Historias verídicas Cubanas

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Historias verĂ­dicas cubanas. Una obra original de

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Gabriel Freyre


Esta es una historia original basada en hechos reales. En la obra algunos protagonistas llevan cambiados sus nombres personales a pedido de los familiares que han solicitado discreción.

Historias verídicas cubanas ISBN: 978-607-00-8785-1 Primera edición: febrero 2019 D. R. © Gabriel Freyre gabrielfreyre.com historiascubanas.com @mododever

Revisión de pruebas Flory M. Rivas Diseño de portada Codie Yarbrough

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida totalmente ni en parte, ni registrada o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sin el permiso previo por escrito del autor.

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A todos los que lucharon y perecieron defendiendo la libertad de Cuba.

Esta nos enseñará que todo aquello que no se llegue a edificar por medio del buen concierto y de la paz, difícilmente se logre valiéndose del engaño y de las armas.

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ATENTADO EN EL COBRE

Primera parte

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Santiago de Cuba, capital de la provincia de Oriente 1949

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os cánticos rituales se oían vagamente a lo lejos resonando en la vía, prueba de que aún existían razones de gozo para el género humano en la isla. Y en mitad de la maravillosa jornada, bajo un cielo desnudo y sol radiante se iban encendiendo los caminos en atronadora acogida de salvas y pólvora lanzadas al aire con motivo de bienvenida. Como un enjambre tras su reina avanzaba la romería, cargando en hombros a la primorosa Virgen de la Caridad y a su paso le seguían los fieles entonando con piadosa voz dulces oraciones y avemarías. Todos debían un singular respeto a la espectacular procesión. Los transeúntes abrían paso al cortejo y se persignaban. Algunos curiosos, metiéndose entre las filas trataban de acercarse para tocar a Nuestra Señora, de cuyas vestimentas amplias y opalinas nadie apartaba un momento la vista. Rodeaba a la virgen un singular atavío de pomposas nubes formadas con trozos de algodón y a sus pies, por peana azul granate, descollaba el ilustre escudo de Cuba. Un sacerdote presidía la peregrinación haciendo los ademanes propicios y arrojando bendiciones sobre el culto. Prontamente le seguía una cohorte de monaguillos vistiendo blancos roquetes de lienzo fino. Todos estaban integrados por un mismo amor hacia la virgen soberana, sin aversión alguna entre ricos y pobres, sin distinción de clase, color ni raza. Altiva, al estilo de las diosas de Oriente, Dolores Vázquez se sumaba también a la devota ceremonia mariposeando convulsivamente su abanico. Llevaba su frente morena en alto, sin una sola arruga que la atreva a surcar. Su cabello cano lo exhibía ajustado 9


Gabriel Freyre por un broche. Desde Las Tunas llegaba para acompañar al resto de los peregrinos junto al más consentido de sus nietos: Pablito. Un morenito delgadito, muy verde aún, que andaba pegado a la abuela como larga sombra. Una suerte de ungüento de brillantina mantenía fuertemente compactado el cabello del pequeño. Su hija le había traído al mundo hacía ocho años, pero era Dolores y no la propia madre quien le criaba y quien a modo de gracia había sacado de su nombre numerosos diminutivos como: «Nené» o «Pablincho». Si alguien se apresurara a juzgarle seguro deduciría que Lola Vásquez iba rezando en todo su trayecto, pero en verdad, con una que otra sonrisa dirigida a su nieto solo intentaba disimular todas las preocupaciones que le pululaban en ese momento por la cabeza. «Este tipo de paseos solo se los puede dar una, si acaso, una vez en la vida —pensaba— ¡Quién pudiera tener el placer de salir cada cierto tiempo y vivir con tanto desapego!» La abuela sabía que no podía regalarse seguido esos lujos. En su casa, habían quedado once nietos al cuidado de una vecina, quien a cambio del favor pretendía le trajera de su visita una estampita bendecida de la virgencita. Lola tenía varios hijos distribuidos por todo el país, trabajando en los distintos centrales azucareros, pero su consuelo y su fe estaban depositados en aquellos nietos. Por ellos, sobrevivía haciendo malabares con la ayuda que recibía esporádicamente de sus hijos. No obstante, toda esta heroicidad solo era posible gracias al auxilio de una pensión de veintitrés pesos con cincuenta, que llegaba mensualmente por parte de padre, un veterano de la guerra de independencia. Lola sencillamente esperaba después de esto un cambio en su vida, y el viaje resultaba como buen aliciente para prepararse en aquella nueva etapa que se avecinaba. Al menos eso pensaba, aguardando un milagro casi imposible, la intervención de alguna circunstancia que de repente lo mejore todo.

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Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre 2 Era la primera vez que viajaban abuela y nieto al Cobre. Pablito se sentía a gusto con Lola, la veía muy parecida a su madre. Era tan guapa y decidida como ella. Ambos se unieron a la celebración multitudinaria gracias al aventón ofrecido por un doctor amigo de Las Tunas. Si no hubieran gozado de esta ayuda, jamás habrían realizado su paseo, el cual, a pesar de ser tan corto iba a terminar marcando impresiones profundas y duraderas en la personalidad del chico. Pablo estaba contento de que su abuela se lo hubiese llevado consigo a la fiesta. Allí todo era nuevo y hermoso para él. Incluso era la primera vez que tenía oportunidad de montarse en un automóvil. Aquel modelo maravilloso de la General Motors le había parecido una pequeña casa con ruedas que viajaba a gran velocidad, vibrando y estremeciéndose. «Volando» por el pavimento —como creía él. No habló de otra cosa durante todo su peregrinaje: —¡Viste abuela! Íbamos más rápido que nadie. Solo un tren podría habernos ganado —decía— ...Y eso que no tiraba de nosotros ningún caballo… Primero, escuché cuando explotó el motor: rrrrrr... y luego empezó a temblar, y después arrancó... y doblaba para acá y para allá —seguía Pablito, imitando con las manos los movimientos del conductor y luego se echaba a reír de alegría— ¡Mira abu! Su bocina sonaba así, mira: «¡bi-bi!» ¡Ja, ja, ja! —¡Ah, sí! —asentía Lola, que en ocasiones ni siquiera parecía escuchar y dejaba sin respuesta las preguntas más inocentes. Tras un par de horas de caminata, al fin pudieron distinguir sobre la pequeña loma, el santuario blanquecino y armónico del Cobre. Azul permanecía el cielo, y aisladas las primeras nubes que flotaban lentas, en perpetuo navegar, por el grueso de su orbe. Desde la frondosidad suntuosa llegaba el murmullo incesante de la vegetación, que al agitarse con el soplo del viento parecía querer continuar con el cántico cada vez que se detenía el pregón de los fieles. —¡Mira la capillita! —anticipó Lola, mientras atravesaban 11


Gabriel Freyre un gracioso puentecillo que apenas era traspasado por un hilo de agua. El Cobre era un pintoresco y minúsculo pueblo conformado por un pedazo de tierra al pie de la montaña. Tres o cuatro calles asfaltadas le atravesaban, adornadas con casillas casi todas en madera, las cuales exhibían alegremente sus altos puntales en defensa del agresivo sol oriental. La jefatura, única construcción sólida, era una manzana de mole amarillenta que se acicalaba desprevenida de cara a la tranquilidad del parque, el cual por aquellos días quedaba desbordante de colores festivos, estampas y visitantes procedentes de distintas partes. No era poco numerosa la afluencia de inquietos vendedores que se agolpaban a su alrededor obstaculizando el paso a lo largo y ancho de la carretera. Diferentes sabores obligaban a detenerse en sus puestos de comida. Típicas delicias de la región se exhibían por toda la vía: empanadillas caseras; buñuelos, bocados, dulces y cucuruchos de coco. —¿Qué quieres comer? —preguntó la abuela, cuando el cansancio la obligó a salirse de la cadena humana que seguía avanzando a paso llano. Pablito inmediatamente señaló las crujientes papas fritas del puesto ambulante de una guajira enorme, que permanecía inmutable a un lado de la ruta. Lola aprovechó ese corto intervalo para comprar también el souvenir de su vecina, y lo dejó a Pablo vagar sin objeto en torno suyo mientras disfrutaba de sus papas. Por su parte, la Virgen, ornada con una ringlera de flores, estandartes y repiques, siguió su marcha rumbo a las gradas del atrio del templo. Por encima de todas las cabecitas se veía su figura en lo alto y tras su manto ampón se destacaban las puntas oliváceas de las palmas, siempre dirigidas hacia arriba, agitándose con el viento, como haciendo porras a su paso.

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Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre 3 El Santuario colmado de flores y rodeado de peregrinos se estremecía con el redoblar de las campanas. Repentinamente, mezclado entre la muchedumbre surgió un personaje tosco que parecía salido de otro cuento. El tipo llevaba ropas grandes, saco color claro y una boina que le calaba casi hasta la altura de los ojos, ocultándole la mitad del rostro. Miraba la gente pasar desde un costado de la ruta, reclinado a un poste de luz, con un puro en la boca a medio fumar. Algo parecía haberle salido mal, miraba su reloj y refunfuñaba: «Mmm…¡Venir hasta aquí, el final del mundo, solo para venerar una maldita imagen! ¡Qué ignorantes! Tienen una venda en los ojos —pensó ceñudo— ¡Vaya, y a ese cachucho qué le pasa que no explota!» —exclamó luego, irritado. El condenado traía un demonio metido entre ceja y ceja. Pronto, perdiendo la paciencia, arrojó el cigarro y cegado por la furia puso en marcha el plan b. Sacó una granada del bolsillo izquierdo del saco; le quitó el seguro y la depositó en el suelo contando mentalmente los próximos cinco segundos en retroceso: «5…4…3». Y luego volvió corriendo, como hormiga extraviada, en sentido contrario al influjo de la procesión, hasta donde le aguardaba estacionado un automóvil, cuyo chofer también parecía formar parte de la conjura. Tras el estallido atronador del artefacto los feligreses de inmediato quedaron disgregados, haciendo de ese calmado río de pasión un revoltijo humano. Seguidamente, todo sucedió con espantosa rapidez: Pablito se tapó con ambas manos la cara y prorrumpió en llantos. Una nube arremetiendo contra él comenzó a golpearle, en forma de azote recio y polvoriento. Bajó apabullado la cabeza y esperó a que la nube se desvaneciera. Instintivamente ya estaba tomándole del brazo la abuela, aunque por causa de la agitación le costaba pronunciar palabra. Igualmente, semiaturdida se lo llevó lo más lejos que pudo, sacándolo definitivamente de escena. —Abuela ¿qué fue eso, qué fue eso? —repitió un par de veces el 13


Gabriel Freyre menor, totalmente fuera de sí. —¡Nené, hijo! ¿estás bien? ¿cómo estás? —gritó histéricamente la abuela. Con el ímpetu del impacto brotó alrededor un clamor de confusos lamentos, tan deformados por el pánico que no se llegaron casi a entender. El daño era irreversible, difícil se hacía respirar y el sol hería los ojos con su resplandor. En medio de aquel cuadro de conmoción se oían los gritos, llantos y ayes quejumbrosos de la gente. Un moribundo permanecía tendido en el suelo en un estado de semiinconsciencia. Tenía la cabeza recostada en el cordón de la acera y unos mechones de cabello untados de sangre, pegados al sudor de la frente. Abuela y nieto, turbados, apartaron enseguida la mirada de aquel espectáculo inconveniente. —Dicen que a la Virgen la llegaron a poner a salvo. Pero ¿dónde está, dónde está? —decían algunas voces desde sitios a salvo. Dolores demoró en recobrar el aliento. Quedó pálida y cerciorándose por un rato de que su nieto no hubiera padecido ningún daño. —Nené, enséñame la mano... Es un simple rasguño —murmuraba para sí mientras manipulaba al menor buscando alguna avería, como si este fuera una mercancía—. Y la cabeza... ¿Estás bien? No es nada. Hay que agradecerle a Nuestra Señora que no nos pasó nada ¡Vamos! Dile adiós a la Virgen. —¿Qué? —preguntó el niño, preso de un súbito espanto. —Saluda a la Virgen desde aquí, que nos vamos. Pablo, aunque no alcanzaba a verla, con sus ojos nublados, levantó su manito, y casi de espaldas le dijo adiós. 4 Alguien se dirigió a una víctima y luego dijo en voz alta, sin medir las palabras: —¿Quién fue el Judas que se infiltró para hacernos esta sucia jugada? El ministro de Dios se apersonó para arrodillarse enfrente del pobre agonizante y a su vez para administrarle los santos óleos. 14


Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre Igualmente otorgó la absolución y el perdón a los infelices que provocaron tan cruel atentado. De todos lados surgieron doctores, sirenas, manifestándose en los presentes una infinita solidaridad, como era costumbre en aquel poblado. Otros, con contusiones leves, iban a hacerse curar sin ayuda. A la vista de los heridos, que eran reanimados y vendados, allí mismo, cayeron redondas por la impresión un par de señoras mayores. Un uniformado se precipitó a socorrer a otro oficial rural que yacía en el suelo con la ropa ensangrentada. A este se le oía en voz entrecortada: —¿Quién fue el hijo de la zorra que puso la bomba? Lo atraparemos ¿Verdad? —¡Cálmate! ¡Claro que lo atraparemos! —sofocado por el pánico, el guardia le consoló tratando de hacer algo por él—. Pero ahora descansa un momento —le dijo—. Bebe un poco de agua. Estarás bien. Una extraordinaria afluencia de heridos se trasladó hacia distintos centros sanitarios. A evacuarlos llegaron algunas ambulancias. Se contó igualmente con la ayuda de una furgoneta y un par de carros. Nunca faltaron voluntarios particulares que llegaron para llevar urgentemente a los damnificados a que se les preste atención en los hospitales aledaños. Aún no lo sabían, pero otro explosivo de mayor magnitud permanecía sin estallar a unos metros del pórtico del Santuario. Había sido un milagro, porque si acaso este hubiera detonado habría producido un daño mucho más profundo y desgarrador. 5 Los agresores lograron escapar y antes que la seguridad llegase a capturar a algún sospechoso ya se habían montado en una unidad de refuerzo y escabullido en los suburbios de Santiago de Cuba. Allí su recepción les falló y quienes se suponía esperaban para esconderles, presos del miedo y con la policía atrás, habían huido. 15


Gabriel Freyre Al notar que el escondite permanecía cerrado con un candado del lado de fuera, el de la boina clara, siempre con un cigarro asido a la boca, regresó corriendo hacia el vehículo y agitando la pistola le hizo señas al conductor para que avance: —¡De aquí hay que volarse ya, coño! ¡Y rápido! —le ordenó eufórico al conductor—. Esto se va a poner candela. Si nos agarran nos van a pasar la cuenta a los dos. Así comenzaron una terrible carrera con destino a Holguín, en donde tenían a un amigo español, al que apodaban el Gallego, y con quien creían que podían hallar protección. Los malhechores travesaron Cuba, de sur a norte, pasando campos y más campos. Solo unas pocas casitas se veían esporádicamente alrededor. Lo que sí se notaba en abundancia a uno y otro lado de la pista eran las paredes de cultivos que se levantaban con aterciopelado verdor. A medida que iban pasando los kilómetros, con el recio ondular del viento que corría furiosamente por la ventanilla del vehículo, se fue secando bajo los sombreros de ambos todo el sudor de sus huecas cabezas. En la carretera al único que se oyó pronunciar palabra fue al borrachín del volante, que continuamente lanzaba juramentos maldiciendo a aquellos desertores de Santiago que los habían abandonado. Las ojeras y voz pastosa de este delataban la borrachera de anoche. Su nombre de clandestinidad era «el Colo», y su apellido Formoso. Este era ligeramente obeso y carirrojo. En cambio el camarada Elías, su copiloto, iba en silencio, pensando, como tramando alguna otra sonada. Ya habían tenido los dos de lo suyo en la vida. Formoso era un bebedor empedernido, Dios sabe que no le gustaba trabajar, por eso se había hecho policía. Su mujer, más de una vez había intentado dejarlo acusándolo de maltrato. Elías, en cambio, el de la boina, gozaba de un amplio historial revolucionario: en la década del treinta había sido expulsado de la universidad por actividades subversivas contra el presidente Ma1 chado y luego de viajar por Europa y formar parte de la Asociación Nacional de Emigrados Revolucionarios de Cuba, había re16


Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre gresado más eufórico a la isla para ingresar a la limpia fraternidad del Poder Popular Socialista. Actuaba él como si hubiera sido el promotor intelectual del complot, pero en realidad, el atentado en El Cobre había sido planeado muy lejos de allí. Entre bastidores. Luego de una Asamblea de Trabajadores en La Habana.

6 La desgracia roja ya había llegado a Cuba. Estaba latente y oculta entre los obreros de las ciudades y de los pueblos. Desde la década del veinte rondaba como un gato negro los pies de la joven república trayendo evidentes consecuencias. Había nacido paralelamente a la Central Sindical, nido de rudos cizañeros, holgazanes y pendencieros, para tomar la defensa de los derechos laborales de los trabajadores, pero pronto, este poder de corte más bien gansteril ya no se declaraba solo enemigo de los terratenientes, los patrones y del capital extranjero, sino que en el fondo comenzaba también a enfrentase al sistema establecido, declarándole la guerra a sus costumbres y creencias. Perfectamente asesorado por Rusia, el Partido Socialista de Cuba, que ya entonces llevaba infiltrados a miembros de la Internacional de Moscú, invertía en la estructuración de los distintos gremios y sindicatos buscando un frente único nacional. Pero la creación del comité Pro-Unificación del oficialismo, bajo la dirección de Euse2 bio Mujal había situado en una posición peligrosa al movimiento sindical revolucionario, dejándolo de ese modo prácticamente reducido a la ilegalidad. Parecían pugnar en un juego de ajedrez el 1 2

Presidente Gerardo Machado, de gobierno autoritario e ilegal. En 1933 sus opositores, en común acuerdo con los EEUU lograron derrocarlo. E. Mujal, de ideas marxistas en su juventud, militó en el ala izquierda estudiantil y en el Partido Comunista hasta su expulsión por su tendencia trotskista. En 1936, junto a Sandalio Junco, comenzó a dirigir la Comisión Obrera del Partido Revolucionario Cubano. Debió huir con Batista al triunfo de la revolución. 17


Gabriel Freyre gobierno cubano y los rusos, aunque claro, todos saben quiénes son los verdaderos campeones en este ejercicio. En tales circunstancias se llevó a cabo una junta clandestina, la cual tuvo efecto dentro de un amplio almacén capitalino, a escasos metros del Paseo del Prado de La Habana. Allí precisamente fue donde se planeó el atentado del Cobre. 7 Al galpón no lo alumbró sino una luz escasa durante toda la reunión. Las voces y el fragor en lo profundo de aquella madriguera apenas se confundieron con el susurro de los últimos transeúntes que circulaban a esa hora por La Vieja Habana. Durante horas permanecieron sentados los cientos de congregados, colmando el salón y escuchando a los distintos delegados de la asamblea del partido, cuyos vacíos discursos no hicieron otra cosa que declarar estar de acuerdo con el orador que les precedía. Sus paredes estaban cubiertas de murales monocolores del camarada Lenin y de Stalin. Había también por todas partes banderas de Cuba y de la Unión Soviética forrando las columnas y el entablado de la tarima. Detrás del micrófono, sobre el estrado, figuraba también el históricamente manoseado retrato de José Martí, perfectamente adaptable a actos políticos de toda calaña. Quien precedió aquella junta a punta de lengua, con vista a una multitud apiñada de delegados y obreros, entre los que se encontraban los infames Formoso y Elías, lo hizo leyendo rudamente su discurso, gesticulando y exagerando los movimientos de sus manos, cual pastor evangélico. Su cabello negro aplastado hacia atrás volvía aún más prominentes sus entradas. Vestía una camisa y pantalón claros, ceñidos a la cintura por medio de un cinturón de color oscuro, no muy apretado. Su semblante era verdaderamente extraño y precisamente el hueso frontal parecía ser el culpable, elevándose ampliamente desde la sobreceja hasta la cima de la testa, haciendo ver como techo de una sola agua su cabeza. La ausencia de frente o mejor dicho, al 18


Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre elevarse esta desde los párpados, oprimía inevitablemente sus ojos dejándolos achinados y huidizos, dándole un aire alienado al charlatán. Y su fisonomía no era solo una engañosa apariencia. Hablamos de Francisco Calderío, alias Blas Roca. Así culminó este orador, tras dirigirse por más de una hora a la muchedumbre: —Recientemente supimos de la violenta suspensión por parte del gobierno al viaje que organizábamos con los compañeros del Sindicato de Estibadores del puerto La Habana, un día antes de efectuarse el mismo y después de múltiples trabajos de organización y gastos. Pero mientras esto se hizo con nuestros compañeros, en cambio se han permitido manifestaciones de otros sectores sociales, como la de los componentes de sociedades religiosas y los elementos católicos que próximamente celebrarán una peregrinación a la Ermita del Cobre, en Santiago de Cuba. Todas estas cosas —prosiguió Blas Roca, cuya boca ya abría de tal manera que demostraba tener condiciones para tragarse el micrófono— demuestran una marcada parcialidad que se traduce en violenta arbitrariedad e irritante privilegio ¡Y vean, como es siempre en nuestra contra! Por eso les pregunto a ustedes, obreros y trabajadores ¿Es preciso que nosotros, quienes gobernamos en Rusia, los que somos temidos en todas partes, dejemos continuar esta tiranía que solo beneficia a los fascistas y a los oligarcas cubanos? ¡Por supuesto que no! ¡Y podemos impedirlo! Porque somos mucho más fuertes que la corte esa de afeminados e ignorantes que subestiman la fuerza de las masas trabajadoras y que no han hecho en sus vidas más que de babosas, adulando a los poderosos. Entonces, Blas Roca era el secretario general de la Asamblea, además, vicepresidente del Partido Socialista Popular. Y efectivamente, como era de esperarse, un sofista de clase y militante pro-Stalin, que llevaba fuertemente clavada en el corazón la escarapela del martillo con la hoz, y cuyo principal objetivo era unificar a toda costa los gremios sindicales, para de ese modo poder regirlos por medio de un consejo único de obreros, siempre bajo la dirección de su partido.

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Gabriel Freyre 8 Sobre el estrado, le siguieron muy atentamente y hasta el fin de su oratoria los distinguidísimos miembros del partido. Aquella era una cohorte de individuos muy bien vestidos. La mayoría permanecía sentada tras un montón de tablones revestidos con un elegante tapete encarnado y que servían a modo de mesa. Estos tipos podían pasar tranquilamente por figurones de la política; abogados o pendencieros del bajo mundo; con sus cortes de cabello correctamente ajustados a la moda y con los más diversos y graciosos tipos de lentes. Estaban quienes miraban para arriba, quienes miraban abajo, los tranquilos de brazos cruzados y aquellos más inquietos repiqueteando dedos sobre las tablas. De último, como era costumbre, se oyó el discurso del infaltable Juan Marinello Vidaurreta, vicepresidente del Senado de la República, exalcalde de La Habana y fundador de la Liga Anticlerical de Cuba. Su apellido parecía vasco pero en realidad provenía del inframundo. Era otro desquiciado que también soñaba con la sovietización mundial y la transformación del universo; un verdadero sinvergüenza que solía poner a la clase obrera de carne de cañón con tal de servir a sus intereses. Cuando se le preguntaba algo le daba lo mismo inventar la respuesta con tal de seguir fielmente la línea del partido. 3 Antonio Guiteras (hombre revolucionario y patriota de verdad) lo había acusado en más de una oportunidad de ser el único responsable de que el gobierno y los trabajadores no lleguen jamás a celebrar acuerdos que beneficien a ambas partes. El líder esperó primero que otro par de colegas le antecedieran para irse preparado gradualmente el terreno, y así poder abrirse paso, concediéndose la satisfacción de enardecer como un grande el ánimo de los espectadores. —Creo que podemos dar la palabra al siguiente orador... Adelante, camarada —dijo luego el especialista en animación y dirigente sindical: Lázaro Peña, inclinando levemente el cuerpo en señal de respeto. Marinello parecía devorar el espacio con sus ojos saltones. Lle20


Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre vaba traje oscuro de hilo a rayas, camisa y corbata. Un nevado de canas indomables se elevaba sobre sus sienes como llamas. Observando al público, midiendo bien sus palabras, así comenzó Marinello aquella noche: —¡Buenas noches compañeros! Con respecto a lo que el camarada Blas Roca señaló hace un momento, es muy conveniente recalcar que los organismos obreros al aspirar a posiciones políticas deben volverse antirreligiosos en todos sus extremos para no traer divisionismo en nuestras organizaciones y para que sea en el porvenir una sola idea la que marche como guía. En los largos años de experiencia en el partido, Juan Marinello había aprendido una serie de trucos que usaba en su escalada política con tediosa regularidad. Siempre fabricaba puentes, porque no era un sujeto que se sintiera cómodo marchando solo, ni mucho menos. Se había vuelto aficionado a comenzar siempre del mismo modo: «Como el camarada fulano señaló... como el compañero mengano afirma...» pues así el tal fulano o el tal mengano, halagados de esta forma, recordaban su favor y estaban siempre dispuestos a retribuírselo con la misma fingida adulación. —Debemos desenmascarar a los líderes de los partidos de las clases dominantes —continuó Marinello—, ganándonos al lado de la revolución a campesinos y obreros, para arrancarles las ilusiones que tengan de democracia burgués-terrateniente y para demostrarles que la única solución es el Poder Soviético. La trivialidad de aquellos razonamientos contradictorios e inauditos por parte del exsenador hallaban constantemente aprobación en Anastas Mikoyan. Su presencia, aquella noche, ocupando un asiento de honor en el estrado, era otro de los grandes anhelos cumplidos por Marilnello, que continuaba con su discurso mientras le lanzaba a su camarada esporádicas miradas, las cuales unas veces eran más bien saludos reverentes. —¡Desde el archirreaccionario Diario de la Marina «lame botas del oficialismo» —continuaba Marinello, mientras el cansancio le hacía al público asentir en todos y cada uno de los disparates que decía—, hasta los bribones trotskistas del renegado Eusebio 3

Antonio Guiteras Holmes, político cubano que pregonaba la liberación nacional, agraria, democrática y anticolonialista. 21


Gabriel Freyre Mujal, todos forman filas apretadas contra el sovietismo y el comunismo, que son las únicas banderas bajo las cuales combaten las masas oprimidas que ya no quieren servir de peones! ¡Viva la Internacional Comunista! ... —¡Viva! —respondían desde el auditorio. —¡Viva el Partido Comunista de Cuba, vanguardia de nuestro heroico proletariado! ¡Viva la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas!... —¡Viva, Viva! Luego, de acordar entre todos enviar un telegrama de protesta al gobierno por la suspensión a última hora de la excursión planeada por el Sindicato de Estibadores y cuando al fin cesaron los aplausos, los vivas, en respuesta a las intempestivas palabras del gran anfitrión, este convocó a un lado a los bizarros Elías y Formoso, para celebrar una reunión en privado, y junto con ellos llamó también a un tal Osvaldo Sánchez Cabrera: tipo bamboche y fuerte del partido. Por su parte, cabe destacar, que el viceministro ruso, aquella noche, se fue bastante conforme y particularmente satisfecho por lo calcada que era aquella asamblea a las de su país. Lo que esperaban ansiosamente desde el Kremlin era que estallara el fermento revolucionario en América para poder así maximizar a su favor el fruto de las rebeliones. 9 Recién a la medianoche se disolvió la reunión y todos se dispersaron cautelosamente, saliendo de aquel depósito abandonado en relativa calma, de a dos o tres por vez. Marinello separó a su pequeño grupo en el canto más obscuro del almacén y habló con ellos detrás de un biombo que servía como salida de emergencia y que solo los dirigentes de la asamblea sabían utilizar para ponerse a salvo en caso de una redada policial. Entre los reunidos se encontraban entonces sus dos acólitos 22


Historias verídicas cubanas - Atentado en el Cobre Formoso y Elías; Osvaldo Sánchez, que movía todos los hilos en Oriente y que sabía manejar a la perfección en Santiago de Cuba cada una de las trincheras dispuestas a merced del partido. Sumándose también a este grupo Luis María Buch, un tipo todavía más turbio, mezclado en todo tipo de asuntos pesados. Las autoridades del partido debieron haberle rogado para que les apoyara, pues había logrado gran prestigio dentro del ambiente gremial luego de asesinar al oficial Carmelo González Arias con un paquete bomba. El hombre era de confianza, eficiente, y trabajaba, claro: ad honorem. Todos estos forajidos, provenientes de distintos arrabales gansteriles se sentían satisfechos por la confianza que les había depositado el partido. Cuando Marinello hablaba los malhechores atendían con una mudez persistente. Eran órdenes sus palabras. Entre los cinco había una especie de acuerdo tácito que garantizaba el máximo silencio. Dentro del sindicato encabezaban infinidad de huelgas y boicots. También eran responsables de una serie de actos subversivos, perpetrados contra particulares, diplomáticos y dueños de empresas. La eliminación de los adversarios, las traiciones y venganzas personales se las confiaban a ellos, que solían atender estas campañas antisociales como si se tratara de una diversión. Para Formoso y Elías por ejemplo, era una gracia subirse a las azoteas de los edificios aledaños a las manifestaciones que organizaban los propios trabajadores, para desde allí serruchar contra el ejército sus balas de ametralladoras, enardeciendo así la fuerza de choque. Marinello andaba constantemente detrás de cualquiera de los dos cuando precisaba hacer cualquier fechoría o vileza, pues tenía distintas opciones para tejer sus trampas, no las forjaba solo ni muchos menos. —Y ahora escuchen todos por favor que es tarde y no los quiero demorar demasiado —les dijo Marinello a los cuatro—. Creo que conocen ya los planes de El Cobre. No hace falta discutir los motivos de nuestro viaje. —Aquello ya está cocinado. Cada uno sabe lo que tiene que hacer —dijo Osvaldo seguro de todo. —Bien —continuó Marinello—. Lo importante es que esto se lleve en el mayor secreto. Media provincia acude a esa festividad, 23


Gabriel Freyre así que ojo, seguro estará abarrotado de seguridad —y tras una breve reflexión añadió: —¡Créanme que ya estoy hasta aquí de toda esa de política represora de la burguesía! —dijo e hizo un ademán señalando la frente—. Si ellos nos siguen negando nuestro derecho de agruparnos y movilizarnos, vamos a hacerles llover por todo el país oleadas de atentados ¡Oh, sí! ¡van a saber lo que es bueno! — concluyó y luego de una pausa añadió más tranquilo: —Bueno ¿qué nos queda Osvaldo? Tú conoces perfectamente estos lugares. —Como la palma de la mano. Y ya tengo listo el refugio —respondió Osvaldo. —Perfecto. La malicia de Buch tampoco quería ser menos, así que tomó parte en la conversación: —Yo les consigo el vehículo. Pero si atrapan a alguno hay que mantener la boca cerrada ¿Estamos? —No se apure por eso don ¡Verá que no pasará nada! Yo me encargo —dijo Elías tomando cartas en el asunto. —Bueno entonces: ¡a casa muchachos y duro con eso! —sentenció Marinello que sabía encender pasiones y extremismos en los presentes. Naturalmente tenía ese don, el de calar rápidamente el entusiasmo revolucionario de cada uno, y así pagaba: otorgándoles los elementos necesarios para que ejecuten cualquier clase de agresión gratuita, como la que sin mayor sentido terminaría afectando al pequeño Pablo y a su abuelita en El Cobre.

10 Mares de caña inundaban las grandes extensiones de tierra llana labrantía. Solamente los regios palmares, últimos remanentes de un bosque en extinción, competían en las alturas con las delgadas chimeneas humeantes de los centrales azucareros, cuya fumarada arrojaba incansablemente sus cenizas al cielo brumoso. 24


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