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La Compañía de

María Iconografía Célebre de México Tomo 1

Gabriel Freyre


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Gabriel Freyre mariaenmexico@gmail.com @mododever

Diseño de carátula: Julio César Rodríguez Concepto gráfico y diagramación: Adriana Sánchez Moreno Ilustración mapa de México: Alejandra Riveros Revisión ortográfica: Germán Bernardo Primera edición 2011. 2000 ejemplares Segunda edición 2013. 2000 ejemplares


RÓLOGO Este candoroso declamo surge tras un simpático acontecimiento, un tris de motivación divina que emanó de Nuestra Señora en su advocación más querida. Casualmente llegué en el mes de Diciembre al Distrito Federal, temporada establecida en México para agasajar a la Virgen, la cual desde que se apareció, permanece apaciblemente en la loma del cerro, eternamente revestida de sol y cubierta por un cielo bruñido de estrellitas. Para el creyente se vuelve imposible evadir festividad tradicional como esta, ya que por esos días, con diestra puntualidad, todos los caminos conducen directo a su deliciosa basílica. Era el día once, los últimos rayos de sol curtían aún más mis rubescentes mejillas y luego de un largo trajín para hallar disponible algún cuarto, al fin me hospedé en el único hotel con vacantes, dentro de La Villa.


Recuerdo lo decepcionante que fue para mí descubrir que la Virgen de Guadalupe no estaba expuesta al público en forma de bulto, como las otras célebres patronas latinoamericanas. Ella en cambio, se presentaba matizada con brío en un frágil ayate de tela (denominado comúnmente como: tilma) pero ese detalle parecía no importarle a la legión apasionada de fieles que seguía llegando de todos los puntos del país para saludarle en su día. Entonces, evadiendo la sofocante concurrencia, opté por recluirme en mi cuarto de hotel, más que yo resolviera tal o cual cosa era irrelevante, puesto que la Madre de Dios tenía un plan reservado, para sorpresa mía. Fue en el ocaso del día once de Diciembre, cuando me comenzó a entonar el apetito: salí a la calle decidido a rodear el templo guadalupano, evitando así acercarme demasiado a la muchedumbre, como un simple espectador que solo procura y se conforma con ver el macilento devaneo de la feligresía. Por un instante me sedujo la idea de echarle un vistazo a las abarrotadas tiendas de artículos de Nuestra Señora, referentes todas, a la más solicitada de las advocaciones de María. Aunque sin remordimiento alguno opté por aplacar primeramente los constantes llamados de mi estómago, postergando para un día ordinario mi visita.

Purísima Concepción Catedral Durango


Me senté en un restaurante de la zona y en cuanto preparaban mi vianda para llevar, bebí un chocolate caliente, observando muy cerca a la ventana lo animado que iba llegando el jubileo, el cual a su vez colmaba la orbe con aura de devoción legítima. Pagué mi alimento, y dejé el plato fuerte para cenarlo en el hotel. De vuelta por los alrededores de la basílica un caprichoso sentimiento me encendió las ganas de acompañar, al menos por unos metros, la riada de turistas y distraído fui cayendo seducido por el ambiente romeral ¡No sé si fue el gentío y su manifestación de algarabía, las luces de focos tricolor o los bailes rituales de Aztlán! (tan a sazón para esta letanía) la cuestión es que el tropel de afición me fue arrastrando lentamente hacia la catedral, y la verdad es que cuando me quise salir ya no pude, la multitud arrolladora iba en un solo sentido, y crean ¡no había salida! Di vuelta, forcejeé, pero fue inútil, todos esos rostros encaraban hacia el templo con una meta fija: llegar a la misa, la cual en ese día es continua, una tras de otra, para agasajar a su amada y tierna Virgen María. En más de una oportunidad consideré la posibilidad de escurrirme detrás de los voluntarios de la Cruz Roja; éstos con mañosa habilidad llegaban a prestar auxilio a las personas que presenttaran síntomas de sofocación o descompensaciones físicas, pero tampoco quería hacer demasiado evidente mi esquivez, pues estaba en medio de niños que con dulzura sostenían cuadros prolijamente atizados de guirnaldas, mujeres cargando fotos de la reina y ancianos llevando objetos y bultos para bendecir, de la mano de sus familias. Gabriel Freyre


Pasé en las mismas condiciones ¡hora y media! todo apretujado entre la abarrotada concurrencia, consciente de lo desatento que era de mi parte demostrar por necesidad tan vulgar cualquier indicio de presteza. Por eso traté como pude de disimular la frustración, pero el estómago ladraba hambriento, y para colmo se hacía desear la apetitosa comida entre mis manos… ¡Sí! reconozco que llegué a pensar en devorarla ahí, en medio de la gente, de cualquier manera. Así marcaron las once de la noche y toda esta muchedumbre seguía embotellando el umbral de acceso, por eso lentamente, a paso de buey, poco y nada se lograba avanzar. Ya resignado a mi suerte traté de pensar positivamente, imaginando que definitivamente era Nuestra Señora quien deseaba que siga yo, clavado como estaca, allí afuera. Hasta que por fin, dentro del templo, el entusiasmo de los presentes, fundido al ambiente engalanado con sabrosos inciensos lograron rápidamente apaciguar mi dolor y desde ese momento comencé a sentirme de otra manera; todo ese hostigamiento causado por hacinamiento y apetito sí habían valido la pena. Súbitamente, como concebido por algún poder ultra terreno, aquel

sentimiento reparador relevó las penas al observar la dulzura de su inconfundible silueta. Asida devotamente sobre el sitial cercado, estaba “La diva”: por basa la luna y de rebozo el brillo del sol, vistiendo fresco pendil teñido de azul turquí y ataviada de complacencia, pues toda la fiesta, todas las flores, todas las velas, eran para Ella. Al atravesar el imponente portal basilical noté que desde cada rincón se podía apreciar nítidamente a la Virgen María siempre sumisa, suplicante y en religiosa espera. Me acerqué como pude, con el fin de verla aún más de cerca, y en aquel momento creí reconocer su dulce caricia, misma que a lo largo de los años roció con su gracia mis noches colmadas de estrellas. Por eso, a la rosa más preciada y deliciosa del jardín celestial, que por cierto ya me tiene bien pagado, hoy con un lenguaje franco y sincero, junto con mi alma le brindo esta ofrenda.


NTRODUCCIÓN Opinión personal del autor.

No solo es vago e ínfimo el concepto integral que hasta hoy tenemos de María, sino también el que tenemos de Dios, creador y controlador supremo. Quizá esto se deba a que las Sagradas Escrituras no ostentan demasiados detalles sobre su naturaleza activa, eternamente bienaventurada y dotada de infinito conocimiento. Pero evidentemente el Dios divino y omniperfecto debe tener ilimitadas e inagotables potencias, más allá de nuestro entendimiento, pues si su poder excepcional estuviera condicionado por los límites de nuestra experiencia, entonces no sería el Todo Perfecto. A esto podríamos agregar lo siguiente, si bien los elevados planes del Altísimo y algunas de sus solemnes manifestaciones han sido exhibidas por los Santos Apóstoles al momento de dejar esbozados en los


cánones bíblicos tan graves revelaciones, existen rasgos que rehúyen a la razón y por ende, en el devenir de las eras, la humanidad progresivamente debió ir asimilando y entendiendo. Tal esencia divinal, extraordinaria y sutil, aún hoy, no deja de impresionar a los devotos e incrédulos, estos últimos por defecto ampliamente en desventaja ante los fieles, pues tan acrisolados y límpidos secretos saben encontrar reparo, sólo dentro del humilde corazón y suelen muy serenamente consagrarse a las llaves de la fe (recompensando al hombre simple) bastándole al creyente la innata pasividad de su naturaleza para develar los más profundos misterios.

consiguiente: “El Señor Supremo, al ser imparcial y autosuficiente no necesita de nadie para lograr siempre su cometido sin el mayor esfuerzo”.

De ahí que al escandaloso doctoral le parecerá ilógica o menos inteligente nuestra percepción de un Dios Absoluto que por momentos suele asociarse a terceros para concluir sin estorbos sus más trascendentales deseos, razonando por

Pero contra lo dicho, lo magníficamente manifiesto, pues sí requirió Nuestro Señor de María, para encarnar al Verbo, precisó también de los Apóstoles para diseminar su Santa Palabra a

Nuestra Señora de la Paz


los cuatro vientos. Y ¡Cuán grandioso fue ese bendito convenio con la facultad de abrir definitivamente esa brecha en la condena fijada por El Padre, que pesaba a la humanidad desde el comienzo de los tiempos! Feliz acuerdo que nunca se lleva a cabo sin la voluntad de María, quien accede de corazón a brindar su cuerpo. Pacto sagrado que además tiene como garantía: la sabiduría eterna del Padre, y la responsabilidad aunque sacrificio tanto de Jesucristo como de María (quien en momentos de la crucifixión también soportó a la par de su queridísimo Hijo el límite del tormento). De modo que por mérito, consanguinidad y devoción solemos reconocer su estrecha afinidad con el Señor, aunque esto de ningún modo sea un indicio de idolatría ni mucho menos, porque bien claro especifica nuestra doctrina católica: “todo el universo está subordinado al Señor y nadie es independiente de Él”. Por lo tanto no se intenta

jamás igualar el Santo Nombre del Señor Supremo con ningún otro nombre, pues entendemos que al alabar a Dios se obtiene toda la energía sincronizada de sus innumerables fuentes, como cuando uno riega la raíz de un árbol, satisface a las hojas, las ramas y al árbol entero. Pero... ¿no merecen algún reconocimiento particular aquellos colaboradores que nos encauzan en una relación más íntima con el Padre? Estos eternos subordinados, a quienes quiere rendirle gratitud nuestra Iglesia, y repetimos: No son más que inseparables asociados a la causa del Altísimo. No de adorno figuran en los episodios del Nuevo Testamento, y como advertiremos a continuación, tampoco son ajenos al Antiguo Testamento. Veamos lo que nos refieren los siguientes pasajes del Génesis en donde expone el Creador Supremo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y más adelante, en cuanto los descendientes de Adán comenzaron a construir la Torre de Babel: “venid, bajemos y confundamos su lenguaje”. Con estos plurales podríamos considerar que otras entidades de naturaleza divina podrían permanecer aliados a Él, desde el comienzo. Tal anuncio debajo del cielo, desde luego no puede dejar de causarle hasta hoy, a los estudiosos, profundo desvelo.


Son las cosas incognoscibles del Señor, las cuales demandan sobre todo prudencia (alcanzando en tiempos de apogeo protestante el límite de polémica). Período en que la Iglesia, previniendo la aparición de nuevos y ocurrentes ritos politeístas, optó por evadir y hasta prohibir toda discusión al respecto. Mientras, la sagrada teología, experta en la materia, siempre mantuvo que la Divinidad no puede ser más que una, con sus tres manifestaciones solemnes: la de El Padre para dar su Ley; la del Hijo, para redimirnos o para santificarnos, y la del Espíritu Santo, claramente presente en María como en ninguna otra criatura (aunque a muchos les cueste entenderlo). Atención: Creemos que Dios impera sobre todos sus efectos creados, en esencia y presencia, pero entre éstas fuerzas maravillosas con quienes sostiene una mayor intimidad (llámense ángeles, asociados, santos devotos etc.) interviene directamente confiriéndoles su aval pleno. Es decir, estos seres divinos e inmortales proceden de Él como si fueran su propia expansión, pues son potencias simultáneas, gobernadas y conducidas por Él. Potencias distintas entre sí, pero a la vez semejantes en esencia, por facultad y entereza de su seno. Si hay que tener especial cuidado al analizar individualmente tanto a María como los Apóstoles y Santos de nuestra Iglesia, es La Virgen de Cortés


por no engrandecer ni desmerecer su mérito, por eso concluiremos que no es idolatría la reverencia a ninguno de sus asistentes, porque como perfecta porción personal, aunque no son la Suprema Personalidad, tampoco son ajenos, provienen de Él, son distintos entre sí y con distinta misión, pero en pos de un mismo objetivo, infaliblemente perfecto. E insistimos: así como en el misterio de anunciación, redención, renovación y sustento de la fe, intervienen sagradas autoridades, también Ella, Nuestra Señora, es llamada a permanecer eternamente a nuestro lado, como sólido pilar de la Iglesia. Ella actúa en bienaventurada representación de Él, con pleno dominio y sublime consentimiento. Si acaso nuestra fe estuviera equivocada y La Santísima Virgen, como sentencian los incrédulos desaprobando su solemne maternidad (alabable y adorable por donde quiera que se le admire) realmente engendró al Redentor contaminada con la engorrosa mancha del pecado original y Nuestro Señor fue fecundado desde aquel cuerpo corrupto y peVirgen de la Soledad del Parral


recedero, pues allí de todas maneras habrá que reconocer: desde la creación del Hombre ningún otro privilegio, como el de esta “simple mujer” tomada al azar del más desgajado de los pueblos, ha dignificado y glorificado más la condición de su género. Ahora, a esa sapientísima apostasía, que poniendo en tela de juicio la fiel tradición de nuestra Iglesia y de puro gusto utiliza mezquina y capciosamente el título de “mujer especial” al referirse a aquel océano de gracia el cual, desde el puro cristal de su seno, dio carne de su carne para procrear al Verbo, se le recuerda: ninguna otra “mujer especial” comparte con Dios la maternidad del Hijo Primogénito. Por eso es irrespetuoso e insensato tratar de menguar los méritos de la Madre del Gran Heredero, comparando a Nuestra Señora con las mujeres especiales, pues ellas; vecinas; hermanas ¡madres, por sobre todas las cosas! Por más brillantes que hayan sido o sean, en sus nobles desempeños en el hogar o como compañeras; maestras; reinas y presidentas, comparadas con María… son como pequeñísimas estrellitas ante la eterna y radiante Luna del firmamento. Esos comentaristas inescrupulosos no entienden que no hay diferencia entre Dios y su Verbo, que es Cristo; entre Dios y su “Templo”, que es María; entre Dios y los Apóstoles que son su Palabra,

la voz misma del Cielo. Ignoran que Dios, al darnos libre albedrío, prácticamente nos desheredó de su personal asistencia omnipresente y a cambio nos legó la eterna compañía de María. Es blasfemia tan solo insinuar que estos seres extraordinariamente poderosos están muertos, pues son pilares que viven en la Iglesia de Dios, y mientras ésta se mantenga viva, serán partes o porciones del Enérgico Supremo. Para entender mejor el blando misterio de Nuestra Señora, hay que observar a los feligreses de la venturosa Iglesia de México, quienes se estremecen frente a su fascinante y nítido retrato de mujer perfecta, de mujer sufrida, a tal punto de llamarle “madre”; “madrecita” con un amor sinceramente intenso. Recogimiento tal sólo puede ser fruto de la espontaneidad de este bondadoso pueblo, quien no sólo intuye, sino que revive y sigue intentando imitar su ejemplo de sufrimiento, amor y devoción pura a Dios, fundiéndose con Ella, en su templo.


Nuestra Señora de Guadalupe (Ciudad de México):::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 22 Virgen de Acahuato (Acahuato)::::::::::::::::::::::: 38 La Virgen de Tintoque (Valle de Banderas):::::::::: 46 La Virgen del Carmen(Ciudad del Carmen):::::::: 56

Nuestra Señora de Cosamaloapan (Cosamaloapan):::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 82

Nuestra Señora de Catemaco (Catemaco):::::::::: 66

Nuestra Señora de Asunción(Cupilco)::::::::::::::: 92

Nuestra Señora de Charcas (Charcas):::::::::::::::: 74

Nuestra Señora de la Defensa (Juanacatlan):::::: 98 Nuestra Señora de la Defensa (Puebla)::::::::::::: 104 Nuestra Señora del Rosario (Guasave)::::::::::::: 116 Nuestra Señora de la Raíz (Jacona):::::::::::::::::: 126


NDICE La Virgen de Santa Anita (Santa Ana de Atlixtac):::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 190 La Virgen de Talpa (Talpa)::::::::::::::::::::::::::: 198 Nuestra Señora de Loreto (Loreto):::::::::::::::::: 134 Nuestra Señora de Guanajuato(Guanajuato)::: 144 La Virgen de Ocotlán (Tlaxcala):::::::::::::::::::::: 152 Nuestra Señora del Patrocinio (Zacatecas)::::::::: 162 La Virgen del Pueblito (El Pueblito):::::::::::::::::: 172 Nuestra Señora del Rosario (Rosario):::::::::::::: 182

Nuestra Señora de la Candelaria (Tlacotlalpan): 208 La Virgen Chiquita (Monterrey)::::::::::::::::::::: 214 Nuestra Señora de Zape (El Zape):::::::::::::::::: 222 Nuestra Señora de la Salud (Pátzcuaro)::::::::::: 230


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1. Ciudad de México - Nuestra Señora de Guadalupe 2. Acahuato - La Virgen de Acahuato 3. Valle de Banderas - La Virgen de Tintoque 4. Ciudad del Carmen - La Virgen del Carmen 5. Catemaco - La Virgen del Carmen 6. Charcas - La Virgen del Rosario 7. Cosamaloapan - Nuestra Señora de Cosamaloapan 8. Cupilco - Nuestra Señora de la Asunción 9. Juanacatlán - Nuestra Señora de la Defensa 10. Puebla - Nuestra Señora de la Defensa 11. Guasave - Nuestra Señora del Rosario 12. Jacona - Nuestra Señora de la Raíz 13. Loreto - Nuestra Señora de la Loreto 14. Guanajuato - Nuestra Señora de Guanajuato 15. Tlaxcala - La Virgen de Ocotlán 16. Zacatecas - La Virgen del Patrocinio 17. El Pueblito - Nuestra Señora del Pueblito 18. Rosario - La Virgen del Rosario 19. Santa Ana de Atlixtac - La Virgen de Santa Anita 20. Talpa - Nuestra Señora del Rosario de Talpa 21. Tlacotalpan - La Virgen de la Candelaria 22. Monterrey - La Virgen Chiquita 23. El Zape - Nuestra Señora del Zape 24. Pátzcuaro - Nuestra Señora de la Salud

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México


Nuestra Señora de Guadalupe (Ciudad de México)::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::




ONDE SE APARECIÓ LA LUNA Procedentes de regiones septentrionales y expirando el primer milenio de nuestra era, llegaron al valle de México los primitivos habitantes que ocuparon la meseta de Anáhuac. Cierto es en Esto, siguiendo los dadivosos augurios profetizados la tradición popular que por los sabios intérpretes de los signos sagrados y Nuestra Señora fue quien quiso autoproclamarse con secundados a la vez por el gran Huitzilopochtli, su el mismo título que tiene la infalible deidad. En aquel entonces, con todos los Virgen María del convento presagios a favor y mientras languidecían los últimos de Extremadura en España. destellos rosados del sol, llegó la trashumante Sin embargo, Guadalupe de caravana frente a las orillas del lago de Texcoco, México luce encantadora, donde finalmente se reunió descansar. formando un eclipse frente al sol; la Luna que descansa bajo sus nobles plantas está tiznada de negro debido a que este fenómeno le deja a contraluz. Su fiesta principal es el día 12 de Diciembre, pero las mayores celebraciones comienzan el 11 por la noche.

Ya tarde, mientras permanecía el cielo encapotado por espesas nubes, vieron envolverse entre tinieblas el infinito azul de su inmensidad. Pero luego, quiso ceder la bruma levemente, despejándose repentinamente e iluminando con la luz del firmamento todo aquel anfiteatro de encantada geografía, que descollaba con sus caprichosas siluetas, formando un marco sensacional. En el mismo momento, espejada en las aguas oscuras del lago, sobre un oleaje vacilante, furtivamente la vanidosa silueta de una Luna creciente Nuestra Señora de Guadalupe


terminó por embriagar aquella noche colmada en exceso de inquietante serenidad. Se trataba de Meztli, la orbicular aliada lunar, quien con su eterno fulgor preconizaba desde lo alto del cielo la avidez de un pueblo en largo e ininterrumpido caminar. Eran todos dignos presagios: el día esperado al fin se avecinaba. Al menos eso concluyó la pasmada multitud al contemplar, con ojos redivivos, ufanarse al águila real de la empírea predicción, sometiendo a la ponzoñosa sierpe sobre un nopal. Así alumbraba el hito de nación mexica, pues todo aquello, por dictamen de su Dios era indicio del sitio en donde debía ser fincada la ciudad. Desde entonces México, que en lírico lenguaje náhuatl significa “donde se apareció Meztli o la luna” se transformó en el corazón estacionario de la radiante cultura azteca –lugar predilecto de la diosa Tonantzin– y más tarde en la cuna del portento que cambiaría la historia de la conquista, a favor de una integración

entre dos razas hermanadas por el mismo regazo de madre mestiza, pues así quiso presentarse La Virgen Morena del Tepeyac. Tras la llegada de los españoles los bautismos multitudinarios se transformaron en imprescindible viático para asociar dentro de la fe a los naturales. Entre los primeros mexicanos en recibir la Santa Eucaristía figuraba un sencillo macegual y su compañera, quienes adoptaron los nombres de Juan Diego y María Lucía, ambos residentes de la villa de Cuautitlán. Juan representaba al estereotipo de esta noble raza. Según parece era de corta estatura, de afable naturaleza y carácter reservado. Peculiarmente entre sus virtudes, dintinguíanse su paciencia y humildad. Ya curtido en edad se dedicó a tejer petates con la caña recolectada en lagos cercanos y en su continua lucha por sobrevivir solía también ocuparse con largueza en cualquier trabajo que le solicitara su pacífica y serena comunidad. Al enviudar, Juan Diego se mudó a cuidar de un tío enfermo, con el quien había mantenido más estrecha relación. Este familiar, llamado Juan Bernardino, aparte de ser una reconfortante compañía, también vivía mucho más cerca del convento franciscano de Santiago de Tlatelolco, donde Juan Diego luego de una larga caminata, cada mañana asistía a misa en forma puntual.


L MILAGRO DEL TEPEYAC La tradición nos revela que en la mañana del sábado 9 de diciembre de 1531, para la fiesta de la Concepción Inmaculada de María, antes de entonar el amanecer se preparó a marcharse Juan y dejando su casa durante la madrugada fría, justo a mitad de camino escuchó una dulce romanza proveniente del ápice de uno de los cerros que le forzó a frenar. Pero luego continuó diligente rumbo a la iglesia por el escarpado paisaje, interpretando aquel fenómeno como producto de su imaginación. Poco después, en momentos que una barba de nubes cubría el cielo maquillado de púrpura, la quietud de la briza dió cabida a una nueva y armoniosa melodía, como cuerdas de cien arpas endulzadas con los cantos de una variedad de aves preciosas, tales como del Coyoltototl o el Tzinitzcán. Todo sucedió tan precipitadamente que no hubo tiempo por parte del aborigen de exhibir algún síntoma de aprensión, aún cuando una gama de destellos multicolores iluminaron el corazón de la etérea nube blanca posada sobre la nariz del erial. Tras el celaje enclavado en el cerro surgió una plácida voz.

Nuestra Señora de Guadalupe


María le llamaba al buen hombre, afectuosamente por su nombre: —¡Juanito!... ¡Juan Dieguito!...— y amorosamente le invitaba a ascender porque le quería hablar. Juan miró turbado hacia la rocosa cúspide de la loma sintiéndose forzado a atender dicho llamado. Como pudo escaló la superficie rocosa sin detenerse hasta llegar a la cima, donde aquella misteriosa voz con timbre de alondra le insistía en platicar. E inesperadamente se encontró cara a cara con una dama de refinada belleza, diadema de estrellas y céfiro digno de una niña reina. Una misteriosa refulgencia emergía de su atizada vestimenta y en derredor lograba revivir la hojarasca, los abrojos y huizaches, renovando y volviendo más nítido el color de las florecillas salvajes que vanamente reverdecían dentro de aquel árido y polvoroso pedregal. Entonces, sí, Juan Diego tembloroso dio varios pasos en su dirección y ante tanta belleza, reverente cayó de

rodillas y se quedó en silencio a esperar se dignara Nuestra Señora a manifestarle su voluntad. Y al fin ella le dijo: —¡Escucha hijo mío! El más pequeño, Juanito, ¿a dónde te diriges? A lo cual, él respondió: —¡Reina mía! A tu venerable casa de Tlatelolco para seguir las cosas de Dios. ¡Sí muchachita mía! Si tú me lo permites llegaré allá—. Y dulcemente, con su compasiva mirada que no perdía de vista a Juan sentenció: —¡Hijo mío, el más pequeño! Ten por cierto que yo soy la siempre perfecta Virgen María y mantén lo que te digo, porque mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada, a donde puedan acudir quienes me buscan y creen en mí, desde allí les escucharé, calmaré sus llantos y todos sus pesares podré remendar. Para cumplir todo esto de mi agrado te pido Juan Dieguito, ve hasta el palacio del obispo en México y cuanto has oído le contarás—. Así que Juanito, su humilde y fiel servidor, luego de despedirse se puso de pie y empeñado en cumplir con la venerable


solicitud de Nuestra Señora, encaró rumbo a la calzada con el fin de dar en la ciudad. Le iban pululando por la cabecita los más enervados pensamientos tratando de imaginar la reacción del prelado ante petición tal, porque de seguro no sería fácil convencer al máximo jerarca de la Iglesia que la Madre de Dios se le había presentado en su forma original. Y así, absorto en sus calamidades, al fin llegó. Inseguro llamó corta y cautelosamente a la puerta de la residencia episcopal hasta que salió un criado del patriarca, a quien Juan suplicó por favor le llevara ante el obispo, mas, con un gesto despectivo el sirviente, notando el mal talante de Juan y valorando sospechosas sus intenciones, se disculpó alegando que Fray Juan de Zumárraga no lo podía atender. Y solo a causa de la insistencia de Juan Diego, el sirviente recapacitó y de mala gana se hizo a un lado, dejándolo finalmente pasar. Allí le recomendaron sentarse mientras el obispo se desocupaba, y en un frío banco, quedó esperando a merced del viento intenso, resistiendo el alevoso helor característico del mes de Diciembre, en una ciudad como México elevada briosamente a 2500 metros sobre el nivel del mar. Pasó allí sentado casi dos horas, castigado por la inclemencia del aire que se filtraba por las finísimas hendiduras de la delgada tilma de Ixtle, y llegaba a

arremeter contra su pecho. Hasta que salió un oficial de la sala del obispo anunciando que su excelencia estaba listo para recibirlo. Cuanto entró Juanito se arrodilló y allí postrado le confirió el santísimo aliento de la reina celestial, el cual pretendía le levantaran su templo en el llano aquel, sobre la loma del Tepeyac. El obispo frunció el ceño, pues era inaudito que un indio recién convertido, le pidiera un santuario católico justo ahí, donde había existido por siglos el famoso adoratorio dedicado a la diosa Coatlicue Tonantzin, mas escudriñando la catadura curtida y sobria de aquel humilde aborigen, no pudo dejar de impresionarse por la elocuencia del relato y aunque por medio de su intérprete le hizo muchas preguntas, obtuvo siempre una clara y convincente respuesta. Por razones lógicas dudaba enormemente que Juan Diego le estuviera diciendo la verdad.

Nuestra Señora de Guadalupe


De este modo lo despachó con respeto y cordialidad, pero sin darle demasiado crédito a sus palabras y con la promesa de una nueva cita, luego de tomarse el tiempo para reflexionar. Así que otra vez era escoltado Juanito hasta la calle por los sirvientes, y éstos a su vez pasaban a costa suyas un buen rato, jugándole todo tipo de burlas y explayándose (el tiempo que les quedaba de trabajo) con el pobre de Juan, quien para atender este envío de la Madre de Dios había pasado la mayor parte del tiempo sin probar bocado, pero como es el modo de ser de esta gente, guardó su sufrimiento, no torció ni desvió su camino y fue directo a encontrarse con la Señora del Tepeyac. Quebrándose el último suspiro del atardecer, llegó Juan Diego al cerrito de la santa aparición y escaló nuevamente al encuentro de la dulce puesta de sol, que precisamente ahí le estaba esperando ataviada con sereno manto de acendradas estrellas y fulgurante lumbre, cual si fuera el propio resplandor crepuscular. Posada siempre sobre aquellas rocas polvorientas, que a su contacto transformábanse en jades preciosos, de igual modo los mezquites, nopales y las variedades de hierbas que mezquinamente hubiera, ante su excelencia, relucían faroleando renovados tonos de


verdes, cual sedosas plumas de Quetzal. Triste y apesadumbrado llegaba Juan a arrodillarse ante su ama y con la natural cadencia de la exquisita lengua Náhuatl disculpábase así: —¡Patroncita, mi chiquita!... Ya fui donde me mandaste y le expuse lo que me dijiste al máximo gobernante sacerdote y aunque amablemente me recibió y escuchó, me respondió: Otra vez vendrás y con calma escucharé bien, desde el comienzo, cuál es tu deseo y tu voluntad. Por eso, mucho te suplico señora mía, ¡por favor dispénsame! ¡Iré a caer en tu disgusto mi niña! Te pido que envíes a un noble con el obispo, a alguien respetado la próxima vez, para que lleve tu venerable palabra, que a alguno de ellos sí le creerá. —¡Ten por cierto que no son escasos mis mensajeros y servidores!— Respondió convincentemente la sublime Madre de Dios, siempre cariñosa para con sus devotos, y brindándole a su hijo predilecto un elegante racimo de dulces explicaciones le hizo entender que debía volver al día siguiente para reiterarle su santísimo encargo a la autoridad eclesial. Por ello este noble súbdito, con su habitual paciencia le confirió a la eternamente agraciada: —Señora mía, que no angustie yo con

pena tu rostro. En verdad con todo gusto iré a poner en obra tu venerable voluntad. Ahora me despido de ti niña mía, descansa más otro poquito—. Y así solicitó de manera dócil el permiso a Nuestra Señora, cuando claramente era él el fatigado y quien se quería retirar a descansar. Al día siguiente, el Domingo 10 de Diciembre, Juan se preparó desde muy temprano y salió directo para Tlatelolco a oír la misa y a eso de las diez de la mañana llegó al palacio del señor obispo, donde los sirvientes del prelado otra vez le hicieron las mil y una para que no regresara ya más. Pero la tenacidad de Juan le ayudó a resistir y su paciencia le llevó otra vez delante del ministro de la Iglesia, el cual fue muy prudente y ni siquiera se conmovió con el bochornoso llanto de Juan. En cambio sí le impuso un riguroso examen con muchas preguntas y además exigió le fuera enviado por parte de la Reina del Cielo, alguna señal.

Nuestra Señora de Guadalupe


Así le despidió nuevamente y mientras salía, encomendó el monseñor a un par de sus súbditos que le siguieran sin perderle de vista y constataran lo que hacía y con quienes hablara (más, Juan Diego, percatado del acoso, los iba a eludir mucho antes de llegar al Cerro del Tepeyac). Aquellos sirvientes estaban muy irritados por lo sucedido y al regresar le dijeron al obispo, que Juan Diego era un embaucador, un mentiroso y que de una reprimenda era merecedor, si acaso otra vez intentaba regresar. Entre tanto Juan Dieguito, con santa predisposición, le relataba a la hermosa dama la respuesta que traía de parte del señor obispo y ésta a su vez le dispensaba por su labor diciéndole: —Ahora ve hijo mío a descansar, que mañana aquí te aguardo con la evidencia que convenza al prelado y con eso verás que ya no dudará.—

Esa noche Juan Diego llegó a su casa con ánimo de reposar, pero allí encontró a su tío Juan Bernardino afectado por el agravamiento de su enfermedad terminal. Por eso el día Lunes no pudo asistir ante la Reina del Cielo como había acordado, pues se la pasó de mañanita buscando para su querido tío un doctor, pero al parecer ya no había mucho por hacer, pues le confirmaron los médicos que el anciano estaba al punto de expirar. Y nos confirma esta bendita alegoría que en la madrugada siguiente, sobresaltado despertó alucinando Juan Bernardino y le rogó a su sobrino fuera a Tlatelolco por alguno de los sacerdotes para que le preparasen en su hora final. Entonces, fue en aquella madrugada del Martes 12 de Diciembre, cuando Juan Diego salió en busca de sus doctrineros intentando desviar el camino del Tepeyac, tal vez creyendo así poder evadir a la dulce Señora, mas a un lado del cerro le vino a atajar sus pasos Nuestra Señora y conociendo la respuesta preguntó a Juan: —¿Qué pasa querido hijo? ¿A dónde vas?— A lo que Juan Diego confesó: —¡Con pena angustiaré tu corazón, reina mía! Iba con toda prisa a tu venerable casa de Tlatelolco a buscar un padrecito. Porque te hago saber que está muy grave un servidor tuyo y tío mío, a quien le


ha asentado una terrible enfermedad. ¡Perdóname, tenme todavía un poco de paciencia!— Lisa y llanamente trataba de excusarse Juan —Pero mañana volveré sin falta— concluyó —y el recado que tú me des, a donde tú me pidas, con mucho gusto mi reina, iré a llevar. No faltaban explicaciones, pues La Reina del Cielo, bien sabía que a Juan ningún interés egoísta le impedía cumplir su voluntad. Por eso compasivamente le dijo tras de oír sus palabras: —No se perturbe tu corazón ¡No le temas a la enfermedad! ¿Acaso no estoy yo aquí? Que soy la fuente de tu alegría, así como la luz de tu mirar ¿Entonces qué temes? Si estas resguardado a la sombra de mi celo maternal. No te aflija el padecimiento de tu tío, que por cierto ya he remediado y por su causa te aseguro que al menos hoy no morirá. Ahora; sube tú, el más querido de mis hijos, al cerrito. Allí donde me viste por primera vez, que hallarás extendida una colorida estepa regada de flores. Hijo mío, córtalas y trae ante mí cuantas puedas recoger de la cima del Tepeyac—. Y sin dudar Juan Dieguito escaló hasta la cima, aunque sabiendo que aquella no era época en que brotaran renuevos de ningún follaje, pues la gélida escarcha

Estandarte conquistador de Nuestra Señora.


quemaba todo pastizal. Mas cuando llegó a la cima quedó admirado con el portento de Nuestra Señora; pues había transformado en un precioso vergel, regado de hermosas flores variadas y frescas, aún atizadas por alegres gotitas de rocío, todo aquel árido risco que sólo mezquites y cardos solía dar. Entonces, animoso amarró su tilma con un nudo al cuello y al asir los extremos inferiores con ambas manos, ésta cayó sobre su pecho extendido, formando una especie de bolsa, en donde luego echó cuanto retoño en flor hubiera por cortar. Lo más rápido que pudo descendió a postrarse a los pies de La Madre Celestial, quien haciendo un gentil visaje con su piadoso semblante y a modo de bendición acomodó complacida los pétalos rebosantes por fuera de la tilma blanquecina de Juan. Y le delegó por última vez: —Mucho te ordeno mi querido mensajero que únicamente en presencia del obispo extiendas la tilma para mostrarle mi señal. Así, tú convencerás en su corazón al gobernante sacerdote de que levante mi casita sagrada, donde españoles, naturales y mestizos por los siglos de los siglos se regocijarán. Y, ni bien La Reina del Cielo le terminó de impartir su mandato, salió con rumbo a la calzada el bueno de Juan,


con su corazón lleno de júbilo, vigilante de no perder un solo pétalo de flor, escudriñando de tanto en tanto, aquella sutil encomienda (elogio encarnado del misterio que yace en María y en su cuerpecito virginal). Cuando llegó al palacio del obispo le salió a encontrar el portero, y si bien era distinto a quienes le trajeron tantos problemas en las últimas veces, igual estaba enterado del desarrollo de los acontecimientos y simplemente se negó a dejarle entrar. Pero, luego de ver que Juan Diego por mucho rato se quedó allí enfrente, de pie, cabizbajo y sin hacer otra cosa que esperar, salieron un grupo de sirvientes a ver lo que llevaba oculto en el hueco de su tilma, creyendo poder satisfacer así su curiosidad. Y Juan que no era un hombre violento, cuando advirtió que no lograría disimular el sagrado encargo, decidió rasgar delicadamente el regazo de su tilma, antes que le intenten forzar. Al ver esta singular rareza que excedía en fragancia y colorido todo prodigio terrenal, se sintieron atraídos a querer coger algunas, mas resultaba que de ningún modo podían sacarlas, pues cuando intentaban tomarlas con sus manos desaparecían, como si fueran una ilusión o un espejismo, y aunque fueron tres las veces que osaron echarle manos no lo pudieron lograr.

Inmediatamente corrieron a llamar al obispo, quien solo con escuchar lo ocurrido, supo en su corazón que aquella era la señal, y por lo tanto, que todo lo que afanosamente le encomendaba aquel cenceño hombrecito de tez cobrizo era verdad. Entonces el sumo sacerdote ordenó que pasara a Juan Diego, quien habiendo recién entrado se postró en su presencia y como en las otras oportunidades inició su candoroso relato con todos los detalles de los últimos acontecimientos, recalcando lo asombroso de ver surtido de flores aquel lugar árido y salitroso, en tiempo invernal. Y ansioso de querer dar la noticia, sin dilatar más la sorpresa concluyó así Juan Dieguito sus sinceras razones: —¡Esta es la prueba, que la Madre de Dios es quien desea que usted mi señor, le contente su rostro elevándole una casita sagrada en el cerro del Tepeyac!— Así, hincado, soltó entonces el atadijo que traía sostenien-

Nuestra Señora de Guadalupe


do con ambas manos, dejando caer la tilma sobre su lozano cuello hasta el piso, para servir de alfombra al más colorido y fragante enjambrillo de flores, el cual con su opíparo perfume embriagó sutilmente todas las habitaciones, cantos y cornijales del adusto palacio mayoral. Pero hubo más, para sorpresa de los presentes y también de Juan, por divina misericordia había dispuesto La Soberana Reina del Cielo, esbozar su regia figura sobre aquella frágil porción de tilma, en donde posaba el arreglo floral. Así nacía la prodigiosa advocación morena del Tepeyac, radiante cual el mismito sol. Serena, como una nuve del cielo, pendiendo con su Luna y sus estrellas de aquel místico cendal. Pronto se encontraron tanto el obispo como los ministros, sirvientes y celadores, postrados de rodillas frente a Juan. Primero el Señor obispo, con lágrimas en los ojos, se puso de pie para admirar más de cerca

a la Madre celestial, ataviada de turquesa y oro, cual reina azteca y también para pedirle disculpas al noble nativo de raza privilegiada, por desconfiar. Este sacerdote, con suma prudencia y respeto desató el pendil del curtido y lampiño cerviz del indígena y ceremonialmente, con ayuda de los colaboradores, la colocó provisoriamente sobre un altar. Mientras, personalmente el obispo se preocupaba en decorar la sagrada tarima que tuvo la dignidad de ser primer asiento para cerillas y flores dedicadas a Nuestra Señora, también hacía los arreglos para que al día siguiente se le indicara el lugar exacto donde la Virgen se había aparecido y en aras de ello hospedó como invitado especial a Juan, quien aquella noche reposó en un modesto aposento del palacio episcopal. Al día siguiente, Juan Diego le mostró a la autoridad religiosa los sitios en donde había visto y conversado con la Madre de Dios, pero ardía en deseos de ver a su tío y entonces pidió permiso para ir al pueblito de Tulpetlac a corroborar el estado de salud de Juan Bernardino, a quien había dejado gravemente enfermo. El obispo pidió a algunos de sus ministros que le acompañasen y ordenó tam-


bién que, si se le encontraba sano al enfermo se le llevara a la residencia episcopal. Al llegar este grupo a Tulpetlac se asombraron de ver a Juan Bernardino totalmente sano, nada le dolía y el anciano a su vez, quedó admirado de ver a su sobrino acompañado por un sequito de sacerdotes. El anciano les confesó que Nuestra Señora también a él (en sueños) se le presentó mientras agonizaba, para devolverle su salud, librándole así de todo mal. En esta visión, Nuestra Señora se habría autoproclamado con el nombre de Guadalupe y también le reiteraba al anciano que deseaba se le dedique un santuario en el monte del Tepeyac. Al Señor obispo jamás se le ocurrió oponerse a la santísima voluntad de Nuestra Señora y es injusto acusarle hoy de intentar conciliar dos doctrinas tan diferentes, por levantarle a La Virgen Inmaculada su primera ermita, en aquel lugar en donde estaba precisamente el mausoleo de la diosa Tonantzin de la antigüedad.


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