeto y sin resentimiento, del mismo modo deben ser atendidos, pues nada quita que el incrédulo algún día, caiga preso de amor por esta tradición, la cual, tan aferrada está en las raíces mexicanas.

AMADA Y CALUMNIADA Evidentes intenciones las de aquellos obstinados laicos que osen desmerecer el culto a Nuestra Señora. Ya sea por capricho o frustración, todo el escándalo es siempre con ánimo de robarle protagonismo o simplemente en busca de fama. Pobres en la fe quienes no ven que toda representación de la Santísima Virgen María, más allá de su color y vestimenta, aunque su advocación ostente un escapulario o un manto de estrellas, por más que esté expuesta sobre lienzo, madera, en imagen tosca o refinada, contiene dentro de su seno la simiente de salvación, la base pura del evangelio, y en Ella están esbozados los más oportunos atuendos, siempre afines a la Madre de Dios, siempre en pos de una eficiente asimilación de las almas. Cuán superficial, es la vocación de aquellos diluidos y hartados religiosos, quienes mejor que nadie deberían saber: es profano debatir en su perjuicio, y es muy triste verles renegar sobre dogmas de fe, alegando sobre su origen. Ya que en ese caso, para


dar juicio del lienzo guadalupano, o del Santo Sudario, mismo de la propia Biblia, no existe autoridad humana competente que pueda asegurar con garantía precisa, si realmente se tratan de manifestaciones sobrenaturales o de simple invención humana. A estos hombres ensordecidos de vanidad, empeñados en hacernos pasar por tontos a todos los creyentes, se les llama a reflexionar y a seguir el ejemplo de Nuestra Señora, que en todo momento denota acatamiento, y nos invita dulcemente a evocar al Hijo, ofreciendo así el legado de corrección y excelencia máxima. Sin embargo para Santa María de Guadalupe, su asiento en el Nuevo Mundo no ha sido nada fácil, pues desde el comienzo esta dulce advocación ha tenido enajenados opositores, transformándola dentro de los intrincados sucesos de la conquista en la primera calumniada. El primer episodio histórico infamatorio que se recuerda entre la sociedad novohispana, fue a comienzos de la evangelización, en un escandaloso insidente, evidente producto del desacuerdo interno entre las jerarquías eclesiásticas. Y todo comenzó como ya dijimos, con la destitución de los her-

manos franciscanos sobre la autoridad de la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe. Entonces aconteció que el provincial de la orden recién mencionada –obviamente, el más desfavorecido con la resolución del nuevo arzobispo, pues Guadalupe ya para 1550 contaba con la copiosa contribución de dádivas, que provenían de todos los estratos de la sociedad novohispana– en la homilía que ofreció el 8 de Septiembre de 1556, en frente del propio virrey, declaró públicamente toda su rabia. Si bien este arrebato siego y sin fundamento de fray Francisco de Bustamante no debía haber tomado mayor trascendencia, pues sí la tuvo, debido a quien iba dirigida –al Arzobispo Montúfar, claro defensor de la devoción guadalupana–. En su ilícita sentencia, que por su puesto halló justa reprimenda, acusaba a la máxima autoridad eclesiástica de la Nueva España, de interferir en la doctrina que hasta el momento venían impartiendo los religiosos de su orden, en la adoración: Solo de Dios, y que sin conocer la condición de los naturales –pues estaba recién llegado– favorecía –según el acusador– el culto en un cerro del Tepeyac, estrechamente ligado a inmemoriales costumbres paganas, atribuyendo también milagros


“falsos” a una imagen de María que por un aborigen había sido pintada. Era una grave acusación. Fomentar el sincretismo –que equivale a disfrazar idolatrías simulando ritos cristianos– en aquella época en la que afloraba la corriente erasmista y conservadora de las recientes Leyes de Reforma, era condenarse a muerte. Y si bien antes que se enfríen los ánimos se levantó una investigación y se llevó ante los jueces al imputado –ni más ni menos que el Sr. Arzobispo– crean que quien salió peor parado en esta disputa fue el provincial de la orden franciscana. En cuanto a su comentario, de que el lienzo era creación de los naturales, es éste, único fundamento válido donde hoy se sustentan las intrincadas deducciones de respetadísimos historiadores, los cuales, muy pesimistas insisten en que el ayate es producto de la destreza humana. A quienes se basan en dicho comentario, que no ha pasado de eso, pues no existe testimonio de criollo alguno adjudicándose la autoría del mismo, cabría preguntarles: ¿Cuán arrogante es su procaz discernimiento, que impugna aquella tradición que los ancestros de México han tenido

por cierto? ¿acaso creen que el fruto de su ensayo temporal tiene más valor que las crónicas del NicanMopohua o del Nican Motecpana? Definitivamente esos comentaristas inescrupulosos continúan tan engañados como en sus respectivas épocas lo estuvieron fray de Bustamante, el esmerado fray Bernardino de Sahagún y fray de Torquemada, al apreciar la adoración de Santa María de Guadalupe como un ritual pagano y perjudicial para la fe cristiana. Pues hoy nadie puede negar, que este culto guadalupano, representa la devoción más sincera y pura de México –indiscutiblemente el país más religioso de habla hispana–. Bueno, ciertamente que este culto florido estuvo rodeado siempre de infinito cariño, pero también debió de afrontar pruebas, críticas y juicios antes de consolidar en todo el mundo su fama. Hoy desde Europa a las Filipinas se reconoce su soberano retrato y no dejan de sumarse a la alabanza de Nuestra Señora pueblos y más pueblos dentro de las fronteras latinoamericanas. De seguro no faltarán, queriendo robar su atención los eruditos


doctorales y los licenciados que saben llegar con sus descubrimientos avanzados a querer menoscabar el profundo amor que tiene bien merecido esta imagen top de María, la cual aparecida o no, gozará siempre de la gracia celestial y popular, igual al caso de Nuestra Señora de Luján u otras tallas que fueron esmeradamente cinceladas por manos de algún escultor, así como Nuestra Señora de de la Caridad o La Virgen de Pázcuaro y no por ello tienen menos mérito, pues las pupilas del creyente siempre están absortos en aquella única Virgen, madre, devota e inmaculada.

Pues, bien a modo de conclusión, hablando ya en confianza, diremos que todavía le queda al rito guadalupano librar cruentas batallas, ya que a nuestra opinión sería conveniente que la Iglesia termine de enmendar esos cabos sueltos que penden alrededor de su historia, tales como: retoques posteriores; primera ermita; el angelito; Zumárraga y su conexión con el culto etc. Esto, solo para evitarle más murmuraciones a los detractores que se empeñan en cercenar tan clara y fervorosa costumbre mariana.


G R A

Gracias por su hospitalidad y atención a los cronistas: Presbítero del Distrito Federal Eduardo Chávez. -Nuestra Señora de GudalupeCronista Nair - Virgen de la bala- Iztapalapa. Cronistas Francisco Martínez Rodríguez y Nicandro Favela- Virgen de Quilá. Jesús García Gutiérrez . -“Datos históricos sobre la venerable imagen de Nuestra Señora de los Remedios.”- Naucalpan. Rubén Vargas Ugarte - Instituto histórico del Perú -“historia del culto a María en Iberoamérica.” - Izamal. Pedro María Márquez .-“Historia de Ntra. Sra. de San Juan de los Lagos y el culto a esta imagen .” Ana María Jaramillo Duartes-“La muy noble y leal ciudad de Celaya de la Purísima Concepción.”


D E C I M I E N T O S

Este compendio de piadosas narraciones marianas no se lleva a cabo sin la colaboración de los esmerados cronistas locales de cada una de las ciudades y pueblos que regados están por toda esta mágica y ferviente nación mexicana.

Presbítero Silvino Robles Gutiérrez.-“Monografía del santuario de Nuestra Señora del Roble.” Lauro López Beltrán-“La Virgen de Tlaltenango.” José López Ruiz -“San Juanito de Escobedo.” Everardo Ramírez Bohorquez - “Oaxaca en Soledad.” La Virgen del Rosario:“Iglesias Milagrosas.” Presbítero J. Jesús Jiménez - “Nuestra señora de Zapopan.” Viliulfo Avellaneda - “La Virgen de San Lucas.” José Trinidad Padilla Lozano “Con los brazos abiertos” - Jalostitlán. “Un devoto.” Anónimo -Virgen de Tonatico. Miguel Flores Solís “Nuestra Señora de los Remedios.”




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