juega sucio

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Sandra Brown JUEGA SUCIO


Capítulo I -¿Ya está? -Sí, ya está. -Griff Burkett arrojó una bolsa de loneta en la parte trasera del coche y después se montó en el asiento del acompañante-. Llegué ligero de equipaje. Y te juro que no me llevo ningún souvenir. No quería ningún recuerdo de su temporada en BIG [1] Se puso cómodo sobre la lujosa piel del asiento, modificó los mandos del aire acondicionado para que la ventilación le diera directamente y entonces, al darse cuenta de que no se habían puesto en marcha, miró al conductor. -El cinturón de seguridad. -Ah, claro. -Griff se pasó el cinturón por delante del pecho y lo abrochó. Se llevó la lengua a la mejilla y dijo-: No quiero infringir la ley. Como abogado, Wyatt Turner no estaba mal. Pero si tenía sentido del humor, era evidente que lo guardaba bajo llave. Ni siquiera esbozó una sonrisa ante el comentario socarrón de Griff . - Vamos, Turner, alegra esa cara -dijo Griff-. Es un día especial. -Por desgracia, no somos los únicos que queremos celebrarlo. Turner llamó la atención de Griff hacia un coche bastante feo de color verde oliva que había aparcado en una plaza para discapacitados. Y no parecía que tuviera derecho a estar allí, pues no llevaba ningún adhesivo que indicara que era un coche adaptado. Griff no reconoció la marca ni el modelo del automóvil, porque tenía menos de cinco años de antigüedad. Nada diferenciaba del resto de vehículos al humilde sedán salvo el hombre que había sentado detrás del volante. Griff maldijo en voz baja. -¿Qué coño hace aquí? -Todos los periódicos han anunciado que ibas a salir hoy, pero dudo que te haya traído champán. -Y ¿por qué ha venido a este agujero sólo para ver a un pobre diablo? -Supongo que quiere retomar las cosas donde las dejasteis. -Pues lo tiene claro. El tema de su conversación, Stanley Rodarte, había aparcado en un lugar llamativo a propósito. Quería que Griff lo viera. Y Griff lo habría reconocido en cualquier sitio, porque Stanley Rodarte era un adefesio y un cabrón. Tenía la cara como si se la hubiera tallado en madera de roble con una sierra eléctrica un grabador demasiado impaciente para lijar las aristas rugosas. Unos pómulos afilados como puntas de navaja proyectaban sombras sobre su piel rubicunda y llena de marcas. Su pelo tenía el color y la textura de la paja sucia. Detrás de los cristales opacos de las gafas de sol, sus ojos -amarillentos, tal como los recordaba Griff-sin duda miraban al ex recluso con una animadversión que ni siquiera esos cinco años habían logrado mitigar.


Griff se encogió de hombros con más indiferencia de la que sentía. -Pierde el tiempo. Como si fuera una sentencia, Turner contestó: -Está claro que no opina lo mismo. Mientras se aproximaban al otro coche, Griff le dedicó una amplia sonrisa a Rodarte y después le levantó el dedo índice delante de la cara. -Joder. Griff. -Turner aceleró hacia la puerta de la cárcel-. Pero ¿qué te pasa? -No le tengo miedo. -Pues deberías. Si tuvieras dos dedos de frente, te cagarías de miedo. Parece que no se le ha olvidado lo de Bandy. Mantente alejado de él. Y lo digo en serio. ¿Me oyes? No lo cabrees. -¿Me vas a cobrar por este consejo que no te he pedido? -No, este consejo es cortesía de la casa. Es para protegernos a los dos. A pesar del aire acondicionado a toda potencia, Griff bajó la ventanilla en el momento en que Turner atravesaba las compuertas del centro penitenciario que había sido su hogar durante los últimos cinco años. El sitio en el que lo habían encerrado era considerado de «seguridad mínima», pero aun así, era una cárcel. -Que no se ofendan los de Big Spring, pero no quiero volver a pisar este pueblo en mi vida comentó mientras salían de aquella ciudad de la parte occidental de Texas y se dirigían al este por la Interestatal 20. Notaba el aire caliente, seco y arenoso, además de perfumado por el diesel y la gasolina quemados en una carretera tan transitada, pero aun con todo, seguía siendo aire libre, el primero que respiraba Griff desde hacía mil ochocientos veinticinco días. Lo saboreó. -¿Sienta bien estar en la calle? -le preguntó el abogado. -Ni te lo imaginas. Al cabo de un momento, Turner añadió: -Decía en serio lo de Rodarte. El viento cargado de arena chocaba contra la cara de Griff y le aplastaba el pelo contra la cabeza. -Relájate, Turner -dijo el hombre gritando por encima del ruido de un camión de ganado apestoso que los adelantó justo en ese momento-. No voy a cantarle las cuarenta a Rodarte. Ni a nadie. Eso es cosa del pasado. La prehistoria. Acepté mi castigo y he pagado mi deuda con la sociedad. Estás delante de un hombre reformado y rehabilitado. -Me alegro de saberlo -contestó el abogado, lleno de escepticismo. Griff llevaba todo ese rato observando a Rodarte por el espejo retrovisor. Los había seguido al salir de Big Spring y ahora continuaba a su mismo ritmo, dejando por lo menos tres vehículos entre ambos coches en todo momento. Si Wyatt Turner se había dado cuenta de que Rodarte les iba pisando los talones, no lo mencionó. Griff empezó a comentar algo al respecto, pero entonces pensó que había cosas que su abogado no necesitaba saber. Cosas que no harían más que preocuparlo. Cuatrocientos ochenta kilómetros después, Griff se plantó en la sala de estar de su vivienda, nombre que le resultaba del todo irrisorio. Alguien podía «existir» allí, pero no podía decirse que «viviera». La iluminación de la sala era tan tenue que rayaba en la penumbra, aunque la falta de luz jugaba en su favor. Una grieta tan gruesa como el dedo índice


recorría una de las paredes desde el suelo hasta el techo, igual que un relámpago de líneas irregulares. La moqueta estaba mugrienta. El aparato de aire acondicionado zumbaba, y el aire que soltaba era muy húmedo y olía como la comida china para llevar del día anterior. -No es gran cosa -dijo Turner. -No me jodas. -Pero no hay fianza. El alquiler se paga mes a mes. Considéralo un lugar de paso hasta que puedas encontrar algo mejor. -Por lo menos Big Spring estaba limpio. -¿Quieres volver? A lo mejor, después de todo, Turner sí que tenía sentido del humor. Griff tiró el petate en el sofá. No sólo parecía incómodo, sino que el tapizado tenía manchas de vete a saber qué. Recordó con cariño el piso acomodado en el que vivía antes, en la zona de Turtle Creek, en Dallas. Bañado por la luz natural durante el día, con una vista espectacular de la silueta de la ciudad por la noche. Equipado con innumerables caprichos. Ni siquiera sabía para qué servían o cómo funcionaban la mitad de todos aquellos artilugios, pero lo importante era que los poseía. -Cuando vendiste el piso, ¿no conservaste ninguna de mis cosas? -Ropa, objetos personales, fotos, cosas así. Está todo en un guardamuebles. Pero el resto… Turner meneó la cabeza y jugueteó nervioso con las llaves, como si tuviera prisa por volver al coche, aunque el trayecto hasta allí les había costado cinco horas con una única parada-. Lo primero que liquidé fue todo lo que había en la Caja de los Juguetes. Ése era el nombre cariñoso que Griff le daba al garaje extra que tenía alquilado para guardar sus juguetes de adulto: esquís, material de buceo, una motocicleta, una barca para pescar lubinas que había estado en el agua exactamente una vez… Cosas que había comprado sobre todo porque podía permitírselo. -El Escalade y el Porsche fueron lo siguiente que vendí. Aguanté sin vender el Lexus hasta que ya no pude más. Y después empecé a vaciar el apartamento. Tuve que venderlo todo, Griff. Para pagar la fianza. Y las facturas y honorarios. -Sí, por ejemplo, los tuyos. Turner dejó de hacer ruido con las llaves. En otras circunstancias, la expresión desafiante que puso habría sido divertida. Griff le sacaba casi una cabeza, y no había dejado de hacer ejercicio durante el tiempo que había pasado en prisión. Es más, podía decirse que estaba más fuerte ahora que cuando entró. Wyatt Turner tenía la palidez de un hombre que trabaja metido en un despacho doce horas al día. Hacer ejercicio consistía para él en intentar meter los dieciocho hoyos, subirse en el carrito y luego tomarse dos cócteles en el bar del club de golf. A sus cuarenta y tantos, había echado algo de tripa y tenía ya el trasero un poco flácido. -Sí, Griff, mis honorarios también -contestó a la defensiva-. Cobro por trabajar. Igual que haces tú. Griff se lo quedó mirando un instante y después dijo en voz baja: -Igual que «hacía» yo… Turner se dio por vencido y, algo avergonzado por la rabieta momentánea, se dio la vuelta y dejó otro juego de llaves en la mesilla de madera. -Son de nuestro coche de repuesto. Está aparcado fuera. Es imposible que lo confundas:


un Honda de tres puertas de color rojo pálido. Si lo vendíamos de segunda mano no íbamos a sacarle nada, así que cuando Susan se compró el Range Rover, nos lo quedamos para los casos de emergencia. Funciona bien. Le cambiamos el aceite hace poco y las ruedas están a punto. Utilízalo mientras lo necesites. -¿Sumarás el alquiler diario del coche a la factura? Una vez más, Turner se ofendió por el comentario. -¿Por qué te metes con todo lo que hago? Sólo intento ayudarte. -Pues haberme ayudado hace cinco años y no me habrían metido en la puta cárcel. -Hice todo lo que pude por ti -contraatacó Turner-. Te pillaron. El que la hace, la paga. -Eh, ¿por qué no lo escribes? Griff se palpó los bolsillos como si buscara un bolígrafo. -Me voy. Turner se dirigió a la puerta, pero Griff lo interceptó: -Vale, vale, tú eres un príncipe en el reino de los abogados y yo soy un capullo desagradecido. ¿Qué más? -Dejó que pasaran unos segundos para que Turner hirviera de irritante indignación y después repitió en un tono más conciliador-: ¿Qué más has hecho por mí? -He colocado parte de tu ropa en el armario de la habitación. -Señaló una puerta abierta que había al fondo de la sala-. Los vaqueros y las camisetas no han pasado de moda. También he comprado sábanas y toallas en Target. ¿Tienes cosas de aseo? -En la bolsa. -En la nevera verás una botella de agua, leche y huevos. También he guardado allí el pan. Pensé que a lo mejor había cucarachas en la despensa. -Bien pensado. -Mira, Griff, sé que no es un palacio, pero… -¿Un «palacio»? -repitió Griff entre risas-. Dudo que alguien pudiera confundir esta pocilga con un palacio. -Después, para no parecer tan desagradecido, añadió-: Pero como has dicho antes, es sólo un lugar de paso. ¿Hay teléfono? -En el dormitorio. Lo he dado de alta por ti. Está a mi nombre. Podemos desconectarlo cuando te compres otro. -Gracias. ¿Qué número tiene? Turner se lo dijo. -¿No prefieres apuntártelo? -Antes memorizaba doscientas jugadas sin problemas, yo creo que todavía puedo acordarme de diez dígitos. -Muy bien. No te olvides de llamar al agente de la libertad condicional. Tiene que saber dónde encontrarte. -Es lo primero de la lista. Llamar a Jerry Arnold. -Griff dibujó una marca en el aire. Turner le entregó un sobre del banco. -Toma, un poco de dinero en efectivo, para que puedas moverte hasta que tengas tarjeta de crédito. Y también he metido en el sobre el permiso de conducir. La dirección está equivocada, claro, pero no caduca hasta tu próximo cumpleaños, y para entonces ya tendrás otro sitio en el que vivir. -Gracias.


Griff dejó el sobre del banco encima de la mesa, junto con las llaves del coche prestado. Aceptar la limosna de su abogado le resultó casi tan humillante como el primer día en la cárcel, cuando le habían enumerado las normas, así como los castigos por incumplirlas. -Bueno, pues haces bien en marcharte. El abogado le dio una palmadita en el hombro, un gesto que le pareció poco natural y extraño en él. Se dio la vuelta deprisa, pero al llegar a la puerta se detuvo y miró hacia atrás. -Griff…, eh…, la gente sigue mosqueada. Para muchas personas, cometiste un pecado capital. Si alguien se mete contigo, no le des mucha importancia, ¿de acuerdo? Ya sabes, pon la otra mejilla… Griff no dijo nada. No iba a hacer una promesa que no estaba dispuesto a cumplir. Turner dudó un momento, parecía preocupado. -Salir de la cárcel… no es fácil. Hay que acostumbrarse. -Es mejor que estar dentro. -Esas clases que dan para los internos que están a punto de ser liberados… -El Programa de Reinserción. -Sí, eso. ¿Te fueron útiles las sesiones? -Claro que sí. Me enseñaron a rellenar una solicitud de trabajo. Y me aconsejaron que no me rascara el culo ni me hurgara en la nariz durante las entrevistas. Con aspecto disgustado, Turner le preguntó: -¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer? -Buscar trabajo. -Por supuesto. Me refiero a si tienes alguna propuesta que barajar. -¿Sabes de algún equipo de la NFL que busque un quarterback?El rostro de Turner se quedó tan abatido que Griff se echó a reír. -Era una broma.

La mansión estaba protegida por un muro de ladrillo de casi cuatro metros de altura cubierto de hiedra. -Hostia… Griff acercó el Honda rojo al interfono que había junto a la puerta del muro. Por la dirección ya sabía que la casa debía de estar en una parte acomodada de Dallas, pero no imaginaba que tan acomodada. En el aparato estaban escritos los pasos que había que seguir para contactar con la casa. Tecleó una secuencia de números del panel, que supuso que debían de llamar a algún teléfono interno. Al cabo de un momento, oyó a alguien por el altavoz. -¿Sí? -Soy Griff Burkett. Venía a ver al señor Speakman. No hubo respuesta. Pero la compuerta metálica se abrió con un resorte y Griff entró con el coche. El camino de ladrillo estaba rodeado de macizos de arbustos y flores muy bien cuidados. Tras ellos, a la sombra de los árboles, el césped parecía una alfombra de terciopelo verde. La mansión era tan impresionante como el paisaje que la circundaba. Debía de tener varias décadas más que Griff, y estaba construida en piedra gris. Algunas partes de la fachada estaban cubiertas de hiedra, igual que el muro protector. Siguió el serpenteante paseo y aparcó


directamente enfrente de la entrada, salió del Honda prestado y se acercó a la puerta principal. Estaba flanqueada por maceteros enormes en los que había árboles perennes. Griff se preguntó de forma distraída cómo podía conseguir alguien que un árbol creciera con forma de sacacorchos. No había telarañas colgadas de los aleros. Ni una sola hoja caída en el suelo. Ni un reflejo de suciedad en las ventanas. La casa, el terreno, todo el lugar era espeluznantemente perfecto. Había mentido cuando le había dicho a Wyatt Turner que no tenía ninguna oferta en perspectiva. Aunque no es que le llovieran las ofertas de trabajo. Ahora mismo, Griff Burkett era, y con motivo, el hombre más odiado de Dallas, e incluso tal vez de todo el Estado de Texas. No, hasta eso se quedaba corto: lo despreciaban todos los apasionados del fútbol del país. La gente decía su nombre con sorna, o escupía después de haberlo pronunciado, como si quisiera ahuyentar a un mal espíritu. Nadie en su sano juicio lo querría en su plantilla. Sin embargo, por muy poco atractiva que fuera, contaba con esta propuesta. Unos cuantos días antes de su liberación, lo habían invitado a que se presentara en ese lugar, en esa fecha, a esa hora. La tarjeta de cartulina en la que iba escrita la invitación llevaba una inscripción grabada: Foster Speakman. El nombre le sonaba levemente, aunque Griff no recordaba de qué. Mientras accionaba el timbre, le costó imaginarse para qué podía querer tratar con él un tío que vivía en semejante sitio. Había dado por supuesto que la cita tenía que ver con una oferta de trabajo. Ahora, al ver el despliegue de medios, empezaba a pensar que a lo mejor se equivocaba. A lo mejor el tal Speakman no era más que un fan recalcitrante de los Cowboys que sólo quería su porción de carne de Griff Burkett. La puerta se abrió casi al instante. Salió a recibirlo una ráfaga de aire acondicionado, un ligero aroma a naranja y un chico que bien podría haber llevado unos pantalones bombachos y una lanza. Griff esperaba un ama de llaves o un mayordomo, alguien con un delantal blanco, con una voz comedida y educada pero con modales distantes. El chico no se acercó. Iba vestido con una camiseta negra ajustada y pantalones deportivos negros. Tenía las facciones anchas y planas de la realeza maya. Lucía una piel suave y barbilampiña. Y un pelo liso y negro como la tinta. -Eh, ¿señor Speakman? Le tendió la mano y sonrió. Mejor dicho, dejó a la vista su dentadura. No podría llamarse propiamente una sonrisa porque ninguna otra facción de la cara cambió, ni siquiera un ápice. El chico se apartó e invitó a Griff a entrar. Un techo abovedado se elevaba tres plantas por encima de ellos. Las alfombras orientales formaban islas de colores sutiles sobre el suelo de mármol. La imagen de Griff quedó capturada por el enorme espejo que había colgado por encima de una repisa alargada. La escalinata curva era una maravilla arquitectónica, sobre todo teniendo en cuenta la época en la que se había construido la casa. El espacio era amplísimo, y tan silencioso como una catedral. El hombre mudo le indicó a Griff con un movimiento de la cabeza que lo siguiera. A Griff se le ocurrió entonces que tal vez Foster Speakman lo estuviera esperando tumbado en su ataúd. ¿Acaso tendría grilletes y fustas escondidos en el sótano? Cuando llegaron a unas puertas dobles, el mayordomo (a falta de una palabra mejor para describirlo) las abrió de par en par y se apartó a un lado. Griff entró en la sala, que sin duda


era una biblioteca, pues tres de sus paredes estaban forradas de librerías que iban del techo al suelo. La cuarta pared constaba casi únicamente de ventanales, que ofrecían una vista al liso césped y a los parterres de flores. -Tenía curiosidad. Griff se dio la vuelta ante la voz inesperada y se llevó una segunda sorpresa. El hombre que le sonreía iba en silla de ruedas. -¿Por qué tenía curiosidad? -Por saber lo imponente que sería su físico en persona. -Miró a Griff de arriba abajo-. Es tan alto como esperaba, pero no tan… corpulento. Claro que sólo lo había visto de lejos, desde un palco del estadio, y por televisión. -La televisión siempre engorda. El hombre se echó a reír. -Sí, y las hombreras también engañan. -Extendió la mano derecha-. Soy Foster Speakman. Gracias por venir. Se saludaron. No era de sorprender que su mano fuese muchísimo más pequeña que la de Griff, pero tenía la palma seca y la apretaba con firmeza. Pulsó un botón de su moderna silla de ruedas y retrocedió. -Acérquese y tome asiento. Indicó a Griff que eligiera uno de los cómodos sillones que contaban con las correspondientes mesitas y lamparillas para leer. Griff se decidió por una de las butacas. Mientras se hundía en ella, experimentó una punzada de añoranza al recordar que antes él poseía muebles de calidad similar. Ahora tenía que guardar el pan en la nevera mientras resoplaba con irritación. A la vez que echaba un segundo vistazo a la estancia y al terreno que se extendía al otro lado de los ventanales, volvió a preguntarse qué demonios estaba haciendo él «allí», en una mansión cubierta de hiedra trepadora, con un hombre paralítico. Foster Speakman debía de tener unos cinco años más que él, cosa que lo situaba cerca de la cuarentena. Era apuesto. Resulta difícil decir cuánto debía de medir de pie, pero Griff calculó que casi un metro ochenta. Vestía ropa pija: polo de golf azul marino y pantalones anchos de color caqui, cinturón de piel marrón, pantuflas a juego, calcetines oscuros. Las perneras de sus pantalones parecían globos deshinchados, pues no había mucha carne con la que llenarlos. -¿Quiere algo de beber? -preguntó con amabilidad Speakman. Cuando se dio cuenta de que lo habían pillado estudiando la sala y especulando, Griff volvió a dirigir la atención hacia el rostro de su anfitrión. -¿Una Coca-Cola? Speakman alzó la mirada hacia el hombre que había abierto la puerta. -Manuelo, dos Coca-Colas, por favor. Manuelo era tan corpulento y robusto como un saco de cemento, pero se movía con absoluto sigilo. Speakman se fijó en que Griff se había quedado mirando al sirviente mientras éste se acercaba al bar y servía los refrescos. -Es de El Salvador. -Ajá. -Entró en Estados Unidos literalmente «caminando».


-Ajá. -Cuida de mí. A Griff no se le ocurría ningún comentario que hacer a esa observación, aunque tenía ganas de preguntar si Manuelo, a pesar de su sonrisa, escondía una colección de cabezas cortadas debajo de la cama. -¿Ha salido de Big Spring hoy mismo? -preguntó Speakman. -Mi abogado me pasó a recoger esta mañana. -Un buen trecho. -No se me ha hecho largo. Speakman sonrió. -Me lo imagino. Después de llevar tanto tiempo encerrado. -Esperó hasta que Griff hubo recogido el vaso de la bandejita que Manuelo le tendía, entonces tomó el otro vaso de cristal tallado y lo levantó-: Por su liberación. -Buen brindis. Manuelo se marchó por la puerta de doble hoja y la cerró tras de sí. Griff bebió otro sorbo de Coca-Cola. Empezaba a sentirse incómodo ante la mirada manifiestamente curiosa de Speakman. ¿Qué pasaba? ¿Acaso era la semana de «invite a un presidiario a una copa»? Toda la escena comenzaba a inquietarlo. Decidido a cortar por lo sano, dejó el vaso en la mesita auxiliar que tenía junto al codo. -¿Me pidió que viniera porque quería ver de cerca a quien en otro tiempo fue una estrella de fútbol? ¿O porque quería ver a un delincuente recién salido de la cárcel? Speakman no se inmutó ante su falta de educación. -Se me ocurrió que a lo mejor le interesaba encontrar trabajo. Como no quería parecer desesperado ni necesitado, Griff se encogió de hombros con aire indiferente. -¿Ha tenido alguna oferta ya? -preguntó Speakman. -Ninguna que me haya convencido. -Los Cowboys no… -No. Ni ningún otro equipo. Tengo prohibido jugar en la Liga Nacional. Dudo que me dejaran siquiera comprar entradas para ver un partido de liga. Speakman asintió como si ya supiera que así estaban las cosas para Griff Burkett. -Si no puede trabajar en nada relacionado con el fútbol, ¿qué es lo que había pensado hacer? -Había pensado cumplir la condena y salir. -¿Y nada más? Griff apoyó la espalda en la butaca, volvió a encogerse de hombros como si le importara un bledo, alargó el brazo para coger la Coca-Cola y bebió otro sorbo. -He barajado algunas ideas, pero todavía no me he decidido. -Tengo una compañía aérea: SunSouth. Griff controló las facciones para que no lo delataran, intentando no demostrar que estaba sorprendido o impresionado, cuando en realidad estaba ambas cosas. -La uso mucho. Bueno, mejor dicho, usaba mucho SunSouth. Speakman le dedicó una sonrisa nada tímida.


-En realidad la usa mucha gente. Estoy orgulloso de decirlo. Griff paseó la mirada por la hermosa habitación, deteniendo los ojos en algunos de sus tesoros, y después volvió a centrarla en Speakman. -No lo dudo. A pesar de su sequedad, la sonrisa de Speakman permaneció en el mismo sitio. -Le he invitado a mi casa porque quería ofrecerle trabajo. El corazón de Griff dio un leve salto de alegría. Un hombre como Foster Speakman podía hacer muchas cosas buenas por él. En ese momento recordó de qué le sonaba el nombre de su anfitrión. Speakman era una persona influyente de Dallas, dueño y gerente de una de las empresas más boyantes de la región. Su apoyo, o incluso un ligero asentimiento a modo de perdón por su parte, podría facilitarle mucho las cosas a Griff a la hora de recuperar la reputación que había perdido hacía cinco años. Sin embargo, se tragó su creciente optimismo. A lo mejor el tío quería que limpiara la mierda de los tanques de los inodoros de sus aviones. -Soy todo oídos. -El trabajo que quiero ofrecerle le sacaría de los apuros económicos de forma inmediata. Tengo entendido que todos sus ingresos se emplearon para pagar la multa que le impuso el juez. Acorralado por la verdad, Griff contestó: -La mayor parte, sí. -Sus bienes también sirvieron para cubrir deudas sustanciales, ¿no es así? -Mire, Speakman, como parece que lo sabe todo, ¿por qué no deja de meter el dedo en la llaga? Sí, lo perdí todo y un poco más. ¿Es eso lo que quería oír? No tengo ni dónde caerme muerto. -Entonces supongo que cien mil dólares no le irían nada mal. Abrumado por la cantidad, Griff notó cómo su irritación se convertía en sospecha. Había aprendido por las malas que había que desconfiar de todo lo que pareciese demasiado sencillo de obtener. Si parecía demasiado bueno para ser verdad, probablemente era por algo. -¿Cien mil al año? -No, señor Burkett -dijo Speakman con una sonrisa. Disfrutaba de la situación-. Cien mil por cerrar el trato. Por decirlo en términos que le suenen más, sería como el fichaje. Griff se lo quedó mirando por lo menos mientras contaba hasta diez. -Cien mil pavos. Cien mil dólares estadounidenses… -De curso legal. Serán suyos si dice que sí a lo que yo le proponga. Griff levantó con cuidado el tobillo que tenía apoyado en la rodilla contraria y colocó ambos pies en el suelo, para ganar algo de tiempo mientras su mente daba vueltas y vueltas a semejante cantidad de dinero y a lo mucho que la necesitaba. -¿Se le ha ocurrido utilizar mi imagen para promocionar la compañía aérea? Me refiero a carteles, anuncios, vallas publicitarias… ¿Ese tipo de cosas? De entrada no me gustaría posar desnudo, pero podría negociarse. Speakman sonrió y meneó la cabeza. -Sé que la publicidad suponía una parte significativa de sus ingresos cuando era el quarterback de los Dallas Cowboys. Esa camiseta del número diez vendía cantidades asombrosas de cualquier cosa que anunciara. Pero me temo que, ahora mismo, su imagen


ahuyentaría a los clientes en lugar de atraerlos. Aunque sabía que era cierto, Griff se mosqueó al oírlo. -Entonces, ¿en qué había pensado, eh? ¿A quién tengo que matar? Speakman se echó a reír a carcajadas. -No es tan drástico. -No sé nada de aviación. -No tiene que ver con la compañía. -¿Necesita jardinero? -No. -Entonces me he quedado sin ideas. ¿Qué tengo que hacer para ganar cien mil dólares? -Dejar embarazada a mi mujer.


Capítulo II -¿Perdón? -Me ha oído perfectamente, señor Burkett. ¿Quiere otra Coca-Cola? Griff no despegó la mirada de su anfitrión hasta que asimiló la pregunta. Por lo menos aquel capullo lunático era cortés. -No, gracias. Speakman desplazó la silla de ruedas hasta la mesita auxiliar y recogió el vaso vacío de Griff para llevarlo junto con el suyo hacia la barra del bar, donde los dejó en una rejilla que había debajo del fregadero. Con un paño secó la encimera de granito, aunque desde donde Griff estaba sentado, podía ver que ya estaba impoluta, sin una sola gota de líquido ni una sola marca de humedad sobre su superficie pulida. Speakman dobló el paño, procurando que las costuras de todas las esquinas coincidieran, y lo pasó por una anilla que había en la barra. Volvió a acercarse a la mesita en la que Griff había apoyado el codo y guardó el posavasos que éste había utilizado en su estuche de cobre. Le dio tres golpecitos y después retrocedió con la silla y regresó a su lugar inicial, a unos pasos de donde estaba sentado Griff. Mientras observaba todas esas maniobras, el ex jugador pensó: «Además de cortés, es pulcro». -Avíseme si cambia de opinión sobre la segunda ronda -dijo Speakman. Griff se puso de pie, rodeó la butaca, dirigió la mirada hacia él para averiguar si su demencia podía detectarse desde esa distancia, y después caminó hasta los ventanales y miró al jardín. Necesitaba notar el suelo bajo sus pies, asegurarse de que no se había caído en la madriguera de un conejo o algo así. Se sentía igual que durante las primeras semanas en Big Spring, cuando se despertaba desorientado y tardaba varios segundos en averiguar dónde estaba y por qué. Ahora le ocurría lo mismo. Se encontraba desubicado. Necesitaba agarrarse a algo. Al otro lado de los cristales, no vio a ningún Sombrerero Loco salido de Alicia en el País de las Maravillas. Todo estaba en silencio y parecía perfectamente normal: el césped color esmeralda, los caminos de piedra que serpenteaban ente los ribazos de flores, los árboles con ramas frondosas que lo cubrían todo de sombras. Un lago a lo lejos. El cielo azul. Sobre sus cabezas, un avión se aproximaba a Dallas. -Uno de los nuestros. Griff no había oído acercarse a Speakman con la silla de ruedas y se sobresaltó al notarlo tan cerca. La cárcel también te volvía así: asustadizo. En su época de futbolista, a menudo había recibido el ataque de los jugadores de la línea defensiva, de más de ciento cincuenta kilos, que cargaban contra él sin temor a hacerle daño, con los dientes apretados detrás de los cascos protectores, los ojos convertidos en una línea maliciosa. Estaba preparado para contraatacar y mentalizado de que podían ser más fuertes que él. Sin embargo, incluso en la zona de mínima seguridad de la cárcel, donde los compañeros eran delincuentes de guante blanco, uno pasaba nervios las veinticuatro horas del día. No se podía bajar la guardia, ni permitir que otra persona se te acercara a menos de un brazo de distancia.


Por supuesto, antes de pasar por la cárcel ya intentaba aplicar las mismas normas. Speakman observaba el avión. -Viene de Nashville. Tiene que aterrizar a las siete cero siete. -Echó un vistazo al reloj-. Justo a tiempo. Griff lo escudriñó durante algunos segundos y a continuación dijo: -Lo más alucinante es que parece totalmente cuerdo. -¿Duda de mi cordura? -Bueno, un poco. -¿Por qué? -A ver, para empezar, no llevo ningún cartel que diga que soy un banco de esperma. Speakman sonrió. -No esperaba que le ofreciera un trabajo así, ¿eh? -Ni de lejos. -Griff miró el reloj de muñeca-. Mire, tengo planes para esta noche. Una cena con amigos. -No tenía cena. Tampoco tenía amigos. Pero sonaba plausible-. Debería marcharme ya si quiero llegar a tiempo. Speakman pilló la indirecta. -Antes de declinar mi oferta -dijo-, por lo menos escúchela. Alargó la mano como si fuera a tocarle el brazo a Griff. El estremecimiento de Griff fue involuntario, pero no pudo evitar que Speakman se diera cuenta. El hombre alzó la mirada hacia Griff, aturdido, pero retiró el brazo antes de llegar siquiera a establecer contacto físico. -Perdón -susurró Griff. -Es por la silla de ruedas -dijo Speakman sin malicia-. Algunas personas se violentan por ella. Es como una enfermedad, o un mal agüero. -No es eso, qué va. Es, eh… Mire, creo que será mejor que lo dejemos aquí. Tengo que irme. -Por favor, no se marche todavía, Griff. ¿Le importa que le llame Griff? Creo que es un buen momento para empezar a llamarnos por nuestro nombre de pila, ¿no le parece? Los ojos de Speakman reflejaban la luz brillante de los ventanales. Eran unos ojos limpios e inteligentes. No había rastro de demencia ni del júbilo salvaje que suele indicar la falta de juicio. Griff se preguntó si la señora Speakman estaba al corriente de sus planes. Más aún, se preguntó si existía la tal señora Speakman. El millonario podría haber sido un perfecto lunático además de un hombre compulsivamente ordenado. Como Griff no contestó a la sugerencia de llamarse por el nombre, la sonrisa de Speakman se relajó y dio paso a una expresión decepcionada. -Por lo menos, quédese hasta que termine mi exposición. Sería una pena que tanto ensayo hubiera sido en balde. -Esbozó una rápida sonrisa-. Por favor. Conteniendo la necesidad imperiosa de salir de allí, pero también sintiéndose culpable por el rechazo físico que acababa de mostrar ante aquel hombre, Griff volvió a la butaca y tomó asiento. Mientras se acomodaba entre los cojines, se dio cuenta de que llevaba la espalda de la camisa humedecida por la transpiración nerviosa. En cuanto viera la oportunidad de retirarse amablemente, le diría «adiós». Speakman retomó el tema diciendo: -No puedo tener hijos. Por ningún método. -Hizo una pausa, como si quisiera dar énfasis a lo que acababa de decir-. Si tuviera espermatozoides -añadió con parsimonia-, usted y yo no


estaríamos manteniendo esta conversación. A Griff le habría encantado no mantenerla. No resultaba fácil mirar a un hombre a los ojos mientras confesaba que había perdido la virilidad. -De acuerdo. Así que necesita un donante. -Antes, usted ha mencionado los bancos de esperma. Griff asintió brevemente. -A Laura (así se llama mi esposa) y a mí no nos gustaría seguir esa vía. -¿Por qué no? Casi todas tienen muy buena reputación, ¿no cree? Son de fiar. Hacen pruebas a los donantes y esas cosas. Griff sabía muy poco acerca de los bancos de esperma y no le interesaba demasiado su funcionamiento. Le importaba mucho más saber qué le había pasado a Speakman para acabar en la silla de ruedas. ¿Siempre había sido parapléjico o era algo reciente? ¿Había contraído alguna enfermedad degenerativa que lo hubiera debilitado? ¿Se había caído de un caballo? ¿Qué? -Cuando en una pareja el hombre no puede tener hijos, como es mi caso -dijo Speakman-, las personas suelen recurrir a un donante de esperma. La mayor parte de las veces, de forma satisfactoria. Bueno, al parecer, no le daba vergüenza ni apuro hablar de su problema y Griff admiró ese enfoque. Si él estuviera en la misma situación que Speakman, si necesitara a alguien como Manuelo para «cuidar» de él, dudaba que lo aceptara con la misma entereza que mostraba Speakman. Sabía que él sería incapaz de hablar del tema con tanta libertad, sobre todo con otro hombre. A lo mejor Speakman estaba sencillamente resignado. -Laura y yo nos morimos de ganas de tener un hijo, Griff -dijo. -Ajá -comentó Griff, porque no sabía qué otra cosa decir. -Y queremos que nuestro hijo tenga unas características físicas similares a las mías. -Vale. Speakman sacudió la cabeza como si Griff siguiera sin comprenderlo. Y se dio cuenta de que, efectivamente, no lo había comprendido cuando Speakman añadió: -Queremos que todo el mundo piense que yo engendré a ese niño. -De acuerdo… -dijo Griff, pero puso un leve tono interrogativo al final de la respuesta. -Es importantísimo para nosotros. Vital. Imprescindible, de hecho. -Speakman levantó el dedo índice como un político que está a punto de decir la frase más crucial de toda la campaña-: Nadie debe dudar de que soy el padre del niño. Griff se encogió de hombros con indiferencia. -Yo no se lo voy a decir a nadie. Speakman se relajó y sonrió: -Excelente. Digamos que le pagaremos por su discreción además de por su… ayuda. Griff soltó una risita y levantó las dos manos, con las palmas hacia arriba. -Espere un momento. Cuando he dicho que no se lo iba a decir a nadie, me refería a que no le contaría a nadie que hemos mantenido esta conversación. Es más, ni siquiera tengo ganas de seguir escuchándole. Consideremos que esta, eh…, entrevista ha terminado, ¿de acuerdo? Usted se guarda sus cien mil, yo me guardo mi esperma, y esta reunión será nuestro secreto compartido. Estaba a punto de levantarse de la butaca cuando Speakman dijo:


-Medio millón. Medio millón de dólares cuando Laura se quede embarazada. Congelado en el aire, Griff consideró que era más fácil volver a tomar asiento que acabar de levantarse. Aterrizó en la butaca con brusquedad y se quedó mirando a Speakman, anonadado. -Me está tomando el pelo. -Le aseguro que no. -¿Medio millón? -Tiene los ojos azules, el pelo rubio. Como yo. Ahora es difícil de creer, pero soy más alto que la media. Tenemos una carga genética parecida. Por lo menos, lo bastante parecida para poder alegar que el niño es mío. La mente de Griff giraba tan deprisa que le costaba mucho centrarla en un solo pensamiento. Él barajaba montones de ceros, Speakman le hablaba de genes. -Los bancos de esperma tienen «catálogos». -Griff imitó el movimiento de pasar las páginas de un archivo-. La gente puede echarles un vistazo hasta que encuentra cómo quiere que sea su hijo. Elige el color de los ojos y del pelo, la altura. Esas cosas. -Yo nunca compro nada sin haberlo visto, Griff. No me gusta comprar por catálogo. Y mucho menos cuando se trata de mi hijo y heredero. Además, sigue existiendo el riesgo de que salga a la luz. -Esos informes son confidenciales -contraatacó Griff. -En teoría. Griff pensó en la voz sin cuerpo que había contestado por el portero, en el alto muro que rodeaba la propiedad. Estaba claro que la privacidad era un tema primordial para aquel tipo. Igual que la limpieza. El psicólogo de Big Spring habría podido hacer un análisis exhaustivo de la manera obsesiva con la que Speakman había retirado los vasos de la vista, había doblado el paño y había devuelto a su sitio el posavasos. Intrigado muy a su pesar, Griff estudió al millonario durante unos segundos y después dijo: -Entonces, ¿cómo lo haríamos? ¿Yo voy a la consulta del médico, eyaculo en un botecito y luego…? -Nada de consultas. Si Laura fuera inseminada en una consulta, habría rumores. -¿Rumores de quién? -Del personal de la consulta. O de otros pacientes que podrían verla allí. A la gente le encanta chismorrear. Sobre todo si se trata de famosos. -Soy una estrella caída. Tras una breve risa, Speakman respondió: -Me refería a Laura y a mí. Pero sin duda, su participación también provocaría un revuelo. Sería demasiado tentador incluso para las personas con responsabilidades profesionales. -Está bien. Pues no voy al médico con ustedes. Siempre podría llevar mi semen en un frasco y decir que es suyo. ¿Quién iba a saberlo? -No lo comprende, Griff. Eso seguiría dejando margen para las especulaciones. Mi discapacidad es evidente. Podrían pensar que yo aseguraba que el esperma era mío cuando en realidad pertenecía al chico que limpia la piscina. A un don nadie. -Sacudió la cabeza-. Insistimos en esto: no puede haber enfermeras, ni recepcionistas chismosas, ni una consulta


abierta al público. Nada de nada. -Entonces, ¿dónde? ¿Aquí? Griff se imaginó con una revista porno y un vaso de plástico en uno de los cuartos de baño de la mansión, con el sirviente mudo al otro lado de la puerta, esperando a que terminara para entregarle su esperma. «Ni hablar, Manuelo… Ni lo sueñes.» Pero ¿y por medio millón de pavos? Todo el mundo tiene un precio. Él había demostrado que lo tenía. En cinco años había descendido considerablemente, pero si Speakman estaba dispuesto a pagarle quinientos mil dólares por hacer algo que había hecho gratis durante los últimos cinco años, no iba a permitir que la modestia se interpusiera entre los dos. Se marcharía de allí con seiscientos mil dólares en la mano, contando la «prima por fichar». Los Speakman tendrían al niño que tanto se morían por tener. Todos salían ganando, y ni siquiera era ilegal. -Supongo que antes me harían un reconocimiento médico -comentó-. No sabe si me he echado un amante en la cárcel y tengo el sida o algo por el estilo. -Lo dudo mucho -dijo Speakman con seriedad-. Pero sí, le pediría que se hiciera un examen médico minucioso y me entregara un historial limpio, firmado por un especialista. Podría decirle que es para hacerse un seguro médico. Seguía pareciéndole demasiado sencillo. Griff se preguntó qué era lo que se le escapaba. ¿Dónde estaba la trampa? -Y ¿si no se queda embarazada? ¿Tendría que devolverle los primeros cien mil dólares? Speakman dudó. Griff inclinó la cabeza como si quisiera indicar que eso podría hacer que no aceptara el trato. Speakman contestó: -No, se los podría quedar. -Porque si no se quedase embarazada, a lo mejor no sería por mi culpa. Puede que su esposa sea estéril. -¿Quién negoció su contrato con los Cowboys? -¿Qué? Mi antiguo agente. ¿Por qué? -Le daré un consejo, Griff. Cuando esté en una negociación laboral, una vez que haya conseguido algo, déjelo correr. No vuelva a sacar el mismo tema. Ya he accedido a que se quede con los cien mil dólares iniciales. -De acuerdo. En las sesiones de reinserción laboral no le habían hablado de ese detalle. Griff sopesó sus opciones, que se limitaban a lo siguiente: no tenía ninguna otra opción, salvo negarse y marcharse sin el pastón. Y para rechazarlo había que estar loco. Loco como Speakman y su mujercita. Levantó el hombro con un gesto despreocupado. -En fin, si no tengo que hacer nada más, podemos cerrar el trato. Sólo una observación: me gustaría hacerlo en la privacidad de mi propio cuarto de baño. El médico tendrá que venir a mi casa a buscar el material. Creo que se puede congelar, así que podría darle varias muestras en la misma maniobra. -Se echó a reír al darse cuenta del espontáneo doble sentido-. Por decirlo de alguna manera. Speakman también se rió, pero volvía a estar serio como un demonio cuando dijo:


-No habrá médico, Griff. Justo cuando pensaba que había asimilado la situación, Speakman le arreaba una patada traicionera que llegaba por un ángulo muerto para aterrizar en su trasero. -¿A qué se refiere con que no habrá médico? ¿Quién va a…? -Hizo unos leves aspavientos con la mano-. ¿A meterlo donde tiene que meterse? -Usted -dijo Speakman sin inmutarse-. Siento no haberle aclarado este punto desde el principio. Insisto en que mi hijo sea concebido de forma natural. De la manera ideada por Dios. Griff se lo quedó mirando durante unos segundos, y después se echó a reír. O alguien le estaba gastando una broma muy pesada o Speakman estaba más loco que una cabra. Sin embargo, Griff no conocía a nadie que hubiera podido tomarse las molestias necesarias para preparar una broma tan elaborada. Ningún conocido de su vida actual se lo habría planteado, Y ningún conocido de su vida anterior se dignaba siquiera a darle la hora, así que, ¿cómo iba a dedicar alguno de ellos todo el tiempo requerido para organizar ese escenario tan estrambótico y para convencer a Speakman de que participara en la broma? No, apostaba a que Speakman era algo más que un millonario excéntrico y un obseso de la limpieza: era un tío de manicomio. En cualquiera de los dos casos, todo esto era una enorme pérdida de tiempo, y ya se le había agotado la paciencia. Sin pelos en la lengua, preguntó: -¿Me está contratando para que me tire a su mujer? Speakman se estremeció. -Preferiría que no hablara en esos términos. Mucho menos en un… -Corte el rollo, ¿vale? Me está contratando para que haga de semental. Básicamente es eso, ¿no? Speakman vaciló y luego dijo: -¿Básicamente? Sí. -Y supongo que, por medio millón, por lo menos querrá mirar. -Esto es insultante, Griff. Para mí, y mucho más para Laura. -Sí, claro… -No se disculpó. Lo de echar un polvo era lo menos ofensivo de toda la entrevista-. Y ahora que la nombra, ¿está al corriente de sus planes? -Por supuesto. -Ya. Y ¿qué opina de todo esto? Speakman se dirigió con la silla hacia otra mesita auxiliar en la que había un teléfono inalámbrico colocado sobre la base. -Pregúnteselo usted.


Capítulo III Mientras tanto, en la planta superior, Laura Speakman consultó el reloj que tenía encima del escritorio de su despacho. Sólo había pasado media hora desde la llegada de Griff Burkett. Desde su «puntual» llegada. Presentarse a la hora convenida sin duda le habría hecho ganar muchos puntos a ojos de Foster. Pero ¿qué otras impresiones se estaría llevando de él? ¿Serían buenas o malas? Llevaba esos treinta minutos leyendo un nuevo contrato para el personal de cabina que había propuesto el sindicato. No había retenido ni una palabra. Dejó de fingir que trabajaba, se levantó del escritorio y empezó a pasearse por el despacho. Era una habitación luminosa y bien ventilada. Tenía cortinas en las ventanas, una alfombra en el suelo, molduras onduladas en el techo. Lo único que la convertía en una oficina era la mesa de despacho y el ordenador escondido dentro de un armario antiguo de origen francés de dos metros y medio de alto. «¿Qué estará pasando en la biblioteca?», se preguntó. Esa incertidumbre la ponía de los nervios, pero Foster había insistido en que quería reunirse con Burkett a solas. -Deja que tantee yo el terreno -le había dicho-. Una vez que vea qué pie calza, te llamaré para que te reúnas con nosotros. -¿Y si no te gusta qué pie calza? ¿Y si no te parece apropiado? ¿Qué harás entonces? -Entonces le diré que se marche, y te habrás ahorrado una entrevista incómoda y poco productiva. Laura supuso que el plan de su marido tenía sentido. Pero no era propio de ella delegar la toma de decisiones en otra persona. Y mucho menos sobre algo tan importante. Aunque se tratase de su marido. Por supuesto, si Foster y ella no estaban completamente de acuerdo en la idoneidad de Griff Burkett, lo rechazarían. A pesar de todo, le daba rabia perderse su primera reacción ante la propuesta y no poder analizar esa reacción personalmente. El modo en que actuara diría mucho de él. Miró en dirección a la puerta cerrada y, por un instante, se planteó bajar y presentarse por propia iniciativa. Sin embargo, eso entorpecería el cuidadoso plan de Foster. Él no vería con buenos ojos que desmontara sus esquemas. Deambulando sólo conseguía ponerse aún más nerviosa. Volvió a sentarse en la silla de despacho, se reclinó, cerró los ojos y empleó las técnicas de relajación que había aprendido por sí misma cuando iba a la universidad. Después de estudiar sin descanso durante días, cuando se le llenaba tanto de información el cerebro que era incapaz de asimilar un dato más, se obligaba a tumbarse con los ojos cerrados y hacía ejercicios para respirar hondo y descansar, o incluso dormir. La práctica de esa técnica le fue bien. Por lo menos, la ayudó a admitir las limitaciones del cuerpo y la mente. Por mucho que le costase reconocerlo, ahora mismo no había nada que ella pudiera hacer salvo esperar. Conforme su agitación empezaba a apaciguarse, sus pensamientos vagaron por los acontecimientos y circunstancias que la habían llevado a ese punto de su vida, a ese día y esa hora concretos, a contratar a un completo desconocido para que engendrara un hijo con ella.


Todo había empezado con el color de los uniformes… Los titulares de la sección de economía de los periódicos habían anunciado a los cuatro vientos que Foster Speakman, el último de la saga de la influyente familia de Dallas que se había hecho rica gracias al petróleo y las extracciones de gas, había comprado la compañía aérea SunSouth, que pasaba apuros financieros. Durante años, una mala gestión había llevado a la aerolínea a tambalearse en la cuerda floja. Había padecido una huelga de pilotos muy larga, seguida de una despiadada exposición pública en los medios de comunicación de sus deficientes prácticas de gestión; poco después, un accidente de uno de sus vehículos le costó la vida a cincuenta y siete personas. Declararse en bancarrota había sido la última esperanza que le quedaba a la empresa de recuperarse, pero por desgracia, ese último aliento no la había salvado. Todo el mundo pensaba que el heredero de los Speakman estaba loco cuando se gastó un buen pellizco de su fortuna en comprar la compañía aérea. Durante varios días, su historia dominó las noticias del sector financiero de la zona: «¿el hobby caro de un millonario?», «¿la salvación de SunSouth o la ruina de Speakman?». Incluso en los telediarios nacionales habían mencionado la adquisición con cierto desdén. En sus noticias quedaba implícito que otro texano rico se había vuelto loco y había hecho una majadería. Foster Speakman volvió a sorprender a todo el mundo cuando retiró la compañía de inmediato y despidió a miles de empleados con la promesa de que volvería a contratarlos en cuanto hubiera tenido tiempo de realizar un análisis pormenorizado de la situación de la empresa. Cerró las puertas a todos los medios de comunicación y les dijo a los frustrados periodistas que ya les avisaría cuando tuviese algo que decirles digno de salir en las noticias. Durante los meses siguientes, Foster se encerró con distintos expertos financieros y operacionales, así como con varios consultores. A los altos ejecutivos del antiguo cuadro de mandos se les ofreció la oportunidad de prejubilarse con un plan de jubilación bastante justo. Quienes no aceptaron esa oferta fueron despedidos de inmediato. Los despidos no eran una cuestión de venganza, sino de mera visión empresarial. Foster tenía una idea clara, pero también sabía que, para hacerla realidad, iba a necesitar que las personas de las que se rodeara fuesen tan inteligentes como él o más. Con su entusiasmo, su carisma y una cuenta bancaria que parecía no tener fondo, consiguió que los mejores expertos del sector dejaran sus puestos acomodados en otras compañías aéreas. Casi tres meses después de la adquisición, Foster convocó a todos los nuevos jefes de departamento para celebrar la primera de muchas mesas redondas. Allí estaba Laura, como representante del personal de cabina. Fue en esa reunión donde vio al hombre que dirigía la nave por primera vez. Sabía qué aspecto tenía porque lo había visto en las numerosas noticias que le habían dedicado los medios, pero las fotografías y las imágenes de televisión no habían conseguido captar su abrumadora vitalidad. La energía irradiaba de él como un aura eléctrica. Era delgado, apuesto, seguro de sí mismo, afable. Entró con paso firme en la sala de reuniones vestido con un traje a medida de raya diplomática, una camisa de color gris claro y una corbata clásica. Sin embargo, poco después de que diera comienzo la reunión, se quitó la chaqueta cruzada, la dejó en el respaldo de la silla, se aflojó la corbata y literalmente se remangó. Con ese gesto quería indicar que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta, que no


se consideraba demasiado importante para mancharse las manos de grasa, y que esperaba la misma ética laboral de todos los que había en la sala. Había fijado una fecha en la que la empresa tenía que reanudar su actividad. La había rodeado con un círculo rojo en un calendario muy grande que expuso en un caballete, a la vista de todos. -La fecha límite -anunció muy contento Foster-. Después de repasar el presupuesto, cada uno de ustedes tendrá la oportunidad de convencerme de que estoy equivocado y de justificar que, de ninguna de las maneras, vamos a conseguir cumplir esa fecha. Todos chasquearon la lengua, como se esperaba. Empezó la reunión. Cedió la palabra al nuevo director financiero, a quien había contratado porque era famoso por su tacañería y por su habilidad empresarial (que había demostrado al salvar de la ruina a una empresa fabricante de automóviles estadounidense) para que repasara el presupuesto acordado punto por punto. Con su monótona cantinela, el hombre habló de manera ininterrumpida durante diez minutos de reloj, y después dijo: -La adjudicación para el programa de auxiliares de vuelo se mantiene. A continuación les hablaré de la comida y las bebidas. Aquí… -Disculpe. El director financiero levantó la cabeza, miró por encima de las gafas para leer y barrió la mesa hasta encontrar la voz que lo había interrumpido. Laura levantó la mano para identificarse. -Antes de que continúe, me gustaría que comentáramos esa cifra. Él bajó una ceja poblada hasta convertirla casi en una mueca. -¿No ha quedado claro? -Está clarísimo -contestó ella-. Lo que me gustaría que comentáramos es por qué este departamento cuenta con tan poco presupuesto. -Todas las personas sentadas a esta mesa piensan que su departamento tiene poco presupuesto. -La estudió con ojos estrábicos, después aludió al orden del día, y a continuación, volvió a estudiarla-. Además, ¿quién es usted? Antes de que ella tuviera oportunidad de contestar, Foster Speakman tomó la palabra desde la presidencia de la mesa. -Señoras y caballeros, para aquellos que aún no la conozcan, les presento a la señorita Laura Taylor. Ella se quedó boquiabierta, sin palabras. Su sorpresa fue mayúscula al ver que Foster Speakman sabía de su existencia. El director financiero se quitó las gafas de lectura y, después de mirar a Laura con consternación, le preguntó a Foster: -¿Dónde está Hazel Cooper? Y él contestó: -Señorita Taylor, si es tan amable… Ella aceptó el reto y dijo sin inmutarse: -La señorita Cooper dimitió antes de ayer. -Exactamente -dijo una voz desde la otra punta de la mesa. Pertenecía al director de recursos humanos-. Envié un correo electrónico informativo. ¿No les llegó? -Su mirada se


paseó por toda la mesa, pero todos asintieron de manera unánime-. El caso es que Hazel se ha prejubilado. Dijo que, teniendo en cuenta que todo estaba tan revuelto, le parecía adecuado bajarse del barco ya, porque de todas formas tenía pensado jubilarse el año que viene. Le pidió a la señorita Taylor que ocupara su puesto hasta que fuera posible contratar a otro director de departamento. El director financiero tosió tapándose la boca con la mano. -Entonces, estupendo. En cuanto llegue el próximo director del departamento, discutiré el presupuesto con él. -O con ella -dijo Foster. El director financiero se ruborizó. -Por supuesto. Hablaba de forma genérica. -Ya que ha salido el tema, discutamos el presupuesto de este departamento -indicó Foster. El director financiero volvió a mirar a Laura con irritación. -No quisiera ofender a la señorita Taylor, pero ¿está cualificada para embarcarse en esta discusión? Foster hojeó una pila de archivadores que había llevado a la sala de reuniones. Encontró el que buscaba, reordenó los demás meticulosamente, sin dejar que ninguna de las esquinas sobresaliera, y abrió el que había seleccionado. -Laura Eleanor Taylor… Eh, saltaré hasta… Aquí está. Licenciada con matrícula de honor en la Universidad Estatal Stephen F. de Austin. Dos años después terminó un máster en administración de empresas en la facultad de empresariales de la Universidad Metodista del Sur. De nuevo, con matrícula. »Solicitó el puesto y fue contratada en el programa de personal de vuelo de la compañía SunSouth Airlines en 2002. Méritos, méritos y más méritos -dijo mientras consultaba su curriculum en el archivo-. La ascendieron al puesto de formación y evaluación de desempeño laboral del departamento en 2005. No pasaba ni una al anterior grupo gestor de la empresa y se ha dejado la piel durante los años que ha trabajado para la señorita Cooper escribiendo informes y más informes, cuyas copias tengo aquí -dijo mientras enseñaba un puñado de páginas-, en los que critica los estándares y las prácticas que se llevan a cabo y en los que da sugerencias de cómo se podría mejorar en gran medida el departamento. -Leyó directamente de uno de los informes-: «Aunque (término que aparece subrayado) no sin la perspicacia, la inteligencia y el simple sentido común de parte del nuevo propietario». Quien resulta ser… Hizo una pausa que a Laura se le hizo eterna-. Yo. Devolvió todos los documentos al archivador correspondiente y después lo colocó sobre la pila. No se levantó hasta que hubo conseguido que quedaran alineados con una exactitud milimétrica. -¿Sería tan amable de acompañarme un momento fuera, señorita Taylor? Recoja sus cosas. Laura se quedó totalmente abatida, con las mejillas encendidas, notando todos los ojos de la sala, salvo los de Foster Speakman, puestos en ella. Para entonces, él ya la estaba esperando junto a la puerta de la sala de reuniones, a punto de atravesarla, y le indicó que lo siguiera. Con toda la dignidad que fue capaz de aunar, recogió el bolso y el maletín, y se puso de pie. -Señoras y caballeros… -se disculpó.


Algunos, apurados por ella, desviaron la mirada. El director financiero, por culpa del cual había empezado todo esto, abrió la boca como si fuera a pedirle perdón, pero después se lo pensó dos veces y negó arrepentido con la cabeza. Salió por la puerta y la cerró tras de sí. Después se cuadró de hombros y se dirigió hacia Foster Speakman, quien la esperaba en medio del pasillo vacío. -No es ni la mitad de feroz de lo que sus informes me habían hecho creer, señorita Taylor. A pesar de que aún tenía las mejillas encendidas por la humillación, consiguió mantener la compostura. -No sabía que mis informes del departamento hubiesen llegado a sus manos… -A la vista de su inminente jubilación, supongo que la señorita Cooper pensó que los temas que le planteaba no eran asunto suyo, sino mío. -Sí, supongo. -¿Habría cambiado de opinión de haber sabido que yo leía sus informes? -En absoluto. Aunque tal vez habría suavizado el tono y el léxico con el que los expresé. Speakman cruzó los brazos sobre el pecho y la estudió durante algunos segundos. -Satisfaga mi curiosidad. ¿Por qué, con un máster en administración de empresas de una facultad prestigiosa como la de la Universidad Metodista del Sur, decidió hacerse auxiliar de vuelo? Es una profesión muy honorable, pero usted está demasiado cualificada. -Me presenté cuatro veces para un puesto de gestión en SunSouth y cuatro veces me rechazaron. -¿Le dijeron por qué? -No, pero en todos los casos le dieron el puesto a hombres. -¿Discriminación por ser mujer? -No quiero hacer acusaciones, sólo le cuento lo que ocurrió. -Así que se conformó con un puesto de personal de cabina. -Lo acepté, pero no me conformé con él. Pensé que una vez que hubiera metido un pie en la empresa… -Destacaría y acabaría abriéndose camino hasta terminar en un puesto del nivel de los que había solicitado al principio. -Más o menos. Speakman sonrió. -Después de estudiar su perfil, me imaginé algo similar. Tengo la impresión de que sus miras están puestas en mi puesto de trabajo, señorita Taylor. En cierto modo, espero que así sea, porque admiro la ambición. Pero lo que le ofrezco hoy es el puesto de la señorita Cooper como directora del programa de personal de cabina. Añada a eso el título de vicepresidenta a cargo de… etcétera. Por tercera vez desde que había puesto los ojos en él, la había dejado sin palabras. En primer lugar, al saber quién era. En segundo lugar, por haberla hecho salir de la reunión para lo que suponía que sería su despido inmediato. Y en tercer lugar, por esto. -¿Así, sin más? Él se echó a reír. -Nunca hago nada «así, sin más». No, esta oferta es fruto de un análisis exhaustivo de su trayectoria profesional. También he comprobado su estado financiero y sus antecedentes penales, igual que he hecho con todas las personas de esa sala. Está limpia, aunque sé que


tiene una multa de aparcamiento que no ha pagado. -Ayer mismo envié el cheque, a regañadientes. No había ninguna señal de prohibición, pero me habría costado más recurrir la multa que pagarla y olvidarme. -Una decisión práctica, señorita Taylor. Creo que su iniciativa, su decisión y su talento han sido malgastados por unos directivos que carecían de «la perspicacia, la inteligencia y el simple sentido común» -dijo ampliando la sonrisa, mientras citaba del informe de Laura-. ¿Supongo que acepta el puesto? Todavía temblorosa, pero ahora por el alivio en lugar de por la humillación de sentirse a punto de ser despedida, dijo que sí. Sin más ceremonia, Speakman dijo: -Perfecto. Bueno, será mejor que volvamos con el resto, ¿no? -Alargó la mano hacia la puerta y se detuvo-. Una advertencia: va a tener que pelearse con uñas y dientes para subir el presupuesto. ¿Está preparada? -Por supuesto. Los murmullos cesaron en cuanto los dos entraron en la sala. Foster asombró a todos al presentarla con su nuevo cargo, pero la mayor parte de ellos parecían contentos con la decisión. -Señor George -dijo Foster, dirigiéndose al director de recursos humanos-, en cuanto termine esta reunión, usted, la señorita Taylor y yo podemos repasar el contrato que ya tenía preparado con antelación con la esperanza de que aceptara mi oferta. Creo que a ambos les parecerá satisfactorio. -Dio una palmadita en la mesa-. Bueno, señorita Taylor, su primera tarea oficial es contarnos por qué considera que el presupuesto asignado a su departamento es insuficiente. «De cabeza a la piscina», se dijo Laura. Respiró hondo, pues sabía que era la prueba de fuego y no quería meter la pata. -Durante el tiempo que llevamos en crisis, hemos perdido a muchos auxiliares de vuelo. Algunos de ellos se han marchado a empresas de la competencia. Otros han cambiado de sector directamente. Ahora me encuentro con que tengo que contratar a personas nuevas. No podré optar a los trabajadores más cualificados si no puedo ofrecerles salarios y beneficios que puedan equipararse a los que ofrecen otras compañías aéreas. Me gustaría poder ofrecerles aún más, pero me conformaría con igualar los estándares del mercado. En segundo lugar, los uniformes son feos y sosos. -Creía que cada empleado de vuelo se pagaba el uniforme. -Así es -dijo Laura-. Pero no hay presupuesto para preparar otro diseño. Cosa que me lleva al siguiente punto. -¿La «imagen de la compañía aérea»? -Todas las cabezas se dirigieron a la presidencia de la mesa. Foster golpeó con un dedo el primer archivo que tenía en la pila-. Cita textual de su último informe, señorita Taylor. ¿Podría desarrollar la idea, por favor? Las cosas avanzaban demasiado deprisa. No contaba con que la ascendieran de forma tan vertiginosa y acelerada. Tampoco contaba con hallarse en el punto de mira tan rápido. Sin embargo, llevaba semanas analizando la cuestión. En su tiempo libre, había pensado largo y tendido qué haría ella si fuera la responsable de la empresa. Ahora que el nuevo propietario de la aerolínea la invitaba a desarrollar los puntos más peliagudos de sus numerosos informes, se notaba preparada para hacerlo.


-Hace unos días, Hazel, la señorita Cooper, me dio una copia de la propuesta de presupuesto para que me familiarizara con él antes de venir a esta reunión. Usted está invirtiendo muchísimo dinero en realizar cambios drásticos en la infraestructura y en la reorganización total de las operaciones de la empresa de aviación -dijo, dirigiéndose directamente a Foster-. Le está dando la vuelta por completo. Sin embargo, no ha conseguido transmitir toda esa novedad a los consumidores. -Cambiar el color del uniforme de los auxiliares de vuelo es muy sencillo -comentó alguien-. También el de los empleados de tierra y de facturación. Laura agradeció el comentario con un gesto afirmativo de la cabeza. -Su aspecto es muy importante, porque son quienes tratan de tú a tú con los clientes. Por lo tanto, es primordial que causen una buena impresión. No obstante, lo que buscamos aquí es un cambio radical de la opinión pública hacia SunSouth Airlines. Y si nuestro objetivo es ése, no creo que baste con cambiar el color de los uniformes. -Paseó la mirada por la mesa hasta terminar en Foster-. Pero como soy la directora de departamento más reciente, no quiero excederme en mis peticiones. -Por favor, continúe -dijo él indicando que siguiera con su exposición. Mientras le aguantaba la mirada, Laura dijo: -Cuando relancemos SunSouth, si tenemos la misma imagen que antes, la gente pensará que somos iguales que antes. Otro de los directores comentó: -Alguien ha sugerido que cambiemos el nombre de la empresa. -Pero esa sugerencia fue desestimada por la nueva junta de directivos -apostilló otro de los presentes. Laura dijo: -En mi opinión, deberíamos mantener el nombre. Es bueno. Mejor dicho, es excelente. -¿Pero…? -preguntó Foster. -Pero «SunSouth» remite al sur, al sol, a los días luminosos. A los cielos despejados y los paisajes abiertos. Y nuestros aviones son del color de las nubes de tormenta, igual que los uniformes. -Hizo una pausa, pues sabía que la propuesta que estaba a punto de hacer despertaría un coro de protestas-. Aunque eso suponga hacer recortes en otros aspectos, incluido el programa de personal de cabina, propongo que invirtamos parte del presupuesto en contratar a una empresa de diseño de primera categoría que reinvente toda la imagen de la empresa. -¡Así se habla! -exclamó el apreciado jefe de marketing y promoción, un joven simpático llamado Joe McDonald. Siempre usaba tirantes y lucía pajaritas estrafalarias. Todos los empleados de SunSouth lo conocían porque él se esforzaba en darse a conocer. Le encantaba bromear y lo hacía de forma democrática, tanto con los ejecutivos como con los encargados del servicio de limpieza que llegaban a la empresa a la hora de cerrar para limpiar los despachos-. Muchas gracias, Laura, por colocarse en primera línea de fuego. Así no tendré que hacerlo yo… Todo el mundo se echó a reír. El debate continuó en un tono mucho más relajado. Finalmente, la propuesta de Laura, secundada por Joe McDonald, fue aprobada, aunque no sin ser sometida antes a numerosas reuniones y a varias horas de análisis. El coste era el mayor impedimento. Los diseñadores del calibre que ella proponía no eran baratos. Una vez


aprobado el diseño, cambiar la imagen de toda la flota de aviones por dentro y por fuera resultaría increíblemente caro. Cada capa de pintura del avión añadiría peso, cosa que requeriría más combustible para hacerlo despegar, y por lo tanto, un aumento de los costes operacionales que generaría un incremento del precio de los billetes que pagarían los clientes, cuando Foster Speakman había insistido en que iban a ser los más baratos del mercado. Con eso en mente, la empresa de diseño sugirió eliminar la capa de pintura de los aviones y colocar el logo recién diseñado sobre el metal plateado. Al final, el tono rojizo del nuevo logo fue el que se empleó para los uniformes de los empleados de vuelo. Estaban hechos a medida y tenían aspecto profesional, pero daban una vivacidad y una calidez al equipo que los medios de comunicación captaron y ensalzaron. Los uniformes de los pilotos pasaron del azul marino al color caqui con pajarita roja. El primer vuelo de la empresa aérea renovada partió a las seis y veinticinco minutos del 10 de marzo, la hora prevista para el relanzamiento. Esa misma tarde, Foster Speakman y su esposa, Elaine, dieron una fiesta en casa. Todos los que eran alguien en Dallas recibieron invitación para la fiesta de gala. El acompañante de Laura para la velada era un amigo con el que jugaba al tenis en parejas mixtas. Su amistad no era nada retorcida ni romántica. Estaba divorciado, tenía su propia empresa de contabilidad, no le costaba relacionarse con desconocidos y, por lo tanto, no era una persona de quien ella tuviera que preocuparse, ni a quien tuviera que entretener o cuidar. De hecho, al poco de llegar a la mansión, él se disculpó y le dijo que le apetecía ir a ver cómo jugaban en la sala de billar. Tal como decían en un artículo del Architectural Digest, ésa era la habitación de ensueño de todos los hombres. -Tranquilo, no tengas prisa -le contestó ella-. Estaré entretenida saludando a todo el mundo. La señora Speakman, Elaine, era una mujer fantástica, ataviada de forma impecable con un vestido de un diseñador poco conocido y unas joyas que quitaban el hipo. Sin embargo, su belleza era volátil, frágil, como la que podría haber otorgado F. Scott Fitzgerald a uno de sus personajes. Igual que su esposo, era rubia y de ojos azules, pero de un tono más aguado. Ahora que estaban cogidos del brazo, ella palidecía literalmente al lado de su marido. -Cuánto me alegro de conocerla por fin -le dijo a Laura con amabilidad cuando Foster las presentó-. Estoy en el consejo de SunSouth… Soy una de las pocas que sobrevivió a la sacudida que hubo cuando el nuevo dueño tomó las riendas. Le dio un codazo suave a su marido en las costillas. Foster se inclinó y bajó la voz hasta convertirla en un susurro. -He oído que es un indeseable. -No le haga caso -le dijo Elaine a Laura. -No lo hago. Por mi experiencia, es duro y sabe lo que quiere, pero es un placer trabajar con él. -Y es un primor en casa -añadió su esposa. La pareja se sonrió mutuamente y después Elaine volvió a dirigirse a Laura-. En el consejo de administración hemos oído que tiene usted unas ideas fantásticas e innovadoras. En nombre de los miembros del consejo, de los inversores y en el mío propio, le agradezco sus valiosas contribuciones a la empresa. -Muchas gracias, pero está exagerando mi valía, señora Speakman.


-Elaine. Laura asintió con la cabeza para agradecer la muestra de confianza. -Foster ha dejado bien claro que la nueva SunSouth es un esfuerzo de equipo. Todos los empleados tienen voz en esta empresa. -Aunque algunas voces cantan mucho mejor que otras -añadió Elaine con una sonrisa. -Gracias de nuevo. Sin embargo, sigo insistiendo en que nuestro éxito puede atribuirse a la capacidad de motivación y dirección que tiene su esposo. -¿Me he ruborizado? -preguntó él. Elaine lo miró con adoración y después observó a Laura antes de añadir: -¿El caballero con el que la he visto llegar es su…? -Es un buen amigo -la interrumpió Laura, con la esperanza de poder evitar explicar por qué estaba soltera. Aunque había miles de mujeres de treinta y tantos que seguían sin casarse, parecía que siempre era imprescindible dar alguna explicación. La verdad del caso era que ningún hombre, ni siquiera los amantes ocasionales (tampoco tan numerosos), le había importado lo suficiente a Laura en comparación con sus aspiraciones laborales. Sin embargo, una explicación tan sencilla se quedaba corta ante la curiosidad de la gente. -Está emocionado con su sala de billar. Creo que tendré que sacarlo de allí a rastras. Continuaron charlando un rato más, pero Laura era consciente de que había otras personas que deseaban pasar unos minutos con la pareja. Así pues, les estrechó la mano y se alejó. Más tarde, cuando ya se marchaban, dejó que su amigo fuera a recoger el coche mientras ella aprovechaba la oportunidad de ir a dar las gracias a los anfitriones. Vio que estaban al otro lado del salón, con las cabezas juntas, hablando de cosas personales. Foster se agachó y dijo algo que provocó la risa de Elaine. Le dio un beso tierno en la suave sien. Laura volvió a asombrarse ante lo atractiva y evidentemente enamorada que parecía la pareja. -La adora. Laura se dio la vuelta y se encontró con una compañera de trabajo a su lado. La otra mujer también había estado observando a los Speakman. -Y ella a él -dijo Laura. -Es encantadora. -Tanto por dentro como por fuera. Una verdadera dama. -Sí -dijo suspirando la otra mujer-. Por eso es tan trágico. Laura se la quedó mirando. -¿Trágico? Su compañera, que acababa de darse cuenta de la metedura de pata, le tocó el brazo a Laura. -Lo siento. Creía que lo sabía. Elaine Speakman está enferma. De hecho, se está muriendo. La risa repentina procedente del piso inferior quedó amortiguada por la distancia, pero fue lo bastante audible para despertar a Laura de su ensoñación. No reconoció la risa familiar de Foster, así que supuso que provenía de Griff Burkett. ¿Qué podía haber dicho Foster para provocar esa risotada?


Unos momentos después, sonó el teléfono que había en su escritorio. «Por fin», pensó. Descolgó el auricular del aparato tras el segundo timbrazo. -¿Foster? -¿Puedes venir, cariño? El corazón le dio un vuelco. Su llamada significaba que, por lo menos de momento, la cosa marchaba bien. -Ahora mismo bajo.


Capítulo IV Mientras esperaba a que la esposa de Speakman bajase a la biblioteca, Griff se dedicó a estudiar el globo terráqueo. Suspendido dentro de una estructura de bronce pulido, era tan grande como una pelota hinchable y tenía incrustaciones de gemas semipreciosas. Era bastante ostentoso. Calculó que con el dinero que costaba aquella cosa podía comprarse un coche de los buenos. Era curioso cómo te hacía cambiar de perspectiva el tener o no tener dinero. Cuando recordó el montón de artilugios superfluos y apenas estrenados que guardaba en la Caja de Juguetes, reconoció que no podía criticar demasiado a Speakman por tener un globo terráqueo de lujo que se podía permitir de sobras. Griff se acercó a las puertas de la biblioteca cuando oyó que se abrían. Esperaba poder echar un primer vistazo a la señora Speakman, pero en lugar de ella, quien apareció fue el impasible Manuelo. Fue directo hacia Speakman y le tendió una bandejita de plata. En ella había un frasco de farmacia con pastillas y un vaso de agua. Speakman tomó una píldora y se la tragó con ayuda de tres sorbos de agua. Mantuvieron una breve conversación en español y después Speakman le dijo a Griff: -Ahora que tenemos aquí a Manuelo, ¿quiere que le sirva algo? Griff negó con la cabeza. Speakman levantó la mirada hacia el chico centroamericano y le indicó que podía retirarse con un educado: -Nada más. Gracias. Manuelo y la señora Speakman coincidieron en la puerta abierta. Él se apartó para que ella pudiera entrar en la biblioteca, a continuación desapareció y cerró la puerta de doble hoja tras de sí. Pero a Griff ya no le importaba lo que hiciera Manuelo. Estaba concentrado en la señora Speakman. Laura, se llamaba. No emitía vibraciones lunáticas. De hecho, parecía totalmente equilibrada y en pleno control de sus facultades. No miró en dirección a Griff, a pesar de que éste formaba una silueta de tamaño considerable, incluso en una habitación grande como aquélla. En lugar de eso, atravesó la sala y se acercó hacia donde estaba sentado su marido, en la silla de ruedas. Le colocó una mano en el hombro, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Cuando se separaron, Speakman dijo: -Laura, te presento a Griff Burkett. Como había obviado su presencia hasta ese momento, Griff se sorprendió al ver que caminaba hacia él con la mano derecha extendida. -Hola, señor Burkett. Encantada de conocerle. Él también alargó el brazo y se dieron la mano. Igual que el apretón de manos de su marido, el de Laura fue seco y firme. El saludo de una mujer de negocios. Griff limitó su saludo a un simple: -Hola. Ella dejó caer la mano pero mantuvo el contacto visual.


-Gracias por venir. Ha salido esta misma mañana, ¿verdad? -Ya hemos hablado de eso -comentó Speakman con tono divertido. -Vaya, lo siento. Le preguntaría por el largo trayecto hasta aquí, pero supongo que también lo han comentado. -Sí -contestó Griff. -Bueno, entonces es hablar por hablar, ¿no? Griff no iba a contestar a eso y arriesgarse a meter la pata. Ella continuó: -Estoy segura de que ya le han ofrecido algo de beber. -Sí, gracias. No quiero nada. -Si cambia de opinión, dígamelo. A lo mejor les faltaba un tornillo o dos, pero no cabía duda de que sus modales eran impecables. -Siéntese, por favor, señor Burkett. Ella tomó asiento en la butaca más cercana a la silla de su marido. Griff no había tenido tiempo de hacer conjeturas sobre cómo sería la esposa de Foster Speakman, pero si hubiera tenido que definir su primera reacción, habría dicho que era de sorpresa. No había nada en el apretón de manos o en la mirada fija y directa de la mujer que pudiera interpretarse como nervios, coqueteo o timidez. Ni parecía avergonzada del tema sobre el que iban a conversar. Tranquilamente podrían haberse puesto a hablar de cómo limpiaban la alfombra. Tampoco actuaba de forma sumisa ni intimidada, como si el asunto fuera algo que su marido hubiese ideado para su propia satisfacción y a lo que ella hubiera accedido a regañadientes. Dios mío, Griff no sabía qué esperaba encontrarse, pero fuera lo que fuese, Laura Speakman no era como se la imaginaba. Vestía pantalones anchos de color negro y una blusa blanca sin mangas con unas palas (creía que se llamaban así) cosidas en horizontal por toda la parte delantera. Era como una camisa de esmoquin. Llevaba unos zapatos negros de tacón bajo, un reloj funcional, una sencilla alianza de bodas. Algunos jugadores del equipo de fútbol americano llevaban pendientes con diamantes mucho más grandes que los que lucía ella. Tenía el pelo moreno y corto. Algo… arremolinado. Griff imaginó que debía de rizársele cuando lo llevaba más largo. Era más bien alta, esbelta y, a juzgar por sus bíceps desnudos, atlética. Quizá jugase al tenis. Seguramente practicaba yoga o Pilates un par de veces por semana, o hacía alguna de esas tablas de ejercicios propias de mujeres para tonificarse y ganar flexibilidad. Griff intentaba no mirarla fijamente, intentaba no contemplar las facciones de su cara con demasiado detenimiento, aunque la impresión general que tuvo fue que, si la hubiera visto en medio de la multitud, seguramente se hubiera fijado en ella. No era una muñequita, en nada se parecía a esas niñas tontas de Dallas rellenas de silicona que solían pulular por los clubs que él frecuentaba con sus compañeros de equipo, tanto con los solteros como con los casados. Sin embargo, Laura Speakman tampoco parecía una mujer casera. Ni por asomo. Y otra cosa, parecía lo bastante sana para tener un hijo. Y lo bastante joven también, si no se demoraba demasiado. Debía de rondar los treinta y cinco años.


Griff se sentía extraño, allí de pie, en el centro de la estancia, con ellos dos mirándolo como si esperaran que los entretuviera. -¿Señor Burkett? ¿Griff? -Speakman hizo un gesto con la cabeza hacia la butaca que había frente a ellos. Griff se había prometido que, en cuanto tuviera la oportunidad, les diría: «Gracias, pero no», y saldría corriendo. Sin embargo, se sentía tentado de quedarse. ¡A saber por qué! Bueno, para empezar, estaban los seiscientos mil dólares. La cifra tenía un halo alrededor que la hacía increíblemente atractiva. Se acercó a la butaca y se sentó. Miró directamente a Laura Speakman y dijo: -Su marido me ha dicho que usted está de acuerdo. ¿Es cierto? -Sí. Ni un ápice de duda. Ni un pestañeo. -Está bien. Pero perdone que le diga que es… -¿Poco ortodoxo? -Iba a decir que es una auténtica locura. Que un tío le pida a otro tío, «pague» a otro tío, para que se acueste con su mujer… -No es para que se acueste con ella, señor Burkett. No con las connotaciones que eso tiene. Le pago para que la fecunde. Y por muy locura que le parezca, no es la primera vez que se hace. De hecho, aparece en las Escrituras. Piense en el Génesis. En la casa en la que se había criado Griff no había Biblia. Cuando empezó a ir a la escuela y le enseñaron lo que era la Alianza de la Lealtad, se asombró al oír que la expresión se usaba asociada a la palabrota «Dios». No tardó en darse cuenta de que «Dios» no sólo se empleaba para soltar juramentos. De todas formas, se quedó de piedra al enterarse de que en la Biblia pudiera decirse algo así. -Deseamos tener un hijo con todas nuestras fuerzas, señor Burkett -le dijo ella. -Hay otros métodos para quedarse embarazada. -Sí, claro que los hay. Pero nuestras razones para querer concebirlo así son personales y no deberían preocuparle. -Pues me preocupan. -Pues no deberían -repitió. -Eh, entonces, ¿qué? Hacemos lo que tenemos que hacer, yo me marcho a casa y duermo con la conciencia tranquila. ¿Así de fácil? -En pocas palabras, sí. Griff se quedó mirando a Laura, preguntándose cómo podía hablar con tanta naturalidad de que ellos dos se acostaran juntos, mientras su marido estaba sentado a su lado y le daba la mano. Griff desvió la mirada hacia Speakman y el hombre pareció leerle el pensamiento. -Antes de que te reunieras con nosotros, Laura, Griff me preguntó si… Bueno, si yo os observaría mientras realizabais el acto. Ella mantuvo la mirada fija en su esposo mientras él hablaba. Pasaron varios segundos antes de que volviera a poner la mirada en Griff, y él se ofendió al ver el ceño fruncido de la mujer. -Oiga, no me mire así, ¡como si aquí el «pervertido» fuera yo! -¿Le parece que es una perversión?


-Bueno, ¿cómo lo llamaría usted? -¿Pensaría que somos unos pervertidos si le pidiéramos que donara un riñón? ¿O que donara sangre? Él se echó a reír. -Hay una gran diferencia. Para donar un riñón no hace falta… tocarse -contestó sustituyendo rápidamente la palabra que le hubiera gustado decir-. Ni siquiera hace falta conocer a la otra persona. -Por desgracia, la fisiología de la reproducción requiere «tocarse». «¡Venga ya!», pensó. No hacía falta que él sembrara la semilla personalmente para que el campo diera fruto. Pero ya había hablado de eso con su marido. Speakman insistía en que quería que Laura concibiera de manera natural. Ella no parecía tener problemas éticos ni morales con el tema, así que ¿por qué era él quien lo convertía en un impedimento? Griff se encogió de hombros mentalmente y decidió lo siguiente: si ellos querían que se la follara, pues se la follaría. No es que la mujer tuviera tres ojos o algo por el estilo. Griff se dirigió a Speakman. -¿Si nos damos la mano me da cien mil dólares? Speakman condujo la silla de ruedas hasta el escritorio y abrió el cajón superior. Sacó un sobre de papel manila del cajón y, cuando regresó a su lugar y lo extendió, Griff recordó que había tenido que aceptar un préstamo en efectivo de su abogado como un niño que pide la propina. Cuanto antes pudiera sacudirse esa dependencia, mucho mejor. Tomó el sobre. Speakman dijo: -Dentro está la llave de una caja fuerte y una tarjeta de autorización. Fírmela. Me aseguraré de que la tarjeta se devuelva al banco mañana, donde la guardarán archivada. Mientras tanto, desde aquí, mandaré que introduzcan el dinero que le corresponde en la caja fuerte. Podría recogerlo, eh, a partir de mañana a las dos. Laura y yo tenemos una reunión por la mañana con los representantes del sindicato de asistentes de vuelo para debatir su nuevo contrato. Contratar al semental era un punto más de su apretada lista de actividades. Por él perfecto, siempre que el dinero acabara llegando a la caja fuerte. Griff sacó del sobre la tarjeta del banco y se la quedó mirando. -¿Han pensado en la cuestión física? ¿Y si pincho? La pareja se miró mutuamente, pero Foster fue quien habló: -Tenemos fe en que no lo hará. -Pues tienen mucha fe. -Si hubiéramos contemplado que podía haber problemas, usted no estaría aquí. -De acuerdo. Yo recibo el anticipo, ustedes reciben el informe médico de que estoy sano, ¿y entonces? -Y entonces espera a que le notifiquemos cuándo y dónde tiene que presentarse. El día de la próxima ovulación de Laura. Griff la miró. Ella le devolvió una mirada tranquila, como si no le importara que estuvieran hablando de su siguiente ovulación. Le hubiese gustado que le aclararan qué implicaba la ovulación, pero no estaba dispuesto a preguntarlo. No le hacía falta saberlo. Sabía cómo tenía que follar, y eso era todo lo que le exigían que hiciera.


-Se verán una vez al mes durante todos los meses que haga falta hasta que conciba explicó Speakman. Elevó la mano de su esposa hasta sus labios y le dio un beso en la palma-. Confiamos en que no tarde demasiados ciclos. -Sí, yo también confío en eso -dijo Griff-. Cuanto antes se quede, antes tendré medio millón de dólares en la cuenta. Volvía a sentirse incómodo, así que se levantó y se acercó a uno de los muebles librería. Leyó algunos de los títulos, todos ellos en inglés, pero no le decían nada. Sonaban a filosofía y otras cosas aburridas. No había ni una sola novela negra de Elmore Leonard ni un libro de misterio de Carl Hiaasen. -¿Hay algo que le preocupe, Griff? Se volvió hacia la pareja. -¿Por qué yo? -Ya se lo he explicado -respondió Speakman. -Hay montones de tíos rubios con ojos azules por ahí. -Pero ninguno de ellos con su carga genética. Usted tiene todo lo que nos gustaría que poseyera nuestro hijo. Fuerza, una resistencia asombrosa, rapidez, agilidad, incluso una vista perfecta y una coordinación increíble. Podría seguir enumerando. Hemos leído distintos artículos sobre usted, y no sólo en revistas deportivas, sino en publicaciones médicas, que aseguraban que usted era un ser humano con un cuerpo extraordinario. Griff recordaba esos artículos, escritos por entrenadores y expertos en medicina deportiva, uno de los cuales lo cualificó de «obra maestra de la biología». En el vestuario le había salido cara la bromita, porque sus compañeros de equipo le tomaban el pelo por su supuesta perfección y querían ponerla a prueba con los retos físicos más crueles que se les ocurrían. Otra cosa era cuando se llevaba a las tías a la cama. Les entusiasmaba acostarse con una «obra maestra». Sin embargo, también recordó los artículos de opinión tan mordaces que siguieron a su caída en desgracia. En ellos lo acribillaban no sólo por el delito que había cometido sino también por malgastar los atributos que le había otorgado Dios. «¡Y una mierda se los había otorgado Dios!», pensó. Todos los que se maravillaban ante él no habrían pensado que era tan perfecto de haber sabido qué dos personas lo habían engendrado. Si el señor y la señora Speakman hubieran visto de dónde provenía, ellos también se lo habrían pensado dos veces antes de contratarlo. ¿Seguro que querían la sangre de los padres de Griff corriendo por las venas de su hijo? -No saben nada de mis orígenes. A lo mejor fue una cuestión de suerte. A lo mejor me tocaron unos cuantos genes buenos que se agruparon bien por causalidad. Mi piscina genética podría contener un montón de malas semillas. -Correríamos el mismo riesgo con cualquier otro donante, incluido yo mismo -dijo Speakman-. ¿Por qué intenta quitarnos la idea de la cabeza, Griff? -No lo intento. A decir verdad, en cierto modo sí lo hacía. Se había pasado cinco años en la cárcel dándole vueltas a las malas decisiones que había tomado. Si algo había aprendido en todo ese tiempo, había sido a no tirarse de cabeza al agua el primero sin conocer la profundidad. Se limitó a decir: -Es que no quiero verme metido en este embrollo para que luego algo salga mal y yo


reciba todas las culpas. -¿Qué podría salir mal? -preguntó Laura. Él se rió con amargura. -No sabe de qué le hablo, ¿verdad? Créame, las cosas pueden salir mal. Por ejemplo, ¿y si disparo con balas de fogueo? -¿Se refiere a si tiene poca densidad de esperma? Griff asintió bruscamente con la cabeza. -¿Tiene motivos para pensar que pueda ser así? -No, pero no lo sé. Por eso les pregunto: ¿qué pasaría? -Cuando le hagan el reconocimiento médico, pida que analicen eso también. -Speakman hizo una pausa y después añadió-: Me parece que está experimentando un ataque de paranoia provocado por la cárcel. -Joder, ya lo creo que sí. A eso siguió un silencio incómodo. Speakman se rascó la barbilla como si seleccionara entre todas las palabras posibles para encontrar las más adecuadas. -Ahora que ha salido el tema, hablemos de su condena. -¿Qué pasa con ella? -Admito que influyó a la hora de que lo eligiésemos a usted. Griff se llevó la mano al pecho, fingiendo sentirse herido. -¿Me está diciendo que no me eligieron sólo porque soy el espécimen con el físico ideal? Speakman pasó por alto su sarcasmo. -Engañó a su equipo, a la liga y a la mayoría de sus fans. Se ha convertido en persona non grata, Griff. Me temo que tendrá que aguantar más de un insulto. -De momento no he tenido que enfrentarme con nadie. -No ha habido tiempo -dijo Laura. El tono razonable de su voz lo irritó. -De acuerdo, no espero ganar ahora mismo un concurso a la popularidad. Hice trampas y me salté las normas. Me castigaron por el delito. Ya es agua pasada. -Pero está también el tema del corredor de apuestas que murió. Griff se preguntaba cuándo iban a sacar el tema. Si tenían alguna neurona en el cerebro, y creía que ambos eran bastante listos, era inevitable que le preguntasen por Bandy. Lo único que le sorprendió fue que la esposa se lanzara a tocar ese tema tan delicado. -Bill Bandy no «murió», señora Speakman. Lo asesinaron. -Usted fue uno de los sospechosos. -Me interrogaron. -Lo detuvieron. -Pero nunca demostraron que fuera culpable. -Ni ninguna otra persona. -¿Y? -Pues que el crimen sigue sin resolver. -No es asunto mío. -Confío en que no. -¿Qué demonios…? -¿Lo hizo?


-¡No! El intercambio verbal fue rápido y acalorado, y llegó seguido de un tenso silencio que Griff se negaba a romper. Ya había dicho lo que tenía que decir. Él no mató a Bill Bandy. Y punto. Fin de la cuestión. -Sin embargo -dijo Speakman con el tono dulce y conciliador propio de un empleado de funeraria-, la sombra de la sospecha recayó sobre usted, Griff. Al final lo soltaron por falta de pruebas, pero eso no le exculpa. -Miren, si creen que maté a Bandy, ¿qué coño hago aquí? -Extendió los brazos y los movió en el aire para señalar la habitación, la casa-. ¿Por qué iban a querer que fuera el padre de su hijo? -No creemos que fuera el asesino -dijo Speakman-. Desde luego que no. Griff redirigió la mirada furiosa hacia Laura para ver si compartía la creencia de su marido en la inocencia del ex recluso. Su expresión permaneció impasible; no era acusadora, pero tampoco lo exculpaba, ni mucho menos. «Entonces, ¿por qué lo contrataba para que se acostara con ella? ¿De verdad tenía que soportar él semejante humillación?» Sí, por desgracia sí. Necesitaba el dinero. Tenía que empezar a remontar, y seiscientos mil pavos eran un punto de partida más que razonable. A la mierda con ellos, con ella, si pensaba que se había cargado a Bandy. No debían de tener demasiadas dudas, en el sentido que fuera, o no le habrían pedido que se presentara. Además de estar locos, eran unos hipócritas. -El tema del homicidio de Bandy, así como los delitos federales por los que lo condenaron, siguen siendo manchas negras en su expediente, Griff -dijo Speakman. -Lo sé perfectamente. -Entonces, ¿le parece realista pensar que alguien vaya a contratarlo en esta zona? ¿Le parece realista pensar que alguien vaya a contratarlo por la cantidad que sea, mucho menos por lo que le ofrecemos Laura y yo? La respuesta era obvia. Cuando vio que Griff no quería gastar saliva en darle la razón, Speakman continuó: -Sus perspectivas son nefastas. No puede jugar al fútbol. No puede entrenar a un equipo de fútbol. No puede escribir ni hablar de fútbol, porque ninguno de los medios de comunicación deportivos lo contratarían para hacerlo. Ha admitido que liquidó todos sus ahorros para pagar deudas y ha reconocido que no tiene ningún colchón reservado para los malos tiempos. Speakman parecía divertirse recreándose en sus estrecheces económicas. A Griff le entraron ganas de retarlo a una carrera. A ver quién llegaba primero… -Sí, ganaba tres millones al año con los Cowboys, además de los patrocinadores -dijo Griff con frialdad-. Todo el mundo se llevaba un pellizco, empezando por mi agente y los de Hacienda, pero lo que me quedaba limpio, me lo gastaba, y me lo pasé de muerte mientras me lo fundía. ¿Adónde quiere llegar? -Quiero llegar a que parece que no tiene vista para los negocios, o habría administrado sus ingresos de otra forma. También me da la sensación de que no tiene talento para el robo, o no lo habrían pillado. -Me tendieron una trampa. Y yo entré. -No importa. -Tras una pausa breve, Speakman dijo-: No es mi intención insultarle, Griff.


-¿Ah, no? Una vez más, Speakman pasó por alto su tono cáustico. -Nos ha preguntado por qué lo elegimos a usted. -Casi me había olvidado de la pregunta. -Requería una larga explicación. Y quería ser cruelmente sincero acerca de las razones que nos han llevado a plantearle esta oferta. En primer lugar, tiene la carga genética adecuada para engendrar al hijo que deseamos. En segundo lugar, por los motivos que acabamos de comentar, necesita urgentemente el dinero que le ofrecemos pagarle. Y por último, es usted del todo independiente. »No tiene familia, ni amigos de verdad, ni ataduras, ni nadie a quien rendirle cuentas, y eso es una ventaja tremenda para nosotros. Hemos insistido ya en lo confidencial que debe ser este encargo. Somos las tres únicas personas que van a saber jamás que yo no seré el padre biológico del hijo que va a concebir Laura. Griff se calmó un poco. Además, no podía permitirse mosquearse con ellos. Sobre todo cuando le exponían la cruda realidad. Se dirigió al escritorio, cogió un pisapapeles de cristal y lo sopesó en la palma de la mano. -Confían mucho en que yo vaya a mantener el pico cerrado. Speakman chasqueó la lengua. -No es cierto. En lo que confiamos mucho es en la avaricia. -¿Por seiscientos mil? -Griff dejó en la mesa el pisapapeles y sonrió a Speakman-. No es tanto, cuando uno lo piensa bien. Desde luego, no me parece tan avaricioso. Laura miró a su marido. -¿No le has contado lo demás? -No hemos llegado aún ahí -respondió Speakman. Griff preguntó: -¿Qué es lo demás? Speakman desplazó la silla de ruedas hasta el escritorio y cogió el pisapapeles. Se sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, lo empleó para abrillantar el cristal y sonrió hacia Griff. -No es que estemos poniendo en duda su integridad. -Chorradas. Serían tontos si no lo hicieran. -Está bien -dijo Speakman soltando una risilla-. Tiene razón. Sin dejar de cubrir el pisapapeles con el pañuelo, devolvió el objeto a la mesa, lo desplazó dos milímetros hacia la izquierda y entonces, con sumo cuidado, retiró el pañuelo, que volvió a doblar formando un cuadrado perfecto antes de guardárselo de nuevo en el bolsillo. -Por eso, para la tranquilidad mental de Laura y la mía, y para asegurarnos de su silencio, le pagaremos un millón de dólares cuando nazca el niño. Y además, recibirá un millón de dólares al año a partir de su nacimiento. Lo único que tendrá que hacer a cambio será olvidarse de que nos ha conocido.


Capítulo V Griff le lanzó las llaves del Honda al empleado del aparcamiento y entró a paso ligero en el pulcro recibidor del edificio de lujo. Un hotel de categoría ocupaba las doce plantas inferiores, y distintos apartamentos las doce plantas superiores. El bar del hotel estaba relativamente tranquilo aquella tarde laborable. Un pianista tocaba canciones al estilo de Sinatra en un piano blanco de media cola. Casi todas las mesas estaban ocupadas por personas de negocios, que apuraban sus cócteles mientras intentaban demostrar su superioridad. El bar se abría a un patio bien iluminado donde quedaban sitios libres, pero Griff prefirió sentarse dentro, donde podría disfrutar del aire acondicionado mientras mantenía un ojo puesto en la puerta de entrada. Buscó una mesa libre, llamó a la camarera y pidió un bourbon. -¿De la casa o de marca? -El de la casa está bien. -¿Con agua? -Con hielo. -¿Quiere que lo anote en su cuenta? -Sí, por favor. -¿Espera a alguien? -No. -Enseguida vuelvo. A pesar de que la ocasión (celebrar que había salido de la cárcel) y el día que había tenido (incluida su extraña reunión con los Speakman) bien merecían un lingotazo o dos, Griff no tenía ganas de beber. Como de niño se había visto obligado a fregar tragos regurgitados más de una vez, nunca le había cogido el gusto de verdad a la bebida. Sin embargo, la copa que le sirvió la camarera tenía un aspecto y un olor excepcionales. El primer trago pasó con suavidad, aunque, por el fuego instantáneo que se encendió en su estómago, supo que su cuerpo notaba que hacía más de cinco años que no ingería alcohol de ningún tipo. Prefirió tomárselo con calma. No estaba seguro de cuánto tendría que esperar. «Un millón de dólares.» -Le pagaremos en efectivo -le había dicho Speakman-. Lo dejaremos en la caja fuerte, y sólo usted, Laura y yo tendremos autorización para abrirla. No habrá constancia de ningún tipo, ni documentos que atestigüen nada. Una vez que Laura conciba, nadie podrá establecer relación alguna entre usted y nosotros. Si nuestros caminos se cruzan por casualidad, algo harto improbable, no nos reconocerá. Será nuestro primer encuentro. ¿Entendido? -Entendido. La conversación se interrumpió cuando Manuelo entró para entregarle una nota a la señora Speakman con el recado que alguien le había dejado por teléfono. Lo leyó, pidió disculpas y dijo que volvería enseguida. A continuación se marchó, con Manuelo pisándole los talones. Speakman se dio cuenta de que Griff se quedaba mirando al sirviente mientras éste cerraba con cuidado la doble puerta tras de sí.


-No se preocupe por Manuelo -le dijo-. Apenas habla unas palabras de inglés. Le dije que era usted un antiguo compañero del colegio que había pasado a saludar. Es imposible que le haya reconocido de su etapa de jugador de fútbol americano. Cuando él llegó a Estados Unidos, usted ya estaba en Big Spring. Laura Speakman regresó casi al instante. Su marido le preguntó: -¿Algo importante? -Era Joe McDonald. Quería hacerme una consulta rápida que creía que no podía esperar a mañana. Foster se echó a reír. -¡Este Joe! Siempre con prisas. Mientras charlaban sobre el impaciente Joe, Griff pensó en otro problema. -Me será difícil gastarme el efectivo -dijo de pronto. Tras una breve vacilación, Foster dijo: -Sí, me temo que ahora mismo eso le supondrá algunas complicaciones. Supongo que el Ministerio de Hacienda y el FBI le seguirán la pista, pues hubo algo de especulación acerca de sus cuentas bancarias vacías en el momento de la detención. -Dieron por hecho que tenía el dinero escondido en alguna parte. Detrás de la fría afirmación de Laura Speakman, creyó intuir una pregunta velada. -Igual que dieron por hecho que había liquidado a Bandy -dijo él con sequedad-. No hice ni una cosa ni la otra. Ella le aguantó la mirada durante unos segundos, y después dijo: -De acuerdo. Sin embargo, lo dijo como si sólo estuviera medio convencida, y eso lo sacaba de quicio. A pesar de que iba a acostarse con ella, no creía que llegara a gustarle en la vida. Era guapa, pero nunca lo habían atraído las mujeres tocapelotas. Y además, ¿por qué no dejaba de tocarle las suyas cuando eran imprescindibles para lo que le estaba pidiendo que hiciera? Se planteó verbalizar esa ironía, pero decidió no hacerlo. Dudaba de que ella viera el lado gracioso. Lo que dijo fue: -Necesito el dinero, señora Speakman. De hecho, el dinero es el único motivo que podría llevarme a barajar su propuesta. Por lo menos he sido sincero. Su implicación estaba clara: ellos no habían sido sinceros acerca de sus motivaciones. Ella estaba a punto de contestar cuando su marido intervino: -No me ha pedido consejo financiero, Griff, pero se lo daré. Búsquese un trabajo que le dé una nómina. Abra una cuenta bancaria, contrate tarjetas de crédito. Cosas normales. Si alguna vez le hacen una auditoría, piense en cómo va a explicar que lleva una vida de millonario. Lo más probable es que, durante el resto de su vida, analicen cuáles son sus fuentes de ingresos. Entonces levantó una ceja y añadió: -Tal vez alguno de sus antiguos socios empresariales pueda ayudarle en este tema. Estoy seguro de que, de vez en cuando, recurren a entidades bancarias extranjeras que no preguntan de dónde salen las grandes sumas de dinero que les llegan. -No sé qué decirle -respondió Griff-. Pero aunque me echasen una mano, no volvería a asociarme con ellos. -Dirigió la mirada hacia Laura y añadió-: Jamás. Enfatizó la palabra con una rápida inclinación de la cabeza. Speakman le preguntó a Griff si tenía alguna pregunta más. Aclararon algunos detalles


sin importancia. Y entonces Griff sacó un tema que resultó ser más que importante. Se trataba del problema en potencia de los pagos anuales a largo plazo. Al cabo de diez, quince o veinte años, no quería tenerse que enfrentar a un dilema para el que no habían anticipado una solución. A su pregunta siguió una discusión acalorada. No llegaron a ninguna conclusión, pero Speakman prometió que le daría vueltas al asunto y le daría la resolución a Griff cuanto antes. ¿Podría dormir tranquilo Griff mientras tanto?, le preguntó. A regañadientes, Griff dijo que sí. Una vez acordado eso, Speakman sugirió que sellaran el trato con un apretón de manos, cosa que hicieron. Después, Speakman lo invitó a quedarse a cenar. Antes de que Griff pudiera aceptar o declinar la propuesta, la señora Speakman intervino: -Ay, cariño, lo siento, pero no he avisado a la señora Dobbins de que tendríamos invitados y ya se ha marchado. Creía que la idea era mantener la visita del señor Burkett en secreto. Manuelo es otra cosa, pero… Sonrojada por primera vez desde que había aparecido en la biblioteca, buscaba excusas para no sentarse a la mesa con él. Al parecer, no tenía reparos en mantener relaciones sexuales con Griff, siempre que no tuvieran que comer juntos. -Además -añadió sin convicción-, tengo un montón de trabajo esperándome. -No importa -dijo Griff-. Yo también tenía planes. De hecho, ya llego tarde. -En ese caso, no me gustaría entretenerlo más -contestó Speakman. Laura Speakman se puso de pie. Parecía aliviada al ver que el hombre se marchaba por fin, y seguramente también estaba un poco avergonzada de su falta de hospitalidad. -Tendrá noticias mías dentro de unas dos semanas, señor Burkett. ¿Dónde puedo localizarlo? Le dio su número de teléfono, el que Turner había contratado para el desastroso apartamento. Ella lo anotó en un papelito. -Lo llamaré y le diré dónde debe reunirse conmigo. -¿Dentro de dos semanas? -Más o menos. Puede adelantarse o retrasarse un par de días. Emplearé la prueba de predicción de la ovulación, que mide la concentración de HL. -¿HL…? -Sí, hormona luteinizante. -Ah -contestó él, como si quisiera decir: «Ahora lo entiendo», cuando en realidad no entendía nada. -Si todo va bien, podré predecir el día exacto, aunque se lo diré con poca antelación. -Tranquila, cuando sea. Laura desvió la mirada rápidamente para apartarla de los ojos de él, y entonces fue cuando Griff la caló. Hasta cierto punto, podía jugar como una chica dura contra un hombretón. Podía hablar tranquilamente de su ciclo menstrual, de su ovulación y del recuento de esperma de él con total libertad en términos técnicos y prácticos. Pero cuando se trataba de hablar del meollo de la cuestión, de literalmente meterse en la cama con un desconocido, afloraba su lado femenino. Algo que para él era reconfortante. Ella se despidió y pidió disculpas por ausentarse. Speakman se ofreció a acompañar al invitado hasta la puerta principal. Una vez allí, le dijo:


-Siento curiosidad, Griff. -¿Por qué? -Por saber qué pensará cuando salga de esta casa. ¿Se planteará qué es lo primero que va a comprar? A decir verdad, lo que había pensado en el coche mientras se alejaba de la mansión de piedra gris había sido que, aunque parecían dos personas razonables e inteligentes, en el fondo debía de ser bueno que Foster y Laura Speakman no pudieran reproducirse, porque creía que estaban locos de remate. ¿Quién iba a hacer algo así? Nadie, ésa es la respuesta. No, cuando había métodos científicos de inseminación artificial a su alcance. No, cuando uno tenía dinero para pagar esos métodos. A lo mejor en la época de la Biblia la gente actuaba así en caso de no poder tener hijos. Pero no ahora, cuando se podía acceder a otras opciones. Para cuando llegó a su destino, ya casi se había convencido de que no volvería a oír hablar de la pareja. Casi. -¿Otro? Levantó la mirada. La camarera del bar había regresado. Se sorprendió al encontrarse el vaso de bourbon vacío. -No, gracias. Una botella de Perrier, por favor. -Muy bien. Enseguida vuelvo. «Enseguida vuelvo.» Había empleado la misma expresión dos veces, sin saber que esa frase en apariencia inofensiva era para él como la sal aplicada a una herida abierta. Su madre le dijo esas mismas palabras la noche que se marchó. Para no volver. A menudo la mujer pasaba varios días seguidos fuera; se marchaba sin decir nada más que «hasta luego» y regresaba sin dar explicación o excusa alguna para justificar su ausencia. Griff no se ponía triste ni se preocupaba cuando ella no estaba. Sabía que, cuando se cansara del novio de turno o viceversa, y el tío la echara de su piso o sencillamente pasara de ella, su madre volvería a casa. Cuando llegaba, nunca le preguntaba a su hijo qué tal estaba o qué había hecho mientras ella faltaba. ¿Se encontraba bien? ¿Había ido al colegio? ¿Había comido en condiciones? ¿Había tenido miedo durante la tormenta? ¿Se había puesto enfermo? Una vez sí le pasó. Se puso enfermo. Le sentó mal una lata de ternera estofada que llevaba demasiados días abierta. Vomitó tanto que se desmayó, y después se despertó en el suelo del cuarto de baño, tumbado bocarriba y rodeado de vómito y diarrea, con un chichón tan gordo como el puño en el cogote provocado por la caída. Tenía ocho años. Después de ese episodio, iba con más cuidado con lo que comía cuando su madre se marchaba de casa. Aprendió a cuidar bastante bien de sí mismo durante los días que pasaba solo, hasta que ella reaparecía. La noche en que se marchó para siempre, él sabía que no iba a volver. Se había pasado el día hurtando cosas de la casa cuando pensaba que él no la miraba. Ropa, zapatos, una almohada de satén que un tipo había ganado en una feria del condado y le había regalado… Dormía con esa almohada todos los días porque decía que le conservaba el peinado. Cuando Griff vio que embutía la almohada en una bolsa de la verdulería y la metía en el coche de su


ligue del momento, supo que su ausencia sería permanente. La última vez que Griff vio a su padre, iba esposado y estaba metido en la parte posterior de un coche de patrulla. Un vecino había llamado a la policía alegando haber oído una disputa doméstica. Disputa. Un nombre eufemístico para describir a su padre moliendo a palos a su madre después de habérsela encontrado en la cama con un tío al que había conocido la noche anterior. Mandaron a su madre al hospital. A su padre lo mandaron a la cárcel. A él lo dejaron con una familia de acogida, con la que estuvo hasta que su madre se recuperó de las lesiones. Cuando el caso llegó a los tribunales, el abogado de oficio le explicó a Griff, que entonces tenía seis años, que tal vez lo llamaran para que le contara al juez lo que había pasado aquella noche, ya que había presenciado el ataque. Eso lo dejó aterrorizado. Si su viejo salía de la cárcel, le haría pagar a Griff por haberlo delatado. La retribución incluiría unos azotes con el cinturón. No serían los primeros, pero seguro que serían los peores. Y, sinceramente, no podía decir que toda la culpa fuera de su padre. Griff sabía ya que las palabras «fulana», «puta» y «zorra» eran insultos dirigidos a su madre, y suponía que se merecía que la llamaran de esas maneras. Al final resultó que no hubo juicio. Su padre se declaró culpable para que le redujeran la pena y fue encarcelado. Griff nunca supo cuándo había salido de la prisión. Fuera cuando fuese, el hombre no contactó con ellos. Griff no volvió a verlo jamás. A partir de entonces, se quedaron solos su madre y él. Y los hombres que ella llevaba a casa. Algunos se quedaban temporadas largas, una semana o incluso dos. Otros eran invitados rápidos que salían por la puerta en cuanto se subían la bragueta. Griff recordaba que, poco después de que hubieran metido a su padre entre rejas, un día se había puesto a llorar porque su madre había cerrado con llave la puerta de su habitación y el niño no podía salir, no podía huir de la araña que se había subido a su cama. Al final, el tipo con el que estaba su madre aquella noche había entrado en su dormitorio, había matado a la araña, le había dado una palmadita en la cabeza dorada y le había dicho que no pasaba nada, que podía volver a dormir tranquilamente. Cuando tuvo edad suficiente para quedarse fuera jugando, algunos de los amigos de su madre lo miraban como pidiendo disculpas, casi con culpabilidad. Sobre todo cuando hacía mal tiempo. A otros no les gustaba que el niño rondara por allí. En esos casos era cuando su madre le decía que se perdiera durante unas horas. Algunas veces, le daba dinero para que fuera al cine. En la mayor parte de las ocasiones, cuando su madre le prohibía entrar en casa, Griff se dedicaba a deambular solo por el barrio, buscando algo con lo que entretenerse y, tiempo después, a hacer gamberradas. Algunos de los amigos de su madre no le hacían más caso que a una grieta en el papel descolorido de la pared. No muchos, aunque sí unos cuantos, eran verdaderamente simpáticos con él. Como el que mató la araña. Por desgracia, no volvió nunca. Uno de esos tíos, un tal Neal, se había quedado con ellos cosa de un mes. Griff se llevaba bien con él. Sabía un par de trucos de magia con naipes y le enseñó a Griff cómo se hacían. Un día entró en casa con una bolsa de la compra y le dijo: -Toma, niño. Es para ti. Dentro de la bolsa había una pelota de fútbol americano. Años después, Griff se preguntó


si Neal lo habría reconocido cuando se convirtió en jugador profesional. ¿Se acordaba de haberle regalado su primera pelota de fútbol? Lo más probable era que no. Lo más probable era que no recordara ni a Griff ni a su madre. Los hombres iban y venían. Los años pasaban. Su madre se marchaba. Pero siempre regresaba. Y entonces, llegó el día en que empezó a cargar a hurtadillas el coche de un tío con el que se había presentado en casa hacía unas semanas y que se había instalado allí. Se llamaba Ray, y desde el principio le había cogido manía a Griff, quien soltaba un bufido escéptico cada vez que Ray se embarcaba en una historia acerca de su increíble trayectoria como jinete de rodeo hasta que un potro desbocado le había pisoteado la espalda y le había dejado inservible para el ruedo. Al parecer, ese potro lo había dejado inservible también para todo lo demás, porque, por lo que había visto Griff, Ray no tenía ningún medio de supervivencia. A Ray no le gustaba Griff, y no se esforzaba por disimularlo. Aunque Griff tampoco se lo ponía fácil, la verdad. Para cuando Ray apareció en escena, Griff tenía quince años, era un adolescente arrogante, lleno de rabia, y rebeldía. Lo habían pillado mangando en una tienda y destrozando un coche, pero por suerte, logró librarse de ir al reformatorio las dos veces. Cualquier ocasión era buena para meterse en peleas. Con los años, su pelo se había oscurecido, igual que su visión de la vida. Por lo tanto, esa noche, cuando su madre acompañó a Ray a la puerta y volvió a entrar para despedirse de Griff, él fingió indiferencia y siguió con los ojos puestos en la televisión. Era un aparato de segunda mano y la imagen salía borrosa, pero era mejor que nada. -Hasta luego, pequeñín. Odiaba que lo llamara «pequeñín». Si alguna vez lo había cuidado como a un niño pequeño, hacía tanto tiempo de eso que ni se acordaba. -Griff, ¿me has oído? -No estoy sordo. Ella soltó un suspiro efectista. -¿Por qué estás tan quisquilloso esta noche? Enseguida vuelvo. Él se dio la vuelta y ambos se quedaron mirando fijamente: ella sabía que él lo sabía. -¿Vienes o qué? -la llamó Ray a gritos desde el patio. La mirada que Griff intercambió con su madre se prolongó unos segundos más. A lo mejor se arrepentía un poco de lo que estaba a punto de hacer. Él quería pensar que era así. Pero lo más probable era que no lo fuese. Entonces la mujer se dio la vuelta rápidamente y se marchó. La puerta se cerró de un portazo tras ella. Griff no salió de casa en tres días. El cuarto día, oyó un coche que se acercaba por el camino. Se odió por sentir un arrebato de esperanza al pensar que se había equivocado y su madre había vuelto al fin y al cabo. A lo mejor había calado a Ray y había dejado de creerse sus embustes. O a lo mejor Ray había calado lo zorra que ella era y la devolvía a casa. Sin embargo, los pasos del porche eran demasiado contundentes para ser de su madre. -¿Griff? «¡Mierda!» El entrenador. Griff confiaba en que no lo viera, ovillado en el destartalado sofá, delante de la televisión. Pero no tuvo tanta suerte. La puerta chirrió cuando el hombre la empujó para abrirla, y Griff se lamentó de no haberla cerrado con llave. Por el rabillo del ojo vio que el


entrenador aparecía en la esquina del sofá. Con las manos en las caderas, se quedó mirando a Griff con aire reprobatorio. -Te he echado de menos en el entreno. Y en el colegio me han dicho que hace tres días que no vas a clase. ¿Dónde te has metido? -Aquí -dijo Griff, sin despegar los ojos de la televisión. -¿Estás enfermo? -No. Una pausa. -¿Dónde está tu madre? -¿Qué coño sé yo? -gruñó. -Voy a preguntártelo otra vez. ¿Dónde está tu madre? Griff levantó la mirada hacia él y, con inocencia exagerada, dijo: -Creo que está en una reunión de la asociación de padres. O ahí o en el grupo de costura de la parroquia. El entrenador se acercó hasta el televisor. No lo apagó, sino que desenchufó de un tirón el aparato. -Recoge tus cosas. -¿Eh? -Que recojas tus cosas. Griff no se movió. El entrenador caminó hacia él, esquivando con las punteras de los zapatos los boles de cereales vacíos y las latas de refresco que abarrotaban la bandeja para comida que Griff había colocado en el suelo, delante del sofá. -Recoge todas tus cosas. Ahora mismo. -¿Para qué? ¿Adónde voy a ir? -A mi casa. -Venga ya… -O, si sigues hablándome en ese tono, llamo a los de protección de menores. -El entrenador volvió a colocar sus puños rollizos sobre las caderas y bajó la mirada hacia él-. Te doy un segundo para que elijas. Las risas de una mesa cercana catapultaron a Griff al momento presente. En algún punto de su recuerdo recreado, la camarera le había llevado la botella de agua mineral. Se la bebió como un hombre muerto de sed. Intentaba disimular un suave eructo cuando la mujer a la que había estado esperando atravesó la puerta batiente de la entrada. Él se puso de pie e hizo señas a la camarera para que le llevara la cuenta, y de paso, atrajo la atención de la mujer. Al verlo, la recién llegada se detuvo de repente, claramente sorprendida. Él le indicó que esperara un momento mientras pagaba la cuenta. Lo hizo con celeridad y después se acercó a la mujer, que seguía plantada entre la puerta y los ascensores. -Hola, Marcia. -Griff. Había oído que salías hoy. -Las malas noticias viajan rápido. -No, es fantástico volver a verte. -Sonrió y lo miró de arriba abajo-. Tienes buen aspecto. Él también se recreó en la figura de ella y la estudió, desde el alborotado pelo castaño rojizo hasta las sandalias de tacón alto. El terreno lleno de curvas que separaba ambas cosas le volvía loco de pasión. Con una risilla suave, contestó:


-No tan bueno como tú. -Gracias. Él le sostuvo la mirada durante unos segundos y después preguntó: -¿Estás libre? La sonrisa de ella titubeó. Paseó la mirada por el vestíbulo del hotel, cada vez más incómoda. Él se acercó un paso más y dijo en voz baja: -Han sido cinco años muy largos, Marcia. La mujer se quedó pensativa un momento más y después, tras tomar una decisión, le dijo: -He quedado con alguien a medianoche. -No tardaré tanto, ni mucho menos. La tomó del codo y juntos se dirigieron a los ascensores, sin decirse nada más hasta que estuvieron dentro de uno de los cubículos de espejo. Ella insertó una llavecita en una discreta ranura del panel mecánico. Como respuesta a su mirada interrogativa, comentó: -He ascendido un par de plantas, ahora estoy en el ático. -El negocio debe de marchar bien. -Tengo a tres chicas trabajando para mí. Griff silbó. -Entonces el negocio marcha francamente bien. -El mercado para mi producto siempre se mantiene en alza. -Con una risa, añadió-: Por decirlo de alguna manera. Griff se quedó todavía más impresionado de su éxito cuando salieron del ascensor y entraron en un recibidor con suelo de mármol y una claraboya abierta en el techo que proporcionaba la vista de un cuarto de luna y unas estrellas resplandecientes que brillaban lo bastante para desafiar a las luces de los edificios más altos de la ciudad. Desde ese distribuidor privado se abrían tres puertas. -¿Te llevas bien con los vecinos? -Uno de ellos es un hombre de negocios japonés. Casi nunca está en casa, pero cuando está, saca provecho a la proximidad. Griff chasqueó la lengua. -¿Llama a tu puerta para pedirte azúcar? -Por lo menos una vez siempre que está en la ciudad -contestó ella con recato-. El otro es un amigo, un decorador gay que tiene envidia de mi clientela. Abrió con llave la puerta del centro. Griff entró detrás de ella. El interior del piso parecía sacado de una revista, seguramente sería la fantasía erótica de su vecino gay. Griff echó un vistazo, dijo un educado: «Qué bonito», y después se acercó a ella y la atrajo hacia su cuerpo. No había besado a una mujer desde hacía cinco años y, joder, el polvo tendría que ser de los mejores para superar al placer que sintió al introducir la lengua en la boca de Marcia. La besó como un adolescente cachondo con una primera novia facilona. Con mucha avidez, con muchas ansias, con mucho empalago. Sus manos se movían por todas partes a la vez. Al cabo de un minuto de magrearla, ella lo apartó entre risas. -Ya conoces las reglas, Griff. Nada de besos. Y aquí la experta soy yo. La cazadora deportiva que llevaba Griff luchaba por mantenerse en su sitio mientras él intentaba por todos los medios quitársela cuanto antes.


-Dame un respiro. -Sólo esta vez. Pero hay que atenerse a las normas. -De acuerdo. Pagaré por adelantado. -Ajá. Las mangas de la cazadora quedaron del revés cuando por fin consiguió arrojar la prenda al suelo. Hurgó en el bolsillo del pantalón buscando el clip con los billetes que Wyatt Turner le había dado. A ese agarrado le daría un colapso si se enterara de que su cliente iba a dilapidar el dinero para comida y combustible en una prostituta. Como era hombre de palabra, Griff no escatimaría ni un penique de la tarifa de Marcia. Si hacía falta, se saltaría unas cuantas comidas. -¿Cuánto? -Dos mil. Por una hora. Sexo normal. Se quedó boquiabierto y tragó la pelota de golf que se le había formado en la garganta. -¿Dos mil? Vaya, cuánto has subido… -También ha subido el coste de la vida -respondió ella con frialdad-. Y los gastos de empresa. Él soltó un profundo suspiro de decepción, pero al momento se agachó y recogió la cazadora del suelo. -No llevo tanto. A ver si mañana hay suerte -dijo con ironía. -¿Cuánto tienes? Él le tendió el clip con el dinero. Ella lo tomó, sacó dos billetes de cien dólares y le devolvió el resto. -No se lo digas a nadie. Griff temió echarse a llorar de agradecimiento. -Te estaré en deuda eternamente. Marcia era la prostituta más selecta de Dallas, y sus prácticas empresariales estrictas eran lo que la habían hecho llegar hasta allí. Era una mujer de negocios de la cabeza a los pies. Griff había oído rumores de que, gracias a las propinas de los clientes, había invertido con mucha sensatez en productos inmobiliarios. Había comprado una granja en la parte norte de Dallas y, cuando la ciudad se expandió en esa dirección, había dado en la diana. También se decía que tenía una cartera de acciones que valía millones. Puede que todo eso fueran chismes, pero no le habría sorprendido demasiado que fuese verdad. La gente decía que había empezado a hacer de «dama de compañía» para ayudar a pagarse los estudios de higienista dental, pero había tardado poco en darse cuenta de que se le daba mucho mejor pulir la cabecera de la cama que pulir dientes. Y haciéndolo podía ganar infinitamente más. Poco después de firmar el contrato con los Cowboys, Griff se había enterado de quién era ella a través de un compañero de equipo, quien le dijo que Marcia era la mejor, para el que podía permitírsela, porque incluso entonces ya era cara. Él prefería a alguien profesional en lugar de las groupies del equipo que se tiraban a sus brazos y, una vez que se habían acostado con él, montaban escenas que no le convenían. Marcia era discreta. Era limpia. Era escrupulosa cuando se trataba de precalificar a sus clientes, y sabía asegurarse de que no tenían enfermedades ni problemas económicos, ni suponían un peligro para ella. Nunca aceptaba a espontáneos. Había hecho una excepción con


él esta noche. Tenía la cara rellena como una solista de coro de iglesia, acompañada de un cuerpo voluptuoso que invitaba a pecar. En cierto modo, a pesar de su ocupación, conseguía seguir siendo una dama, y si un cliente no la trataba como tal, dejaba de ser su cliente. Los cinco años transcurridos no habían hecho mella visible en ella, tal como Griff comprobó encantado cuando la mujer se desnudó. Era exuberante, pero firme donde tenía que serlo. Él no atinaba a desvestirse lo bastante rápido. Como lo conocía y recordaba sus preferencias, ella no lo ayudó, sino que empezó a tocarse de forma juguetona mientras observaba cómo él se quitaba capas de ropa y las apartaba de un manotazo. Cuando los dedos de Marcia desaparecieron entre sus propios muslos, él emitió un sonido gutural involuntario, pero estaba tan abstraído que no le preocupaba parecer torpe. Cuando por fin se quedó desnudo, ella se acercó a Griff y con suavidad fue tirando de él hasta que quedó sentado en el borde de la cama. Él presionó la cara contra el pronunciado canalillo de la mujer y aplastó sus pechos henchidos contra sus mejillas. Ella le dio un condón, que él se puso. -¿Qué quieres que hagamos, Griff? -Ahora mismo… Me da igual. Ella se puso de rodillas entre los muslos de él e inclinó la cabeza hacia su cuerpo mientras susurraba: -Disfruta. -¿Griff? -¿Eh? -Pasan de las once. Tienes que irte. Se había quedado dormido sobre el estómago, con la cabeza enterrada en la suave almohada aromatizada, prácticamente en coma. Se dio la vuelta y quedó bocarriba. Marcia se había duchado y cubierto con un albornoz. -Te apagaste como una vela -le dijo-. No he tenido valor para despertarte antes, pero ahora de verdad tienes que irte. Él se desperezó exageradamente. -Qué gusto da dormir desnudo en unas sábanas que no huelen a detergente de escala industrial. -Arqueó la espalda y volvió a desperezarse-. ¿Tengo que irme? -Tienes que irte. Lo dijo con una sonrisa, pero él sabía que hablaba en serio. No podía oponerse, después de lo caritativa que había sido Marcia. Se sentó en la cama y apoyó los pies en el suelo. Ella ya tenía la ropa de él preparada, y literalmente lo fue azuzando sin mirarlo apenas mientras él se colocaba una prenda detrás de otra. Le tendió la cazadora, después colocó la mano en el centro de su espalda y lo empujó hacia la puerta. Cuando llegaron, Griff se volvió hacia Marcia. -Gracias. Has hecho una gran excepción, y la valoro mucho más de lo que crees. -Un regalo de bienvenida. -Se dio un beso en el dedo y después lo apretó contra los labios de él-. Pero la próxima vez, tienes que concertar cita y pagar la tarifa completa. -Si no pasa nada raro, mi situación económica mejorará sustancialmente mañana mismo. -Sin embargo, al recordar lo incómoda que se había sentido ella en la recepción del hotel,


añadió-: Si sigues queriéndome como cliente, claro. Podría ser perjudicial para tu negocio. -Todos los negocios requieren un poco de tacto de vez en cuando. -Estaba quitándole hierro al asunto, pero él sabía que el pensamiento se le había pasado por la cabeza-. A lo mejor te apetece probar a una de las chicas nuevas. Son jóvenes y exuberantes, y les he enseñado el oficio personalmente. -¿Garantía de satisfacción? -Siempre. ¿Quieres que te concierte una cita? La imagen mental de Laura Speakman se le cruzó por la mente. -Es que no sé qué voy a hacer estos días, o dónde voy a estar. Deja que te llame yo. Pero lo intenté con el número antiguo y me salió un mensaje grabado que decía que el número estaba dado de baja. Ella le dio una tarjeta con los datos. -Tengo que cambiarlo cada cierto tiempo. Para no tentar a los policías -añadió con una sonrisa. Él le dio un beso en la mejilla, volvió a darle las gracias, y después se despidieron. Marcia cerró la puerta, con suavidad pero con mano firme. Cuando entraba en el ascensor, Griff se encontró con el decorador gay, que salía de él. El hombre lo repasó de arriba abajo con la mirada, entonces cerró los ojos y soltó un gemido suave, como de desmayo. -Ay, pero qué guapo -murmuró mientras se cruzaban. El bar de la planta baja tenía todavía menos clientes que antes. La chica que lo había servido estaba charlando con uno de los botones ociosos. El pianista se había ido y, en su lugar, sonaba el hilo musical. El portero recibió a un hombre que llegó justo en el momento en que Griff empujaba las puertas batientes para salir. Una vez fuera, notó que el aire estaba más despejado que antes, pero seguía siendo lo bastante cálido para dejarlo sin aliento hasta que se aclimató. Se quedó allí de pie, sudando, durante unos buenos sesenta segundos, esperando a que apareciera el mozo del aparcamiento. Al ver que no se presentaba, Griff salió a buscarlo. Atravesó la compuerta y dobló la esquina para entrar en el aparcamiento propiamente dicho. Allí se topó con un puño. Impacto contra su pómulo como un martillo neumático. Un golpe. Dos. Y otro más. Retrocedió dando traspiés y soltó mil improperios mientras sacudía los brazos para defenderse, aunque de forma descoordinada. Intentó enfocar a su atacante. Rodarte.


Capítulo VI La sonrisa de Rodarte transformó su cara en una máscara de Halloween. -Ay, lo siento. ¿Te he hecho daño? La respiración contenida de Griff silbó a través de sus dientes, que tenía apretados por el dolor. Se palpó la mandíbula y los dedos se le tiñeron de rojo. -¡Hijo de puta! Rodarte encendió un cigarro y empezó a reír mientras apagaba la cerilla con una sacudida. -Sí, yo también lo había oído. Griff lo fulminó con la mirada. -Tengo entendido que tu madre se follaba a un perro si no tenía nada mejor delante. Pobrecito Griff. La vida fue dura, ¿eh? Por lo menos, hasta que el entrenador Miller y su mujer se te llevaron. Cuando Griff había ido a la cárcel, de la noche a la mañana había pasado de ser el hombre de moda a ser un paria, y muchos detalles de su sórdido pasado habían salido a la luz. Ni el entrenador ni Ellie habían contado sus intimidades. Griff se apostaba la vida a que no. Pero un periodista carroñero del Morning News había ido escarbando hasta desenterrar la cantidad de hechos suficientes para poder enlazar todas sus especulaciones. Juntas formaban un argumento sensacional. En resumen, el reportero había supuesto que el derrumbe de Griff Burkett estaba predestinado desde su cuna, que de niño ya le habían enseñado a infringir las normas y que el delito que había cometido era predecible. Rodarte lo miró con lascivia. -Venga, dime: ¿qué sentiste al dar el golpe? Va, sé sincero. Aquí, entre tú y yo. ¿Tuviste algún remordimiento? ¿O no? Las advertencias de Wyatt Turner retumbaban en los oídos de Griff. «No le mosquees. Pon la otra mejilla.» Cosa que le parecía un consejo bastante irónico en ese preciso momento, cuando le sangraba la mandíbula y todo un lateral de la cabeza le dolía tanto que le entraban ganas de vomitar. Griff quería agarrar a Rodarte por el pelo grasiento y aplastarle la cara contra la pared de cemento del aparcamiento, una y otra vez, hasta que sus horrendas facciones quedaran pulverizadas y hechas papilla. Sin embargo, cualquier cosa que Griff hiciera se volvería en su contra, y Rodarte lo sabía. Nada le habría gustado más al cabrón aquel que ver a Griff entre rejas de nuevo el mismo día de su liberación. Griff murmuró un improperio y se dio la vuelta, pero Rodarte lo agarró por el hombro, lo obligó a mirarlo de nuevo y lo aplastó con fuerza contra la pared. -No me des la espalda, chulo de mierda. Más que el insulto en sí, el hecho de que lo maltratara de ese modo hizo que Griff se olvidara del agudo dolor y convirtió su rabia en un sentimiento tan quebradizo y frío como el cristal. Podía matar a ese cabrón. Sin problemas. Una cosa era recibir un placaje en un partido. Y otra muy distinta que Rodarte lo tocara con esas zarpas. -Quítame las manos de encima.


O su tono afilado o tal vez sus ojos telegrafiaron la furia asesina que sentía, porque Rodarte lo soltó y retrocedió varios pasos. -Te lo debía -le dijo, levantando la barbilla para señalar la mandíbula sangrante de Griff-. Por pasar de mí esta mañana. Me chupo un montón de carretera para ir a esa mierda de pueblo a celebrar que te habían soltado, y así es como me agradeces que piense en ti. -Gracias. Ya estamos empatados. Griff lo rozó al bordearlo. -Ayer mantuve una conversación muy interesante con unos ex socios tuyos. Griff se detuvo y se volvió hacia él. Rodarte dio una calada larga al cigarrillo, después lo tiró al suelo del aparcamiento y lo aplastó con la punta del pie mientras echaba el humo hacia arriba. -No hace falta que te diga más, ¿verdad? Sabes a quién me refiero. A tus antiguos socios empresariales. -¿Fueron a verte a los barrios bajos? -preguntó Griff. Rodarte se limitó a sonreír. Los tres jefes del crimen organizado: el clan de los Vista, como los llamaba Griff. A ellos era a quienes se refería Rodarte. Los hombres de los trajes de cinco mil dólares. El trío que Bill Bandy le había presentado cuando necesitaba una inyección rápida de dinero para pagar una deuda de juego considerable. El triunvirato Vista había sido más que servicial. Le habían abierto de par en par las puertas de sus despachos de lujo en el despampanante edificio que poseían en Las Colinas, con vistas al campo de golf. Y eso no había sido más que el principio. También compartieron bacanales en los salones privados de distintos restaurantes de cinco estrellas. Y viajes en jet privado a Las Vegas, las Bahamas, Nueva York, San Francisco… Limusinas. Chicas. La seducción en su forma más pura. Lo único que había rechazado había sido la droga, aunque en cualquier momento habría podido acceder a cualquier tipo, y en abundancia. -Esos tíos saben que has salido -le decía Rodarte en ese momento. Su sonrisa era peligrosa e insinuante, la sonrisa de un chacal-. No están muy contentos, la verdad. Estaban seguros de que te trincarían por cargarte a Bill Bandy. -Yo no tuve nada que ver con lo de Bandy. -Vaaaaale. Prefería morirse que seguir allí defendiendo su inocencia delante de aquel capullo. -Si vuelves a ver al clan de los Vista, les dices que se vayan a la mierda. Rodarte fingió un escalofrío. -Oooh, les va a encantar oír eso. Primero matas a su mejor corredor de apuestas… -Yo no maté a Bandy. -¿Lo ves? No creo que se lo traguen, Griff. Estabas cabreadísimo con él por haberte delatado a los del FBI. Claro que te lo cargaste. Tenías derecho, casi «obligación»… Mira, te comprendo. Y ellos también. Una rata es una rata. Si no lo hubieras liquidado tú, Bandy habría podido traicionarlos a ellos después. -Entonces, ¿de qué se quejan? -Nunca sabrán a ciencia cierta si Bandy iba a traicionarlos o no. Mientras que tú -dijo mientras golpeaba a Griff en el pecho con el dedo índice-, tú sí que les diste nombres a los del


FBI. Les diste «sus» nombres. ¿Ves el problema? Lo que piensan es que Bandy les habría sido fiel de no ser por ti. A pesar de cómo acabó todo, te culpan por joderles la operación perfecta. -Vaya, qué historia tan triste. Haciendo oídos sordos al comentario. Rodarte continuó. -Les fuiste mal para el negocio. Desde que te metieron en Big Spring, los Vista empezaron a tardar cada vez más en encontrar atletas profesionales dispuestos a colaborar en la parte sur de Estados Unidos. Todos los jugadores estaban nerviosos, tenían miedo de que, si hacían trampas, los pillaran igual que a ti. Rodarte tomó aire y, cuando volvió a hablar, su voz sonó más relajada. -El clan de los Vista, como tú los llamas con afecto, no se ha recuperado del todo de los problemas que tú les causaste. -¿Los problemas que «yo» les causé? -Griff dio rienda suelta por fin a la presión de la rabia que se había ido acumulando dentro de él-. Ninguno de ellos pasó en la cárcel ni un solo día. -Sólo porque el FBI no contaba con nada más que tu testimonio como prueba de que había una mafia detrás. -Rodarte se encogió de hombros, compungido, al pensar en las lagunas que tenían las estrategias de la policía-. Tu historia no convenció al jurado federal. Pensaron que estabas intentando despistar, señalando a otras personas para librarte tú. Volvió a golpear a Griff. -Ésa es la única razón por la que los Vista no acabaron entre rejas. Pero estuvieron a punto. Aún se acuerdan de lo cerca que estuvieron. Y todo gracias a ti. Digamos que te guardan rencor. -El sentimiento es mutuo. Venga, déjame en paz ya. Como Rodarte no se apartó, Griff intentó rodearlo. Rodarte dio un paso en la misma dirección y le bloqueó el paso. -Pero en el fondo son buenos tipos. Estarían dispuestos a dejarte entrar otra vez en el equipo… con una condición. -¿Ahora eres tú quien hace los fichajes? Rodarte hizo una mueca. -Digamos que una palabra mía podría facilitarte las cosas. -No me interesa volver a entrar en su equipo. -Todavía no me has oído. -No me hace falta. Rodarte sacudió una mota de polvo imaginaria de la solapa de la cazadora de Griff. Si ese hombre volvía a tocarlo, Griff creía que le iba a romper todos los huesos de la mano. -Hazme caso, Griff. Piénsatelo. -He tenido cinco años para pensármelo. -Entonces, ¿no vas a volver a trabajar con ellos? -No. -¿Y con la competencia? Los Vista son empresarios, en el fondo. Están nerviosos, bueno, un poco, porque no saben qué vas a hacer ahora que estás en libertad. -A lo mejor me monto un chiringuito. El ceño fruncido de Rodarte le indicó que ese chiste malo no era propio de él. -Joder, no es asunto suyo, ni tuyo, lo que hago o dejo de hacer -dijo Griff.


-Lo siento, pero los Vista no están de acuerdo. Sobre todo, si lo que haces es irte con la competencia. -Pues diles que dejen de preocuparse. No van por ahí los tiros. Hasta luego, Rodarte. Una vez más, Griff intentó escabullirse, pero Rodarte fue muy veloz y se plantó en medio de su camino. Se acercó a él y volvió a bajar la voz, esta vez convertida en un susurro conspirador: -Además, está el tema del dinero. -¿Qué dinero? -Venga ya, Griff -contestó el otro con retintín, como si se burlara-. El dinero que le robaste a Bandy. -No había dinero. -A lo mejor no había en efectivo. Pero ¿y una llave de una caja de seguridad? ¿O una cuenta bancaria en el extranjero? ¿O la combinación de una caja fuerte? O una colección de sellos… -Nada. -¡Chorradas! Rodarte le dio otro golpe a Griff en el pecho con el dedo, esta vez más fuerte, con más rabia. Griff vio las estrellas, pero a pesar de que se moría de ganas de romperle los huesos, no quería tocar a ese hombre. Un solo arañazo habría sido la provocación que Rodarte necesitaba para enzarzarse en una pelea. Y si se peleaba con Rodarte, aunque saliera ganando, pasaría la noche en la penitenciaría del Condado de Dallas. Por muy cutre que fuera su apartamento, lo prefería a una celda. -Escúchame, Rodarte. Si Bandy tenía dinero escondido, se llevó el secreto a la tumba. Te juro que yo no le robé nada. -Venga, intenta tomarme el pelo otra vez. -Rodarte volvió a empujarlo contra la pared y se acercó a él, enseñando los dientes-. Un estafador como tú no se puede ir nunca de manos vacías. Tienes gustos caros: coches, ropa, putas. Si no te has guardado una parte del dinero de Bandy, ¿cómo vas a pagarte ahora esos lujos? -No te rompas la cabeza con eso, Rodarte. Ya tengo con qué pagarlos. -¿Ah, sí? -Sí. -¿Haciendo qué? Griff no respondió, así que Rodarte dijo: -Me enteraré, y lo sabes. -Buena suerte. Ahora vete a la mierda y déjame en paz. Se aguantaron la mirada, una mirada larga y hostil. Griff tuvo que aunar todos los gramos de fuerza de voluntad que le quedaban para no darle un rodillazo a ese tío en las pelotas y dejarlo tirado. En lugar de eso, mantuvo la compostura y su mirada no parpadeó. Al final, Rodarte quitó las manos de los hombros de Griff y retrocedió un paso. Pero no iba a admitir la derrota. -Está bien, Número Diez -dijo en voz baja-. Si quieres hacerlo por las malas, por mí, perfecto. De hecho, prefiero que lo hagas así. Entonces murmuró algo, como si hiciera una promesa malévola.


Griff pasó por delante de él y ya estaba en la esquina del aparcamiento cuando Rodarte lo llamó de nuevo. -Oye, respóndeme a una cosa. -Sí, creo que eres feo. Rodarte se rió. -Muy buena. No, ahora en serio, cuando le partiste el cuello a Bandy, ¿te corriste? Sé que algunas veces pasa. -¿Qué opinas? A Laura no le hacía falta preguntar: «¿Sobre qué?». Foster y ella todavía no habían hablado de Griff Burkett, pero parecía que fuese el centro de mesa alrededor del cual estaban cenando. Su presencia entre ellos era casi tangible. Laura dejó el tenedor en la mesa y se dispuso a coger la copa de vino. Arropó la base con las dos manos y se quedó mirando fijamente el contenido de color rubí. -Mi primera impresión es que está enfadado. -¿Con quién? -Con la vida. El comedor formal, con capacidad para treinta personas o más, sólo lo empleaban para ocasiones sociales. Los primeros doce meses de su matrimonio habían dado numerosas cenas y fiestas de gala. Durante los últimos dos años, sólo habían dado una: en Navidad, para los directivos de SunSouth y sus esposas. Esa noche, como casi todas las noches, estaban cenando en el comedor familiar. Mucho más acogedor, estaba separado de la cocina, de tamaño profesional, por una puerta sencilla. El ama de llaves y cocinera llegaba todos los días a las seis de la mañana. Su última obligación era dejar la cena lista en una bandeja térmica. Como Laura había asumido la mayor parte de la carga laboral de Foster, solía quedarse en el despacho de la empresa hasta las siete y media o las ocho, de modo que cenaban tarde. Foster se negaba a cenar antes de que ella llegase a casa. Hoy la cena se había retrasado todavía más por la entrevista con Griff Burkett. Laura se había quedado sin apetito, pero Foster parecía encantado de degustar su ternera Wellington. Cortó un pedazo y lo masticó exactamente doce veces, cuatro series de tres, luego lo tragó, dio un sorbo de vino, se limpió la boca con la servilleta. -Pasar cinco años en la cárcel pondría de mal humor a cualquiera. -Creo que el señor Burkett estaría igual de enfadado en cualquier circunstancia. -¿Quieres decir que la ira forma parte de su personalidad? -Bueno, ya leíste el artículo del periódico en el que contaban cómo se crió -dijo ella-. Está claro que sus primeros años fueron una pesadilla. Pero eso no disculpa lo que ha hecho de adulto. Infringió la ley. Merecía el castigo. Es posible que mereciera más de lo que recibió. -Recuérdeme que nunca le lleve la contraria, señora Speakman. Es usted despiadada. Ella no se ofendió, porque sabía que bromeaba. -Es que no tolero a los adultos que echan la culpa de sus carencias, o incluso de sus delitos, a una infancia nefasta. El señor Burkett es el único responsable de sus actos. -Por los que ya ha pagado -le recordó su marido con amabilidad. Para suavizar la tensión, añadió-: Te prometo que haré lo que pueda para que nuestro hijo no tenga una infancia nefasta. Ella sonrió.


-Si te dejara solo, seguro que malcriarías al niño… -¿Al «niño»? -O a la niña. -Me encantaría tener una niña que se pareciera a ti. -Y yo sería muy feliz si tuviéramos un niño. Los dos mantuvieron la sonrisa, pero las palabras omitidas languidecieron en el aire, por encima de la mesa del comedor. Daba igual si era niño o niña, ninguno de ellos tendría las facciones de Foster. Podrían ser similares, pero no las suyas. Laura tomó otro sorbo de vino. -Foster… -No. -¿Por qué «no»? Si no sabes qué voy a decir. -Sí lo sé. -Señaló el plato de ella-. ¿Has terminado? Ella asintió. Él colocó el cuchillo y el tenedor en una diagonal precisa sobre el plato y dobló la servilleta al lado. Laura se levantó mientras él apartaba la silla de ruedas de la mesa. -Le pediré a Manuelo que recoja la mesa mientras voy a por el café. -Tomémoslo en el estudio. Una vez en la cocina, Laura llenó una jarra con el café, que había preparado mientras cenaban. Colocó la jarra en una bandeja con tazas y platos a juego, una jarrita con leche y un azucarero. Llevó la bandeja al estudio. Mientras tanto, Foster se lavó las manos con desinfectante. Cuando hubo terminado, guardó el frasco en un armario. Laura preparó el café de su marido y se lo ofreció. Él le dio las gracias, después esperó hasta que ella se hubo servido y sentado en uno de los confidentes de piel, con los pies encogidos debajo del cuerpo. Entonces reanudó la conversación como si no hubiera habido interrupción alguna. -Ibas a decirme que podríamos seguir una vía más convencional. Podríamos recurrir a la inseminación artificial de un donante anónimo. Eso era exactamente lo que iba a decir ella. -Si mantienen a los donantes en el anonimato es por una buena razón, Foster. Así nunca sabríamos su identidad, nunca tendríamos una imagen mental de él. El niño sería nuestro. Nunca nos dedicaríamos a estudiar sus facciones, a buscar similitudes con… con alguien a quien conocemos. -¿No te gustan las facciones de Griff Burkett? -Ésa no es la cuestión. Él se echó a reír y condujo la silla de ruedas hasta el confidente en el que estaba Laura. -Ya lo sé. Te estaba tomando el pelo. -Supongo que hoy no estoy de humor para esas cosas. -Lo siento. -Él alargó la mano y le acarició la cabeza. Pero no bastaba con eso para apaciguarla. -Probablemente sea la decisión más importante que vamos a tomar jamás. -Ya la hemos tomado. Hemos hablado de este tema miles de veces y lo hemos analizado desde todos los ángulos. Lo hemos debatido durante meses. Lo hemos hablado hasta la saciedad, y aún un poco más, y al final, hemos decidido que era el camino más adecuado para


nosotros. «Para ti», estuvo a punto de decir ella, pero no lo hizo. -Sé que estábamos de acuerdo, pero… -Pero ¿qué? -No sé. En teoría… -Dejó la frase en suspenso. Lo que funcionaba en la teoría no tenía por qué funcionar en la realidad de carne y hueso. Sobre todo cuando lo que se iba a ver afectado era «su» carne y hueso. -Sólo te pido que me des un hijo -le suplicó él mientras le acariciaba la mejilla-. Si pudiera, yo te daría los tres o cuatro hijos que habíamos planeado. Antes. «Antes.» Ahí estaba ese gigantesco adverbio. El significado de esa palabra de cinco letras caía con todo su peso sobre ellos. Era la línea divisoria de sus vidas. Antes. Foster paseó la mirada con cariño por la cara de Laura. -Todavía sueño con hacer el amor contigo. -Ya haces el amor conmigo. Él sonrió lánguidamente. -Más o menos. Pero no de verdad. -Para mí es de verdad. -Pero no es lo mismo. Ella se inclinó hacia delante y le besó con pasión en la boca; después, enterró el rostro en el cuello de su marido. Él la abrazó con amor, deslizando las manos por su espalda. Cuando Laura tenía mucho trabajo, transcurrían algunas horas en las que se olvidaba del estado de él, y de las drásticas consecuencias que había tenido en sus vidas, en su matrimonio. De repente, los mezquinos recordatorios de su condición la pillaban desprevenida, llegaban de la nada como dardos envenenados, sin previo aviso, de modo que le resultaba imposible resguardarse de ellos. En medio de una reunión, o mientras estaba en una teleconferencia, o cuando arbitraba una reunión peliaguda, de pronto recibía un dardazo, que la dejaba muda por un milisegundo antes de que se asentara el dolor. Sin embargo, las noches tranquilas en casa eran las peores. Cuando estaban solos, igual que ahora, ambos recordaban en silencio cómo era antes, cómo hacían el amor cada vez que les apetecía, riéndose de sus urgencias pasionales, desplomándose saciados y felices al terminar. Ahora ella iba de vez en cuando a la habitación en la que dormía él, en una cama adaptada como las de hospital, equipada con todos los artilugios modernos que pudieran maximizar su comodidad. Entonces se desvestía y se tumbaba al lado de Foster, con el cuerpo pegado al suyo. Se besaban. Él la acariciaba y, algunas veces, esos momentos de intimidad eran suficientes. Otras veces, ella llegaba al orgasmo, pero no era del todo placentero, porque después siempre se sentía como una egoísta. Cuando se lo confesaba a su marido, él la consolaba diciéndole que su satisfacción se derivaba de saber que todavía era capaz de darle placer físico a ella. Pero si ella se marchaba de la cama de Foster con la sensación de ser una exhibicionista, sabía que él debía de sentirse como un voyeur. Porque no era algo que los llenara mutuamente, era… bueno, como acababa de decir Foster, no era lo mismo. Casi nunca hablaban de cómo era su vida en común antes de la noche que la puso patas arriba. Los recuerdos de ese primer año juntos se disfrutaban en privado, pues ninguno de los


dos quería romperle el corazón al otro rememorándolos en voz alta. Para ella, los recuerdos eran angustiosos, pero pensaba que debían de ser todavía más terribles para Foster. Ella seguía estando entera y sana. Él no. En apariencia, Foster no albergaba resentimiento ni amargura hacia el destino o hacia Dios. Ni hacia ella. Pero ¿cómo podía no sentirlo? Foster le colocó las manos sobre los hombros y la separó con delicadeza. -¿Te han surgido dudas, Laura? ¿No te convence que utilicemos a Burkett o a otro hombre? ¿Tienes algún reparo? Si es así, nos olvidamos. ¿Que si tenía algún reparo? Tenía miles. Pero así era como Foster insistía en que se hiciera, de modo que así era como debía hacerse. -Quiero esperar a ver los resultados del reconocimiento médico. -Me prometió que lo tramitaría rápidamente y nos mandaría el resultado por correo. En cuanto le hayamos dado el visto bueno, lo quemaremos. -No creo que Burkett tenga ningún problema. Físicamente parece tan ideal como creíamos. -Y ¿qué me dices de su carácter? Ella soltó una risa burlona. -Está lejos del ideal. Lo demostró hace cinco años. -Ese delito no me importa. A lo que me refiero es a si crees que podemos contar con su discreción. -Considero que el dinero será un buen incentivo para que guarde nuestro secreto. -Le dejé las condiciones tan claras como pude. Le había explicado a Griff Burkett que no podría reclamar la paternidad del niño en ningún momento, ni ponerse en contacto con ellos, ni reconocer su existencia. Si Griff cumplía esas condiciones, recibiría un millón de dólares al año. Burkett le había preguntado: -¿Durante cuánto tiempo? -Durante el resto de su vida. Él había dirigido una mirada incrédula a ambos miembros de la pareja. -¿En serio? -En serio. Contemplándolos como si estuviera delante de dos dementes, añadió: -¿Tan importante es para ustedes tener un hijo y mantener en secreto su concepción? La pregunta sonó como el preludio de una extorsión. A Laura no le habría extrañado que en ese momento él hubiese pedido el doble de lo que le ofrecían. Sin embargo, cuando Foster contestó: -Sí, tan importante es para nosotros. Burkett chasqueó la lengua y meneó la cabeza, como si le pareciera inconcebible un deseo así. Era evidente que él nunca había ansiado nada con tantas ganas ni había sentido tanto apego por nada. Ni siquiera por su carrera profesional. -Bueno, no es que yo quiera tener un hijo -reconoció-. De hecho, desde la pubertad he tenido un montón de cuidado para asegurarme de que no tenía ninguno. Así que pueden olvidarse de la preocupación de que yo me presente algún día a reclamar que es mío. O mía dijo, dirigiendo esas últimas palabras a Laura.


-Y ¿qué me dice del tema de la confidencialidad? -preguntó Foster. -No se preocupe. Lo he entendido. Mantendré el pico cerrado. Si nos encontramos alguna vez por casualidad, hago como si no los viera y paso de largo. Por un millón de dólares al año, puedo tener problemas de memoria. Así de fácil. -Chasqueó los dedos-. Sólo una cosa. -¿Qué? -¿Qué ocurre si usted… si yo le sobrevivo? -Laura seguiría cumpliendo el pacto. -¿Y si ella no estuviera? Era una pregunta para la que no se habían preparado. Nunca se les había ocurrido que él pudiera vivir más que ambos. Foster y Laura se miraron, y ella supo que estaban pensando lo mismo. Si Griff Burkett los sobrevivía a los dos, dejarían a su hijo y heredero en una posición vulnerable para la extorsión, tanto económica como emocional. Habían acordado que el niño nunca supiera cómo había sido engendrado. Dejarían que su hijo pensara, igual que todos los demás, que Foster era su padre. -No nos habíamos planteado esa posibilidad -admitió Foster. -Bueno, pues ahora que se me ha ocurrido a mí, necesitamos resolverla. Laura dijo: -Para cuando llegue ese momento de la vida, ya será usted más que rico. -Ustedes ya son más que ricos -contraatacó Griff-. Y no por eso firmarían un contrato que dejara una contingencia tan importante como ésa sin resolver. ¿O me equivoco? Tenía razón, pero ella no estaba dispuesta a dársela. -Supongo que con el tiempo se nos ocurrirá algo. -No, no. Nada de «con el tiempo». Ahora. -Tiene razón, Laura. Es primordial hacerlo en el momento oportuno. Yo soy la prueba de que nuestras vidas pueden cambiar en un suspiro. Es mejor que resolvamos esa cuestión ahora, en lugar de dejarla en el aire. -Foster reflexionó durante un momento y luego dijo-: Por desgracia, todas las soluciones que se me ocurren requieren documentación, y es esencial que prescindamos de ella. -Extendió los brazos con las palmas hacia arriba-. Griff, va a tener que confiar usted en que logremos encontrar una solución plausible o… -¿Cuándo? -Le daré máxima prioridad al tema. Burkett frunció el entrecejo, como si no le pareciera lo bastante rápido. -¿Cuál es la otra opción? -O, lo que intuyo de sus palabras, es que sería motivo para romper el contrato. Laura se dio cuenta de que el hombre no necesitaba mucho tiempo para pensar. -Está bien, confiaré en que van a encontrar alguna solución. Al fin y al cabo, ustedes también están poniendo su confianza en mí, y eso que soy un delincuente. -Me alegro de que haya sido usted quien lo haya dicho, señor Burkett. Laura había hablado sin pensar, pero no se arrepentía de haberlo dicho. Él necesitaba que le recordaran que el riesgo que ellos asumían era mucho mayor que el que corría él. Burkett se limitó a mover los ojos, pero ella notó que su rabia impactaba con los suyos cuando se encontraron. -Se refiere a que así no tiene que hacerlo usted -dijo-. Así no tiene que hacer constar que, si alguien no es digno de confianza en esta habitación, soy yo.


-Laura no pretendía ofenderle, Griff -intervino Foster. Sin dejar de aguantarle la mirada, Griff dijo: -No, claro que no. No me ha ofendido. Pero ella sabía que no lo decía de corazón, igual que él sabía que ella sí quería ofenderlo con lo que había dicho. -El riesgo por ambas partes es inherente a cualquier intercambio empresarial -dijo Foster con la voz de la experiencia. También era un mediador excelente, que siempre trataba de evitar el enfrentamiento antes de que la situación se le fuera de las manos-. Creo que es positivo que el riesgo sea mutuo. Así las dos partes tienen una parcela de vulnerabilidad y todo el mundo cumple la palabra. -Se dirigió a Laura-: ¿Algo más? Ella negó con la cabeza. -Estupendo -dijo él mientras daba tres palmadas sobre los brazos de su silla-. Pues sellemos el trato con un apretón de manos. Volviendo al presente, Foster comentó: -Le dijiste que te pondrías en contacto con él dentro de dos semanas, ¿verdad? -Estudiaré el ciclo menstrual, me tomaré la temperatura todas las mañanas, con la esperanza de saber qué día voy a ovular. -Y ¿cuánto tardarás después en saber si estás embarazada? -Otras dos semanas. -Me da vértigo pensar en ese momento. -Pues más vértigo te dará cuando tenga que hacer pis en un palito para que se ponga de color rosa. O azul. O del color que tenga que ponerse. Entre risas, Foster la besó de forma sonora y después, por acuerdo tácito, se dirigieron al ascensor que había escondido discretamente detrás del hueco de la escalera. -Te hago una carrera. A ver quién llega antes arriba -dijo él mientras introducía la silla de ruedas en el cubículo metálico. Ella subió la escalera curvada a paso ligero y estaba en la planta superior, esperándolo, cuando él llegó. -Siempre ganas tú -refunfuñó él. -Estas carreras me mantienen en forma. -Y que lo digas. -Foster alargó la mano y le dio un cachete en el trasero. Al oír que se acercaban, Manuelo abrió la puerta desde el interior del dormitorio de Foster. -¿Podemos saltarnos la terapia esta noche? -preguntó Foster. El sirviente sonrió y se encogió de hombros, para indicar que no entendía la pregunta-. Está fingiendo. Lo sé. Sabe perfectamente que le hablo de la terapia a la que me somete y sabe lo mucho que me cansa. Cogió a Laura de la mano con fuerza-. Vamos, Laura, te cambio el puesto. Por favor. -Oye, a mí también me espera una velada difícil. Tengo que repasar el contrato del sindicato otra vez. Pero luego iré a arroparte. Le dio un beso fugaz en los labios y se alejó por el amplio pasillo hacia su despacho. Sin embargo, una hora más tarde, cuando fue al dormitorio de Foster, Manuelo ya había hecho todo lo que hacía falta. Había corrido las cortinas. Había puesto el termostato a la temperatura que Foster prefería. Había dejado una jarra de agua con hielo y un vaso en la mesita de noche. El botón de llamada de emergencia estaba al alcance de su mano. Foster


dormía, con un libro apoyado en el regazo. Laura apagó la lamparita y durante un buen rato permaneció sentada a oscuras, en la silla que había junto a la cama, escuchando la respiración de su marido. Foster no se movía, y Laura se alegró de que fuera capaz de dormir tan bien. Al final, se marchó y regresó sola a la cama que solían compartir. Ojalá consiguiera dormir igual de profundamente.


Capítulo VII A la mañana siguiente, Griff tenía molestias en la espalda por haber dormido en aquel colchón tan blando, que se hundía en el centro. Se negaba a reconocer que el dolor crónico era consecuencia de los trece años de recibir palos en los placajes, desde el instituto hasta su etapa con los Cowboys. El hombro derecho también le molestaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. A lo largo de su trayectoria como jugador, se había roto cuatro dedos, y uno de los meñiques se le había fracturado dos veces por el mismo sitio. La segunda vez no se había molestado en que se lo entablillaran, de modo que el dedo se soldó en mala posición y ahora lo tenía torcido. Otra serie de variados contratiempos y dolencias hacían que levantarse de la cama por las mañanas fuera un proceso lento. Mientras recordaba con placer el calor de las sábanas perfumadas y sedosas de Marcia, fue renqueando hacia la tristona cocina, hirvió el agua para el café instantáneo, se preparó una tostada y la tragó con ayuda de un vaso de leche para quitarse de la boca el sabor amargo de ese sucedáneo de café. Para no olvidarse, llamó al agente de la condicional que tenía asignado. Antes, la voz del contestador de Jerry Arnold le había dado la impresión de que era un hombre bastante amable, y ahora, su voz en directo sonaba todavía más amistosa y menos amenazadora. -Sólo llamaba para asegurarme de que ha oído el mensaje que le dejé ayer -dijo Griff después de intercambiar los saludos y preguntas de rigor. -Claro que sí, pero deje que le repita la información, para asegurarme de que lo he anotado bien. -Recitó la dirección y el número de teléfono que Griff le había dado. -Exacto. -¿Qué tal el tema laboral, Griff? ¿Le ha salido algo ya? -Hoy me encargaré de eso. -Bien, bien. Infórmeme si hay algún avance. -Así lo haré. -Bueno, ya conoce las pautas de la libertad condicional, así que no le aburriré enumerándolas de nuevo. -Las tengo grabadas en el cerebro. No quiero volver a la cárcel. -Y yo no quiero que vuelva. -El funcionario vaciló y luego dijo-: Vaya pedazo de jugador era, Griff. Verlo era todo un espectáculo. -Gracias. -En fin, buena suerte. Una vez cumplida la tarea, Griff se dirigió a la ducha. En el cemento blanco de las juntas de las baldosas crecía una cosa negra y peluda, pero, para su sorpresa, comprobó que el chorro de agua caliente era abundante. Se vistió deprisa pero con cuidado, eligiendo las mejores prendas de entre las que Wyatt Turner le había dejado en el armario del apartamento. Apuntó mentalmente que tenía que preguntarle a su abogado dónde estaba almacenado el resto de sus cosas y cómo podía ir a recuperarlo todo. Entonces se acordó de que, si los Speakman cumplían con su parte del trato y le pagaban


lo prometido, podría comprarse ropa nueva. Ese pensamiento hizo que su estómago saltara de alegría y anticipación. Sin embargo, hasta las dos del mediodía no sabría si todo iba a ir según lo acordado. Mientras tanto, tenía otros asuntos que atender. Entró en una clínica médica en la que no hacía falta pedir cita previa a las ocho y media de la mañana y tardó menos de una hora en salir. -¿A partir de cuándo puedo pasar a buscar los resultados? -Tardan de tres a cinco días. -Que sean tres -dijo él mientras le guiñaba un ojo a la enfermera y le dedicaba su mejor sonrisa. Ella sonrió como una bobalicona y le prometió que lo intentaría. Estaba claro que no había seguido los partidos de fútbol de los Cowboys. Desde la clínica fue directo a una biblioteca pública de barrio: la que quedaba más cerca de su antigua dirección en Turtle Creek. Dudaba que hubiera bibliotecas en las inmediaciones de su apartamento actual, dudaba incluso de que muchos de los residentes de la zona supieran leer. Cuando llegó a la biblioteca descubrió que no abrían hasta las diez. Un remolino de niños pequeños y madres jóvenes (joder, ¿por qué tenían que ser tan guapas las madres jóvenes?) se había congregado junto a las puertas y esperaba a que abrieran. Tanto las madres como sus hijos se lo quedaron mirando con curiosidad. Con su metro noventa y cinco de altura, se alzaba como una torre por encima de todos ellos. El corte y el hematoma que llevaba en la mejilla, gentileza de Rodarte, también les llamó la atención, cosa que lo hizo sentir especialmente fuera de lugar entre los participantes de la Actividad Matutina del Jueves en la Biblioteca. En cuanto abrieron las puertas, las madres se arracimaron con sus hijos en un rincón alejado mientras él se acercaba al mostrador de información. La bibliotecaria sonrió con amabilidad y le preguntó en qué podía ayudarle. -Necesito usar el ordenador. Y es probable que tenga que echarme una mano. Cinco años de avances en tecnología informática equivalían a una eternidad. Pero la bibliotecaria le enseñó con paciencia cómo podía conectarse a Internet y navegar por Google, y no tardó en verse metido hasta las cejas en documentos con información sobre la compañía aérea SunSouth y, más concretamente, sobre su dueño. En primer lugar, buscó datos generales acerca de los orígenes de Foster Speakman. Ya en la década de 1920, desde la generación de su tatarabuelo, su familia había amasado una gran fortuna con el petróleo y el gas natural. Como único heredero, Foster recibió millones y millones además de inmensas parcelas de terreno en Nuevo México, Colorado y Alaska. Hizo un máster en dirección de empresas en la facultad de Empresariales de Harvard y destacó como jugador de polo. Recibió numerosos reconocimientos y premios de grupos de empresarios y de voluntarios por su contribución a la comunidad. Los analistas económicos laureaban su valiente adquisición y relanzamiento de la compañía aérea. Si hubiera jugado al fútbol, Speakman habría sido quarterback titular en los campeonatos de la Super Bowl y habría sido votado como mejor jugador del año. Él y su mujer (no Laura, sino la anterior señora Speakman) aparecían en varias fotografías de distintos actos caritativos y sociales. Una de las fotos acompañaba a un artículo


de Forbes y mostraba a Foster de pie, alto y orgulloso, delante de un avión de SunSouth, con los brazos cruzados sobre el pecho y aspecto de acabar de conquistar el mundo. Parecía robusto y fuerte. Cosa que significaba que en algún momento entre el día en que había comprado la compañía, hacía unos años, y ahora, se había quedado parapléjico. ¿Por una enfermedad? ¿Por una desgracia? Mientras barajaba las posibilidades, Griff se topó con el extenso obituario de Elaine Speakman. Había muerto después de una valerosa y larga batalla contra la leucemia. El matrimonio no había tenido hijos. El viudo se había casado con Laura Speakman un año y cinco meses después de la muerte de Elaine. Foster y Elaine habían ocupado un lugar visible en la prensa, pero Foster y la segunda señora Speakman aparecían en los periódicos casi a diario, cosa que explicaba su alusión a que eran «famosos». Entonces fue cuando Griff encontró lo que andaba buscando. Un año y setenta días después de su segunda boda, las vidas de Foster y Laura Speakman habían dado un vuelco irrevocable. El relato aparecía en la portada de The Dallas Morning News, con un titular impactante y una fotografía muy gráfica. La noticia no había llegado a Big Spring. O si lo había hecho, Griff no la había leído. O si la había leído, se había olvidado de ella porque no le atañía ni le resultaba en absoluto interesante. Griff leyó dos veces la noticia. Había numerosos enlaces a otros temas relacionados. Los leyó todos y, después, a través del icono para regresar al punto anterior, volvió al relato inicial y lo releyó. Y, cuando por tercera vez se topó con esa frase esclarecedora, que tantas cosas explicaba, se reclinó en la silla y dijo: «Vaya». El barrio era agradable. A diferencia del vecindario en el que se había criado, aquí no había persianas rotas ni mosquiteras enrolladas en las puertas de madera envejecidas de las casas. El césped de todos los jardines estaba bien cortado, los setos podados y los parterres de flores muy cuidados. Los aros de las canastas tenían mallas de verdad, y sí había algo acumulado en los caminos que conducían a las casas, eran bicicletas relucientes y tablas de skateboard, no coches desvencijados y apoyados sobre unos ladrillos. Aunque este vecindario tenía veinte años menos, desprendía la misma sensación «familiar» que aquel en el que vivían el entrenador y Ellie Miller. Donde él también había vivido desde el día en que el entrenador lo había sacado de la destartalada guarida de su madre. El entrenador había contactado con los Servicios de Protección de Menores y había realizado todos los requisitos legales, que resultaban incomprensibles y aburridísimos para Griff, quien entonces tenía quince años. Supuso que el entrenador se había presentado como padre de acogida o tutor. Fuera como fuese, el caso es que él se quedó en casa de los Miller hasta que terminó el instituto y entró como jugador de fútbol a la Universidad de Texas. Localizó la dirección que buscaba y pasó con el coche por delante de la casa lentamente, para estudiarla bien. A ambos lados de la puerta principal había un macetero de flores blancas. Por encima de la valla del patio trasero Griff entrevió la parte superior de un tobogán para la piscina. Había dos niños pasándose una pelota en el jardín delantero. Tenían edad suficiente para desconfiar de los desconocidos, así que miraron a Griff con sospecha cuando éste


aminoró la marcha delante de ellos. Continuó hasta el final de la manzana y dobló la esquina. Se dio cuenta de que tenía las palmas empapadas de sudor por la aprehensión. Se enfadó consigo mismo por esa reacción física. ¿Por qué le sudaban las manos, joder? Tenía tanto derecho como cualquier otro a pisar aquellas calles bien conservadas. Las personas que vivían allí no eran mejores que él. Sin embargo, había sentido la misma ansiedad el día en que el entrenador Joe Miller había entrado en el camino que conducía a su casa y había dicho: «Aquí es». Griff había observado la vivienda, con el felpudo de bienvenida delante de la puerta y la esplendorosa hiedra que trepaba por un enrejado, y se había sentido tan fuera de lugar como un pulpo en un garaje. Ése no era su sitio. Pero preferiría morir a confesar que se sentía inferior. Con resentimiento y arrastrando los pies, había seguido al entrenador escaleras arriba y había atravesado la puerta principal. -¿Ellie? -Estoy aquí. Griff había visto a la esposa del entrenador en los partidos. De lejos no estaba mal, pensó. Pero nunca se había parado a pensar demasiado en ella. La mujer se dio la vuelta para mirarlos cuando entraron en la cocina. Llevaba rulos en el pelo y unos guantes de goma amarillos para fregar. -Mira, éste es Griff -dijo el entrenador. Ella le sonrió. -Hola, Griff. Soy Ellie. Griff mantuvo el entrecejo fruncido como diciendo: «¡A mí qué coño me importa!», para que no adivinaran que su corazón latía más fuerte que antes de un partido de cuartos de final, con la esperanza de que no oyeran cómo le hablaba el estómago. Había echado un vistazo a la puerta abierta de la alacena. Salvo en el supermercado, nunca había visto tanta comida junta almacenada en el mismo sitio. En la encimera de la cocina había un pastel con la superficie crujiente y unas gotas de jarabe de cereza por encima. El aroma hacía salivar a Griff. El entrenador anunció: -Va a quedarse con nosotros una temporada. Si la noticia sorprendió a Ellie Miller, lo disimuló muy bien. -Ah, bueno, vale -contestó-. Bienvenido. Y ya que estás, ¿puedes echarme una mano, Griff? El pastel ha goteado una barbaridad dentro del horno. Iba a quitar las bandejas para limpiarlo antes de que se enfríe, pero con estos guantes no puedo, porque se derretirían si toco las bandejas calientes del horno. Verás unos agarradores en el primer cajón. Como no sabía qué hacer, Griff cogió los agarradores y sacó las bandejas del horno. Y así, sin más ceremonias, fue como entró en casa de los Miller y en sus vidas. Siempre imaginó que el entrenador y Ellie se habían planteado la posibilidad de acogerlo antes de que el entrenador fuera a buscarlo aquella mañana. Porque cuando le condujeron a su habitación, era un dormitorio preparado para un chico adolescente. Tenía una cama grande con una colcha roja y blanca y la imagen de la mascota del equipo del instituto estampada: un vikingo con expresión feroz. Había otros objetos relacionados con el deporte colgados de la pared. -Aquí está el armario. Avísame si necesitas más perchas. -Ellie desvió la mirada hacia la reducida bolsa deportiva que había llevado consigo Griff, pero no comentó las pocas cosas que


suponía que tendría dentro, las pocas cosas que poseía-. Puedes guardar las camisetas dobladas en este cajón. Y si necesitas que te lave algo, mételo en el cesto de la ropa sucia, en el cuarto de baño. Ay, qué despiste, no te he enseñado el baño. Estaba tan limpio que Griff tenía miedo de orinar en la taza. Fueron los tres juntos al centro comercial Sears para que Ellie pudiera «comprarse unas cosillas», pero en realidad volvieron a casa con un montón de ropa nueva para él. Nunca había comido platos como los que cocinaba Ellie, incluido el pastel que tomaron de postre aquella noche. Nunca había estado en una casa que oliera tan bien, que tuviera libros en las estanterías y cuadros en las paredes. Sin embargo, de la experiencia de limpiar el horno había aprendido que esas cosas no se conseguían gratis. Se esperaba que hiciera algunas tareas. Como nunca le habían pedido que moviera un dedo en casa salvo para apartarse de en medio cuando había un hombre en el dormitorio con su madre, Griff pensó que tardaría un tiempo en acostumbrarse a esa faceta de la vida familiar. Los reproches de Ellie siempre eran amables y generalmente incluían una parte de autoinculpación. -Esta mañana te has olvidado de hacer la cama, Griff. ¿O es que me olvidé de decirte que no cambiamos las sábanas hasta el viernes? O: -Mañana no podrás ponerte esa camiseta que tanto te gusta, Griff, porque estaba debajo de la cama y no la he encontrado hasta después de haber hecho la colada. Asegúrate de dejarla en el cubo de la ropa sucia la próxima vez, ¿de acuerdo? El entrenador era menos sutil: -¿Has terminado de hacer el trabajo de historia? -No. -¿No tenías que entregarlo mañana? Lo sabía perfectamente. Uno de los entrenadores suplentes era el profesor de historia de Griff. -Sí, luego voy a hacerlo. El entrenador apagó la televisión. -Claro que vas a hacerlo. Ahora mismo. Cada vez que le amonestaban, Griff murmuraba entre dientes que se marcharía de allí. Estaba más que harto de sus órdenes. Haz esto, haz lo otro, limpia esto, saca aquello. Sólo los pringaos iban a misa los domingos, pero ¿le habían dejado otra opción? No, se daba por supuesto. Y ¿qué importaba si el coche estaba limpio o si el césped estaba bien cortado? Sin embargo, nunca llevó a la práctica ninguna de esas amenazas de fuga. Además, sus farfullos solían pasan inadvertidos. Ellie hablaba más alto que él mientras Griff maldecía y el entrenador se limitaba a darse la vuelta o a marcharse de la habitación. El entrenador tampoco le ponía las cosas fáciles durante los entrenamientos. En todo caso, se las ponía todavía más difíciles, como si quisiera demostrar al resto de los jugadores que Griff no era especial a sus ojos sólo porque se alojara bajo el mismo techo que él. Una tarde, todavía enfadado porque le habían prohibido ver la televisión la noche anterior, Griff no colaboró en absoluto durante el entrenamiento. No le pasó ni una sola pelota a los de su equipo. Los jugadores ofensivos tenían que correr y quitarle el balón de las manos


porque él no se molestaba en acercársela a los demás. Dejó caer un lanzamiento. El entrenador lo observaba con atención. A pesar de tener el ceño fruncido, no le pitó, ni le sacó una tarjeta, ni lo retiró del campo. No obstante, al final del entrenamiento, cuando todos los demás se dirigían a los vestuarios, el entrenador le mandó que se quedara allí. Colocó un muñeco que imitaba a un bloqueador a treinta yardas de él y le lanzó la pelota de fútbol a Griff. -Dale. Griff tiró la pelota con el mismo esfuerzo que había invertido en el resto de la práctica y no le dio al muñeco. El entrenador se lo quedó mirando. -Vuelve a intentarlo -le mandó mientras le lanzaba otra pelota. Falló otra vez. El entrenador le lanzó una tercera bola. -Dale al puñetero muñeco. -Tengo un mal día. ¿Se puede saber qué pasa? -Lo que pasa es que eres un niñato. Griff lanzó la pelota con todas sus fuerzas, directa al entrenador. La bola rebotó sobre su pecho cuadrado. Griff se dio la vuelta y se dirigió a los vestuarios. Cuando el entrenador lo agarró del hombro y le hizo darse la vuelta, el casco estuvo a punto de caérsele al suelo, junto con la cabeza. Antes de que Griff se recuperara del zarandeo, el entrenador le plantó la mano grande y enguantada en el centro del pecho y lo empujó. El chico aterrizó de culo. El dolor se le extendió desde la rabadilla y subió por toda la columna vertebral, hasta llegarle directamente al cerebro. Le dolía tanto que contuvo la respiración mientras las lágrimas le anegaban los ojos. Llorar le mortificaba más que verse tirado en el suelo. -¡No me das miedo! -le gritó al entrenador. -¿Vas a prestarme atención ahora? -¿Por qué no la tomas con otro para variar? Hoy Phillips ha fallado diez de diez. Y no he visto que lo hagas chutar hasta que meta alguna entre los palos. ¿Cuántas veces dejó caer la bola Reynolds en el último partido? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Por qué no le tocas las narices a él? ¿Por qué siempre me las tocas a mí? -¡Porque Phillips y Reynolds no tienen talento! -Parecía que el entrenador había empleado todo el aire en ese rugido. Su voz sonó mucho más suave cuando añadió-: Y tú sí. Se secó el sudor de la frente con el reverso del dedo pulgar. Miró hacia otro lado y después de nuevo hacia Griff, que seguía sentado en el polvo porque la rabadilla le dolía tanto que no podía levantarse. El entrenador le dijo: -Ningún otro jugador de este equipo, ningún otro jugador de esta escuela, ni ningún otro de las escuelas rivales, tiene un talento equiparable al tuyo, Griff. Y lo estás desperdiciando, compadeciéndote y cargándote una losa sobre los hombros sólo porque tu madre era una fresca. Hasta ahora has tenido una vida dura, no voy a negarlo. Pero si dejas que eso arruine el resto de tu existencia, ¿de quién será la culpa? ¿A quién escupirás? A ti mismo, ésa es la respuesta. »Puede que no me tengas miedo, pero te cagas de miedo ante ti mismo -añadió llenando el espacio que había entre ambos con el dedo-. Porque, aunque te pese, eres mejor que los dos


que te hicieron. Eres listo y guapo. Tienes más habilidades atléticas innatas que cualquier otro jugador que yo haya visto. Y gracias a todas esas cualidades, puedes llegar a algo. »Y eso es lo que te asusta, porque si llegaras lejos, no podrías recrearte en tu puñetera autocompasión. No podrías odiar al mundo y a todos sus habitantes por las malas cartas que te han tocado en la partida. No tendrías excusa para ser tan egocéntrico y tan egoísta, para ser el pringado total y absoluto que eres. Cuando hubo terminado el sermón, se quedó mirando a Griff un instante más, después se dio la vuelta, irritado. -Si tienes huevos, ponte la camiseta mañana y esfuérzate al máximo. Y si no, desaparece de mi equipo. Griff fue al entrenamiento al día siguiente y todos los días posteriores, y esa temporada consiguió llevar al equipo al campeonato estatal, igual que los tres años sucesivos. Ni el incidente ni la charla del entrenador volvieron a mencionarse. Pero Griff no las había olvidado, y sabía que el entrenador tampoco. Su relación mejoró. Aunque tenía altibajos porque Griff ponía a prueba constantemente al entrenador y a Ellie para ver hasta dónde podía llegar antes de que se hartaran de él y lo echaran de una patada. Cuando desafió el toque de queda una noche y volvió a casa una hora y media tarde, no lo echaron de su hogar, pero el entrenador le impuso el peor castigo imaginable: le hizo esperar dos meses después de haber cumplido los dieciséis años para sacarse el carnet de conducir. Insistían en que invitara a sus amigos a casa, pero Griff nunca lo hacía. No estaba acostumbrado a socializar y entablar amistad, y en el fondo no lo deseaba. Siempre rechazaba las invitaciones de sus compañeros de clase. Tarde o temprano, la gente lo dejaba tirado, así que ¿por qué tomarse la molestia? A largo plazo, era mucho mejor preocuparse de uno mismo. Algunas veces, pillaba a Ellie mirándolo con pena y sabía que se preocupaba mucho por él, aunque nunca lo dijera en voz alta. Tal vez presintiera, incluso en esa época, que lo peor aún estaba por llegar. Las cosas iban bastante bien. Pero entonces, a principios del curso previo a la entrada en la universidad, un incidente ocurrido en los vestuarios hizo que expulsaran a Griff del instituto durante tres días. No había sido una pelea justa: Griff contra cinco atletas, tres jugadores de fútbol y dos del equipo de baloncesto. Cuando los entrenadores suplentes los separaron, dos de los chicos tuvieron que entrar corriendo en urgencias, uno de ellos con la nariz rota, y el otro con el labio inferior partido, que le cosieron con varios puntos. A los otros tres les sangraba la nariz y tenían hematomas en el torso, pero no requerían hospitalización. Griff, el instigador de la pelea en apariencia sin motivo, apenas acabó con algunos arañazos y un ojo morado. -No tenemos otra opción, entrenador Miller -le dijo el director del centro al entrenador cuando le entregó a Griff-. Dé gracias a que los padres de los otros chicos han preferido no poner una denuncia por agresión. Podrían haberlo hecho -añadió mirando a Griff. El entrenador se lo llevó a casa, lo hizo pasar por delante de una impertérrita Ellie, y lo confinó a su dormitorio durante los tres días de expulsión. La noche del segundo día, el entrenador entró en su cuarto sin avisar. Griff estaba tumbado bocarriba en la cama, lanzando al aire distraídamente una pelota de fútbol americano.


El entrenador acercó la silla del escritorio y la colocó con el respaldo hacia delante. -Hoy me he enterado de algo muy interesante. Griff continuó jugueteando con la pelota, con los ojos fijos en ella y en el techo que tenía encima. Prefería que se le pudriera la lengua a preguntarle algo. -Me lo la dicho Robbie Lancelot. Griff apretó la pelota de fútbol contra el pecho y volvió la cabeza hacia el entrenador. -Robbie me pidió que te diera las gracias por lo que hiciste. Y sobre todo, por no decir nada. Griff permaneció callado. -Supuso que yo estaba al corriente de lo que sea que no quieres contarme. Ahora te pido que me lo cuentes. Griff agarró con fuerza la pelota de fútbol entre sus robustos dedos, estudió las costuras, evitando mirar a la cara al entrenador. -Griff. Dejó caer la pelota. Suspiró. -¿Cuánto pesa Lancelot? ¿Cincuenta y cinco kilos? Es un empollón, un pavo. Un pringao, ¿sabes? La gente se copia de él en los exámenes de química, pero aparte de eso… Miró al entrenador, que asintió para indicar que lo entendía. -Yo había terminado de entrenar con las pesas y fui al vestuario. Oí que había mucho jaleo en las duchas. Esos cinco tíos tenían a Robbie acorralado en un rincón. Le habían quitado la ropa interior. Él estaba allí de pie, desnudo, y le obligaron a… Ya sabes. A meneársela. Le decían cosas como: «Venga, Lancelot, enséñanos la lanza». «Qué pena que no tengas la lanza tan grande como la cabeza.» Cosas así. Volvió a mirar al entrenador y después desvió la mirada. -Estaba llorando. Le moqueaba la nariz. Tenía la polla… A ver, se la meneaba con todas sus fuerzas, pero… no reaccionaba. -Vale. -Lo estaban machacando. Así que me metí entre ellos y lo saqué del rincón, lo acompañé a su taquilla, le dije que se vistiera y se limpiara la nariz, joder, y que saliera pitando de allí. -Y luego volviste para darles una tunda a sus agresores. -Bueno, lo intenté -murmuró Griff. El entrenador se lo quedó mirando unos segundos, después se puso de pie, devolvió la silla a su lugar, junto al escritorio, y se dirigió a la puerta. -Ellie dice que la cena estará lista dentro de media hora. Será mejor que te asees. -¿Entrenador? Se dio la vuelta. -No se lo digas a nadie, ¿vale? Sólo me queda un día más de castigo y… se lo prometí a Lancelot. -No se lo diré a nadie, Griff. -Gracias. Hasta ahora, Griff no había olvidado la expresión del rostro del entrenador cuando salió de su habitación aquella noche. Nunca fue capaz de definirla, pero sabía que había pasado algo importante, que cierta conexión se había transmitido entre ambos. Que él supiera, el entrenador nunca había traicionado su confianza y había guardado el secreto sobre el


incidente. A estas alturas ya había dado la vuelta a toda la manzana y, por segunda vez, se acercó a la casa con las flores blancas a ambos lados de la puerta principal y la piscina con el tobogán en la parte posterior. Ya había perdido bastante el tiempo. O ahora o nunca. Los dos chicos de la pelota de fútbol seguían haciendo pases cuando Griff aparcó en la curva y se bajó del coche.


Capítulo VIII Los chicos dejaron de jugar y se detuvieron a mirar cómo Griff se acercaba a ellos. -Eh -los saludó. -Eh -contestaron al unísono, muy cautelosos. -¿Es ésta la casa de Bolly Rich? -Está dentro -respondió el más alto de los dos-. Es mi padre. -¿Cómo te llamas? -preguntó Griff. -Jason. -Juegas al fútbol? Jason asintió con la cabeza. -¿En qué posición? -Soy quarterback. -¿Sí? -Del segundo equipo -confesó Jason con timidez. -¿Te gustaría jugar en el primer equipo? Jason miró a su amigo y luego otra vez a Griff. -Claro. -Pásame la bola. Una vez más, Jason consultó a su amigo con la mirada y después le pasó la pelota de fútbol americano a Griff, pero manteniéndose a un brazo de distancia. -Es que la tiro muy floja. Griff sonrió al oír esa expresión tan familiar para referirse a los lanzamientos lentos y con poca fuerza. -Sí, a todos nos pasa de vez en cuando, pero puedes evitarlo. -Cogió la pelota con la mano derecha y apretó los dedos contra las costuras-. ¿Lo ves? Extendió los brazos para que Jason y su amigo observaran bien la pelota. -Hay que mantener las yemas de los dedos en tensión como si intentaras quitarle el aire a la pelota. Así, cuando la sueltas… -Indicó con un gesto al amigo de Jason que se pusiera a correr para coger el pase. El niño le obedeció de buena gana y Griff volvió a apoyar la mano en la pelota-… consigues más control, más puntería y más velocidad. Lanzó la pelota. Salió disparada en línea recta y segura. El niño la atrapó y golpeó el suelo. Griff levantó el pulgar para reconocer su logro y luego se dirigió a Jason. -Una bala en lugar de una bola floja. Jason levantó la mano para protegerse los ojos del sol. -Eres Griff Burkett. -Exacto. -Tenía un póster tuyo en la habitación, pero mi padre me dijo que lo quitara. Griff ahogó una risa. -No me sorprende. -¿Griff? Se dio la vuelta. Un hombre delgado con pantalones cortos anchos, una camiseta


agujereada y unas zapatillas de deporte viejas acababa de abrir la puerta principal y estaba plantado en la entrada de la casa, entre los dos maceteros. Lo vio más calvo, pero las gafas eran las mismas que Griff recordaba de la última vez que Bolly lo había entrevistado. -Hola, Bolly. -Bajó la mirada hacia el chaval-. Sigue practicando, Jason. El muchacho asintió con respeto. Entonces Griff se acercó a Bolly y le extendió la mano. El hombre tuvo la delicadeza de aceptar el apretón de manos (después de un par de segundos de duda). Sin embargo, los ojos que había detrás de la montura de metal no brillaban precisamente de alegría al ver al hombre más odiado de Dallas en la puerta de su casa. -Creo que Jason tiene potencial, puede llegar a ser bueno… Bolly asintió abstraído, intentando recuperarse aún de la conmoción. -¿Qué haces aquí, Griff? -¿Podría robarte un par de minutos? -¿Para qué? El hombre miró por encima del hombro hacia los dos niños, que observaban el intercambio de frases con suma atención. Retomando la conversación, Griff le dijo: -Te prometo que no me fugaré con la cubertería de plata de la familia. El periodista deportivo dudó durante unos segundos más, pero después entró en la casa y le indicó a Griff que lo siguiera. Una vez dentro, Bolly lo condujo por un corto pasillo hasta llegar a una habitación compacta y forrada de madera. Las estanterías estaban repletas, casi rebosantes, de recuerdos deportivos. Las fotografías enmarcadas de Bolly con atletas de élite ocupaban prácticamente todo el espacio libre de las paredes. En un rincón había un escritorio desordenado, en el que destacaban un teléfono y un ordenador. El monitor estaba encendido. El salvapantallas mostraba unos fuegos artificiales que estallaban en un silencio multicolor. -Siéntate donde encuentres un hueco -le dijo Bolly mientras se apretujaba al otro lado del escritorio. Griff apartó un montón de periódicos de la única otra silla que había en la habitación y se sentó. -Llamé a la redacción de deportes del News. El tío que contestó la llamada me dijo que hoy ibas a trabajar desde casa. -Ahora lo hago muy a menudo. Apenas paso por la oficina dos veces por semana, como mucho. Con el correo electrónico, se puede hacer casi cualquier tarea desde casa. -Esta mañana he ido a la biblioteca a usar el ordenador. Me he sentido como un cavernícola mirando el panel de control de un 747. -Se quedan obsoletos en un abrir y cerrar de ojos. Así nos obligan a comprar actualizaciones constantemente. -Sí. A eso siguió un silencio incómodo. Bolly cogió una pelota de tenis extraviada que había encima de la mesa y la hizo rodar entre sus palmas. -Oye, Griff, quiero que sepas que no colaboré en ese artículo que salió durante el juicio. -No pensaba que lo hubieras hecho. -Vale, mejor. Pero quería que lo supieras. Ese periodista… ya sabes que ahora está en Chicago. -Una carga menos. -Tú lo has dicho. En fin, el caso es que me bombardeó a preguntas para sacarme


información sobre tu entorno. Tus amigos, el entrenador Miller y tal. Y lo único que le dije, la única cosa que le dije, fue que tenías el mejor brazo y la mejor garra que he visto en mi vida en un quarterback. Mucho mejor que Montana, Staubach, Favre, Marino, Elway, Unitas… Piensa en el nombre que quieras, y tú eras mejor. Lo digo en serio. -Gracias. -Y eso hace que todavía me cabree más lo que hiciste. Bolly Rich, columnista deportivo de The Dallas Morning News, siempre había sido justo con él. Incluso las veces en las que sus jugadas no habían estado a la altura, como en aquel partido del Monday Night Football contra el Pittsburgh. Era el año en que debutaba, la primera vez que jugaba contra los Steelers en su campo. Fue el peor partido de su carrera profesional. La reseña de Bolly de la mañana siguiente había sido crítica, pero había culpado en parte a la pérdida humillante de la línea ofensiva, que había protegido de manera nefasta al recién llegado quarterback. No había crucificado a Griff como habían hecho otros periodistas deportivos. No era el estilo de Bolly. Ahora mismo, Griff tenía la esperanza de poder apelar al afán de jugar limpio del periodista. -La cagué -dijo-. Vaya si la cagué. -¿Cómo pudiste hacer eso, Griff? Sobre todo después de una temporada espectacular. Estabais a un partido de la Super Bowl. Lo único que teníais que hacer era ganar el partido contra el equipo de Washington. -Psí. -Era imposible que el Oakland derrotara a los Cowboys aquel año. Os los habríais merendado sin problemas en la Super Bowl. -También lo sé. -Bastaba con que le lanzaras la bola a Whitehorn, que estaba esperando en la yarda dos. ¡En la dos! Sin un jugador cerca. No hacía falta que Bolly le radiara el partido. Lo había recreado mentalmente mil veces desde que lanzó el último pase mientras los segundos finales del encuentro avanzaban en el reloj. Cuarto intento y gol en la línea de la yarda diez de los Redskins (joder, tenían que ser los Redskins). Los Cowboys perdían de cuatro. No bastaba con un gol desde el campo. El centrocampista le lanzó la pelota a las manos a Griff. Whitehorn salió como una bala hacia la línea de golpeo. Uno de los jugadores defensivos de los Redskins se resbaló y perdió la oportunidad. Whitehorn llegó a la yarda cinco. Los defensores de los Redskins que intentaban actuar se quedaron petrificados. No podían subir ni penetrar en la línea de los de Dallas, que aquella temporada recibían el nombre colectivo de Muro de piedra. Un apoyador de los Redskins empezó a perseguir a Whitehorn, pero éste estaba ya en la yarda dos, con espacio a ambos lados. El equipo se hallaba a un tímido paso del gol, de la victoria, de la Super Bowl. Lo único que tenía que hacer Griff era lanzar un pase de pantalla corta por encima de la línea, hacia las manos de Whitehorn. O fallar, y recibir la friolera de dos millones de dólares de parte de los Vista.


Los Cowboys perdían 14-10. -Fue una derrota devastadora -le dijo Bolly-, pero recuerdo que, aun así, los fans te vitorearon cuando saliste del campo aquella tarde. No se pusieron en tu contra hasta más adelante, cuando salió a la luz que habías fallado el lanzamiento a Whitehorn a propósito. Y ¿quién iba a culparlos? Su estrella de la Super Bowl resultó ser un fraude, un corrupto. A pesar de que habían pasado cinco años, hablar del tema todavía ponía furioso a Bolly. Soltó la pelota de tenis, que rebotó en el escritorio y cayó al suelo, olvidada. Se quitó las gafas, se frotó los ojos con agitación y preguntó bruscamente: -¿Qué quieres, Griff? -Trabajo. Bolly volvió a ponerse las gafas y lo miró como si esperase el final del chiste. Al cabo de unos segundos, al darse cuenta de que Griff hablaba en serio, preguntó: -¿Qué? -Has oído bien. -¿Trabajo? ¿Qué sabes hacer? -Se me ha ocurrido que a lo mejor podría hacer de repartidor de periódicos. No sé, quizá puedas recomendarme a alguien de ese departamento… -Bolly seguía mirándolo fijamente; no sonreía-. Eso sí era broma, Bolly. -¿Ah sí? Me alegro, porque, si no es para gastarme una broma, no se me ocurre otro motivo para que me pidas trabajo. Si te acercas a la redacción del periódico te van a untar de brea y te van a emplumar. ¡Eso si tienes suerte! -No tendría que acercarme a la redacción del periódico. Podría trabajar directamente para ti. Bolly frunció el entrecejo. -¿Se puede saber qué se te ha pasado por la cabeza? No es que crea que esta majadería tenga pies y cabeza. Es que siento curiosidad por ver cómo funciona tu mente. -Tú no puedes estar en todas partes a la vez, Bolly. No puedes cubrir más de un partido al día. Sé que a veces empleas a otras personas para que cubran partidos en tu nombre. Para que le den el toque de color que sólo alguien que ha estado dentro del juego puede darle. -Sí, a veces tengo colaboradores. -Pues deja que yo sea uno de ellos. Conozco la jerga perfectamente. Y se me da muy bien escribir. Bueno, para ser de Texas. -Su rápido guiño no recibió respuesta-. Por lo menos, puedo poner dos frases juntas. Y lo más importante, conozco el juego. He «vivido» el juego. Podría ofrecerte una descripción muy profesional, jugada a jugada. A eso añade una perspectiva que sería única, basada en la experiencia real. Años de experiencia. Había ensayado el argumento, y a sus oídos sonaba bien. -Podría describir lo genial que es ganar. Y lo decepcionante que es perder. Y no sólo eso: lo devastador que es ganar cuando sabes que has jugado fatal y que la victoria ha sido pura potra. -Hizo una pausa y luego añadió-: ¿Qué te parece? Bolly lo analizó durante un momento. -Sí, creo que podrías describir con precisión lo que supone ganar y perder, y que le darías un sabor original. Seguramente se te daría muy bien algo así. Sin embargo, aunque tuvieras unas capacidades lingüísticas abrumadoras, no conseguirías acercarte siquiera a describir qué se siente cuando uno juega en equipo, Griff. Porque no lo sabes.


-¿A qué te refieres? La pregunta era innecesaria. Sabía a qué se refería Bolly. -Eras una estrella en solitario, Griff. Siempre lo fuiste. Ya desde el instituto, cuando empezaste a llamar la atención de los seleccionadores juveniles, siempre jugabas a tu aire, nunca en equipo. Conseguías que tus equipos cosecharan victoria tras victoria con tu increíble habilidad en el campo, pero eras un líder bastante penoso. »Que yo sepa, nunca te votaron como capitán del equipo, cosa que no me sorprende. Porque lo único que te convertía en parte del conjunto era la camiseta del mismo color. No tenías amigos. Los compañeros de equipo admiraban tu juego. Quienes no te envidiaban, te idolatraban. Pero no les caías bien, y a ti no te importaba. Te la sudaba lo que los demás jugadores pensaran de ti, mientras siguieran la estrategia que tú querías. »Nunca te vi animando a otro jugador después de un fallo, ni felicitando a otro jugador después de una jugada maestra. Nunca te vi extender la mano en señal de amistad o echar un cable a otro jugador. Lo que sí vi es que devolviste sin abrir un regalo de navidad de Dorsey diciendo: «No quiero esta mierda». »También vi cómo rechazabas la invitación de Chester a una reunión de amigos para rezar por su esposa, que se enfrentaba a unas sesiones horrorosas de quimio y radio. Y cuando la prometida de Lambert murió en aquel accidente de coche, tú fuiste el único del equipo que no asistió al funeral. »Eras un atleta de primera categoría, Griff, pero como amigo no valías nada. Supongo que por eso me sorprende, y me ofende un poco, que te presentes en mi casa y recurras a mí ahora, como si fuéramos colegas, para pedirme ayuda. No resultaba fácil escuchar esas cosas sobre uno mismo, y mucho menos cuando eran ciertas. En voz baja, con humildad, Griff insistió: -Necesito trabajo, Bolly. Bolly volvió a quitarse las gafas y se frotó los ojos, y Griff sabía que estaba a punto de darle la estocada definitiva. -Lo que hiciste fue asqueroso, pero todos podemos equivocarnos alguna vez y merecemos una segunda oportunidad. Lo que pasa es que… Joder, Griff, sería imposible meterte en el palco de prensa de ningún partido de liga. -Puedo cubrir los partidos universitarios. O entre institutos. Bolly sacudía la cabeza. -Allí te recibirían con el mismo desprecio. O puede que incluso más. Hiciste trampas. Primero te saltaste las normas apostando. Y después perdiste el partido queriendo. ¡Joder, perdiste el partido queriendo! -repitió muy encendido-. Por dinero. Le robaste a tu propio equipo una victoria segura en la Super Bowl. Te vendiste por una pandilla de… de gánsteres, por Dios. ¿Cómo crees que alguien va a dejar que te acerques a sus hijos, a los jugadores más jóvenes? -Sacudió la cabeza y se puso de pie-. Lo siento, Griff. No puedo ayudarte. Pasó con el coche por un sitio de comida para llevar de Sonic. Sin levantarse del Honda prestado, se atiborró con una hamburguesa de queso con jalapeños, una tortilla, dos raciones de patatas fritas Tater Tots y un batido de fresa y limón. Hacía cinco años que no probaba la comida basura. Además, se dijo que ahora que iba a ser un paria excluido, no le importaba ser también gordo.


Mientras se dirigía al barrio de Bolly, y hasta el momento en el que el periodista le había dicho no sólo «no», sino «joder, no», Griff se había felicitado por haber tenido las agallas de salir a buscar trabajo cuando, a las dos y media de ese mismo día, sus problemas monetarios inmediatos se verían resueltos. Había buscado trabajo «antes» de ir al banco a comprobar qué había dentro de la caja de seguridad. En su opinión, había sido una gran muestra de integridad por su parte el humillarse lo suficiente para suplicar que le dieran empleo, con el sombrero en la mano, cuando a partir del día siguiente no tendría que hacer ningún trabajo remunerado si no quería. Incluso había encajado bien el sermón de Bolly, y eso que el periodista deportivo no había escatimado en detalles al describir los defectos de su personalidad. Aunque debía admitir que la memoria de Bolly no fallaba. Él también tenía una idea bastante certera de su propia naturaleza. Por eso no había pedido perdón ni había intentado justificarse. Nunca había sido de los sensibleros. Nunca le había gustado dar palmaditas en el culo a sus compañeros de equipo después de un gran partido y, por supuesto, mucho menos que le dieran palmaditas a él. Había dejado todas esas chorradas del apoyo moral para los calientabanquillos, mientras él se dedicaba a salir al campo a romper huesos, a golpear al adversario hasta sacarle sangre y a recibir empujones de jugadores agresivos que acababan con el casco abollado si se ensañaban con él. Sin embargo, ¿por qué entonces le daba tanta importancia a la censura de Bolly? No significaba nada. Ahora sólo tenía dos compañeros de equipo, y lo único que hacía falta para que estuvieran contentos era que una de los dos se quedara embarazada. Bastante fácil. Notó algo de indigestión mientras entraba en el edificio del banco. Les echó la culpa a los jalapeños, no a los nervios. Miró a su alrededor, como si esperara que los focos se encendieran sobre él y lo expusieran a la vista de todos por ser el bobo más crédulo que ha pisado la faz de la tierra. Pero todo fue exactamente como Foster Speakman le dijo que sería. Sin alboroto, sin ruido. Hizo una consulta en el mostrador de información, después lo acompañaron a un ascensor desde el que se accedía a la parte subterránea del banco, donde una mujer educada y con aspecto de abuela le pidió que firmara una tarjeta. Comparó la firma con el formulario que Foster Speakman había rellenado, tal como le prometió. Satisfecha, la abuela le enseñó a Griff uno de los cubículos. Su corazón latía desacompasado con los acordes de la música de Yanni que salía de los altavoces elevados. La abuela le entregó la caja, le dijo que se tomara el tiempo necesario y que pulsara el botón de la pared cuando hubiera terminado. Después, se retiró. Tenía la llave que le había dado Speakman la noche anterior guardada en el bolsillo de los vaqueros. La pescó y abrió la caja. Tras salir del banco, Griff fue directo al centro comercial North-Park para darse un capricho consumista. Le gustaban esos vaqueros viejos y «desgastados», pero de todos modos se compró dos pares nuevos, porque podía. Las botas le resultaban demasiado cómodas para cambiárselas, pero pidió que se las lustraran. Encontró tres camisas de diseñador en Neiman's que no parecían demasiado afeminadas. Se cambió en el probador y salió de la tienda con una de ellas puesta. Ninguna de las americanas deportivas de la tienda Armani era lo bastante ancha para sus hombros, pero encontró una que podía servir con algunos retoques de la modista. Le dijeron


que podría recogerla al cabo de unos días. Compró unas gafas de sol de cuatrocientos dólares. Le resultó curioso que el estilo de las gafas de sol fuera lo que más había cambiado durante los últimos cinco años. También se compró un teléfono móvil. Seguramente, habría tardado menos tiempo en decidirse para comprar una casa. Después de que le enseñaran una por una todas las aplicaciones nuevas del aparato, de que le explicaran los distintos planes de llamadas que podía contratar y de que le configuraran el buzón de voz para que tuviera acceso directo a él, estaba más que impaciente por salir de allí y utilizar de verdad aquel artilugio para llamar. A quien telefoneó fue a Marcia. Marcó el primer número indicado en la tarjeta que le había dado y escuchó un mensaje anónimo y anodino que le pidió que dejase un mensaje, cosa que hizo. Mientras esperaba a que ella le devolviera la llamada, dio una vuelta en coche por la zona, echando un vistazo desde allí a cada tienda, pasando por delante de los garitos a los que iba antes y de sus restaurantes favoritos. Algunos seguían en funcionamiento, otros habían dado paso a establecimientos nuevos. Cuando, al cabo de una hora, Marcia seguía sin llamarle, marcó el número directo de una de las chicas. Joven, exuberante, satisfacción garantizada. -¿Sí? Tenía una voz ronca y sensual. Le encantó. -Hola, me llamo Griff Burkett. Soy cliente de Marcia. Me recomendó que te llamara. Al principio creyó que la chica tenía hipo, pero luego se dio cuenta de que estaba llorando. -Marcia… -Se atragantó con las lágrimas, no podía continuar. Al final, consiguió aullar-: ¡Dios mío! ¡Es horroroso! -¿Qué es horroroso? -Marcia está en el hospital. El Hospital Presbiteriano estaba rodeado de una red de carreteras en obras. Para cuando consiguió abrirse paso entre las zonas en construcción y hubo recorrido todos los desvíos que le indicaban, Griff había empezado a perjurar con la misma profusión con la que sudaba. Atravesó trotando lo que le parecieron kilómetros de aparcamiento, hasta llegar por fin a la recepción del hospital y esperar a que le tocara el turno en el mostrador informativo. Cuando el empleado le comunicó finalmente el número de habitación de Marcia, no podía contener más la impaciencia. Plantado delante de la puerta de esa habitación, apoyado contra la pared, estaba el vecino con el que Griff se había cruzado al entrar en el ascensor. Cuando éste se dio cuenta de que Griff se acercaba a grandes zancadas hacia él, dio un salto como si le hubieran dado con una picana y se cuadró en medio de la puerta. Abrumado, empezó a sacudir los brazos delante de la cara. -No, no. Váyase. Ella no querrá que la vea así. -¿Por qué está ingresada? -Griff no había sacado nada en claro de la chica histérica con la que había hablado por teléfono. El hombre dejó de protestar y bajó las manos. Su cara afilada y canina se contorsionó y se transformó en una máscara triste. Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Empezó a derramar lágrimas nuevas.


-No me puedo creer que le haya pasado algo así a Marcia. Al principio pensé que había sido usted, aunque no parecía de esa clase de hombres. Fue una salvajada… -¿Una salvajada? El hombre empezó a sacudir las manos delante de la cara otra vez, pero ahora la vergüenza cubría el resto de sus emociones. Frustrado, Griff lo apartó, pasó por alto el cartel de «No molestar» y entró en la habitación. Las persianas estaban bajadas para impedir que entrara el sol de media tarde, y todas las luces estaban apagadas. Aun con todo, Griff veía lo suficiente, y lo que vio le obligó a detenerse a medio camino entre la puerta y la camilla del hospital. -Dios mío. -Ya le dije que era una salvajada. -El vecino había entrado detrás de él-. Por cierto, me llamo Dwight. -Yo soy Griff. Y no le he hecho esto. -Me he dado cuenta… Ahora. -¿Qué ocurrió? -Aproximadamente una hora después de que nos cruzáramos en el pasillo, llamaron a mi puerta. No esperaba visita, y el conserje no me había anunciado la llegada de nadie. Miré por el monitor de seguridad y vi a Marcia, allí de pie en el descansillo, pero… hecha un cromo. Estaba… así. Le habían dado una paliza de campeonato. Griff no le veía el cuerpo entero, por supuesto, pero sí veía que llevaba magulladuras y contusiones en cada centímetro de la piel que quedaba al descubierto. Si el resto de su cuerpo se parecía a su cara, tenía suerte de seguir con vida. Le habían cerrado con puntos algunos de los cortes. La sangre le había pegado el pelo a la cabeza. Tenía el rostro tan desfigurado por la hinchazón que, si no hubiera sabido quién era, jamás la habría reconocido. -Le rompieron la mandíbula -susurró Dwight-. Esta mañana la han operado para soldársela. Anoche, ni las dosis más altas de morfina conseguían calmarle el dolor. Griff bajó la cabeza y respiró hondo varias veces. Cuando levantó la cabeza, preguntó con una calma heladora: -¿Quién era su siguiente cliente? Después de mí. Había quedado a medianoche. Insistió en que me marchase para que le diera tiempo a arreglarse antes de que llegara. ¿Sabes cómo se llama? -Se volvió hacia Dwight con brusquedad, y su expresión hizo que el hombre retrocediera asustado-. ¿Sabes cómo se llama? -repitió furioso. Un gemido procedente de la cama hizo que centrara su atención en Marcia. En dos zancadas se plantó a su lado. Con cuidado de no tocar la vía intravenosa que llevaba pegada, le apretó la mano suavemente entre las suyas. -Eh, hola -le dijo con cariño. Tenía los dos ojos cerrados por la hinchazón, pero consiguió abrir uno un resquicio para verlo. Ese precioso iris verde flotaba en un lago de color rojo intenso. Como no podía mover la mandíbula para hablar, se limitó a emitir un sonido lastimero desde la garganta. -Chist. -Griff se inclinó y le dio un beso en la frente, apenas apoyando los labios en la piel por miedo a hacerle daño-. Aprovecha los calmantes. Relájate. Volvió a besarla en la frente, se puso de pie y se dirigió hacia Dwight, que estaba apostado a los pies de la cama, sorbiendo unas lágrimas.


-¿Llamaste a la policía? Dwight negó con la cabeza. -¿Por qué coño no llamaste? -Marcia no podía hablar con la mandíbula rota, pero se puso como una fiera cuando mencioné a la policía. Supongo… -Miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie podía oído al pasar-. Debido a su profesión, no querría que la policía estuviera implicada. -Pero llamaste a urgencias. -Sí. La ambulancia llegó en pocos minutos. -¿Cómo explicaste lo que le había pasado? -Mi piso tiene una escalera de caracol. Les dije a los de la ambulancia que había subido un momento a la planta de arriba para usar el lavabo y se había caído al bajar. -Y ¿se lo tragaron? -Lo más seguro es que no. Pero dejaron en manos del personal de urgencias el llamar o no a la policía. Los de urgencias tampoco se creyeron la historia de la escalera e insistieron a Marcia en que identificara a su agresor diciendo cómo se llamaba. Pero ella se negó. Con la limitada fuerza que le quedaba, Marcia apretó la mano de Griff. Él volvió a agacharse hacia ella y con suavidad le retiró un mechón de pelo que le caía sobre una brecha en la cabeza; le habían afeitado la zona para colocar mejor las suturas. -¿Quién ha sido, Marcia? ¿A quién tenías que ver cuando me fui? Sin apenas moverse, ella negó con la cabeza. Apretó con más fuerza la mano de él y Griff se percató de que quería que se acercara lo suficiente para oírla hablar. Se inclinó cuanto pudo, dejando la oreja a apenas un dedo de sus labios. Cuando oyó la única palabra que susurró Marcia, levantó la cabeza como un resorte y miró directamente al ojo que ella había conseguido abrir. Marcia lo cerró durante unos segundos, para indicarle que había entendido bien. -¿Fue por mi culpa? Ella asintió. La rabia surcaba su cuerpo. Las venas se le hincharon y bombearon esa rabia por todos los rincones. Pero su voz permaneció increíblemente pausada. -Va a morir. -Lo dijo como un hecho, sin ningún atisbo de duda, para indicarle que podía darlo por sentado-. Stanley Rodarte va a morir. Ahora entendía por qué se había negado a llamar a la policía. Rodarte le había dejado bien claro que acusarle provocaría una venganza peor incluso que la paliza que acababa de darle. Lo más nauseabundo de todo era que Rodarte había machacado a Marcia sólo para mandarle un mensaje a Griff. De hecho, lo había conseguido. Griff leyó el mensaje alto y claro. Rodarte aún no había terminado con él. «Bueno, pues ¿sabes qué, cabrón? -pensó Griff-. Yo acabo de empezar contigo.» -Le haré pagar por esto -le prometió a Marcia en un suspiro-. Te lo juro. Ella le apretó la mano. Griff se inclinó sobre sus labios una vez más. Balbuceó unos sonidos que procedían de la parte posterior de su garganta, pero logró que Griff entendiera su advertencia: -Ten cuidado con él.



Capítulo IX El teléfono sonó un lunes a primera hora, justo cuando Griff acababa de despertarse, aunque antes de que se hubiera levantado de la cama. Rodó por el colchón, adormilado, tanteó la mesita de noche hasta encontrar el teléfono móvil nuevo y abrió la tapa. -¿Sí? -¿Señor Burkett? Se despertó de sopetón. -Sí, soy yo. Ella no se presentó. No hacía falta. -¿Le iría bien hoy a la una? -¿A la una? -Como si le hiciera falta pensarlo. Como si fuera a tener otro compromiso. Como si fuera a tener algo más que hacer-. Sí. la una está bien. -Aquí tiene la dirección. -Le dio un número de la calle Windsor-. ¿La ha apuntado? -Sí, sí. La mujer colgó. Griff cerró la tapa del móvil y se quedó allí tumbado y aferrado al aparato, aferrado al hecho de que al final la cosa era en serio. Entonces se levantó y se sentó en la cama como movido por un resorte. El tirón de la espalda protestó lo suficiente para obligarle a contener la respiración. Arrojó a un lado las sábanas, salió de la cama y, desnudo de la cabeza a los pies, fue registrando el piso hasta encontrar boli y papel con los que apuntar la dirección. Estaba seguro de haberla memorizado, pero no quería arriesgarse. Entró en el cuarto de baño. De pie delante del inodoro, bajó la mirada hacia su cuerpo y murmuró: -Ni se te ocurra sentir miedo escénico. Como esperaba, había superado el reconocimiento médico con unas calificaciones sobresalientes. La enfermera se había puesto en contacto con él al cabo de apenas dos días. El informe decía que el electrocardiograma era normal y que tenía los pulmones limpios. Era hipotenso, tenía poco colesterol y un índice de PSA bajo (creía que eso tenía que ver con la próstata). Su recuento de esperma, por el contrario, era bastante alto. Excelente. Había metido el informe médico, junto con el número del móvil nuevo, en el sobre con dirección y sello que Speakman le había dado a tal efecto, y lo había echado en el buzón de correos más cercano. De eso hacía dos semanas. Desde entonces, se había cambiado de piso y se había puesto moreno. Gracias al dinero recién adquirido, había abandonado aquel tugurio infestado de cucarachas y se había mudado a una casita pequeña pero de dos plantas. Vivir estrictamente con dinero en efectivo presentaba los problemas que ya había anticipado. Cuando firmó el contrato de alquiler, más de uno enarcó las cejas, pero el administrador del complejo urbanístico aceptó el efectivo sin preguntar demasiadas cosas. Su nuevo hogar no estaba en el barrio más elitista de la ciudad, porque para eso habría necesitado cartas de recomendación y un estudio mucho más concienzudo de su perfil, pero estaba varios mundos por encima del lugar que acababa de dejar atrás.


El complejo tenía puerta de seguridad, jardines bien cuidados, gimnasio y piscina, a la que debía su bronceado. Después de montar los muebles nuevos y colocar un sistema de sonido y una televisión de alta definición y pantalla plana (el mejor invento de la historia), no tenía mucho más que hacer salvo entrenar -la idea de engordar había sido fruto de un momento de bajón- y zanganear junto a la piscina. También iba todos los días al hospital cercano a visitar a Marcia, y siempre le llevaba algún obsequio. Al principio le llevaba flores, hasta que una de las enfermeras se quejó de que la habitación se parecía cada vez más a un invernadero. Dwight, que demostró ser un amigo fiel y atento con ella, le recriminó a Griff la falta de originalidad. Así pues, un día le llevó un oso de peluche. Al día siguiente le llevó una boina. «Para que te la pongas hasta que salgas de aquí y puedas ir a la peluquería», le dijo mientras se la colocaba con cariño en la cabeza. Ella seguía sin poder hablar, pero comunicaba la gratitud por sus visitas a través de unos ojos muy expresivos. A estas alturas ya podía dar paseos cortos por el pasillo de la planta. Dwight le había recomendado un cirujano plástico que, según la clientela rica y bien conservada del joven, era un genio. Después de analizar a Marcia, el cirujano prometió que podía hacer maravillas con ella, pero no hasta que se hubiera recuperado por completo de las contusiones. Todavía sorbía las comidas con una pajita, y cada vez que Griff lo presenciaba, su furia afloraba de nuevo. Sus conjeturas eran que Rodarte había ido al prostíbulo de Marcia inmediatamente después de su encontronazo en el aparcamiento. Como esperaba a un cliente, ella le había abierto la puerta. Él la había intimidado para sonsacarle información sobre Griff y, como ella no le había confesado nada (porque tampoco sabía nada), había intentado sacarle los secretos a golpes. Desde el punto de vista de Rodarte, la misión sólo había fracasado en el sentido de que seguía sin saber cuáles eran los planes futuros de Griff. Pero había obtenido la satisfacción de aterrorizar y desfigurar a una mujer hermosa que a la vez era conocida de Griff. Saber que podía escurrir el bulto debido a la profesión de ella era otro punto a su favor. Rodarte era un buscavidas, un camorrista que disfrutaba ocasionando dolor por el mero placer de hacerlo. Alimentar esa vena mezquina era la única motivación que necesitaba. Griff era incapaz de pensar en lo que le había pasado a Marcia sin enfurecerse. En una de sus visitas al hospital, volvió a sacar el tema de denunciar a Rodarte, pero el miedo y la angustia que habían llenado los ojos de Marcia le disuadieron de hacerlo. -No se saldrá con la suya -le aseguró a la mujer-. Te lo prometo. Rodarte no había vuelto a dar señales de vida desde la agresión. Griff sabía dónde podía encontrarlo, pero no se atrevía a ir a buscarlo. A Rodarte le encantaría que él llegara hecho una fiera y rompiendo puertas a patadas con amenazas de partirle la crisma. Sin duda era la clase de reacción irracional que esperaba provocar. Griff no iba a darle a Rodarte la satisfacción de que lo metieran entre rejas otra vez, ni deseaba empeorar las cosas para su amiga, que ya había sufrido bastante. Así pues, por el momento obedeció a las súplicas de Marcia y aplazó la venganza. Hoy los pensamientos sobre Rodarte habían quedado ensombrecidos por la llamada de Laura Speakman. Aunque había tenido dos semanas para prepararse mentalmente para ella, se sorprendió al ver lo nervioso que estaba. Con el fin de distraerse hasta que llegara la hora convenida, salió a correr unos kilómetros, después hizo ejercicios con pesas en el gimnasio. Su


objetivo no era recuperar la forma física que tenía cuando jugaba al fútbol sino mantener la línea esbelta pero fuerte que tenía ahora. Al acabar la sesión de levantamiento de pesas hizo unos largos en la piscina. Pero entonces se le ocurrió que un exceso de ejercicio podía ser perjudicial para su potencia sexual, así que salió inmediatamente del agua. Se limpió los dientes con seda dental antes de cepillárselos. Se cortó las uñas. Se puso la americana nueva de Armani. Salió del piso a las doce y media. Llegó a la dirección acordada a las doce y treinta y siete. Le quedaban veinte minutos de espera. La casa estaba en una zona acomodada que contaba con un grupo de vigilancia vecinal, al que los residentes podían alertar si veían a alguien merodeando por allí con pinta sospechosa. Decidió que sería mejor no esperar dentro del coche, aparcado en la calle rodeada de árboles a ambos lados, pues si lo hacía, podía encajar en la descripción de tipo raro. En lugar de detenerse, se metió en el estrecho camino de entrada a la casa y lo siguió hasta llegar a la parte posterior del edificio, donde había una zona de aparcamiento con techo y un patio limpio y arreglado, al que daban sombra dos venerables plataneros. Una discreta verja separaba la propiedad de las casas contiguas por ambos lados. En un barrio con solera como ése, la gente solía comprar las casas viejas para demolerlas y construir otras nuevas en el mismo terreno o bien para renovarlas por completo. Supuso que esta casa se ajustaba al segundo tipo, porque parecía que lo que en tiempos había sido el garaje ahora se había reconvertido en habitación. Sin embargo, la reforma se había hecho con gusto, y la casa mantenía el carácter y el encanto iniciales. Le había comprado el Honda rojo a Wyatt Turner. No era el coche de sus sueños, pero funcionaba bien e imaginó que pagar en efectivo un coche nuevo y llamativo (pocos días después de haber pagado en efectivo el depósito del dúplex) mandaría un sinfín de banderines rojos de alerta al agente de la condicional asignado a su caso, además de alertar al Ministerio de Hacienda y al FBI. Incluso su abogado lo miró con sospecha cuando Griff le preguntó cuánto pedía por el coche y después contó un fajo de billetes de cien dólares con los que se lo pagó a toca teja. Turner no le preguntó cómo había reunido todo ese dinero. Griff no le facilitó la información por propia iniciativa. Mantuvo el motor del Honda encendido para poder dejar el aire acondicionado puesto. Repiqueteó con los dedos en el volante y tarareó la letra de la canción country que sonaba en la radio. Ese artista había cantado el himno nacional para abrir uno de los partidos en casa de los Cowboys, y después, a petición del propietario del club, se había quedado a ver los cuatro tiempos desde la línea de banda. Tras una victoria contra el Tampa Bay, el cantante le había pedido un autógrafo a Griff. Era una estrella en auge. Había ganado varios Grammy, pero titubeó y jugó con los dedos, con una lengua de trapo, mientras le tendía a Griff el programa y bolígrafo para que se lo firmara. Hoy, ese mismo cantante no se dignaría ni a mearle encima si estuviera ardiendo en llamas. Oyó el coche por encima del sonido de la radio y de su tarareo. Apagó el motor del Honda, respiró profundamente, expulsó el aire y salió. Siguió el camino hasta la cara oeste de la casa y apareció en el porche, detrás de ella, justo cuando Laura metía la llave en la cerradura de la puerta principal. Al notar su presencia, ella se dio la vuelta sobresaltada:


-Ah. -Hola. -No me había dado cuenta de que ya estaba aquí. -He aparcado en la parte de atrás. -Ah -volvió a decir ella, y después abrió la puerta apresuradamente y entró la primera. Cerró de inmediato en cuanto él dejó libre el vano de la puerta. Un corto recibidor daba paso a la sala de estar. Las persianas de lamas de todos los ventanales estaban bajadas, de modo que la habitación quedaba en penumbra. Era bastante cuadrada, con un hogar pequeño en el centro de una pared, el suelo de madera noble y muebles funcionales. Laura se quitó el asa del bolso que llevaba colgado del hombro, pero siguió sujetándolo contra el pecho, como si tuviera miedo de que él pudiera arrebatárselo. -Pensaba que llegaría antes que usted. -No vivo lejos. -Ya veo. -A unos tres kilómetros. He tardado menos de lo que pensaba. -¿Lleva mucho rato esperando? -No mucho. Pero no se ha retrasado. Ha llegado muy puntual. Durante esta chispeante conversación, ella aprovechó para retocar el termostato de la pared. El aire frío empezó a surgir de los conductos del techo. Griff se lo agradeció. Había empezado a sudar. Quería quitarse la americana deportiva, pero pensó que ella podía interpretar como una provocación que él se quitara alguna prenda, fuera la que fuese. Como no tenía ni idea de qué dinámica iban a seguir, supuso que lo más adecuado era que ella tomase la iniciativa, aunque hacerlo implicase sudar un poco. Ella iba con ropa de trabajo. Llevaba un traje de chaqueta negro, pero de tela fresca, de verano. Lino, aventuró él. La falda le llegaba a la parte superior de la rodilla, y la americana le quedaba entallada en la cintura. Debajo llevaba una blusa de color rosa pálido con un fruncido encima del pecho de aspecto suave. Las mismas joyas que la otra vez. Sandalias negras de tacón alto. Se había pintado las uñas de los pies en un color marfil perlado. Griff se había percatado de todo eso antes, cuando había aparecido por detrás de ella en el porche. Ahora no se atrevía a estudiarla, porque ella estaba tan tensa como una cuerda de piano, moviéndose y preparando cosas sin cesar. Si se hubiera tatuado un cartel de «No tocar» en la frente, no habría quedado más clara su incomodidad al estar a solas con él. -Ahí tiene algunas revistas. -Señaló un armario bajo en un rincón-. Y una televisión con… vídeos. Ambos miraron a la vez hacia las puertas cerradas del armario, y después volvieron a cruzar las miradas. -De acuerdo -dijo él. -Deme cinco minutos. Después, en cuanto esté preparado, vaya a la habitación. Le estaré esperando. Y dicho esto, cruzó la sala de estar, avanzó por un pasillo y se dirigió a una habitación que había al fondo, cuya puerta cerró al entrar. Bueno, por lo menos ahora sabía qué dinámica iban a seguir. Lo harían como los puercoespines.


Se quitó por fin la americana y la dobló sobre el respaldo de la silla. Se acercó al armario y abrió la puerta doble. Dentro encontró un cofre del tesoro de la pornografía. Ojeó la pila de revistas. Había infinidad de opciones. Para todos los gustos. Lo mismo ocurría con los vídeos. ¿Quién había recopilado todo ese material?, se preguntó. ¿Foster? ¿Ella? No sabía por qué, pero no se los imaginaba yendo aun videoclub de películas porno, rastreando entre los distintos títulos para encontrar algo que le pusiera cachondo a él. «¿Qué crees que preferirá, cariño? ¿Gemelas cachondas o Euro Zorrón?» A lo mejor le habían encargado la tarea a Manuelo; una de las revistas estaba en español. A lo mejor a Manuelo le iba el porno. A lo mejor eso explicaba su sonrisa ausente… Griff reconoció el propósito de sus cavilaciones: perder el tiempo. Se acercó a la cocina que había en la parte posterior de la casa. Había agua embotellada y un pack de seis latas de Coca-Cola Light en la nevera. Cogió la botella de agua, abrió el tapón, bebió un trago mientras entraba en el antiguo garaje, ahora convertido en una galería acristalada para tomar el sol, aunque no entraba demasiado sol con las persianas bajadas. La casa estaba cerrada con el mismo hermetismo que la señora Speakman. Regresó a la sala de estar y se sentó en el sofá que quedaba enfrente del armario. Se quitó las botas, desentumeció los pies, y trató de convencerse de que estaba cómodo y relajado. Volvió a ojear las revistas y las fotos satinadas de las portadas empezaron a surtir efecto. Sin embargo, decidió que prefería su imaginación, así que apartó las revistas, se sacó la camisa del pantalón y se desabrochó los vaqueros. Se apoyó contra los cojines del sofá, cerró los ojos y recordó la noche que había pasado con Marcia. Pero las imágenes eróticas se borraban inmediatamente en cuanto recordaba a su amiga tumbada en la cama del hospital, como salida de una zona bélica. «¡Mierda!» Antes de perder lo que había conseguido, buscó en su mente otra cosa que pudiera ayudarle a mantenerla erecta. ¿Qué había alimentado sus fantasías últimamente o incluso despertado su curiosidad? Esa búsqueda mental duró apenas unos segundos, iba por buen camino. Se excitó al instante. Y en cuanto se concentró… Llamó con los nudillos a la puerta cerrada. -Puede pasar. Abrió la puerta y entró en el dormitorio. Estaba totalmente amueblado, aunque más adelante no consiguió recordar ni una puñetera cosa salvo las sábanas de color pastel que la cubrían hasta la cintura. Ella estaba tumbada bocarriba, con una almohada debajo de la cabeza, y las manos entrelazadas sobre el estómago. Todavía llevaba puesta la blusa de color rosa, y Griff entrevió un trocito del tirante del sujetador en el hombro. ¿Y debajo de la sábana? La americana y la falda estaban bien dobladas encima de la silla. Había dejado los zapatos junto a la cama. ¿Y la braga? No la vio. ¿La llevaría puesta o no? En cualquier caso, se alegró de haber seguido un presentimiento y haber entrado vestido. Estaba claro que desnudarse no entraba dentro del programa. Sin embargo, por pura necesidad se había desabrochado los vaqueros. La mirada de ella


en dirección a esa zona fue tan fugaz que él se preguntó si lo que había visto había quedado asimilado o no en su mente antes de desviar la mirada al techo y mantener los ojos fijos en un punto concreto de esa superficie. Griff caminó hacia el lateral de la cama y se quedó de espaldas a ella. Laura no dijo nada, y él tampoco. Se quitó los pantalones pero se dejó los calzoncillos puestos. Como medida de seguridad, literalmente, apretó con discreción a través de los shorts y notó una alentadora gotita que humedeció el tejido. Después, todavía de espaldas a ella, levantó la sábana y se tumbó. Le parecía ridículo taparse pudorosamente las piernas con la sábana, pero de todos modos lo hizo. Se quedó allí tumbado bocarriba, mirando al techo igual que ella, durante unos treinta segundos. Pero eso aburría a cualquiera, por no mencionar el peligro en el que ponía su habilidad para hacer un hijo. Se puso de costado para mirarla. Laura no habló, ni siquiera parpadeó. Pero abrió las piernas. La que quedaba más cerca de él lo tocó. La parte externa del muslo de ella rozó la parte superior del muslo de él. Ese leve contacto piel con piel bastó para que él mantuviera la potencia. Se acercó a ella, se colocó entre sus piernas y se bajó los calzoncillos por debajo de las caderas. Ella levantó las rodillas, no de un modo especialmente alentador, aunque por lo menos así quedaban en una posición que permitía el coito anatómicamente. Él apuntó donde tenía que apuntar. El corazón le latía a mil. No llevaba braga. Sólo… ella. Laura volvió la cabeza hacia un lado y cerró los ojos. Eso irritó a Griff. Se daba por hecho que aquello iba a ser raro. Incluso difícil. Pero de momento, ella no había movido ni un solo dedo para facilitar las cosas. Mientras él había estado en la otra habitación pensando guarradas para excitarse, ¿qué había hecho ella? Era evidente que nada. Lo más probable era que la masturbación no estuviese en su diccionario pero ¿no podía haber hecho algo para mostrarse más receptiva? Si no por él, por lo menos pensando en ella misma. ¿No podía levantar las caderas un poquito? ¿O moverse adelante y atrás? ¿No podía cogerlo de la mano y guiarlo hasta casa? Hacer algo… Lo único que hizo fue volver la cabeza. Cuanto más pensaba él en el gesto, más se enfadaba. Había sido idea de ella, no de él. Ella era quien orquestaba la escena, no él. ¿No quería un poco de conversación previa? Muy bien. Porque además, él no tenía nada que decirle. ¿Quería hacerlo con la ropa puesta? Por él, perfecto. ¿No quería juegos eróticos? ¿Quién los necesitaba? Él, desde luego, no. ¿Prefería volver la cabeza como si fueran a sacrificarla o algo parecido? Pues que hiciera lo que le viniera en gana. ¿Quería quedarse tiesa como un palo y menos participativa que una estatua? Bien. Pero no, no estaba bien, porque Griff no tardó en darse cuenta de que no podía penetrarla así sin hacerle daño, y pensar en hacerle daño… -Hágalo y punto -dijo ella. Así que lo hizo. Después de eso, la biología y el instinto primitivo se apoderaron de él. La resistencia tensa de ella no hacía más que incitarlo a empujar con más fuerza, más adentro. Cerró los ojos,


pero únicamente porque no soportaba ver la mueca de dolor de Laura. O eso es lo que se dijo a sí mismo. Intentó vaciar la mente de todo pensamiento salvo el dinero que iba a recibir. «Eso es, piensa en el dinero. No pienses en ella. No pienses en qué notas o en lo justo que… ¡Mierda! No pienses en cómo entra. No pienses… Ah, joder…» Con un largo gemido, se vació, después se olvidó de las normas y se derrumbó encima de ella. Mantuvo la cabeza apretada contra el almohadón, cerca de la cara de Laura, con algunos mechones de la mujer aprisionados contra su nariz, hasta que recuperó el aliento. Laura no se movió cuando él se levantó dándose impulso y se retiró. En lugar de eso, se quedó allí tumbada, con la cara todavía vuelta hacia la pared, con los ojos cerrados y un ceño pronunciado entre las cejas. Él se bajó de la cama, se subió los calzoncillos y se puso los vaqueros. Cuando terminó de abrochárselos y se ajustó el cinturón, miró por encima del hombro. Ella había bajado las rodillas. Había vuelto a subirse la sábana hasta la cintura. Seguía tumbada pero se cubría los ojos con un antebrazo. -¿Está bien? Ella se limitó a asentir con la cabeza. Griff se quedó allí plantado, con sentimiento de culpa, aunque no sabía por qué. Se sentía igual que aquella vez en que Ellie lo había pillado mangándole un billete de diez dólares del monedero y después había insistido en que el muchacho se lo quedara. Abrió la boca para decir algo, la volvió a cerrar, y al fin afirmó: -Mire, usted me dijo… -Estoy bien, señor Burkett. -Bajó el brazo y abrió los ojos, pero no miró en dirección a él. Las probabilidades de la concepción aumentan si me quedo aquí tumbada media hora, eso es todo. -Ah, bueno. Entonces, ¿se encuentra bien? -Sí. No le dio las gracias a Griff. Y él pensó que ni por todo el oro del mundo iba a darle las gracias a ella. Mientras se ponía la chaqueta, Laura entró en la sala de estar. Pero cuando lo descubrió sentado en el sofá se detuvo, sorprendida de que siguiera allí. A juzgar por su expresión, no le hacía ninguna gracia verlo. Pasó el brazo por la manga y acabó de colocarse la prenda. -¿Por qué no se ha marchado? Él se puso de pie. -Eh… -Debería haberse ido. -Eh… -No tendría que haberme esperado, señor Burkett. -Su voz sonó como si rasgara una tela. O estaba enfadada como una mona o al borde de un ataque de nervios. Griff no conseguía decidir cuál de las dos cosas, pero se dijo que era la emoción más fuerte que le había visto expresar a esa mujer. La dama tranquila, fría y contenida de la mansión estaba a punto de perder los papeles-. ¿Por qué no se ha ido y punto? Con calma, él contestó: -Su coche no me dejaba sacar el mío. En un instante, la postura de ella pasó de la rigidez a la flacidez. Soltó el aire lentamente,


se tocó la frente con la punta de los dedos, después las mejillas encendidas con el dorso de la mano, y se mostró avergonzada. -Vaya. -Lo habría movido yo, pero no he visto las llaves. Hizo un gesto con la cabeza hacia el bolso de ella. Ella miró en dirección al objeto, que seguía colgado en la silla. -De acuerdo. -Y entonces, retomando el personaje de mujer de negocios que lo tiene todo controlado, añadió-: Le pido disculpas por haberle retenido. -No pasa nada. -Tendría que haber entrado a decírmelo. -Como dijo que era bueno quedarse tumbada después de… ya sabe… No me importaba esperar un poco. Lo que cuenta es que se quede embarazada. Ella asintió y luego miró el reloj. -Tengo que irme si no quiero llegar tarde a la reunión. ¿Puede apagar el termostato, por favor? -Claro. -Y cierre la puerta de golpe al salir. Se bloquea sola. Ya me pondré en contacto con usted, para una cosa u otra. Laura quería huir de allí a toda costa, algo que hizo que Griff se sintiera como un apestado. Había decidido que no le diría nada. Si tenía dos dedos de frente, no diría nada. Pero… dijo: -Me pregunto por qué está dispuesta a pasar por todo esto, señora Speakman. Ya en mitad del pasillo, ella se detuvo, se dio la vuelta y se lo quedó mirando. -Ya sabe por qué. Quiero un hijo. -Pero ¿así? -Se palpó la bragueta, después señaló en dirección a la entrepierna de ella. El gesto hizo que un escalofrío recorriera la compostura seria de la mujer. Algo de color sonrosado volvió a sus mejillas. Griff se acercó a ella y se detuvo a apenas unos pasos-. Cuando los conocí, casi logré comprender a su marido. -No nos importa si nos comprende o no. Ni es necesario. -De acuerdo. Digamos que me gustaría comprenderles para acallar mi conciencia. Su marido es un excéntrico, incluso puede que esté loco, pero si analizamos el tema del hijo heredero desde su punto de vista, desde el punto de vista de un millonario, podría entenderlo… más o menos. -Sacudió la cabeza y frunció el entrecejo, perplejo-. Pero usted… No me cabe en la cabeza. -No se moleste en intentarlo. Él se acercó un paso más, la acorraló, la hizo sentir incómoda, y lo hizo a propósito, porque en el dormitorio ella lo había hecho sentir como un vándalo que desvirga a la doncella del pueblo. -Al principio me preguntaba por qué accedía usted a tener un hijo de esta manera… -Le aguantó la mirada. Bajó la voz-. Ahora ya lo sé. Con frialdad, ella le preguntó: -¿Ahora? -Sí, ahora que sé por qué va en silla de ruedas su esposo.


«Vamos, puedo hacerlo», se alentó Laura mientras entraba en la sala de reuniones. Todos los demás ya estaban congregados. Se dirigió a la presidencia de la mesa. -Siento llegar tarde. -Le prometemos que no se lo diremos a Foster -soltó uno de los jefes de departamento. -Gracias. Todos sabemos que la puntualidad es un tema sagrado para él. -¿Se ha alargado la comida? -bromeó alguien. Le tembló ligeramente la mano cuando extendió el brazo para coger la jarra de agua. -No, un recado que ha durado más de lo que pensaba. El recado no había durado tanto. Lo que se había prolongado había sido su recuperación posterior. Se preguntó cómo las mujeres que veían a sus amantes en la pausa del mediodía podían terminar la jornada laboral con una mínima compostura. Estaba convencida de que, cuando volviera al despacho, su ayudante, Kay, la miraría con ojos acusadores y diría: «Huele a sexo». Pero al parecer, no había signos visibles que delataran a qué había dedicado la pausa para comer. Kay la había tratado como siempre, y le había recordado con diligencia que tenía una reunión mientras le pasaba una pila de mensajes telefónicos por orden de prioridad. Para todos los demás, era un lunes como otro cualquiera. Para Foster, era un día de importancia monumental. Para ella, un día de ambigüedad mayúscula. Foster iba a trabajar desde casa. Ella no podía permitirse ese lujo. Tenía que liderar esa asamblea de jefes corporativos cuando, hacía menos de una hora, estaba practicando sexo con un desconocido. Sí, era estrictamente con el fin de procrear, y sí, lo había hecho con el consentimiento de su esposo, y sí, por el bien de su futuro en común podía repetirlo hasta que dieran en la diana. Podía repetirlo y lo haría. Dio un sorbo al vaso de agua, después sonrió mirando a todos los asistentes. -¿Quién empieza? -Yo -dijo el hombre encargado de la gestión de equipajes-. Por desgracia, ha ocurrido un incidente en Austin. A Foster no le va a gustar. Foster seguía muy presente en la empresa, aunque últimamente ella lo había representado en algunas de las reuniones de dirección. El desplazamiento diario hasta la oficina, aunque fuera corto y contara siempre con la ayuda de Manuelo, resultaba excesivo para él. Por eso, Foster había limitado sus visitas a la empresa a dos días a la semana. Los días en los que era obligatorio que se reunieran los jefes de departamento, Laura presidía las asambleas, y después, por la noche, le relataba con todo detalle de qué habían hablado. En apenas unos años había pasado de preguntarles a los pasajeros: «¿Café o té?», a actuar como directora general suplente. Cuando Foster le había propuesto sustituir a Hazel Cooper, su adaptación al puesto de responsabilidad había sido sencilla. Durante años, Laura se había preparado para ese puesto. Era a lo que había aspirado y, ahora que le habían dado la oportunidad, confiaba en sí misma y sabía que cumpliría las expectativas. Sin embargo, cuando las competencias de su trabajo se expandieron de repente y tuvo que empezar a cuidar de un marido discapacitado a la vez que asumía muchas de sus responsabilidades corporativas, la adaptación dejó de ser tan sencilla. Hasta ese momento de su vida, se había negado a delegar responsabilidades. Ahora no le quedaba otra opción. Empezó a asignar a sus subordinados los trabajos secundarios o repetitivos que hasta entonces había insistido en realizar personalmente.


A pesar de todo, la mayor parte de la carga laboral recaía sobre sus hombros. Tampoco podía delegar en nadie las tareas que desempeñaba para Foster. Sólo ella podía realizarlas, porque Foster exigía que se hicieran en un orden concreto y de un modo concreto, a «su» modo, que era, con diferencia, un modo mucho más meticuloso que el del resto de las personas. Su insistencia en la perfección era todo un reto para ella. Sin embargo, por muy difícil o exigente que fuera su programa diario, Laura se negaba a tirar la toalla. Rendirse, o incluso aflojar el ritmo, no entraba dentro de sus esquemas. Hacía lo que tenía que hacer, y seguiría haciéndolo. De todas formas, había empezado a temer qué consecuencias provocaría la maternidad en el cuidadoso equilibrio que mantenía. ¿Cómo iba a ser una madre a jornada completa, cosa que deseaba ser, sin dejar de desatender sus obligaciones como esposa, jefa del departamento y directora general suplente? Pensar en los malabarismos que tendría que hacer para encajar esa responsabilidad adicional la abrumaba. Pero si -mejor dicho «cuando»-, se viera obligada a hacerlo, lo haría. Ahora mismo había otros temas que requerían su atención, como el problema con el equipaje. -¿Qué clase de incidente? -le preguntó al jefe del departamento. -De los peores. Han robado varias maletas. -Tiene razón. A Foster no le va a gustar. Deme más datos. La explicación fue larga y generó mucha controversia entre los asistentes. Laura intentaba concentrarse en lo que se decía en la reunión, pero su mente deambulaba. Había perdido la capacidad de concentración. La había dejado olvidada en aquella casita tan bien arreglada de la calle Windsor, junto con su dignidad. «Al principio me preguntaba por qué accedía usted a tener un hijo de esta manera…» -¿Laura? Sacudió la cabeza para concentrarse de nuevo en el tema que tenía entre manos. Todos la miraban, y se preguntó cuántas veces la habrían llamado antes de que se diera cuenta. -Perdonen. Me he despistado un momento. Volvieron a plantear la pregunta. Laura contestó. La reunión siguió su curso. Si bien no estaba del todo en órbita, por lo menos no volvieron a pillarla pensando en las musarañas. No obstante, en cuanto vio la oportunidad de dar por concluida la sesión, la aprovechó: -Trataremos el resto de temas en la próxima reunión, ¿de acuerdo? Esta tarde tengo un horario criminal. Mientras los jefes de departamento se marchaban de la sala de reuniones, ninguno de ellos parecía especialmente curioso por saber el motivo de su desconcentración o de la finalización repentina de la reunión. Joe McDonald fue el único que se detuvo antes de llegar a la puerta. -¿Ha tenido un día duro? -Más duro que de costumbre. -Tal vez esto sirva para alegrarle la tarde. -De la espalda se sacó un gran sobre blanco y, con una floritura, lo dejó encima de la mesa, delante de ella-. ¡Tachan! -¿Qué es esto? -Su hijo. -¿Mi «qué»?


-Eh… -Sin duda cohibido por la respuesta exaltada de ella, el empleado añadió-: Me refiero a que llevaba mucho tiempo esperándolo, ¿no? Abra el sobre. Después de recuperarse de la palabra que había elegido su subordinado, abrió el sobre y deslizó el contenido sobre la mesa. Era una interpretación artística, en un tamaño de 30 x 35 centímetros, de un avión de SunSouth con un logo nuevo muy vistoso en el fuselaje. -¡Dios mío! -exclamó Laura-. ¡Es fabuloso, Joe! De verdad, ¡fabuloso! El hombre colgó los pulgares en los tirantes. -Sabía que le gustaría. -¿Gustarme? -preguntó ella, incapaz de contener la emoción-. ¡Me encanta! -Pasó un dedo por la obra de arte mientras leía las palabras grabadas en el avión-. «SunSouth Select». Joe estaba exultante. -Ya lo decía yo: su hijo.


Capítulo X Cuando Joe se marchó, Laura decidió aprovechar la soledad de la sala de reuniones. Permaneció sentada en la silla alta de piel, en la presidencia de la mesa, donde estaba Foster el día en que lo conoció, y volvió a mirar el diseño en cuatricromía del elegante avión. Llevaba más de un año trabajando en el concepto de SunSouth Select. Era una innovación orientada al servicio de quienes viajaban por negocios que Laura esperaba implementar antes de que la competencia ideara algo parecido. Quería que SunSouth fuera la impulsora, no la imitadora. Joe se sorprendió al enterarse de que Foster todavía no había visto el programa. Laura había dedicado meses a prepararlo, y una vez terminado, Joe dio por hecho que se lo enseñaría a Foster al instante. -No -le contestó ella-. Quiero que SunSouth Select sea una sorpresa. Quiero presentárselo como un producto completo. -Quiere atar primero todos los cabos. -Exacto. Y todavía estoy esperando algunos análisis de mercado y valoraciones de costes. Cuando estén listos y tenga oportunidad de estudiarlos, le presentaré todo el plan a mi marido. Era algo poco habitual. Hasta ese momento, Foster y ella siempre habían trabajado codo con codo. Era raro que uno de los dos diera un paso sin que el otro lo supiera. Si bien era cierto que quería sorprenderle con una propuesta que lo abarcara todo, también era cierto que, cuando se la expusiese, deseaba toda su atención. Hacía meses que no la conseguía. Foster se había dedicado en cuerpo y alma a encontrar al hombre ideal para engendrar a su hijo. Apenas pensaba en otra cosa, ni hablaba de otra cosa. Todas las conversaciones incluían por lo menos una referencia al bebé y su concepción. Ése era el tema prioritario de sus vidas en aquellos momentos. Si ella se quedaba embarazada, sabía que Foster se convertiría en un experto en cuidados, dietas y ejercicios prenatales. Dedicaría horas y horas a estudiar y memorizar todos y cada uno de los aspectos del embarazo. Sin duda, anotaría el desarrollo del embrión en una tabla diaria. Una vez había dicho en una entrevista del Business Week que, en gran parte, el éxito de la compañía aérea se debía a su trastorno obsesivo-compulsivo. El periodista pensó que bromeaba. No lo hacía. Le habían diagnosticado la enfermedad de adolescente, aunque ya había manifestado algunos síntomas de niño. Sus padres pensaban que los arrebatos compulsivos del pequeño encajaban a la perfección con su excepcional cerebro, así que no les dieron mayor importancia. Sin embargo, cuando esas obsesiones empezaron a interferir en el funcionamiento normal y en la vida cotidiana del muchacho, sus padres buscaron ayuda psiquiátrica. Desde entonces, Foster seguía un tratamiento médico que servía para controlar la enfermedad. No obstante, no estaba «curado». Así pues, de una forma bastante directa, su obsesión había alimentado su interés fanático por los detalles, y como consecuencia, había hecho posible el extraordinario éxito de SunSouth. A menos que el clima fuera pésimo, no se toleraba que ningún avión despegase o


aterrizase tarde. Todos los paquetes de cacahuetes contenían exactamente el mismo número de unidades. Si había uno menos, engañaban al cliente. Si había uno más, la empresa perdía dinero. Los asistentes de vuelo y los pilotos no podían modificar en nada el uniforme, ni siquiera poniéndose unos gemelos que no fueran los reglamentarios o unas medias de un tono que no estuviera aprobado. De haber tenido menos carisma, el carácter obsesivo de Foster habría provocado un motín entre los empleados. Pero su personalidad era tan arrolladora que todo se le perdonaba. La mayor parte de ellos lo comentaban con gracia en lugar de con irritación. Incluso le tomaban el pelo sobre el tema. Lo consideraban un rasgo inherente a él, y lo que es más, un rasgo simpático. Y nadie, ni siquiera sus críticos más severos, podían negar su éxito. Por el contrario, Laura tenía una perspectiva diferente del trastorno obsesivo-compulsivo de Foster porque convivía con él a diario. Le quitaba hierro al asunto para que no resultara tan evidente delante de los demás colegas. Sólo ella sabía hasta qué punto la enfermedad gobernaba su vida. Y por lo que parecía, la cosa iba a más. Sus obsesiones eran una parte integral de su persona. Como ella lo amaba, las aceptaba y las toleraba. Aunque le resultaba más fácil… antes. Laura se levantó y se acercó a la ventana, mientras se frotaba los brazos para quitarse el frío que le había entrado por culpa del aire acondicionado. Giró la varilla lateral de las persianas metálicas y miró a través de las rendijas, hacia el tráfico que se precipitaba por la autovía. Un avión de SunSouth, que acababa de despegar, se dirigía hacia el oeste. El vuelo de las 15.45 horas a Denver, pensó de forma automática. Observó cómo tomaba altura el convoy, con el sol reflejado en su carrocería plateada; le molestaron los ojos cuando el destello de un rayo luminoso los perforó. Pero entonces se dio cuenta de que esos pinchazos en los ojos eran fruto de las ganas de llorar. Apoyó la cabeza en el marco de la ventana, cerró con fuerza los ojos y dejó caer unas lágrimas. Susurró: -Quiero recuperar mi vida. Foster había esperado a que transcurriera un año después de la muerte de Elaine para pedirle salir a Laura. Al principio, ella había interpretado mal la propuesta, pues creyó que la había invitado a ir con él a un acto de gala benéfico por motivos empresariales. Pero cuando, justo antes de que él pasara a recogerla, le entregaron a domicilio varias docenas de rosas, empezó a pensar que a lo mejor había algo más. No podía negar que la perspectiva le provocaba cosquillas en el estómago. Para cuando terminó la velada, no cabía duda de que la cita era personal. Si Foster le hubiera pedido a cualquier otra persona (por ejemplo, al director financiero) que lo acompañara a la cena, no le habría cogido de las dos manos para darle un beso de buenas noches en la mejilla. Sus citas se hicieron cada vez más frecuentes. Algunas veces iban a cenar juntos después del trabajo, o salían a navegar por la zona de los lagos los sábados por la tarde, o comían juntos los domingos en casa de ella. Laura iba a verlo jugar partidos de polo, y él no tenía reparos en darle un beso delante de sus compañeros de equipo después de una victoria. Poco a poco, Laura se convirtió en la acompañante fija de las fiestas privadas y los actos públicos. Dejó de aceptar otras citas, incluidas las invitaciones de su compañero de tenis, quien empezó


a hacer bromas sobre su nuevo «pretendiente». Laura no podía calificar de esa manera tan frívola a Foster Speakman, pero fuera de la oficina actuaba como tal. Cuanto más tiempo pasaban juntos a solas, menos castos se volvían sus abrazos. Ella empezó a dedicarle gran parte de sus pensamientos, a fijarse en su sonrisa, sus ojos, sus gestos. Sin darse cuenta, empezó a soñar despierta con él, con una ilusión que no había sentido por ningún otro hombre, ni siquiera de adolescente. Siempre había disfrutado de una vida social muy activa. Había tenido varios novios, y amantes suficientes para tener confianza en su atractivo personal, aunque no tantos como para avergonzarse de decir el número. Además, en ninguna de esas relaciones había habido malentendidos, ni corazones rotos por la decepción, ni compromisos tirados por la borda. Porque todas las relaciones amorosas que había mantenido en su vida, desde la primera cita en un coche hasta el último hombre con el que se había acostado, habían cumplido una condición. No podían interferir en sus ambiciones. Cosa que ahora la colocaba en una verdadera tesitura. Debido a las implicaciones profesionales, ninguno de los dos quería reconocer la intimidad creciente ni el anhelo que sentían. Sus besos y arrumacos los dejaban al rojo vivo, pero se refrenaban porque ambos querían mantener a toda costa su relación laboral. Una noche, mientras estaban acurrucados en el sofá de casa de Laura, viendo una película en la televisión, él agarró el mando a distancia y de pronto apagó el aparato. -Gracias -dijo ella-. A mí también me estaba costando seguirla. -Amaba a Elaine con todo mi corazón, Laura. Al percatarse de la seriedad en el tono de Foster, Laura se incorporó y lo miró a la cara. -Sí, ya lo sé. -Si hubiera vivido, la habría amado eternamente. -No lo dudo. -Siempre valoraré su recuerdo y los años que compartimos. Ninguna de esas afirmaciones sorprendió a Laura. Los había visto juntos en distintas ocasiones después de aquella fiesta en su casa. Era evidente lo mucho que se amaban el uno al otro. Tras la muerte de Elaine, Foster la había honrado creando una fundación cuyo objetivo era recaudar dinero para la investigación contra el cáncer. No era sólo un charlatán con el talonario lleno, sino un comprometido defensor de la causa y un recaudador de fondos entregado. En la muerte, igual que en la vida, Elaine era primordial para él. Le acarició la mejilla a Laura. -Pero Elaine ya no está aquí. Tú sí. Y estoy enamorado de ti. Pasó la noche con ella. La mayor parte de las noches siguientes también las pasaron juntos. En el despacho, continuaron actuando como siempre, realizando su labor por separado, comportándose de manera profesional, tratándose el uno al otro del mismo modo que trataban al resto de compañeros. Estaban convencidos de que nadie conocía su relación personal, pero Laura se enteró más tarde de que sólo habían conseguido engañarse a sí mismos. Todo el mundo lo sabía. Una mañana, Laura entró en el despacho de Foster sin avisar y le dejó un sobre encima de la mesa. -¿Qué es eso?


-Mi dimisión. Él procuró contener la sonrisa. -¿Es que el sueldo no te parece suficiente? ¿Te han hecho una oferta mejor? Laura se sentó en la silla que había frente al escritorio. -Foster, estos últimos cuatro meses han sido los más felices de mi vida. Y también los más desdichados. -Vaya, confío en haber contribuido a la parte de felicidad. Ella lo miró con cariño. -Ya sabes lo contenta que estoy de salir contigo. Pero este secretismo hace que parezca… -¿Sórdido? -Sí. Y sospechoso. Me acuesto con mi jefe. Como mujer con carrera, no me gusta la imagen que eso da de mí. No me gustan las connotaciones que pueden inferir mis compañeros de trabajo. No quiero renunciar a mi empleo. Me he dejado la piel para conseguirlo. Y sabes que me encanta. »Pero tampoco puedo renunciar a ti -siguió Laura, con la voz quebrada por la emoción-. Si tengo que elegir entre las dos cosas, te amo a ti más de lo que amo mi trabajo. Así que… dijo señalando el sobre que seguía encima de la mesa- tengo que dejar SunSouth. Él tomó el sobre y se lo quedó mirando. Empezó a darle vueltas para observarlo desde todos los ángulos, como si así pudiera ver el contenido. -Otra opción -dijo- sería casarte conmigo. Elaine Speakman ya había sentado precedente al participar en la junta directiva, así que nadie le acusó de nepotismo. Además, nadie quería hacerlo. Cuando Foster y Laura anunciaron sus planes de boda al resto de ejecutivos y miembros de la junta, el único tema que se debatió fue la fecha en que se celebrarían las nupcias y si viajarían o no en un jet de SunSouth durante la luna de miel. Si corrieron rumores malintencionados de que ella se casaba con Foster por su dinero, o por alguna otra razón interesada, Laura nunca llegó a oírlos. E incluso si hubiera estado al corriente de esa clase de chismes, los habría pasado por alto. Si bien algunos consideraban que su historia era la de una especie de Cenicienta moderna (así mismo la habían descrito en la columna de un periódico), ella sabía que la única razón por la que se casaba con Foster era porque lo quería con toda su alma. No le afectaban lo más mínimo las conjeturas de las personas malpensadas. Su boda recibió toda la atención de la prensa, aunque no hubo fotos que acompañaran las reseñas informativas. Celebraron una ceremonia privada, invitaron únicamente a los amigos más íntimos a la celebración religiosa y al banquete posterior. Foster no rechistó cuando ambos se plantearon que abandonara la majestuosa propiedad de la familia, pero Laura se dio cuenta del sacrificio que eso supondría para él. Le encantaba vivir en la mansión, así que abrazó a su prometida con todo su amor cuando ella le dijo que también le gustaba mucho el sitio y que allí era donde iban a quedarse para compartir su vida. Laura se mudó, pero apenas cambió detalles de la decoración elegida por Elaine. Igual que su riqueza, el amor de Foster hacia Elaine era un aspecto más de él. Laura no se sentía intimidada por el recuerdo de su esposa fallecida, o en todo caso, no más que por su fortuna. Foster habría preferido que ella volviera embarazada de su luna de miel en las islas Fiji.


Cuando Laura objetó que ya tendrían tiempo de procrear, él bromeó acerca de su reloj biológico. -¡Tengo treinta y un años! -exclamó Laura. Él colocó la oreja contra su vientre. -Pero lo oigo hacer tic-tac. Aun con todo, ella le había pedido que le diera tiempo para ser esposa antes de ser madre. Era una decisión que en el futuro le parecería tremendamente egoísta y de la que siempre se arrepentiría. El primer año estuvieron muy entretenidos con la floreciente compañía aérea y con la adaptación a la vida de casados. Aunque Laura no tardaría en darse cuenta de que el término «adaptación» era desconocido para su esposo. No descansaba nunca. Cuanto más tenía que hacer, más cosas hacía. Era infatigable, un generador incesante de energía. Tenía la ética laboral de un troyano pero también defendía la dolce vita. Su entusiasmo por la vida era contagioso. Laura disfrutaba de la montaña rusa de emociones en la que estaban inmersos. Foster se aprovechaba de la atención de los medios y los alimentaba con migajas de información sobre su compañía aérea incluso cuando no había noticias reales que dar, para que SunSouth se mantuviera siempre en un lugar destacado dentro de la mente de los lectores. Su nombre, junto con el de Laura, aparecía con frecuencia en la sección de negocios de los periódicos. Sus actividades se cubrían en revistas de tirada nacional, como la vez en que fueron a jugar al tenis por parejas con el presidente y la primera dama. El noticiero televisivo 20/20 también les dedicó algunos segundos, y se refirió a ellos como el equipo que, a pesar de los malos augurios empresariales, había conseguido resucitar una compañía aérea en decadencia. También fueron al programa Good Morning America, donde los invitaron para que hablaran de la Fundación Elaine Speakman y de la investigación médica para la que recogía fondos. Los periodistas del corazón que habían insinuado con malicia que Laura era una cazafortunas no tardaron en alabar su inteligencia, su vista para los negocios, su gusto impecable, su encanto nada artificial. Los Speakman se convirtieron en la niña de los ojos de las páginas de sociedad locales, y sus fotografías comenzaron a aparecer en las revistas de manera habitual, ya fuera como anfitriones, como invitados o como patrocinadores de un acto u otro. Una noche, al salir de uno de esos eventos, tomaron una decisión que cambiaría el rumbo de sus vidas para siempre. Era martes por la noche. Habían asistido a la fiesta de jubilación de un ciudadano de Dallas de renombre. Entre el hotel donde se había celebrado la cena y la mansión de los Speakman apenas había cinco kilómetros de zona urbanizada. Cuando el mozo del aparcamiento del hotel le entregó el coche a Foster, Laura se dirigió al asiento del conductor. -Has brindado más veces que yo -le dijo a su marido. -Voy bien para conducir. -¿Por qué quieres arriesgarte? Ella se puso al volante. Él se sentó en el lugar del acompañante. Empezaron a comentar el programa para el día siguiente. Laura le recordó que tenía una reunión por la tarde. -Qué día tan ajetreado voy a llevar mañana -comentó él-. Ojalá pudiéramos hacer algo


para cambiarlo… En ese momento, todo cambió. El conductor de un camión de reparto se saltó un semáforo en rojo, un error que le costaría la vida. Como no llevaba el cinturón de seguridad abrochado, fue expulsado del camión a través de la luna delantera. De lo contrario, probablemente habrían tenido que sacarlo a la fuerza del amasijo de metal que provocó la colisión, tal como le ocurrió a Foster. La cabina del camión impactó contra el lado del acompañante de su coche. El equipo de rescate tardó cuatro horas en conseguir extraerlo de los despojos. Laura se quedó inconsciente por culpa de la colisión. Recuperó la consciencia en la ambulancia, y su primer pensamiento fue para su esposo. Su histeria creciente preocupó a los enfermeros que la atendían. Le respondieron con sinceridad: -No sabemos cómo está su marido, señora. Pasaron varias horas agónicas antes de que le comunicaran que estaba vivo pero en un estado crítico. Más tarde, se enteró de que le habían hecho una operación de emergencia para reparar unas lesiones internas importantes que habían provocado una hemorragia tan grande que amenazaba con acabar con su vida. Como ella sólo había sufrido una conmoción cerebral, un brazo roto y varios rasguños y contusiones, después de mucho pedirlo le permitieron que entrara en la unidad de cuidados intensivos en la que Foster luchaba por sobrevivir. Los especialistas iban y venían. Cuchicheaban con aire serio. Ninguno de ellos se mostraba optimista. Pasaron los días; Foster se aferró a la vida. Laura lo velaba junto a la cama mientras los monitores le informaban de sus extraordinarios deseos de vivir a través de líneas luminosas y pitidos. En total, lo operaron seis veces. Desde el principio Laura se dio cuenta de que los ortopedistas sabían que no volvería a caminar, pero realizaron las operaciones como si hubiera esperanza. Utilizaron grapas y hierros para soldar unos huesos que no volverían a moverse salvo que otra persona los accionara. Otros especialistas ensamblaron los vasos sanguíneos para mejorar su circulación sanguínea. Foster se sometió a una segunda intervención abdominal para curar un rasgado en el colon que no habían detectado durante la primera operación. Laura no recordaba para qué habían servido el resto de operaciones. Foster tardó varias semanas en recuperar por completo sus facultades. Cuando lo hizo, se tomó la noticia con un aplomo admirable, con coraje y confianza. En cuanto se quedaron a solas, tomó a Laura de la mano, la apretó entre las suyas y le aseguró que todo saldría bien. La miró con un amor sin reservas y expresó repetidas veces su gratitud a Dios por haber permitido que ella saliera del accidente sin daños graves. Nunca insinuó que ella tuviera la culpa. Sin embargo, mientras lo miraba entre lágrimas aquel día, Laura le dijo algo que estaba segura de que se le había pasado por la cabeza, igual que se le había pasado a ella mil veces. -Tendría que haberte dejado conducir. Dos años más tarde, a la vez que miraba sin ver por la ventana de la sala de reuniones de SunSouth, Laura seguía reprochándose el haber insistido en conducir aquella noche. ¿Habría conducido Foster un poco más rápido, o un poco más lento, con lo que habría evitado quedar


en medio de la intersección justo cuando el camionero se saltó el semáforo? ¿Habría sabido reaccionar más rápido y habría dado un volantazo para evitar la colisión? ¿Habría hecho algo que ella no había hecho? O, si el destino hubiera dictado que debían estar en ese preciso lugar en ese preciso momento, tendría que haber sido ella quien estuviera sentada en el asiento del acompañante. Foster nunca había dado a entender que Laura tuviera la culpa. Ni siquiera había vuelto a mencionar su breve conversación acerca de cuánto habían bebido cada uno de los dos y de quién debía conducir. Sin embargo, a pesar de quedar silenciada, esta pregunta siempre flotaría entre ellos: ¿habría pasado lo mismo si él hubiera ido al volante? Laura reconocía que era absurdo preguntárselo. Aun con todo, las suposiciones la torturaban, igual que sabía que debían de atormentar a Foster. Se irían a la tumba preguntándose «¿y si…?». Era evidente que Griff Burkett se había informado por algún medio sobre el accidente. Ella no se habría atrevido a mantener una conversación al respecto, pero si Griff sabía por qué iba Foster en silla de ruedas, sin duda comprendería por qué ella estaba dispuesta a llevar a cabo cualquier plan que se le ocurriera a su marido. Foster no había muerto, pero su vida anterior había terminado de la noche a la mañana. Y Laura sentía el peso de la culpabilidad. Tener un hijo, concebirlo de la forma que deseaba Foster, requería muy poco de su parte, teniendo en cuenta todas las cosas a las que había renunciado él. Tener un hijo y heredero había sido uno de los sueños que le habían sido arrebatados aquella noche. Tal vez si le garantizaba ese sueño, ella se sacudiría una parte de la culpa y, al hacerlo, podría recuperar una parcela de su vida anterior. Incómoda por tanta autocompasión, se alejó de la ventana. Mientras se daba la vuelta, notó una sensación punzante entre las piernas que la hizo estremecerse, tanto por el recuerdo que evocaba como por la incomodidad física. A Griff Burkett le había costado penetrarla. Que ella estuviera seca y tensa decía mucho del estado de su vida privada, y había sido un suplicio. Pero por lo menos, él había tenido la sensibilidad suficiente para darse cuenta y haber dudado un momento. Incluso había tenido la impresión de que Burkett se negaba a continuar, como si supiera que le iba a hacer daño. De hecho, así había sido… No. No volvería a pensar en eso. No volvería a pensar en él. Hacerlo habría convertido todo el asunto en algo más personal. Y si se volvía algo personal, el argumento perdería peso. El argumento que se repetía para convencerse de seguir adelante con el plan de Foster era que «utilizar a un padre suplente para concebir era igual de aséptico, y no requería más implicación emocional que someterse a una inseminación artificial en el entorno estéril de la consulta médica». Pero el temblor entre sus piernas le recordaba de forma insistente que había estado con un hombre. Que un hombre se había introducido en ella. Había alcanzado el clímax dentro de ella. ¿Cómo podía haber pensado por un absurdo instante que aquello sería «aséptico»?


Capítulo XI El bar deportivo estaba abarrotado de gente que no paraba de gritar, pero Griff pensó que, si pasaba una tarde más encerrado en el apartamento, se iba a volver loco. Sin nada constructivo que hacer durante el día, las tardes se le hacían especialmente largas. Su bronceado había adquirido un tono demasiado oscuro para ser saludable. Aunque seguía un esquema de ejercicios muy estricto, se aburría de tanta repetición. Ya había visto todas las películas de la cartelera, algunas de ellas, más de una vez. Había leído todo lo que tenía pendiente. O por lo menos, todo lo que le resultaba entretenido. Marcia continuaba su recuperación en casa y, a través de Dwight, le había pedido a Griff que no fuera a visitarla. -Ya tiene bastante con intentar recuperarse. Y además, todavía le queda hacerse la cirugía estética -le había dicho Dwight-. Necesita un poco de espacio. Estoy convencido de que se pondrá en contacto con usted en cuanto vuelva a recuperar su despampanante aspecto. Lo había dicho con mucho tacto, pero Griff sabía leer entre líneas. Verlo suponía una complicación adicional e innecesaria para la mujer. Marcia no lo culpaba de lo que había ocurrido, pero distanciarse de él era lo más sensato y lo más seguro, tanto para ella como para su negocio. Por lo tanto, ni siquiera le quedaba la emoción de esperar a que llegara el momento de sus escapadas diarias al hospital. Se aburría. Y, posiblemente por primera vez en su vida, se sentía solo. Ser un marginado social era distinto de estar a solas por propia iniciativa. Una de las cosas que más aborrecía de estar en la cárcel era la falta de privacidad. Durante esos cinco años, anhelaba la soledad, y juró que, cuando saliera, no volvería a despreciarla jamás. Pero por lo menos, cuando tenía ganas de hablar, en la cárcel había otros presos con los que pegar la hebra. Comía en compañía de gente. Ahora no tenía a nadie con quien hacer nada. Había días en los que no intercambiaba ni una sola palabra con otra persona. No es que fuera gregario por naturaleza. Tal como Bolly había comentado con franqueza, Griff siempre había sido un tipo solitario. Sin duda, esa tendencia era un remanente de su infancia. La negligencia de su madre le había enseñado a ser autosuficiente. Había confiado únicamente en sí mismo para todo: alimentación, consuelo y entretenimiento. Esa seguridad en sí mismo, al principio imprescindible, se había convertido en un rasgo propio. También se había convertido en un arma que empleaba para mantener al resto de la gente a un metro de distancia, ya fuera por desagrado o por desconfianza. No veía ninguna ventaja en dejar que alguien influyera sobre él. Incluso las amistades más espontáneas requerían demasiado esfuerzo por su parte. Para entablar amistad, hay que dar además de recibir. Y para Griff, ambas cosas eran igual de complicadas. Con el tiempo, el entrenador y Ellie se habían dado cuenta y habían dejado de presionarlo para que hiciera amigos, resignándose a que él prefiriese estar en compañía de sí mismo a estar con los demás. Sin embargo, en su vida anterior, por lo menos estaba rodeado de gente, aunque no se relacionara mucho con ella. En el colegio, con los Cowboys, en Big Spring. Ahora estaba literalmente solo. Por eso, hacía unos días, por pura desesperación, había llamado a uno de sus


antiguos compañeros de equipo, alguien con quien había sido simpático para sus estándares. El antiguo defensa lateral, que posteriormente había montado una empresa informática que funcionaba muy bien, le dio la enhorabuena por estar en libertad y mintió al decirle que se alegraba mucho de saber de él. Pero cuando Griff propuso que quedaran para tomar una cerveza, el tipo inventó una docena de excusas en el lapso de treinta segundos: una de ellas, que se había casado. -Es una chica estupenda, no me malinterpretes. Pero me ata corto. Ya sabes a qué me refiero. La verdad era que no lo sabía. Pero lo que sí sabía era que ese hombre corpulento y grandullón que jugaba al fútbol americano en la liga nacional prefería que Griff creyera que era un calzonazos a tener que quedar con él para tomar una cerveza. Esa noche, dispuesto a no pasar otra velada más en el solitario encierro de su apartamento, Griff se había arreglado y había salido a buscar un poco de animación. Encontró una amalgama de gente en un bar deportivo serio de un barrio acomodado. Era un sitio pulcro y reluciente, en el que servían más dry martinis que jarras de cerveza. Allí se reunían los jóvenes, los guapos y los deportistas. El bronceado de Griff era el más pálido del local. Griff se comía con los ojos a los grupos de veinteañeras con camisetas de manga corta ajustadas y minifaldas. Se las comía con los ojos, pero sin lujuria. Algo que resultaba sorprendente, teniendo en cuenta que no había practicado sexo desde su encuentro con Marcia. Bueno, y con Laura Speakman. «Déjalo, no entres en ese terreno.» Eso era lo que se repetía cada vez que sus pensamientos intentaban tomar aquel rumbo. Había tres filas de clientes que querían pedir apelotonados junto a la barra ovalada. Tuvo que esperar casi media hora hasta que uno de los camareros le prestó atención. Lo llamó, pidió una cerveza y una hamburguesa. Mientras comía, vio un partido de béisbol en la gran pantalla de televisión que colgaba de la pared, en el centro del bar. Se había fijado en una chica morena que había sentada en el extremo más alejado de la barra, de frente a él. La chica le dedicaba una sonrisa y un movimiento pectoral cada vez que su novio (o marido o lo que fuese) no la miraba. Aparte de eso, Griff dejó que los asuntos del bar transcurrieran a su alrededor sin participar en ellos. Alargó la hamburguesa para que le durase más de cinco saques del partido de los Rangers. Con el fin de mantener la propiedad del taburete que había pillado, y para no volver todavía al piso vacío, pidió una segunda cerveza que no le apetecía. Los Rangers ganaban de tres puntos. Aquella temporada les iba muy bien. Si llegaban a los play-offs, empezaría a seguir los partidos. De lo contrario, el béisbol no le interesaba demasiado. No entendía la gracia de un deporte en el que la jugada perfecta era en la que no pasaba nada. Los aficionados del béisbol le llevarían la contraria, por supuesto, y le dirían que pasaban muchas cosas en una jugada en la que no se golpeaba la bola, pero él no lo apreciaba. Era evidente que resultaba muchísimo más divertido ver un partido cuando habías apostado por quién iba a ganar. Él había empezado a apostar por motivos así de inocentes. Lo hacía por diversión. Ya cuando estaba en la Universidad de Texas, le gustaba hacer llamadas, apostar en los partidos de la Liga Nacional Universitaria, aunque nunca había apostado en un partido de su equipo, los Longhorns. Pero no porque no quisiera… No había sucumbido a la tentación de apostar en sus


propios partidos hasta que había ascendido al equipo de los Cowboys. El loquero con el que había hecho terapia en Big Spring tenía una teoría. Decía que Griff se sentía culpable de su buena suerte. Los Longhorns habían ganado el campeonato nacional el año en que él terminaba sus estudios. Estuvo a dos votos de conseguir el galardón Heisman. Fue el primer debutante que seleccionaron aquel año y llegó como caído del cielo a los Cowboys, cuyo quarterback veterano se había retirado. Cuando firmó el contrato con el equipo, su foto apareció en la portada del Sports Illustrated. Fama y fortuna a los veintitrés años. Se le subió a la cabeza. La teoría del psiquiatra era que había apostado con la esperanza subconsciente de que lo atraparan, de que lo castigaran, de perderlo todo, incluido el afecto del entrenador y de Ellie. El loquero insistía en esto: «Es posible que el entrenador Miller fuera la única persona del mundo a quien respetaras y por quien sintieras afecto. Sin embargo, hiciste a propósito algo que sabías que él no podría perdonarte, el único acto que ocasionaría una brecha irreparable en vuestra relación». El resumen de su análisis era que, de manera subconsciente, Griff creía que debía ser castigado por todas las cosas buenas que le habían pasado -empezando por que el entrenador le ofreciera un hogar y terminando por que se convirtiera en el quarterback titular de los Dallas Cowboys-, porque en lo más profundo y recóndito de su ser, sentía que no merecía esas bondades. Su ruina había sido una profecía autoimpuesta. A lo mejor era cierto. O a lo mejor era una chorrada. Había apostado porque era divertido y porque lo tenía todo controlado. Después, cuando se enganchó de verdad, dejó de ser divertido. Y dejó de controlarlo todo. Mientras apuraba la segunda cerveza sentado a la barra del bar, procurando prolongarla, intentó calcular más o menos cuánto dinero se habría apostado la gente por el resultado de ese partido de los Rangers. ¿Cuánto sacarían sus antiguos socios de la moderna oficina de Las Colinas por esos nueve saques? Mucho, de eso estaba seguro. El clan de los Vista tenía corredores de apuestas que trabajaban para ellos repartidos por todo el país. Uno menos, ahora que Bill Bandy ya no estaba en su plantilla. Griff confiaba en que ese chivato llorón ardiera lentamente en el fuego más vivo del infierno hasta quedar reducido a cenizas. -¿Has apostado algo? Como estaba sumido en sus pensamientos, Griff volvió la cabeza hacia la derecha para asegurarse de que la pregunta iba dirigida a él. El hombre del taburete de al lado lo miraba, con el labio superior levantado en una sonrisa belicosa. -¿Perdón? -dijo Griff. -Vuelve a preguntárselo. -Detrás del primero había un segundo hombre de pie. Su expresión truculenta era equiparable a la de su amigo, y sus ojos estaban igual de inyectados en sangre de tanto beber. Con calma. Griff contestó: -¿Qué tiene que preguntarme? -Te he preguntado si has apostado algo por este partido. El que estaba sentado en el taburete señaló con el pulgar la pantalla de televisión. -No, no. -Griff se dio la vuelta, con la esperanza de que lo dejaran en paz.


-¿Es que ya no apuestas? Griff hizo oídos sordos y dio un trago a la cerveza. El del taburete le dio un codazo, con lo que consiguió que derramara la cerveza por la barra. -Oye, capullo. ¿No me has oído? Te he hecho una pregunta. A esas alturas, los clientes que estaban más cerca ya se habían percatado del intercambio de improperios. La música seguía atronando por los altavoces con una percusión palpable. En la pantalla televisiva continuaba la acción, pero las conversaciones cesaron y la gente dirigió la atención hacia ellos. -No quiero problemas -dijo Griff en voz baja-. Tíos, ¿por qué no os largáis y vais a dormir la mona a otro sitio, eh? Pero sabía que no se iban a marchar así como así. El segundo hombre se había desplazado un poco y ahora estaba justo detrás de su taburete, acorralándolo. Griff le daba la espalda, pero notaba la presencia hostil y provocadora del hombre. Estableció contacto visual con el camarero y le indicó que quería la cuenta. El camarero se acercó a la caja registradora. Griff desvió la mirada hacia la morena que había estado coqueteando con él. Sorbía su cóctel con una pajita y lo observaba a través del cristal helado. Su acompañante también lo miraba. El tipo que había detrás del taburete de Griff dijo al otro: -Supongo que sólo apuesta en los partidos que puede amañar. -¡Puto tramposo! -El primer hombre volvió a darle un codazo, esta vez más fuerte-. Sí, sí, puto tram… La mano de Griff salió disparada con la rapidez de una serpiente a punto de atacar a su presa, agarró la muñeca del hombre y la aplastó contra la barra como si fuera el golpe definitivo en un pulso. El hombre aulló de dolor. El segundo aterrizó sobre la espalda de Griff como un colchón relleno de plomo. Griff se bajó del taburete e intentó deshacerse del hombre. Se oyó un arrastrar de pies nada disimulado mientras los demás clientes se apartaban de la escena. Alguien rompió un vaso sin querer. Dos gorilas surgieron de la nada y apartaron al hombre que aprisionaba la espalda de Griff. -Déjalo. Uno de los gorilas empujó a Griff en el hombro y le hizo retroceder varios pasos. Griff no opuso resistencia. Levantó las manos. -Yo no busco problemas. No quiero jaleo. Los dos gorilas agarraron con fuerza a sus acosadores y los acompañaron a la salida. A pesar de sus protestas ebrias, los sacaron del local. Pero el espectáculo no había terminado. Todos los ojos continuaban fijos en Griff, sobre todo ahora que lo habían reconocido. Su nombre se extendió con un murmullo por la multitud como una mancha de aceite. El camarero le dio la cuenta. Antes de que pudiera contar los billetes para pagarla, un joven con un traje muy moderno se materializó junto a él. Estaba claro que era el encargado. -Invita la casa -le dijo al camarero, quien asintió y retiró la cuenta. Griff se lo agradeció. Pero la expresión del joven no era hospitalaria. -Tengo que pedirle que se marche y no vuelva.


La rabia y la vergüenza hicieron enrojecer a Griff. -Yo no he hecho nada. -Tengo que pedirle que se marche y no vuelva -repitió el joven. Griff le aguantó la mirada durante unos segundos más, después lo apartó de un empujón y se marchó dando zancadas. La muchedumbre empezó a abrirle paso. Cuando llegó a la puerta, uno de los gorilas la mantuvo abierta para que saliera. Mientras Griff pasaba por delante de él, el gorila murmuró: -Qué cabrón… Una vez fuera, el aire se pegó a Griff como un sudario empapado. Sin embargo, le habría costado menos deshacerse del ambiente pegajoso y húmedo que deshacerse de su ira. Lo único que él quería era tomar un trago, sin meterse con nadie, y de pronto lo echaba del local un tío que llevaba una de esas camisas horteras que él no había querido comprarse en Neiman porque eran demasiado cantonas. «A la mierda.» Las hamburguesas del Dairy Queen estaban el doble de buenas y costaban la mitad, así que ¿qué coño le importaba que no le dejaran entrar en ese bar? Pues le importaba porque lo habían humillado delante de la gente que solía vitorear su nombre. Y pasar de ser una estrella de los Dallas Cowboys, rodeada de los fotógrafos deportivos y de los fans histéricos, a ser un pringado al que echaban los gorilas de un bar pijo era caer muy bajo. Llegó al coche y accionó el mando. Antes de tener tiempo de abrir la puerta, lo agarraron por detrás y lo empujaron contra el cristal posterior del vehículo. -Aún no hemos acabado contigo. Era el tipo del bar, el primero que había hablado con él. Tenía a su colega al lado. No estaban borrachos. Estaban totalmente sobrios. Y, con un destello de claridad, Griff se dio cuenta de que tampoco eran forofos despechados. -Esto por agarrarme de la muñeca -gruñó el primer hombre. Enterró el puño en el estómago de Griff. «No -pensó Griff mientras se le derretían las rodillas-, estos tíos no son fans cabreados con demasiadas cervezas en el cuerpo. Son profesionales.»


Capítulo XII -¿Foster? -¿Mmm? -¿Pensabas ir a la oficina mañana? Él apartó el libro que estaba leyendo y miró a Laura. Se había llevado tarea a casa. Desde que habían terminado de cenar, estaba sentada en un sillón de la biblioteca ojeando documentos. -Si quieres que vaya… -Algunas de estas cosas me superan -contestó ella-. Son muy técnicas y necesito que me des tu opinión. Hace casi una semana que no vas por allí. Creo que es importante que te desplaces a la empresa siempre que puedas. -¿Es que los ratones bailan? Ella sonrió. -No, porque saben que yo castigaría a los remolones. -Dudó un momento y luego añadió-: Creo que es importante para ti. -Ah, vaya, así que crees que quien hace el remolón soy yo. Laura colocó las manos sobre las caderas y fingió estar irritada. -¿Es que buscas pelea? -Está bien, basta de bromas… Pero ya sabes que el hecho de que no vaya físicamente a la oficina no significa que no esté trabajando, ¿verdad? -Sé que tu cerebro no deja de trabajar, pero estar en la oficina te daría más energía. Foster la contempló durante unos segundos y luego dijo: -Estás haciendo tu trabajo además de complementar el mío. ¿Las responsabilidades dobles resultan excesivas para ti? Había tocado un punto sensible, y ella reaccionó. -¿Acaso crees que lo son? -En absoluto. Pero me he dado cuenta de que pareces cansada. Pasó por alto el comentario. -Estoy preocupada por ti, no por mí. SunSouth te apasiona. Es lo que alimenta tu vida. Necesitas a esa compañía aérea tanto como la compañía te necesita a ti. Y además, ¿cuándo fue la última vez que salimos a cenar? Él inclinó la cabeza hacia atrás ligeramente. -Lo siento. Creo que me he perdido. ¿Cuándo hemos cambiado de tema? -No hemos cambiado de tema. Está relacionado. -¿Ah, sí? -Ya casi nunca vemos a nuestros amigos. Ni me acuerdo de la última vez que salimos o que invitamos a una pareja a almorzar con nosotros el domingo o a jugar una partida de cartas. Tú te quedas aquí escondido casi todos los días. Yo no hago más que trabajar. Me encanta el trabajo, no es que me queje, pero… Se quedó callada, bajó la barbilla y dejó que la frase quedara suspendida en el aire. -Te ha llegado la regla.


Laura levantó la cabeza, lo miró a los ojos y, mientras sus hombros se hundían gradualmente, asintió. -Lo siento. Él frunció el ceño con pesar. -Lo sabía. -¿Por mis reproches? -No. Esta mañana ha sido la única en que no te he preguntado si la tenías. -Foster… Laura se había equivocado. No era pesar lo que escondía su expresión, sino sentimientos de culpa. Había seguido el ciclo de su esposa con diligencia, le había preguntado por él todos los días, en ocasiones, varias veces al día. -La gafé esta mañana al no levantarme a tiempo de verte antes de que te marcharas a tu reunión de primera hora. Siempre te pregunto por el período en cuanto me despierto, es lo primero que hago todas las mañanas. Menos hoy, hoy no te he preguntado. -Foster, lo creas o no, mi ciclo menstrual no depende de que me preguntes por él. -Se te había retrasado. -Sólo dos días. -¿Por qué se te había retrasado? -No lo sé. -Nunca se te había retrasado hasta ahora. -Normalmente no. -Entonces, ¿por qué ahora? -No lo sé, Foster -contestó Laura intentando contener la impaciencia-. A lo mejor es el estrés. -¡Mierda! -Golpeó los brazos de la silla de ruedas tres veces-. Cuando no te bajó hace dos días, empecé a tener esperanzas. Debería haberte preguntado. Si te hubiera preguntado… -Habría tenido la menstruación igualmente. -Nunca lo sabremos. -Yo sí lo sé. Mi temperatura había bajado, lo que significa que no estaba embarazada. Hace varios días que tengo síntomas premenstruales. Por eso estoy tan cansada y falta de energía. Confiaba en equivocarme pero… -Sacudió la cabeza con nostalgia-. Me daba terror decírtelo. -No es culpa tuya. Ven aquí. Su tono cálido la invitó a apartar los documentos. Cuando se acercó a él, Foster le indicó que se sentara sobre su regazo. Ella se sentó con cautela. -No quiero hacerte daño. -Como si fuera posible… -Se sonrieron el uno al otro pero dejaron sin pronunciar infinidad de cosas que siempre se quedaban en el aire acerca del accidente y los efectos colaterales para sus vidas. Él le apretó el hombro con afecto-. Esto es un contratiempo, pero no una derrota. Has hecho todo lo que has podido. -Pero está claro que no ha bastado. -Digamos que el éxito ha quedado pospuesto. Eso no equivale a un fracaso. Ella hundió la cabeza y murmuró: -Qué bien me conoces.


-Sé cómo funciona tu exigente cabecita. Algunas veces, para tu perjuicio. Ambos tenían personalidades fuertes y una gran inteligencia y, al comparar sus infancias, habían descubierto que, a pesar de la sustancial diferencia económica entre las dos familias, habían recibido un tipo de educación similar. Tanto los padres de Laura como los de Foster habían esperado demasiado de su único descendiente. Los padres de ambos habían sido estrictos pero afectuosos. La presión por triunfar que habían inculcado a sus hijos era más sutil que evidente, pero eso no la convertía en menos eficaz. El padre de Laura era piloto de bombardero de las Fuerzas Aéreas, y había servido dos turnos en Vietnam. Después de la guerra pasó a ser instructor de vuelo y piloto de pruebas. Como hombre aventurero y temerario que era, iba en moto sin casco, hacía esquí alpino y acuático, y practicaba descenso y escalada. Murió mientras dormía. Un aneurisma cerebral. No se enteró de nada. Laura lo adoraba y se tomó fatal su muerte, no sólo por la extraña injusticia que había supuesto sino porque su padre no había vivido para ver que ella había alcanzado todas las metas que se había marcado. Su madre consideraba que su extraordinario esposo era un héroe sin parangón. Lo adoraba y nunca se recuperó de la impresión de encontrárselo muerto en la cama a su lado. La pena se deterioró convertida en depresión. Laura se vio impotente a la hora de detener la fuerza inexorable de la enfermedad hasta que, al final, se cobró la vida de su madre. Laura había sido una estudiante excepcional, había obtenido matrícula de honor y formaba parte de la asociación estudiantil Phi Beta Kappa, para personas con calificaciones sobresalientes. Había logrado todos los objetivos que se había planteado. Sus padres habían manifestado su orgullo de manera evidente. La consideraban la coronación de su éxito. Pero la muerte de ambos, en los dos casos trágica y prematura, la había dejado con la sensación de que les había fallado tremendamente. Foster lo sabía. Ella señaló a su marido con el dedo mientras decía: -No empieces con esa psicología de sofá y me repitas que no quiero decepcionar a mis padres. -Está bien. -Pero es lo que estabas pensando -lo acusó-. Igual que piensas que es culpa tuya porque no me preguntaste si tenía la regla esta mañana. Él se echó a reír. -¿Quién conoce bien a quién? Laura le pasó los dedos por el pelo a Foster. -Sé que no te gusta cambiar de rutina, porque si lo haces, pueden pasar cosas nefastas. ¿Acaso no es el principio vital que sigues, Foster Speakman? -Y aquí tienes la prueba de lo lógico que es ese principio. -Las leyes de la naturaleza también son lógicas. -Laura se encogió de hombros-. El óvulo no fue fecundado. Tan sencillo como eso. Él sacudió la cabeza con aire testarudo. -Nada es tan sencillo. -Foster… -Es indiscutible, Laura. Las leyes no escritas gobiernan nuestras vidas.


-Hasta cierto punto, es posible, pero… -No hay «peros». Hay patrones cósmicos en funcionamiento que uno no debería violar. Si lo hace, las consecuencias pueden ser muy graves. Laura bajó la cabeza y dijo con dulzura: -Como cambiar de conductor en el último momento. -¡Por Dios! Ahora te he puesto todavía más triste. Foster empujó la cabeza de Laura hacia su pecho y le acarició la espalda. No podía discutir de eso con él. Intentar hacerlo sería una pérdida de tiempo. Poco después de que se casaran, en un esfuerzo por comprender mejor su trastorno obsesivocompulsivo, había ido a hablar con el psiquiatra de Foster. Él le había explicado que Foster estaba convencido de que el desorden predestinaba el desastre. Las pautas no podían romperse. Las series no podían interrumpirse. Foster creía en eso con todo su corazón, toda su alma y toda su mente, y el médico le había dicho a Laura que intentar convencerlo de lo contrario era malgastar saliva. -Lo lleva increíblemente bien -le dijo el médico a Laura-. Pero no debe olvidar que lo que para usted es un despiste, para él es el caos. Tras acordar tácitamente que iban a dejar correr el tema, se quedaron sentados en silencio. Al cabo de un rato, Foster dijo: -Griff Burkett también se sentirá decepcionado. -Sí, tendrá que esperar por lo menos otro mes para ganarse el medio millón. Foster no le había preguntado nada concreto acerca de su encuentro con Burkett. Cuando Laura había llegado a casa aquella noche, le había comunicado con pelos y señales todo lo que había ocurrido en la empresa, pero no le había dicho nada sobre ese tema hasta que él le había preguntado: -¿Qué tal ha sido la cita con Burkett? -Corta. Hizo lo que tenía que hacer y se marchó. No se había explayado más y él no le había pedido más información, tal vez porque sabía que comentar los detalles la haría sentir incómoda. -Entonces, ¿volverás a llamarlo dentro de un par de semanas? -le preguntó en ese momento Foster. Ella se incorporó y lo miró fijamente a los ojos. -¿Quieres que lo haga, Foster? -Sí. A menos que te resulte insoportable. Ella sacudió la cabeza pero miró hacia otro lado. -Si tú puedes soportarlo, yo también. -¿No es lo que habíamos acordado? -Sí. -Es lo que queremos. -Lo sé. Sólo espero que ocurra pronto. -Es lo que queremos. -Te amo, Foster. -Y yo a ti. -Entonces volvió a acercar la cabeza de ella hacia su pecho y repitió-: Es lo que queremos.


Una semana después de la paliza, Griff empezó a pensar que conseguiría sobrevivir. Durante los seis días anteriores, no había estado tan seguro. Los cabrones que le habían machacado no habían tenido la delicadeza de dejarlo inconsciente por lo menos. Y lo habían hecho de forma deliberada. Querían que estuviera despierto para notar cada puñetazo, cada golpe, cada boquete. Querían que estuviera consciente para que, cuando le levantaran la cabeza por los pelos y señalaran con el dedo para que mirara hacia un coche aparcado allí cerca, reconociera que era el anodino sedán de color verde oliva de Rodarte y viera el destello simpático de sus faros. No querían que estuviera atontado ni confundido. Querían que recordara la paliza y quién había detrás de ella. Le habían provocado una conmoción cerebral. Había sufrido un par de ellas mientras jugaba al fútbol y reconocía los síntomas. Aunque no experimentó la amnesia que acompaña en ocasiones a las conmociones, las náuseas, el aturdimiento y la visión borrosa lo habían atormentado durante las siguientes veinticuatro horas. Lo mejor habría sido que no se hubiera movido más que para marcar en el móvil el número de emergencias con el fin de pedir una ambulancia que fuera a recogerlo al aparcamiento. Sin embargo, ir a urgencias habría requerido papeleo, relación con la policía. Dios sabía cuántas cosas más. Sin saber muy bien cómo, logró subirse al coche y conducir hasta casa antes de que los ojos se le cerraran por culpa de la hinchazón. Desde entonces, había tomado comprimidos de ibuprofeno cada dos horas e intentado encontrar una posición en la que tumbarse sin sentir ese dolor tan agónico. No se preocupó de las lesiones internas. Los profesionales sabían cómo hacerte daño para que lo notaras, pero no querían cargar con un muerto a sus espaldas. Si lo hacían, ellos también eran carne de cañón. Lo único que querían era que la víctima acabara suplicando que le llegara la muerte para así terminar con el dolor. Se incorporaba sólo para orinar, y no lo hacía hasta que tenía la vejiga a punto de estallar. Cuando salía de la cama, caminaba como un anciano, encorvado por la cintura y arrastrando los pies, porque cada vez que intentaba levantarlos, un dolor punzante en la parte inferior de la espalda le hacía derramar lágrimas de impotencia. El día anterior, su movilidad había mejorado un poco. Hoy había reunido el coraje suficiente para meterse en la ducha. El agua caliente le había sentado bien, pues había calmado varios de sus puntos doloridos. El dormitorio apestaba a su olor corporal, porque no había cambiado las sábanas desde hacía días. Cansado de ver las mismas cuatro paredes todo el tiempo, salió de la habitación por primera vez en una semana. Le apetecía tomar un café. Se dio cuenta de que tenía un hambre canina. Las cosas empezaban a mejorar. Estaba engullendo unos huevos revueltos directamente de la sartén cuando sonó el timbre. -¿Quién coño será? No se le ocurría quién podía llamar a su puerta. Logró llegar a la entrada y espió por la mirilla. -Tiene que ser una broma -masculló. Y luego dijo-. ¡Mierda! -¿Griff? Griff bajó la cabeza, abatido, y empezó a sacudirla, maravillado de la puñetera mala suerte que tenía.


-Sí, un momento. Forcejeó con los seguros, que había conseguido pasar sacando fuerzas de flaqueza al llegar a casa la noche de la paliza, por miedo a que los matones de Rodarte tuvieran ganas de volver a por una segunda ronda. Abrió la puerta lentamente. -Hola. El agente de la condicional se lo quedó mirando. -¡Joder! ¿Qué le ha pasado? Había conocido a Jerry Arnold en su despacho una semana después de hablar con él por teléfono. Griff había supuesto que una entrevista cara a cara con él le ayudaría a metérselo en el bolsillo. Cuando se marchó después de una charla de diez minutos, supo que había ganado varios puntos. Ahora, la buena impresión que Arnold se había llevado de él estaba en la cuerda floja. En otras circunstancias, Griff habría sacado más de una cabeza al hombre negro, corpulento pero bajito. Hoy, como Griff caminaba formando un ángulo de sesenta grados como mucho, estaban prácticamente a la misma altura. -¿Qué le ha pasado? -repitió Arnold. Como era el período de tiempo más largo que Griff pasaba fuera de la cama en una semana, empezó a sentirse mareado y le temblaron las piernas. -Entre. Le dio la espalda a su invitado y poco a poco cubrió el espacio hasta la silla más cercana, en la que se sentó con sumo cuidado. A pesar de eso, todos los dolores y magulladuras que había aliviado la ducha caliente volvieron a aguijonearle con increíble fuerza. -Siéntese por ahí, Jerry -dijo indicando otra silla. Arnold vestía y se comportaba como un burócrata, y tenía el aspecto de ser un hombre con muchas cosas en la cabeza: una esposa, una hipoteca, unos cuantos hijos que mantener con el sueldo de un funcionario… Y varios ex presidiarios poco fiables de los que cuidar. Se llevó las manos a las caderas, algo que le recordó al entrenador. -¿Va a contármelo o no? -Me caí en la jaula de los gorilas del zoo. Esos cabrones se ponen como fieras. A Arnold no le hizo gracia. Griff suspiró, tanto por resignación como por dolor. -Me topé con unos antiguos fans. Fue, eh, el martes pasado, creo. -¿Y aún tiene esa pinta? -No se preocupe. Duele mucho más de lo que parece. Sonrió, pero el ceño fruncido del otro hombre se mantuvo inmóvil. -¿Pasó por urgencias? ¿Lo ha visto un médico? Griff negó con la cabeza. -Tampoco lo he denunciado a la policía. No eran más que un par de borrachos. Me asaltaron en el aparcamiento de un restaurante. -Hizo un gesto para quitarle importancia al altercado-. No me defendí, así que no tiene que preocuparse de que hayan puesto cargos por agresión contra mí. Por fin Arnold se sentó. -¿Le pasan a menudo estas cosas?


-La gente me mira mal, pero ésta es la primera vez que la hostilidad ha sido física. Como le he dicho, iban borrachos. Le dio una versión edulcorada de lo que había ocurrido. -¿Cree que los Vista están detrás de todo esto? -¿Los Vista? -Griff resopló-. Si los Vista estuvieran detrás, yo no estaría aquí contándoselo ahora mismo. No es nada, Jerry. Lo juro por Dios. Ya estoy mucho mejor. Arnold se quedó mirando el sudor frío que Griff notaba acumulándose en su frente, pero no comentó nada al respecto. -Y por lo demás, ¿qué tal está? -Bien. Arnold echó un vistazo al apartamento y se fijó en la televisión de último modelo y en los muebles nuevos. -Este sitio tiene muy buena pinta. -Gracias. Los ojos del hombre volvieron a posarse en él. -¿Cómo lo paga? -En efectivo. Lo he ganado de manera legal. -¿Cómo? -No tiene nada que ver con los Vista, nada de eso. No he infringido la ley. Ni he apostado. -¿Ha encontrado ya trabajo? -Estoy pendiente de un par de cosas. -Iba a ir a una entrevista… -No cuajó. -¿Para qué era? -No me dieron el puesto, así que ¿qué más da? Arnold no se alteró de forma visible ante el tono insolente de la pregunta, pero repitió en un tono que no admitía bromas: -¿Para qué era? Resignado, Griff contestó: -Le pregunté a un periodista deportivo si podía trabajar para él de «machaca». ¿Conoce a Bolly Rich? -Suelo leer su columna. -Le propuse cubrir algunos de sus partidos. Me rechazó. En el fondo, Griff se alegraba de que Arnold le hubiera obligado a contárselo. Confiaba en que el agente de la condicional llamara a Bolly para pedir que corroborase la versión. Así, Bolly le confirmaría que Griff había tratado por todos los medios de que le diera empleo. -¿Algo más? -Nada concreto. Griff esperaba que Arnold se diera por satisfecho y dejara el tema ya, pues a grandes rasgos el tipo le caía bien. Su trabajo era asqueroso, pero alguien tenía que hacerlo. Griff no tenía nada personal contra él, y le habría dado mucha rabia verse obligado a mentirle. -Avíseme en cuanto encuentre algo. Quedará bien en su expediente. -Lo haré. El mismo día que lo encuentre. -Mientras tanto, ni apuestas, ni historias con los Vista.


-No hace falta que me lo diga. -Por muy desesperado que esté… -Créame, Jerry, no quiero tratos con esa gente. -Le creo. -Lo dijo como si quisiera hacerlo pero no pudiera-. Intente evitar los lugares en los que pueda toparse con fans del fútbol. Griff lo miró insinuando que era imposible. Pillado en falta, el agente dijo: -Es difícil, lo sé, pero intente no provocar otro revuelo. -Este no lo provoqué yo. -También le creo. -Y esta vez sonó sincero. Se levantó para marcharse. Griff intentó que no se le notara el alivio-. No se mueva, tranquilo -insistió Arnold cuando Griff hizo ademán de incorporarse-. Sé dónde está la puerta. -Se dio la vuelta para empezar a andar y luego volvió a mirarlo-. ¿Ha tenido noticias de Stanley Rodarte? Griff se alegró de que la hinchazón y las magulladuras camuflaran su expresión. -Ahora que lo nombra, se presentó en la puerta de la cárcel el día que me liberaron. Lo admitió por si la pregunta tenía doble intención. Arnold podía haber entrado en contacto con Wyatt Turner, quien le habría comentado la desagradable aparición de Rodarte. -¿Habló con él? -No. -De nuevo, era la verdad. -Sólo le traerá problemas. Es la última persona a la que le interesa tener cerca. -Usted lo ha dicho… -Me gustaría que me avisara si vuelve a aparecer por aquí. Es más, debo saberlo. -Por supuesto. -Sería una locura que intentara sacudírselo solo, Griff. -Tranquilo, no lo haré. A conciencia, Arnold resiguió con los dedos la pajarita de broche que llevaba. -Con la reputación que tiene Rodarte, me sorprende un poco que mantenga las distancias. ¿Seguro que no ha vuelto a saber de él desde aquel día en la cárcel? ¿Eh? -No, no. Nada. ¿Quién había dicho que no quería mentirle al agente de la condicional? La fortaleza y la buena forma física de Griff le fueron de gran ayuda para recuperarse. Durante la semana que siguió a la visita sorpresa de Jerry Arnold, la hinchazón alrededor de los ojos y la boca había remitido y su cara empezó a parecerse a la de siempre. Los moretones perdieron intensidad y tomaron un feo tono amarillo verdoso; después, el verde empezó a desaparecer y acabó teniendo un leve aspecto ictérico. La brecha que tenía encima de la ceja se redujo a una difusa línea rosada. Hacía juego con la línea igual de rosada que le cruzaba la mejilla, un resto que todavía guardaba del regalito que le había hecho el propio Rodarte la noche en que lo acosó en el aparcamiento. Rodarte se las pagaría, y con creces. A pesar de lo que le había dicho al agente de la condicional, Griff se moría de ganas de tener la oportunidad de devolverle los golpes al cabrón aquel. Todavía no había retomado la práctica de correr varios kilómetros, aunque desde hacía dos días ya nadaba unos cuantos largos. Le dolían los músculos, pero de esa forma agradable que surge del ejercicio, no de la forma en que duelen cuando te aporrean con unos puños que


parecen utensilios para ablandar la carne. Aún le faltaba acabar de recuperar la agilidad, pero por lo menos ya no se movía como un nonagenario con artritis en cada una de las articulaciones. Empezaba a sentirse como siempre. Algo positivo. Porque Laura Speakman lo llamó una mañana justo cuando salía de la ducha. -¿A la una? -A la una me va bien. -Nos vemos entonces. Se miró de arriba abajo en el espejo de cuerpo entero que colgaba de la parte interior de la puerta del cuarto de baño. Si la vez anterior Laura había vuelto la cara para no mirarlo, esta vez agacharía la cabeza y la enterraría entre los brazos aterrada en cuanto lo viera aparecer. Su aspecto había mejorado, pero todavía se notaba que le habían dado una buena tunda. Volvió a mirarse en el espejo con ojos críticos, por delante y por detrás. «Lo único bueno -se dijo- es que no me verá desnudo.»


Capítulo XIII Laura le abrió la puerta, después se apartó y lo invitó a pasar. Se fijó en que esta vez no llevaba americana deportiva. Se había puesto un polo blanco de punto Oxford metido por dentro del pantalón y unas botas de cowboy marrones, que ya le había visto en las otras dos ocasiones. Llevaba una bolsita blanca de papel en la mano. Después de cerrar la puerta, se reunió con Griff en la sala de estar, justo cuando él se quitaba las gafas de sol. Consiguió ahogar el suspiro, pero no por completo. Tenía toda la cara magullada, especialmente en la zona que rodea los ojos y en la mandíbula. A juzgar por el color enfermizo de los hematomas, debían de ser de hacía una semana más o menos. Recién propinados debían de tener mucha peor pinta. El corte que llevaba encima de la ceja también era nuevo. Y el del pómulo estaba mucho más pálido que hacía un mes. O era dado a tener accidentes o… Prefería no imaginarse el «o». Ninguna de las posibilidades que se le ocurrieron en aquel momento le parecía buena. Él se dio cuenta de la mirada fija de Laura, pero como no comentó su aspecto ni dio explicaciones de por qué estaba tan maltrecho, ella no preguntó. Griff dejó las gafas de sol y la bolsa de papel en la mesa del comedor, después se quedó de pie observando las puertas cerradas del armario de la tele durante varios segundos antes de volver a mirarla. -¿No cuajó? Como Laura todavía estaba preguntándose en qué circunstancias le habían puesto la cara tan morada, tardó un segundo o dos en asimilar su pregunta. Desvió la mirada y sacudió la cabeza. -Si lo hubiera hecho, no estaríamos aquí. -Es verdad. El aire acondicionado empezó a funcionar. Sin su suave ronroneo, la casa parecía extrañamente silenciosa. -Bueno… -Yo… Empezaron a hablar al mismo tiempo. Laura le indicó que continuara él. Griff se acercó a la bolsita que había llevado y se la entregó: -He traído esto. La mujer lo miró con curiosidad, después abrió la bolsa y miró qué había dentro. Cuando vio la caja, su corazón dio un saltito. -Eh, no es de los que llevan espermicida -informó él-. Me he asegurado, porque algunos sí llevan. Me refiero al espermicida… Como no estaba segura de que fuera a salirle la voz, Laura asintió con la cabeza. Las botas de cowboy se deslizaron nerviosas. -He pensado que como… -Sí, gracias. Antes de que alguno de los dos añadiera algo, Laura se apresuró a entrar en el dormitorio.


Una vez dentro, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Tenía la bolsa agarrada con tanta fuerza como si le fuera la vida en ello. Notaba las palmas literalmente empapadas. Qué tonta era de ponerse tan nerviosa. Lo curioso era que lo que más nerviosa le ponía no era el tubo de lubricante en sí, sino el hecho de que él hubiera pensado en llevarlo. Que hubiera pensado en algún momento en lo que iban a hacer hoy. Dejó el bolso de mano encima del tocador y fue al cuarto de baño. El espejo que había sobre el lavabo reflejó una imagen de aspecto sorprendentemente normal. Pelo moreno. Ojos grises con tintes verdosos, una marca negra distintiva en el derecho. Un rostro de forma triangular, la frente ligeramente más ancha que la mandíbula. Se salvaba de parecer demasiado remilgada por los labios, que eran carnosos y, según le habían dicho, atractivos. Tenía las mejillas algo sonrosadas. Se dijo que era por el calor del mediodía. Hacía un mes, igual que hoy, había seleccionado con sumo cuidado qué iba a ponerse, y había elegido el traje más profesional que tenía. Nada demasiado femenino, y por supuesto, nada provocativo. Se quitó la chaqueta del traje, la falda y los zapatos. Igual que la vez anterior, se dejó puesta la parte de arriba, que hoy era una camiseta con cuello de pico sin adornos, de color azul, no demasiado ajustada. También se dejó la cadena de plata de tres vueltas colgada del cuello, porque en cierto modo le hacía sentir más vestida que desnuda. Sacó la caja de la bolsa, la abrió, sacó el tubo. Por si acaso él se había equivocado, leyó de cabo a rabo el prospecto. Dos veces. Temerosa de haberse retrasado mucho, se apresuró a asearse en el lavabo, apartó las sábanas y se metió en la cama. Se quitó la braga y la metió entre el colchón y el somier, como había hecho la vez anterior. Se subió la sábana hasta la cintura y un poco más. Cerró los ojos e intentó relajarse mientras controlaba su respiración atolondrada. El corazón le latía increíblemente rápido. La espera era agónica. ¿Qué hacía él ahí fuera? Bueno, sabía perfectamente lo que hacía. Lo que se preguntaba era «qué» hacía. ¿Estaba sentado? ¿O tumbado en el sofá? ¿Se sentía cohibido? ¿Tenía un poco de ansiedad por no estar seguro de si iba a dar la talla? ¿Se le había ocurrido preguntarse qué pensaba ella mientras lo esperaba? Laura no había oído ni un solo sonido procedente de la sala de estar, ni la vez anterior ni ésta, así que se imaginó que Griff había preferido inspirarse con las revistas que con los vídeos. O a lo mejor no necesitaba ninguna de las dos cosas y sencillamente fantaseaba, recopilaba sus propias imágenes eróticas. Seguro que se había acostado con infinidad de mujeres. Cuando era una estrella del fútbol, las mujeres debían de tirársele al cuello. Sin duda, muchas continuaban haciéndolo. Seguro que tenía cientos de experiencias eróticas entre las que elegir para sus fantasías. ¿Qué clase de mujer lo atraería? ¿Alta o baja, delgada y atlética o con curvas y bien dotada, rubia o pelirroja? ¿Morena? Griff llamó a la puerta con delicadeza, pero aun así, la sobresaltó. Laura respiró hondo. -Pase. Griff entró en la habitación. Aunque eran las dos únicas personas que había en la casa, cerró la puerta. Aun sin las botas, parecía gigantesco dentro de los confines de aquel dormitorio. Sus ojos se encontraron por una centésima de segundo mientras él avanzaba hacia


la cama. Se sentó en el borde, de espaldas a ella. Vaciló durante varios latidos, después levantó las caderas lo justo para poder bajarse los pantalones vaqueros. Los fue deslizando por las piernas hasta dejarlos tirados en el suelo. Laura creía que se había quitado también los calcetines, pero no estaba segura. Entonces empezó a meterse entre las sábanas y murmuró algo que Laura no entendió. Con los ojos entrecerrados y fijos en él, estaba a punto de preguntarle qué había dicho cuando él encajó los pulgares en la goma elástica de los calzoncillos y se los quitó. Ella entrevió la línea del moreno que se le formaba en la cintura. Había un contraste muy fuerte entre la piel bronceada del torso y la piel blanca -«¡Oh, Dios mío!»- de la parte inferior. En ese momento, el polo blanco volvió a ocupar su lugar. Griff levantó la sábana y se tumbó junto a ella. -¿Lo ha utilizado? -Sí. Y sin más preámbulos, se deslizó encima de la mujer y le abrió las piernas con las suyas. Con el primer empujón metió la punta del pene dentro de Laura. Pero sólo eso. Ella cerró los ojos y volvió la cabeza hacia un lado, aunque seguía notando que él la miraba con consternación y enfado. Con un brazo extendido para ayudarse a mantener el cuerpo erguido, introdujo la otra mano entre las piernas de ambos. Ella se tensó. Pero Griff no la tocó, sino que empezó a frotarse el miembro con tirones rápidos y cortos. Unas cuantas veces le rozó a ella con los nudillos sin querer. Al cabo de poco, ella notó que los músculos de él se tensaban. Su respiración era cada vez más agitada y notaba el aliento caliente contra la cara. Griff soltó un leve gemido un segundo antes de retirar la mano, empujar dentro de ella con todas sus fuerzas y eyacular. El brazo que había empleado para mantenerse erguido cedió. Se dejó caer sobre Laura a plomo, con todo su metro noventa de estatura. La piel morena y la piel blanca. Inspiró profundamente y sacó el aire poco a poco. Recolocó la pierna derecha. Ella la notaba musculada y firme contra la parte interna del muslo, y parecía rugosa por el vello. Tenía el polo ligeramente húmedo de sudar. La humedad traspasó a la camiseta de Laura, a su propia piel. Olía el sudor de Griff. El jabón. El semen. Cuando Griff se movió, lo hizo de manera brusca, como suele hacerse cuando uno está a punto de dormirse y los músculos se tensan por un tirón violento. Levantó la cabeza y empezó a incorporarse, pero le falló el brazo y volvió a quedar tumbado encima de ella. Laura, que no se dio cuenta de lo que le había pasado, intentó apartarlo. -¡Relájese! -le gruñó él. Entonces vio dónde estaba el problema. Una de las cadenas de plata se había enredado con un botón del cuello del polo. Griff forcejeó con la cadena mientras maldecía entre dientes, hasta que consiguió soltarla. Menos de cinco minutos después de haberse bajado los calzoncillos, se los estaba subiendo. Laura mantuvo los ojos puestos en otro punto, pero con la visión periférica siguió sus movimientos, que eran torpes y abruptos, los movimientos de un hombre enfadado a quien le cuesta no perder los papeles. Se metió el polo en los vaqueros como si estuviera irritado con ellos. Después se abrochó los botones de la bragueta con manos firmes, pero la hebilla del cinturón se le resistió un poco.


Cuando por fin logró encajarla, deslizó el cinto por la trabilla y volvió la cabeza hacia ella. -¿Por qué me ha mentido? -No lo he usado porque tenía miedo de que entonces fuera diferente. -Joder, claro que entonces habría sido diferente. Por eso lo traje. -Me refiero a que tenía miedo de que impidiera la concepción. -Le dije que no lo haría. -Podría haber afectado a la motilidad del esperma. O algo. No sé -dijo ella a la defensiva. No quería arriesgarme. -Bueno, pues yo no quería hacerle daño otra vez. -La rotunda vehemencia de sus palabras pareció sorprenderle a él tanto como a ella. Ambos se quedaron callados. Al final, Griff dijo-: Mire, sé que tiene una opinión horrible de mí. Cree que soy un forajido. Un criminal. Un futbolista imbécil y torpe. Vale, bien. Piense lo que quiera. Me importa un carajo lo que piense mientras me pague lo acordado. Hizo una pausa para tomar aire, y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz ronca. -Pero le he hecho daño. Dos veces ya. Y no me gusta que piense que no me importa. Porque no es verdad. Ella se incorporó en la cama pero mantuvo la sábana subida hasta la cintura. -No debería importarle. -Pero sí me importa. -¡Pues no debería! -Estaba provocando una respuesta emocional en ella, pero Laura no quería sentir emoción alguna, ni siquiera enfado-. Aquí no interesa lo que usted sienta o lo que yo sienta. -La entiendo. Pero si tiene que hacer las cosas de esta manera, por lo menos podría facilitárselas un poco a usted misma, ¿no? ¿Por qué no ve películas porno? -Griff levantó las manos antes de que ella pudiera responder-. Olvídelo, olvídelo. Por segunda vez, Griff hizo una pausa para respirar hondo varias veces, y después dijo: -Nada de tocamientos. Bien. A mí tampoco me van esas cosas. Nada de besos ni de jueguecitos porque eso haría… Porque… Ya pillo por qué no quiere besos ni provocaciones, ¿vale? Pero ¿no podríamos por lo menos hablar un poco antes? -¿Para qué? -Para ver si así usted se relaja un poco y yo dejo de sentirme como si la estuviera violando. -Yo no lo veo como una violación. Él resopló para demostrar su disconformidad. -Venga ya. Si ni siquiera me mira. En ese momento lo miró y de una forma muy intensa, pero no se atrevió a verbalizar lo que estaba pensando: mirarse el uno al otro haría las cosas más difíciles, no más fáciles. Él también pareció darse cuenta, porque se dio la vuelta y masculló una retahíla de tacos. Inclinó la cabeza hacia el techo, puso los brazos en jarras y exhaló un suspiro. Se pasó los dedos por el pelo. -Dios mío. Al cabo de unos minutos, volvió a mirarla: -Yo entro en el cuarto, apenas nos hemos visto las caras. Me la encuentro aquí tumbada, quieta y en silencio, resignada a un destino que es peor que la muerte. ¿Cómo cree que me


hace sentir eso? -Me da lo mismo cómo le hace sentir. No le daba lo mismo, pero no podía permitir que él lo supiera. A decir verdad, la preocupación de él la conmovía, y ése era un sentimiento peligroso. No podían ser amigos. Ni enemigos. No podían ser nada el uno para el otro. Entre ellos no debía haber más que total indiferencia, o ella no sería capaz de regresar a esa casa. Con las facciones impasibles y un tono frío, le dijo: -Esto es pura biología, señor Burkett. Nada más. -Entonces, ¿por qué no me deja que eyacule en un frasco y se lo pase? Ya ha dejado más que claro lo desagradable que le resulta tenerme dentro. Admítalo, se quedó petrificada cuando puse la mano ahí abajo. Joder, le entró el pánico cuando la cadena se me enganchó en el botón. Si es tan traumático, ¿por qué se obliga a pasar por esto? -Creía que ya lo había adivinado. -Conducía la noche que su marido perdió la virilidad. Pobrecilla. Tiene que cargar con esa cruz el resto de su vida. Supongo que esto es su penitencia. Follar con un perro rastrero como yo. ¿Es eso? Él había metido el dedo en la llaga, y ella contraatacó para defenderse. -Si yo puedo soportarlo, seguro que usted también. Su expresión cambió para igualar la de ella. Tensó la piel de la cara y con ello cambió por completo la configuración de las magulladuras. -En el contrato no accedí a que me insultaran. -Y yo no prometí que le daría una conversación cordial. Deje de preocuparse por cómo me siento y haga… -De semental. -Eso es lo que acordó que haría. -Bueno, pues estoy replanteándome el trato. No necesito toda esta mierda. -No, claro. Sólo necesita nuestros millones. Él se la quedó mirando durante varios segundos, después se dio la vuelta. Llegó a la puerta en dos zancadas grandes y la abrió con tanto ímpetu que rebotó al golpear contra la pared. -Le diría: «Que la jodan, señora», pero ya lo he hecho. Dio un portazo al salir, convencido de que era la última vez que iba allí. Aunque quisiera volver, cosa que no quería, su frase de despedida era razón más que suficiente para que lo despidieran. ¿Que lo «despidieran»? Como si fuera un trabajo normal y corriente. Como si las condiciones de este empleo pudieran volverse a nombrar en otras circunstancias. Se imaginaba, en algún momento del futuro, a un empresario haciéndole una entrevista para un posible puesto: -¿Cuál fue su último empleo, señor Burkett? -Me pagaban por follarme a la mujer de un ricachón. -Ajá. Y no cumplió las expectativas… -No, no. Las cumplí con creces. -Entonces, ¿por qué lo despidieron?


-Perdí los papeles y la insulté. -Ya. Y ¿lo único que tenía que hacer era entrar ahí, mantener la boca cerrada y beneficiársela? -Así es. -No tiene muchas luces, ¿verdad, señor Burkett? -Parece que no. Sonaba a chiste malo. Supuso que ella había aparcado en la parte posterior, como él el primer día, porque el Honda rojo era el único coche que había a la entrada. Para cuando llegó al vehículo, ya había empezado a preguntarse si no debía entrar a pedirle perdón. Seguía más cabreado que un mono, pero no podía permitirse esos prontos. El precio de su enfado era nada menos que medio millón ahora y varios millones en el futuro. No valía la pena. Ni por asomo. Giró sobre sus talones y empezó a retroceder hacia la casa, pero entonces vio algo que lo dejó clavado en el sitio.


Capítulo XIV Rodarte había aparcado a media manzana de allí. El parabrisas del coche reflejaba las hojas de los árboles, así que Griff no podía verle la cara. Pero el hombre sacó la mano por la ventanilla del conductor y le saludó en plan amistoso. Griff se olvidó de las disculpas a Laura Speakman. Corrió hasta el Honda, se metió en él y encendió el motor. Las ruedas dejaron marcas de neumático en el camino debido al acelerón. Recorrió a toda prisa la corta distancia que los separaba y frenó en seco a medio centímetro del guardabarros del sedán de Rodarte. Antes de que la inercia hubiera parado el coche, ya había salido del Honda. Rodarte lo estaba esperando. El motor de su vehículo ronroneaba, pero había bajado la ventanilla del conductor. Griff tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no agarrarlo por el pescuezo y sacarlo a la fuerza por esa ventanilla. -Eres un puto cobarde, Rodarte. -¿Intentas herir mis sentimientos? -Contratas a unos matones para que den palizas a los hombres. A las mujeres, les pegas tú directamente. -Ahora que lo dices, ¿qué tal está tu puta favorita? -Rodarte se rió ante la expresión de rabia de Griff-. Vale, se me fue un poco la mano. ¿Por qué no me denunciaste? -Porque Marcia lo quiso así. -Pero estoy seguro de que tú no te opusiste, ¿a que no? Sólo de pensar en que la policía pudiera asomar el morro se te debieron de revolver las tripas, ¿eh? Y la tunda que te dieron a ti… Tengo entendido que te pillaron un par de antiguos fans. -Eran profesionales. -¿Cómo lo sabes? -Fue idea tuya. Rodarte lo amenazó con el dedo. -Pero no pusiste ninguna denuncia. Me apuesto lo que quieras a que tampoco se lo contaste a tu abogado. O al de la condicional. Se llama Jerry Arnold, ¿verdad? -¿Sabes quién es mi agente de la condicional? -Griff se arrepintió de haber hecho esa pregunta en el mismo instante en que la pronunció. Revelaba lo sorprendido y alarmado que estaba al enterarse de cuánta información tenía Rodarte sobre su vida. Rodarte sonrió. -Sé horrores sobre ti, Número Diez. Seguro. Seguro que le había estado espiando, pues de lo contrario, no habría sabido que Griff iba a estar precisamente en aquel bar deportivo la noche en que mandó a los dos matones a buscarlo. Ni habría sabido encontrarlo aquí, en esta calle, hoy. Ahora mismo. Joder. Y antes de que Griff pudiera asimilar por completo las implicaciones tan preocupantes que eso tenía para él, Rodarte le dijo: -Lo único que no sé es cómo se llama tu nueva amiguita, la de ahí. Griff volvió la cabeza para ver que Laura Speakman estaba sacando el coche de la


vivienda. Por suerte, se dirigió en sentido contrario. -Es de la agencia inmobiliaria -dijo Griff-. Me estaba enseñando la casa. Rodarte se rió con burla. -¿Ah, sí? ¿Buscas casa? Pero si acabas de instalarte en una de dos plantas… -Sí, es que no me convence el barrio. -¿De dónde has sacado el dinero para comprar todos esos caprichos? El equipo de música. La tele de pantalla gigante. Todo eso. El cerebro de Griff iba a mil. Tenía ganas de estamparle el puño en la boca a Rodarte porque cada palabra que pronunciaba aumentaba su alarma. Rodarte sabía dónde vivía. Sabía cómo se gastaba el dinero. Y ahora sabía que existía esta casa. Lo más alarmante era que podía llegar a enterarse del pacto de Griff con los Speakman. -Mira -dijo Rodarte como si quisiera darle conversación-, yo creo que antes de utilizar las manazas tan fuertes de quarterback que tienes para retorcerle el cuello a Bill Bandy, le metiste esas mismas manos en la cartera. -Eso es mentira y lo sabes. ¿Cómo iba a llevarme el dinero? Me detuvieron en la escena del crimen. -Chorradas -dijo Rodarte sacudiendo la mano para restar importancia al argumento-. Antes de que te trincara la pasma, conseguiste esconder el dinero negro en un sitio donde nadie pudiera encontrarlo. Has tenido la pasta metida en alguna parte, dando intereses y esperando a que la sacases. Y ahora te va muy bien. Tal como lo planeaste. Hizo una pausa, frunció el entrecejo, y dijo con tristeza: -Lo que pasa, Griff, es que tal como lo ve el clan de los Vista, ese dinero es suyo, no tuyo. Estarían muy agradecidos a cualquiera que lo recuperara y se lo devolviera. -En otras palabras, a ti. -Sólo intento simplificarte las cosas, nada más. Os hago un favor a todos. Esos tíos recuperan el dinero y a lo mejor así se olvidan de lo que le hiciste al pobre Bandy. ¿Ves a qué me refiero? ¿A que sería cojonudo para todas las partes? -Su sonrisa halagadora desapareció-. ¿Dónde está el dinero? -Desvarías. Te equivocas sobre lo de Bandy. Y sobre el dinero negro. No das pie con bola. ¿Crees que si tuviera dinero iría en esta mierda de coche? -Levantó el brazo hacia el Honda-. ¿Un coche de segunda mano que le he comprado a mi abogado? Rodarte se lo quedó mirando; después dijo, zalamero: -Esa americana de Armani te sienta genial. Griff intentó mantener una expresión neutral. -Gracias. A ti te quedaría como el culo. Rodarte chasqueó la lengua. -Creo que tienes razón. No tengo la misma planta que tú. -Tampoco tienes los mismos huevos. Si los tuvieras, saldrías de ese coche tan cutre, dejarías de amenazarme con indirectas y pelearías como un hombre. Rodarte hizo una mueca, como si se lo planteara. -¿Estás seguro de que quieres que lo haga, Griff? Piénsalo bien. A Griff le hervía la sangre, pero sabía que no podía dar rienda suelta a su ira. Si se cebaba con Rodarte, le daría a ese cabrón que pegaba a las mujeres exactamente lo que quería. -Marcia no tenía nada que decirte. Le partiste la cara en balde. Rodarte se encogió de hombros.


-Supongo que sí. No me contó nada útil, y si no me equivoco, tardará una buena temporada en contarle nada a nadie. No sé si podrá hacer mamadas con la mandíbula rota y tal. Y otra cosa… -Griff no mordió el anzuelo, pero Rodarte se lo dijo igualmente-. Nunca hubiera dicho que una puta fuera a cabrearse tanto porque se la metieran por detrás. Una marea de furia desbocada inundó a Griff. Rodarte la percibió y sonrió. -¿Te la has follado así alguna vez? Griff se había preguntado si el ataque de Rodarte había incluido la violación. No se lo había insinuado a Marcia porque no quería ocasionarle más humillaciones. Y, seguramente, porque no quería saber hasta qué punto había sufrido por su culpa. Ahora que lo sabía, todavía tenía más ganas de cargarse al tío que le sonreía desde el otro coche. Rodarte asintió con la cabeza en dirección a la casa que había a media manzana de allí. -Y ¿qué pasa con ella? Incluso desde lejos me he fijado en que tu nuevo ligue tiene un culito para comérselo. Venga, dime cómo se llama. Lo averiguaré de todas formas. La indignación de Griff pasó de incandescente a fría como el hielo en pocos segundos. La magnitud de esa rabia lo asustó y tendría que haber asustado también a Rodarte. -Un día de éstos -le dijo en voz baja, con convicción, como una promesa- te voy a matar. Rodarte puso la marcha atrás y sonrió mientras se alejaba con el coche. -Me pongo cachondo sólo de pensar en el día que lo intentes. A regañadientes, el conserje llamó al piso de Marcia. De espaldas a Griff, habló en susurros pegando la boca al auricular del teléfono hasta que Griff rodeó el mostrador y le dio unos golpecitos en el hombro. -Páseme el teléfono. Por favor -añadió con impaciencia. Contra su voluntad, el hombre le tendió el auricular a Griff-. ¿Marcia? -Bueno, en realidad soy Dwight. -Hola, Dwight. Soy Griff Burkett. Quiero subir. -Lo siento, no puede. -¿Quién lo dice? -Marcia no quiere compañía. -Necesito verla. -Está descansando. -Esperaré. Se oyó un suspiro dramático, seguido de: -Marcia me va a matar, pero bueno, suba. Dwight abrió la puerta del apartamento-meublé y se apartó para recibir a Griff. -No está en uno de sus mejores días. -Yo tampoco -respondió con tristeza mientras seguía al vecino de Marcia al espacioso salón, en el que su amiga estaba reclinada en el sofá. Parecía dormida, aunque costaba decirlo, pues tenía la cabeza cubierta de vendajes. -¿La han operado? -Ha sido la primera de varias operaciones. Hace tres días. Tuvieron que volver a romperle la nariz. Todavía le duele muchísimo, pero los médicos dijeron que estaba lo bastante bien para volver a casa.


-¿Qué tal lo lleva en general? -No muy bien. Es que… -Eh, que os oigo… Su voz estaba amortiguada por las vendas y todavía tenía limitada la movilidad de la mandíbula, pero volvía a ser la de siempre, y a Griff le dio un vuelco el corazón al percatarse de ello. Para quitarle un poco de hierro al asunto, Griff exclamó: -¡Cuidado! ¡Habla la momia! -Tengo una sopa de langosta en el fuego -dijo Dwight-. Gruñe más que una mamá osa, pero sea amable con ella. Le dio una palmadita a Griff en el brazo y pasó por delante de él, hacia la cocina. Griff acercó uno de los sillones al sofá y lo colocó en un punto desde el que Marcia pudiera verlo sin tener que volver la cabeza. Ella le dijo: -Si te parece que así tengo mala cara, espera a que me quiten las vendas. Pareceré un monstruo de feria. Estaba cubierta del cuello a los tobillos por un albornoz, pero Griff se dio cuenta de que sus voluminosas curvas habían menguado. Se preguntó cuánto habría adelgazado desde la última vez que la había visto. Alargó el brazo para cogerla de la mano y le dio un beso en la palma. -No podrías ser un monstruo de feria por mucho que te empeñaras. -Me moriría si mi madre me viera así. Aunque no es que vaya a verme, porque me desheredó hace años. -Ya basta de hablar de qué aspecto tienes, ¿cómo te sientes? -Dopada. Él se echó a reír. -¿Drogas duras? -Me haría de oro si vendiera todos los medicamentos que me dan. Si no fuera ilegal, claro. Aunque la prostitución también es ilegal… -Ahora que hablas de la ley… -La miró directamente a los ojos, que lo observaron a través de una rendija entre las vendas-. Voy a denunciar a Rodarte. Su reacción fue inmediata. -¡No! -Escúchame, Marcia. Sé lo que te hizo. Ha chuleado delante de mí hace cosa de una hora sobre todo lo que te hizo pasar. Ella le aguantó la mirada durante un buen rato, después cerró los ojos como si quisiera apartarlo de su vista, borrarlo a él, los recuerdos, todo. Griff notó el escalofrío que recorría el cuerpo de su amiga. -¿Por qué no me lo contaste? -No quería hablar del tema. -Te hizo daño. -Sí. -Mucho. Entonces ella abrió los ojos. -Soy una puta. He hecho de todo. Pero siempre llevo yo las riendas. Que te obliguen por


la fuerza es diferente. -Cerró los ojos otra vez-. Créeme. -Cuando volvió a abrirlos, añadió-: Intenta explicarle eso a un poli. -Lo haré. Te violaron. -Y te dirá que da igual. -¡A mí no me da igual! -Se levantó como un rayo del sillón y lo volcó hacia atrás. Dwight apareció corriendo, con el delantal puesto y una cuchara de madera en la mano-. Tú vuelve a la cocina -le ordenó Griff. Dwight dudó un momento, después sujetó la parte ancha de la cuchara con la mano libre y, caminando de espaldas, se retiró a la cocina. El arrebato casi cómico del decorador por ir a rescatar a Marcia calmó un poco la ira de Griff. Recolocó el sillón y se sentó. Volvió a coger a Marcia de la mano. -Rodarte no se va a rendir. Ese cabrón me ha estado espiando. Se entera de todo lo que pasa en mi vida. Pero eso no es nada comparado con la sodomía. Me entran ganas de matarlo por lo que te hizo. Pero no puedo, y él lo sabe. No puedo mover un dedo sin saltarme la condicional. Va a intentar por todos los medios seguir pisándome los talones, Marcia. Para provocar. Va a seguir haciendo daño a las personas próximas a mí. La única opción que me queda es llevarlo a la policía. -Te lo suplico, Griff, no lo hagas. -Pero… -¡Mírame! -Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Si lo haces, será como si pusieras un foco gigante delante de mí y de mi negocio. Todos los puritanos «sacude-biblias», algunos de los cuales son mis clientes, por cierto, saldrán de debajo de las piedras para condenarnos a mí y a mi ocupación. A los que me critican, a quienes se creen defensores de una moral superior, no les importaría nada que yo fuera a urgencias, hecha un despojo y sangrando. Dirían que es el castigo que merecen mis pecados. »Si llega la ocasión de que Rodarte tenga que defenderse, cosa que dudo, negará que me pegó y echará la culpa a algún cliente o novio que debió de venir a verme después de él. Probablemente a ti. No hay muestras de ADN. Usó condón. -Con amargura, añadió-: Por lo menos, de eso me alegro. -Hostia -blasfemó Griff, pues sabía que lo más probable era que ella tuviese razón-. Entonces, ¿esperas que no haga nada? -Te «pido» que no hagas nada. Evité ser el centro de atención de los medios cuando era una mujer fantástica y voluptuosa. ¿Cómo crees que voy a poder soportarlo con esta pinta? No podría, Griff. Antes me tiro por el balcón. -Y la contundencia de sus palabras le hicieron creer que hablaba en serio-. La amenaza de ser descubiertos alejaría a mis clientes para siempre. Lo perdería todo. Si tienes alguna consideración por mí o me aprecias un poco, déjalo correr. De verdad, déjalo correr. Soltó la mano de Griff y cerró los ojos. -Ahora creo que debería irse. Necesita dormir. -Dwight se había colado en la sala otra vez. No lo dijo en tono antipático, pero no cabía duda de que era el abogado y protector de Marcia por proclamación propia. Griff asintió y se puso de pie. Antes de darse la vuelta, se inclinó para besar los ojos cerrados de Marcia. Dwight lo acompañó a la puerta.


-Le aconsejo que llame por teléfono antes de volver. Griff asintió con la cabeza para indicar que lo haría. Una vez en el pasillo, pulsó el botón para llamar al ascensor, pero estaba tan absorto en sus pensamientos que se quedó mirando el cubículo vacío durante varios segundos antes de percatarse de que ya había llegado. Mientras bajaba, se dio cuenta de que seguir discutiendo no haría cambiar de idea a Marcia. Presionarla sólo conseguiría aumentar su angustia mental. Ya le había ocasionado bastantes sufrimientos y, aunque Griff no se atreviera a reconocerlo, ella tenía razón. Llevar el asunto a la policía no sólo pondría en el punto de mira a Marcia, sino también a él. Y Griff no tenía más ganas que ella de que tal cosa ocurriera. No, tendría que resolver el problema con Rodarte a solas, cuerpo a cuerpo contra ese hijo de puta. Se detuvo en la floristería que había en el vestíbulo y encargó una orquídea para que se la llevaran a Marcia de su parte. En la tarjeta escribió: «De acuerdo. Será nuestro secreto. Pero lo pagará». No la firmó.


Capítulo XV Griff oyó el eco del timbre dentro de la casa y después unos pasos que se acercaban. Se le contrajo el estómago de la aprensión porque no sabía cómo iban a recibirlo. A lo mejor con un portazo en las narices. ¿Había sido mala idea presentarse? Demasiado tarde para cambiar de opinión. Porque ya se había abierto la puerta y frente a él había aparecido Ellie Miller con su cara sonriente. Griff esperaba aterrado a ver el cambio de expresión de la mujer cuando su sonrisa se desvaneciera. En lugar de eso, se amplió todavía más. -¡Griff! Parecía a punto de abalanzarse sobre él para darle un gran abrazo, pero controló el impulso y en lugar de eso alargó el brazo a través del vano de la puerta y le estrechó la mano con una fuerza sorprendente para una mujer tan pequeña. Lo estudió de la cabeza a los pies. -Estás más delgado. -Últimamente nado más y levanto menos pesas. Ella continuaba sonriendo. -Pasa, pasa. Si nos quedamos aquí fuera, entrará el aire frío, y nuestra factura de la luz ya es bastante astronómica. Griff entró en la casa y se vio arropado al instante por los aromas, objetos y texturas que le eran tan familiares. Se detuvo para mirar a su alrededor. El arbolito de la entrada estaba donde siempre. El empapelado de la pared no había cambiado. El espejo enmarcado, que él siempre había considerado un poco pequeño para ese punto en concreto, continuaba en su sitio. -El año pasado cambié la alfombra del cuarto de estar. -Me gusta. Aparte de la alfombra, todo lo demás era exactamente igual que la última vez que había estado allí. Salvo una cosa: la fotografía de ellos tres ya no estaba en la mesita del fondo. Habían sacado la foto unos minutos después de la victoria en el campeonato nacional universitario, él todavía llevaba la camiseta del equipo manchada de sangre y hierba, el pelo aplastado por el sudor y el peso del casco, y se había colocado entre Ellie y el entrenador. Los tres lucían unas sonrisas radiantes. Ellie había enmarcado la fotografía y la había colocado en un sitio muy visible apenas unos días después del partido. Los Miller nunca se sintieron más contentos ni más orgullosos de él que después de aquella victoria en la Orange Bowl, excepto, quizá, el día en que firmó la solicitud para entrar en la Universidad de Texas. Ese día, aquella casa se llenó hasta la bandera de periodistas deportivos de todo el Estado. Ellie se quejó del alboroto que montaron y de cómo lo dejaron todo, con migas de galleta por el suelo y salpicaduras de ponche en la alfombra. El entrenador se quejó cuando los focos de la televisión fundieron un fusible. Pero nadie tomó en serio sus gruñidos. A ojos de todos, era evidente que la pareja estaba exultante y muy orgullosa de Griff. No sólo le habían ofrecido una beca completa para jugar al fútbol en la universidad, sino que acababa de graduarse con matrícula de honor en el instituto. La decisión del entrenador de acogerlo había sido acertada. Su inversión en aquel obstinado


quinceañero había dado sus frutos, y no sólo en lo relativo a las capacidades atléticas de Griff. Durante los cuatro años que Griff jugó para la Universidad de Texas, tuvo como entrenadores a algunos de los hombres más respetados y reconocidos del deporte. Sin embargo, él siempre siguió confiando en los consejos del entrenador Miller. Cuando llegó a ese partido universitario de la Orange Bowl, llevaba consigo todo lo que había aprendido del entrenador. El triunfo era tanto de él como de Griff. Fue más adelante, cuando firmó el contrato con los Cowboys, cuando Griff dejó de escuchar los consejos de su mentor y empezó a considerar al entrenador una carga más que una mano sensata que lo guiaba. La ausencia de esa foto enmarcada en la mesita de la sala decía muchas cosas acerca de lo que su antiguo entrenador sentía en estos momentos por él. -Ven, pasa -dijo Ellie indicándole la cocina-. Estaba desgranando guisantes. Los puedes comprar ya limpios, pero para mí no son tan buenos. ¿Quieres un té frío? -Gracias. -¿Un trozo de bizcocho? -Si tienes… Ella frunció el entrecejo como si quisiera decir que el día que no hubiera bizcocho recién hecho en aquella casa sería el día en que los hornos del infierno se congelarían. Apartó los recipientes con los guisantes a medio desgranar y despejó la mesa de la cocina. Él se sentó en la silla que estaba asignada a él desde la primera vez que cenó allí y sintió vergüenza de la nostalgia tan poco masculina que le embargó, formándole un nudo en la garganta. Ése era el único hogar de verdad que había tenido. Y no había hecho más que provocar su ruina. -¿No está el entrenador? -Está jugando al golf -respondió Ellie irritada-. Le dije que hacía un calor de mil demonios para ir a jugar a estas horas, pero no se ha vuelto menos testarudo con los años. A decir verdad, no ha hecho más que empeorar. Ellie sirvió el té y el bizcocho y se sentó enfrente de él, con las manos cruzadas encima de la mesa. Griff se quedó mirando esas manitas diminutas y recordó los guantes amarillos de goma que llevaba puestos el día en que él se instaló en su casa; también recordó una de las pocas ocasiones en que no había evitado que Ellie lo tocara. Griff tenía la gripe. Sentada en el borde de su cama, ella le había colocado la mano en la frente, para ver si tenía fiebre. Notó la mano suave y fresca, y hoy en día todavía recordaba el placer que sintió al percibirla contra la piel ardiendo. Para ella había sido algo instintivo, pero hasta entonces, Griff no había sabido que era algo que las madres solían hacer cuando sus hijos se quejaban de que estaban enfermos. Ellie y el entrenador no habían tenido hijos. Nunca le explicaron los motivos, y de adolescente no había tenido la delicadeza de preguntárselo. A lo mejor la ausencia de hijos propios había influido en que recibiera en su hogar a ese chico hosco y sarcástico. No lo había atosigado con un afecto maternal, pues tenía la sensación (acertada) de que él lo habría rechazado. Sin embargo, en cuanto él hacía el menor gesto para reclamar su atención, ella estaba a su disposición. Lo escuchaba cuando él necesitaba hablar de un problema. De mil maneras pequeñas y sutiles le había demostrado esa ternura maternal que obviamente sentía por él. Ahora Griff seguía viéndola en sus ojos. -Me alegro de verte, Ellie. Aquí me siento en casa. -Yo también me alegro de que hayas venido. ¿Recibiste mis cartas?


-Sí, y me hicieron mucha ilusión. Más de lo que te imaginas. -¿Por qué no me contestaste? -No encontraba las palabras. Yo… -Se encogió de hombros, impotente-. No podía, Ellie. Y no quería causar más problemas entre el entrenador y tú. Él no sabía que me escribías, ¿verdad? Ella se irguió en la silla y dijo con picardía: -No es asunto suyo todo lo que hago o dejo de hacer. Decido por mí misma. Griff sonrió. -Ya lo sé, pero también sé que apoyas al entrenador. Los dos formáis un equipo. Ellie tuvo la gentileza de no llevarle la contraria. -Sé lo cabreado que estaba -dijo Griff-. Intentó advertirme de que no me metiera en líos que pudieran buscarme la ruina. Pero no le hice caso. Recordaba con todo detalle el día en que su relación, ya deteriorada, se había disuelto para siempre. El entrenador lo había estado esperando en el coche después del entrenamiento. El equipo de técnicos de los Cowboys conocía bien al entrenador Miller, todos los árbitros sabían lo mucho que había influido en el desarrollo de su mejor quarterback y siempre lo recibían con los brazos abiertos. Griff no. Sus conversaciones se habían vuelto cada vez más tirantes. El entrenador no tenía quejas acerca de cómo actuaba en el terreno de juego, pero no le parecía bien el resto de su conducta, por ejemplo, la forma en que Griff dilapidaba el dinero. Griff quería saber de qué servía tener dinero si no podía gastárselo. -Si tuvieras un poco de cabeza, ahorrarías una parte para las malas rachas -le decía el entrenador. Griff hacía oídos sordos a ese consejo. Al entrenador tampoco le gustaba el ritmo de vida que llevaba su discípulo. Advirtió a Griff del peligro de quemar la vela demasiado rápido, sobre todo durante la temporada de descanso, cuando Griff empezaba a retrasarse en los entrenamientos y salía hasta las tantas por los clubs nocturnos de Dallas y Miami, donde se había comprado un apartamento en primera línea de mar. -La disciplina te ha hecho llegar adonde estás ahora -le decía el entrenador-. Te hundirás rápido si no mantienes esa disciplina. Es más, tendrías que ser todavía más exigente que antes. «Sí, sí…», pensaba Griff. Suponía que la insatisfacción del entrenador era fruto de la envidia. Ya no podía controlar las decisiones que tomaba Griff ni influir en el modo en que vivía, y seguro que eso mosqueaba al hombre. Aunque Griff apreciaba todo lo que el entrenador había hecho por él, su forma de pensar era de la vieja escuela. Sus lecciones tan estrictas estaban pasadas de moda. El entrenador le había hecho llegar adonde estaba, pero una vez allí, era el momento de cortar los amarres. Griff empezó a distanciarse. Sus visitas se volvieron menos frecuentes. Apenas devolvía las llamadas de su mentor. Por eso, no le gustó nada que aquel día el entrenador le tendiera una emboscada y lo esperara en el coche. Con su falta de tacto habitual, el entrenador fue directo al grano: -Me preocupan tus nuevas compañías. -¿Nuevas compañías? -No te hagas el tonto conmigo, Griff.


Tenía que estar hablando del clan de los Vista, y Griff se preguntaba cómo se había enterado el entrenador de lo que hacían. Aunque claro, casi nunca había conseguido ocultarle nada a ese hombre. La vigilancia constante del entrenador ya había sido una tortura para Griff cuando era adolescente. Pero ahora que era adulto, la tortura le parecía todavía mayor. -Tú eres el que siempre me da la brasa para que tenga amigos. Pues ya tengo amigos. Y ahora no te gustan. -No me gusta que te tomes tantas confianzas con esos tíos. -¿Por qué? ¿Qué tienen de malo? -En mi opinión, destacan demasiado. -¿Que destacan demasiado? -Sí, destacan, ostentan mucho. Son turbios. No me fío de ellos. Deberías andarte con cuidado. -Yo no controlo a mis amigos. -Mirando fijamente a los ojos al entrenador, Griff dijo algo con lo que pretendía dar por zanjada la conversación-. No voy metiendo la nariz en los asuntos de los demás. El entrenador no pilló la indirecta. -Pues haz una excepción. Controla un poco. -¿Para qué? -Para ver en qué están metidos. ¿Cómo pagan todas esas limusinas y esos chóferes? -Son hombres de negocios. -Ya. ¿Y qué negocio tienen? -Una mina de estaño en América del Sur. -¡Y un huevo, una mina de estaño! Ningún minero que yo conozca necesita guardaespaldas. Griff ya había oído bastante. -Mira, no sé cómo coño pagan las limusinas. Pero me gustan sus limusinas con chófer, por no hablar de los jets privados y de las tías que me consiguen gratis con sólo pedirlo. Así que ¿por qué no te vas y me dejas hacer mi vida de una vez? Joder… El entrenador hizo exactamente eso. Fue la última conversación que mantuvieron. Griff miró a Ellie y sacudió la cabeza con tristeza. -Yo pensaba que era más listo que él. Más listo que todos los demás. Cuando me pillaron, el entrenador me denunció. No lo culpo. Comprendí por qué se lavó las manos y no quiso saber más de mí. -Le rompiste el corazón. Él la miró con suspicacia. Ella asintió y repitió solemnemente: -Sí, le rompiste el corazón, Griff. -Y luego rió divertida-. Y claro, también estaba muy cabreado. -Sí, vale, en el fondo, casi es mejor que no esté en casa. Si estuviera, dudo que me hubieras invitado a tomar algo. -Si te soy sincera, yo también lo dudo. -Sabía que corría un riesgo al venir. -¿Por qué lo has hecho? A ver, estoy encantada, pero ¿por qué has venido? Griff se levantó de la mesa y se acercó a la encimera. Cogió una vaina de guisantes moteada de la bolsa de papel de estraza, la sujetó entre ambos pulgares y la separó para


después vaciar los guisantes en el bol de acero inoxidable en el que estaban los demás. Volvió a dejar la vaina vacía en la bolsa de papel. -No hago más que perjudicar a la gente, y no quiero. -Pues deja de hacerlo. -No lo hago a propósito. Es inevitable. -¿Por qué? -Por ser como soy, Ellie. Sólo por ser como soy. -Se dio la vuelta y descansó la vista sobre la encimera, cruzó los tobillos, se arropó el pecho con los brazos, y estudió las punteras de sus botas. Tenía que lustrarlas otra vez-. Soy destructivo. Parece la maldición de mi vida. -Deja de sentir lástima por ti mismo. Griff levantó la cabeza y se la quedó mirando. -Deja de llorar agarrado a una lata de cerveza y dime qué está pasando. ¿A quién has perjudicado? -A una conocida. Le hicieron mucho daño por mi culpa. No había más motivos, sencillamente la castigaron por tener relación conmigo. -Lo siento mucho, pero no creo que fuera culpa tuya. -Sí, yo creo que sí. Se remonta a… -Hizo un gesto como si dijera: «a entonces»-. Es por ese tío. Desde que me liberaron, lo tengo aquí pegado -dijo colocando la palma de la mano a unos centímetros de la nariz-. La ha tomado conmigo y no se va a dar por vencido hasta que me pisotee la cabeza. Griff había mantenido un ojo fijo en el espejo retrovisor durante todo el trayecto hasta la casa. Además, había seguido una ruta en circuito y había dado varias vueltas para asegurarse de que no lo seguía Rodarte ni nadie que éste hubiera podido contratar para seguirle los pasos. Por supuesto, Rodarte sabía dónde vivían los Miller. Si hubiera querido llegar a Griff haciéndoles daño a ellos, habría podido hacerlo. Griff supuso que Rodarte no pensaba que el entrenador fuera tan vulnerable como Marcia. Incluso podía ser que la idea de enfrentarse con el entrenador le diera miedo. Más le valía. -¿Estás metido en problemas, Griff? Sabía que Ellie se refería a si había vuelto a hacer algo ilegal. -No. Te lo juro. -Te creo. Pues ve a las autoridades y cuéntales que esa persona te está acosando y… -No puedo, Ellie. -¿Por qué no? -Porque no actúa precisamente solo. -¿A qué te refieres? -A los Vista. Los mismos hombres a los que el entrenador llamó «turbios», y eso sin saber ni la mitad de las cosas que hacían. -Entonces, con más motivos, tienes que hablar con las autoridades. Él negó con la cabeza y volvió a pensar en lo que había decidido el día anterior al marcharse del piso de Marcia. -Ya he tenido ración más que suficiente de autoridades a lo largo de estos últimos cinco años. No quiero volver a cruzarme con ellas. No podía denunciar el delito de Rodarte sin perjudicar seriamente a Marcia y a sí mismo. Lo más jodido de todo era que su silencio le daba protección a Rodarte, y margen de maniobra.


Rodarte podía hacer lo que le viniera en gana y Griff estaba atado de pies y manos. -Pero la policía o el FBI deberían saber que… -Ya no confío en el sistema, Ellie. Estoy haciendo lo que se supone que tengo que hacer. Me llevo bien con mi agente de la condicional. Creo que está de mi parte. Quiero pasar desapercibido, no hacer nada que pueda atraer la atención hacia mí. -Y hacia ese asesinato. -Y hacia ese asesinato -admitió Griff. -No han encontrado a la persona que mató a ese tal Bandy, ¿verdad? -No, no lo han encontrado. El silencio se volvió denso, se extendió. Ella no se atrevía a preguntarle directamente. No quería insultarlo con la duda. O a lo mejor no quería oír la respuesta. Dio un sorbo a la taza de té y devolvió el vaso a la mesa con más cuidado del necesario. -No puedes vivir toda la vida esquivando a los malos tipos, Griff. Tienes que aprender a pasar de ellos. -Lo he intentado. Pero no es fácil. De hecho, es imposible. Pasar de ellos sólo sirve para que les entren todavía más ganas de que les preste atención. Y emplean a otras personas para conseguirlo, para llevarme a su terreno. No volveré a jugar con ellos, Ellie. No volveré a incumplir la ley. Pero no quiero que otras personas sufran. Concretamente, los Speakman. Si Rodarte se enteraba del trato que Griff había sellado con ellos, lo echaría a perder, y era lo único que llenaba los días del ex jugador. Además de eso, Rodarte podría hacer un daño irreparable a la reputación de la pareja. Tal vez Speakman estuviera como una cabra, pero por lo menos parecía un tío bastante decente. Era respetado por sus servicios a la comunidad y por donar carretadas de dinero a obras benéficas. Y a Griff se le ponían los pelos de punta al pensar en que Laura Speakman pudiera ser sometida a la violencia que Rodarte había empleado con Marcia. Si tuviera la oportunidad, Rodarte le haría daño sin pensárselo dos veces. Ya se había fijado en ella y había hablado de la mujer en unos términos que habían enfurecido a Griff. Al percatarse de la mirada preocupada de Ellie, Griff relajó la expresión y sonrió: -No he venido para preocuparte. Sólo necesitaba alguna tabla segura a la que agarrarme, y tú siempre has sido mi salvavidas. Ella se puso de pie y volvió a cogerle de la mano. -Por encima de todo, quiero que seas feliz, Griff. -¿Feliz? -repitió la palabra como si fuera de otro idioma. Ser feliz le parecía un objetivo inalcanzable. -¿Todavía no tienes trabajo? -Estoy pendiente de algunas cosas. Una de ellas se decidirá pronto. -Mientras tanto, ¿cómo te arreglas con el dinero? -Mi abogado vendió todas mis cosas. Aunque había poco después de pagar las multas y tal. Lo que no vendió, lo metió en un guardamuebles. Lo recogí hace unas semanas. Vendí algunas de las cosas en eBay. Voy tirando. Ella cogió el bolso que había colgado en un perchero, en la cara interna de la puerta, y sacó un billete de cincuenta dólares del monedero. -Toma. Él sacudió la mano para rechazarlo.


-Ellie, no puedo aceptarlo. -Claro que puedes. Insisto. Lo he sacado de mi dinero para Hawai. -¿Dinero para Hawai? -Sí, después de años de insistir e insistir, Joe ha accedido por fin a llevarme a Hawai a finales de verano. He ido ahorrando dinero. Si no los aceptas, me gastaré estos cincuenta dólares en recuerdos cutres que no necesito y que ni siquiera me gustará tener luego en casa. Cógelo. Aceptó el billete. No porque él quisiera o lo necesitara, sino porque ella quería dárselo y necesitaba que lo aceptase. -Te lo devolveré. Oyeron el coche al mismo tiempo. Ellie lo miró a la cara, le sonrió levemente para darle ánimos y volvió la cabeza hacia la puerta de atrás, justo cuando el entrenador entraba por ella. -¿De quién es el coche…? Ahí fue donde se interrumpió. Ver a Griff en su cocina le hizo pararse en seco. El escaso pelo que le quedaba estaba más canoso. Había engordado unos cinco kilos, aunque seguía estando fuerte como un muro de ladrillo, nada gordo. Tenía más patas de gallo en el rabillo del ojo y unas arrugas que formaban surcos blancos en la piel perpetuamente morena de su rostro. Por lo demás, presentaba casi el mismo aspecto que el día en que había llevado a Griff a su casa, hacía unos veinte años. Griff se percató de todo eso en el lapso de un segundo, que fue el tiempo que el entrenador permaneció quieto antes de continuar caminando torpemente y atravesar la cocina, pasar por el comedor y recorrer el pasillo que daba a las habitaciones. El fuerte portazo que dio al entrar en el dormitorio se hizo eco por toda la casa. Pasó un rato hasta que Ellie dijo algo. -Lo siento, Griff. -No esperaba que se alegrara de verme. -Se alegra. Pero no puede demostrarlo. Griff no tuvo agallas para desengañarla. -Tengo que irme. Ella no lo impidió. En la puerta, se lo quedó mirando con preocupación. -Cuídate mucho. -Lo haré. -¿Me lo prometes? -Te lo prometo. -Nunca he tenido la oportunidad de decírtelo, pero cuando pasó todo aquello hace cinco años, lo sentí mucho por ti. Lo que hiciste estuvo mal, Griff. Peor que mal, y no tienes excusa que lo justifique. Pero no lo habría sentido más por ti si hubieras sido carne de mi carne. -Lo sé. -Su voz estaba peligrosamente cerca de quebrarse. -No te desanimes. -Le dio una palmadita en el dorso de la mano-. Lo mejor aún está por llegar. Estoy segura. Tampoco quiso desengañarla en ese caso. -¿Necesita ayuda, señora? Laura se dio la vuelta, lista para aceptar el amable ofrecimiento. Pero cuando vio a Griff


Burkett, su sonrisa se congeló y sus ojos se llenaron de señales de alarma. -¿Qué hace aquí? Él levantó la enorme caja que Laura llevaba en los brazos, que parecían habérsele quedado muertos al verlo. -¿Adónde quería llevarla? Ella seguía mirándolo fijamente. -Si no deja de mirarme así, va a llamar la atención de la gente -dijo él-. ¿Adónde quería llevar la caja? -Al coche. Señaló con la cabeza en dirección a las plazas reservadas para los ejecutivos en el aparcamiento, no demasiado lejos de la entrada para empleados de la que acababa de surgir. Miró a su alrededor muy nerviosa. Había filas y filas de coches cociéndose bajo el sol abrasador, pero no se veía a nadie cerca, cosa que, para empezar, explicaba por qué transportaba la caja ella sola. El edificio que albergaba las oficinas de la compañía aérea SunSouth era una de esas estructuras contemporáneas tan famosas de Dallas, construida en su mayor parte con cristal ensamblado con marcos metálicos. Así pues, todos aquellos que estuvieran mirando por las ventanas de ese lado del edificio tendrían una vista sin obstáculos del aparcamiento y podrían verla con él, incluso era posible que alguno lo reconociera. Sin embargo, si no lo hubiera tenido tan cerca, ni siquiera ella lo habría reconocido. Había camuflado su aspecto con una gorra de béisbol y unas gafas de sol. Se había puesto una camiseta de manga corta gastadísima y casi traslúcida, unos pantalones cortos por la rodilla con las costuras deshilachadas, y zapatillas de deporte en lugar de sus botas de cowboy. Pero su altura y la anchura de sus hombros eran imposibles de disimular, aunque lo había intentado caminando un poco encorvado. -¿Qué hace aquí? -repitió Laura. -Sé que va en contra de lo acordado. -Foster se… -Se volvería loco, lo sé. Pero era importante que la viera. -Podría haberme llamado. -¿Habría contestado a mi llamada? «Probablemente no», pensó ella. -Bueno, el caso es que ha venido. ¿Qué es tan urgente? ¿Tira la toalla? Él se detuvo y se dirigió a ella. -¿Quiere que lo haga? -Bueno, cuando se marchó me dijo que no necesitaba toda esta mierda, ¿se acuerda? -Y usted me recordó lo mucho que la necesito. Se aguantaron la mirada durante unos segundos, y después ambos recordaron a la vez lo vulnerables que eran y lo fácil que sería que los vieran juntos allí, así que continuaron caminando hacia las plazas reservadas. -¿Cuál es el suyo? -El BMW negro. -Abra el maletero con el mando. Ella buscó las llaves, apretó el botón y la tapa del maletero se abrió automáticamente. Él


bajó la voluminosa caja y la colocó dentro. -¿Qué lleva dentro? Para lo mucho que abulta, pesa muy poco. -Una maqueta de avión. Me la llevo a casa. -¿Para Speakman? He visto que hoy no ha venido a trabajar. Seguía encorvado por la cintura, jugueteando con la caja. Un observador casual habría podido pensar que estaba colocándola bien dentro del maletero para que no se dañara durante el transporte. -¿Cómo lo sabe? -Porque la primera plaza de aparcamiento tiene una placa con su nombre, y está vacía. Sé que tampoco ha estado esta mañana porque he estado vigilando al otro lado de la calle… -¿Vigilando? -Sí, metido en esa pizzería. Durante horas. Observando esa puerta y esperando la ocasión de hablar con usted. -¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta la próxima vez que nos veamos? -¿Habrá una próxima vez? Griff se incorporó y se volvió para mirarla. Ella asintió ligeramente con la cabeza. -Eh, ha… -Sí, antes de ayer. -Vaya. Se quedó allí plantado. Ella estudió las llaves. Durante siglos. Al final, Griff dijo: -Habrá sido una decepción. -Pues claro. Para los dos. Para Foster y para mí. -Soltó un breve suspiro y luego añadió-: Así que usted y yo tendremos que volver a vernos. -Aunque hasta entonces había evitado mirarlo a la cara salvo de reojo, inclinó la cabeza hacia atrás y lo miró directamente a los cristales opacos de las gafas de sol-. A menos que dimita. -Ya hemos hablado de ese tema. -Entonces, ¿qué es eso tan importante que lo ha hecho venir a verme? -He venido a avisarla. Laura esperaba que le pidiera más dinero por anticipado. Incluso esperaba una disculpa por lo que había dicho antes de marcharse la última vez. Pero ¿a avisarla? -¿De qué tiene que avisarme? -Hace un par de semanas, cuando estuvimos juntos… ¿Vio los moretones que llevaba en la cara? -Y en la cadera. Él inclinó la cabeza y Laura supo que, de haber podido verle los ojos, los habría descubierto mirándola con curiosidad. Sólo había una forma de que ella supiera que tenía hematomas en el trasero, y acababa de descubrirla. Sin embargo, intentar justificarse para salir del entuerto no haría más que enrarecer las cosas. -¿Qué pasa con los moretones? -preguntó Laura impaciente. -Me encantaría poder decir que los otros tipos quedaron más hechos polvo que yo.


-¿Tipos? ¿Eran más de uno? -Dos. Me acorralaron en el aparcamiento de un restaurante y me molieron a palos. Unas cuantas semanas antes, alguien de mi entorno acabó todavía peor. -Sus labios formaron una línea seria y fina-. Mucho peor. Y aún no se ha recuperado. Laura no podía creer lo que oía. -¿En qué está metido? -¡En nada! -¿A otra persona y a usted les dieron una paliza por «nada»? -Escúcheme -le dijo inclinándose hacia ella. Habló rápido y en voz baja-: La cosa empezó hace cinco años, pero no tiene nada que ver conmigo ahora… Si no fuera porque ese capullo se ha propuesto dejarse la piel para arruinarme la vida. Se llama Stanley Rodarte. Lleva un coche verde oliva feísimo. Si lo ve, apártese de su camino. Bajo ningún concepto deje que se acerque a usted si está sola, ¿me entiende? -No suelo estar sola. -Ahora mismo lo estaba, por ejemplo. Mire si ha sido fácil acercarme a usted. Como para enfatizarlo, bajó la mirada hacia el espacio que quedaba entre ellos, menos de un palmo. -Tendré en cuenta su advertencia -dijo Laura a la vez que se distanciaba, y no sólo físicamente-. Pero sus actividades extralaborales no tienen nada que ver con Foster y conmigo. Ese Stanley no sé cuántos no supone una amenaza para nosotros. -Rodarte. Y ya lo creo que supone una amenaza -dijo Griff expulsando las palabras con rotundidad-. Escúcheme bien. Es peligroso. Si tuviera la oportunidad, no dudaría en hacerle daño, de un modo que ni siquiera se imagina, se lo juro. No es una broma. Él… -¿Laura? Los dos dieron un salto, como pillados in fraganti, cuando oyeron el sonido de otra voz. Laura se dio la vuelta y vio que Joe McDonald se acercaba a ellos desde la fila de coches contigua. -Hola, Joe -lo saludó Laura, intentando sonar natural y contenta de verlo. -No olvide lo que le he dicho -le dijo Griff en voz baja y después se escabulló muy deprisa. Laura se obligó a moverse y se acercó al jefe del departamento de marketing, quien miraba con curiosidad la alta figura de Griff que zigzagueaba entre las filas de coches. -¿Quién era? -Alguien que había atajado por nuestro aparcamiento. Por suerte para mí. Me vio cargando con la caja de la maqueta del Select y se ofreció a llevármela. -¿Dónde estaba el guardián de la puerta? -No estaba cuando salí, y no quería esperar más. -Sin que se notara demasiado, condujo a Joe hacia la entrada del edificio-. Tengo muchas ganas de llegar a casa y enseñarle la maqueta a Foster. -Así que ¿hoy es la gran noche? -Sí. Deséeme suerte. Mientras se aproximaban a la entrada, Laura miró distraídamente por encima del hombro. Griff Burkett había desaparecido.


Capítulo XVI Laura no le contó a Foster la inesperada aparición de Griff Burkett. Por norma general, no le ocultaba nada a su esposo. Pero le costaba compartir con él la advertencia de Burkett sobre un hombre con un coche verde, porque la menor insinuación de que ella pudiera estar en peligro haría que Foster entrara en una espiral de excentricidades. Respondería de la manera que lo caracterizaba: en menos de una hora, Laura tendría guardaespaldas armados rodeándola. Además, no quería que ninguna otra cosa compitiera con ella por la atención de Foster esa noche. Se cambió de ropa antes de bajar a cenar y eligió un sencillo vestido negro que era uno de sus favoritos. Se tomó tiempo de sobra para arreglarse el pelo y maquillarse. Se echó perfume. Mientras descendía la escalera, se dio cuenta de que tenía un nudo en el estómago, y su propio nerviosismo la sorprendió. Pero claro, entonces cayó en la cuenta de que llevaba meses preparándose para esa noche. Era comprensible que tuviera un poco de miedo escénico. Apenas tocó la comida, pero Foster no se dio ni cuenta porque se pasó toda la cena contándole muy emocionado un ejercicio nuevo que Manuelo había incorporado a sus sesiones de fisioterapia. -Me ayudará a fortalecer la espalda y los brazos. Ya he empezado a notar la mejoría. -¿Ha aprendido la técnica en ese curso al que lo apuntaste el mes pasado? -Sí. Es evidente que aprende rápido. -Aprendería aún más rápido si hablara inglés. -Es un hombre muy orgulloso. -¿Qué daño podría hacerle a su orgullo hablar en inglés? -Lo consideraría una ofensa a sus orígenes. Antes de que Laura pudiera hacer otro comentario al respecto, Foster le preguntó qué tal la jornada de trabajo. -Me alegro de que me lo preguntes -contestó Laura sonriendo con malicia-. Tengo una sorpresa que darte después de la cena. Cuando hubieron terminado de cenar, Laura le pidió que la siguiera al salón. Él desplazó las ruedas de la silla adelante y atrás tres veces antes de avanzar. Había adoptado esa nueva costumbre hacía unas cuantas semanas. Y para colmo, por todos los rincones de la casa habían empezado a aparecer recipientes de plástico con desinfectante para las manos. Al principio, los usaba cuando creía que ella no miraba. Ahora había decenas de esos frascos repartidos por toda la casa, con el fin de que Foster siempre tuviera alguno al alcance de la mano. La limpieza y la desinfección de gérmenes siempre habían sido una de sus obsesiones, pero esos últimos signos visibles de su trastorno obsesivo-compulsivo la preocupaban. Le insistiría en que Foster le comentara al psiquiatra esas nuevas costumbres. Sin embargo, esa noche no podía mencionar su trastorno ni nada negativo. Además, una vez que Foster se concentrara en el proyecto que ella estaba a punto de presentarle, lo más probable era que los síntomas remitieran de nuevo.


Había preparado todos los detalles en el salón de antemano. Tras conducirlo hacia la puerta cerrada, la abrió de par en par y entonó con una cantinela teatral: -¡Les presento… SunSouth Select! Se apartó para que él pudiera ver la lámina con la representación artística, colocada en un lugar destacado, el cartel que había mandado hacer con el nuevo logo, las páginas con gráficas y tablas expuestas en caballetes para que sirvieran de referencia rápida y la maqueta. Un poco aturdido con tantos estímulos visuales, Foster realizó su rutina de las tres vueltas con las ruedas adelante y atrás, y después avanzó lentamente hasta quedar dentro de la estancia. -¿Qué es todo esto? -Una innovación en el servicio aéreo, concebida para quienes vuelan con frecuencia y quienes viajan por trabajo -dijo Laura, como si se dirigiese a una sala llena de gente desde un podio-. Con permiso… -Por supuesto. Se colocó delante de él, como si se subiera al centro del escenario. -SunSouth Select ofrecerá un trato de lujo en un número limitado de vuelos con origen en Dallas hacia varios destinos con mucha demanda: Houston, Atlanta, Denver, Los Ángeles, Washington D. C, Nueva York. Un vuelo a primera hora de la mañana y otro vuelo a última hora de la tarde. »Select sólo será para socios. Los pasajeros serán controlados e inscritos con antelación. Tendrán pases que les permitan evitar los controles de seguridad habituales de los aeropuertos. Select proporcionará personal portaequipajes uniformado para las maletas. Además, sería aconsejable añadir una red de taxis propia tanto para ir al aeropuerto como para regresar a los destinos, con el fin de garantizar un servicio todavía mejor y disminuir las incomodidades que suelen ir asociadas a los viajes de negocios. »Los aviones diseñados para ciento treinta pasajeros se reconfigurarían para que acogieran a cincuenta viajeros. Incluso los aeroplanos transatlánticos que dan menú completo y toda clase de atenciones a sus pasajeros de primera clase quedarían ensombrecidos en comparación con el trato que recibirían los socios de SunSouth Select. »¿Caro? Por supuestísimo. Pero menos caro que comprar una participación, por pequeña que sea, para un jet privado, y con mucho más espacio para las piernas y para reposar la cabeza -añadió Laura con una sonrisa-. Por el dinero que gastaría una persona ejecutiva en fletar un jet privado a esos destinos, podría volar mucho más cómodamente y atendida por profesionales de la aviación que la recibirían con los brazos abiertos. De momento Foster no había dicho nada; se limitaba a escuchar. Laura continuó: -Como operaría al auspicio de SunSouth Airlines, el viajero confiaría en los estrictos controles de seguridad, en la solvencia y en la incomparable eficacia de Select. La eficacia es el sello distintivo de SunSouth, pero esa cualidad tiene un precio. La crítica más habitual a nuestros servicios, sobre todo por parte de quienes viajan por negocios, es que viajar en SunSouth es equivalente a viajar en un autobús de la compañía Greyhound. Hace diez meses, la compañía aérea empezó a ofrecer asientos reservados en lugar de irlos asignando conforme la gente llegaba al mostrador de facturación. Ha resultado ser una opción más que satisfactoria. »El 18,3 por ciento de nuestros pasajeros están dispuestos a pagar esos veinte dólares


adicionales por billete para garantizarse un asiento reservado y disfrutar de la ventaja de embarcar los primeros. Si extrapolamos esa cifra, bastará con que un 0,5 por ciento de ese 18,3 por ciento de pasajeros se hagan socios de SunSouth Select para que los aviones viajen llenos. »En los últimos años, los precios de los j e t s privados se han vuelto de lo más competitivos, pero aun así, es un medio de transporte que únicamente puede permitirse un porcentaje minúsculo de los viajeros. Por una parte, están las aerolíneas sencillas y funcionales, como SunSouth o Southwest. Por otra parte, están los aviones privados. «SunSouth Select cubriría el espacio entre ambas opciones. Y ese espacio está destinado a agrandarse conforme los aviones reduzcan las plazas de primera clase para incorporar más plazas de turista. Es evidente que es un sector muy pequeño del mercado, pero es vital, porque engloba a quienes «deben» recorrer y «recorren» decenas de miles de kilómetros al año. Por suerte, esos pasajeros también son los que tienen fondos para invertirlos en volar. Si SunSouth no se apropia de ese nicho de mercado, lo hará una compañía de la competencia. Con Select nos aseguraremos de que SunSouth mantenga su puesto de líder en la industria aérea. Ése era el colofón que había pensado para su discurso. Cuando Foster se cercioró de que había terminado, movió la silla adelante y atrás tres veces, y después se acercó a la mesa en la que Laura había colocado la maqueta. Habían fabricado uno de los laterales del fuselaje en plástico transparente para que se viera el interior, que superaba incluso las cabinas más lujosas y espaciosas de primera clase. Foster analizó la maqueta durante tanto tiempo que a Laura se le hizo interminable. Finalmente, el hombre habló: -Ya se ha intentado otras veces. Servicio de Rolls-Royce a precio de Rolls-Royce. Esas compañías aéreas no duraron mucho. Tenía respuesta para esa salvedad. -No tenían socios. Confiaban en las reservas individuales, así que empezaron a tener problemas de liquidez. Nosotros venderíamos bonos de socio, renovables cada año. Antes de que el primer avión despegara siquiera, ya tendríamos suficiente capital en movimiento para dar servicio durante por lo menos un año. E iríamos ganando intereses al mismo tiempo. -¿Hacerse socios permitiría a los pasajeros volar un determinado número de veces sin pagar más? -A decir verdad, les permitiría recorrer equis kilómetros, porque algunos segmentos son más largos que otros. Nos estamos planteando una cifra que ronde los 120.000 kilómetros. Si el socio no llega a recorrerlos, los pierde. Si vuela una distancia superior, debe pagar por cada vuelo una tarifa equivalente a un billete en primera clase en otra compañía aérea. -¿Y así salen los números? -Está detallado en el estudio. -Le pasó un archivador con tres anillas y el logo de SunSouth Select grabado en la portada de piel. Él se fijó en el logo pero después devolvió el archivador a la mesa sin abrirlo. -¿Cuánto tendríamos que cobrar por los bonos de socio? -Como te comentaba, el informe contiene varias proyecciones financieras. Si cobramos esto, nuestro margen de beneficio será mayor que si cobramos esto otro. -Ya sé lo que es una proyección financiera, Laura. Contrariada por el tono irritado de su marido, murmuró: -Claro que lo sabes. Sólo quería que comprendieras que todo este estudio es preliminar.


-¿De verdad? Pues a mí me parece muy desarrollado. -He trabajado mucho en él, Foster. Y durante mucho tiempo. He intentado plantearme todos los aspectos y contingencias. -¿Quién más ha participado? Ella se echó a reír. -Dicho así, parece una conspiración. -Bueno, en cierto modo, sí parece una conspiración. Hace unas cuantas semanas, cuando te pregunté si los ratones bailaban porque no estaba el gato, se suponía que era una broma. -¿Estás enfadado? Adelante, atrás, adelante, atrás, adelante, atrás, y después directo a la barra del bar, donde se sirvió un vaso de whisky. No le ofreció nada a ella. -¿Qué dirá la empresa que gestiona los aeropuertos sobre los pases especiales para los socios? -La idea no es nueva. El tema de los pases para viajeros frecuentes se ha planteado en más de una ocasión. Hay compañías que ya los emplean en aeropuertos concretos. -¿De dónde sacaríamos los aviones? -Ahora que hay tantas aerolíneas reduciendo vuelos por motivos económicos, podríamos comprar aviones fiables por una fracción de su precio. -Eso seguiría costándonos millones. Y otros tantos millones por modificarlos tal como propones -dijo señalando la maqueta. -SunSouth está acostumbrada a pedir créditos. Si pedimos prestado el dinero… -Y si este concepto se va al garete, nos veremos con las deudas hasta el cuello y no tendremos manera de pagarlas. -Si ocurriera eso, incorporaríamos estos aviones recién comprados a nuestro circuito habitual. Nuestros aviones siempre vuelan llenos, con frecuencia hay overbooking, y estábamos planteándonos aumentar la flota para el año que viene, ¿no? Foster se terminó el whisky de un trago, después volvió a desplazarse hasta la barra, cogió una servilleta de papel y limpió el borde del vaso vacío, trazando tres círculos, antes de colocarlo en la rejilla que había junto al fregadero. Colocó el tapón en la licorera de cristal y la dejó exactamente donde estaba antes. Empleó uno de los recipientes con desinfectante para las manos. Después de todo eso, dijo: -Es todo muy hipotético, Laura. -Y preliminar. Ya te lo he dicho. Hay que pulir muchas aristas. Confío en que tú puedas hacer esa parte. Él no contestó a ese comentario. -La probabilidad de que funcione es reducida. -También lo era la probabilidad de que SunSouth saliera a flote cuando la compraste. Todo el mundo te dijo que no había espacio para otra aerolínea comercial con oficinas en Dallas. Los economistas te dijeron que estabas loco. Los analistas de empresa se rieron en tu cara. Pero tú no les hiciste caso. Te burlaste de los escépticos. No dejaste que nada te impidiera cumplir tu sueño. -Entonces no estaba tullido. Si Foster le hubiera dado un bofetón, Laura no se habría quedado más desconcertada que


en ese momento. A decir verdad, le había dado donde sabía que más le dolía. Laura se lo quedó mirando y después, tras recuperarse de su asombro inicial, se dio la vuelta y se encaminó a la puerta. -¡Laura! ¡Laura, espera! ¡Lo siento! -Ella se detuvo, con la mano sobre el pomo de la puerta. Él se desplazó hasta ella y la cogió de la mano-. Dios mío, lo siento mucho. Perdóname. Tiró de su esposa para sentarla sobre sus piernas, le cogió la cabeza entre las manos y la obligó a darse la vuelta para que tuviera que mirarlo. -Lo siento. -Le dio un beso en la mejilla, después en los labios-. Lo siento. Perdóname. Al oír un arrepentimiento sincero en su voz, Laura relajó la postura. -¿Por qué tenías que decirme algo así, Foster? -No venía a cuento, lo sé. Lo siento muchísimo. Ella miró por encima del hombro de su marido hacia el despliegue de elementos, que había supuesto tantas horas de trabajo para ella y para muchos otros. -Creía que esto te emocionaría y te daría fuerzas. Él le acarició el pelo. -Te he arruinado la sorpresa con mi negatividad. Te pido disculpas. Sobre todo sabiendo que has tenido otra decepción esta semana. Se refería a su período. Era cierto, había sido una decepción, pero no quería desviarse de tema para empezar a hablar de eso. -¿No te gusta nada la idea de SunSouth Select? -Es mucha información para asimilarla toda en quince minutos. -Su sonrisa amable era un intento de suavizar el golpe, igual que las palabras que siguieron, cuidadosamente elegidas-: Tú has tenido meses para ir alimentando el entusiasmo. Yo me he quedado aturdido. Dame tiempo para asimilarlo un poco. -Pero tu primera reacción ha sido de rechazo. -En absoluto. Me he mostrado favorable pero cauteloso ante una idea que requiere más análisis. Cosa que equivalía a un rechazo. Foster le guió la cabeza hacia su hombro. -Y por cierto, enhorabuena por todo el esfuerzo y el trabajo que has hecho. Es la mejor presentación que he oído jamás. Estaba rechazando la idea pero le estaba poniendo un sobresaliente por esforzarse. Odiaba que la trataran como a una niña, pero estaba demasiado abatida para discutir el tema esa noche. Había volcado toda su energía en la presentación. Ahora que la había terminado, y no había logrado el objetivo que se proponía, se sentía vacía y agotada. -Bueno -dijo Foster, como si acabaran de hablar de algún asunto sin importancia que ya no tuviera más miga-, dime, ¿qué otras cosas han pasado hoy en la oficina?


Capítulo XVII Bolly Rich subió las escaleras de las gradas y se sentó al lado de Griff. Durante unos largos sesenta segundos permanecieron quietos en posición idéntica, con los antebrazos por encima de los muslos y las manos atrapadas entre las rodillas, mientras miraban a los jugadores del campo. Bolly fue el primero en romper el silencio. -¿Qué coño haces aquí, Griff? -Ver el entrenamiento. -Es el tercer día seguido que vienes. -¿Los has contado? -Sí, los he contado. ¿Qué pasa? -Bueno, en mi opinión de profesional, Jason es tan bueno como cualquier otro jugador de su equipo. No contraatacan con fuerza. Su defensa es una porquería. Jason devuelve la pelota como puede pero… -Corta el rollo, Griff -intervino Bolly, todavía más enfadado que al principio-. ¿Por qué has venido a ver cómo entrena al fútbol un equipo de estudiantes de secundaria? Griff volvió la cabeza y luego lo miró. -Para matar el tiempo, Bolly. Porque no tengo nada que hacer. Si no han cambiado las cosas, esto es un lugar público, así que tengo el mismo derecho a estar aquí que tú. Si no te gusta, no tienes por qué darme conversación. Yo no te he invitado a sentarte conmigo. ¿Por qué no vuelves a bajar y te sientas en las gradas esas, con la gente decente, antes de que se te pegue algo de mí y te echen de una patada del club? En el campo, los entrenadores habían reunido a los muchachos y les habían dejado que bebieran un poco de agua de la cantimplora mientras les daban indicaciones sobre las jugadas. Los chicos parecían enanos comparados con aquellas gigantescas hombreras que llevaban. Desde lejos eran como muñecos con la cabeza de lana, totalmente desproporcionados. Griff había empezado a jugar al fútbol aproximadamente a la misma edad que Jason. Supuso que entonces él también debía de parecer un monigote. Bolly se quedó donde estaba. Entonces dijo: -Mi hijo te adora. -Menudo héroe tan penoso. -Eso mismo le dije yo. Observaron cómo los entrenadores separaban a los muchachos entre atacantes y defensas y guiaban a ambos grupos a los extremos opuestos del campo para hacer ejercicios de repetición. Pasaron cinco minutos. Diez. Al cabo del rato, Bolly se aclaró la garganta. -¿Recuerdas aquella noche en Buffalo? Griff no dio muestras de haberlo oído, pero se acordó al instante de la noche en concreto a la que se refería. -Jamás en mi vida he pasado tanto frío. -Estábamos a diez grados bajo cero en el terreno de juego -dijo Griff-. O eso me dijeron


después. Antes del partido no se atrevieron a decírnoslo en el vestuario. Jugamos sesenta minutos al fútbol con un vendaval de nieve, y cuando sonó el silbato del final del partido, lo único que nos quedó para demostrarlo fue un mísero gol desde el área. El goleador, que llevaba un forro polar y se pasó el partido tomando bebidas calientes en el banquillo para no congelarse, levanta el trasero esquelético del banco y marca los únicos tres puntos del partido. A mí me sangran los dedos de un patadón que me ha dado con los tacos un jugador de la línea defensiva de los Bills. Los tengo tan fríos que no puedo ni doblarlos. Y resulta que el goleador más pringao del equipo se lleva toda la gloria. Bolly ahogó una risita. -Además, era un capullo. -Dímelo a mí. ¿De dónde era? Creo que no tenía ni una vocal en el apellido. -De algún país del este de Europa. Se pasó del fútbol europeo al fútbol americano para poder venir a Estados Unidos y ganar más pasta. Los Cowboys hicieron bien en sacudírselo. Había sido una victoria penosa para un partido del final de la temporada, cuando su resultado era irrelevante para las eliminatorias. El aeropuerto estaba cerrado por culpa del vendaval, así que el equipo no pudo regresar a casa. Nadie tenía ánimos para fiestas cuando les dijeron que pasarían una noche más en el hotel. La mayor parte de los jugadores se marcharon directos a la habitación. -Tú y yo nos quedamos los últimos en el bar -dijo Bolly, como si siguiera los pensamientos de Griff-. Acabé fatal… -Bolly… -No, no, hay que reconocerlo, Griff. Me emborraché hasta las cejas y empecé a lloriquear como un crío sobre mis problemas matrimoniales. Si Griff no recordaba mal, la mujer de Bolly había hecho las maletas y se había largado de casa, diciendo que estaba harta de quedarse en casa con su hijo pequeño mientras él se iba de juerga con los colegas y se pasaba el día cubriendo eventos deportivos. -Al final parece que las cosas han salido bien -dijo Griff. -Por suerte para mí. Con lo borracho que iba Bolly aquella noche, Griff estaba sorprendido de que recordara que se había derrumbado. A lo mejor necesitaba aquella catarsis para arreglar las cosas en casa. Su mujer y él seguían juntos. Tenía una casa presentable, un hijo con un corte de pelo decente y ningún piercing a la vista. ¿Por qué sacaba el tema justo ahora? -Nunca te di las gracias por guardarme el secreto -dijo Bolly en voz baja. Griff se lo quedó mirando. Con timidez, Bolly se encogió de hombros y se quitó las gafas de cristal tintado. Empezó a juguetear con las varillas. -Tengo un montón de colegas que engañan a su mujer cuando están de ruta. Pero seguro que ellos no se van de la lengua ni se lamentan luego. Te di material de sobra para cotillear en el vestuario con tus compañeros. Pero nunca le contaste ni una palabra a nadie. -No tenía amigos, ¿te acuerdas? No tenía a quién contárselo. Bolly se lo quedó mirando con ironía. -Pero tampoco me lo echaste en cara a mí. Ni siquiera sacaste el tema, ya sabes. Es más, fingiste que no había pasado nada. -Agachó la cabeza y se miró de reojo las zapatillas deportivas-. Y nunca me suplicaste que te devolviera el favor, ni siquiera cuando viniste a


pedirme trabajo. Eso me carcome desde el día en que nos vimos. Bolly volvió a ponerse las gafas. Pasaron varios minutos en los que observaron cómo el entrenador de Jason le daba algunos consejos sobre cómo agarrar la pelota. Al final, Bolly dijo: -Ese tío está bien para ser entrenador del colegio, pero a Jason no le iría mal un poco de ayuda extra. Ya sé que como trabajo es poca cosa. De hecho, Griff, no es… -Acepto. -Espera. Cualquier oferta de dinero que pueda hacerte te parecerá ridícula. -No hace falta que me pagues. Necesito tener algo constructivo que hacer. Cómprame una docena de pelotas de fútbol para practicar y digamos que estamos en paz. Bolly se lo quedó mirando un momento, después pareció tomar una decisión: -¿Qué te parece aquí, una hora antes de los entrenamientos, todos los días? -Me va bien. -Se dieron la mano-. Dile a Jason que venga preparado para dejarse la piel. -Estará encantado. ¿Empezáis mañana? -Aquí estaré. Bolly se puso de pie y bajó con paso firme varias filas de gradas, pero entonces se detuvo y miró hacia atrás. -Esto no significa que te perdone lo que hiciste, ¿eh, Griff? Sigues en libertad condicional, tanto para mí como para el juez. Al menor indicio de que estás en líos, te largas. -No habrá líos. Te lo juro. Bolly asintió, después continuó bajando las gradas para reunirse con los demás padres, que estaban de pie junto a la línea del campo, viendo cómo entrenaban sus hijos. No invitaron a Griff a que se uniera a ellos, ni lo invitarían nunca, pero no le importó. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Ahora tenía un proyecto, algo por lo que ilusionarse, una razón por la que levantarse de la cama por la mañana. Y para entrenar a un aspirante a quarterback, no había nadie más cualificado que él. Saberlo le hizo sentir bien. Seguía sonriendo cuando le sonó el móvil. Llegó antes que ella y aparcó en la parte posterior. Unos minutos más tarde, ella dejó el coche detrás del suyo. -La reunión se ha alargado -dijo Laura en cuanto salió del vehículo. -Yo también acabo de llegar. Juntos se dirigieron a la entrada principal de la casa. Mientras ella abría la puerta, él miró en ambas direcciones, hacia la calle. Ni rastro del sedán de color verde oliva. Había ido directo desde el entrenamiento del equipo infantil y sabía que no lo habían seguido hasta allí. A decir verdad, no había vuelto a ver a Rodarte ni a nadie sospechoso desde su último encontronazo, del que hacía… un mes, pensó al caer en la cuenta. Sin embargo, ni por un momento creyó que había logrado asustar a Rodarte. Es más, su patente ausencia era inquietante. Griff prefería que siguiera dejándose ver, por lo menos, de vez en cuando. Como no se lo quitaba de la cabeza, en cuanto entraron en la casa le preguntó a Laura si había visto al tío sobre el que le había advertido. -¿El del coche verde tan feo? -Arqueó ligeramente una de las cejas. -¿Por qué me mira con esa cara? ¿Cree que me lo inventé? -Lo que creo es que corrió un riesgo innecesario al ir a verme.


-Conozco las normas, pero tenía que avisarla sobre Rodarte. -Lo dudo. -Mire… -No quiero discutir sobre eso -cortó ella. Entonces se frotó la frente y suspiró con aire cansado-. No he visto a ningún hombre con un coche verde merodeando por ahí. -Bien. Gracias. Eso es todo lo que quería saber. ¿Por qué no me ha dicho eso desde el principio y nos habríamos ahorrado una discusión? Ella estaba a punto de morder el anzuelo, pero entonces cambió de opinión y se dirigió al dormitorio. -¿De qué era la maqueta? -¿Qué? -La maqueta. La caja que le llevé al coche. -Ah, era la maqueta de un avión. -Eso ya me lo suponía. Me dijo que la llevaba a casa para enseñársela a su marido. ¿Para qué? -Para una presentación. -¿Sí? Y ¿qué tal fue? Evitando el contacto visual, Laura se pasó los dedos por el pelo. -Ahora no importa. Antes de darle oportunidad de decir algo más al respecto, recorrió el pasillo y desapareció en el dormitorio. Griff se quedó de pie, mirándola, y se preguntó qué mosca le habría picado. ¿Habría discutido con su marido? ¿Habría tenido un mal día en el trabajo? ¿O estaba cabreada por tener que aguantarlo otra vez más? A la mierda. Si quería tener malas pulgas, que las tuviera. Peor para ella. A él le daba igual. Sólo cruzaba los dedos para que esa vez funcionara por fin. Estaba más que listo para coger el dinero y largarse. Se sacó la camisa de la cinturilla del pantalón y se quitó las botas. Comprobó el termostato de la pared y lo bajó varios grados. Entró en la cocina y miró qué había en el frigorífico. La misma botella de agua, las mismas seis latas de Coca-Cola Light. No le apetecía ninguna de las dos cosas, pero se desabrochó la camisa y se quedó plantado delante de la puerta abierta de la nevera, que llenaba su pecho de aire fresco. De vuelta en la sala de estar, abrió el armario y echó un vistazo a los títulos de las películas. A lo mejor podía poner alguna, para variar un poco. A ver: hombres con mujeres, mujeres con mujeres. Sexo entre dos ciudades, ajá. «¿Qué dos ciudades serán?», se preguntó. En una de las carátulas, había una tía en moto que no llevaba nada más que tiras de cuero negro. Sus uñas largas y afiladas pintadas de rojo le quitaron las ganas de hacerlo en lugar de aumentarlas. Cerró las puertas del armario, y rechazó una vez más los vídeos y las revistas, ya que prefería sus propias fantasías. -Pase. Entró en el dormitorio y cerró la puerta. En mitad de la habitación se paró en seco. Estaba tumbada como las otras veces, mirando hacia el techo, cubierta por la sábana hasta la cintura.


Se había dejado puesta la ropa de la parte superior, como siempre. Pero esta vez había marcas de lágrimas en sus mejillas. Como él no fue directo a la cama, ella lo miró, y después volvió a fijar la mirada en el techo. Él se acercó a los pies de la cama. -¿Qué pasa? -Nada. -Estaba llorando. -Es que estoy cansada. -¿Llora cuando está cansada? Ella lo miró de nuevo y dijo con irritación: -Algunas veces. A ver, ¿podemos acabar con esto cuanto antes, por favor? Cabreado por el tono de ella y la condescendencia que encerraba, murmuró: -Lo que usted diga, señora. Se bajó los pantalones y confió en que la visión de los calzoncillos abultados no la ofendiera. La ofendió. Volvió la cabeza hacia un lado. Se deshizo de los vaqueros sacudiendo los pies, se quitó la ropa interior y se subió a la cama, para tumbarse encima de ella. Forcejeó un poco con la sábana, maldijo lo tozuda que era la dichosa tela, y al fin consiguió apartarla para colocarse bien. Ella abrió las piernas. Él se puso en posición, apuntó, no acertó, apuntó otra vez. Fue más sencillo que las dos veces anteriores. También más rápido. Acabaron enseguida. El ejemplo perfecto de «aquí te pillo, aquí te mato»… Ni siquiera se tomó el tiempo necesario de recuperar la respiración antes de levantarse apoyándose en los brazos. Cuando lo hizo, se quedó mirando el rostro inclinado de ella. Y se quedó de piedra. Unas lágrimas recién derramadas le caían por las mejillas como lamentos silenciosos. Tenía el labio inferior apretado contra los dientes, como para evitar que le temblara. «Joder -pensó Griff-. Es imposible que le haya hecho tanto daño.» Al parecer sí, porque el pecho de ella se hinchó cuando ahogó un hipido de tanto sollozar. -Mierda, ¿le ha dolido? Ella negó con la cabeza. -Me dijo que quería acabar con esto cuanto antes. Ella intentó decir algo, pero las palabras se le atragantaron en la garganta. Tragó saliva de manera compulsiva. Griff, sin saber qué añadir, se quedó en silencio. En lugar de hablar, le pasó la mano por la mejilla mojada. Al notar el tacto, Laura se tensó bajo sus dedos. Entonces levantó la mano y él creyó que iba a apartar la de él de su cara. Pero lo que hizo fue cubrir la mano de Griff con la suya, después volvió la cara hacia la palma del hombre, de modo que la parte inferior de la mano le quedó sobre la barbilla de Laura y las yemas de los dedos le tocaron la línea en la que empezaba el pelo. Más que respirar, Laura soltaba resoplidos calientes y emocionados. Las lágrimas quedaron atrapadas en la palma de Griff. Observó cómo su garganta luchaba por contener los sonidos temblorosos del llanto. Y entonces, cuando ya no pudo retenerlos más, volvió a apretar los dientes. Sin embargo, esta vez no era su propio labio lo que había aprisionado entre


ellos. Era la parte carnosa del pulgar de Griff. Le hundió los dientes en él. La respuesta de Griff fue inmediata. Soltó un gemido rápido y audible. Ella aflojó los dientes al instante. Él levantó la mano, que seguía sobre la cara de la mujer. Sus ojos se cruzaron con una fuerza tan impactante como la del mordisco. Los ojos de ella, repletos de lágrimas, se abrieron una fracción cuando notó que él no podía controlarse. Que no quería controlarse. Él se hinchó dentro de ella con una infusión de sangre tan cálida e insistente que no tuvo tiempo, ni fuerza de voluntad, ni deseos de contenerla. La llenó por completo. ¿O es que ella se encogía bajo su cuerpo? Era difícil de decirlo. Y no importaba. Porque, Dios, fue un auténtico arrebato, el momento más erótico que había vivido jamás. Griff empujó las caderas hacia delante, al principio a tientas, para ver la reacción de ella. Los ojos de Laura se cerraron brevemente y después se reabrieron. Tenía las pestañas mojadas, que se agrupaban en unos piquitos preciosos. Había una mancha negra en el iris de su ojo derecho de la que él no se había percatado antes, aunque nunca había estado tan cerca de ella hasta entonces. Nunca la había mirado de verdad a los ojos. Nunca se había permitido mirarla. Todavía con cuidado, desplazó un poco las caderas y las subió inclinándolas ligeramente hacia delante. La respiración de Laura se convirtió en un suave siseo cuando inspiró a través de los dientes. Cerró los ojos. Animado, Griff pasó el brazo por debajo del cuerpo de ella, la agarró del trasero y empujó el cuerpo de Laura hacia arriba a la vez que apretaba hacia abajo con todas sus fuerzas. Un sonido hambriento vibró en la garganta de Laura, porque ahora tenía los dos labios metidos en la boca, totalmente comprimidos. Respiraba a toda velocidad por la nariz. Él se apartó, estuvo a punto de sacar el miembro del todo y después volvió a hundirse en ella. Laura gimió. Griff repitió el movimiento. Las embestidas eran largas, lentas y profundas, y ella respondió con movimientos acompasados que hicieron que él no tardara en verse transportado al séptimo cielo y empezara a soltar gemidos. Las manos de Laura, que hasta entonces siempre habían permanecido quietas a los lados, se movían incesantemente. Apretaba la sábana con los puños, la retorcía, la soltaba, buscaba otro trozo de sábana, lo que fuera, y al final encontró la parte delantera de la camisa de Griff, todavía desabrochada. Se aferró a la tela con todas sus fuerzas y tiró hasta que él notó como se le tensaba por la espalda. Arqueó la garganta y hundió la cabeza en la almohada. Levantó las caderas para mimetizar las embestidas de él, que ahora eran más superficiales y aceleradas. Entonces, agarrándola con fuerza, presionándola casi hacia él, Griff tuvo un orgasmo, y Laura también. Incluso unos minutos más tarde, cuando él estaba abatido, tumbado encima de ella como un hombre muerto, los temblores orgásmicos de ella seguían haciéndole cosquillas. Era como si le besaran justo en la punta del miembro. Estaba tan agotado que no podía ni sonreír, pero mentalmente sí sonrió. Al cabo de un rato, se quedaron quietos. Griff la cogió por la nuca con una mano y se deslizó hacia un lado, haciendo que ella lo acompañara. Y permaneció así, con una mano sujetándole la cabeza, que quedaba por debajo de su barbilla, y la otra mano firme sobre su trasero, para impedir que se moviera y facilitar que él siguiera dentro. Las sensaciones eran indescriptibles. Él se debatía entre el deseo de permanecer en esa posición hasta quedar petrificados y las ganas de mirarla. Ojalá existiera algún modo de desnudarse sin tener que moverse. De pronto, Griff sintió


una urgencia desesperada de estar piel contra piel. Quería mirarle los pechos. Toda ella. Quería tocarla, explorarla, acariciarla y excitar todos esos puntos hechizadores en los que ni siquiera se había permitido pensar. Más tarde. Ahora mismo, el letargo de ella era absoluto, parecía dormida. Giró un poco la cabeza para poder mirarla a la cara. Tenía los labios levemente abiertos, húmedos y de aspecto suave, hinchados y enrojecidos de tanto mordérselos. En el punto en el que el labio inferior, más carnoso, se unía con el labio superior, se le formó un hoyuelo. Dios mío, qué punto tan atractivo, pedía a gritos que lo acariciara con la punta de la lengua. Estaba bajando la cabeza para hacer exactamente eso cuando todo el cuerpo de ella se quedó rígido. Abrió los ojos como un resorte y moviendo las extremidades con mucho nerviosismo, consiguió separarse de él y sentarse en la cama. -Dios mío. -Enterró la cara en las manos-. Dios mío, Dios mío, Dios mío. -Laura… -¡No digas nada! Por favor, no… no… ¡Dios! -Palpaba el lateral de la cama para buscar algo, y él vio que se trataba de la ropa interior. Se la puso a toda prisa y salió de la cama, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta con estruendo tras ella. Él se incorporó y con manos torpes se puso los calzoncillos, se acercó a la puerta del baño y llamó con los nudillos: -Laura. Sin esperar a que le diera permiso, abrió la puerta. Se la encontró pasándose la falda por las caderas al mismo tiempo que se ponía los zapatos. Una vez que se hubo abrochado la falda, cogió la americana que tenía colgada en el perchero de la puerta. Sin detenerse ni un segundo, lo apartó de un empujón y pasó por delante de él, agarró el bolso del tocador y abrió de par en par la puerta del dormitorio. -¡Laura, espera! -La siguió por el pasillo. Cuando ya estaba en mitad del salón, la agarró por el codo para darle la vuelta-. ¿Por qué no esperas un momento, joder? Háblame. Ella se zafó de Griff y se negó a mirarlo. -No hay nada de que hablar. -Hay mil cosas. -Esto no ha ocurrido. -Agitó las manos en el aire para enfatizar todas y cada una de sus palabras-. No ha ocurrido. -Sí ha ocurrido. Laura cerró los ojos con fuerza y después sacudió la cabeza, furiosa. -¡No! Yo… -Se cubrió la boca con la mano para ahogar un sollozo-. Dios mío… Se dio la vuelta rápidamente y caminó a toda velocidad hacia la puerta. Griff corrió tras ella, pero Laura desapareció en un abrir y cerrar de ojos. -¡Laura! -gritó él. Ella no miró atrás.


Capítulo XVIII Foster estaba hablando por teléfono cuando Laura entró en su despacho. Dudó un momento antes de cruzar el umbral, pero él le indicó que pasara. Su llegada le dio una excelente excusa para finalizar la conversación con uno de los miembros de la junta directiva. Había empezado a aburrirle. Dirigir la compañía aérea ya no era ni la mitad de divertido que antes. Las personas clave de la plantilla desempeñaban tan bien su trabajo que podían realizarlo sin su supervisión. Desde el punto de vista empresarial, era gratificante saber que había elegido bien al contratarlos. Pero que fueran tan responsables provocaba que la figura de Foster fuera superflua. Últimamente, se sentía como el chico discapacitado que habían tenido que contratar para cubrir el cupo. Dio por concluida la conversación telefónica con la promesa de que la retomaría enseguida. Laura estaba de pie, de espaldas a él, mirando por la ventana. -¿A qué debo semejante honor? -preguntó-. Por norma general estás demasiado ocupada para hacerme una visita durante la jornada laboral. ¿O es por un tema de trabajo? ¿Has venido en calidad de jefa del departamento o como esposa? -Como esposa. ¿Tienes tiempo para mí ahora? -Siempre. Laura se había tomado mal el rechazo de su marido ante la propuesta de SunSouth Select, mucho peor de lo que creía. Desde que había entrado en el grupo de ejecutivos de la empresa, había sufrido algunas decepciones y sus propuestas habían sido denegadas por votación más de una vez, pero se tomaba esas pequeñas derrotas con aplomo y, en última instancia, daba su apoyo incondicional a lo que decidiera la mayoría. Pero esta vez no, y con motivos. Aunque había agradecido a otras personas sus propuestas creativas y la información sobre el tema, Select había sido una idea primordialmente suya, y Foster la había barrido de un plumazo. A juzgar por el humor de Laura durante las últimas dos semanas, se había tomado el asunto como un rechazo personal. El tema sólo había salido en la conversación una vez más desde entonces. La semana anterior, durante una reunión de directivos, Joe McDonald había mencionado el proyecto Select de pasada. Laura lo había fulminado con una mirada de advertencia que decía: «No lo nombres». Nadie había vuelto a sacar el tema, por lo menos, no en presencia de Foster, y él dudaba de que la gente cuchicheara sobre eso a sus espaldas. En ningún rincón de la empresa había visto el material que Laura había empleado para la presentación. Tenía la impresión de que, como él no había tomado el relevo, todo el mundo consideraba el tema zanjado. Había ninguneado la idea de SunSouth Select cuando, en realidad, la propuesta de ofrecer un servicio de vuelo alternativo le parecía atractiva. Aunque Laura no lo supiera, él también había estado dándole vueltas al asunto y había investigado por su cuenta sobre ese mercado en expansión, para valorar cómo podía hacerse con un gran segmento de él. Foster había estudiado un tipo de aviones ultraligeros y se había planteado encargar una flota con la que empezar a dar un servicio de vuelos chárter de primera calidad. Incluso se le


había pasado por la cabeza hacer lo que proponía Laura y montar una filial de SunSouth. Sin embargo, tomara la forma que tomase tal innovación, seguiría su concepción y su diseño. No el de ella ni el de otra persona. Él sería el líder, no el decrépito tullido que un día llevó las riendas. Le había dado a Laura espacio y tiempo para mimar su orgullo herido, sobre todo, fingiendo no darse cuenta del abatimiento de su esposa. ¿Acaso esta visita no programada a su despacho era signo de que por fin se iba a bajar del burro? Confiaba en que así fuera. Foster dijo: -Esta vez no has traído vino. Ella se dio la vuelta y se lo quedó mirando con aire burlón. -¿Tanto tiempo hace que ya te has olvidado? Me sorprendiste con una comida aquí, en este despacho. Para celebrar nuestros tres primeros meses juntos. -Cuatro meses. Y fue champán. -¿Ah, sí? Lo que bebimos no es lo que más recuerdo de esa velada. Sin embargo, me acuerdo perfectamente del postre. Ella sonrió y, con modestia, agachó la cabeza. -Qué divertidos eran aquellos tiempos. -Los echo de menos. Al cabo de varios segundos, Laura levantó la cabeza y lo miró, esta vez mucho más seria. -Todavía podríamos pasar ratos divertidos, Foster. -No como aquéllos. -No «exactamente» como aquéllos. Diferentes. Pero igual de buenos. Él sonrió con amargura. -No, desde mi punto de vista. Ella le aguantó la mirada unos instantes y después afirmó: -No voy a volver. -¿A volver? -A la casa. A ver a Griff Burkett. No pienso volver a hacerlo. Ajá. Así era como iba a devolverle la moneda por haber herido sus sentimientos. Con una expresión impasible, Foster colocó las manos sobre el regazo y las entrelazó despreocupadamente. -Vaya. -No. -¿A qué viene este repentino…? -No es repentino. Apenas he pensado en otra cosa desde… desde la última vez. No pienso volver. -Eso ya lo has dicho. Creo que merezco saber por qué. -Porque no está bien. -¿No está bien desde qué punto de vista? ¿Cómo puede estar mal si yo lo apruebo? -Yo soy la que no lo aprueba. Está mal desde «mi» punto de vista. -Ya veo. ¿Cuándo has decidido que está mal? Laura desvió la mirada y dijo en voz muy baja: -Lo he pensado desde la primera vez que lo propusiste. -Y después, con más convicción, añadió-: Me opuse a esto desde el principio. Sólo accedí a hacerlo porque te quiero y quería


darte todo lo que me pidieras. Pero no puedo hacerlo. Y no lo haré. -Creía que deseabas tener un hijo tanto como yo. -Eso no ha cambiado -exclamó ella-. Sí que quiero tener un hijo. Quiero que lo tengamos juntos. Con todas mis fuerzas. Pero tenemos otras opciones. Podemos recurrir a la inseminación artificial de un donante de esperma anónimo. -Ya sabes lo que opino de eso. Ella vaciló, y después dijo: -De acuerdo. Haré esa concesión. Como Griff Burkett ya es de confianza, podemos utilizar su esperma. Lo propuso él la primera vez que nos reunimos, ¿te acuerdas? Así no perdería el dinero. Llevaríamos su semen a la consulta del médico y diríamos que era tuyo. Nadie notaría la diferencia. -Preferiría no tener que recurrir a la fuerza a ese método. -No se trata de recurrir a la fuerza… -Para mí, sí. Además, ¿no te parece un poco pronto para pasar al plan B? Sólo han transcurrido tres ciclos. -Ya sé cuántos han transcurrido -dijo ella cortante-. Pero aunque únicamente me hubiera llegado una vez, no lo repetiría. -¿Es Burkett el que no te convence? ¿Te trata mal? -No. -¿Es rudo o maleducado? -No. -Porque si lo es… -No lo es. -De acuerdo. Dejó de hacer comentarios sobre el tema para darle tiempo a Laura a recuperar la compostura. Ella respiró hondo y soltó lentamente las siguientes palabras: -Mi decisión no tiene nada que ver con él. Es por mí. Y por la idea en conjunto. -Hemos pasado meses debatiendo la idea, Laura. Repasamos todos y cada uno de los aspectos, una y otra vez. -Soy consciente. -Y aceptaste. -Sí. Pero hablar del tema en abstracto y luego ponerlo en práctica… -De repente se irguió cuan alta era-. No tengo por qué justificar cómo me siento. Ni intentar explicártelo. Y no quiero hacerlo -añadió con énfasis-. Aquí se acaba la discusión. Él dejó que pasaran varios segundos de silencio y luego dijo: -Me sorprende. No es propio de ti dejar una tarea sin terminar. -Cierto. -Nunca te has desentendido de una obligación. -No. Y tampoco tenía pensado romper este compromiso. Creía que sabría enfocarlo como cualquier otro reto. Pero no puedo. -No pensaba que fuera a ocasionarte tanto estrés emocional. -Bueno, pues lo ha hecho. -A lo mejor te lo estás tomando como algo personal.


Lo miró anonadada. -Soy tu «mujer». Estoy practicando sexo con otro hombre. Por el amor de Dios, ¿cómo no me lo voy a tomar como algo personal? -Te estás poniendo histérica, Laura. Foster lanzó una mirada cautelosa hacia la puerta del despacho. Ella se abrazó los codos y le dio la espalda. Foster movió las ruedas de la silla adelante y atrás tres veces y después se alejó del escritorio y se colocó detrás de Laura. Alargó un brazo y le colocó las manos a ambos lados de la cintura. Ella se sacudió e intentó deshacerse de sus dedos, pero él la sujetó con fuerza. -Me equivoqué. No creía que fuera a ofender tu sentido del bien y el mal. -Siento muchísimo haberte decepcionado, Foster. Sé lo mucho que esto significa para ti. Pero hay una ambigüedad moral que no puedo dejar pasar. -Respeto tus sentimientos, por supuesto. Así como tu decisión. Ella exhaló un leve suspiro. -Gracias. Foster ejerció fuerza suficiente con las manos para conseguir que ella se diera la vuelta y quedara frente a él. -Llevas varias semanas taciturna. No te he dicho nada, pero me he dado cuenta. -Admito que he estado apática. Este tema me pesa demasiado sobre los hombros. Me distrae del trabajo. Y lo que es peor, está creando una barrera entre nosotros dos. Como sabía que te decepcionaría, he querido retrasar el momento de decírtelo, pero tenía que hacerlo antes de que llegara el momento de volver a ver a Burkett. El miedo a contártelo me ponía los pelos de punta. Me alegro de haberme atrevido a mantener esta conversación. Le dedicó una sonrisa temblorosa, y después se agachó para darle un beso en los labios. Cuando se apartó de la silla, Foster dijo: -Hace quince días desde la última vez que estuviste con Burkett, ¿verdad? Ella asintió. -Entonces, a lo mejor podríamos habernos ahorrado esta discusión -dijo él con una amplia sonrisa-. A lo mejor ya estás embarazada. «¿Y si está embarazada?» Ése era el gran interrogante de la vida de Griff en esos momentos. Todas las mañanas se despertaba preguntándose si aquél sería el día en que recibiría la llamada para darle la enhorabuena. Por supuesto, ése era su objetivo, ¿o no? El óvulo fertilizado sería la solución a todos sus problemas. Haría feliz a la pareja que no podía tener hijos, y le haría millonario a él para el resto de su vida. Pero si Laura había concebido, no volvería a verla jamás. Algo que no era motivo de celebración. -¿Griff? Le sobresaltó encontrarse a Bolly de pie, codo con codo con él, en la línea del campo durante el entrenamiento. El periodista deportivo lo miraba con cara extraña. -Perdona. Estaba… -A un millón de kilómetros de aquí. Te he llamado tres veces. ¿Te habías quedado


dormido? Griff se quitó las gafas oscuras y parpadeó contra el sol resplandeciente. -¿Con este calor? Sería difícil. No, estaba concentrado mirando a Jason. Hoy está jugando bastante bien. -Gracias a ti. -No, se esfuerza mucho. El mérito es suyo. -Este chico está obsesionado con el fútbol. Tanto que preocupa a su madre. -¿Por qué? -Tiene miedo de que se lo tome demasiado en serio y le hagan daño. -Así son las madres. O eso suponía. -Ella preferiría que jugase al bádminton. Griff se estremeció y Bolly se echó a reír. -Me has leído el pensamiento. Oye, mira, acaba de llamarme alguien. Me han concedido una entrevista con el nuevo goleador de los Stars, que fichó ayer, pero dentro de pocas horas volará de vuelta a Detroit. Si me doy prisa, puedo pillarlo en el aeropuerto DFW antes de que coja el vuelo. No me gustaría dejar a Jason sin entrenar. ¿Te importaría llevarlo en coche a casa cuando termine? -Claro que no. -No te lo pediría, pero mi suegra tenía que ir al podólogo y mi esposa se prestó voluntaria a acompañarla… -Bolly, vete. ¿Quieres que me quede con Jason hasta que vuelvas? -No, acompáñalo a casa y asegúrate de que cierra con llave después de entrar. Sabe lo que tiene que hacer si se queda solo. -De acuerdo. No hay problema. Bolly miró en dirección al campo y distinguió a su hijo, quien apenas tuvo tiempo de pasarle la pelota a un centro-campista antes de que otro jugador lo tirase al suelo de un placaje. Pero no se quedó mucho rato mordiendo el polvo. Se puso de pie justo a tiempo de ver cómo el centrocampista metía un gol a la primera. Dio un tremendo salto en el aire, levantó el puño y vitoreó de alegría. Bolly, que seguía mirándolo, sonrió, pero al instante se le formó una arruga de preocupación entre ceja y ceja. -Griff, bien pensado, a lo mejor… -Puedes dejarlo conmigo, Bolly. Tranquilo. Bolly se volvió hacia él y le aguantó la mirada durante varios segundos mientras en silencio analizaba si era aconsejable o no pedirle ese favor. Al final asintió con la cabeza: -Te lo agradezco, Griff. De verdad. Cuando terminó el entrenamiento, Jason fue trotando hacia Griff, con quien chocó los cinco. -Has entrenado genial, quarterback. Sobre todo en la última serie ofensiva. -Gracias. El chico tenía la cara enrojecida y el sudor le aplastaba el pelo contra la cabeza por debajo del casco, pero se notaba que le había gustado el cumplido. Griff le dijo que Bolly había tenido que marcharse de repente.


-Así que hoy tendré que llevarte yo a casa. -¿Lo dices en serio? -No te emociones. Mi coche es una porquería. De camino, Griff paró en una cafetería Braum's. -Me apetece un batido. ¿Y a ti? Y ya que estaban allí, decidieron que de paso podían tomarse una hamburguesa con patatas para acompañar el batido. Estaban sentados en un cubículo, hablando tranquilamente sobre el equipo de Jason y los puntos fuertes y débiles de los distintos jugadores, cuando Griff se percató de la presencia de tres obreros de la construcción. Se había fijado en ellos al entrar, pero sólo los había mirado de reojo antes de volver a centrar su atención en Jason. Entonces se dio cuenta de que ellos también lo habían visto y reconocido. Los peones hablaban en voz baja, pero las miradas que le dirigían estaban cargadas de hostilidad. Otras personas empezaron a fijarse. Griff notó una docena de pares de ojos fijos en él. Jason, que hasta entonces había estado hablando sin parar, parando lo justo para llevarse la comida a la boca, se dio cuenta del ambiente cargado. Su cháchara perdió ritmo y al final se detuvo del todo. Miró en dirección a los tres hombres, después de nuevo hacia Griff, con los ojos llenos de preocupación. -No pasa nada, Jason. Pero sí pasaba. Porque cuando los hombres cogieron la comida para llevar que habían pedido y estaban a punto de salir, tuvieron que pasar por delante de la mesa en la que estaban sentados Jason y Griff. En el momento en que el último de los tres pasó a su lado, dijo: -Das asco, Burkett. A continuación, formó un esputo y lo escupió en dirección a Griff. Falló, pero se emplastó en el mantel de hule, a unos centímetros del hombro de Griff. Su marcha dejó un vacío. Nadie se movió. Griff supuso que todo el mundo esperaba a ver qué hacía él. Lo que le apetecía hacer era seguir a ese tío y patearle el culo hasta hartarse. De haber estado solo, lo habría hecho. Pero con Jason allí, no podía. Sintió mucha más vergüenza por el bochorno que debía de estar pasando el chico que por él mismo, pues vio que Jason se había quedado sentado con la cabeza gacha y las manos sobre las piernas, debajo de la mesa. Al cabo de poco, los camareros y los demás clientes continuaron con sus cosas. Todos menos Jason. -¿Has terminado? -le preguntó Griff. El chico levantó la cabeza. -¡No es justo! Griff se sorprendió al notar que no estaba avergonzado, sino enfurecido. -¿El qué no es justo? -Lo que acaba de hacerte ese hombre. Lo que la gente dice de ti. Griff apartó su plato y colocó los antebrazos en el borde de la mesa. -Escúchame, Jason. Escupir como acaba de hacer ese tío es asqueroso. Y lo único que ha conseguido es que todo el mundo piense que es un guarro, pero lo que yo hice hace cinco años fue mucho, mucho peor. -Miró por la ventana en dirección al trío, que volvía a montarse en su furgoneta de trabajo-. ¿Cuánto crees que gana ese tío en un año? Jason levantó los hombros para indicar que no le importaba.


-Una fracción de lo que ganaba yo cuando jugaba al fútbol. Una fracción muy pequeña. Por trabajar, ese tío no gana ni siquiera lo que yo pagaba por llevar a la tintorería los trajes de diseño. No me odia por haber ganado más que él. Lo que odia es que yo viviera la vida con la que todos los hombres sueñan, y la tirara por la borda. Acepté dinero por hacer trampas. Fui imbécil y egoísta, y me salté las normas. No hay vuelta de hoja. -Pero ahora no eres malo. Hombre, se estaba tirando a la mujer de un parapléjico por dinero. Si eso no era ser malo… Lo único peor que se le ocurría era saber que deseaba tirársela tanto si le pagaban como si no. Había intentado no pensar en todo lo que había ocurrido. Cuando lo hacía, procuraba justificarlo como un mecanismo psicológico de causa-efecto, un impulso sexual que, con todos los elementos engrasados y en funcionamiento, había producido el resultado más predecible. También podía verse como un capricho. Una casualidad. Las estrellas habían chocado, pero no volvería a ocurrir ni en un millón de años. Sin embargo, independientemente de la justificación que quisiera darle, no se lo quitaba de la cabeza. En ningún momento. Cada vez que pensaba en cómo había hundido los dientes en la parte inferior de su dedo pulgar, le excitaba, el estómago se le contraía por el deseo y lo único que anhelaba era volver a estar dentro de ella. -No soy un héroe para nadie, Jason. No me conviertas en uno. Si quieres tener un héroe, mira a tu padre. -¿A mi padre? -Jason se burló-. ¿En qué se parece él a un héroe? -En que quiere a tu madre. Te quiere a ti. Cuida de ti, se preocupa por ti. Jason, todavía irritado, dijo: -Eso no es nada. -Eso es un montón. -Entonces, para evitar seguir dándole el sermón, añadió-: Pero cuando lanza el balón, no vale una mierda. Y no le chives que he dicho «mierda», ¿eh? -Él siempre lo dice. Griff se echó a reír. -Entonces, es «mi» héroe. Jason empezó a sonreír otra vez. El día siguiente comenzó como cualquier otro. Griff se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. En cuanto acabó de orinar, consultó el calendario que tenía pinchado en la pared. Era su nueva rutina. Por el amor de Dios, iba tachando los días. Se había comprado un ordenador y había aprendido a utilizarlo él solo. Después de buscar por Internet largo y tendido, creía que se había hecho una idea bastante completa del sistema reproductor femenino y su funcionamiento; por lo menos, sabía más de lo que había aprendido en las clases de introducción a la biología del colegio. Algunos de los foros en los que había entrado le daban más información de la que buscaba (¿de verdad le hacía falta saber qué era un tapón de mucosidad o un saco vitelino?), pero por lo menos había aprendido muchas cosas sobre los ciclos y qué ocurría a lo largo de los veintiocho días que duraba el período. También se había enterado de lo que era la concentración de HL.


Si había estado con Laura el día en que había ovulado, podía saber aproximadamente cuándo iba a tener la menstruación, suponiendo que le hubiera llegado. Esos cinco días ya habían pasado. Si había tenido el período, y si sus cálculos eran correctos, debería haber sabido de ella hacía tres días, cuando tendría que haber ovulado otra vez. Pero Laura no había vuelto a citarlo en la casa de la calle Windsor. ¿Acaso significaba eso que no le había llegado el período y que, por lo tanto, había concebido? A lo mejor estaba retrasando el momento de darle la buena noticia hasta haber recibido la confirmación del embarazo por parte de un médico. O a lo mejor, debido a lo que había pasado la última vez, no tenía intención de llamarle nunca más. Pero en ese caso ¿no le habrían notificado que se cancelaba el trato? La falta de información lo estaba volviendo loco, pero lo único que podía hacer era esperar. Igual que todas las mañanas, hizo una marca en el calendario y después se duchó. Cuando salió de la bañera, oyó que le dejaban el periódico junto a la puerta. Como no le apetecía vestirse todavía, se enrolló la toalla alrededor de la cintura. Cogió el periódico del descansillo, entró en la cocina y encendió la cafetera. Mientras esperaba a que hirviera el café, ojeó la parte superior de la primera página del periódico y bebió un trago de zumo del envase. Le dio la vuelta al periódico, leyó los titulares de la parte inferior de la página y, al ver que hablaban de la misma crisis mundial que el día anterior, pasó a la sección de deportes. El titular hizo que se le parase el corazón. La sangre le llegó a la cabeza y lo mareó por un momento. -¿Qué coño es esto? «burkett es interrogado por la muerte de un corredor de apuestas». Rezaba el titular «¿más problemas para el viejo cowboy?» «su antiguo entrenador denuncia a la estrella caída.» Cuando reconoció las noticias, miró la fecha del periódico. No era el ejemplar de ese día. Era de hacía cinco años, y aunque estaba bien conservado, entonces se dio cuenta de que el papel de la sección de deportes no tenía el mismo color que el resto del periódico. Había adquirido un tono amarillento con el tiempo. «Rodarte.» Con las prisas, volcó una de las sillas de la cocina. En cuestión de segundos, salió de allí, atravesó la sala de estar y abrió de par en par la puerta de la casa. Echó a correr por el estrecho trozo de jardín particular y escudriñó la calle. En el fondo no esperaba ver el coche verde oliva, y no lo vio. Rodarte había tenido tiempo para desaparecer. -¡Hijo de puta! Griff agarró la toalla, que se le estaba resbalando de la cintura, y entró dando zancadas. Cerró de un portazo. Hacía casi dos meses que Rodarte no había vuelto a aparecer. Ahora, justo cuando Griff había empezado a pensar -a esperar- que el cabrón se había rendido y esfumado, le venía con ésas. Qué inteligente por su parte lo de plantar la vieja sección de deportes en el periódico del día, donde sin duda Griff iba a encontrarla. Rodarte le estaba restregando por las narices lo que había hecho hacía cinco años. Cuando se creyó preparado para enfrentarse a las letras palidecidas, recolocó la silla y se


sirvió una taza de café. Después se sentó junto a la mesa de la cocina y empezó a leer. Cada palabra era como una bofetada, y dolía más porque era cierta. Desde las apuestas de Pete Rose y el consumo de esteroides que había reconocido José Canseco, ningún otro atleta profesional había provocado un escándalo semejante al del extraordinario quarterback que batía todos los récords, Griff Burkett. Las noticias de los medios de comunicación habían sido extensas y contundentes. La historia había salido en los titulares de otros países. El canal de deportes había dedicado horas de programa a sus cuitas. Sin embargo, Rodarte había acertado al elegir ese ejemplar concreto de The Dallas Morning News, porque presentaba varias crónicas que resumían su caída larga e inexorable. Al principio, las apuestas eran pequeñas, pero habían crecido como una parra trepadora que él no podía controlar ni podar, hasta que lo dominaron y pasaron a resultarle más emocionantes que los propios partidos de los domingos. Ganar mucho en una apuesta era más motivador que ganar mucho en el terreno de juego. Se había convertido en una adicción. Antes de que se le fuera de las manos, debería haber sido lo bastante listo como para reconocer las señales de alarma. A lo mejor las había visto. A lo mejor había cerrado los ojos ante ellas. Se vio atrapado en una espiral peligrosa pero eufórica. Si ganaba, aumentaba las apuestas en la siguiente ronda para poder ganar más. Si perdía, aumentaba las apuestas para recuperar lo perdido. La espiral se convirtió en un huracán que, literalmente, se lo tragó. Bill Bandy se parecía más a un funcionario de Hacienda que a un corredor de apuestas. Era un hombre de constitución delgada que el día en que murió no debía de pesar más que cuando acabó el instituto. Tenía el pelo castaño no muy espeso, la cara pequeña con la barbilla puntiaguda y la nariz afilada. Sus estrechos orificios nasales y sus pálidos ojos azules libraban una guerra constante con los alérgenos del aire. Tenía las manos finas y blancas como las de una mujer, y daba la impresión de que debían de notarse húmedas al tacto. Nadie lo hubiera tomado por un matón. Sin embargo, eso era exactamente lo que era. Se rumoreaba que, en San Luis, antes de que lo desplazaran a Dallas, había envenenado a un tío suyo que le había traicionado. Griff nunca supo si era realidad o ficción. Bandy trabajaba para los Vista, la sociedad ficticia que, a modo de tapadera, dirigía con mucho aspaviento una mina de estaño en América del Sur. La ubicación concreta y otros detalles de la empresa quedaban en el aire. Los negocios reales de los Vista incluían las apuestas de gran calibre, el blanqueo de dinero y, Griff sospechaba, el tráfico de drogas. Los «mineros» del clan de los Vista, afincados en el lujoso barrio de Las Colinas, llevaban trajes de diseñador y Rolex con incrustaciones de diamantes. Daban miedo hasta cuando iban al lavabo en un bar. Tenían guardaespaldas con pistolas automáticas y coches con cristales antibalas. Nadie les tomaba el pelo. Eso era lo que Bill Bandy le había dicho a Griff mientras tomaban un plato de enchiladas de pollo una noche, en su restaurante mexicano favorito. Griff estaba a mitad de su cuarta temporada con los Cowboys. Bandy lo había invitado a cenar para hablar de negocios, en concreto, de cómo iba a pagar sus deudas de juego, que ahora ascendían a trescientos mil dólares largos. -Joder, a esos tíos no se les puede tomar el pelo, Griff. Si fuera por mí, te lo fiaba. Coño, ganas millones. Sé que tendrás dinero de sobra para pagarlo dentro de unos meses. Pero esos


tíos… -Se sonó la nariz con un pañuelo de tela blanco ya húmedo-. Tienen el corazón de piedra. Créeme. Griff hundió una tortita de maíz en la salsa y masticó ruidosamente. Bebió un sorbo de un cóctel margarita con mucho hielo y guiñó el ojo a unas adolescentes cautivadas por la estrella que se lo habían quedado mirando desde la mesa de al lado. -¿Qué van a hacer? ¿Mandarme a unos tíos con pelos en los nudillos para partirme las piernas? -¿Te parece gracioso? -Me parece que te está entrando el pánico cuando no es momento para asustarse. Los intereses aumentan cada semana, así que soy una fuente de beneficios para ellos. ¿Dónde está el problema? -Quieren el dinero ya. Por fin, el tono fúnebre de Bandy captó la atención de Griff. La mirada pálida del corredor de apuestas ya no era nerviosa ni imprecisa, era firme como una roca. Incluso la nariz se le había secado temporalmente. Griff pensó que a lo mejor la fábula del tío viejo al que había envenenado era cierta. Con la misma expresión fría, continuó: -Alégrate de que me hayan mandado a mí de mensajero, o de lo contrario, a lo mejor no podrías jugar el domingo. Ni éste, ni ningún otro domingo de la temporada. No te equivoques, pueden hacerte mucho daño, Griff. Y lo harán. -No tendría sentido que me lesionaran. Si no puedo jugar, nunca recibirán el dinero que les debo. El argumento no hizo variar la expresión resuelta de Bandy. Griff apartó el plato y, a regañadientes, asimiló que tenía que hacer frente a aquello ya mismo. El equipo iba a enfrentarse con los Falcons el domingo en Atlanta. Los Cowboys eran los favoritos, pero no por mucho. No iba a ser un camino de rosas para ninguno de los dos equipos. A esas alturas debería estar preparándose psicológicamente para un partido duro, estudiando las jugadas, en lugar de estar bailando al son de unos mañosos. -Está bien. Dadme unos cuantos días -le dijo a Bandy-. Voy a liquidar algunas cosas. Un coche. El apartamento en Florida. Algo. ¿Con qué cantidad mínima se quedarían satisfechos durante un tiempo? ¿Doscientos mil? Es más de la mitad de lo que les debo. ¿Así me mirarían mejor? Bandy se enjugó los ojos llorosos con una punta del pañuelo. -Puede haber otra forma. -¿De ganar tiempo? -De saldar la deuda. Griff se lo quedó mirando como si le hubiera dicho que podía pasar una semana en una isla desierta con cada una de las chicas PlayBoy del Mes del año anterior, y además, que todas eran ninfómanas y la isla era nudista. Bandy le preguntó: -¿Estás dispuesto a reunirte con ellos? ¿A escuchar sus propuestas? -¿Dónde y a qué hora? Los «ellos» a los que se refería Bandy eran tres hombres, que dieron la bienvenida a Griff en las opulentas oficinas de la empresa Vista con afables apretones de manos y una


hospitalidad ilimitada. -¿Qué te apetecería beber? Sírvete lo que quieras de esta bandeja. Te recomiendo el pincho de solomillo de ternera con salsa de rábanos picantes. -¿Te apetecería un masaje después de la reunión? Tenemos a una chica en plantilla que te daría un masaje encantada, y con final feliz. -Guiño, guiño-. No sé si me entiendes. Griff los entendía. A juzgar por la bienvenida que le dieron a Griff, nadie habría adivinado que él les debía más de un cuarto de millón de dólares, y que acababan de amenazarlo de muerte si no pagaba su deuda de inmediato. El único originario de Texas era alto, esbelto y bronceado, con los dientes grandes y muy blancos. Le gustaba mucho jugar al golf, así como hablar a voz en grito, con lascivia y sin parar. Había sido él quien había puesto el brazo sobre los hombros de Griff y le había hablado de la masajista con las manos y la boca mágicas. Larry era como se llamaba el tipo. Martin era moreno, de aspecto mediterráneo. Era obeso. No respiraba, sino que silbaba como una gaita desafinada, y daba la impresión de estar a punto de tener un ataque cardíaco en cualquier momento, eso si su corazón podía aunar fuerza suficiente para hacerlo. El tercero, Bennett, era tranquilo y discreto. De piel clara y bastante calvo, se sentaba aparte, y hacía poco más que estudiar a Griff con la mirada sin párpados ni pestañas de un animal venenoso y con piel viscosa. Después de intercambiar los saludos de rigor, entraron en materia. Las condiciones de su propuesta eran sencillas: si perdía el partido de Atlanta del domingo, su deuda desaparecería. Ellos no lo habían dicho con esas palabras, pero era el resumen de lo que pretendían. Martin le dijo que no esperaban que él intentara perder a propósito. -Digamos que bastará con que no juegues a pleno rendimiento. Larry volvió a guiñarle un ojo. -Que les des a los putos Falcons una puta oportunidad. Nada más. -Y quién sabe -Martin resopló-, a lo mejor si los Falcons acaban ganando, podríamos darte un pequeño extra, además de cancelar tu deuda. -Otro jadeo-. ¿No crees, Bennett? Bennett el Silencioso asintió sin inmutarse. Griff les dijo que se lo pensaría. De acuerdo, dijeron ellos. Tenía hasta el domingo para decidirse. Y para demostrarle su buena voluntad, insistieron en que se diera el masaje con la chica, quien terminó el manoseo de cincuenta minutos con una mamada. No es que él no pudiera conseguir lo que quisiera. Siempre había chicas que se morían por grabar en el cabecero de sus camas el logo de la estrella de los Dallas Cowboys. Pero esa chica era excepcional. El domingo, mientras se vestía, mientras cantaba el himno nacional, e incluso mientras corría por el campo después del lanzamiento que dio comienzo al encuentro, seguía dándole vueltas a la decisión. No supo qué hacer hasta que entraron en el último cuarto, con una puntuación de 10-10, cuando el equipo de Dallas estaba metido en su parte del campo y apenas quedaban tres minutos de partido. Cogió el lanzamiento. Los jugadores de línea de su equipo empezaron a caer como si fueran bolos bajo el ataque de los Falcons. Su carrera más rápida y más fuerte quedó bloqueada por dos defensas contrarios. El tercero se abalanzó contra Griff, oliendo la sangre. En medio de la confusión, Griff se dio cuenta de lo fácil (y convincente) que sería lanzar una pelota fallida.


Atlanta gan贸 17 a 10. La alianza estaba sellada.


Capítulo XIX -Si quieres que gire, tienes que poner el pulgar debajo. -Griff le mostró el movimiento giratorio de la pelota a Jason Rich-. ¿Ves? Hay que quitar el pulgar justo en el momento en que sueltas la bola. Inténtalo otra vez. Le dio la pelota. Jason tenía la cara tensa por la concentración mientras agarraba el objeto de la manera que Griff le había enseñado y lanzaba un pase. -Mucho mejor. -¿Puedo probar otra vez, Griff? Creo que lo he quitado un poco tarde. -De acuerdo, pero sólo una más. Está a punto de empezar el entrenamiento. Griff se dio cuenta de que el segundo pase era mejor. -Muy bien, Jason. Empiezas a cogerle el tranquillo. Sólo tienes que lanzar mil pases más y ya lo tendrás. Batirás récords… Bajo la máscara, el rostro sudado de Jason esbozó una sonrisa. -Ayer fue divertido. Excepto por… ya sabes. -Sí, siento que tuvieras que verlo. -Se lo he contado a mi padre. Dice que hiciste lo único que se podía hacer. Si te hubieras enfrentado, habría sido peor. -Supongo. ¿Te fijaste en el tamaño de esos maromos? Jason rió, y acto seguido dijo tímidamente: -A lo mejor podemos quedar otro día para tomar un batido. -Estaría bien. -Sí. Bueno, nos vemos mañana. Griff dio dos golpecitos sobre el casco del chico. -Aquí estaré. Jason corrió para reunirse con sus compañeros, quienes se congregaban en un lateral del campo de entrenamiento. Bolly estaba entre los demás padres. Griff alzó la mano para mandarle un saludo y Bolly se lo devolvió. Griff trotó por el campo para recoger los balones que Jason había lanzado y los metió en la bolsa de tela que guardaba en el maletero del coche. Tiró del cordón de la bolsa para cerrarla y se la echó al hombro. Fue entonces cuando vio a Rodarte, de pie al otro lado de la valla metálica, observándolo. Griff ya tenía bastante calor tras haberse pasado una hora con Jason en pleno sol. Y cuando vio a Rodarte, fue como si la sangre alcanzara el punto de ebullición en unos segundos. Tuvo que reprimirse para no cargar contra la valla. Sin prisa, cruzó la entrada y caminó hasta Rodarte. El muy cabrón ni siquiera se dignó a mirarlo. Tenía la vista clavada en el campo, hacia el lateral opuesto, donde el entrenador del instituto advertía a su joven equipo de que tuvieran cuidado de no acalorarse demasiado ni de deshidratarse durante el entrenamiento. -Qué patético eres, Rodarte -dijo Griff-. Recoges periódicos viejos como un vagabundo. Rodarte se rió entre dientes, pero seguía sin volverse para quedar cara a cara. -Era muy entretenido de leer. Y no quería guardármelo para mí solo.


Griff hizo ademán de agarrarlo por el hombro y darle la vuelta, pero finalmente no se atrevió a ponerle la mano encima. Rodarte se la devolvería. Y si la cosa se ponía fea, algo que inevitablemente ocurriría, habría demasiados testigos. En particular, estaba Bolly. Griff le había prometido que no causaría problemas. El día anterior el periodista deportivo le había confiado a su hijo. Por nada del mundo quería traicionar ahora su confianza. Podía mandar a paseo a Rodarte e irse tan campante. Dejarlo ahí plantado, fundido por el calor hasta que se convirtiera en nada más que un charco de sudor que absorbiera el suelo duro y ardiente. Sin embargo, hacer oídos sordos no sería inteligente por su parte. La presencia de Rodarte allí no era una coincidencia, del mismo modo que el incidente con el periódico de esa mañana no había sido una broma inocente. Tras no haber dado señales de vida durante semanas, Rodarte había vuelto a asomar la cabeza. Y hasta que Griff supiera por qué, no sería tan tonto como para darle la espalda. Rodarte se metió una mano en el bolsillo y sacó un paquete de chicles. -Estoy intentando dejar de fumar. -Espero que lo consigas. Sería una desgracia que te pusieras enfermo y murieras. Rodarte dibujó una sonrisa astuta mientras le quitaba el envoltorio a un chicle y se lo introducía en la boca. -¿Aún te cepillas a esa tía? Griff tensó la mandíbula. -Supongo que, como tu puta favorita todavía está fuera de servicio, necesitas meterla en otro lado. -Su sonrisa se volvió maliciosa-. Pero hay que reconocer que no te lo has montado mal. La señora Speakman tiene un buen culo, y además está forrada. Pero eso seguro que ya lo sabes. Nadie puede decir que seas tonto, Número Diez. Tienes muchos otros defectos, sí, pero no eres tonto. Griff no entró al trapo. -¿Ahora te paga las facturas o qué? ¿Te compra toda esa ropa nueva tan arreglada? Rodarte emitió otra vez esa risa desagradable y masticó el chicle ruidosamente-. Seguro. Y lo hará de buena gana. Con ese marido que tiene, que ni siquiera se puede considerar un hombre de la cabeza a los pies, me juego lo que sea a que está deseando pagar lo que haga falta por montárselo con un ídolo del fútbol americano grande y fuerte como tú. Griff no se movió, a pesar de que se moría de ganas de ver sangrar a su interlocutor. Rodarte disminuyó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro insinuante: -Seguro que es una de esas mujeres de negocios sensatas y serias que luego son unas bestias en la cama. ¿O me equivoco? Seguro que desahoga todas las inseguridades de su carrera profesional en tu polla, y le gusta estar encima. Venga, Burkett, cuéntamelo. ¿Es de ésas? -Eres un cerdo despreciable. Rodarte soltó una risotada. -¿Tú te follas a la mujer de un parapléjico y yo soy un cerdo despreciable? -¿Qué quieres? -¿Que qué quiero? Nada -respondió Rodarte con aire inocente-. Sólo había pensado en pasar a verte, para saludar. No quería que pensaras que me había olvidado de ti. Quería que tuvieras claro que cuando te autodestruyas, y lo harás, no lo dudes, allí estaré yo para


contemplarlo y, espero, para ayudar a que pase. Te sigo la pista, Burkett. No tienes ni puta idea de hasta qué punto. Griff temía que si permanecía allí por más tiempo acabaría dando el primer paso hacia la autodestrucción que acababa de predecirle. Precisamente lo que Rodarte buscaba. A pesar de su resolución de no darle la espalda, se dio la vuelta y echó a andar. -Jason va mejorando. Griff se volvió de golpe. Entre risitas, Rodarte escupió el chicle al suelo. -El chico no tiene mucho talento natural, pero se esfuerza. Salta a la vista que te idolatra. Es probable que quiera seguir tus pasos. Bueno, no el camino de la estafa y el asesinato, sino el de tus días de gloria futbolística. Mientras miraba de reojo a Griff, Rodarte dejó que su sonrisa maliciosa se le extendiera por la cara marcada por el acné. -Sería una pena que le pasara algo. Un accidente horrible o algo que le impidiera perseguir su sueño. O incluso que muriera. Griff dio los pasos necesarios para acortar la distancia que los separaba. -Como toques a ese niño… -Tranquilo -dijo Rodarte con un tono lisonjero-. Sólo especulaba con los caprichos del destino. ¡Dios, qué pronto tienes! Intento mantener una charla amistosa contigo en el campo del instituto y tú… -¿Qué quieres, Rodarte? Dejó a un lado sus buenas intenciones fingidas y lo miró con ojos despiadados. -Ya sabes lo que quiero. -Yo no tengo el dinero de los Vista. -Pues no se lo creen, te lo aseguro. Y no pienso parar hasta que te des por vencido. Me voy a pegar a ti como una lapa. Griff lo señaló con el dedo índice y empezó a retroceder. -No te acerques a mí. Ni a nadie de mi entorno. Rodarte rió: -¿O qué, Número Diez? ¿O qué? Griff infringió una de las condiciones de la libertad condicional; la fundamental, de hecho, la que siempre le advertía Jerry Arnold que no debía contravenir: «Mantenerse alejado de sus antiguos socios». Tal y como lo veía Griff, no tenía elección. Rodarte había amenazado a Jason. Y su manera de hablar de Laura… La amenaza implícita que subyacía a sus desagradables palabras había puesto los pelos de punta a Griff. Rodarte no tendría ningún reparo en agredir a cualquiera de los dos. Ni siquiera el dinero de Laura podría protegerla. Les haría daño sin pestañear, y además disfrutaría de lo lindo con ello. Para evitarlo, Griff debía afrontar el problema de una vez. No deseaba vivir con la amenaza constante de Rodarte. Y de ninguna manera dejaría que el peligro recayera en dos personas que eran completamente inocentes. No podría soportar los sentimientos de culpa si alguien más era víctima de la brutalidad de Rodarte, como había sucedido con Marcia. Griff condujo directo hacia casa desde el campo de fútbol, se duchó a toda prisa y se vistió. No se puso su nueva chaqueta de Armani, sino una antigua que tenía desde antes de su


paso por prisión, ya que no quería parecer demasiado distinguido. Era arriesgado presentarse en las oficinas de los Vista sin avisar, pero confiaba en que el trío aceptara recibirlo, aunque sólo fuera por curiosidad. Acertó. Tras una espera de casi media hora en la recepción, lo invitaron a entrar en el santuario donde se había reunido con ellos por primera vez. Las mismas paredes revestidas de madera, la misma luz indirecta y las alfombras para absorber el ruido, con la diferencia de la hospitalidad, que esta vez brillaba por su ausencia. Nada de bandejas de bocadillos ni de barra libre. La piel de Larry seguía igual de bronceada, pero parecía que hubiera pasado más tiempo en el bar que en el campo de golf. Además, había echado algo de barriga. A Griff le sorprendió ver que Martin todavía era capaz de respirar sin ninguna clase de aparato de respiración asistida. Aunque sí necesitaba un bastón para sostener su cuerpo inmenso. Bennett finalmente había renunciado a taparse la calva con un mechón largo y había optado por afeitarse la cabeza. La tenía perfectamente blanca y redonda, y desde atrás parecía una bola de billar gigante apoyada sobre sus hombros. Con aún menos pestañas que antes, sus ojos recordaban todavía más a los de un reptil. Larry tenía una cadera apoyada en la esquina del escritorio. Bennett estaba en una butaca, cruzado de piernas. Mientras Griff entraba, Martin se dejó caer en un sofá de piel bajo en el que casi no cabía. Tanto sus pulmones como los cojines del asiento emitieron un resoplido mientras se acomodaba. A Griff no lo invitaron a sentarse. Comenzó Martin: -¿Qué quieres? Griff respondió con la misma parquedad: -Decidle a Rodarte que pare. Nadie dijo nada durante unos buenos treinta segundos. Al final, Larry rompió el tenso silencio. -¿Te refieres a Stanley Rodarte? Se hacía el tonto, pero Griff no se lo tragó. -Supongo que os interesará saber que vuestro sabueso es tenaz. Estaba en Big Spring el día que salí, y desde entonces no me ha dejado en paz. Atacó a una amiga mía. La sodomizó y le destrozó la cara. Cuando vio que eso no funcionaba, me envió a dos matones. Al cabo de una semana, seguía sin poder caminar y meaba sangre. -Dios, Griff, lo sentimos mucho -dijo Larry con sarcasmo-. Pero… ¿qué tiene eso que ver con nosotros? A Griff le molestaba que se las dieran de inocentes. No les estaba contando nada que no supieran, así que hubiera preferido que lo admitieran y le dijeran que Marcia y él se lo tenían merecido. -Mira, es una putada que Bill Bandy os ocultara dinero, pero yo no tengo nada que ver. No le robé nada. Y sabéis perfectamente que yo no lo maté. -Tenías motivos. -Vosotros también. El FBI había detenido a Bandy acusado de apuestas ilegales. Ante la posibilidad de una


sentencia de varios años en una cárcel federal, Bandy había jugado su baza: Griff Burkett. Contó a los federales el trato de Griff con los Vista, en concreto, les habló sobre la próxima eliminatoria contra el Washington. Nadie en Dallas se alegró de la derrota aquel día, salvo los agentes federales que estaban preparando una sólida causa por crimen organizado contra el quarterback de los Cowboys. Bandy alcanzó un acuerdo de lo más beneficioso. Detuvieron a Griff y retiraron todos los cargos contra Bandy. Pero este trato había puesto nerviosos a los Vista. ¿Y si el FBI quería de Bill Bandy algo más que un jugador de fútbol tramposo? El corredor podría haber tenido la tentación de usarlos a ellos como otro pasaporte a la libertad en el futuro. El clan de los Vista le había quitado la tentación a Bandy matándolo. Al menos, eso era lo que Griff había conjeturado y de lo que ahora básicamente los acababa de acusar. Imperturbable, el trío ni siquiera había pestañeado. -Quizá el dinero esté escondido en alguna parte -prosiguió-, pero yo no me he pasado los últimos cinco años en busca de ningún tesoro enterrado. No quiero volver con vosotros, ni tampoco trabajo para la competencia. Podéis amenazarme hasta el fin de los días, pero no sacaréis nada. Así que, sea lo que sea lo que le estéis pagando a Rodarte por presionarme, estáis tirando el dinero. Decidle que pare. Transcurrieron unos momentos. Se mantenían sentados como estatuas. Al final Martin miró a Larry, Larry miró a Bennett, y éste siguió mirando fijamente a Griff. Si Griff todavía se dedicara a las apuestas, habría apostado a que el ejecutor del grupo era Bennett. Larry tenía don de gentes, era el charlatán, el relaciones públicas. Martin era el cerebro, el que manejaba los hilos. Bennett, el silencioso y tranquilo Bennett, quien parecía tener agua helada en las venas en lugar de sangre, se encargaba del control de daños. Fue Martin quien habló por fin. -¿Qué te hace pensar… -resopló- que nosotros tendríamos tratos… -jadeó- con un cerdo como Rodarte? -Me lo dijo él. Me contó que había hablado con vosotros. Me transmitió vuestro mensaje de que las cosas se podrían arreglar de alguna forma. Que quizá estabais dispuestos a olvidarlo y perdonarlo todo. -¿Olvidarlo y perdonarlo todo? Aquélla era la primera vez que Griff veía sonreír a Martin, y se le pusieron de corbata. -¿Es Rodarte quien se hace ilusiones o eres tú? -le preguntó Larry-. Después de haberle hablado al gran jurado de nosotros, ¿pensabas que te recibiríamos con los brazos abiertos? Soltó su opinión al respecto como un bufido-: En primer lugar, gilipollas, ni perdonamos ni olvidamos. En segundo lugar, eres la última persona que querríamos que trabajara para nosotros. No nos cuesta entender las cosas. Si nos jodes una vez, nosotros te jodemos a ti. Y en tercer lugar, si la competencia (que tampoco es que la tengamos) te contratara, nosotros encantados. Querría decir que son unos putos ignorantes. -Aunque tienes razón en una cosa: es verdad que Rodarte vino a husmear por aquí antes de que salieras. Siempre se ha creído, sin motivo, que es un fuera de serie y que nos tiene impresionados. De eso nada. Es un matón de barrio, y punto. »Pero, eh, no queremos parecer unos antipáticos, sobre todo ante alguien tan inferior. Así que lo agasajamos con unas cuantas tonterías y un par de chupitos de scotch de dieciocho años, y luego lo mandamos para casa. Si te acosa, lo hace por su propia cuenta y porque le da la


gana. -Y por conseguir más poder -resopló Martin. -Bien dicho -contestó Larry-. Por conseguir más poder. No se nos romperá el corazón el día que mueras, Burkett. La única razón por la que todavía estás vivo es que no te mereces nada mejor que Rodarte. Preferimos que sea alguien de su calaña quien se encargue de un mierda como tú. Así, ni siquiera nos tenemos que manchar las manos. Y ahora, lárgate de aquí antes de que nos acordemos de lo cabreados que estamos contigo. En el camino de vuelta desde Las Colinas, Griff pilló un atasco por culpa de un accidente en la autopista que había obligado a cortar dos carriles. Mientras miraba las luces de freno del coche de delante, le daba vueltas a lo que Larry le había dicho. Había sonado sincero. No llorarían si le pasaba algo a Griff, pero si hubieran querido verlo muerto, ya lo estaría. Los Vista eran temibles, pero Rodarte, si actuaba por su cuenta, aún lo era más. Griff no se sintió aliviado al saber que Rodarte iba por libre en este asunto. El tono del teléfono móvil interrumpió ese pensamiento. Abrió la tapa del aparato. -¿Sí? -¿Estás libre?


Capítulo XX El corazón le dio un vuelco. -¿Cuándo? -Ahora. -Llego en quince minutos. Tardaría por lo menos media hora, pero no quería que ella cambiara de opinión. -Muy bien, pues hasta entonces. Atravesar el atasco del accidente le llevó cinco minutos; entonces condujo el Honda como si estuviera en el circuito de Le Mans y llegó a la casa al cabo de veintidós minutos de haber recibido la llamada. Entró por la puerta principal abierta y encontró a Laura de pie en medio del salón. Llevaba una falda blanca ceñida y una blusa roja sin mangas con botones blancos en la parte delantera y unos tirantes anchos sobre los hombros. Estaba fantástica. -Hola -dijo Griff. -Hola. -Cuando me has llamado estaba en la 114. Ha habido un accidente. -No te he avisado con mucho tiempo. Se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla más próxima. -¿Cómo te va? -Bien. ¿Y a ti? -Voy tirando. ¿Sigues tan ocupada con la compañía aérea? -Siempre. -Qué asco de calor. -No recuerdo la última vez que llovió. -Hace siglos… Hasta entonces no habían dejado de mirarse a los ojos. Ella apartó la mirada. La desvió hacia la ventana, donde las persianas de lamas sólo dejaban pasar estrechas franjas de luz. -Te he pedido que vinieras para decírtelo en persona. Se le encogió el estómago. -Estás embarazada. Ella negó con la cabeza. -¿No? -preguntó, para asegurarse. -No. -Pensaba que sería eso. Doblamos la probabilidad la última vez. Le lanzó una mirada rápida y él volvió a apartarla. -No estoy embarazada. Pero yo… nosotros, Foster y yo, hemos decidido probar la IA. El encuentro con Rodarte, la reunión con los Vista, la llamada de ella, la conducción temeraria para llegar allí, verla, todo se había arremolinado en su cabeza. No la entendió. Sacudió la cabeza ligeramente. -¿Cómo dices? -Inseminación artificial.


-Ah. Claro. -Se le volvió a encoger el estómago-. En lugar de que nosotros… -Sí. -Ajá. Se hizo una pausa considerablemente larga antes de que ella siguiera. -Somos conscientes de que nuestra decisión te afectará económicamente. -Ajá. -Así que nos gustaría que siguieras siendo el donante. -Se humedeció los labios con nerviosismo-. Si tú quieres, claro. Si aceptas, y la inseminación sale bien, el pago acordado se mantendrá. Le escudriñó la cara, pero ella evitaba mirarlo a los ojos. Al cabo de un momento, Griff se acercó al sofá, se sentó en el borde y dejó la mirada perdida mientras pensaba en el día de mierda que llevaba. Laura debió de tomar su silencio por renuencia o indecisión. Le dijo: -No hace falta que me respondas hoy. Puedes pensártelo. Tengo que pedir hora con el especialista. Seguro que primero me hacen pruebas. Me parece que tendré que tomar más hormonas. Así que puede pasar un tiempo hasta que te necesitemos. Semanas, tal vez. Griff alzó los ojos para mirarla. -Cuando tenga la intervención programada -continuó, con cierta prisa-, te llamaré y quedaremos para que yo vaya a recoger la muestra. Deberá ser del mismo día. Te avisaré con toda la antelación que pueda. Un día, quizá dos. -Muy bien. -Hasta entonces, si decides que no quieres… participar, te pagaremos quinientos mil de todas formas. Por las veces que… por las molestias. -Qué generosos. -Por supuesto, tanto si decides continuar como si decides romper el trato ahora mismo, no hace falta que te diga que espero que seas discreto, tal y como acordamos. Había algo que Griff quería puntualizar. -Entonces no quieres que nadie sepa… -dijo inclinando la cabeza hacia el dormitorio- lo que pasó ahí la última vez. -Que nadie sepa nada, señor Burkett. -No, claro que no, señora Speakman. Laura se irguió y cogió el bolso de una butaca. -Bueno, creo que eso es todo. Gracias por hacernos el favor. -¿Qué favor? Ha sido un placer para mí. Lo había pronunciado en un murmullo, pero lo suficientemente alto para que ella lo oyera. Laura pasó por alto el comentario, y se acercó a la puerta. -Debo irme. Tengo una reunión en media hora. -Mentirosa. Ella se dio media vuelta. -No tienes ninguna reunión. Estás huyendo. -Griff se levantó del sofá y empezó a caminar hacia Laura-. Tienes miedo, no te fías de ti misma si te quedas aquí. ¿Le contaste a tu marido que la última vez te gustó? -Lo que Foster y yo hablamos…


-¿Por eso ha cambiado de opinión sobre nuestro pequeño trato? -No fue él. Fui yo. Hasta entonces, el enfado de Griff había ido en aumento, pero aquello lo detuvo. Entonces había sido idea de ella, no de Speakman, no era una decisión tomada como pareja. Griff dijo lo primero que le vino a la cabeza, lo primero que quería saber: -¿Por qué? -No puedo… -Laura titubeó, luego comenzó de nuevo-: No puedo seguir contigo de esta manera, eso es todo. Acepté porque era lo que Foster quería. Y yo lo quiero a él. Quiero a mi marido. -Muy bien. -Es la única razón por la que acepté. -Me ha quedado claro. -Pero ya no puedo seguir contigo. -Eso también lo he entendido. Y la verdad es que no hace falta que digas nada más. No me debes ninguna explicación. Laura lo miró de un modo extraño y luego bajó la cabeza. Ninguno de los dos se movió. Griff notó el transcurso de los segundos mientras observaba las ondas que describía su pelo desde la coronilla. Al final dijo: -¿Cuándo lo has decidido? -La última vez que salimos de aquí decidí que no volvería. Pero no sabía cómo enfocarlo y no le comuniqué la decisión a Foster hasta hace dos semanas. -¿Y por qué no me llamaste entonces para decírmelo? -Decidimos esperar a ver si me quedaba embarazada antes de contártelo. Si ya lo estaba, no habría hecho falta decirte nada. Yo lo tenía muy claro. -La blusa roja se expandió cuando inspiró profundamente y tensó los botones blancos-. Pero Foster se ha pasado estas dos semanas intentando que cambiara de opinión. -Todavía quiere que su hijo sea concebido de forma natural. -Sí. No es que me haya presionado, pero sí ha expresado cuál es su deseo. Me ha dejado claro cuánto le decepcionaría que ahora cambiáramos de método. Ha usado todas sus tácticas para intentar persuadirme de que continuemos según lo planeado, al menos durante algunos ciclos más. -Aun así, no te ha persuadido. -No. -Entonces ¿por qué no me has dicho por teléfono que se rompía el acuerdo? ¿Por qué estás aquí? -Porque dejé que Foster creyera que al final me había convencido. -Su mirada recorrió la habitación, se detuvo unos segundos en el tercer botón de su blusa antes de alzarse y fijarse en Griff-. No paró hasta que acepté verte una última vez. Si no concibo hoy, dijo, me prometió que no volverá a pedirme que venga aquí nunca más y aceptará que usemos un método clínico. Griff asimiló la información: -Una última vez. -Sí. -Hoy. -Sí.


-Entonces él cree que estamos… -Sí. -Pero no. -Él nunca lo sabrá. Creerá que esta vez fue como las otras tres. -Sólo tú y yo sabremos que no fue así. -A menos que tú se lo cuentes. -Tu secreto está a salvo conmigo. -Odio esa palabra -dijo Laura con evidente angustia-. No me gusta ocultarle secretos a mi marido. Miró por detrás de él, hacia el pasillo que conducía al dormitorio, y mantuvo los ojos fijos en la penumbra tanto tiempo que Griff miró por encima del hombro para ver qué podía llamar su atención. Pensó que tal vez en esos momentos ella veía la habitación, a ellos dos moviéndose juntos, a sí misma teniendo un orgasmo. Seguro que sí querría ocultarle ese secreto a su marido. Griff se dio la vuelta justo cuando ella alzó la vista hacia él. Se miraron el uno al otro durante un momento largo, luego ella hizo un ademán hacia la puerta principal. -Bueno… -La reunión. Ella esbozó una sonrisa lánguida. -No tengo ninguna reunión. -Lo sé. Griff le devolvió la sonrisa, la suya impostada. Laura alargó la mano hacia el pomo de la puerta sin mirar. -No te olvides la chaqueta. -No. -Y comprueba que la puerta quede bien cerrada. -Por supuesto. Laura abrió la puerta y ambos notaron una ráfaga de aire caliente. -Según las circunstancias, ésta podría ser la última vez que nos veamos. -Podría ser. Hizo una pausa, y a continuación se encogió de hombros con impotencia. -No se me ocurre nada apropiado que decir. -Es hablar por hablar, ¿no? Laura sonrió levemente al ver que él le recordaba sus propias palabras la noche en que se conocieron. -No hace falta que digas nada, Laura. -Entonces… -Extendió la mano derecha-. Adiós. Griff le dio la mano. Los dos bajaron la mirada hacia el apretón de manos, luego se miraron el uno al otro. Ella se libró de sus dedos y de su mirada al mismo tiempo y se volvió hacia la puerta abierta. Pero no hizo más que eso. Se dio la vuelta y se quedó inmóvil. Griff dudó dos segundos apenas antes de actuar. Se acercó a ella, pasó una mano por encima del hombro de Laura, apoyó la mano extendida sobre la puerta y la empujó lentamente hasta que se cerró.


Laura se miró en el espejo del tocador. Parecía el reflejo de otra persona. De una mujer desmelenada, no de la que solía ir tan meticulosamente acicalada. Y había algo más inquietante: sus ojos rebosaban incertidumbre. ¿Dónde estaba su confianza habitual? ¿Qué había pasado con el dominio con el que manejaba las situaciones? ¿Quién era esta desconocida temblorosa? Se pasó las puntas de los dedos por los labios y se tocó una mancha de rímel en el rabillo del ojo. Era indudable: ese reflejo era el suyo. -¿Laura? Se dio la vuelta de golpe, con una mano extendida sobre el pecho. -Foster. No te he oído. -Ya lo veo. Vaya susto te has llevado. -La silla de ruedas estaba cruzando el umbral entre el dormitorio y el baño-. Manuelo me ha dicho que estabas en casa. Ella había aparcado en el garaje exterior, había entrado en la casa por el cuarto de los trastos y había subido por la escalera de atrás. -A mí me ha dicho que estabas al teléfono. -Laura forzó una risilla-. Al menos, eso es lo que he entendido. No quería interrumpirte. Me alegra que hayas decidido quedarte en casa hoy. Hace un calor insoportable. La gente se pone de malhumor. Todo el mundo conducía como loco, así que el tráfico estaba peor que de costumbre. Se dio cuenta de que estaba hablando mucho y demasiado rápido, así que procuró tranquilizarse. -En fin, que estoy hecha un desastre y quería darme una ducha rápida antes de que me vieras. ¿Qué tal te ha ido el día? -Nada especial. Aparte del tiempo y el tráfico, ¿cómo te ha ido a ti? -Esta mañana he tenido una reunión detrás de otra, incluida la de los representantes de la FAA para discutir las quejas de Southwest y American. -Tendrás que ser más específica. Southwest y American siempre nos están haciendo reclamaciones. -Es el mejor halago que podemos recibir. Foster sonrió burlonamente. -Si nos fuéramos a pique, ni siquiera rechistarían. ¿Cómo te ha ido con Griff Burkett? La pregunta fue tan repentina y estaba tan fuera de contexto que la pilló desprevenida. -Igual que la vez anterior. Breve. Eficiente. -Pensaba que quizá era el motivo por el que llegabas tan tarde… -¿Y por qué piensas eso? -Por nada en concreto. Ella lo dejó estar. -Espero que no me hayas esperado para cenar. -La señora Dobbins me ha preparado un bocadillo. -Bien. -Entonces, ¿por qué has llegado tan tarde? -Cuando estaba casi en la puerta, me he acordado de que me había dejado una cosa en el despacho y he tenido que volver a buscarlo. Myrna todavía estaba. -Mi ayudante suele ser la última en irse. Salvo cuando tú te quedas.


-Estaba acabando unas cartas y me ha preguntado si podía esperar y así traértelas para que las firmaras. Las tengo aquí. Intentó meterse entre la silla de Foster y la puerta del dormitorio, pero él le agarró la mano. -Las cartas pueden esperar. Quería saber cómo ha reaccionado Burkett cuando le has dicho que era la última vez que os veíais. ¿O no se lo has dicho? -En cuanto llegó. -¿Y? -Y nada. Cuando le he asegurado que se mantenían las condiciones del trato si seguía siendo el donante, ha dicho que a él le daba lo mismo. Algo así. -Entonces, ¿no se echará atrás? -No me ha dado esa impresión. -No creo que lo haga. ¿Habéis hablado de cómo recogeremos el semen? -Sólo por encima. Le he dicho que primero yo tenía que ver a un especialista. Y que luego, cuando lo necesitáramos, lo avisaríamos. -Quizá la inseminación artificial no haga falta. Ojalá. -Ojalá, Foster. Para sorpresa de Laura, Foster apoyó la mano en la parte baja de su abdomen. -Tengo un presentimiento esta vez. El karma. O algo así. Es una sensación diferente, como si hubiera pasado algo importante. Ella sonrió, con la esperanza de no parecer nerviosa. -Espero que tengas razón. -Se separó de él y dijo-: Me gustaría quitarme esta ropa. Pero puedes quedarte. -Tranquila, te dejo que te duches. Sólo me quedo si quieres que te frote la espalda. -Mejor podrías servirme una copa de vino. -¿Qué te parece un poco de agua con gas? Por si acaso. -Está bien. Foster dio un beso al aire, luego manejó la silla de ruedas hacia el dormitorio contiguo y cruzó la puerta; realizaba cada uno de sus movimientos en secuencias de tres. Laura esperó hasta que se hubo marchado, cerró la puerta del baño y se quitó la ropa a toda prisa. Antes de meterse en la ducha, se armó de valor para examinarse en el espejo de cuerpo entero. Todavía tenía los ojos vidriosos, aturdidos, los labios ligeramente escoriados. Se tocó los pezones, el ombligo, el vello púbico. Reprimió un gemido de culpabilidad, se puso los dedos en vertical sobre los labios y murmuró: -Por Dios… Pero no estaba segura de para qué rezaba exactamente.


Capítulo XXI El mes se le hizo más largo que cualquiera de los que había pasado en la cárcel. Comparado con éste, le parecía que aquéllos habían transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Había aguantado tres días antes de hacer lo prohibido. Había llamado a las oficinas de SunSouth. Tras escuchar un menú interminable de opciones confusas que le obligaron a pulsar una serie de dígitos, por fin oyó a un ser humano, que le dijo en un tono educado pero que sonaba apresurado que estaba hablando con el despacho de la señora Speakman. -Hola, soy Kay Stafford, ¿en qué puedo ayudarle? -Necesito hablar con la señora Speakman. -¿De qué se trata? Se preguntó qué diría la serena y bien enseñada Kay Stafford si le contara la verdad sin rodeos. En vez de eso, dijo: -Soy amigo de Foster, fuimos juntos a la universidad. Estuve con ellos hace unos meses. -¿Cómo se llama, por favor? -La señora Speakman se acordará. Le contestó que no colgara y lo mantuvo esperando durante un rato interminable. Cuando por fin retomó el auricular, la chica dijo: -Lo siento, la señora Speakman no puede ponerse ahora mismo. ¿Quiere dejarle algún recado? Lo preguntó de memoria. Si Laura había rechazado la llamada, era probable que su ayudante hiciera caso omiso de cualquier mensaje de su parte. Además, ¿qué iba a decirle? «Deja a tu marido rico y ven conmigo. O no lo dejes, pero ven conmigo. Me da lo mismo lo que hagas, pero ven conmigo.» -No, nada -respondió bruscamente, y colgó. Calculó el ciclo menstrual de Laura aún más a conciencia que las otras veces, tachando los días en el calendario. Se enganchó a un culebrón. Vio torneos de golf de jubilados y partidas de ajedrez en un canal de deportes, cuyos protagonistas se movían todavía más lentos que sus días. Leyó con detenimiento los clasificados diarios, pero a menos que quisiera trabajar en telemarketing, no encontró nada que pudiera hacer de forma anónima, y sabía de antemano que nadie contrataría a alguien con la mala fama de Griff Burkett. Una tarde, solo hasta la desesperación, llamó a Marcia y se autoinvitó a cenar. -Yo llevo la comida y el vino. ¿Cómo vas a desestimar una oferta como ésta? -Gracias por el ofrecimiento. Pero dame un poco de tiempo, Griff. Tiempo. Se había convertido en su enemigo. A modo de consolación, Marcia le propuso una cita con una de sus chicas. Rechazó la propuesta, lo que la hizo reír con esa voz ronca y sensual. Le gustó oír su risa de nuevo, señal de que la antigua Marcia empezaba a salir del pozo de los vendajes y el trauma. -¿No quieres una cita con una de mis habilidosas chicas? Qué curioso. ¿Estás saliendo con alguien? Le vino a la cabeza una imagen de Laura: cuando se movía encima de él, cuando emitía


ese sonido bajo, apasionado, que ahora oía en sus sueños. -Sí. Salgo con alguien. Se pasaba la mayor parte del tiempo pululando nervioso de una habitación a otra de su casa, preguntándose cuándo sabría de ella, si sabría de ella, qué sabría de ella. Rodarte no volvió a aparecer. Griff esperaba que los Vista lo hubieran convencido de que dejara de acosarlo. Pero eso era muestra de un optimismo ingenuo. Al contrario de lo que había insinuado Rodarte, no actuaba asociado con ellos ni les rendía cuentas. De todas formas, al trío le parecía estupendo que Rodarte hubiera planeado acabar con él. Pensó en avisar a Bolly y a Jason por si veían a un hombre con malas pulgas en un coche sospechoso, pero temía que eso asustara a Bolly y que pusiera fin a los entrenamientos, y esa hora al día era el único momento de leve distracción que tenía. Llamó a Laura dos veces a su despacho, en vano. Tras la segunda llamada, se atrevió a hacerlo a su teléfono móvil. Consciente de que ella vería quién la llamaba, se sorprendió, se sintió eufórico, cuando Laura contestó. Pero lo único que dijo antes de colgar fue: «No me llames. No puedes llamarme». Intentó quitársela de la cabeza yendo a la piscina y nadando hasta la extenuación. Cuando no nadaba, corría varios kilómetros. Hizo pesas en el gimnasio como si aún se entrenara profesionalmente. Fue a multicines y vio todas las películas de la cartelera. Mataba el tiempo. Al final, mientras esperaba en un establecimiento de zumos naturales a que le prepararan un batido de yogur y frutas del bosque, sonó el teléfono. Casi se le cae el móvil al sacárselo del cinturón y abrir la tapa. -¿Sí? -Griff, soy Foster Speakman. Felicidades. Su campo de visión se estrechó hasta convertirse en un punto minúsculo, envuelto por la oscuridad. Detrás del mostrador, el empleado le indicó que su bebida estaba lista. Griff lo miró como si hubiera habido un malentendido. Se dio medio vuelta y salió de la tienda. En la acera, se quedó de pie a la sombra de un toldo de lona, pero se había acumulado el calor allí debajo. Era como estar en un horno. Sentía que se asfixiaba. -¿Griff? ¿Me oye? -Eh, sí, es que… -Se le resbalaba el teléfono por el sudor. Se cambió el aparato de mano-. Supongo que «felicidades» quiere decir que tiene buenas noticias. -Lo hemos conseguido. -El millonario no se esforzaba en disimular su júbilo-. Laura está embarazada. El camarero, contrariado, salió del local con el batido de Griff en la mano. Llevaba un aro de plata en la ceja y tenía unos dientes amarillentos que pedían a gritos a un dentista. -No puede pedir algo y luego marcharse así. Sin hacerle caso, Griff habló por teléfono: -¿Está seguro? -Las tres pruebas de embarazo que se ha hecho esta mañana han salido positivas. Parece bastante seguro. -Eh, te estoy hablando a ti -dijo el camarero-. Ya me estás pagando esto… Le tendió la bebida con brusquedad. -Espere un segundo -le dijo Griff a Speakman. Cubrió el micrófono del móvil, cogió la


bebida, cuyo aspecto espumoso y espeso le dio asco, y la tiró a una papelera cercana. Metió un billete de cinco dólares en el bolsillo delantero de la camisa del chico-. Ahora sal de mi vista de una puñetera vez si no quieres que te arranque esa mierda de aro que llevas en la ceja. -Deberían haber dejado que te pudrieras en la cárcel. Con expresión desdeñosa, el camarero le levantó el dedo corazón y volvió a entrar en el establecimiento. Griff respiró hondo varias veces, pero aquello sólo sirvió para llenarle los pulmones de aire caliente. -Le pillo en mal momento -dijo Speakman. -No, no. Estaba pagando en una tienda. Perdone. ¿Qué habilidad tienen esas pruebas de embarazo? -Yo también estaba escéptico. Y Laura, igual. Al principio no quería hacerse las pruebas, tenía miedo de que le diera mala suerte -rió-. Pero cuando la tercera salió positiva, empezó a creerse que era verdad. Y la prueba que le ha hecho el médico lo ha confirmado. -¿Ya ha ido al médico? -Esta mañana. Ha ido a la consulta del ginecólogo y ha suplicado que la dejaran pasar. Le han hecho un análisis de sangre. Acaban de llamarla para darle la buena nueva: la concentración de hormonas en sangre indica que está embarazada. -¿Está ahí con usted? Griff se los imaginó abrazándose, riendo, llorando de alegría. -Está en el despacho, pero viene de camino. Ya he metido el champán en el congelador. Bueno, yo beberé champán. Laura ya no puede, evidentemente, así que le he puesto unas botellas de agua con gas a enfriar. -Speakman se rió. Griff se forzó a reír también-. Quería contárselo inmediatamente. Acaba de convertirse en un hombre muy rico. -Sí. Casi se me hace difícil aceptarlo. -¿Le iría bien venir a casa mañana por la noche? Ya he solucionado el problema. -¿El problema? -La manera de que siga cobrando en caso de que viva más años que Laura y yo. -Ah, eso. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde el día que estuvo en la biblioteca de la mansión, sorbiendo Coca-Cola de un vaso de cristal tallado, discutiendo las condiciones del trato, concretando los detalles de aquel acuerdo estrambótico. Al echar la vista atrás, tuvo la impresión de que había sido un sueño. Ahora se daba cuenta de que nunca había creído que todo fuera a salir según lo previsto. No había contado con que el asunto acabara a gusto de todos. Pero había sido así. Los Speakman tendrían el hijo que querían. Él sería millonario otra vez. Se acabaron sus problemas. Se sintió como si le hubieran golpeado con un saco lleno de mierda. -No es probable que pase -le dijo Speakman-, pero lo tengo todo cubierto por si acaso. Además, nos gustaría pagarle el medio millón en persona. -Creía que habíamos acordado no vernos nunca más. -Sólo esta vez. Es una ocasión especial, y me gustaría celebrarlo como se merece. Es sólo un gesto de gratitud, se lo debemos. ¿Contamos con usted? -Claro que sí -se oyó decir a sí mismo Griff-. ¿A qué hora?


Llegó a las ocho y media en punto. Llamó al interfono de la verja, le dijo a Manuelo quién era y las puertas se abrieron. El sirviente abrió la puerta de la casa antes siquiera de que Griff tocara el timbre. Vestía de negro como siempre, mostraba su misma sonrisa vacua. No pronunció ni una sola palabra mientras condujo a Griff a través de la entrada abovedada y hacia la biblioteca familiar, donde lo esperaba Foster. Solo. -¡Griff! -exclamó Speakman con alegría. Hizo un movimiento gracioso con la silla de ruedas antes de avanzar. Con una sonrisa de oreja a oreja, cogió la mano de Griff entre las suyas y se la estrechó entusiasmado-. Qué contento estoy de que haya podido venir. -No me lo habría perdido por nada del mundo. -Vale la pena el desplazamiento, ¿eh? Quinientos mil en efectivo. ¿Ha traído el furgón blindado? Griff rió como correspondía. -¿Qué le apetece tomar? Señaló con la cabeza el vaso de whisky que había sobre la mesa auxiliar, cerca del codo de Speakman. -Uno de ésos me va bien. -Uno más -le dijo Speakman a Manuelo, quien acto seguido se dirigió al bar y sirvió la copa de Griff con un decantador. En cuanto se la acercó, Speakman le hizo un gesto a su asistente para que los dejara solos. Manuelo cerró los dos batientes de la puerta tras de sí. Speakman cogió su bebida de la mesita. -Ayer por la noche me bebí una botella entera de champán y esta mañana me he despertado con una resaca horrible. Pero un buen bourbon también sirve para brindar, ¿verdad? -Alzó la copa-. Por nuestro éxito. -Por nuestro éxito -repitió Griff. Pegó un buen trago y notó como el alcohol le quemaba por dentro-. ¿La señora Speakman no lo celebra con nosotros? -Me temo que no. Hace meses que tenemos un problema en Austin. Un asunto relacionado con el transporte de los equipajes que tenía que solucionar. O eso me ha dicho. Intenté convencerla de que se quedara, pero insistió en que uno de los dos debía ir, y pensó que un viaje relámpago sería demasiado para mí. Griff sabía que era la excusa que le había dado a su marido. La verdad era que había salido corriendo hacia Austin para no tener que enfrentarse a él. Su ausencia era una mensaje claro que le hacía debatirse entre las ganas de volver a verla y el enfado por su cobardía al negarse a afrontarlo cara a cara después de la última tarde que habían pasado juntos. -Dentro de poco ya no dejaré que trabaje tanto -dijo Speakman-. A partir de ahora, hasta que nazca el bebé, mi tarea más complicada será conseguir que baje el ritmo. Es muy tozuda a la hora de delegar. -Soltó una risita de desaprobación hacia sí mismo-. A ver, yo también lo soy. Pero los dos queremos pasar la mayor parte del tiempo con el niño. Cuando nazca, estoy seguro de que se dedicará en cuerpo y alma al bebé. Por supuesto, de eso se trataba, ¿no? Laura quería tener un bebé. Quería darle un hijo a su marido. Los orgasmos habían sido un extra, pero estaba claro como el agua que ellos no habían cambiado sus planes, y que él había sido un estúpido por creer que lo harían. No había ninguna diferencia entre un banco de esperma y él, salvo por algunos adornos de fiesta: una polla dura, unos dedos, una lengua. Había hecho que Laura alcanzara el clímax unas cuantas veces. ¿Y? Y… nada. Ella pertenecía a Foster Speakman, igual que el bebé que


tendría. Bingo. Misión cumplida. Descorchemos una botella. Hasta la vista, Griff Burkett. Un placer conocerle. Un placer follarle. Un placer darle la patada. Y por si le quedaba alguna duda al respecto, sólo tenía que prestar atención al monólogo entusiasta de su marido: -Tendría que haberla visto esta mañana cuando la tercera prueba salió positiva. -Se tapó la boca con el puño para contener la emoción-. Su cara… Nunca la había visto tan guapa como cuando me sonrió y dijo: «Vamos a tener un bebé». «Vamos». Esa palabra significa muchísimo para un hombre en mi estado. -Claro. Speakman no pareció detectar el tono malicioso de Griff. Estaba demasiado eufórico como para darse cuenta. -Antes de que se hiciera la prueba, yo ya sabía que estaba embarazada. Ya tiene los pechos más hinchados. Están tan sensibles que ni siquiera me deja tocárselos. -Foster se rió-. Qué vergüenza pasaría si supiera que le estoy contando esto. Perdone que sea tan pesado. No puedo evitarlo. El corazón me va a cien por hora. Y todavía estoy un poco borracho, creo. Eso lo llevó a ofrecer a Griff otra copa. Griff la rechazó con un gesto de la cabeza. Al oír la mención a los pechos de Laura, se había bebido de un trago el resto de su bourbon. Le habían pitado los oídos y se le había acelerado el pulso. Se notó sudado y sintió unas leves náuseas. -¿Qué cree que será? -preguntó Foster. -¿Qué será qué? -El bebé. ¿Sintió como si tuviera más X o más Y el día en que fue concebido? El día en que fue concebido lo único que sintió fue a Laura. Su piel. Su calor. Su pasión. Le ardía la garganta a causa del whisky, pero aun así fue capaz de decir: -No. La verdad es que no pensé en eso. -Pues yo no paro de darle vueltas -admitió Speakman con aire avergonzado-. El sexo de nuestro bebé, bueno, todas sus características quedaron determinadas en el instante en que se fertilizó el óvulo. ¿No es increíble? -Increíble. «Increíble fue la de veces que me corrí dentro de ella.» -Me muero de ganas por saber si será un niño o una niña, pero no lo sabremos hasta el quinto mes. «Increíble fue la de veces que tuvimos un orgasmo juntos.» Speakman soltó una risita. -Dentro de cinco meses, seguramente usted estará tumbado en la playa de alguna isla del Caribe con una bebida fría en una mano y una tía buena en la otra. Griff forzó una sonrisa. -Suena bien. -Supongo que se acabará enterando de lo del bebé: de si es niño o niña, del nombre. Es probable que lo lea en la prensa. -Eso si la prensa llega a esa isla del Caribe. Speakman sonrió. -¿Seguro que no le apetece otra copa?


-No, gracias. Speakman extendió el brazo para coger el vaso de Griff y lo llevó hasta la barra. Como había hecho la otra vez, siguió el ritual de colocar las copas en la rejilla que había debajo del fregadero, limpiar la encimera impoluta con un paño y dejarlo perfectamente doblado. Después de colgarlo en la barra metálica, volvió a ajustarle los bordes. Cuando al fin quedó satisfecho, se lavó las manos con desinfectante. Entonces dio tres golpecitos a los brazos de su silla de ruedas. -Y ahora hablemos de negocios. -Realizó ese movimiento extraño hacia adelante y hacia atrás con la silla, y a continuación rodó hasta el escritorio. Sobre éste descansaba lo que parecía una caja para papel y sobres de carta. La señaló y dijo-: Su dinero. Griff no hizo ningún ademán de acercarse. Speakman, quien malinterpretó la indecisión de Griff, rió. -Vamos. Es suyo. Mire qué hay en la caja. Griff se acercó al escritorio y levantó la tapa de la caja con indiferencia. Dentro había pilas de billetes de cien dólares cuidadosamente agrupados con tiras de papel. -Pinta bien, ¿no? Griff se mordió el interior de la mejilla, en silencio. Tenía miedo de lo que podía decir si hablaba, tenía miedo de admitirle a Speakman la mala opinión que le merecía un hombre capaz de pagarle a otro para que se acostara con su mujer, por muy noble que fuera la causa. Por curiosidad, había leído aquel pasaje de la Biblia. Había sido la esposa en este caso, Sarah, quien había mandado a otra mujer que se acostara con su marido, pero en esencia, la situación era la misma. La cosa no había salido demasiado bien en el Génesis. A decir verdad, el asunto había acabado fatal. Y todo porque la tal Sarah había querido un bebé, y lo había querido a su manera. Uno podría argumentar que sólo era una cuestión de biología, pero el sexo seguía estando ahí. Seguían siendo un hombre y una mujer que yacían juntos y que usaban herramientas que eran funcionales pero que también daban placer. Nadie había inventado todavía nada que fuera más íntimo. Lo que quería saber era lo siguiente: ¿cómo podía un hombre pedirle algo así a su mujer? El desprecio por Foster Speakman le encogió el estómago, junto con el whisky, junto con los celos. Por supuesto, él no era ningún ángel. Iba a aceptar el dinero de ese hombre. Ya se ocuparía más tarde del asco que se daba a sí mismo. Pero ahora mismo quien le repugnaba era Speakman, quien le sonreía como si le hubiera tocado la lotería, sin que ni siquiera se le pasara por la cabeza el trastorno emocional que Griff y Laura habían sufrido por culpa de su petición estúpida, egoísta y obstinada. -No me ofende que lo cuente. Griff negó con la cabeza. Speakman lo miró con curiosidad. -La verdad, me sorprende. -¿El qué? -Tantas reservas. ¿Le ha entrado la vergüenza de repente? -¿Qué esperaba? -Más… -Hizo un movimiento giratorio con las manos-. Reacción. Euforia. Parece casi


como si le costara coger el dinero, como si tuviera reparos… -Dejó de hablar y estudió a Griff durante un momento, y luego se echó a reír-. Ay, Dios. -¿Qué? -No quiere que se termine, ¿verdad? Es eso, ¿no? Le da pena que se acaben esas tardes con Laura. -Qué tontería. Speakman levantó el dedo índice hacia él. -No, de eso nada. -Será mejor que acabemos de una vez y me largue. A pesar del martilleo que notaba en los oídos, su propia voz resonó como un gruñido. -Vamos, Griff, no se avergüence. Soy consciente de que hacer el amor con mi mujer no supone un gran sacrificio. ¡A mí me lo va a decir! ¿Qué podía hacer sino encapricharse de ella? Como las apuestas, le ha ido gustando cada vez más, ¿verdad? Cuanto más tenía, más quería. Y ahora cuesta mucho dejarla. Lo entiendo. De veras que lo entiendo. Griff apretó los puños. Speakman se rió entre dientes, luego alzó las manos con las palmas hacia arriba. -Perdón, perdón, perdón. Perdone que me ría, pero es que es para mearse. Ha acabado el trabajo y ha cobrado el dinero, pero tiene el corazón destrozado. ¿No pilla la ironía? Speakman le guiñó un ojo-. Qué triste le veo. Sí que le gustaba montárselo con ella. Aquello partió la última fibra de la cuerda que retenía a Griff. Dio rienda suelta al menosprecio que sentía por Speakman: -Está sonado, joder. -Puede ser -dijo Speakman con tono afable-. Pero al menos no me pone cachondo la esposa de otro, una mujer que nunca más volverá a ser suya. Pobre Griff, pobre Griff, pobre Griff. Griff lo miró en picado con la vista empañada por la rabia y luego volvió la cabeza y examinó el escritorio, en busca de algo, lo que fuera, para silenciar aquella cantinela burlona, exasperante. -¿Señora Speakman? Laura miraba por la ventanilla mientras el avión se aproximaba a Dallas. Quien le habló fue una azafata que había inclinado la cabeza sobre el asiento vacío que daba al pasillo. -Cuando lleguemos a la puerta, la acompañaré para que salga antes que los demás pasajeros. -Ah, no, no hace falta. No le gustaba que le dispensaran un trato especial cuando viajaba con SunSouth. La mujer joven le sonrió. -Lo siento, pero son órdenes de la cabina de mando. -¿Por qué? -La torre de control ha informado al piloto de que la estarán esperando en cuanto llegue. -¿Quién me estará esperando? La azafata bajó el tono de voz y murmuró: -Quizá es ese marido tan guapo que tiene. Me acuerdo de aquella vez, por su cumpleaños, cuando montó una orquesta de cuerdas en la recogida de equipajes. Qué sorpresa tan


romántica. Bueno, sea como sea, me temo que tendrá que cumplir las órdenes del comandante y desembarcar la primera. Deseó que Foster no le hubiera preparado ninguna bienvenida especial esa noche. Había sido un día agotador, que había empezado muy pronto y había concluido mucho más tarde de lo previsto. Lo único que quería era llegar a casa, darse una ducha rápida y dormir toda la noche de un tirón. Los pilotos hicieron un aterrizaje perfecto, justo a la hora prevista. Pensó que debía decírselo a Foster. El avión recorrió unos pocos metros para llegar a la puerta y una azafata comunicó a los pasajeros por megafonía que permanecieran sentados. Laura pasó vergüenza mientras la acompañaban por el pasillo. Dirigió una sonrisa de disculpa a los pasajeros con quienes cruzó la mirada. A la altura de la puerta de la cabina de mando, el comandante la esperaba de pie. Se levantó la visera de la gorra ante ella. -Señora Speakman. -Un vuelo perfecto, comandante Morris -dijo Laura tras leer de refilón la etiqueta con su nombre, un truco que había aprendido con los años. -Gracias. No obstante, su expresión era seria, y como el piloto no entabló conversación con ella, sintió una punzada de aprensión. -¿Ocurre algo? -Por favor. -El hombre hizo un gesto hacia la puerta abierta del avión. Entró en el finger y le sorprendió que el piloto la acompañara. Y aún más que le pusiera la mano debajo del codo. Antes de poder reaccionar ante aquel gesto, vio a dos hombres que venían hacia ella. Vestían uniforme de policía. Al verla, se quitaron el sombrero en señal de respeto. Laura se tambaleó. La mano del piloto le apretó el codo. -¿Qué ha pasado? -Sus palabras sonaron secas, ásperas, casi imperceptibles. Luego gritó-: ¡¿Qué ha pasado?! El agente de homicidios bajó la mirada hacia el cadáver y resopló. -La Virgen… Su compañero, un hombre de pocas palabras, dio un gruñido de confirmación. Un miembro de la policía científica, que se había pasado la última hora recogiendo pruebas, asintió con un movimiento de cabeza y expresión triste. -Mala pinta, ¿verdad? De lo peor que he visto. Quizá no es tan horrible como algunos asesinatos, pero… vaya, sólo un cabrón con mucha sangre fría sería capaz de algo así. -O un cabrón con mucha sangre caliente -contestó el primer agente. -¿Crimen pasional? -Puede ser. Sea lo que sea, ese hijo de puta se merece la inyección. El otro agente volvió a farfullar. -Perdonen, agentes. -Un policía de uniforme apareció en la puerta de doble hoja de la biblioteca-. Dijeron que los avisáramos en cuanto llegara la señora Speakman. Ahora mismo la han acompañado a la sala de estar. Por aquí. -Hizo un movimiento hacia donde se encontraba la estancia.


Cuando entró la pareja de investigadores, Laura Speakman estaba de pie entre dos sacerdotes del departamento de policía. Uno de ellos asintió con la cabeza discretamente en dirección a los agentes para comunicarles que la mujer ya lo sabía, pero eso era evidente. Estaba tan pálida como el cadáver. El agente taciturno se quedó apoyado contra la pared. El otro avanzó. -¿Señora Speakman? -¿Mi marido está muerto? ¿Seguro que no es un error? -Seguro. Lo siento. Se le doblaron las rodillas. Los capellanes la llevaron hasta un sofá. Uno se sentó cerca de ella y colocó un brazo protector por detrás del respaldo. El otro le pidió a un policía de uniforme que trajera un vaso de agua para la señora. Mientras el agente se acercaba, se sacó una tarjeta del bolsillo delantero de la chaqueta y se la ofreció. -Me llamo Stanley Rodarte, señora. Detective de homicidios del departamento de policía de Dallas.


Capítulo XXII -Laura, ya ha llegado. Kay Stafford se había quedado en el vano de la puerta del dormitorio de Laura, donde su jefa estaba tumbada en un diván. Las cortinas estaban corridas. La habitación estaba fresca y en penumbra. La secretaria habló en voz baja y con lentitud, como habían hecho todos los que se habían dirigido a ella hoy, como si temieran que un ruido repentino pudiera provocar que Laura se rompiera en mil pedazos igual que un cristal. Tal vez tuvieran razón. -Le he pedido que espere en la sala de estar -dijo Kay-. Tómate el tiempo que necesites antes de bajar. Ha dicho que esperaría. Laura se incorporó en el diván y deslizó los pies en los zapatos. -No me importa hablar con él ahora, aunque no sé qué puedo contarle hoy que no le contara ayer. El detective Rodarte había permanecido en su casa prácticamente hasta medianoche. Había dedicado parte de ese tiempo a interrogarla. El resto del tiempo, tanto él como su silencioso compañero y el resto de agentes de policía habían estado entrando y saliendo de la biblioteca, haciendo lo que fuera que solían hacer las autoridades en el escenario de un presunto crimen. Hablaban entre sí en murmullos, la miraban de reojo, de vez en cuando le pedían información. Una amable agente de policía le había preguntado si había alguien a quien quisiera llamar. -Alguien que pueda venir a hacerle compañía esta noche. Ni Foster ni ella tenían familia. Desde el accidente, no habían mantenido demasiado el contacto con sus amigos. -Mi secretaria -contestó. Le había dado a la agente el número particular de Kay. Ésta se había presentado en menos de media hora, se había quedado tan afectada como Laura al enterarse de la noticia, pero de algún modo había conseguido llevar a cabo las tareas sencillas que Laura se veía incapaz de realizar por sí misma. Laura le daba indicaciones, respondía a las preguntas prácticas y se encargaba del teléfono, que había empezado a sonar con una frecuencia irritante. Kay, que llevaba un bloc en la mano, acompañó a Laura y bajaron juntas la escalera. -Siento mucho tener que molestarte ahora con todas estas cosas, Laura. -Tranquila, dime. Ahora no puedo permitirme el lujo de derrumbarme. Eso vendrá más tarde, cuando… cuando todo esté arreglado. ¿Qué necesitas? Una de las condiciones del testamento de Foster, que había modificado cuando se casaron, era que, en caso de fallecimiento, Laura se pusiera al mando de SunSouth hasta que la junta de dirección eligiera a otro director general. Le había otorgado poderes para tomar decisiones y dirigir el negocio. Así que, además de haberse quedado viuda la noche anterior, había pasado a ser la directora general de la empresa. Kay le dijo: -Los medios de comunicación han acampado a la entrada de la casa; esperan una declaración.


-Pídele a Joe que escriba algo genérico. Del estilo: «Todos los empleados de SunSouth están consternados por los trágicos acontecimientos, etcétera». Pero pídele que, antes de remitirlo, me lo envíe por fax para que lo apruebe. -Confiaba en que su jefe de prensa redactara un comunicado acorde con las circunstancias, pero tenía la costumbre, igual que Foster, de supervisar todo lo que se hiciera en la empresa-. Dile que no dé una conferencia de prensa formal ni responda a ninguna pregunta sobre… el crimen. Dejaremos ese tema en manos de la policía. Kay tachó esa tarea de su lista. -El departamento de operaciones me ha propuesto mantener un minuto de silencio en memoria de Foster. ¿Quieres que hagan algo así? Laura sonrió lánguidamente y negó con la cabeza. -Foster no permitiría que el horario se retrasara, aunque fuera un minuto. Pero agradezco el detalle. Asegúrate de que todo el mundo lo sepa. -¿Has pensado ya en cómo será el funeral? Laura, que había llegado al pie de la escalera, se detuvo y se volvió hacia su ayudante: -No puedo organizar el funeral hasta que hayan levantado el cadáver. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. Hacía dos años, después del accidente de coche, Foster había tenido que estar en la UCI, luchando por sobrevivir. Mientras permaneció allí, Laura temía que cada respiración fuera la última y ella se viera en la tesitura de organizar su funeral. Sin embargo, ahora no había tenido tiempo de prepararse para esos pormenores. Esta vez había sido una realidad repentina. Habría un funeral. Aunque todavía no supiera cuándo. La noche anterior le habían recomendado que no entrara en la biblioteca. Había seguido el consejo. Lo que le habían descrito sonaba grotesco, y no deseaba que ésa fuera la última imagen que tuviera de Foster. Había sido suficientemente desagradable ver el cuerpo enfundado en una bolsa con cremallera cuando lo transportaron en camilla al despacho del forense. Dentro de aquella bolsa estaba el cuerpo de su esposo, pero para la policía, era una prueba del crimen. Al darse cuenta del abatimiento de su superior, Kay dijo: -Te pido disculpas por haber sacado el tema. Pero la gente no para de colapsar las líneas telefónicas, tanto de la casa como de la empresa, porque quieren saber cuándo y dónde será la ceremonia fúnebre. El recibidor ya está lleno de flores hasta la bandera. Laura tocó la mano de su secretaria. -Te lo diré en cuanto sepa algo. Mientras tanto, pídele a Joe que diga en el comunicado de prensa que, en lugar de enviar flores, pueden hacer donativos para la fundación de Elaine. Foster lo habría preferido. -Por supuesto. Y una última cosa: la gobernadora del Estado ha hecho una aparición pública esta mañana para elogiar a Foster como emprendedor, modelo para la sociedad de Texas y gran ser humano. Después ha llamado para preguntar si había algo más que pudiera hacer a título personal, como amiga de los dos. -Le responderé personalmente tan pronto como pueda. De momento, dile que le agradezco muchísimo su implicación. Kay la acompañó hasta la puerta de la sala de estar, donde el detective Stanley Rodarte ya la esperaba. «¡Rodarte!» Laura había reconocido el nombre al instante debido a la advertencia


que le había hecho Griff Burkett. Se había asegurado de decirle que tenía un coche de color verde oliva pero no le había comentado que Rodarte era un detective de homicidios del Departamento de Policía de Dallas. Rodarte estaba analizando un cuadro con una escena de caza en la campiña inglesa. Se dio la vuelta cuando Laura entró. -¿Es un original? -Creo que sí. -Ajá -dijo él con aire impresionado-. Debió de costar un buen pellizco. No se molestó en contestar a eso. -Tiene una casa preciosa, señora Speakman. -Gracias. -¿La redecoró usted cuando se instaló aquí después de casarse con el señor Speakman? -Elaine Speakman la había decorado con mucho gusto, así que no me pareció necesario modificar muchas cosas. Curiosamente, la sonrisa no mejoraba las facciones de aquel hombre. Lo hacía todavía más feo. -Casi todas las segundas esposas quieren borrar las huellas de las primeras. Esa afirmación era inapropiada e irrelevante. Laura pensó que la había dicho sólo para ver cómo reaccionaba ella. La noche anterior no había sido especialmente simpática con él, pues le había dado la impresión de que era retorcido y turbio. Ahora estaba convencida de que aquel hombre le repugnaba hasta la médula. -Me han preguntado cuándo podré preparar el funeral -dijo Laura. -El forense va a hacer la autopsia esta tarde. Depende de lo que muestre, podrá devolverle el cuerpo mañana o pasado mañana. Pero le aconsejo que no decida los preparativos concretos sin habérmelos consultado antes. -Lo comprendo. Laura se puso de espaldas a él y se dirigió a uno de los sofás de piel. Cuando estaba a punto de sentarse, él se lo impidió: -Si no le importa, me gustaría que echara un vistazo a la biblioteca. Para que me diga si ve algo fuera de lo normal. Aparte de lo evidente, claro. Sabía que tarde o temprano le pedirían que entrara. Se sentía dividida, pues una parte de ella necesitaba ver el lugar exacto en que había muerto Foster, mientras que otra parte se resistía a volver a pisar esa habitación. Si le hubieran dado a elegir, seguramente habría preferido retrasar el momento al máximo, convirtiendo el miedo a enfrentarse a ello en una tortura. En cierto modo, se alegraba de que Rodarte le hubiera librado de decidir por sí misma. Como una autómata, salió del cuarto de estar y se dirigió a través del vestíbulo hacia la puerta doble de la biblioteca. Habían cubierto con un polvillo la madera para buscar huellas. Al darse cuenta de que la mujer había visto el manoseado polvo oscuro, Rodarte le dijo: -El asesinato es un asunto sucio. Él empujó las puertas y Laura puso un pie en la estancia. -¿Se acuerda de Carter? -comentó Rodarte. El otro agente de homicidios, a quien reconoció de haberlo visto la noche anterior, estaba de pie delante de una pared cubierta de librerías, tan callado y serio como un centinela. Ni su postura ni su expresión cambiaron cuando ella entró.


Salvo por su presencia, la mayor parte de la habitación parecía sorprendentemente normal. Sólo había una zona, cerca del escritorio, bastante revuelta. El escritorio y todo lo que tenía encima habían sido cubiertos con el mismo polvillo en busca de huellas dactilares. Una de las mesitas auxiliares estaba tirada allí cerca. La lámpara y todos los demás objetos que tenía encima estaban desperdigados por la alfombra, en su mayor parte, rotos. La alfombra estaba retorcida. Foster nunca permitía que hubiera una sola arruga, por eso insistía en que la cepillaran varias veces al día. Cuando vio la silla de ruedas, no pudo contener un sonido similar al hipo. Y había sangre. En la silla de ruedas. En la alfombra. En la mesa. Rodarte le tocó el codo. -¿Prefiere hacerlo en otro momento? Lo que prefería era que no la tocara. Apartó el codo de la mano de él. -Además de lo evidente, no parece que hayan desordenado nada. -Bien. -Rodarte señaló un conjunto de sillones-. Sentémonos. -¿Aquí? Él se encogió de hombros y puso una cara que decía: «¿Por qué no?». O era tonto e insensible, además de un capullo, o era simplemente cruel. Laura sospechó que la segunda opción, pero no quería discutir con él sobre dónde quería llevar a cabo la entrevista. -Llevo todo el día sentada o tumbada. Preferiría quedarme de pie. Se acercó a la pared de los ventanales y dio la espalda a la habitación. Saltándose una introducción educada, Rodarte le preguntó: -¿Por qué viajó ayer a Austin? Por el rabillo del ojo, Laura percibió que Carter se había movido por fin. Se había sacado una libretita y un bolígrafo del bolsillo del pecho. Pero era evidente que sólo se trataba de un refuerzo. Rodarte era quien dirigía la investigación. -A petición de mi marido, fui a solucionar un problema. Nos habían informado de que alguien había robado unas maletas. Habían acusado a nuestros manipuladores de equipajes. Resultó que uno de ellos era culpable. La policía de Austin tiene los informes por si le interesa consultarlos. -¿Volvió con un vuelo de SunSouth? -El de las nueve de la noche, el último que hay. Cuando estábamos acabando de aterrizar, la azafata de vuelo me notificó que me acompañarían al salir del avión. Los agentes me recibieron en el finger. Luego me llevaron a una sala privada del aeropuerto y me dijeron que mi marido había muerto. No me enteré de que lo habían matado hasta más tarde, cuando me lo contó usted. -Hasta el momento en que la escoltaron fuera del avión, ¿no sabía que había ocurrido algo aquí, en su casa? -¿Cómo iba a saberlo? -¿Por una llamada de teléfono? ¿Un mensaje al móvil? -No sabía que hubiera ocurrido nada. -Se pasó todo el día fuera. ¿Habló con su marido en algún momento durante la jornada? -Al mediodía, más o menos, me llamó al móvil para preguntarme qué tal iba todo. Después yo volví a llamarlo alrededor de las seis para informarle de que se había solucionado


el problema y de que volvería con el vuelo de las nueve, así que no debía esperarme para cenar. -¿Sólo esas dos llamadas? -Sí. -¿Tenía alguna cita programada para ayer el señor Speakman? -No, que yo supiera. -Bueno, pues al parecer sí quedó con alguien. Ella se dio la vuelta y lo miró fijamente. -No había indicios de que hubieran forzado la puerta -dijo él a modo de explicación-. Quien fuera que mató a su marido entró como un invitado más. -Supongo que Manuelo abriría la puerta. Él frunció el entrecejo. -Seguimos sin encontrarlo, señora Speakman. La noche anterior, cuando Rodarte le había pedido que lo ayudara a reconstruir la escena del crimen, ella había mencionado al mayordomo y asistente de su marido. Rodarte había anotado su nombre y apellidos. Cuando Laura le había explicado cuáles eran las obligaciones de Manuelo, el detective había ordenado que registraran toda la propiedad. No había ni rastro del hombre. -Su habitación, la de encima del garaje, sigue vacía -le comentó-. La cama está hecha, no hay platos sucios en el fregadero. La ropa está en el armario. No tiene coche, ¿verdad? -No, que yo sepa. -Y no falta ninguno de los vehículos propiedad del señor Speakman y usted. Así que, ¿cómo se marchó el señor Ruiz y adonde ha ido? -No tengo ni idea. Lo único que sé con seguridad es que no habría dejado solo a Foster. -¿Tiene familia? -Me parece que no. Por lo menos, nunca me ha hablado de ningún pariente. -Está segura de que ayer tenía que trabajar… -Siempre tiene que trabajar, señor Rodarte. -¿Las veinticuatro horas del día, siete días a la semana? -Sí. -Pero su cocinera y ama de llaves, la señora… -Dobbins. -Eso. Me dijo que se marcha a las seis. -En cuanto deja la cena preparada. No se me ocurre por qué iba a haber un cambio en el horario precisamente ayer. ¿Le ha preguntado a la señora Dobbins qué hizo anoche? -Dejó un pollo al horno en la bandeja térmica y se marchó a las seis. Dijo que Manuelo Ruiz estaba aquí cuando ella se fue. Está segura porque se despidió de él antes de irse. Así que damos por supuesto que estaba aquí. -Estoy segura de que estaba aquí. No habría dejado solo a Foster -repitió-. Jamás. Rodarte anduvo hasta la zona que había delante del escritorio, donde la alfombra estaba arrugada. Se puso de cuclillas como si quisiera analizar las manchas oscuras que la cubrían. -Aunque odio tener que hacerlo, me temo que debemos hablar del asesinato en sí. -¿Seguro que debemos hacerlo? Ayer fue bastante descriptivo cuando me lo contó. Sonaba muy… atroz.


-Lo fue. Por eso le advertí que no mirara el cuerpo de su marido. Créame, no le habría gustado verlo. Seguía sentado en la silla de ruedas con un abrecartas clavado en el lateral de la garganta. Laura se abrazó el torso con fuerza con ambos codos. -Por su descripción, estoy segura de que se trataba del abrecartas de Foster. Era una réplica de Excalibur. Se lo regalé unas navidades porque le encantaban las leyendas artúricas. Lo guardaba ahí, en el escritorio. -La señora Dobbins nos lo confirmó. Pero una vez que nos lo devuelva el forense, le pediré que lo identifique para que no quede absolutamente ninguna duda. «Otra cosa que temer», pensó Laura. -Por lo que parece, el asesino lo hundió hasta la empuñadura, y después trató de sacarlo. Pero el filo había dañado la arteria, así que cuando intentó sacar el arma del cuello de su marido, la herida empezó a manar sangre. Supongo que le entró el pánico y decidió dejarla. -Y mi marido murió desangrado. -Exacto. -Rodarte se levantó-. Encontramos dos tipos sanguíneos en la alfombra. Uno de ellos era de su marido. -¿Dos? Laura miró hacia las manchas de sangre, después a Carter, y por fin de nuevo a Rodarte. Este se encogió de hombros. -No sabemos a quién pertenece el segundo tipo. Podría ser de Manuelo Ruiz, pero no tenemos ninguna muestra con la que compararlo. Salvo por la base de datos de los de tráfico, no está en ninguna otra de las listas en las que lo hemos buscado. Lo único que sabemos es que tiene un permiso de conducir en regla expedido en Texas. Eso es todo. -Hacía de chófer para Foster. Lo llevaba en un vehículo adaptado. -¿Ruiz tenía papeles? -¿Documentos de inmigración? Supongo que sí. -No. Ella se puso de los nervios: -Si ya lo sabía, ¿por qué me lo ha preguntado? Rodarte la miró con lo que seguramente él consideraba una sonrisa arrebatadora. -Por costumbre. Siempre intento pillar a alguien mintiendo. Son gajes del oficio. -Yo le diré la verdad, detective. Su rostro se iluminó. -¿En serio? -Sí. -Bien. Pues hábleme de su relación con Griff Burkett. Eso la pilló desprevenida. La asaltó un mareo repentino. Al darse cuenta de su inestabilidad. Rodarte la acercó a un sillón. -Puede que nos lleve un rato. ¿Seguro que no quiere sentarse? Odiaba reconocer que lo necesitaba, pero lo hizo. Se sentó en una butaca. Rodarte se ofreció a llevarle un vaso de agua. Ella lo rechazó con un movimiento de cabeza. Él se sentó en la silla que había frente a Laura e, inclinándose hacia ella, cerró las palmas de las manos entre las rodillas separadas. Laura se fijó en que le hacía falta cortarse las uñas. -No quiero que ninguno de los dos pierda el tiempo, señora Speakman, así que iré al


grano. Las huellas dactilares de Griff Burkett estaban por todo el abrecartas con el que mataron a su marido.


Capítulo XXIII Laura se tapó la boca con la mano, porque tenía miedo de vomitar delante de los dos detectives. -¿Está bien? -preguntó Rodarte. Ella negó con la cabeza, se puso de pie y salió corriendo de la biblioteca. A duras penas consiguió llegar al cuarto de baño para vomitar en el inodoro. Como no había comido nada desde la cena de la noche anterior, no tenía mucho que vaciar. Pero el sabor de la bilis era amargo y continuó sintiendo arcadas durante unos minutos. Cuando los espasmos cesaron por fin, tenía la ropa empapada en sudor. Le pitaban los oídos, le temblaban las extremidades y toda ella sentía convulsiones incontrolables. Se cubrió la cara con ambas manos. Desde el momento en que había visto a los agentes de policía en el finger del aeropuerto, había sabido que lo que estaban a punto de contarle era catastrófico y que, fuera lo que fuese, tenía que ver con Griff Burkett. Esa apabullante intuición acababa de confirmarse, y no estaba segura de poder sobrevivir a algo así. Saber que había matado a Foster podía suponer la muerte de ella misma, la muerte del niño que llevaba dentro. Pero ahora no podía pensar en el niño o, de lo contrario, se pondría histérica de verdad. -¿Laura? -Kay llamó a la puerta con los nudillos-. ¿Laura? -Un momento. Se limpió la boca y se echó agua fría por toda la cara, que tenía tan pálida como la tiza. Se pasó los dedos por el pelo, y después, obligándose a recuperar la compostura, abrió la puerta del cuarto de baño. Ahí estaba Kay, con Rodarte justo detrás de ella. La expresión del agente mostraba más curiosidad que preocupación. Kay le dijo: -Voy a llevarte al piso de arriba para meterte en la cama. -No. Ya estoy mejor. Pero por favor, ¿podrías traerme una Coca-Cola, un Sprite o algo con gas? A Kay no le apetecía nada abandonarla, pero fue a buscar el refresco. Laura pasó rozando a Rodarte y lo condujo de vuelta a la biblioteca. Sintió escalofríos cuando sus prendas húmedas entraron en contacto con el aire acondicionado. Se abrigó con un chal antes de regresar al sillón que había dejado libre con tanta rapidez. El otro detective no había abandonado su puesto de vigilancia, ni siquiera se había movido, por lo que Laura podía percibir. Los tres permanecieron en silencio hasta que Kay le llevó la bebida solicitada. -Llámame si me necesitas -dijo. A continuación dirigió una mirada funesta a Rodarte y apretó el brazo de Laura con fuerza para darle ánimos. -Gracias, Kay. Por favor, cierra las puertas al salir. Laura bebió un sorbo del refresco, con la esperanza de que le asentara el estómago y no le entraran ganas de expulsarlo al instante. Una vez más, Rodarte empezó sin preámbulos. -¿Lo conocía antes de que fuera a la cárcel?


Ella negó con la cabeza. -¿Supo de él después de que lo soltaran? Ella asintió. -¿Cómo se conocieron? ¿Dónde? -En esta habitación. -Ella se dio cuenta de que la respuesta lo había sorprendido-. Foster tenía interés en conocerlo. Había oído en las noticias que lo iban a liberar. Le escribió y le pidió que se reuniera con él aquí. -¿Qué interés tenía? ¿Qué había en ese jugador de fútbol delincuente que pudiera interesar a su esposo? Lo miró fijamente a los ojos y mintió. -No lo sé. Era inconcebible decirle la verdad. Tenía que proteger el futuro de su hijo. También tenía que proteger el secretismo en el que tanto había insistido Foster. -El señor Burkett sólo estuvo en casa en aquella ocasión. Para cuando me pidieron que me reuniera con ellos con el fin de presentarme al jugador, ya habían terminado de hablar de sus asuntos y estaban tomándose una copa los dos. -¿Fue un encuentro amistoso? -Bastante. O, por lo menos, eso me pareció. Él la analizó durante un momento. Laura no estaba segura de si la creía. Es más, estaba casi segura de que no la creía. Pero nadie le llevó la contraria. -¿Fue durante ese encuentro amistoso cuando se encendió la llama entre Burkett y usted? -¿Disculpe? -¿Cuánto tardaron en empezar a quedar a escondidas en esa casa de la calle Windsor? El vaso de refresco estuvo a punto de resbalarse de su mano temblorosa. Rodarte sonrió. -Apuesto a que se pregunta cómo me he enterado de su romance. Bueno, verá, digamos que no le he quitado ojo de encima a Burkett desde el día en que salió de Big Spring. -¿Por qué? -Investigué el asesinato de Bill Bandy. ¿Le suena ese nombre? -Griff Burkett estuvo implicado en su asesinato. -No estuvo implicado, fue quien «cometió» el asesinato, señora Speakman. No me cabe la menor duda. Pero fue listo, no dejó ninguna prueba concluyente, nada que yo pudiera emplear para convencer al tribunal. Pero no hay prescripción para los homicidios. Así que, aunque sea lo último que haga, veré cómo se hace justicia con el difunto Bill Bandy. Griff sabía que el detective lo andaba persiguiendo. Ahora entendía por qué no había querido que ella hablara con Rodarte, por qué había utilizado esas tácticas para asustarla al advertirle que no se quedara a solas con él. No deseaba que ella oyera la convicción de la voz de Rodarte cuando dijo: «Fue quien cometió el asesinato». -Esta vez no ha sido tan pulcro -le dijo entonces Rodarte-. O ha sido más arrogante. Ha dejado aquí el arma homicida. Sus huellas. -¿Por qué cree que lo ha hecho? -Es lo primero que tengo intención de preguntarle cuando lo encontremos. Laura levantó la cabeza y se lo quedó mirando. Él leyó la pregunta en sus ojos. -No, todavía no lo hemos localizado. Se lo ha tragado la tierra. Los policías ya han ido a


registrar el apartamento, pero no hay ni rastro de él. ¿Recuerda ese viejo Honda que llevaba? Lo encontramos en el aparcamiento de un club de striptease de Addison. Los del laboratorio lo están analizando. También he puesto a varios hombres para que vigilen la casa de la calle Windsor, pero no se ha presentado por allí. Por cierto, han visto que el jardinero ha ido esta mañana y ha cortado el césped y podado el seto. ¿Quién paga el mantenimiento de la casa? -Yo. La tengo alquilada. Rodarte miró a su alrededor, a ese entorno tan lujoso, e hizo una comparación silenciosa entre ambas viviendas. Cuando volvió a dirigirse a ella, le dijo bruscamente: -¿Para qué? Ella le dedicó una mirada cargada de significado. Rodarte la estudió durante un momento, después dibujó esa repulsiva sonrisa. -Ya sabía que alquilaba usted la casa. -Lo sé -contestó ella con frialdad. Él extendió las manos. -Lo siento. Era mi obligación comprobarlo, señora Speakman. El alquiler no está a su nombre sino al de una empresa, pero he seguido el rastro desde esa empresa hasta llegar a usted. -No habrá sido tan difícil. -Era un insulto sutil a sus habilidades como investigador, pero si Rodarte pilló la indirecta, no lo puso de manifiesto. -¿Cuándo fue la última vez que vio a Burkett? Laura bajó la mirada hacia las manos, que tenía sudorosas y apretadas sobre los muslos. Sabía que aquel sabueso leería el lenguaje corporal, pero no podía evitarlo. -Hace casi seis semanas. -¿Seis semanas? ¿Tanto hace? -Sí. -¿Está segura? Le dio la fecha exacta y vio que Carter la anotaba en su cuadernillo de espiral. -¿Qué hizo que esa fecha fuera memorable? -le preguntó Rodarte. -Le dije que no iba a volver a verlo. Él silbó en voz baja. -¿Cómo se lo tomó? -Lo comprendió y aceptó mi decisión. -¿De verdad? -preguntó Rodarte con escepticismo. -De verdad. -¿Por qué puso fin a su aventura? -No veo qué relevancia puede tener eso. -Puede que no tenga ninguna relevancia. O puede que sea increíblemente relevante. Laura perdió la competición de miradas. -Lo que hacíamos estaba mal. Yo no podía seguir con él. Le dije que no podíamos continuar viéndonos. -Antes de él, ¿había tenido algún otro amante? -No. -Nadie la habría culpado. Teniendo en cuenta que el señor Speakman… -¿Que el señor Speakman qué? -preguntó ella con frialdad.


Él se amedrentó. -¿Burkett fue su único amante mientras estuvo casada con Speakman? -Eso es lo que acabo de decirle. -Y cuando rompió con él, ¿Burkett no discutió, no se enfadó, no le pidió que se lo pensara dos veces? -No. -Ajá. -Pensativo, se rascó la mejilla marcada por el acné-. No es muy propio del Griff Burkett que yo conozco. Con indiferencia, ella contestó: -A lo mejor es que entonces no lo conoce muy bien. -Y al parecer usted tampoco, señora Speakman. Porque cuando dio por terminada su aventura, Burkett no se tomó la noticia con tranquilidad. En absoluto. Ha estado dándole vueltas y vueltas. Hasta que ayer se presentó aquí, redujo a Manuelo Ruiz y luego le clavó un abrecartas en el cuello a su esposo. El típico crimen pasional de un amante despechado. Ella se obligó a no desviar la mirada. Supuso que se merecía el desprecio implícito de él, aunque teniendo en cuenta su duelo, y su sentimiento de culpa, le pareció un castigo increíblemente cruel. Una cosa era soportar la censura de las personas a las que uno respetaba. Pero otra muy distinta era oír el desprecio de alguien a quien uno tenía en tan baja consideración. Rodarte se levantó y se acercó al escritorio. -¿Está segura de que no falta nada más en esta habitación? -Creo que no. No podría asegurarlo del todo hasta haber mirado con más detenimiento. -Cuando tenga ganas, hágalo, por favor. -Sin duda. -¿Esto significa algo para usted? Se puso un par de guantes de látex para recoger una sola hoja de papel del escritorio. La llevó adonde estaba ella. -Quería que lo viera antes de llevármelo como prueba. Sostuvo la página en alto para que ella pudiera leer los párrafos escritos a máquina. Había tres en total. Después de varios intentos de pasar de la primera frase con un mínimo de comprensión, se lo quedó mirando estupefacta. -No tiene sentido. Él soltó una breve risa. -Me alegro de que haya dicho eso. Pensaba que era yo el que no sabía leer. No es más que un montón de palabras difíciles juntas, ¿no cree? -Sí, un montón de palabras difíciles. -¿Alguna explicación? -No. -¿Cree que su marido escribió estos párrafos? -¿Por qué iba a hacerlo? -Ni idea. Me preguntaba si tal vez habría perdido también las facultades mentales. Ella se sintió atacada por la pregunta y lo demostró: -¿También? -Perdone si le parezco insensible. La condición física de su marido era evidente. ¿Cómo


estaba mentalmente? Había muchas personas que dependían de él en su papel de Foster Speakman, el director general. Los empleados. Los accionistas. Incluso los pasajeros que volaban con SunSouth confiaban en que él estaba al mando de todo. -Se lo aseguro, él estaba al mando de todo, señor Rodarte. Foster estaba en plenas facultades y era un hombre muy capacitado. -Pensaba que a lo mejor el accidente de coche le habría dejado tocado. -Se tocó la sien con un dedo-. A lo mejor no se había dado usted cuenta. -Por supuesto que me habría dado cuenta. -Bueno, a lo mejor no se percató de los síntomas. Ha estado tan ocupada… Hizo una pausa estratégica. «Tan ocupada con su amante.» Eso era lo que quedaba implícito. Laura se negaba a morder el anzuelo, así que se limitó a mirarlo con una pasividad que estaba lejos de sentir. -Su marido tomaba medicación. -Sí. Fármacos para potenciar su sistema inmunológico. Otros para la salud del tracto intestinal, que quedó muy dañado en el accidente. Algunas veces tomaba también pastillas para dormir. -Además de todo eso, necesitaba medicamentos contra la ansiedad aguda. No perdamos el tiempo, señora Speakman. Ya he hablado con el psiquiatra de su marido. Laura respiró profundamente. -De adolescente, a Foster le diagnosticaron un trastorno obsesivo-compulsivo, ya sabe. -Sí, ya sé. -Entonces también debe de saber que puede controlarse con medicación. -Le creo. -Chasqueó la lengua-. Yo también soy un poco obsesivo. Si uno coge a cien personas por la calle al azar, verá que casi todas están locas en un sentido u otro. Un comentario tan idiota no merecía respuesta. -¿Diría usted que el trastorno de su marido estaba bajo control? -Sí. -¿Estaba deprimido? -No. -¿Ni siquiera un poco? -insistió el detective-. Por ejemplo, podría haberse deprimido un poco al enterarse de su aventura con Burkett. Ese tío me da asco por todo lo que ha hecho, pero hay que reconocer que tiene una cara que encandila a las mujeres. Y esa altura. Ese pelo. El cuerpo del gladiador. Para un hombre parapléjico, como su esposo, eso debió de sentarle como una bofetada en la cara, ¿no? ¿Cree que sabía lo que había entre Burkett y usted? Ella negó con la cabeza. Él se llevó la mano a la oreja, a modo de trompetilla. -No -dijo ella lacónicamente-. Por lo menos, no que yo supiera. -Se puso de pie-. ¿Ha terminado, detective? -Qué va. ¿Intentó Burkett contactar con usted después de la ruptura? Se planteó mentir, pero después se lo pensó dos veces por si acaso Rodarte ya conocía también la respuesta a esa pregunta. -Un par de veces, llamó a las oficinas de SunSouth e intentó hablar conmigo a través de Kay. Nunca acepté sus llamadas. -¿No ha vuelto a verlo desde el día en que le dijo que lo suyo había terminado?


-No. -¿Ni ha hablado con él? -La única vez que me llamó al móvil, le colgué. -¿Alguna vez amenazó a su marido? -¡Por supuesto que no! -¿Alguna vez insinuó que si su marido parapléjico quedaba fuera del mapa usted estaría libre para volver con él? Un divorcio instantáneo. Esa clase de cosas. ¿Alguna vez insinuó que estaba dispuesto a apartar a su marido? Ella lo miró aterrada. -Si lo hubiera hecho, ¿no cree que habría tomado medidas? ¿No cree que lo habría denunciado? La sonrisita de Rodarte insinuaba mucho. Ella se incorporó en la silla. -No, señor Rodarte. Griff Burkett nunca supuso una amenaza para Foster ni para mí. -Que usted sepa. Ella estaba a punto de contestar cuando se dio cuenta de que era una especulación válida. Para protegerse, contestó: -Nunca me amenazó. -Pero podría haber amenazado a su marido sin que usted lo supiera. -Foster nunca me contó… -Pero Burkett «podría» haberlo hecho. A regañadientes, asintió con la cabeza. Rodarte miró de reojo a su mudo acompañante, con la expresión concentrada de quien se lleva la lengua al carrillo. Cuando volvió a dirigir la atención hacia Laura, dijo: -¿Le mencionó Burkett alguna vez que tuviera un escondite? ¿O le habló de un amigo que tuviera una cabaña en el lago, o una casa apartada, algún sitio en el que pudiera estar escondido ahora mismo? -Nada parecido. No tenía confianza conmigo. Apenas hablábamos. Demasiado tarde, se dio cuenta de que se había metido de cabeza en la trampa. -No. Supongo que no -dijo Rodarte lanzando una mirada lasciva hacia su compañero-. Señora Speakman, no hace falta que le diga que, si tiene noticias de Burkett, debe comunicármelo inmediatamente. -Por supuesto. -Voy a dejar a algunos hombres haciendo guardia aquí, en su casa. -¿Es necesario? -Burkett podría haber venido anoche con la intención de liquidarlos a los dos -dijo tan tranquilo-. No sabía que iba usted a Austin, ¿verdad? Laura sacudió la cabeza lentamente, abrumada ante la posibilidad de que Griff pudiera querer hacerle daño. -El viaje no se decidió hasta ayer por la mañana. -Así que, cuando Burkett vino anoche, seguramente esperaba encontrarla aquí a usted también. -Supongo. Cerró los ojos e intentó imaginarse a Griff en un ataque de ira asesina. Tenía las manos grandes y fuertes, pero podían ser suaves. ¿Podrían ser también violentas? No se lo imaginaba.


¿O sí? -Le aconsejo que le pida a alguien que le haga compañía -dijo Rodarte-. Es más, lo mejor sería que se mudara a un lugar aislado hasta que atrapemos a Burkett. -Me lo plantearé. -Hágalo. Rodarte paseó la mirada por la habitación y, en silencio, consultó a Carter, quien cerró el bloc de notas y lo deslizó dentro del bolsillo de la camisa. -Creo que eso es todo por ahora. A menos que se le ocurra algo más que pueda ser pertinente. Ella negó con la cabeza, como ausente. Entonces recordó una pregunta que quería hacerle. -¿Quién avisó del asesinato? -El servicio de emergencias recibió una llamada. -¿De Foster? Rodarte sacudió la cabeza. -El forense dijo que era imposible que le diera tiempo. No habría sido capaz. Y no había ningún teléfono cerca de él. -Manuelo no habla inglés. -Pues quien llamó hablaba inglés perfectamente. -Entonces debió de ser Griff Burkett. Rodarte se encogió de hombros. -Eso parece.


Capítulo XXIV Griff se despertó pensando dónde diablos estaba. Entonces se acordó, y se arrepintió de no seguir durmiendo. Tenía las manos manchadas con la sangre de Foster Speakman. El hombre había muerto luchando por la vida, la sangre le manaba a borbotones de la garganta, sus ojos aterrados estaban fijos en Griff. Griff se sentó y enterró la cara en las manos. -¡Joder! Si no habían empezado ya, dentro de muy poco todos los policías de Texas y de los estados colindantes irían a buscarlo. Cuando las huellas dactilares del abrecartas clavado en el cuello de Foster Speakman fueran analizadas en las bases de datos y encajaran con las de Griff, Rodarte sentiría que le había tocado la lotería, mejor aún. No había trincado a Griff por lo de Bill Bandy. Pero esta vez había tantas pruebas físicas que ubicaban a Griff en la biblioteca de los Speakman en el momento de la muerte de Speakman que probablemente no se molestarían siquiera en hacer un juicio. Tampoco había dudas acerca del móvil del crimen. Rodarte sabía de los encuentros de Griff con Laura y había llegado a la conclusión de que eran por sexo. Todos los elementos encajaban. Griff Burkett iría directo al corredor de la muerte. Ya podía ir frotándose el brazo para prepararse para la inyección. Rodarte saldría en televisión y diría que Griff Burkett, que ya era un delincuente convicto e implicado en un asesinato, había ido a la mansión de los Speakman, había discutido con el marido engañado e indefenso (que iba en silla de ruedas, por el amor de Dios) y lo había apuñalado con saña. Sin duda, insistiría en la escabechina aderezando el crimen con unos cuantos adjetivos más, como «despiadado, brutal y salvaje». Los medios de comunicación se chuparían los dedos. La noticia contenía todos los ingredientes jugosos que hacen que un periodista salive: una víctima que ya había sufrido otras tragedias, dinero, sexo, una relación tórrida, un picapleitos guapo que había seducido a una bella esposa para que mantuviera con él una aventura que al final terminó con la muerte violenta de su esposo… Era la clase de historia que podría valerle un Pulitzer a un periodista que no temiera revolcarse en el barro. Griff se sentó en el borde del combado colchón y miró las manchas de sangre que se habían filtrado por los pliegues de sus manos. Las había frotado hasta que la pastilla de jabón había quedado reducida a una esquirla, pero las manchas seguían allí, una parte indeleble de su huella dactilar. Las cosas no podían ir a peor. Bueno, en realidad, sí podían. La policía le diría a Laura que él había matado a su esposo. La noche anterior, después de huir de la mansión de los Speakman, había conducido hasta su apartamento y había metido en una bolsa unas cuantas mudas de ropa. Pero no se entretuvo mucho allí, pues sabía que sería el primer sitio en el que lo buscarían. En casa era donde estaba la primera vez que lo detuvieron y lo arrastraron esposado, avergonzado delante de sus


vecinos, y expusieron toda su desgracia colocándola en el punto de mira de los medios de comunicación. No quería una repetición de aquella escena tan humillante, así que puso pies en polvorosa y se llevó únicamente lo que podía transportar con facilidad, a sabiendas de que tal vez no volviera a pisar aquel lugar. Fue en coche hasta un centro comercial y abandonó el Honda en el aparcamiento. No tardarían en publicar un anuncio de busca y captura. Todos los agentes de las fuerzas de seguridad abrirían bien los ojos para encontrarlo, así que tenía que poner distancia entre el vehículo y él. Había caminado kilómetros y kilómetros, siempre por calles oscuras, sin ningún rumbo en concreto. Caminaba sin más. Intentaba averiguar qué demonios iba a hacer ahora. Lo primero de su lista de tareas era encontrar un lugar en el que cobijarse hasta que pudiera asomar la cabeza sin miedo. Había llegado al motel por casualidad, pues había aparecido en la parte posterior del edificio. Daba a una autopista interestatal, pero quedaba bastante apartado de la calzada, ya que se accedía a él por un camino propio. Había una fila de habitaciones bajas comunicadas por una galería que quedaban enclaustradas entre una casa de empeños y una tienda que vendía llantas de neumáticos por sólo 14,99 dólares. A esas horas de la noche, ambos negocios estaban cerrados, con las puertas bien aseguradas. Era un motel barato y mugriento con un cartel de «Libre» en luces de neón rojo resplandecientes en la ventana de la recepción. Le iba como anillo al dedo. Era la clase de sitio al que su madre habría podido ir con un hombre a quien acabara de conocer en un bar. La clase de sitio en el que habría podido ser concebido Griff. El recepcionista tenía los ojos vidriosos por el porro que estaba fumando cuando Griff entró. Le preguntó cuánto costaba la habitación, dejó el dinero justo en el mostrador y recogió la llave que le tendió el empleado sin decir una sola palabra. Ni siquiera le pidieron que firmara la ficha del registro. Si el porrero se dio cuenta de las manchas de sangre, lo dejaron indiferente. Griff entró en la habitación, dejó en el suelo el petate y fue directo al cuarto de baño, del tamaño de una cabina telefónica. El váter tenía manchas. Olía a orín. Todo el cuarto apestaba a otros olores corporales, a moho, a vidas arruinadas. Se metió en la ducha totalmente vestido para lavar tanto su cuerpo como su ropa, y dejó que el agua corriera hasta que el torrente rojo que se arremolinaba junto a sus pies se destiñó pasando a un tono rosa y finalmente acabó siendo transparente. La colcha también estaba manchada, pero el agotamiento de Griff hizo que no le importase. Los gemidos y gruñidos amorosos que provenían de la habitación al otro lado de la fina pared lo mantuvieron despierto, pero el golpeteo rítmico del cabecero de la cama contra esa pared consiguió que entrara en un sueño inquieto justo cuando empezaba a salir el sol. Ahora, sin embargo, estaba totalmente despierto. Era casi la hora de comer y necesitaba saber hasta qué punto era cruda su situación. Encendió la televisión que estaba atornillada a la pared. Las cadenas locales empezaban a dar los servicios informativos del mediodía y, como era de esperar, el asesinato de Foster Speakman era la noticia con la que abrieron todos ellos. Mostraron imágenes de vídeo en directo del muro que rodeaba el perímetro de la mansión, coches de policía que bloqueaban la puerta de entrada. Una cadena había mandado incluso un helicóptero que sobrevolaba la propiedad, aunque no conseguía ninguna buena vista


del edificio por culpa de los frondosos árboles. Una foto de archivo del «destacado hombre de negocios y distinguido ciudadano de Dallas» apareció en pantalla. La foto de Speakman tenía ya varios años, Griff supuso que la habrían tomado antes del accidente, cuando estaba más robusto. La gobernadora, desde su oficina de Austin, alabó solemnemente a Foster Speakman, quien había sido, y seguiría siendo, fuente de inspiración para todos aquellos que lo habían conocido. Manifestó su admiración por el coraje con el que había hecho frente a su tragedia personal. Su asesinato era una conmoción para ella. Su corazón se situaba junto a la viuda, Laura Speakman, que había demostrado un valor y un aplomo comparables a los de su difunto esposo. Prometía ofrecer toda la ayuda posible desde su despacho y de parte de todas las agencias estatales para apresar y condenar al asesino de Speakman. «Quien haya perpetrado este crimen atroz pagará por sus actos», aseguró. Un tal Joe no sé qué, a quien Griff recordaba porque lo había visto en el aparcamiento de las oficinas de SunSouth aquella vez, se identificó como portavoz de la compañía aérea. Supo esquivar de manera resuelta los micrófonos y las cámaras de los periodistas mientras se abría paso hacia el edificio central de la empresa. «Han prometido que dentro de poco harán unas declaraciones para la prensa», dijo la presentadora del telediario a los telespectadores. «Se las comunicaremos en cuanto nos las hagan llegar. Greg, has entrevistado a los agentes de homicidios en el lugar del crimen. ¿Qué te han contado?» Greg, el corresponsal, había ocupado su posición, al otro lado del muro protector cubierto de hiedra. Dijo que la policía se mostraba reticente a comentar los detalles del caso por el momento. «Un aspecto interesante de este misterio -dijo- es que, al parecer, el ayudante personal de la víctima, Manuelo Ruiz, quien no se separaba jamás del señor Speakman, no estaba en casa anoche. Su ausencia sigue sin tener explicación.» «Qué interesante», contestó la presentadora sin interés alguno. La presentadora del telediario, muy bien peinada, no dio la menor importancia a la desaparición de Manuelo, pero era de vital importancia para Griff que el sirviente siguiera sin ser hallado. Continuó zapeando entre canales hasta que todos ellos cambiaron a otras noticias. No lo habían nombrado como sospechoso, pero tampoco habían acusado a ninguna otra persona. El único nombre que habían dado había sido el de Manuelo, y sólo en esa cadena. Y Rodarte no había aparecido en ninguno de los cortes que había visto Griff. «Seguro que no despega la nariz del suelo porque sigue buscándome», murmuró mientras apagaba el televisor. La implicación de Griff todavía no se había hecho pública, cosa que le daba un poco de margen de maniobra. Tenía un escondite. Era poco probable que el recepcionista recordara qué cliente estaba en la habitación siete, ni siquiera cuando el rostro de Griff empezara a aparecer en las pantallas de televisión. Así que podía tomarse un respiro. Su prioridad era encontrar a Manuelo (Ruiz, ¿verdad?) antes de que lo encontrara Rodarte. Pero para hacerlo, necesitaba un coche. Encontró un listín telefónico de Dallas debajo de la cama, junto con una polvorienta Biblia. El listín estaba un poco más usado que la Biblia, pero no demasiado. Tenía ya algunos años, y los insectos habían dejado excrementos en varias páginas, pero por lo menos incluía


tanto teléfonos de establecimientos como de particulares. Utilizó el aparato de la habitación para hacer la llamada. -Ha llamado a Hunnicutt Motors. -¿Está Glen? -Espere un momento, por favor. Le dejaron con una música de ascensor durante unos minutos. -¿Sí? Soy Glen Hunnicutt. -La voz era tan atronadora como grandón era el hombre que la poseía. -Estoy en el Comfort Inn. Me dijiste que era calcado a la suite nupcial del Ritz de París. Únicamente otro ex presidiario, aunque se tratase de uno encerrado en un centro de mínima seguridad, podría reconocer el tono de sus palabras y lo que significaban, sólo alguien así sabría que no debía soltar ningún nombre ni hablar de más. Después de una pausa cargada de significado, el vendedor de coches dijo: -Espera. Griff oyó que bajaba el auricular del teléfono, después oyó un movimiento, una puerta que se cerraba, más movimiento. Cuando recuperó el aparato, Glen Hunnicutt habló en un murmullo. -¿Qué tal te va? -Hasta ahora me iba bien. -¿Hasta ahora? -Sí, ahora mismo estoy hasta el cuello. Tengo que pedirte un coche pero no se puede enterar nadie. En el pasado, Glen Hunnicutt era un vendedor de coches de segunda mano a quien le iban bien las cosas. Tal como él mismo había reconocido, se había vuelto avaricioso. Durante varios años había amañado los libros de contabilidad y había estafado grandes cantidades de los ingresos que había declarado a Hacienda. Lo habían pillado y lo habían mandado a Big Spring para que se arrepintiera. Verse apartado de su mujer había sido una tortura para él. De lo único que hablaba era de ella. Cada vez que respiraba, demostraba lo mucho que añoraba a su esposa y su lecho nupcial. Una tarde, Hunnicutt se había deprimido una barbaridad y había empezado a recrearse en su mísero celibato forzoso. -Y no sólo echo de menos acostarme con ella. Mi mujer es especial… Lo digo en serio, tío. Me aguanta, y eso ya es mucho. La quiero horrores. A lo mejor suena ñoño, pero es la pura verdad. No sé si podré soportar seguir separado de ella. No lo sé. Ella… Griff, que a su pesar había sido el oyente de esa perorata, tiró la silla al suelo cuando se abalanzó sobre Hunnicutt. -¡Joder, tío! ¿Es que no vas a cerrar el pico? Entonces le dio un puñetazo a Hunnicutt en la boca con todas sus fuerzas, y detrás del puño iba su brazo, famoso por sus lanzamientos. Sus nudillos impactaron contra las fundas perfectas que Hunnicutt llevaba en los dientes y se le separaron de las encías. Hunnicutt, mientas escupía una mezcla de esmalte hecho añicos y sangre, se puso de pie con la ayuda de otros presos que se apresuraron a socorrerlo mientras le lanzaban recriminaciones e insultos a Griff. Uno de ellos, a la vez que apretaba una toalla contra la boca ensangrentada de Hunnicutt, le dijo:


-Ya te vale, capullo. Acabas de hacerle un favor a Hunnicutt. Por encima de las cabezas de los demás, Hunnicutt y Griff establecieron contacto visual. Griff sostuvo la mirada durante varios latidos antes de desviarla. Los presos que estaban en cárceles de poca seguridad tenían la posibilidad de obtener permisos (o liberaciones temporales de prisión sin escolta). Estaban pensados para casos limitados y concretos, como un problema familiar grave, un funeral o un tratamiento médico especial. Incluido el dental. A la mañana siguiente, Hunnicutt rellenó una petición formal para que le dejaran salir con el propósito de arreglarse la dentadura. Cumplía los requisitos. Le dieron un formulario que detallaba todas las normas y restricciones del permiso. Adjuntó su firma al final del documento y prometió cumplirlo todo. Unos días más tarde, el guardián le otorgó la liberación temporal. Entre una visita al dentista y otra, Hunnicutt y su mujer mantuvieron las sábanas calientes en una habitación del Comfort Inn de Big Spring. Por darle un puñetazo a otro preso, Griff recibió una reprimenda y le retiraron temporalmente sus privilegios. Cuando el vendedor de coches volvió a entrar en la cárcel, con unas fundas relucientes y recién colocadas, se acercó furtivamente a Griff y le dio las gracias. -¿De qué coño me hablas? -murmuró Griff-. Lo único que quería era callarte la boca. Como sabía la verdad, Hunnicutt le dijo: -Te debo una. Una buena. Griff confiaba en que Hunnicutt recordara que le debía una. Ahora se la estaba pidiendo. -Nada llamativo ni caro -dijo a través del grasiento auricular del teléfono-. Sólo necesito cuatro ruedas que aguanten. ¿Me ayudas? Después de una larga vacilación, Hunnicutt le dijo: -Ahora tengo un hijo. A Griff se le cayeron los hombros por la decepción. Podía forzar la máquina. Podía recordarle a Hunnicutt que mientras su esposa y él follaban como conejos, él había tenido que hacer algunas tareas extras nada agradables como castigo. Pero ¿qué derecho tenía a arrastrar a ese buen tipo, marido y ahora padre, a la mierda en la que estaba metido él? Hunnicutt sería acusado de cómplice e instigador. Estaría violando su condicional. Era mucho pedir. Demasiado. -Lo comprendo -contestó Griff. -Acaba de cumplir cuatro años. -No pasa nada. Olvídate de que te lo he pedido. -Fue concebido en el Comfort Inn. A Griff se le paró el corazón por un latido. Contuvo la respiración. Hunnicutt dijo: -De los más sencillitos. El tercer coche que encontrarás entrando por la avenida Lemmon. Las llaves estarán debajo de la alfombrilla. Griff agarró el teléfono, cerró los ojos con todas sus fuerzas y lo que salió de sus labios podría haber sido una silenciosa oración de acción de gracias. Después dijo: -Si te preguntan, diles que robé el coche, ¿de acuerdo? No te metas en líos por mi culpa. Diles que lo robé.


Hunnicutt no dijo nada. -¿Me has oído? Hunnicutt colgó. A pie, Griff calculó que tardaría unas dos horas en llegar a Hunnicutt Motors. No podía salir antes de que anocheciera. El sol se ponía tarde en esa época del año. Le quedaban aproximadamente nueve horas que quemar. Tenía hambre, pero a su estómago le tocaría esperar hasta que pudiera ir con el coche a algún sitio de comida para llevar, con el fin de reducir las probabilidades de ser descubierto. En un intento de olvidarse de los ruidos de su barriga, se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo sucio. Pensó en Laura, en el suplicio que estaría viviendo ahora mismo, en el dolor emocional, en el sentimiento de culpa. Porque a esas alturas, ya sabría que sus huellas estaban en el arma homicida. Rodarte, con su insidioso estilo, le habría dicho que sabía que tenían una aventura. Era un caso típico de crimen pasional, casi un cliché. Su amante había matado a su marido. Y ¿cómo habría respondido Laura? ¿Cómo podía haber respondido? ¿Le hablaría a Rodarte del trato? No. Griff no se la imaginaba contando todo aquello ante los oídos ávidos de Rodarte. Omitiría esa parte. No para proteger a Griff, ni siquiera para protegerse ella. Sino para proteger a Foster Speakman. Y al niño. A lo mejor le colgaban la letra escarlata pero, a toda costa, mantendría intacta la reputación de Foster y aseguraría el futuro de su bebé. Si pudiera hablar con ella… Pero eso no iba a ocurrir, así que mejor sería que dejara de desearlo. Abrió el listín telefónico de nuevo y buscó las entradas del apellido «Ruiz». No había ninguna que llevara el nombre «Manuelo». No esperaba tener tanta suerte. Pero tal vez el salvadoreño tenía familiares por la zona. Desde el teléfono del hotel, Griff marcó el primer número. -¿Hola? -Manuelo, por favor. Sus conocimientos de español se limitaban a lo poco que había aprendido en dos cursos durante el instituto, pero de lo que le dijo la mujer sacó en claro que se había equivocado de número. Fue siguiendo la lista y llamó a todos los Ruiz. No había ningún Manuelo. Y aunque hubiera dado con el que buscaba, Manuelo no habría estado allí sentado de brazos cruzados esperando a tener noticias de Griff. Habría corrido como alma que lleva el diablo. El hombre no era tonto. Sin coche, no había nada más que Griff pudiera hacer hasta que oscureciese. No le quedaba otra opción que ver pasar las horas de la tarde.


Capítulo XXV -Qué a gusto se está aquí fuera. Al oír su voz, Laura dio un respingo y se volvió repentinamente. -Ay, detective. Hola. Rodarte se había acercado a ella con sigilo a propósito, porque quería obtener una reacción sincera de ella, no una que hubiera podido ensayar. Subió los peldaños y se reunió con ella en la glorieta. -Ya no se ven muchos como éste. Fingió admirar el entramado de marquetería del techo circular del cenador. -La abuela de Foster mandó que lo construyeran antes incluso de terminar la casa. Foster me dijo que quería un lugar en el que poder sentarse a contemplar los cisnes. Siempre han tenido cisnes en el lago. La estructura cubierta se hallaba en un promontorio que daba a un lago, donde un par de cisnes como los de las películas se deslizaban por la superficie especular del agua. «Están forrados», pensó Rodarte con desprecio. Si él tuviera tanto dinero como ellos, se lo gastaría en algo mejor que cenadores y cisnes. -¿Le importa? Señaló una de las sillas de mimbre que había libres. Ella negó con la cabeza y él tomó asiento. Laura llevaba puestas las gafas de sol, así que no pudo verle los ojos ni asegurar si había estado llorando o no. Supuso que sí, porque retorcía un pañuelo de papel empapado entre los dedos. «¿Lágrimas de pena o de culpa?», se preguntó Rodarte. En el fondo, no le importaba. A menos que se hubiera compinchado con Griff Burkett para matar a su marido. Vaya, esa historia sí que tendría miga, ¿eh? Aparecería en la revista People; el periódico 20/20 se recrearía en ella. Harían una película muy taquillera sobre el crimen. Incluso tal vez le dieran un papel pequeño, o puede que los productores le pidieran consejo como asesor técnico o que lo pusieran en los créditos. Pero primero tenía que demostrarlo. -Aquí está más tranquila que dentro de la casa -comentó él mientras se apoyaba contra el cojín de la silla, de estampado floral. La asistente de la señora Speakman había recibido el refuerzo de la secretaria del señor Speakman, una mujer llamada Myrna no sé qué, que vacilaba entre llorar como una niña y dar órdenes como una generala. Junto con la señora Dobbins, el ama de llaves, se habían encargado de atender el teléfono, buscar el mejor sitio para las coronas de flores y las cestas de frutas que la gente mandaba a camionadas, limpiar toda la casa después de los registros de los numerosos policías que habían pasado allí la noche anterior, y hacer listas. Hacían listas interminables. Un homicidio generaba muchísimo ajetreo para todos salvo para el cadáver. -Necesitaba un poco de aire fresco -dijo Laura Speakman-. Y apartarme del teléfono. -¿Quién ha llamado? Tras los cristales opacos, Rodarte supuso que le estaba dedicando una de esas miradas altivas y condescendientes.


-Pues gente que quiere darme el pésame. -¿Alguien que yo conozca? -Se refiere a Griff Burkett, ¿verdad? Él sonrió como si quisiera decirle: «Qué bien me conoce». -Tengo la obligación de asegurarme. ¿Ha intentado contactar con usted? -No. No lo hará. -¿Está segura? -No lo hará. Laura volvió a fijarse en los cisnes. Uno de ellos había escondido la cabeza debajo del ala. -El forense me ha dado el informe de la autopsia. -La única respuesta que Laura dio fue meter los labios hacia dentro y comprimirlos hasta formar una línea fina-. ¿Recuerda el accidente de coche de hace dos años? Además de las lesiones evidentes en la columna vertebral y en las piernas, su marido sufrió muchas lesiones internas. -Ya se lo comenté esta mañana cuando hablábamos de su medicación. -Fue bastante grave. -Sí, lo sé. -Algunos de sus órganos quedaron «friables». Ése fue el término que usó el forense. Débiles. Tarde o temprano habría muerto cuando uno de ellos se colapsara. Más bien temprano que tarde. Me ciño a lo que opina el forense. -Hizo una pausa voluntaria-. Pero lo que lo mató fue el corte de una arteria. Laura tragó saliva. -¿Cuánto tiempo debió de tardar en morir? -Eh, no mucho. Aunque tenía sangre en las manos y tejido debajo de las uñas. Ella volvió la cabeza para mirarlo. -Sí, es lo que está pensando, señora Speakman. Su marido luchó por sobrevivir. Sin duda Rodarte disfrutaba diciéndole eso. Por fin había logrado que ella reaccionara. Laura elevó y bajó el pecho para tomar una rápida bocanada de aire. Presionó el pañuelo de papel contra la boca. -Vivió lo suficiente para forcejear con su atacante -continuó-. Tengo que admirarlo por su valor. Él, un hombre paralizado de cintura para abajo, peleando contra un tío de la talla y la fuerza de Burkett. No tenía forma de ganar, pero de todos modos peleó con uñas y dientes. -Se inclinó hacia delante y colocó la mano sobre la de ella-. ¿Se encuentra bien? Ella apartó la mano de debajo de la de Rodarte. -Mejoraré con el tiempo. -Sé que esto es duro para usted. -¿Hay algo más que quiera decirme, detective? -Ahora ya puede preparar el funeral. -Gracias. -Sólo tiene que ponerse en contacto con la funeraria. Ellos ya saben lo que tienen que hacer. Laura asintió. Rodarte se puso de pie y se desplazó hasta la barandilla que rodeaba la glorieta. Mientras perdía la mirada en el paisaje bien perfilado, dijo a conciencia:


-¿Cree que Burkett atacó a su marido de repente, en un ataque de celos? ¿O cree que se pelearon por el dinero? -¿Qué dinero? Cuando Rodarte se dio la vuelta, vio que ella se había quitado las gafas y lo miraba fijamente con ojos interrogantes. -¿No le he mencionado el dinero? -¿De qué me habla, detective? ¿Qué dinero? -Los billetes. En la caja azul marino. Estaba encima del escritorio de su esposo, a la vista, cuando la brigada de criminología llegó al lugar del asesinato. Casi se cagan al ver… Lo siento, perdone mi vocabulario. -Le dedicó una tímida sonrisa-. ¿Ve? Sólo de pensarlo me altero. No todo los días ve uno semejante cantidad de dinero junta. Medio millón de dólares en billetes de cien. Laura separó los labios sin emitir ningún sonido. Perdió la mirada durante varios segundos, después desvió los ojos hacia un arbusto cargado de grandes flores azules que parecían pompones. Rodarte no sabía cómo se llamaban esas flores, pero sí sabía cómo se definía la reacción de la señora Speakman. Se había quedado de piedra al oír hablar del medio millón. Más concretamente, se había quedado de piedra al oír que él estaba al corriente. -Medio millón de dólares en efectivo -repitió-. Allí mismo. Ahora está bajo llave en la sala de pruebas. Se lo devolverán. A menos que resulte ser dinero negro u obtenido por medios fraudulentos. -¿Medios fraudulentos? -Por tráfico de drogas o algo así. Ella le dio la espalda y se levantó de improviso. -Escúcheme, señor detective. Mi marido no estaba involucrado en nada ilegal, y si analizara sus movimientos financieros, vería lo ridícula que es esa acusación. -Me dijo que una vez se reunió con Griff Burkett en su casa. Dijo que así fue como se conocieron. -¿Qué tiene que ver eso ahora? -Me dijo que no sabía de qué habían hablado ellos dos. -Sigo sin ver la relevancia de… -Burkett cumplió condena por mafioso, señora Speakman. Por eso se me ha ocurrido que… -No sé lo que se le ha ocurrido, pero se equivoca. -Entonces, ¿cómo explica todo ese dinero en efectivo? Ella cruzó los brazos por encima de la cintura e inclinó la cabeza hacia un lado. -¿Por qué menciona la caja de dinero precisamente ahora? -Con tantas cosas en la cabeza, se me olvidó -mintió Rodarte. La mirada mutua que intercambiaron se prolongó varios segundos, hasta que ella se encogió de hombros. -Foster guardaba mucho dinero en efectivo en casa y en el despacho. Siempre en la caja fuerte. -No me diga. ¿Por qué? -Le gustaba repartirlo a la gente. -¿Repartirlo a la gente?


-Era una de sus cualidades. Un rasgo propio. Era muy espléndido dando propinas. Le encantaba dejar grandes sumas a los camareros, a las encargadas de los hoteles, a los empleados de las cabinas de peaje, a todo aquel que le hacía un servicio. Algunas veces iba al aeropuerto y entregaba incentivos en mano a los vendedores de billetes de SunSouth, a los porteadores del equipaje, a las personas que trabajaban para él y que pocas veces recibían unas palabras de agradecimiento por su labor. A menudo hacía cosas así. Puede preguntarle a quien quiera. Él levantó las manos, rendido. -Le creo. Pero es una afición un poco rara. Y nunca lo había oído. -Foster no hacía propaganda. Daba dinero por el placer de compartir, no para alimentar su ego. -Gracias por contármelo -dijo Rodarte, fingiendo ser sincero-. Eso podría explicar la caja de billetes. Salvo por… -¿Por qué? -Las huellas de Burkett estaban en la tapa de la caja. ¿Cómo se explica eso? -No sé. Pero demuestra que Griff Burkett no es un ladrón. Rodarte chasqueó la lengua. -Bueno, el Departamento de Justicia, los apostadores de todo el país y la organización del equipo de los Cowboys no estarían de acuerdo. Cada vez que amañaba el partido les sisaba un buen pellizco. Supongo que no necesitaba el medio millón de su marido. Laura saltó ante su comentario, como si estuviera a punto de contradecirlo, pero entonces cerró la boca rápidamente y volvió a ponerse las gafas de sol. Fuera lo que fuese lo que iba a contestarle, se lo pensó dos veces y decidió no decirlo. -Si ha terminado, me gustaría entrar en casa para llamar al director de la funeraria. -Claro -dijo él mientras hacía un gesto con la mano hacia los peldaños. Rodarte acompañó a Laura a través del extenso césped. Cada vez que se acercaba demasiado, ella se apartaba, cosa que lo divertía. -Ah, se me olvidó decírselo. Encontramos dos grupos sanguíneos distintos en el Honda de Burkett. Uno de ellos, por supuesto, era el de su esposo. Seguro que Burkett acabó con sangre de Speakman hasta en las pestañas. Las gafas de sol de Laura no eran lo bastante grandes para ocultar su mueca, pero no comentó nada acerca de la sangre de su marido sobre el cuerpo de su amante. -Es probable que la otra sangre fuera de él -dijo Laura-. Si había tejido debajo de las uñas de Foster, supongo que lo arañó. Rodarte contestó: -Yo habría dicho lo mismo, pero hemos analizado esa sangre. Y no coincide con el grupo sanguíneo de Burkett. Así que lo que pienso es que la sangre es de Manuelo Ruiz. Porque es del mismo grupo que la que quitamos de la alfombra de la biblioteca. -¿Qué implica eso? -Que Manuelo Ruiz también sangraba. -Rodarte se tiró del lóbulo de la oreja como si reflexionara-. Ese hombre se ha esfumado. Me puse en contacto con los de Inmigración para que intentaran seguirle la pista. Y ¿sabe una cosa?, Ruiz no tenía papeles. Su marido lo contrató de manera ilegal. -Ahora eso es irrelevante, ¿no cree?


Además de rica, aquella ramera tenía sangre fría; se lo quedó mirando con las gafas de sol puestas, y su lenguaje corporal no dio ni una sola pista del desprecio que sentía por él. Le habría gustado hacer algo para sacudirla, algo para quebrar esa máscara suave que usaba cada vez que hablaba con él. A lo mejor podía retorcerle un pezón. O ponerle la mano entre las piernas. Algo que la dejara perpleja y asustada. -Sí, supongo que ahora ya no viene a cuento. Rodarte sonrió con amabilidad, aunque lo que estaba pensando era que sería un placer poder humillarla. -Entonces, ¿adonde quiere llegar, detective? -Griff Burkett liquidó también al espalda mojada. Bueno, por lo menos eso provocó una respuesta sincera. No estaba seguro de si ella se había estremecido por el apelativo racista o por la alegación de que Burkett había cometido un doble asesinato. Le costaba no parecer petulante, pero mantuvo su expresión pétrea de policía y no se inmutó. -No sé si se deshizo de Manuelo antes o después de matar a su esposo, pero estoy casi seguro de que también es responsable de la inexplicable desaparición de Ruiz. Laura se humedeció los labios, colocó el inferior entre los dientes, y Rodarte comprendió por qué a Burkett le gustaba tanto follársela que estaba dispuesto a matar para seguir haciéndolo. -A lo mejor Manuelo se asustó al ver aquello -dijo Laura-. Y huyó. -¿Sin llevarse ropa ni objetos personales? ¿Sin coche? ¿Sin el medio millón en efectivo? Poco probable, señora Speakman. De todas formas, por si hay una remota posibilidad de que saliera corriendo al ver algo que le hizo cagarse de miedo, he mandado a unos agentes que llamen a todos los Ruiz del listín de Dallas. Y de Fort Worth también. -Se inclinó hacia delante y susurró-: ¿Quiere que le cuente algo gracioso? No hemos sido los primeros en llamar a toda esa gente hoy preguntando si conocían a Manuelo. -¿No? -No. Al indagar un poco, uno de ellos nos dio una pista. Resulta que otro hombre ha estado llamando a las mismas personas buscando a Manuelo Ruiz. -¿Griff Burkett? Rodarte extendió las manos a ambos lados y sonrió. Ella se quitó las gafas de sol, cerró las patillas con mucho cuidado y se las quedó mirando varios segundos antes de levantar la cabeza y mirarlo. -Bueno, ¿qué pasa aquí, detective Rodarte? -¿Qué pasa dónde? -Si Griff Burkett mató a Manuelo, como usted alega, entonces, ¿por qué iba a llamar a todos los que se apellidan Ruiz para preguntar por él? Laura le aguantó la mirada durante unos instantes y después se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la casa. Rodarte la siguió con los ojos, intentando controlar la rabia que sentía dentro. De acuerdo, esa vez lo había pillado, y no podía culpar a nadie más que a sí mismo por la metedura de pata. A decir verdad, no le había dado muchas vueltas al destino de Manuelo Ruiz porque no le importaba un carajo qué le había pasado. Si Burkett lo había matado o si intentaba perseguirlo


porque había sido testigo de un asesinato que tenía que ser silenciado, a Rodarte le traía sin cuidado. O bien encontraría el cuerpo del espalda mojada, o bien se toparía con él y haría que testificara contra Burkett. En ambos casos, acusaría a Burkett del asesinato de Foster Speakman. El culo de Burkett estaba en manos de Stanley Rodarte. «Y el de la viuda también», se dijo. Sonriendo para sí mismo, se frotó los dedos al pensar en cómo haría que la mujer pagara por su insolencia. Después del funeral. Cuando las aguas volvieran a su cauce. Cuando Burkett ya estuviera encerrado entre rejas. A través de los chivatazos entre reclusos, se aseguraría de que el Número Diez se enterase de sus atenciones hacia la dama. Conocería todos los detalles escabrosos. Hostia, eso sí que iba a ser divertido…


Capítulo XXVI Griff dedicó el resto de la tarde a deambular por la lúgubre habitación del motel mientras se preguntaba cómo había podido caer tan bajo. ¿Cuándo había empezado el imparable declive? ¿El día en que aceptó el primer soborno de los Vista? ¿O antes de eso, el día en que empezó a apostar cuando todavía estaba en la Universidad de Texas? ¿O acaso su destino ya estaba maldito desde el día en que su madre lo había abandonado para fugarse con su novio Ray? Algunas veces se preguntaba si la maldición lo había perseguido desde antes de nacer. Durante las semanas que transcurrieron desde que lo condenaron hasta que se presentó en Big Spring para cumplir la sentencia, había buscado a sus padres por todas partes. ¿No era natural que un hijo recurriera a sus padres cuando tenía problemas? Gracias a Internet y a las páginas web dedicadas a poner en contacto a parientes desaparecidos, no le había costado demasiado localizar a su padre. Después de cumplir la condena en Texas, se había marchado del Estado para aterrizar en distintos lugares pero nunca durante mucho tiempo, hasta que por fin había recalado en Laramie (Wyoming). Allí había muerto en un hospital municipal a la edad de cuarenta y nueve años. Los informes hospitalarios decían que padecía diversas patologías relacionadas con el alcoholismo. Tardó un poco más en localizar a su madre. O había cometido poligamia y se había casado con distintos hombres sin arreglar antes el divorcio de los anteriores maridos, o había adoptado sin más el apellido de los hombres con quienes vivía. Conforme se acercaba el día del encarcelamiento de Griff, se preguntaba cada vez con más frecuencia por qué se molestaba en intentar encontrarla, por qué sentía curiosidad siquiera por saber qué vida llevaba ahora, cuando lo había abandonado sin el menor remordimiento. Que él supiera, su madre nunca había intentado averiguar qué había pasado con Griff, así que ¿por qué le parecía tan imprescindible retomar el contacto con ella? No sabía qué era lo que le empujaba. Era un instinto que no podía explicar, ni siquiera ante sí mismo, de modo que se rindió y se limitó a seguirlo. Su obstinación tuvo recompensa. El día anterior al comienzo de su condena, la encontró en Omaha. Obtuvo una dirección y un número de teléfono. Sin darse tiempo a pensárselo dos veces, marcó el número. Más tarde se arrepentiría de esa decisión. «Menuda despedida antes de ir a la cárcel», pensaba ahora con amargura. ¿Por qué hoy, cuando estaba metido en el mayor embrollo de su vida, le venía a la cabeza toda esa mierda sobre sus padres? Tal vez porque pensar en ellos reforzaba lo que él tanto sospechaba: que había seguido el camino de la autodestrucción antes incluso de salir del vientre de su madre. Y eso no era buena señal, si uno pensaba en el desenlace. Deprimido, se tumbó en la roñosa cama y consiguió dormir durante un rato. Quizá fuera el método que tenía su cuerpo de dejarle escapar temporalmente de la realidad. Todavía más amable fue su subconsciente, que le permitió soñar con Laura. Ponía las manos sobre ella. Se movía dentro de ella. Ella apretaba con los dedos las nalgas de Griff, se arqueaba para


recibirlo, gemía su nombre. A unos latidos del éxtasis se despertó, con el nombre de ella en sus labios, empapado en sudor, luciendo una dolorosa erección. Se levantó, se duchó y encendió la televisión a tiempo de ver las noticias vespertinas. Tal como temía, un presentador con aspecto petulante y el pelo horrendo anunció que la policía estaba buscando a Griff Burkett, para «interrogarle por el brutal asesinato de Foster Speakman». Aunque no le llegó por sorpresa, Griff tuvo que sentarse porque se mareó al oírlo, paralizado por la repentina aparición de Stanley Rodarte en la pantalla. Estaba de pie ante los focos, cosa que intensificaba su fealdad. «En este momento, el señor Burkett no es más que alguien que podría estar implicado en el caso. Lo único que sabemos es que estuvo en la mansión de los Speakman anoche.» Esa aseveración despertó el apetito voraz de noticias de todos los reporteros, que empezaron a bombardearlo con preguntas. Pagado de sí mismo, Rodarte se negó a contestarles, diciendo: «La implicación de Burkett requiere más investigación. Ahora mismo no puedo decirles nada más». Les dio la espalda y atravesó las puertas de acero que guardaban la finca de los Speakman. Ahí estaba Rodarte. Dentro de esos muros cubiertos de hiedra. Con Laura. Ella debía de despreciar a Griff Burkett, y Rodarte se aprovecharía de eso para hacerla su aliada. Pensar que Laura y Rodarte pudieran respirar el mismo aire hizo que su estómago vacío se retorciera y se cerrara como si fuera un puño. Por fin se cernió la oscuridad. Aunque la temperatura todavía pasaba de los treinta grados, se alegró de estar al aire libre, lejos de los olores penetrantes de su habitación del motel. Sin embargo, Griff tardó cerca de dos horas en llegar andando a Hunnicutt Motors, y para entonces el calor empezaba a dejar mella en él. No se había atrevido a pararse a comprar una botella de agua, así que llegó al aparcamiento con la boca pastosa, sudor pegado al cuerpo y deshidratado. Pero la caminata había valido la pena. El coche estaba allí, como le había prometido el dueño. Era un sedán nada llamativo a medio camino entre el marrón y el gris. El nombre del modelo escrito en el maletero no le resultó familiar, y ni siquiera identificaba la marca del coche. ¿Pontiac? ¿Ford, tal vez? La tapicería de tela despidió un olor rancio a humo de tabaco viejo al abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave. No saltó la alarma. Las llaves estaban debajo de la alfombrilla, el depósito de gasolina estaba lleno, y el motor respondió en cuanto le dio al contacto. Para su alegría, la cadena que normalmente cruzaba la salida del aparcamiento como medida de seguridad estaba tirada en el suelo. Hunnicutt había pensado en todo. El abogado Wyatt Turner vivía en uno de los barrios de nuevos ricos que había en el norte de Dallas. Todas las casas tenían piscina en la parte posterior, palos de golf en el garaje, y dentro, una pareja acomodada que no quería ser menos que sus vecinos. Las mascotas eran optativas. La mayoría tenían hijos. Los Turner sólo tenían uno. Griff nunca había visto a Wyatt hijo en persona, pero sí había visto su foto en la mesa del despacho de Wyatt. Era una mezcla al cincuenta por ciento de sus progenitores, algo poco afortunado para el muchacho. Griff sólo había visto a Susan Turner


una vez, en un acto benéfico, mucho antes de que necesitara los servicios de Wyatt. Era una mujer pálida, prácticamente incolora, con una personalidad a juego. También practicaba la abogacía, pero no en la rama de derecho penal como su marido. Su especialidad eran los impuestos, las empresas, las sucesiones, cosas aburridas de ese tipo. Y Griff estaba seguro de que se le daría bien su trabajo. Era estirada, antipática y poco atractiva. Comparado con ella, Wyatt era la alegría de la huerta. Griff pasó con el coche por delante de su casa y vio que sólo había una luz encendida dentro. Confiaba en que quien estuviera trabajando hasta las tantas fuera Wyatt y no Susan. Aparcó a dos calles de allí y, al salir, cerró con llave a conciencia la puerta del coche. Se había vestido con unos pantalones cortos y una camiseta, zapatillas de deporte y gorra de béisbol. En un barrio de profesionales liberales como ése, los vecinos salían a correr a cualquier hora, según en qué momento consiguieran hacer encajar el ejercicio en sus atareadas jornadas laborales. Confiaba en que, si alguien lo veía, lo confundiera con un tío que sólo podía salir a hacer deporte por la noche. Cubrió corriendo las dos manzanas. Un perro le ladró desde detrás de una verja de madera, pero por lo demás, nadie se percató de su presencia. Por lo menos, eso esperaba. A lo mejor alguno de los inquilinos de esas casas acomodadas lo había visto y había llamado a la patrulla de seguridad vecinal o a la policía. Tenía que asumir ese riesgo. Se había fijado al pasar en que la casa que había junto a la de los Turner tenía un cartel de «Se vende» en la parte delantera. La propiedad estaba a oscuras, tanto por fuera como por dentro, algo que favorecía a Griff. Cuando volvió a acercarse a ella, se desvió de la calzada y se adentró en las sombras del jardín. Lo bordeó hasta aparecer en el jardín lateral que daba al camino de los Turner. Una vez allí, se acurrucó entre los setos para tomar aire y planear su siguiente movimiento. A través de las persianas subidas podía vislumbrar qué pasaba dentro de una de las estancias de la casa de los Turner. Era un despacho, que recordaba al de Bolly salvo porque estaba mucho más limpio. Una cabeza de ciervo disecada gobernaba la pared. Había diplomas enmarcados. Libros de derecho en las estanterías. Vio una pantalla de ordenador encendida, que proyectaba una luz azulada sobre el escritorio y varias carpetas abiertas. El abogado entró en la habitación con un vaso de leche en una mano y lo que parecía un plato con un sándwich en la otra. Llevaba la parte inferior del pijama y una camiseta de manga corta. Se había metido la camiseta por dentro de la goma de la cintura del pantalón. Más bien la había embutido. A pesar de su situación, Griff no pudo evitar sonreír ante el atuendo nocturno de su abogado. Pero claro, compartía lecho con la señora Turner, y eso lo explicaba todo. Griff habría preferido hacer el amor con una mazorca de maíz. Turner se sentó junto al escritorio, dio un mordisco al sándwich y, mientras masticaba, se quedó mirando la pantalla del ordenador. Griff respiró hondo y salió de entre los arbustos. Cruzó el camino de los Turner y anduvo hasta llegar a la puerta acristalada que daba directamente al despacho. Dio un golpecito en el cristal. Sobresaltado, Turner miró en esa dirección. Cuando vio a Griff, su rostro pasó por una serie de expresiones: asombro, angustia, y por último, ira. Griff forcejeó con la manija de la puerta. Estaba cerrada con llave. La sacudió varias veces e hizo entrechocar los metales. Leyó el insulto de los labios de Turner mientras se levantaba de la silla. Miró con cautela hacia lo que Griff supuso que sería el pasillo y después


se acercó rápidamente a la puerta para abrirla. Enfadado, murmuró: -¿Sabes que todos los polis de setecientos kilómetros a la redonda te siguen la pista? -Entonces será mejor que me dejes entrar antes de que uno de ellos me descubra en la puerta de tu casa. Turner lo dejó pasar, después asomó la cabeza y repasó con la mirada el camino y la acera de la calle. Satisfecho al ver que no había lobos acechando, cerró la puerta, tras lo cual recorrió la habitación y fue bajando todas las persianas. Griff agarró el bocadillo y empezó a engullirlo. En el trayecto entre el aparcamiento y la casa de Turner, había comprado una hamburguesa de no sé qué para llevar y se la había pulido mientras conducía. Eso había calmado su hambre, pero no la había saciado. La manteca de cacahuete y la gelatina no eran sus sabores favoritos, pero ahora mismo le supieron a gloria. También se bebió la leche. Turner lo observaba furioso. -Me hace más falta que a ti -le dijo Griff con la boca llena. Después, indicando la barriga del abogado, añadió-: Mucha más falta. -Quiero que te vayas. -Necesito información. -No soy la CNN. -Eres mi abogado. -Ya no. Griff dejó de masticar. -¿Desde cuándo? -Desde que has… -El vozarrón de Turner lo sobresaltó incluso a él. Se quedó congelado, se concentró para escuchar y después se acercó a la puerta y volvió a mirar hacia el pasillo-. No te muevas -le susurró a Griff por encima del hombro-. No hagas ni un solo ruido. El abogado desapareció en el oscuro pasillo. Griff oyó cómo se cerraban con suavidad unas puertas; supuso que serían dormitorios. A pesar de la advertencia de Turner, se acercó a los ventanales y separó las láminas de las persianas para otear entre ellas, preguntándose si el coche de Hunnicutt, que había aparcado a dos calles de allí, habría despertado las sospechas de algún vecino en vela. ¿Habría visto algún paisano a alguien haciendo ejercicio a medianoche que de repente había desaparecido en las sombras oscuras que rodeaban aquella casa vacía? Turner regresó caminando de puntillas. Con mucho cuidado, cerró la puerta después de entrar en el despacho. -Susan tiene el sueño muy ligero. -¿Desde cuándo has dejado de ser mi abogado? -Desde que mataste a Foster Speakman -le soltó el abogado, con la misma furia que denotaba el tono seco de Griff-. Joder, Griff. ¡Foster Speakman! Por el mismo precio, podrías haber matado al presidente. ¿Es verdad que te tirabas a su mujer? Griff le aguantó la mirada acusadora durante varios segundos, después se metió el último resto de sándwich en la boca y murmuró: -Ya te gustaría hacerlo a ti… -¿Qué? -Nada. -Se terminó la leche y luego se limpió la boca con el dorso de la mano-. No sabía que un abogado pudiera despedir a su cliente.


-No quiero tener nada que ver contigo. Eres muy peligroso. -¿Peligroso? Griff extendió los brazos. Las únicas armas que tenía eran las llaves del coche y el móvil encajado en la goma elástica de la cintura de los pantalones de deporte. -Sí, yo diría que eres peligroso -insistió Turner-. Dice que apuñalaste a Speakman en la garganta con un abrecartas. Era parapléjico, Griff. Dice que Speakman intentó defenderse, intentó protegerse de ti, pero… -¿Quién lo dice? ¿Eh, quién? ¿Rodarte? -Pues claro que Rodarte. Él y su compañero el mudo vinieron a mi despacho esta mañana. Rodarte fue quien lo dijo todo. Me preguntó si sabía dónde estabas, y por suerte, no tuve que mentir al decirle que no. -Turner frunció el entrecejo, no le gustaba nada estar al corriente del paradero de Griff-. Rodarte está encantado. Esta vez, no te equivoques, te tiene pillado. -¿No tengo derecho a defenderme? Turner se mordió la parte interior de la mejilla y dirigió una mirada preocupada hacia la puerta cerrada. -Venga, rápido. Se sentó en la silla del escritorio e intentó poner un semblante de abogado: un papel difícil de interpretar con el pijama que lucía. -¿Cómo conociste a los Speakman? -Me invitaron a su casa. Speakman me propuso un negocio. Turner lo miró con sospecha. -¿Qué clase de negocio? -Comentamos que podía hacer unos anuncios para su compañía aérea. Estrictamente, no era mentira. Tampoco era del todo cierto, pero no podía contarle toda la verdad a Turner. Todavía no. La reputación de Foster Speakman se vería dañada. A él le importaba un comino mantener el secreto. Pero Laura compartía ese secreto. Y Griff estaba dispuesto a guardarlo por el bien de ella. -Qué locura -comentó Turner. -Eso mismo le dije yo. Pero, tal como fui descubriendo, tenía un montón de manías e ideas extrañas en la cabeza. El caso es que me dijo que lo pensara, que él también se lo pensaría y tal. -¿Y su esposa? ¿Laura? -La conocí esa misma noche. -Pasión a primera vista, dijo Rodarte. -¿Rodarte te contó eso? -Bueno, es lo que quiso decir. Según él, mantuvisteis una relación tórrida y pasional. Griff se preguntó de dónde había sacado esa información Rodarte. Lo más probable era que fuese una mera especulación que hiciese pasar por un hecho. -Ella y yo nos vimos. Cuatro veces, para ser exactos. En un período de meses. La última vez que quedamos, ella me dijo que quería dejarlo. -¿Por qué? Como no quería darle más detalles a Turner, se encogió de hombros. -Lo típico. Supongo que por remordimientos. Pensé que no volvería a verla. -Pero querías verla.


No respondió, pero su expresión debió de delatarle. Turner soltó un gruñido. -Le has servido a Rodarte el móvil del crimen en una bandeja de plata. Para conseguir a la chica, te cargaste a su marido. No hace falta haber estudiado derecho para verlo, Griff. -Además de tener motivos… -Tuviste la oportunidad. -Anoche no fui para pillar a Speakman por sorpresa. Fui a la mansión porque estaba invitado. -¿Te «invitó» él? -Sí, me invitó él. -¿Para qué? ¿Para ponerte contra las cuerdas por la aventura con su mujer? ¿Tantos remordimientos tenía ella que se lo había confesado todo? -No lo sé. No sé qué le contó Laura sobre lo nuestro. -Y era sincero, no lo sabía. -¿Has mantenido el contacto con ella? Griff sacudió la cabeza. -Te aconsejo que no lo intentes. -¿Es un consejo como ex abogado? Pasando por alto el sarcasmo de su pregunta, Foster añadió: -¿Puedes demostrar que Speakman te invitó a ir a la mansión ayer por la noche? -Todavía no. -¿Qué significa eso? Griff perdió la paciencia y contestó: -Además de saber que yo tenía el móvil del crimen y la oportunidad de cometerlo, ¿qué más cartas esconde Rodarte? El abogado dudó. -Vamos, Turner. Por lo menos dime eso, me lo merezco. ¿Contra qué me enfrento? Turner resopló. -Bueno, pues el arma homicida está cubierta de tus huellas dactilares. Probablemente, tu ADN encaje con el del tejido que extrajeron a Speakman de debajo de las uñas. -Señaló los arañazos recientes de las manos de Griff-. ¿Correcto? -Correcto. -Joder, Griff -dijo mientras se estremecía-. A Rodarte no le hace falta nada más para trincarte por lo de Speakman. Pero hay otra cosa: un tipo llamado Ruiz. -Manuelo, el sirviente de Speakman. Parece un cazatalentos sudamericano con una sonrisa amable pero hueca. -No lo encuentran por ninguna parte. -Turner hizo una pausa y se lo quedó mirando, expectante. Como Griff no dijo nada, continuó-: Rodarte preguntó en Inmigración, no lo tienen registrado. Era un ilegal. -¿Por qué utilizas el pasado? -¿Estaba anoche en la casa? Una vez más, Griff se contuvo para no responder. -No te molestes en mentir -dijo el abogado-. Encontraron sangre en la alfombra y en tu coche. Mi viejo Honda. La sangre no era tuya ni de Speakman. Rodarte presupone que es de Ruiz. Está buscando sus restos. Para el cuello de la camisa, Griff exclamó:


-¡Mierda! -Bueno, por fin habla el oráculo. ¿Y se puede ser más elocuente? -dijo el abogado con irritación-. ¿Estaba vivo cuando lo dejaste tirado? -¿Quién? Turner se frotó la frente alta como si quisiera borrar así las arrugas de preocupación. -Cualquiera de los dos. -Speakman estaba muerto. Ruiz dijo «adiós». -¿Se te escapó? -Huyó. -¿Vio cómo apuñalabas a Speakman? Griff no contestó. -¿Es que…? ¿Heriste también a Ruiz? ¿Era suya la sangre de la alfombra y del Honda? Griff estaba a punto de contestar, pero después volvió a pensárselo. -¿Eres mi abogado o no? Turner se lo quedó mirando durante un momento y después preguntó en voz baja: -¿Y qué pasa con el dinero, Griff? El medio millón. Y no te hagas el tonto, porque tus huellas estaban en la tapa de la caja. Así que, ¿para qué era el dinero? -Ni idea -contestó él lacónicamente mientras se encogía de hombros-. Speakman me dijo: «Mira en la caja». Yo miré en la caja. Supongo que quería demostrarme lo rico que era. -¿No era para ti? Griff se lo quedó mirando como si fuera la cosa más rocambolesca que hubiera oído en su vida. -Rodarte insinuó que Speakman te iba a pagar por algo. A Griff se le contrajo el estómago. -¿Como qué? -Por algo que le hubieras entregado, o por algún servicio que le hubieras hecho. -Joder, Turner, ¿dónde tienes las neuronas? ¿Y Rodarte? Si ese dinero hubiera sido para mí, te juro que no lo hubiera dejado allí. Lo habría cogido y me lo estaría fundiendo en algún sitio exótico, en lugar de mangarte bocadillos de manteca de cacahuete. Al abogado no le hizo gracia. -Era mucho dinero, Griff. Billetes grandes atados en fajos. Bien ordenados en una caja. Parecido al regalito que te hizo Bandy por haber perdido aposta el partido contra los Skins. -Te lo advierto… -Vale, vale. Por el momento, supongamos que a Speakman le gustaba guardar cajas llenas de billetes y que eso no tuvo nada que ver con el asesinato. A Rodarte ni siquiera le hace falta recurrir a esa prueba para condenarte. -Turner se puso de pie, rodeó la silla, colocó las manos en el respaldo, como si estuviera a punto de dirigirse al jurado-. Escúchame, Griff. Éste es el caso con el que sueña todo agente de homicidios. Tienen muchas pruebas. Tienen tu ADN. Y si Ruiz está vivo… -Lo está. Por lo menos, la última vez que lo vi. -Y no se ha vuelto ya a Honduras… -El Salvador. -Adonde sea. Si lo pillan, tendrán un testigo presencial además de las pruebas incriminatorias. Pero -añadió, y dio un golpecito en el respaldo de la silla de piel para darle


más énfasis-, a tu favor, diremos que llamaste a urgencias, ¿no? -Griff asintió-. Eso implica que no querías que Speakman muriera. Podríamos alegar que Speakman te invitó, y si el jurado se lo traga, entonces el siguiente paso será hacerles creer que no había premeditación por tu parte. Fuiste a casa de los Speakman porque te había invitado. Él te echó en cara la aventura que tenías con su esposa… -Que había tenido. -Bueno, que habías tenido con su esposa. Discutisteis. Dijo algo que te sacó de tus casillas. Y lo siguiente que recuerdas… -Es que agarré el abrecartas que había en la mesa y se lo clavé en la garganta. Turner se entristeció al oírlo. -Tienes bastantes posibilidades de que te acusen de homicidio sin premeditación en lugar de acusarte de asesinato. Pero eso es lo máximo que vas a conseguir en este caso, y te lo digo como abogado y como amigo. Hizo una pausa para dar tiempo a que lo asimilara. -Siento pintártelo tan negro, pero así están las cosas, Griff. Y huyendo sólo vas a conseguir parecer aún más culpable. Entregarte a Rodarte será duro, no digo que no. Pero será mucho peor para ti si no lo haces. -No pienso entregarme. -Si lo haces, esta noche, «ahora», te representaré. Estaré a tu lado durante todos los pasos del camino. Dejaremos que hagan su investigación y después veremos cuántas pruebas tienen contra ti. Rodarte tiene fama de exagerar, de insinuar que tiene más de lo que en realidad tiene, pero «sabemos» que tiene el arma y, unido con el móvil del crimen, es más que suficiente para acusarte, joder. »Además, tenemos a nuestro favor que no te llevaras el dinero. No le robaste, así que no es un asesinato por dinero. Insistiré hasta que se aburran de oírme en que fue un homicidio sin premeditación. También pediré que cambien de juzgado. Que el juicio se haga fuera de Dallas. »Pero se haga donde se haga, puedes estar seguro de que el fiscal dará la brasa diciendo lo indefenso que estaba Speakman contra ti. Te pintará como un bruto que atacó a un hombre que no podía defenderse y le ganó. Hará que el jurado te desprecie, y todos los argumentos que podamos presentar no cambiarán el hecho indiscutible de que tú eras un jugador de fútbol americano y él era un hombre parapléjico. »Entrégate y deja que yo te defienda. El único momento en que tendrás que hablar será en la comparecencia ante el juez, cuando te declares inocente. No tendrás que decirle ni una puñetera palabra a Rodarte, ni al jurado, ni a nadie. Griff había escuchado con paciencia, pero en ese momento dijo: -¿Y crees que «no» hablar me hará parecer inocente? Venga ya, Wyatt. -Creo en la jurisprudencia, en nuestro sistema de justicia. -Bueno, pues tu punto de vista no coincide con el mío. Me prometiste que saldría con libertad condicional si cooperaba con los federales y les contaba todo lo que sabía sobre la operación de los Vista. Y mira lo que me pasó. -Aquello fue diferente. -Tienes razón. Entonces nos enfrentábamos al tribunal supremo federal y a las suposiciones. Ahora Rodarte tiene mis huellas en el instrumento que mató al marido de mi amante.


Turner dejó caer la cabeza hacia delante. Se puso de pie y frunció el entrecejo. Al cabo de un rato, levantó la cabeza. -Te lo pido una vez más, Griff. Entrégate. -¿No se te ocurre nada mejor? -No. Griff se lo quedó mirando un instante, después dijo en voz baja: -Ni siquiera me lo has preguntado. -¿Preguntarte el qué? Griff ahogó una risita resignada y dijo: -Es igual. ¿Has tenido noticias de Jerry Arnold? -Me ha llamado esta tarde. No paraba de decir: «¿Cómo se le ocurre hacer algo así?», y cosas por el estilo. Has perdido a otro fan. A Griff no le sorprendía. -Bueno, gracias por la información. Y por el sándwich. Se dirigió a la puerta acristalada. -Griff, espera. -Hasta luego, Turner. Abrió la puerta. Oyó el chirrido de unos frenos, como si un coche hubiera tomado la curva demasiado rápido. Luego oyó el acelerón de un motor, el siseo de la goma contra el asfalto caliente. Y en la casa de enfrente, las ventanas delanteras reflejaron unas luces de colores. Rojo. Azul. Blanco.


Capítulo XXVII Turner levantó las manos, como si se rindiera. Tal vez en defensa propia. -Tenía que llamarlos, Griff. Es por tu propio bien. Griff lo miró con desdén. -«Como abogado y como amigo», ¡que te den! Al instante se escapó por la puerta acristalada. Rodeó la piscina y se ayudó de una tumbona de jardín para salvar la verja de separación. Sus rodillas frenaron la caída desde dos metros de altura al otro lado de la valla. Otra piscina. Ésta tenía las luces del fondo encendidas. Parecían reflectores que lo apuntaban. Los reflectores le hicieron pensar en un helicóptero de la policía, y eso le dio el impulso necesario para arremeter contra la valla sin entretenerse en abrir el pestillo de la puerta. Corrió por el jardín, cruzó la calle, entró en el jardín de otra casa, donde estaban encendidos los aspersores. Se le mojaron las piernas aceleradas, así como las suelas de los zapatos, que se quedaron resbaladizas. Otra puñetera verja. -¡Mierda! ¿Es que esa gente no se fiaba de sus vecinos? Buscó la portezuela, pero le costaba detectarla en la oscuridad. Cuando la encontró, notó que estaba cerrada por dentro. Retrocedió y se lanzó contra ella. No se movió ni una astilla. Oyó el chirrido de las ruedas, tan próximas a él que olía la goma quemada. Corrió otra vez entre los aspersores hacia la casa de al lado. Por fin, dio con una casa sin verja, sólo tenía un seto. Se coló entre sus ramas. Los arbustos de acebo puntiagudo se le clavaron en las piernas desnudas, le arañaron la piel, pero no permitió que eso lo frenara. Corrió entre esa casa y la casa posterior, con lo que llegó a la calle en la que había aparcado el coche que le habían prestado. Se detuvo en la oscuridad, entre las dos casas, con los pulmones como fuelles y el corazón como un martillo. Oía gritos, más chirridos de ruedas, puertas que se cerraban de un portazo. El coche de Hunnicutt estaba a tres casas de donde se hallaba. Por ahí no se movía nada. Todavía. No podía entretenerse. La patrulla que lo perseguía no tardaría en llegar a esa calle. Tenía que arriesgarse a que lo vieran. Apareció entre las dos casas y se dispuso a hacer un sprint. Un coche de la policía, con tantas luces como un árbol de navidad, tomó la curva más cercana a dos ruedas. Griff volvió a esconderse entre las sombras. Maldijo a Turner. Maldijo su suerte. Maldijo toda su vida de mierda. Entonces echó a correr. Más tarde, se preguntaría cómo demonios había conseguido escapar de allí. Su fuga casi lo convirtió en creyente de la intervención divina. A lo mejor, por una vez en su vida, Dios había decidido jugar en su equipo. Zigzagueó por la urbanización, desplazándose entre una parcela de oscuridad y otra. Al final apareció el helicóptero con el reflector, que era más potente que el foco de cualquier


piscina. Durante horas consiguió burlar al helicóptero y a los coches patrulla que iban a toda velocidad o a cámara lenta por las distintas calles. Policías a pie lo buscaron prácticamente puerta por puerta. Se refugió unos minutos en un garaje abierto, donde encontró un trapo para secarse los ríos de sangre de las piernas. El sudor hacía que le escocieran las heridas como si le hubieran echado vinagre en ellas. En un momento dado quedó atrapado entre el reflector del helicóptero cada vez más próximo y un policía que lo buscaba a pie, así que se deslizó por el extremo más profundo de una piscina. Por suerte, no tenía luces en el fondo, y la piscina era de esas ostentosas, diseñadas como reproducciones de un lago tropical formado por lava volcánica, así que estaba bastante oscura. Contuvo la respiración hasta que pensó que le iban a estallar los pulmones, aunque, gracias a toda la natación que había hecho últimamente, estaba en mejor forma que de ordinario. Asomó la cabeza por la superficie y vio el foco del helicóptero peinando la zona. El policía a pie se acercó tanto a él que Griff lo oyó murmurando para sus adentros. Al final, tanto el agente como el helicóptero pasaron de largo. La cabeza de Griff emergió por completo a la superficie y tomó oxígeno. Salió de la piscina, arrugado como una pasa pero con energía renovada. Ya no le escocían las piernas. Ni siquiera intentó regresar al coche. Los polis lo habrían rodeado en cuanto hubieran cotejado la matrícula con el archivo de la dirección de tráfico y hubieran descubierto que no pertenecía a ningún vecino de aquella calle. Todavía tenía el móvil. Gracias a Dios que lo había cogido. Pensó en llamar a Glen Hunnicutt para pedirle que lo esperara en algún sitio y lo recogiera. Pero no quería involucrar al hombre más de lo que ya lo había hecho. No tenía a nadie más a quien llamar. Nadie en quien pudiera confiar. Nadie que confiase en él. Se sintió un poco más seguro cuando consiguió salir del barrio de Wyatt Turner, pero poco más, porque todavía le quedaba un buen trecho hasta llegar al motel. Los policías de toda la ciudad estarían ya buscando por todas partes a un hombre que encajara con su descripción. Esa madrugada molestarían a un montón de hombres que hubieran salido a hacer ejercicio. No le cabía duda de que todos los que salieran a correr antes del amanecer serían detenidos y escudriñados. Cuando llegó caminando al paso elevado que sorteaba la autovía y vio la luz de neón que marcaba que había habitaciones libres brillando en la ventana de la recepción del motel, casi lloró del alivio. No era mucho, pero era el único escondite que le quedaba. Empezaba a amanecer. Necesitaba tumbarse un rato. Cerrar los ojos. Respirar con facilidad. Descansar. Sin embargo, mientras se aproximaba al aparcamiento, se dio cuenta de que el empleado del turno de noche con aspecto de porrero ya no estaba en la recepción. Lo había sustituido un chico con ropa informal pero demasiado aseado para trabajar en un lugar como aquél. Griff se cobijó detrás de un cartel de ofertas de segunda mano que había en el suelo, junto a la tienda de neumáticos. Desde ese escondite improvisado, observó cómo el joven se levantaba de detrás del mostrador. Salió de la recepción y empezó a recorrer el pasillo abierto que daba a las habitaciones. Llevaba en la mano una taza de espumilla. De ella salía humo. El aroma del café recién hecho hizo salivar a Griff. Sin embargo, el corazón se le hundió en el pecho en cuanto vio que el joven se paraba delante de la habitación número siete y daba tres


golpes en la puerta. La abrió un hombre que parecía tan aseado como el que acababa de salir de la recepción. Cogió el café que le tendía su compañero y saboreó el primer trago con un «Aaaah». Intercambiaron unas cuantas palabras y después el joven recepcionista dejó al otro dentro de la habitación y regresó a su puesto. Griff se acuclilló detrás del cartel que anunciaba las ofertas de neumáticos recauchutados e inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Cómo diablos lo habían encontrado? Joder, ¿es que Rodarte era adivino o qué? Siguió acurrucado detrás del parapeto durante un rato, hasta que los músculos de las piernas empezaron a darle calambres de tanto forzarlos, las rodillas se le agarrotaron y el horizonte oriental adoptó un tono anaranjado. Sabedor de que tenía que buscar otro alojamiento, metió la mano en el calcetín para sacar los billetes que había escondido antes de ir a casa de Turner. El dinero se había mojado por el chapuzón en la piscina, pero podía usarse. Había escondido el móvil detrás del trampolín de la piscina para que nadie pudiera verlo antes de deslizarse dentro del agua, y después lo había recuperado al salir. Todavía le quedaba bastante batería. Ese mísero dinero en efectivo y el teléfono eran los únicos recursos que poseía. Ni siquiera tenía ropa seca que ponerse. Pero no podía quedarse allí. Tenía que avanzar. Obligó a sus piernas doloridas a desplegarse y empezó a caminar, con cuidado de dejar en todo momento algo que separase su cuerpo de la oficina del motel. Mientras caminaba, abrió la tapa del móvil e hizo una llamada breve. Glen Hunnicutt estaba en su despacho, bebiendo un café y pegando la hebra con un cliente, cuando la recepcionista de la empresa llamó con los nudillos a la puerta abierta de su despacho. -Perdone que le interrumpa, señor Hunnicutt. Hay alguien que quiere verlo. Un agente del departamento de policía. Dice que es importante. -Que entre. -Hunnicutt sacudió la mano e indicó al hombre que pasara a su despacho. -Soy el detective Stanley Rodarte. Le mostró una placa a Hunnicutt. -Siéntese, detective -dijo Hunnicutt repitiendo el cargo mientras le indicaba una de las sillas-. ¿Le apetece un café? -No, gracias. -¿Seguro? Nuestro café es tan bueno como nuestros automóviles. -No, gracias. -¿Prefiere una lata fresca de Dr. Pepper? -Nada, gracias -dijo Rodarte manifestando su impaciencia. -¿Ha venido a comprar un coche, detective? -No. -Rodarte asintió hacia el otro hombre que había sentado enfrente de la mesa del despacho de Hunnicutt-. ¿Puede dejarnos unos minutos a solas? Es un asunto de la policía. -Le presento a James McAlister. Jim es mi abogado, así que no tengo secretos para él. El aspecto que adoptó la cara de Rodarte no tenía precio. Hunnicutt tuvo que esforzarse para no echarse a reír. El detective no esperaba encontrarse a un abogado en la oficina. Hunnicutt había llegado a la empresa poco después del amanecer para volver a colocar la cadena de seguridad antes de que sus empleados empezaran a entrar para preguntarle qué


tenían que hacer ese día. Estaba sentado en el despacho repasando unos papeles cuando la llamada de advertencia de Griff entró por la línea telefónica principal. Por suerte, había contestado él. Al oír su voz, Griff dijo: -Han dado el soplo. Lo siento. Irá a verte un poli que se llama Rodarte. Stanley Rodarte. Si te da la brasa, dile esto. ¿Me oyes? -Sí, te oigo. Griff le había dado el recado a Hunnicutt y después había colgado. Dirigiéndose a Rodarte, Hunnicutt le dijo: -Jim ha venido porque quiere comprar un coche para su hija, que cumple dieciséis la semana que viene. Espera que le haga una rebaja. Y un cuerno, le he dicho. Él nunca me hace rebajas en sus honorarios… -Hemos encontrado un coche que le pertenece -dijo Rodarte cortándolo bruscamente-. Estaba abandonado en la calle en un barrio residencial a varios kilómetros de aquí. Hunnicutt miró a McAlister y fingió sorpresa. -¿Lo han encontrado? ¿Ya? -Silbó-. Estoy impresionado. Hemos denunciado la desaparición…, ¿cuándo, Jim? ¿Hoy a las ocho o a las nueve? ¡Los del departamento de policía son geniales! Rodarte acababa de recibir el segundo bofetón. -¿Ha denunciado el robo del coche? McAlister abrió con un mecanismo el maletín que tenía apoyado en las piernas y sacó un documento. Lo había rellenado el agente de policía que había contestado a la llamada de Hunnicutt, en la que había denunciado que le faltaba un coche del inventario. Rodarte le arrebató el informe a McAlister, le echó un vistazo, comprobó que era verídico, leyó la marca y el modelo del coche, la matrícula y el número de bastidor. Hunnicutt tenía la impresión de que Rodarte estaba a punto de hacer una bola con el informe y tirarlo al suelo. McAlister lo rescató justo a tiempo y volvió a guardarlo en el maletín. -¿Cuándo se lo robaron? -preguntó con sequedad el detective. -No lo sé. No me he dado cuenta de que faltaba hasta esta mañana. No paramos de mover los coches a todas horas, todos los días. Podría llevar desaparecido un par de semanas, un par de días, o un par de horas. No sabría decirlo. -El coche estaba plagado de huellas de Griff Burkett -gruñó Rodarte, con aspecto de estar a punto de perder los nervios. -¿Griff Burkett? ¿El Griff Burkett que yo conozco? ¡Hostia! ¿Está seguro? -Ya lo creo que estoy seguro. -Vaya, claro, lo supongo. Eh, nunca deja uno de sorprenderse. Rodarte lo fulminó con la mirada. Su ira iba en aumento. -Lo dejó aparcado a dos calles de la casa de su abogado, adonde fue anoche para pedirle información que pudiera ayudarle a eludir el arresto por el asesinato de Foster Speakman. En vez de ayudarlo, Turner nos llamó. Hunnicutt miró a McAlister. -Suerte que te tengo a ti. -Burkett consiguió escapar andando -dijo Rodarte. -Ese tío tiene talento -dijo Hunnicutt-. No conozco a ningún quarterback más rápido que


él. Era digno de ver cómo movía los pies, ¿a que sí? Rodarte parecía a punto de estallar. -Usted le dio el coche, cosa que lo convierte en cómplice y ayudante de un presunto asesino. -Esa acusación es muy fea -dijo sin perder la calma McAlister-. Le aconsejo a mi cliente que no responda a ninguna pregunta más, detective. Haciendo oídos sordos del abogado, Rodarte siguió con la mirada fija en Hunnicutt. -¿Cuándo lo llamó Burkett? ¿Anoche? Hunnicutt no dijo nada. -Es evidente que lo admira, pero no es ningún héroe. Ayer hizo unas cuantas llamadas a varias familias de la zona que se apellidaban Ruiz. Mandé a unos agentes que telefonearan a esas mismas familias para buscar pistas sobre la desaparición de Manuelo Ruiz, quien creemos que presenció el asesinato de Foster Speakman. Comparamos los datos. El mismo número de teléfono aparecía en el identificador de llamadas de los aparatos de algunas de esas familias. Seguimos la pista de aquel número y resultó ser de un motel de carretera de la 635. He puesto a unos hombres en el motel, que están esperando a que Burkett salga del escondrijo en el que se ha metido. »Y cuando lo haga, lo voy a enchironar. Seguro que sale su nombre, ¿me oye? Le va a delatar, Hunnicutt. Burkett no tiene amigos, se limita a utilizar a las personas y luego las manda a la mierda. No es leal a nadie salvo a sí mismo. Puede elegir entre hablar conmigo ahora o enfrentarse a los cargos más tarde. Rodarte hizo una pausa y tomó aire. -A ver, ¿dónde está? Si lo sabe, y no me lo dice, será obstrucción a la justicia. ¿Dónde está? Hunnicutt se limitó a encender un cigarrillo tranquilamente. -¿Seguro que no le apetece un Dr. Pepper? Rodarte golpeó con el puño en la mesa del despacho de Hunnicutt. -¡Me cago en la puta, suéltelo! -Detective Rodarte, está amenazando a mi cliente -dijo McAlister. Rodarte se puso de pie y se inclinó hacia delante por encima del escritorio. Acercó la cara a la del otro hombre. -Puedo rastrear las llamadas de este sitio y demostrar que le llamó. -Necesitará una orden de registro -dijo el abogado-. Dudo que algún juez del condado le permita hacerlo por una razón tan poco convincente, pero aunque lo hiciera y encontrara un número que perteneciera al señor Burkett en ese registro, seguiría sin demostrar que habló con el señor Hunnicutt. «¿Cuántas llamadas al día calcula que se hacen a este taller de venta y reparación de coches tan ajetreado? Cientos, ¿verdad? Mi cliente no puede responder personalmente a todas ellas. Y aunque consiguiera demostrar que mi cliente habló con el señor Burkett, eso no demuestra que le proporcionara un coche o que le ayudara de modo alguno. Rodarte, obviando una vez más los comentarios del abogado, clavó la mirada en el rostro cándido de Hunnicutt. -Creo que se ha quedado sin municiones que respalden sus amenazas, señor Rodarte. Hunnicutt colocó el cigarrillo en la hendidura del cenicero con forma de armadillo y se


levantó. Se acercó a la puerta del despacho y la abrió. Rodarte pasó por alto la invitación tan descarada a marcharse. En lugar de hacerlo, preguntó: -¿Cómo consiguió Burkett la llave del coche si no se la dio usted? Hunnicutt soltó un grito hacia la puerta abierta. -Guapa, ven un momento. La recepcionista que había acompañado a Rodarte reapareció y preguntó con amabilidad: -¿Ha cambiado de opinión y quiere un café? -¿Qué es lo que más rabia me da? -le preguntó Hunnicutt-. ¿Qué les echo siempre en cara a los comerciales? -Que permitan que un cliente se marche sin comprar un coche. Hunnicutt soltó una carcajada explosiva. -Y lo segundo… -Que dejen las llaves debajo de las alfombrillas. -Gracias, guapa. La joven se marchó y Hunnicutt se volvió hacia Rodarte. -Que dejen las llaves debajo de las alfombrillas. Lo hacen por comodidad, con la intención de volver al coche luego y cerrarlo en condiciones después de haberlo utilizado para una demostración. Siempre piensan que volverán al coche enseguida, en cuanto dejen de tener clientes esperando. Pero, gracias a Dios y no me estoy quejando, algunas veces los clientes hacen cola. Así que los comerciales se limitan a esconder la llave del contacto debajo de la alfombrilla del conductor. Luego se distraen, o siguen ocupados, y se olvidan. -Encogió sus corpulentos hombros-. Me paso el día echando pestes, pero ¿qué puedo hacer? Venden coches como rosquillas. Intercambió una mirada larga con Rodarte, quien a continuación dirigió la vista hacia el imperturbable abogado. McAlister levantó las cejas con elocuencia. Rodarte salió disparado por la puerta del despacho. Cuando empujó a Hunnicutt para abrirse paso, le dijo en voz baja con acritud: -Volverás a saber de mí. Hunnicutt le dijo al abogado: -Disculpa, Jim. Voy a acompañarlo a la salida. -Glen… -Todo controlado. Se movía con agilidad para un hombre de su tamaño y pilló a Rodarte justo cuando el detective subía al coche. Rodarte se encaró con él. -Sé que le proporcionaste el coche a Burkett. Erais compañeros de celda en Big Spring. La próxima vez, acabarás en Huntville y, deja que te diga que no es una cárcel de barrio como en la que estuviste. Ese culo gordo y blanco que tienes pondrá cachondo a más de un marica que he encerrado allí. -Sus ojos brillaron con maldad-. Hoy te has ganado un enemigo, Hunnicutt. Nadie se ríe de mí y se marcha tan campante. Espera y verás. Hunnicutt se inclinó hacia delante. Le sacaba una cabeza a Rodarte y pesaba cuarenta kilos más que él. -No me amenaces. Te tengo calado. Eres un follonero. De la peor calaña. Y tienes una placa que te protege. Pero si se te pasa por la cabeza hacerme daño a mí o a alguien de mi


familia, recuerda lo que te voy a decir ahora. -¿Ah, sí? ¿El qué? Hunnicutt se agachó todavía más y susurró casi pegado al detective. -Marcia tiene muchos amigos. Mientras se incorporaba, tuvo el placer de distinguir la precaución en los ojos de Rodarte. Griff sabía muy bien de qué hablaba. Ese nombre significaba algo para Rodarte, igual que la amenaza encubierta. Si no miedo, por lo menos provocó cautela en el agente. Hunnicutt le aguantó la mirada al detective, después dio un paso atrás y esbozó una amplia sonrisa. -Si alguna vez necesita un coche de segunda mano, venga a verme. Pasó por delante del sedán de color verde oliva y le dio una patada a la rueda. -Pero se lo digo sin tapujos, no aceptaré esto como entrada. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Dónde podía esconderse? Rendirse, tal como le había aconsejado el chaquetero de su abogado, no entraba dentro de sus opciones. Aunque quisiera volver a confiar en el sistema legal, cosa que no quería, Turner le había dado la espalda y, por lo que le había dicho, su agente de la condicional también. No tenía a nadie de su parte. No, no podía entregarse. Sin embargo, mientras huía de la policía, podía acabar tirado en la calle de un disparo, si no por parte de alguien con una placa, sí por parte de un ciudadano con afán de justiciero de barrio. Se cobijó de manera temporal en un conducto de cemento, abrió la tapa del móvil y marcó ese número que sabía de memoria, simplemente porque no tenía a nadie más a quien llamar. Sonaron seis tonos antes de que saltara el contestador. «Ha llamado a casa de los Miller. Por favor, deje un mensaje después de la señal.» Griff colgó y volvió a marcar de inmediato, más con el deseo de oír otra vez la voz alegre de Ellie que con la esperanza de que contestara a su llamada. Volvió a escuchar el mensaje y se preguntó dónde podían estar el entrenador y Ellie a una hora tan temprana. Pero, y si uno de ellos hubiera contestado, ¿qué le habría dicho Griff? ¿Acaso iban a creer algo de lo que les dijera? Marcó otro número de teléfono que se había aprendido de memoria. Contestó Jason Rich. -Hola, Jason, soy Griff. -Intentó sonar como si no pasara nada raro-. Te llamo para disculparme por no haber podido ir ayer al entrenamiento. Y creo que hoy tampoco podré ir. -¿Y eso? -He pillado una gripe intestinal o algo así. Creo que comí algún burrito en mal estado. Llevo todo el día vomitando. -Hizo una breve pausa y después añadió-: ¿Está tu padre en casa? Me gustaría hablar con él, por favor. -¿Estás malo? -Sí. -Entonces, ¿no es verdad lo que nos dijo? -¿Lo que os dijo quién? -Ese policía.


Griff se pellizcó el puente de la nariz con mucha fuerza. -¿Se llamaba Rodarte? ¿Era detective? -Un hombre con cicatrices en la cara. Pasó por casa ayer para hablar con mi padre y conmigo. Griff confiaba en que Rodarte hubiera olvidado su vínculo con los Rich, pero Rodarte nunca se olvidaba de nada. Había hecho una amenaza velada de dañar a Jason. Ayer lo había interrogado, seguramente había presionado al muchacho para que le contara todo lo que supiera sobre Griff Burkett. Lo habría asustado. A Griff le entraron ganas de matar a ese hijo de puta por hacer algo así. -Nos dijo que tú… -A Jason se le quebró la voz-. Nos dijo que tú… -¡Jason! La voz de Bolly apareció de fondo. Rotunda. Entrometida. -¿Con quién hablas? Jason, ¿quién ha llamado? Entonces Jason, con voz suplicante, dijo: -Papá, es… -Dame el teléfono. -Sonidos amortiguados. Después, directamente al oído de Griff, Bolly gruñó-: No sé cómo pude confiar en ti. -Bolly, escúchame, yo… -No, escúchame tú. Los polis han venido ya dos veces. Mi mujer está de los nervios, sobre todo desde que el detective ese, Rodarte, le contó lo que hiciste. -Bolly… -No quiero que vuelvas a llamar aquí. No quiero que te acerques a mi familia. Te confié a mi hijo. Joder, cuando pienso… -Jamás le pondría la mano encima a Jason. Y lo sabes. -No, lo tuyo es matar al marido parapléjico de tu amante. Griff cerró los ojos con todas sus fuerzas, intentando bloquear la acusación y la imagen que denotaba. -Llamaba para decirte que tengas cuidado con Rodarte. Protege a Jason… -¡Ni te atrevas a nombrar a mi hijo! -¡Escúchame! -Ya te he escuchado bastante. -No dejes a Jason solo con Rodarte. No dejes a Jason solo, y punto. Sé lo que piensas de mí… -Ni te imaginas lo que pienso de ti. Espero que al final ese Rodarte te agarre del culo. Y cuando lo haga, espero que te lo fría.


Capítulo XXVIII El funeral de Foster Speakman fue digno de un jefe de estado. La Iglesia Baptista de Prestonwood era la única que tenía un templo lo bastante espacioso para alojar a la multitud, así que la congregación ofreció tanto la iglesia como el coro para la ceremonia. El ala principal estaba a rebosar. El resto de los asistentes se acomodaron en varios edificios anexos, donde retransmitieron la ceremonia mediante un circuito cerrado de televisión. Los agentes del Servicio Secreto se encargaron de mantener la seguridad de la primera dama, que asistió al funeral en representación del presidente, quien se hallaba fuera del país. También había varios congresistas. La gobernadora de Texas realizó el panegírico. Un clérigo importante pronunció la homilía. Una estrella de Broadway galardonada con un Tony con quien Foster había ido al instituto dirigió a la congregación mientras cantaban el himno «Amazing Grace». Para concluir el funeral, un ex piloto de SunSouth Airlines leyó las peticiones, y no dejó ni un solo ojo seco en toda la iglesia. El cortejo fúnebre se extendió kilómetros y kilómetros. El acto apareció bien documentado en los medios de comunicación, desde la llegada de los dignatarios y los famosos a la iglesia, hasta que la multitud se dispersó ya en el cementerio. La mayor parte de las noticias de televisión terminaron con una imagen impactante, la misma instantánea enternecedora que había capturado un fotoperiodista para publicarla en prensa: la silueta de Laura Speakman contra el cielo despejado, de pie, a solas, con la cabeza inclinada junto al féretro de su marido. Mientras Laura permanecía allí sola, no se dio cuenta de que varias cámaras con lentes de teleobjetivo disparaban con furia y a toda velocidad desde una distancia prudencial. De hecho, fue el primer momento en que se sintió verdaderamente a solas desde la muerte de Foster, ocurrida hacía cinco días. Encontrar la intimidad necesaria para pasar el duelo le había resultado casi imposible, porque había estado rodeada de gente en todo momento. Había obligaciones y responsabilidades que sólo ella, como única superviviente del difunto, podía llevar a cabo. A la fuerza, realizar esas tareas había mantenido a raya su pena durante el día. Por la noche, cuando se retiraba a su dormitorio, seguía siendo consciente de que había otras personas en la mansión. Kay se había instalado en una de las habitaciones de invitados, Myrna en otra, pues ambas se negaban a dejar a Laura sola por las noches. En la puerta de entrada seguían apostados algunos policías. Otros patrullaban el terreno que delimitaba el muro de la propiedad. En consecuencia, todavía no se había permitido manifestar el duelo ni asimilar del todo que Foster había desaparecido. No hasta ese momento solitario y tranquilo, en el que la realidad cayó como una losa sobre ella. Kay la había acompañado a la funeraria a elegir el ataúd. Recordaba haber ido, haber visto las distintas opciones, haber escuchado las recomendaciones del director de las pompas fúnebres. Pero hasta este momento no había mirado realmente el féretro. Era robusto y sencillo. A Foster le habría gustado.


Para las ofrendas, había elegido calas blancas, una flor que Foster consideraba especialmente bella porque tenía una forma limpia y nada recargada. Alargó la mano y tocó uno de los capullos, lo deslizó entre los dedos y asimiló tanto su textura cremosa como el aspecto tangible que poseía. Esto era real. Esto era permanente. Foster no regresaría. Laura no volvería a verlo nunca. Tenía tantas preguntas que hacerle, tantas cosas que decirle, pero todas quedarían en el aire. -Te quería mucho, Foster -susurró. Su corazón estaba convencido de que él lo sabía. Por lo menos, el Foster de antes había sabido lo mucho que lo quería. Era curioso pero, desde su muerte, cuando pensaba en él, no veía al hombre de la silla de ruedas, que se comportaba de forma extraña y decía cosas que sabía que harían daño a Laura. En lugar de ello, lo veía como era antes del accidente. Rememoraba a ese Foster que era tan vital y rebosante de energía, con un cuerpo tan fuerte y vivaz como su personalidad, con un humor y un optimismo contagioso para todas las personas con quienes se relacionaba. Ése era el Foster Speakman cuya muerte lloraba. Para cuando la limusina llegó a la mansión, el lugar ya estaba repleto de invitados a quienes Laura había congregado para comer, beber y compartir recuerdos sobre Foster. Se esperaba que diera una recepción de tales características, pero la mera idea de enfrentarse a ella la dejaba exhausta. Había delegado la planificación en Kay y Myrna. En el comedor formal sirvieron un bufé muy generoso. Los camareros pasaban por entre los invitados con bandejas de canapés. La gente hacía cola junto a la barra del bar. Un arpa amenizaba la velada con música de fondo. Laura charló con los invitados, agradeció sus condolencias, lloró con algunos de ellos, se rió con otros, que le contaban anécdotas de Foster. Mientras escuchaba una de esas historias, por el rabillo del ojo vio que la puerta de doble hoja de la biblioteca continuaba cerrada. Kay le había contado que la policía ya había dejado de ocuparla como escenario del crimen y que tenían libertad para volver a utilizarla. La señora Dobbins había encargado un servicio de limpieza a fondo. A pesar de todo, nadie se acercaba a esa estancia. Ni siquiera se mencionaron las circunstancias de la muerte de Foster. El detective Rodarte le servía de negro recordatorio. Llegó tarde y se mantuvo apartado de la multitud. Laura intentaba fingir que no estaba allí, pero no le quitaba ojo de encima. Volvía la cabeza y lo descubría analizando con desdén a los invitados, o mirándola fijamente con una concentración irritante. Apenas quedaban ya asistentes cuando Laura llevó aparte a Kay. -Me gustaría que programaras una reunión para mañana a las dos. -¿Qué clase de reunión? -De los altos mandos y de los miembros de la junta. -Laura, ¿no estarás pensando en serio volver al trabajo mañana mismo? -preguntó Kay sorprendida-. Nadie espera que te reincorpores tan rápido. -Foster sí lo haría -contestó con una breve sonrisa-. A las dos en punto. Por favor, Kay añadió cuando vio que su ayudante estaba a punto de protestar-. Ahora discúlpame. Tengo que subir a la habitación. Avísame cuando se hayan ido todos.


Media hora más tarde, Kay llamó con suavidad a la puerta del dormitorio. -Soy yo -dijo mientras entraba en el cuarto-. Se han marchado todos salvo los del catering. Lo están cargando todo en las furgonetas y se irán enseguida. -Echó un vistazo a la maleta que había abierta sobre la cama de Laura-. Vuelve a explicarme por qué tienes que marcharte de tu propia casa. -El detective Rodarte cree que estaré más segura en un hotel. -¿Más segura frente a quién? ¿Griff Burkett? -preguntó indignada Kay-. Seguro que está en México o en algún sitio similar. Aquí tienes vigilancia las veinticuatro horas del día. No podría acercarse a ti aunque quisiera, y estaría loco si lo intentase. -Bueno, el agente cree que puede estar loco. Y Burkett no se ha marchado de la zona. Por lo menos, seguía aquí hace tres días. Fue a ver a su abogado en plena noche. El abogado llamó a la policía. Burkett consiguió escapar. Pero iba andando. -Cerró la cremallera de la maleta y la bajó de la cama-. El detective Rodarte insiste en que Burkett está desesperado y es peligroso, y dice que, hasta que lo capturen, supone una amenaza para mi seguridad. «Y -pensó Laura- teme que yo proteja a mi amante para que no lo atrapen.» Rodarte no lo había dicho con esas palabras, pero no hacía falta ser muy listo para interpretar sus insinuaciones. Kay dijo: -Creo que es una barbaridad que te obliguen a marcharte de tu casa, y mucho más ahora, cuando necesitas un refugio. Laura contempló el precioso entorno con nostalgia. -A decir verdad, Kay, lo más probable es que tampoco me hubiera quedado aquí. Esta casa es increíblemente grande para una persona. Y además, nunca ha sido del todo mía. No explicó su afirmación. No estaba segura de poder hacerlo. A lo largo de los últimos días, se había ido dando cuenta de que se sentía como una invitada en su propia casa. Una invitada bien recibida, pero una invitada al fin y al cabo. Foster nunca la había tratado como tal. De hecho, la había animado a cambiar la decoración a su gusto, a convertirla en su hogar. Pero a ella le había parecido poco considerado. La casa había pertenecido a la familia de Foster desde mucho antes de que Laura hubiera pasado a formar parte de esa familia. Él era la única razón por la que ella estaba allí y su único vínculo con la casa. Su muerte había cortado ese vínculo. Además, no estaba segura de ser capaz de entrar de nuevo en la biblioteca. Kay le quitó la maleta de las manos. -Por lo menos, deja que te la lleve. Pareces a punto de desmayarte. ¿Has comido algo? -Sí, un poco -mintió. Había vomitado la magdalena que se había obligado a comer para desayunar. Y en cuanto a la taza de café que le había servido la cocinera, ni siquiera había podido soportar el olor, así que la había tirado por el sumidero del lavabo. De momento, nadie sabía de sus náuseas matutinas. Kay y ella bajaron la amplia escalera. Rodarte estaba esperando al pie de la misma, apoyado contra el poste labrado de la barandilla, limpiándose las uñas con la punta de una navaja de bolsillo que debería haber utilizado para cortárselas. -¿Lista? -Cerró la navaja y se la metió en el bolsillo del pantalón. Se dio impulso para alejarse de la barandilla de la escalera y se dirigió a la puerta principal. Había un coche de patrulla esperando justo delante.


Cuando Laura lo vio, se detuvo en seco. -Conduzco yo. -¿Está segura de que se encuentra preparada, señora Speakman? El departamento de policía desea tener la cortesía de… -Gracias, pero prefiero ir en mi coche. -No le hará falta -insistió Rodarte-. La llevarán a cualquier sitio que quiera ir. -¿Me está arrestando, detective? -Era la primera recriminación directa que le hacía. -Ni por asomo. -Porque si ésa es su intención, hágalo como es debido. Quiero que me lea mis derechos y también quiero llamar a mi abogado. -Probablemente debería haber pedido asesoramiento jurídico antes, pero hacerlo habría implicado reconocer su culpabilidad. Por lo menos, temía que así fuese como lo viera Rodarte. También era igual de probable que, al no haber llamado a un abogado, estuviera comiendo de la mano del agente de homicidios. El tema del coche era una forma de poner a prueba la naturaleza de la «protección» que él tanto insistía en proporcionarle. Rodarte miró hacia Kay y sacudió la cabeza con resignación, como si quisiera insinuar que Laura se estaba poniendo histérica y que, dadas las circunstancias, era comprensible que tuviera los nervios a flor de piel. Volvió a mirar a Laura y le habló como si tuviera problemas mentales: -Estas medidas son para protegerla, señora Speakman. -Voy a ir en mi coche -insistió ella, marcando la pronunciación de cada una de las palabras. Él le aguantó la mirada con intención de que Laura se diera por vencida, pero no lo hizo. Al final, Rodarte soltó un suspiro teatral y le dijo a uno de los policías uniformados que se arracimaban junto al coche patrulla: -Ve a buscar el coche. Laura le entregó las llaves al policía. Nadie dijo nada hasta que el hombre regresó con el coche. En cuanto se bajó del vehículo, Laura ocupó su lugar en el asiento del conductor. Antes de que cerrara la puerta, Kay asomó la cabeza junto a ella. -Voy a terminar de recoger y ayudaré a la señora Dobbins a cerrarlo todo. Después, me encontrarás en casa. -Estudió el rostro de Laura y se preocupó por lo que vio-. Pide que te suban la cena a la habitación. Date un buen baño. Y prométeme que descansarás. -Te lo prometo. No te olvides de convocar la reunión. Llama a todos esta noche. -Lo haré. Laura cerró la puerta del coche y alargó la mano para coger el cinturón de seguridad. Rodarte abrió la puerta del acompañante y se sentó. Con una sonrisa, dijo: -He pensado que a lo mejor necesitaba compañía. «Desde luego, no la suya», pensó Laura. Pero no dijo nada mientras ponía en marcha el coche, recorría el camino de salida y cruzaba la puerta metálica del jardín. Un coche de la policía que estaba aparcado en la calle emprendió la marcha delante de ella. El compañero de Rodarte, Carter, llevaba el sedán verde y le cubría las espaldas. El otro coche patrulla lo seguía. Se quejó de que la escoltaran tantos policías. -Parecemos una procesión.


Rodarte se limitó a resoplar, abrir la tapa del teléfono móvil e informar a quien llamara de que ya se habían puesto en camino. Su destino resultó ser un hotel de lujo del centro donde le había reservado habitación con un nombre falso. Acompañados por Carter y dos policías de uniforme, entraron por la puerta de servicio y utilizaron también el ascensor de servicio para llegar a la planta superior. -La tiene toda para usted -le dijo Rodarte en cuanto salieron del ascensor. Había dos policías haciendo guardia junto a la habitación más alejada del pasillo. Rodarte abrió la puerta y la invitó a entrar. Carter se quedó fuera. Era una habitación bien provista y espaciosa. Rodarte colocó la maleta en la barra para equipajes que había dentro del armario ropero, asomó la cabeza por el cuarto de baño, comprobó la vista del perfil de Dallas desde las amplias ventanas y después dejó que la cortina volviera a caer por su propio peso hasta recuperar su lugar habitual mientras se daba la vuelta para mirarla. -Confío en que esté cómoda aquí. -Es muy bonita. -Habrá un policía haciendo guardia en la puerta de la habitación, tanto si está usted dentro como si no. Otro agente se colocará al fondo del pasillo, desde donde podrá vigilar las escaleras y ambos ascensores. Estarán conectados por radio con los guardias que habrá abajo en distintos lugares, tanto dentro como fuera del edificio. -¿Es necesario tomar todas estas precauciones? -Sólo quiero asegurarme de que no entra nadie. «Y de que yo no salgo.» Como si le leyera el pensamiento, Rodarte extendió la mano: -¿Puede dejarme las llaves, por favor? -¿Para qué? -Por seguridad. También vigilaremos su coche. A pesar de todo lo que había dicho el detective, esa habitación era en esencia una celda de prisión. Hasta que estuviera convencido de que Burkett había actuado en solitario en el asesinato de su marido, la tendría bajo sospecha y, al parecer, encerrada con siete llaves. Laura cruzó los brazos sobre el pecho e hizo una mueca. -Me gustaría saber qué opina mi abogado acerca de su autoridad para confiscarme las llaves del coche. Él sonrió y, con un aspaviento exagerado del brazo, señaló hacia la mesita de noche. -Ahí tiene el teléfono. Su sonrisa burlona, el cambio de expresión, todo indicaba que sabía que ella estaba tirándose un farol. -¿Y si tengo que ir a algún sitio? -Bueno, le dejaré las llaves al policía que hay apostado junto a la puerta. Si tiene que ir a algún sitio, dígaselo y ya está. Él avisará a los agentes de la planta de abajo. O bien la acompañarán en su coche o la seguirán. -Le tocó el brazo con la parte posterior de los dedos, fue casi como una caricia-. Su seguridad es nuestra máxima prioridad. Laura apartó el brazo al notar su tacto, que hizo que se le erizara el pelo. -Me siento más que protegida. -Bien.


Ella confiaba en que entonces el detective se marchara de una vez por todas. En lugar de hacerlo, se sentó en el borde de la cama. Ella se quedó de pie. Él sonrió, como si supiera la repulsión que le provocaba a Laura verlo sentado en la cama en la que luego dormiría ella. De repente, su sonrisa se convirtió en un mohín. Le dijo: -Ha estado usted tan atareada con los preparativos del funeral que no he querido molestarla con la investigación. Pero para ponerla al día, le diré que no hay rastro de Manuelo Ruiz. No tenemos pistas siquiera. -Vaya, lo lamento -dijo Laura, y lo decía en serio-. Me gustaría saber cuál es la versión de Manuelo sobre lo que pasó aquella noche. -No creo que sepamos nunca lo que vio y oyó la otra noche. Me parece que Burkett se aseguró de eso. Ella se dio la vuelta y se desplazó hasta la ventana. Empezaban a encenderse las luces, en contraste con el cielo del atardecer. Había mucho tráfico en la autopista, en ambas direcciones. La vida seguía para todo el mundo. La gente salía a cenar. Iba a ver partidos de béisbol. Hacía barbacoas en el jardín de casa con sus amigos. Laura envidiaba esa normalidad. Le había faltado en su vida desde la noche del accidente. Ese fatídico accidente fue el punto de inflexión de su vida, mucho más incluso de lo que había creído en aquel momento. De no haber sido por él, Foster y ella podrían ir al cine esta noche. Habrían concebido a sus hijos de forma natural, por amor del uno hacia el otro. No habrían tenido necesidad de recurrir a métodos alternativos. No habrían conocido a Griff Burkett. Éste no sería un fugitivo, Foster seguiría vivo y ella no tendría que desear que aquel asqueroso detective se marchase de una vez y la dejase sola. -De momento, he sido capaz de mantener en secreto su aventura con Burkett para que no salga en los periódicos. No lo había oído acercarse. Lo tenía plantado tan cerca de su cuerpo que podía oler la loción para el afeitado y notar su respiración húmeda en la nuca. -Pero no sé durante cuánto tiempo más podré seguir encubriéndolo, Laura. Era poco profesional y poco adecuado que la llamara por su nombre de pila. Sin embargo, corregirlo no habría servido más que para incidir todavía más en el detalle, así que Laura prefirió hacerse la indiferente. Rodarte quería que se sintiera incómoda y tensa, casi temerosa de él. Así que ella lo dejó correr y se mantuvo de espaldas al detective. -Los periodistas quieren saber qué negocios tenían entre manos Burkett y su esposo… su difunto esposo… ¿Qué motivos tenía Burkett para matar a su marido? Eso es lo que se desviven por averiguar. Aunque, como estricto favor personal hacia usted -dijo bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro- no lo he desvelado, ni siquiera he dado a entender que sé qué podría haber llevado a Burkett a cometer semejante atrocidad. Pero cuando lo pillen, bueno, entonces será harina de otro costal. Cuando lo condenen, este asunto saldrá a la luz y se proclamará a los cuatro vientos, más incluso que ahora. Y entonces, no habrá forma de que yo pueda encubrir su adulterio. La palabra la hizo darse la vuelta. Sin embargo, incapaz de estar tan cerca de él cara a cara, se alejó de la ventana. -Estaré preparada. -¿De verdad? ¿Está segura de que estará preparada para la tunda que le van a dar? Ahora mismo, todos la consideran una figura trágica, la pobre viuda de la víctima de un asesinato.


Los medios se muestran compasivos con sus sentimientos, la tratan como si la guardaran entre algodones. Pero no hace falta que le diga lo repugnantes que pueden ser los periodistas cuando quieren, sobre todo si tienen la sensación de que los han engañado. Pueden tomarla con usted. -Chasqueó los dedos haciendo mucho ruido-. Así de rápido. Necesitará protección contra ese acoso. -Le agradezco que se preocupe por mí. -Necesitará a alguien que le guarde las espaldas. -Gracias. -Entonces se alegrará de tenerme cerca. Protegiéndola como un… -Esperó el tiempo que dura un latido y luego dijo-: Hermano. Laura tembló por dentro. -Estoy agotada. Si no hay nada más… -¿Las llaves del coche? Las sacó del bolso y a regañadientes se las dio al detective, con mucho cuidado de no tocarlo. -Gracias. -Él hizo rebotar las llaves en la mano con aire petulante al saber que las tenía en su poder-. Pida lo que quiera para que se lo suban a la habitación. Gentileza del departamento de policía, que correrá con los gastos. -¿Durante cuánto tiempo van a mantener esa hospitalidad? -Hasta que Burkett pase a custodia judicial. -Podrían tardar una temporada en encontrarlo. Él sonrió. -No lo creo. Pero hasta entonces será nuestra invitada, sea cuando sea. Mientras tanto, no se preocupe. No puede acercarse a usted. -Una vez que hubo dejado claro el mensaje, se aproximó a la puerta y apoyó la mano en el pomo-. Si le hace falta algo, llámeme. A cualquier hora. -Desvió la mirada hacia la cama que quedaba detrás de ella, y después volvió a dirigirla hacia Laura y sonrió-: Buenas nocheees.


Capítulo XXIX En cuanto Rodarte salió por la puerta, Laura cerró con pestillo. Oyó cómo el detective intercambiaba unas palabras con Carter y el otro agente, y después el suave pitido del ascensor al llegar a la planta. Sin embargo, aun estando segura de que ya se había ido, permaneció quieta, abrazándose el cuerpo. Pediría al servicio de habitaciones que le trajeran un ambientador para eliminar de la habitación el olor nauseabundo de ese hombre. Pero lo haría más tarde. Ahora mismo no tenía aplomo para hablar con nadie. Se había quedado sin palabras. Abrió la cremallera de la maleta y empezó a deshacerla. A media tarea, se quedó sin energía. La había abandonado incluso la voluntad de movimiento. Se tumbó en la cama. Las lágrimas no tardaron en llegar. Corrían descontroladas por los extremos de sus pestañas cerradas, bajaban por las sienes y le llegaban al pelo. Igual que aquel día en que Griff Burkett le había secado las lágrimas, el día en que había cambiado todo, el día -«asúmelo, Laura»- en que había despertado en ella unos sentimientos y sensaciones que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Se había dicho a sí misma que no los echaba de menos, que no los anhelaba. Qué ingenua había sido. Y qué equivocada estaba. No obstante, hay que decir que aquella tarde ella estaba especialmente susceptible a la ternura. La indiferencia de Foster hacia su propuesta de SunSouth Select le había llegado al alma. Había sido peor que un rechazo directo y rotundo. Foster se había limitado a no volver a mencionar la cuestión. Había actuado como si ella no le hubiera hecho nunca la presentación. Había liquidado el proyecto con su apatía, lo había asfixiado con su silencio. Aquella tarde, justo antes de salir para reunirse con Griff Burkett, Laura había entrado en el despacho de Foster para buscar algo. Lo que había encontrado había sido la memoria que había tardado cientos de horas en preparar. Estaba en la papelera, junto con las partes de la maqueta del avión. La había desmontado pieza por pieza y luego había tirado todos los componentes a la basura. Incluso Griff Burkett le había preguntado por la maqueta. Él, un desconocido sin interés alguno por la industria aeronáutica, había mostrado más curiosidad que Foster. Ver la maqueta destrozada la había desmoronado. Significaba la muerte de su idea. A pesar de que era casi seguro que iba a ovular ese día, tendría que haber llamado a Griff Burkett para cancelar la cita. Se notaba demasiado frágil emocionalmente para ir, pero aun así fue, porque no quería dar explicaciones a Foster de por qué se había saltado un ciclo y había malgastado una oportunidad de engendrar un hijo para él. Mientras permanecía allí tumbada debajo de las sábanas, esperando a que el semental que habían contratado entrase en la habitación, se sintió como si fueran a sacrificarla en un altar. Y entonces se le ocurrió que era precisamente eso, un sacrificio en el altar del ego de Foster. Por ese motivo lloraba cuando Griff entró en el dormitorio. Ninguno de los dos esperaba que pasara lo que pasó a continuación. Laura estaba segura de que Griff no lo había buscado más que ella. De hecho, al principio sus lágrimas le pusieron de mal humor.


Y después, con sorprendente ternura, las había apartado con la mano. Su caricia había suavizado el dolor del rechazo de Foster. Por instinto, se había aferrado a su mano, la había apretado con la necesidad desesperada de aceptación y ternura, de comprensión y afecto. Griff había respondido a su reacción como habría hecho la mayoría de los hombres, sexualmente. Laura nunca se había reunido con él en aquella casa en busca de satisfacción sexual. Todo lo contrario. Había luchado contra la idea misma de la satisfacción. Se pasaba los días, y las noches, repitiéndose que no se sentía privada de nada, que su realización personal provenía de otros aspectos de su vida con Foster, que no echaba de menos el peso de un hombre encima de su cuerpo. Pero notar cómo se hinchaba dentro de ella había sido poderosamente erótico. Sintió el arrebato de un anhelo tan agudo que ¿acaso no era natural, incluso perdonable, que su cuerpo respondiera y que, casi a su pesar, se entregara a él? Casi podía justificar lo que había pasado entre ambos aquel día. Sin embargo, ¿cómo podía justificar lo ocurrido en su siguiente encuentro, cuatro semanas más tarde? Lo que habían hecho estaba mal, y su desenlace había sido calamitoso. En ese momento, se apretó con la mano la parte baja del abdomen y lloró por el niño que nunca conocería a su padre. A ninguno de los dos. Al día siguiente fue a presidir la reunión que había convocado. Asistieron todos los jefes de departamento, así como los miembros de la junta directiva. Fue directa al grano. -No les voy a obligar a cumplir lo estipulado en el testamento de Foster, en el que me nombraba automáticamente directora general de la empresa. Foster escribió esa cláusula para evitar que la compañía se quedase sin director ejecutivo en caso de su muerte repentina. Ya saben que odiaba dejar las cosas en manos del azar. Sin embargo, también dirigía esta empresa según principios democráticos. Y tengo intención de mantener esa tradición. Alargó la mano para coger un vaso de agua y bebió un sorbo. -La forma en que murió Foster podría provocar que hubiera un juicio. Y si no un juicio, sí por lo menos una investigación formal y varios requisitos legales que no pueden obviarse. De un modo u otro, tendré que lidiar con ellos, y no puedo asegurar cómo o cuándo se resolverán. Me gustaría prepararles para ciertas incomodidades. Se harán alegaciones, y tendré que responder ante ellas de manera pública. »Seguro que habrá más de un encontronazo con los medios de comunicación. Intentaré mantener a SunSouth al margen de la peor parte, pero el nombre de Foster y el mío son sinónimos de la compañía aérea. Les pido su cooperación. Si alguno de los periodistas les dice que hagan comentarios, por favor, remítanle a nuestro departamento jurídico. No importa lo inofensivos que les parezcan los reporteros, por favor, no respondan a ninguna de sus preguntas ni hagan aseveraciones ni conjeturas. Cualquier cosa que digan podría utilizarse fuera de contexto. -¿Qué clase de incomodidades cree que habrá? -preguntó alguien. -Puede salir a colación la naturaleza de nuestra relación con Griff Burkett. Confieso que era extremadamente personal y privada. Un silencio incómodo recorrió toda la sala. Los empleados miraron a cualquier parte


salvo a ella. Como nadie habló, Laura continuó diciendo: -Eso me lleva al siguiente punto. Si en algún momento les parece que soy inadecuada o incapaz de llevar a cabo mis responsabilidades hacia SunSouth Airlines y hacia sus empleados, si no desean que represente a la aerolínea como directora general o en ningún otro puesto, pidan mi dimisión y la presentaré inmediatamente y sin discusiones. Me gustaría que todos lo entendieran bien. Al final, Joe McDonald levantó la mano. -Me han elegido portavoz para esta reunión. -De acuerdo. Se mentalizó. A lo mejor ya habían decidido que una mujer cuyo marido había muerto en circunstancias confusas pero violentas, y que mantenía algún tipo de relación con un ex futbolista delincuente, no era la más indicada para ser su directora general. -Ya hemos hablado de este tema antes de la reunión -le dijo Joe-. Y hemos llegado al acuerdo unánime de que queremos que mantenga su puesto actual. Es decir, el de directora ejecutiva. -Estoy encantada de saberlo -dijo Laura, intentando mantener sus emociones a raya-. Aborrecería quedarme sin marido y sin trabajo en la misma semana. Pero lo que acabo de decirles sigue en pie. El éxito continuado de SunSouth debe ser su prioridad. Si en algún momento consideran que el futuro de la compañía está en peligro, tienen la «obligación» de sustituirme. -Tenemos la obligación de apoyar a nuestra jefa -dijo Joe. Otras personas dijeron: -Eso, eso. Joe continuó: -La apoyamos, Laura. Confiamos plenamente en su integridad, además de en su capacidad para dirigir esta compañía aérea. -Gracias. -Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos-. Y ahora, una vez aclarada esta cuestión, vamos a hablar de Select. -Se oyeron varios murmullos de sorpresa-. ¿Todavía circulan copias del informe sobre el proyecto? -le preguntó a Joe. -Los recogí todos. Me dijo que, por el momento, Select estaba parado. -En ese momento lo estaba. Ahora mismo lo estoy poniendo oficialmente en marcha. Había sido un día agotador pero muy reconfortante. Había logrado muchas cosas. La idea de reintroducir el proyecto de SunSouth Select había sido recibida con el entusiasmo que esperaba. Muchos la alabaron por seguir adelante y concentrarse en el futuro en lugar de recrearse en la infelicidad del pasado. Al salir de la reunión, había hablado con el socio más experimentado del bufete de abogados que llevaba los asuntos personales de Foster. Como deferencia, el venerable caballero había ido a verla a su despacho. Repasaron el testamento de Foster, las distintas aportaciones que había hecho a algunas organizaciones caritativas y, concretamente, la que iría a la fundación en honor de Elaine. -Me gustaría entregar ese donativo en persona -le dijo Laura-. Como ya sabe, la fundación significaba mucho para Foster. De hecho, una vez que se venda la mansión, me


gustaría que todo lo recaudado se destine a esa causa. -¿Que se venda, ha dicho? Le sorprendió que la señora Speakman quisiera vender la propiedad e intentó disuadirla para que no tomara una decisión tan radical en un momento en que tenía las emociones a flor de piel. Ella se mantuvo firme. -No es una decisión precipitada. He tenido dos años para madurarla. Si Foster no hubiera sobrevivido al accidente de coche, habría puesto en venta la mansión entonces. No le ha sobrevivido ningún otro Speakman. Yo no quiero vivir allí sola, y es demasiado magnífica para quedarse vacía. Sería una lástima. Así que, por favor, haga los trámites necesarios. Me gustaría que la venta se llevara a cabo con toda la discreción posible, sin aspavientos ni noticias en los medios de comunicación. Dichas condiciones deberían reflejarse en el contrato con la agencia inmobiliaria. -Entendido -dijo el abogado. En rigor, el embrión era el heredero de la mansión. Pero no se veía criando a un hijo sola en aquellos salones tan grandiosos y formales. El niño nunca echaría de menos lo que no había conocido. De haberlo sabido, seguro que el abogado habría insistido en que su decisión era injusta, así que no le dijo que estaba embarazada. Él, igual que todo el personal de SunSouth, necesitaba tiempo para asimilar el choque de la muerte de Foster antes de recibir otra conmoción al enterarse de que había dejado un heredero. Ella misma también necesitaba tiempo para asimilarlo. Salvo por el coche de policía que la siguió hasta el hotel, se sintió más en paz que en ningún otro momento desde la muerte de Foster. No podía decirse que su humor fuese en absoluto boyante, pero por lo menos sentía la satisfacción de haber pasado el día sin sucumbir a la pena que la había dejado inerte la noche anterior. El agente de policía que vigilaba la puerta de su habitación no se olvidó de pedirle las llaves. Ella se las cedió con un mohín que él fingió no ver. Mientras bebía una Coca-Cola del minibar, vio las noticias de las seis. La búsqueda y captura de Griff Burkett seguía ocupando los titulares. En la imagen aparecía Rodarte, hablando sobre las posibles pistas, pero Laura no le creía, y el periodista que lo entrevistaba también tenía aspecto escéptico. Cuando le preguntaron por Manuelo Ruiz, realizó una pausa estratégica, y después dijo: «Me da miedo especular sobre el destino del señor Ruiz, aunque tenemos la esperanza de encontrarlo ileso». Su postura quedó clara mediante lo que no dijo. Laura apagó la televisión y se dio una ducha. Ojeó la carta del servicio de habitaciones, porque, a pesar de las leves náuseas que aún sentía, tenía hambre. Se preguntó cómo podía ser. Nada le resultó apetecible, pero pidió un sándwich club con guarnición y solicitó si podían cambiarle el puré por unas patatas fritas. Por lo menos, las patatas y la tostada del sándwich ayudarían a asentarle el estómago. Llegó la comida. El policía firmó el recibo y añadió a regañadientes la propina de cinco dólares que Laura insistió en que le diera al camarero además del cargo fijo por el servicio. Se llevó la bandeja a la cama y, mientras mordisqueaba la comida, empezó a hacer una lista de las posesiones de Foster que quería dar a distintas personas que habían sido especiales para él. Había objetos de su despacho, de la casa, y sobre todo de la biblioteca, que sabía que a él le


habría gustado que tuvieran unas personas concretas. Una vez hecho eso, empezó a escribir notas de agradecimiento. Kay ya había realizado la mayor parte de la tarea, pero Laura consideraba apropiado escribir algunas de las notas personalmente. El policía llamó con brío a la puerta y la sobresaltó. -¿Señora Speakman? ¿Se encuentra bien? Apartó las tarjetas, se levantó, se acercó a la puerta y puso un ojo en la mirilla. El hombre casi ocupaba todo el campo de visión de la lente de ojo de pez. Estaba de espaldas a la puerta, con los brazos extendidos a la altura de los hombros, como si impidiera el paso. -Estoy bien, agente. -Bueno. Pues quédese dentro. -¿Qué ocurre? -No abra la puerta. Ella quitó la cadena de seguridad, liberó el pestillo y abrió la puerta. El policía se dio la vuelta y la empujó al interior de la habitación. Cerró de un portazo golpeando la puerta con el talón al mismo tiempo que la acorralaba en la pared. -No conozco a ninguna mujer que se quede quieta cuando se lo mandan. Era Griff Burkett.


Capítulo XXX -Suéltame. -Ni hablar. Laura intentó apartarlo de un empujón. Él la agarró todavía más fuerte por los hombros, cosa que sólo consiguió que ella se retorciera aún con más ganas. -¡Basta! -exclamó él. -Pues suéltame. -Ni lo sueñes. Ella dejó de resistirse, pero sus ojos lanzaban puñales afilados. -¿Cómo has conseguido burlar a los guardianes? -Están en las escaleras. A uno le falta la gorra, la camisa y la cartuchera -le informó Griff mientras se señalaba el cuerpo con la barbilla. Las mangas de la camisa le quedaban unos centímetros cortas, los botones del pecho estaban muy tirantes y las costuras de los hombros no habrían superado una inspección concienzuda, pero el conjunto había conseguido engañar a Laura lo suficiente para que abriera la puerta. Confiaba en poder engañar a todos los que lo vieran escoltándola con el fin de sacarla del edificio. -No les he dado muy fuerte. Tardarán poco en recuperarse. Tengo que sacarte de aquí antes de que alguien se dé cuenta de que no están en sus puestos. -La apartó de la pared-. Ponte algo. Ella hincó los talones e intentó liberar la mano de las garras de él. -Gritaré hasta tirar el edificio abajo antes de irme a algún sitio contigo. Volvió a agarrarla por los hombros. -Yo no maté a tu marido, Laura. Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza; se negaba a oírlo. -Escúchame. Manuelo Ruiz apuñaló a Foster, no yo. Laura abrió los ojos como platos. Se quedó boquiabierta. -Manuelo jamás… -Lo hizo. Y te describiré con detalle lo que pasó aquella noche. Más tarde. Ahora mismo, tenemos que largarnos de aquí. Por Dios, vístete de una vez -dijo con un regusto a amenaza, aprovechándose del evidente miedo de Laura. Más adelante ya le pediría disculpas, pero ahora no tenía tiempo para remilgos. Con frialdad, ella le dijo: -No puedo vestirme si no me sueltas. Lentamente, Griff levantó las manos de sus hombros pero se mantuvo alerta, por si intentaba acercarse a la puerta. Laura lo rodeó y se dirigió a la cómoda. Sacó unas cuantas prendas de un cajón, las estudió, las cambió por otras. Impaciente, Griff le arrebató las prendas de la mano y las arrojó encima de la cama, después tiró del cinturón del batín que llevaba Laura para desatarlo. -Ponte eso, y date prisa. Ella le dio la espalda y dejó que la bata se deslizara hasta el suelo. Estaba desnuda. Griff


tenía que huir para salvar el pellejo, pero la visión consiguió que por un momento dejara de pensar en todo lo demás. Laura se puso la braga y se pasó una camiseta de manga corta por la cabeza. A continuación, anduvo hacia la puerta. Él la agarró del brazo para detenerla. -En el armario tengo un chándal. El armario estaba al lado de la puerta de la habitación. Él se acercó, deslizó la puerta corredera y rebuscó entre la ropa. -Ése de ahí -dijo ella. -¿Esto? Laura asintió. Griff lo descolgó de la percha y se lo lanzó. -Venga, rápido. Ella se enfundó los pantalones elásticos y se los subió. -Si me obligas a ir contigo… -No me queda otra opción. -¡Claro que sí! -Cálzate. Le lanzó un par de zapatillas de deporte que había en el armario y aterrizaron junto a sus pies. -Tendrás que añadir el secuestro a tus otros delitos. Él la ayudó a mantener el equilibrio mientras deslizaba los pies dentro de las zapatillas. -¿Dónde tienes el bolso? -Griff, te lo suplico. -¿Te vas a poner la chaqueta? Se la puso. -Rodarte… -Hablará con los vigilantes en cualquier momento. -Exacto. No hay forma de que me saques de este hotel. Ha colocado agentes también en la planta baja. Y tienen las llaves de mi coche. Él pescó el manojo de llaves del bolsillo del pantalón y se lo lanzó a Laura. -Vas a salir de aquí, Laura. Tú y tu «escolta». Si alguien te pregunta, le dices que tenías que comprar una cosa, o que te mueres de ganas de comer un Taco Bell, o que tu abuela está enferma. Me importa un bledo la excusa que pongas, pero que sea creíble. Se lo quedó mirando. -Aunque vayas disfrazado, ¿no crees que van a reconocerte? -Por tu propia seguridad, confía en que no lo hagan. Laura echó un vistazo a la funda de la pistola que Griff llevaba en la cadera. En lugar de asustarla, parecía envalentonarla. Puso cara seria, cruzó los brazos y volvió a mirarlo a los ojos. -Eres incapaz de hacerme daño. Lo sé. -¿Eso crees? Lentamente, Laura sacudió la cabeza. Él se acercó más y bajó la cara para dejarla a unos centímetros de la de ella. -No pienso volver a la cárcel. Así que, si me pillan, voy a largarlo todo. Gritaré para que todo el mundo me oiga que a Foster Speakman no se le levantaba. Había dejado de ser un hombre y su matrimonio era un fiasco y, para tener un hijo, me contrató para que me tirara a


su mujer. Ella se quedó blanca como el papel. -Sí -continuó Griff-, piénsalo bien. Vi las fotos del funeral, vi las noticias que dieron en la tele, te vi allí posando, tan guapa, junto a la tumba. Leí el panegírico y escuché a los políticos alabando sus cualidades. Venga ya, todo el mundo pensaba que era perfecto, ¿a que sí? ¿Qué crees que opinarán del gran Foster cuando se enteren de que me pagó para que hiciera de semental porque él no podía? »Y no olvides que, para demostrar que es cierto, tengo cien mil de los grandes en el banco, con su firma en la tarjeta. -Le rodeó los bíceps con los dedos formando una prisión inquebrantable y la sacudió para llevarla hacia la puerta-. Ahora, mueve el culo. -Eh, Thomas… Griff se quedó inmóvil y Laura también. El sonido provenía del auricular que se había metido en la oreja tras vestirse con el uniforme del policía. Uno de los compañeros del piso inferior llamaba a Thomas. Griff miró a Laura con cara amenazante y apretó en el transmisor que llevaba cogido de la costura del hombro de la camisa. -Sí, dime -murmuró. -¿Dónde está Lane? -En el ascensor, con la señora Speakman -susurró, como si no quisiera que le oyeran-. Va a acompañar a Su Majestad. -¿Para qué? -Quiere comida para llevar. -¿Ya se ha cansado del servicio de habitaciones? Griff soltó un bufido para eludir la respuesta. -Sí, es dura de pelar -dijo el policía con sarcasmo-. Pero aunque vaya con Lane, a Rodarte no le va a gustar que salga por la noche. -Pues que venga Rodarte a hacerle de canguro. El otro policía se echó a reír. -Ja, ja, muy bueno. Cortó la comunicación. Griff echó un vistazo por la mirilla, después abrió la puerta de golpe y comprobó que no hubiera nadie en el pasillo. Tiró de Laura mientras corría hacia el ascensor de servicio. Había colocado un bulto en la puerta abierta para que no le quitaran el ascensor. Una vez dentro, tiró del bulto para meterlo en el cubículo y apretó el botón de la planta baja. -¿Dónde está el coche? -preguntó Griff. -En el aparcamiento para empleados. -Pero al salir del edificio, ¿hacia dónde? -Hacia la derecha. -¿A qué distancia? -Muy cerca. -Griff la miró fijamente a los ojos, pidiéndole más información. Ella añadió: A unos pasos de la entrada. Pero no conseguiremos burlar al guardián de esa puerta. -Está echando la siesta. El agente seguía noqueado, en el mismo sitio en el que lo había dejado Griff, debajo de un Dumpster, donde ninguno de los empleados que utilizaran aquella entrada pudiera verlo. Griff había llegado vestido con un pantalón y una camisa de trabajo de color azul marino, y


cargado con un montón de cajas vacías. La artimaña había sido lo bastante ingeniosa para permitirle acercarse al policía y dejarlo fuera de combate. El policía de la planta superior que vigilaba la escalera y el ascensor de servicio había reaccionado con sorpresa cuando se habían abierto las puertas del ascensor y había aparecido Griff. -Oye, las cosas tienes que dejarlas abajo… Griff le había lanzado las cajas al guardia junto con un puñetazo. Al oír la conmoción, el agente que vigilaba la puerta de Laura había llegado corriendo. Había doblado la esquina y había recibido un mamporro en la cabeza con la pistola de su compañero de turno. De los dos, él era el más corpulento. Griff le había quitado a toda prisa la camisa del uniforme, la gorra y la cartuchera. Había esposado a ambos por detrás de la espalda y luego había entrelazado las dos esposas, para después taparles la boca con cinta adhesiva a los dos policías. Cuando por fin recuperasen la consciencia, formarían un extraño animal mudo de cuatro patas al que le costaría ponerse en pie y bajar por la escalera para dar la voz de alarma. Era culpable de haber asaltado a tres agentes de policía. Pero eso era lo que menos le preocupaba. Sabía que quedaba otro poli apostado al fondo del aparcamiento. La penumbra era suficiente para que Griff confiase en que, desde esa distancia, el policía se limitara a ver la camisa y la gorra del uniforme y lo confundiera con Lane. Cuando Laura y él emergieron por la salida de servicio, Griff mantuvo la cara apartada del otro guardián pero levantó el brazo para saludar. El policía le devolvió el saludo. Laura lo guió hasta su BMW. Él abrió la puerta del conductor. Al pensar en que la mujer podía tocar el claxon, le dijo: -Recuerda lo que te he dicho arriba. Si quieres mantener la reputación de tu marido, no te interesa que me pillen. Cerró la puerta y se apresuró a meterse en el asiento del acompañante. Una vez dentro, puso la llave en el contacto y encendió el motor. -Coge la autovía hacia Oak Lawn. Sal y ve dirección norte hasta que se una con Preston. Ella lo miró sorprendida. -Sí, sí, Laura. Vamos a tu casa. El siguiente reto iba a ser pasar por delante del policía de la verja de la mansión. Mientras Laura conducía, Griff formuló el plan. -No vas a salirte con la tuya -le dijo la mujer. -Bueno, de momento lo he logrado, ¿no? -La policía te busca en cinco estados. -Pero aún no me han encontrado. -¿Dónde te has escondido? Griff no respondió. -Cuando lleguemos a tu casa, asegúrate de mantener encendidas las luces largas. Colócalas de forma que enfoquen directamente hacia el parabrisas del coche patrulla que habrá aparcado delante de la puerta de la valla. -¿Estás seguro de que todavía vigilan la entrada?


-Sí, estoy seguro. -¿Cómo has sabido dónde encontrarme? -Siguiendo a Rodarte. Ella se lo quedó mirando asombrada. -¿Has seguido a Rodarte? ¿Cómo? -¿Qué código tiene la puerta? Laura volvió a fijar la mirada en la carretera y agarró el volante con fuerza. -No se me ocurre ni una sola razón por la que deba decírtelo. -¿Se te ocurre alguna razón por la que tu marido pudiera haber tenido medio millón en efectivo en vuestra casa aquella noche, bien ordenado en una caja de cartón? -Ya se lo expliqué a Rodarte. -A trompicones, le contó a Griff que Foster era muy generoso con sus propinas y donaciones. -¿Medio millón de dólares? -preguntó Griff entre risas-. Nadie es tan generoso. -Rodarte me creyó. -Lo dudo. En cualquier caso, podría sembrar una montaña de dudas sobre esa hipótesis. O -hizo una pausa para darle más énfasis- tú podrías darme de una vez el código de la puerta. Laura le dijo la combinación y después él le ordenó qué harían una vez que entraran en la finca. Tal como le había mandado, cuando llegó al camino particular, subió los faros para que enfocaran directamente al coche patrulla. Griff abrió la puerta del acompañante. Antes de incorporarse, le dijo: -Podría hacer picadillo la reputación de Foster Speakman. Que no se te olvide. Salió del coche, dejó la puerta abierta y caminó hacia el mecanismo que había en la columna, junto a la puerta de entrada. El policía había salido del coche patrulla y se acercaba a él, con la mano levantada para intentar protegerse del resplandor de los focos de Laura formando una visera con los dedos. Griff siguió avanzando y preguntó por encima del hombro: -¿Qué tal va por aquí? ¿Todo en orden? -Sí. ¿Qué pasa? -¿Agente? -le llamó Laura. El policía se volvió hacia ella. Griff llegó a la columna, marcó la secuencia de números que Laura le había dado y contuvo la respiración hasta que la puerta doble empezó a abrirse lentamente. -¿Va todo bien? -Laura había salido del coche y se había quedado de pie junto a la portezuela abierta. Hablaba con el policía. -Sí, señora. -Esta seguridad adicional es del todo innecesaria. -La seguridad nunca está de más, señora. -Tengo que coger unas cosas de casa. No tardaré mucho. Para entonces, Griff ya había vuelto a meterse en el coche y se había deslizado en el asiento del acompañante. Ella se inclinó y se dirigió a él: -No hace falta que entre conmigo -dijo siguiendo el guión que Griff le había indicado-. Es más, preferiría que no entrara. Estaré más que segura dentro de mi propia casa. -Mi obligación es acompañarla, señora. Órdenes de Rodarte -dijo, asegurándose de que el otro policía lo oía.


Ella resopló como si estuviera indignada y volvió a mirar al agente. -Por favor, ¿podría apartar el coche antes de que se cierre la puerta? En un abrir y cerrar de ojos, el agente volvió al coche patrulla, lo encendió y lo apartó lo suficiente para dejar la entrada despejada. Laura entró con su vehículo. Griff no volvió a empezar a respirar hasta que la puerta se cerró automáticamente detrás de ellos. Sin embargo, si ese poli tenía dos dedos de frente, ahora mismo estaría llamando a Rodarte para ver si había autorizado la visita de Laura a la propiedad. O no tardaría en recibir una llamada del hotel para decirle que la señora Speakman había sido secuestrada. Griff confiaba en poder entrar y salir antes de que pasara alguna de esas dos cosas. -Entra por la puerta principal, desde donde puedan vernos. Ella siguió el camino y aparcó justo delante de la casa. Griff salió del coche y se acercó a la impresionante entrada de la mansión, miró alrededor, moviéndose como un guardaespaldas por si acaso los observaba alguien. Laura empleó la llave para abrir la puerta. Saltó la alarma. Ella no hizo ademán de desconectarla. Griff le dijo: -La casa de la calle Windsor se convertiría en una atracción turística. Ella comprendió la amenaza y marcó el código que silenciaba la alarma. -¿Las luces? Laura tocó un interruptor que parecía encender todas las bombillas de la casa. -Qué moderno -dijo él impresionado. -Y ahora ¿qué? -Ahora vamos al garaje. Mejor dicho, vamos al apartamento de Ruiz, encima del garaje. Ella se lo quedó mirando con incredulidad. -¿Para eso hemos venido? -Para eso hemos venido. ¿Cómo se entra en el garaje? A pesar de tener ganas de discutir, Laura se dio la vuelta y caminó con presteza por el recibidor. Él lo cruzó detrás de ella, aliviado de ver que lo conducía en dirección opuesta a la biblioteca. La cocina era tres veces más grande que la casa en la que se había criado Griff. En el extremo más alejado había una puerta. Laura se dirigió hacia ella. -Espera -dijo Griff-. ¿Sale al exterior? -Hay que pasar el cuarto de los trastos y después salir al jardín. -¿La puerta que da al jardín se ve desde la entrada principal? -No. Griff rodeó a Laura, abrió la puerta y vio una habitación con utensilios que merecía un nombre mucho más glamuroso que «cuarto de los trastos». Ya no había policías patrullando por los terrenos de la mansión. Se habían marchado cuando Rodarte había mandado a Laura al hotel la noche anterior. Griff había estado espiando, así que lo sabía. A pesar de todo, se sintió vulnerable mientras Laura y él cruzaban el pasillo descubierto que quedaba entre la casa y el garaje exterior. Laura señaló una puerta que había en el lateral del edificio del garaje. -Para llegar al apartamento de Manuelo hay que entrar por esa puerta y subir las escaleras, pero ahí no lo vas a encontrar. -No me he hecho ilusiones.


Había otro mecanismo con números en la pared adyacente a la puerta. -¿Otro puñetero código? Griff se acercó a él con impaciencia y Laura marcó una secuencia de cifras. La puerta se abrió con un clic metálico. Se colaron dentro. Griff tiró de la puerta hasta que se cerró tras ellos y oyó el sonido del seguro. -Nada de luces -dijo, pues se dio cuenta de que ella había empezado a palpar la pared buscando el interruptor-. Has venido a buscar unas cosas dentro de la casa, no en el garaje. Las luces se quedan apagadas. Sacó una linterna pequeña del cinturón del policía y la encendió. Enfocó el haz de luz hacia sus pies, aunque podía verla con la iluminación ambiental. -Laura, ¿de verdad estás embarazada?


Capítulo XXXI A juzgar por la cara que había puesto, la pregunta la había pillado totalmente desprevenida. Se lo quedó mirando durante varios segundos y después hizo un leve movimiento con la cabeza. Griff notó una presión que se extendía dentro de su pecho. Nunca había sentido algo parecido, así que no sabía qué nombre ponerle. Era un sentimiento extraño, aunque era bueno. Como la satisfacción suprema. Como todo lo contrario a lo que había sentido el otro día en el motel cuando había repasado la historia de su vida. La miró al abdomen pero no pudo detectar ningún cambio. Por supuesto, todavía no se apreciaba nada. Se preguntó si ella estaría pensando, igual que él, en la última tarde que habían pasado juntos, cuando se había acercado a ella y había cerrado la puerta de la casa. ¿Cómo iban a poder predecir el cataclismo que provocaría ese movimiento tan simple? Debido a él, una vida había terminado. Y otra había empezado. Subió la vista otra vez hasta la cara de Laura. Sus ojos se encontraron y ambos mantuvieron la mirada. El espacio cálido y cerrado en el que se hallaban le pareció de pronto reducido y falto de aire. No se atrevía a respirar hondo por miedo de romper el silencio que los circundaba, cargado de implicaciones. Era consciente de que debía de haber algo adecuado que decirle a una mujer que llevaba dentro a tu hijo, pero ni en un millón de años habría adivinado qué era lo que se esperaba que dijera, así que no dijo nada y se limitó a seguir mirándola a los ojos, hasta que al final ella apartó los suyos. Griff le tocó la barbilla y le levantó la cabeza para que volvieran a quedar de frente. -Iré al corredor de la muerte a menos que encuentre a Manuelo Ruiz. ¿Lo entiendes? Ella sacudió la cabeza, primero lentamente y luego con más vigor. -No, no lo entiendo. Es imposible. Manuelo adoraba a Foster. No podría… -¿Y yo sí? Laura buscó los ojos de Griff con la mirada y después hizo un gesto que tanto podría haber significado sí como no. No obstante, aunque las dudas de ella fueran ínfimas, sirvieron para irritarlo. Dejó caer la mano. -No sé cómo esperaba que me creyeras cuando ni mi propio abogado se molestó en preguntarme si había matado o no a tu marido. Dio por hecho que sí. Pero no lo hice. Fue Manuelo. -Sería incapaz. -Fue puñetera mala suerte. Al ver lo que había hecho, el tío se acobardó. Huyó. Estaba tan asustado que a estas alturas ya debe de estar a medio camino hacia El Salvador. Pero si no lo encuentro, estoy muerto. Subió el haz de luz de la linterna hacia el reloj de pulsera. Habían escapado del hotel hacía veintisiete minutos. Lo más probable era que Thomas y Lane y el resto de los guardias ya estuvieran soplándoselo todo a Rodarte. No tardarían en mandar una patrulla a buscarlos.


-Se me acaba el tiempo. Tiró de ella para que subiera la escalera. Mientras ascendían, Laura dijo: -Si Manuelo quiere huir, éste es el último sitio al que irá. -Su nombre no consta en ningún papel oficial salvo en el de sanidad, con un número de afiliado falso, y en un carnet de conducir de Texas con una dirección muy rara. -¿Cómo sabes todo eso? -Por Rodarte. Salía en una noticia del periódico. -Si la policía no es capaz de encontrarlo, ¿cómo esperas hacerlo tú? Para entonces Laura había llegado a la puerta que había al final de la escalera. No estaba cerrada con llave. Griff apagó la linterna y siguió a Laura para entrar en el apartamento. -¿Dónde están las ventanas? -No hay ventanas. Sólo tragaluces en la parte de atrás del techo. Confiaba en que Laura decía la verdad, así que volvió a encender la linterna pero la dejó enfocada hacia el suelo. Era una única estancia amplia que, según calculó Griff, debía de cubrir la mitad del garaje inferior. Estaba equipada con una cocina reducida y los elementos imprescindibles de un dormitorio; además, había un mueble con un televisor enfrente de la cama. El cuarto de baño era minúsculo. La policía ya había registrado el apartamento. Los cajones de la cómoda seguían abiertos, la puerta del armario estaba de par en par. La cama doble estaba deshecha y el colchón descolocado. -Sujeta la linterna. -Griff le pasó el foco y empezó a buscar en el mueble de la televisión-. ¿Cómo acabó Manuelo siendo el asistente de Foster? -Era portero en la clínica de rehabilitación. Foster se pasó allí varios meses después de salir del hospital. Un día, después de una sesión de fisioterapia extenuante, empezó a tener problemas respiratorios. Ya no estaba conectado a los monitores y tampoco llegaba a encender el botón de alarma. Manuelo pasaba por allí. No buscó ayuda sino que entró, levantó a Foster de la cama y lo llevó a la enfermería en brazos. Foster siempre consideró que le había salvado la vida. Creo que Manuelo pensaba lo mismo de Foster. Su vida mejoró increíblemente cuando Foster lo sacó y lo acogió en casa. Los cajones del mueble no le habían reportado nada salvo unas monedas sueltas, unas gafas de sol rotas, un cortauñas, ropa interior y camisetas plegadas. -¿Lo sacó de dónde? -preguntó Griff-. ¿Dónde vivía hasta entonces? -Supongo que Foster lo sabía. Pero yo no -respondió ella siguiendo sus movimientos con la luz de la linterna-. Manuelo se presentó aquí con una mochila de deporte en la que llevaba todas sus cosas y se instaló en este apartamento. Foster le compró ropa nueva. Le pagó la formación en una escuela para auxiliares de enfermería, y unos cursos para aprender a cuidar a personas parapléjicas. Manuelo se desvivía por Foster. Griff resopló. -Sí, ya lo sé. A pesar de que era evidente que habían registrado la cama, palpó el colchón y los muelles del somier, en busca de bultos que indicaran que podía haber algo escondido. Apartó la cama de la pared e indicó a Laura que dirigiera la linterna hacia la parte del suelo que quedaba debajo. La moqueta era de pelo corto. Ni rastro de que la hubieran seccionado para improvisar


un bolsillo secreto. -¿Tenía familia? ¿Amigos? -No, que yo supiera. Griff, Rodarte ya me ha preguntado todo esto. La policía lleva buscando a Manuelo desde la noche… la noche en que murió Foster. -La primera vez que lo vi, Manuelo me dio la impresión de ser un superviviente -dijo Griff-. Foster me contó que había llegado caminando a Estados Unidos desde El Salvador. Una cortinilla escondía las tuberías de la diminuta fregadera. La apartó pero no encontró nada más que cazuelas y sartenes, y un detergente para la vajilla. Miró dentro del horno y del microondas, pero estaban vacíos. Se asomó a la nevera pero únicamente encontró unos cuantos refrescos, condimentos y tres naranjas. -¿Cruzar a pie Guatemala y México? Eso me dice que, o bien era muy, muy pobre o bien huía de algo tan tremendo que no se atrevía a arriesgarse a viajar en transporte público. Probablemente, las dos cosas. Dentro del cuarto de baño, miró en la cisterna del inodoro y después le quitó la linterna a Laura y la enfocó hacia el sumidero de la ducha. Ella le preguntó: -¿Dónde has aprendido a hacer eso? -Son cosas que uno aprende en la cárcel. En el armario del botiquín que había sobre el lavabo no vio nada salvo instrumentos de afeitado, pasta de dientes y un cepillo. Regresó a la sala principal, con las manos en las caderas, y miró a su alrededor. ¿El techo? No veía ninguna marca ni brecha por donde Manuelo hubiera podido extraer una pieza para formar un escondite. Dentro del ropero había varios pares de pantalones negros, dos pares de zapatos negros y una cazadora también negra. -¿Dónde está la bolsa de deporte? -preguntó de manera retórica. -¿La qué? -Me has dicho que llegó con una bolsa pequeña de deporte en la que llevaba todas sus cosas. ¿Dónde está? -Supongo que se la llevó al fugarse. -Confía en mí, no se paró a hacer la maleta aquella noche. No se llevó la ropa ni las cosas del baño. En el periódico ponía que habían encontrado dinero en efectivo en el apartamento. Nadie se marcha sin llevarse el dinero, a menos que se marche contra su voluntad. -Cosa que explica por qué Rodarte sospecha que… -Maté también a Manuelo. Ya lo sé. Pero no lo hice. Laura, ese hombre estaba histérico. Fuera de sus casillas. Corría como si lo persiguiera el diablo. -Frunció el entrecejo al ver la expresión de ella-. No, no tenía miedo de mí. Laura no respondió a tal comentario. En lugar de eso, dijo: -A ver, como no se llevó equipaje, crees que la bolsa de deporte estará por alguna parte, ¿no? Bueno, ¿y qué? ¿De qué nos serviría encontrarla? -A lo mejor no nos sirve de nada. Pero una clínica de rehabilitación de lujo no habría contratado a nadie sin documentación en regla, ni siquiera a un portero. Si Manuelo entró de ilegal en el país, alguien debió de ayudarlo a conseguir papeles falsos para poder trabajar. Seguro que tenía un contacto. Y me apuesto lo que quieras a que guardaba sus señas, por si acaso tenía que largarse pitando. Seguro que…


El ulular de las sirenas que se acercaban cortó su discurso. -¡Mierda! Agarró a Laura por la mano y la arrastró por la puerta hasta llegar al descansillo de la escalera. Apagó la linterna, pero justo mientras lo hacía, se fijó en una puerta que había enfrente de la del apartamento de Ruiz. -¿Qué es eso? -¿El qué? No veo nada. -Esa puerta. ¿Adónde da? -Desde ahí se accede al ático que hay sobre la otra parte del garaje. Todavía no está terminado. Foster tenía pensado cementar el suelo, pero… ¿Qué haces? Griff había abierto la puerta de un empujón y el aire caliente contenido se apresuró a rodearlos. Encendió la linterna y enfocó con ella el amplio espacio, vacío salvo por las capas de aislante a la vista y las vigas del suelo, las tuberías del agua y los circuitos eléctricos. Medio metro por delante de él, vio un conducto de aire acondicionado que seguía el suelo por toda la anchura del ático. Era el tubo por el que debía de llegar el sistema de calefacción y refrigeración al apartamento de Manuelo. Griff enfocó con el haz de luz el tubo plateado y lo resiguió empezando por una punta. Las sirenas estaban cada vez más próximas, su volumen aumentaba. Intentó olvidarse de ellas y concentrarse en el conducto, en reseguir todas las juntas, todas las irregularidades del material, buscando… Soltó un modesto grito de euforia cuando descubrió el parche. -¡Ahí está! Sin perder el tiempo en pensárselo dos veces, puso los pies en la viga que tenía más cerca y avanzó por ella hacia el parche. Si se resbalaba, se le colaría el pie y lo apoyaría en la pieza provisional de pladur, que no aguantaría su peso. Lo único que evitó que cayera y aterrizara con un golpetazo en el suelo del garaje, a cinco metros de distancia, fue su agilidad. Y sus ganas de encontrar a Manuelo Ruiz. Cuando llegó a la altura del parche, se metió la linterna en la boca y, manteniendo el equilibrio en las puntas de los pies, se inclinó hacia el vacío, en dirección al tubo. Las sirenas se habían detenido. No era buena señal. Despegó la cinta adhesiva que formaba el remiendo y metió la mano por el tubo hueco. Rozó algo con las puntas de los dedos, pero no llegaba a agarrarlo. La linterna se le cayó de la boca y fue a parar a la pieza de pladur que había a varios centímetros de la viga en la que mantenía el equilibrio. Se alejó rodando hasta quedar fuera de su alcance. La dio por perdida. Se estiró cuanto pudo sobre la viga con el fin de atrapar el objeto que había dentro del conducto. En el ático hacía tanto calor como en un horno. Mantener el equilibrio a la vez que metía la mano en el tubo le suponía un esfuerzo titánico. Le estallaban las rodillas. El sudor le tapaba los ojos y le provocaba escozor. La camisa del policía le quedaba demasiado estrecha, qué rabia. Le aprisionaba los hombros y limitaba su envergadura. Forcejeó con ella y rasgó las costuras de la espalda, gracias a lo cual logró estirar más el brazo. Por fin, consiguió atrapar el objeto con dos dedos, los cerró con todas sus fuerzas y tiró del objeto hacia él lo suficiente para poder agarrarlo en condiciones. Tiró del objeto con brío y desgarró el aislante del tubo al sacarlo. Era una bolsa de deporte negra. Se puso de pie rápidamente y, con los pasos hábiles de un funambulista, regresó a la


puerta que quedaba junto al descansillo. -隆Ya la tengo! Pero s贸lo lo oy贸 la desierta oscuridad. Laura hab铆a desaparecido.


Capítulo XXXII La casa seguía iluminada, con las luces encendidas en todas las habitaciones. A través de las ventanas cuyas cortinas estaban abiertas, Laura pudo ver a varios policías uniformados que registraban las estancias en busca de Griff y de ella. Había recorrido ya la mitad del pasillo exterior que comunicaba el garaje y la casa cuando alguien la agarró del codo por detrás. -Por aquí -dijo Griff. Laura intentó zafarse de sus dedos, pero la agarraba de manera tan tenaz que tuvo que correr para no quedarse atrás. -Griff, esto es una locura. Entrégate. Habla con Rodarte. Cuéntale lo que me has contado sobre Manuelo. Para entonces ya habían llegado al final del garaje, fuera del campo de visión que se tenía desde la casa y lejos del paisaje iluminado, y habían echado a correr campo a través entre las sombras. Rodearon el lago y después llegaron a un desnivel natural del terreno. Ella perdió pie y se habría caído de no ser porque él seguía agarrándola con mucha fuerza. Laura se tambaleó pero consiguió seguir el ritmo. La parcela volvió a nivelarse al llegar al muro de protección de la finca. No parecía tan alto desde la distancia. Ahora, sus cuatro metros tenían un aspecto gigantesco. Las parras y otras plantas trepadoras que lo cubrían formaban una capa densa pero bien cuidada. Por eso, le pareció incongruente que hubiera una lata de refresco en el suelo, apoyada junto a un intrincado conjunto de raíces de una glicina que estaba totalmente cubierta de follaje y tapaba por completo una sección del muro. -¡Griff! Laura tiró con fuerza de la mano de él. Griff se dio la vuelta. -Escúchame bien, Laura. Rodarte está convencido de que maté a Bill Bandy hace cinco años. Ahora también está convencido de que he matado a tu marido. Si me entrego, estaré en manos de un sistema legal en el que ya no confío. Y menos desde que Rodarte está a cargo del caso. -Pues entrégate a otra persona. Griff sacudió la cabeza con tozudez. -No lo haré hasta que logre que Manuelo me acompañe, y esté dispuesto a corroborar mi versión. Tengo que encontrarlo. -Está bien, ya lo he entendido -dijo Laura sin resuello después de tanto correr-. Pero deja que yo regrese. Deja que cuente tu versión de los hechos y explique por qué te niegas a rendirte. -No. -Si yo les digo… -¿Por qué te tenía encerrada con llave Rodarte? -Para protegerme de ti. -Exacto. Así que, si me acorralan en un rincón, mientras te tenga como rehén, me quedará algo con lo que negociar.


-Eres incapaz de hacerme daño. -Eso lo sabes tú. Pero Rodarte no. Y ahora, vamos. La arrastró hacia delante, en dirección a la glicina. -¿Esperas que trepe por ahí? -No hará falta. Sin soltarla del brazo, utilizó la mano libre para apartar algunas de las ramas de la planta y dejar al descubierto una rejilla metálica que había en la base del muro. La sacó de su sitio con la punta del zapato. -Para drenar el agua -dijo. -¿Cómo has encontrado esto? -Estuve fisgando. -Le colocó una mano sobre el hombro y la obligó a agacharse-. Cuélate por debajo. Saldré justo detrás de ti. Tumbada sobre el estómago, se escabulló por la abertura. La tierra estaba húmeda, pero debido a la sequía, no estaba embarrada. El muro medía un palmo y medio de ancho. Al otro lado había un cinturón verde de veinte acres que servía de barrera entre las propiedades privadas de lujo que daban a él, como la de los Speakman, y el distrito comercial del lado opuesto. Para cuando Laura se hubo incorporado, Griff ya había empujado la bolsa de deporte por el agujero. Tuvo que apretujarse mucho para conseguir pasar los hombros, pero al fin lo logró y salió de un salto por el otro extremo. La cogió de la mano y la guió por el lecho de un arroyo seco, irregular y pedregoso. Aunque ahora estaba seco, cuando llovía, la pendiente creada en la finca de los Speakman desaguaba en él a través de la rejilla metálica por la que se habían escapado. Una vez cruzado el lecho del arroyo, Griff empezó a correr por la zona verde. Sin embargo, cuando se acercaron a la avenida que había en el extremo opuesto, aminoró el paso y se puso a caminar. Al otro lado de la amplia avenida había una hilera de boutiques y dos restaurantes famosos. Las tiendas estaban cerradas, pero los restaurantes estaban repletos de comensales. El hombre se detuvo en las sombras del aparcamiento, soltó la mano de Laura el tiempo imprescindible para quitarse la camisa del uniforme y se quedó sólo con una camiseta de manga corta. También extrajo la pistola de la cartuchera del policía y después tiró la funda, la camisa, la gorra y la lata de refresco vacía en la papelera más cercana. Metió la pistola en la bolsa de loneta de Manuelo y cerró la cremallera. Volvió a tomarla de la mano y esperó hasta que se despejó un poco el tráfico. Entonces empezó a cruzar la calle dividida en dos. No corrió, pues eso habría llamado la atención, pero sí anduvo a paso ligero hacia el aparcamiento del restaurante indio. Serpentearon por donde él marcaba entre las filas de coches hasta llegar a la parte posterior del aparcamiento, donde no había luz. Sacó un mando a distancia del bolsillo del pantalón y lo utilizó para desbloquear un coche. Abrió la puerta del acompañante y le indicó a Laura que entrara. Luego rodeó el vehículo y se puso al volante, cerró la puerta y arrojó la bolsa de deporte en el asiento posterior. La luz del techo palideció hasta apagarse y los dejó sumidos en la oscuridad. Se quedaron sentados quietos y en silencio, intentando recuperar la respiración. Ahora que se habían detenido, Laura empezó a darse cuenta de lo mucho que le costaba


respirar y de lo rápido que le latía el corazón, tanto debido a la adrenalina como debido a la fatiga física. Tenía las palmas de las manos sucias. La parte delantera del chándal se le había manchado con la tierra húmeda. -Lo siento mucho -le dijo Griff al ver las manos de la mujer. -Yo también soy una fugitiva. No me importa mancharme las manos. -Tú no eres una fugitiva, el fugitivo soy yo. Tú eres mi rehén, ¿recuerdas? Ella sonrió con arrepentimiento. -Me preguntaste por qué me había encerrado Rodarte bajo llave. Afirmó que era por mi seguridad. -Pero… -Tenía miedo de que te ayudara a escapar. -Él mantuvo la mirada inmóvil, pero ella supo leer las preguntas que eludía-. Nunca lo dijo con esas palabras, pero me dio la sensación de que por eso me encerraba en el hotel con tanta vigilancia. Y supongo que al final te he ayudado a escapar, ¿no? -¿Significa eso que crees que soy inocente? Antes de que ella pudiera contestar, un coche de policía pasó atronando por la avenida, con las luces encendidas como un caleidoscopio alocado. Griff encendió el motor del coche. Con una sonrisa, dijo: -Este barrio es muy conflictivo. Vayamos a otro más seguro. Tuvo que esperar a que pasara otro coche patrulla antes de poder incorporarse a la calzada. -Te estás riendo en su cara -comentó ella. -No soy tan atrevido. Es que no buscan este coche. -¿De quién es? Él siguió conduciendo sin decir nada. -La visita que le hiciste a tu abogado salió en los periódicos. -Sí, ya lo vi. Los medios se olvidaron de mencionar que mi «antiguo» abogado era un hijo de puta y un chivato. -Dijo que te delató porque intentaba ayudarte. -Y una mierda. Intentaba salvar el pellejo. -Te estuvieron buscando horas y horas. -Tuve suerte. -¿Cómo te escapaste? Él le dedicó una sonrisa pícara. -No fue fácil. En otro momento, cuando tengamos mucho tiempo, a lo mejor te cuento las aventuras que viví aquella noche. Laura miró de arriba abajo la ropa que llevaba Griff. -La policía buscaba a un hombre con pantalón corto y zapatillas de deporte. -Sí, pero al amanecer ya estaban hechos trizas. Llevaba poco equipaje, aunque por suerte, antes de ir a la casa de Turner, me había escondido algo de dinero en el calcetín. Lo empleé al día siguiente para comprar ropa en un mercadillo. -Bajó la mirada hacia la camiseta y el pantalón de trabajo-. La oferta era limitada. Seguro que algunos de los productos eran robados, así que nadie puso pegas a un cliente con aspecto de haberse caído a un río contaminado antes de pasar por una trituradora.


-¿Te reconocieron? -Lo dudo. En ese mercado hay un montón de hispanos. Suelen seguir los partidos de fútbol europeo, no americano. E intenté no llamar la atención. Laura dirigió la mirada hacia su pelo rubio. -No debió de ser fácil. -Sobre todo cuando empecé a preguntar por ahí si conocían a Manuelo Ruiz, por si alguno de ellos lo había visto. Esas pesquisas despertaron más sospechas que mi aspecto de desahuciado. No me entretuve mucho en el mercado. -¿Dónde te has escondido? No contestó. -No vas a decírmelo, ¿verdad? -Cuanto menos sepas, mejor. Rodarte nunca podrá acusarte de colaborar conmigo. Eres mi rehén, ¿lo pillas? -Lo pillo. Pero no creo que Rodarte se quede muy convencido. Cuando se presentó, reconocí su nombre de inmediato. Aquella vez que me advertiste sobre él, no me dijiste que fuera policía. Por cómo lo pintaste, pensé que era un delincuente. Dijiste que había pegado a alguien de tu entorno. -Y lo hizo. También abusó de ella. Y le destrozó la cara. Le rompió… -¿A una mujer? -Sí, Rodarte estuvo a punto de matarla. Laura había dado por sentado que Griff se refería a un amigo, no a una amiga. Al enterarse de que Rodarte había atacado a una mujer sintió cómo la embargaba la repugnancia y el miedo. -¿La atacó por tu culpa? -Porque no quería darle información. -¿Qué clase de información? -Sobre mis negocios pasados y presentes. No es que ella supiera nada, pero no le sirvió de mucho repetírselo a Rodarte. -Él debía de creer que sí sabía algo. ¿Era una buena amiga? -Supongo que podríamos llamarlo amistad. En realidad, soy su cliente. Es prostituta. Oír esa revelación la dejó apabullada. ¿Acaso había gastado los cien mil dólares que le habían pagado Foster y ella en comprar los servicios de una prostituta? Por supuesto, el dinero era suyo y podía gastárselo en lo que quisiera, pero es que Laura nunca había conocido a nadie, ni hombre ni mujer, que admitiera ir a un prostíbulo. A lo mejor por eso le sorprendió tanto que Griff lo dijera de una forma tan natural. La curiosidad pudo más que ella. -¿Cómo se llama? -Marcia. No es una puta de esquina. Tiene un meublé. Es limpia, elegante, muy cara y guapa. O lo era. Hace meses desde el ataque y todavía se está recuperando. Ha tenido que operarse varias veces para reconstruirse la cara. Del resto ni siquiera le apetece hablarme. Rodarte tiene una placa, pero la utiliza como pase gratuito para hacer daño a la gente y salir airoso. -La fulminó con la mirada-. Tú has estado con él. ¿Te ha tocado alguna vez? -Anoche me acarició el brazo. Me entraron escalofríos. Creo que sabía que me daba asco, y por eso lo hizo. Detrás de todo lo que me dijo había un doble sentido sexual.


Los largos dedos de Griff se flexionaban y contraían sobre el volante como si se preparara para extraerlo del cuadro de mandos. -Era sólo cuestión de tiempo que acabara haciéndote daño. Ésa era otra de las razones por las que quería que salieras de allí. Cualquier cosa que te hubiera hecho ese capullo, habría pensado que te la merecías por haber mantenido una aventura conmigo. Recordó cómo se había acercado a ella Rodarte por detrás y le había prometido en un susurro insinuante que sería su protector (o no) cuando su relación con Griff saliera a la luz. Tal vez, en el fondo, Griff sí la había rescatado. Aunque todavía había muchas cosas que tenía que explicar. -Así pues, te agenciaste un coche y un escondite, y has estado siguiendo a Rodarte. -Tú eras mi punto de unión con Manuelo. Sabía que te necesitaba para encontrarlo. Pero también sabía que Rodarte mantendría sus ojos puestos en ti, porque esperaba que yo apareciera tarde o temprano. »Ayer por la noche, después del funeral y la recepción, aparqué en la calle Preston, cerca de donde había dejado el coche hoy. Cuando vi la retahíla de policías que salían de la finca, me perdí entre el tráfico. En realidad iba por delante de tu coche escolta. Luego frené, dejé que me adelantarais y después te seguí al hotel. -¿Cómo conseguiste el número de la habitación? -No lo tenía, pero era lógico pensar que te habrían colocado en la planta de arriba. -Tenía toda la planta para mí sola. -También me lo imaginé. Cuando llegué a la última planta esta tarde, tuve una fracción de segundo para echar un vistazo y ver en qué puerta estaba apostado el guardián antes de lanzarle la montaña de cajas vacías a su compañero. »Bueno, es igual, el caso es que anoche, en cuanto descubrí dónde estarías cuando te necesitara, volví a tu casa para intentar encontrar la manera de colarme dentro. Los policías no se movían de la puerta principal, pero los que vigilaban la parte posterior de los terrenos ya se habían ido. Habían dejado de ser imprescindibles ahora que te alojabas fuera de la mansión. »Sabía que el cinturón verde que queda detrás de la finca era la única forma de acceder a ella. Peiné cada centímetro del muro por ese lateral, casi gateando. Y a oscuras, por si te interesa. Buscaba una salida o una puerta de atrás. Lo que fuera. Tardé horas en descubrir la rejilla. La aflojé y me colé por ella. -Y dejaste una lata de refresco para encontrarla con facilidad desde dentro. -Sí, por si iba con prisas. En caso de que la policía me pisara los talones. El resto de la historia más o menos ya la conoces. -Al cabo de un latido, añadió-: Salvo esto. Entró en el aparcamiento de unos multicines y descubrió una plaza vacía entre una furgoneta con un peluche de Garfield con ventosas en las patas colgado del parabrisas trasero y un todoterreno con las ruedas más altas que su coche. Apagó el motor y se volvió hacia ella. -El día que salí de la cárcel, me moría de ganas de acostarme con alguien. Esa noche fui a ver a Marcia. Sólo esa vez. No ha habido nadie más desde entonces. Ella respiró hondo y contuvo el aliento durante varios segundos antes de soltar el aire. -Tenía la duda. -¿Por qué no me lo preguntaste? -No tenía derecho.


Él se movió con rapidez, cubrió con el brazo el espacio que los separaba, dobló la mano alrededor de la nuca de Laura y la atrajo hacia sí. Le dio un beso muy fuerte, estampando los labios con firmeza contra los de ella e introduciendo la lengua con seguridad en su boca. Entonces la separó con la misma brusquedad con que la había acercado. Con la voz quebrada, le dijo: -Tenías todo el derecho. Griff le soltó la nuca y volvió a adoptar la postura típica del conductor, detrás del volante. Durante varios segundos permanecieron sentados en silencio, oyendo únicamente los chasquidos suaves del motor del coche mientras se enfriaba. Al final, Griff se volvió hacia Laura. -Me llamó. Me refiero a Foster. El día en que se confirmó el embarazo. Me invitó a vuestra casa la noche siguiente para darme las gracias y pagarme en persona. ¿Sabías algo de todo esto? -No. -También me dijo que ya había resuelto cómo pagarme en caso de que os sobreviviera a los dos. ¿Recuerdas ese fleco pendiente? Laura asintió. -Dijo que había dado con una solución. Empleó eso y la promesa del medio millón de dólares para asegurarse de que iría. Y mientras estaba con él, Manuelo intentó matarme. -¡¿Qué?! -Ya me has oído. -¿Por qué? -Porque Foster se lo mandó. Ella se inclinó hacia la ventanilla para alejarse de él, hasta que quedó comprimida contra la puerta del acompañante. -¡Es mentira! -No, no es mentira. Y sabes que no lo es, Laura, o te habrías resistido más a marcharte del hotel conmigo. No eres una mujer blanda ni cobarde. Si hubieras querido alejarte de mí, habrías gritado como si te estuvieran matando durante todo el camino, porque, como dijiste, sabes que no cumpliría ninguna de las amenazas de hacerte daño. Estás aquí porque quieres estar. Y quieres oír la verdad de lo que pasó. Además, la vas a oír de todos modos. Hizo una pausa para tomar aliento y organizar sus pensamientos. También para ver si, a fin de cuentas, ella abría la puerta del coche y empezaba a gritar por el aparcamiento. Laura no se movió, así que Griff empezó a contar: -Desde entonces, me he pasado todas las horas del día, y parte de las de la noche, pensando. ¡Pensando! Y recordando. En mi mente he recreado cada palabra, cada detalle, desde el día en que lo conocí hasta esos horrendos momentos del final de la vida de Foster, y he llegado a la conclusión de que lo planeó todo muy bien. Su plan era una jugada perfecta. »Incluso se me ocurrió que me había mentido cuando me llamó para decirme que te habías quedado embarazada. Tú no me lo habías contado. Pensé que a lo mejor ésa era la parte más enrevesada de la trampa que me había tendido. Por eso te he preguntado hace un rato si de verdad estabas embarazada. -Nos lo confirmaron el día antes de su muerte.


-Entonces, esa parte era cierta. Una vez que Foster supo que iba a tener un hijo y heredero, no perdió tiempo en ponerse manos a la obra para silenciarme. Lo que pasa es que le salió el tiro por la culata y al final murió él. -¿Cómo? ¿Cómo fue, Griff? ¿Qué pasó cuando entraste en la casa? -Manuelo me dejó entrar como siempre. Me sirvió una bebida, después nos dejó a Foster y a mí solos en la biblioteca, y cerró las puertas. Brindamos por el éxito de todos. Él empezó a hablar… Bueno, a decir bobadas. Me contó lo emocionados que estabais los dos por el embarazo. -Eso no es una bobada. -Sí, ya, pero… pero fue la forma en la que me lo dijo. Se le hizo un nudo en la garganta, o lo fingió. Y me confesó que nunca te había visto tan guapa como el día en que le habías dicho: «Vamos a tener un hijo», e insistió en lo mucho que significaba la palabra «vamos» para un hombre en su estado. »Me dijo que tenías los pechos sensibles, que no le dejabas que te los tocara, y comentó que te daría mucha vergüenza si te enterabas de que me había contado eso. Habló del bebé. Me preguntó si podía intuir si iba a ser niño o niña. ¿Se me había pasado por la cabeza, mientras lo hacíamos? Me recordó que tendría que esperar y enterarme por los periódicos del nacimiento. No sabría cómo se llamaría hasta que lo leyera en la prensa. Griff sonrió con amargura. -Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que me estaba provocando. Decía cosas que sabía que me calarían dentro. En esos momentos, lo único que yo quería era conseguir que se callara y dejara de hablar de ti y del bebé. No quería seguir oyendo que los tres juntos ibais a ser una familia muy feliz. La miró con mucha atención, para comprobar si era capaz de leer entre líneas. Supuso que sí. Laura bajó la mirada hacia las manos, que tenía entrelazadas con fuerza sobre el regazo. -Me enseñó el dinero que iba a pagarme. Al verlo me entraron arcadas. Tuve ganas de vomitar y sentí asco hasta de mí mismo. Marcia asegura que ella nunca se siente una puta, pero cuando miré esa caja llena de dinero, yo sí me sentí así. Nuestro trato no era ilegal, pero me sentía mucho más culpable aceptando el dinero de Foster que cuando acepté los dos millones de los Vista. Te lo juro por Dios, Laura. »Ni siquiera tenía ganas de tocarlo, y él se dio cuenta. Me dijo que le sorprendía que estuviera tan cortado. Murmuré una excusa. Entonces se echó a reír y dijo: «Ay, pobre, no quiere que se termine, ¿verdad?». Laura lo miró con el semblante serio. -¿Qué? -Sí, dijo algo así. Empezó a chotearme diciendo que me había aficionado a ti igual que me había aficionado a apostar. Dijo que seguro que me encantaba «montármelo» contigo, y lo dijo con esa palabra. Me miraba con recochineo. Cuando lo pienso, vuelvo a ponerme como una fiera. Como tenía miedo de poner en entredicho su inocencia, calmó la rabia y se ciñó a los hechos. -Le dije que estaba sonado. Pero no se calló, sino que empezó a repetir mil veces: «Pobre Griff». Esa cantinela me puso furioso, Laura. Lo admito. Noté que estaba a punto de perder la paciencia. Con silla de ruedas o sin ella, tenía ganas de estrangularlo. Tenía tantas ganas que


me di la vuelta para no verlo. Y cuando lo hice, miré hacia el escritorio. Y te juro que no vi el abrecartas. O si lo vi, no me fijé. En lo que sí me fijé fue en una hoja de papel con aspecto oficial. »Entonces Foster se calmó. Dejó de repetir esa horrible cantinela. No sé si se dio cuenta de que estaba a punto de tirarlo al suelo, o si vio lo que me había llamado la atención. Pero en cualquier caso, me dijo: «Claro, por eso ha venido, ¿verdad? Ahí tiene mi propuesta de lo que podríamos hacer si Laura y yo morimos antes que usted. Léala». »En ese momento sólo quería acabar con el trato y salir pitando de allí antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirme. Así que cogí el papel y empecé a leer. O lo intenté. -Eran garabatos. Sorprendido, Griff preguntó: -¿Lo has visto? -Rodarte me enseñó el papel y me preguntó si sabía lo que significaba. -Vale, entonces ya sabes que era una trampa. Me había ventilado una copa de bourbon muy fuerte. Todavía tenía la mente embotada por todas las cosas que acababa de decirme tu marido. Pensé que por eso no entendía lo que leía. Volví al principio y empecé a leer otra vez. Y entonces fue cuando me di cuenta de que algo se movía detrás de mí. -¿Detrás de ti? -Era Manuelo. No lo había oído entrar. Supongo que Foster repetía lo de «Pobre Griff» para que no lo oyera. Pillé a Manuelo justo a tiempo. Los reflejos, entrenados tras años de deshacerse de los atacantes en los partidos, reaccionaron. Se movió hacia un lado apenas medio pie, pero bastó para neutralizar el empujón que iba a propinarle Manuelo. -Por desgracia, sus reflejos eran casi tan rápidos como los míos y consiguió atraparme con los brazos. Me puso uno en la garganta y el otro alrededor de la caja torácica. Ya sabes lo fibroso y fuerte que está. Ella asintió. -Empezó a apretar. Notaba como si tuviera una pitón estrangulándome. Griff recordaba el forcejeo, cómo le había clavado las uñas en el brazo al hombre. Le rasgó la piel a Manuelo con las uñas, pero no consiguió nada más. Para ser un hombre de tan poca estatura, el asistente tenía una fuerza increíble. Sus músculos estaban entrenados para aplicar la presión donde fuera necesario, y para hacerlo con absoluto control. Se habían enzarzado en un baile macabro, dando vueltas y vueltas, hasta que tiraron la mesita auxiliar y mandaron por los aires los objetos que había encima; rompieron una lámpara. -Intenté como un loco deshacerme de sus garras -continuó Griff-, por lo menos por una fracción de segundo, lo suficiente para poder respirar. No sirvió de nada. »No tardé en empezar a sentirme más débil. Unos puntos negros aparecieron en mi campo de visión. En los partidos de fútbol ya había perdido el conocimiento alguna vez por culpa de un golpe, así que reconocí los síntomas y supe que estaba a punto de quedarme inconsciente. Pero aún veía a Foster sentado en la silla de ruedas, golpeando los brazos en secuencias de tres, mientras murmuraba: «Hazlo, hazlo, hazlo», también en secuencias de tres. Laura se apretó los labios con las yemas de los dedos. -¿Crees lo que te cuento o estoy malgastando saliva? -preguntó Griff.


-Sigue. -Lo que voy a decir ahora no te va a gustar. Estaba a punto de perder el sentido cuando se me iluminó algo que creo que sabía desde el momento en que lo conocí. Estaba loco. -No digas… -No, Laura. Ahora escúchame. Estaba enfermo. Por lo menos, algo le fallaba. ¿Qué hombre en su sano juicio, casado contigo, le pediría a otro hombre que se acostara contigo? Y encima le pagaría… Por el motivo que fuera. Ella no dio ninguna respuesta, y Griff no esperaba que lo hiciera. -Ahora estoy convencido de que liquidarme formaba parte de sus planes desde el principio. -Laura estaba a punto de protestar, pero él habló antes de darle tiempo-. Piénsalo. Estaba obsesionado con que nuestro acuerdo se mantuviera en secreto. Para garantizar eso, yo tenía que morir. Dejarme vivo era algo turbio. Para un limpiador compulsivo como él, yo era una arruga inaceptable en el mantel, una mancha de agua en la encimera de granito. Foster insistía en la perfección y, para que su plan fuera perfecto, había que eliminarme. -Hizo una pausa y luego añadió-: Que él lo quisiera podía entenderlo. Pero me preguntaba qué querías tú. -¿Yo? -Sí, ¿estabas al tanto de lo que él pretendía, Laura? ¿También tú lo habías planeado? -Ni siquiera pienso responder a esa impertinencia. -¿Por qué fuiste a Austin aquel día? Griff escuchó mientras ella le contaba los motivos. -Pasase lo que pasase aquella noche, yo no estaba al corriente -dijo acalorada-. Ni siquiera sabía que habías ido a la mansión hasta que Rodarte me contó que tus huellas estaban en el arma homicida. Griff se frotó la cara con la mano. -No creía que hubieras planeado mi muerte, pero cuando estaba a punto de perder el sentido, la pregunta se me pasó por la cabeza. ¿Acaso habías viajado a Austin a propósito para no tener que presenciar mi asesinato? -¿En serio pensaste eso? -Es asombroso con qué claridad ve uno las cosas cuando está a punto de morir. Te habías negado a hablar conmigo después de nuestra última tarde juntos. -Ya sabes por qué no «podía» hablar contigo, Griff. -Te sentías culpable. -Sí. -Entonces, a lo mejor la única forma de borrar la culpa era borrarme a mí. Ella se lo quedó mirando sin pestañear. Él suspiró. -De acuerdo, ya sé que no. Pero eso es lo que se me pasó por la cabeza. Y entonces, justo cuando iba a caerme redondo, se me ocurrió un pensamiento todavía peor. Tú también conocías el secreto de Foster. Ella volvió a mirarlo sin reaccionar durante varios segundos y después cayó en la cuenta. -¿Qué insinúas? -Después de que dieras a luz, ¿qué pasaría si él decidía que también eras una amenaza para su secreto? -Foster me quería. Estoy convencida. Me adoraba. -No lo dudo, Laura. Pero su mente estaba más retorcida que su cuerpo. ¿Y si empezaba a


verte como un fallo en su plan perfecto? Si te borraba del mapa a ti también, él sería el único en este mundo que conociera la verdad sobre la paternidad de su heredero. Tú serías una amenaza mientras vivieras y, por eso, debías desaparecer. -¡Jamás lo hubiera hecho! -A lo mejor no -dijo Griff sin convicción-. Pero fue el miedo a que lo hiciera lo que me salvó la vida. Me dio fuerzas renovadas. Empecé a luchar contra ese puto salvadoreño como si acabaran de soltarme del infierno. Le golpeé. Le pateé. Le arañé. Incluso intenté morderle. »Pero me había quedado sin oxígeno. Mi coordinación era una mierda. Casi no podía pensar. Lo único que conseguí pataleando fue acabar con todas mis reservas. Entonces fue cuando me di cuenta de que la única forma que tenía de sobrevivir era fingir que me rendía. Dejé caer el cuerpo. «Bien, bien, bien», oí que decía Foster. Manuelo me soltó. »Tuve la ocurrencia de caerme con la cabeza hacia abajo, para poder esconder mejor que seguía respirando. Foster dijo: «Muy bien, Manuelo. Muy bien. Muy bien». »Oía cómo Manuelo intentaba recuperar el aliento. Estaba de pie, muy cerca de mí. Abrí un poco un ojo y vi que su pie derecho quedaba a unos centímetros de mi cabeza. Lo agarré por el tobillo y tiré del pie hacia un lado. La gravedad hizo el resto. Manuelo se desplomó en el suelo y aterrizó de espaldas. Griff se abalanzó sobre él y le clavó el puño en la nariz, notó cómo chocaba contra el cartílago y la sangre empezó a mancharle los nudillos. Pero Manuelo no se rindió. Colocó la muñeca por debajo de la barbilla de Griff y lo empujó con tanta fuerza que habría podido romperle el pescuezo si no se hubiera apartado a tiempo. Manuelo empleó ese instante para zafarse de Griff. Se puso de pie de un salto con la agilidad de un gato y le pateó la sien a Griff con el tacón del zapato. Griff soltó un grito cuando el dolor empezó a extenderse por el cráneo. Notó unas arcadas en la parte posterior de la garganta pero se las tragó y se puso de pie como pudo. Consiguió mantenerse erguido, pero de forma inestable. La habitación daba vueltas. Para evitar quedar inconsciente, pues estaba a punto de hacerlo, parpadeó con rapidez e intentó enfocar a Manuelo. La sonrisa vacua del hombre había sido sustituida por una mueca. -Tenía el abrecartas en la mano -le contó Griff a Laura-. Foster repetía: «Sin sangre, sin sangre, sin sangre». Pero no creo que Manuelo lo oyera. Ya no oía nada, ya no le importaba nada. La pelea se había convertido en una cuestión de orgullo personal. Le habían mandado que me matara. Para salvar el tipo, eso era lo que iba a hacer. Laura abrió los ojos como platos. Llevaba varios minutos sin moverse ni decir una palabra. -Cuando Manuelo saltó, yo me agaché. -Griff había confiado en hacerlo en el momento justo, un talento innato que le había permitido lanzar un pase con una precisión que desafiaba a la física un segundo antes de que lo atraparan los atacantes en el juego. Esperó hasta que Manuelo se abalanzó sobre él, justo entonces agachó la cabeza, cayó al suelo y rodó-. Manuelo no pudo parar el impulso. Aterrizó contra la silla de ruedas de Foster con un trompazo. -Y el abrecartas… -Sí. -Se había clavado hasta la empuñadura en el lateral del cuello de Speakman-. Cuando Manuelo retrocedió y vio lo que había hecho, empezó a gritar. Por muchos años que viva, jamás olvidaré ese sonido. Otro de los sonidos que Griff no olvidaría jamás era el gorgoteo que salía de la boca de


Speakman, que se abría y se cerraba como la de un pez moribundo. Pero a Laura no le hacía falta saber los detalles más escabrosos de cómo había sufrido su marido antes de morir. -Fue un accidente atroz -le dijo Griff entonces-. Pero a Rodarte le parece el acto de un amante despechado y celoso. Durante un buen rato, permanecieron en silencio. Al final, Laura respiró hondo, como si se despertara de un sueño profundo o de una pesadilla. -Tienes razón. A Rodarte le parece exactamente eso. -¿Y qué te parece a ti?


Capítulo XXXIII Después de varios minutos de silencio, Griff dijo: -Tienes que creerme, por lo menos en parte, porque si no, no seguirías en este coche. Laura se pasó los dedos por la melena. Había estado intentando encontrar las palabras precisas que reflejaran las dudas que albergaba sin sonar desleal al marido que acababa de enterrar. Pero no estaba segura de si eso era posible. -Foster daba saltos de alegría con el tema del bebé -empezó a decir-, pero le supliqué que no te lo notificara hasta que tuviéramos la confirmación médica del embarazo. -Me llamó justo después de que te dieran los resultados del análisis de sangre. -Esa tarde admitió que había hablado contigo. Me pidió disculpas por no esperar hasta que yo llegara para llamarte, pero dijo que no podía aguantar más sin compartir la buena noticia. Me dijo que nos deseabas todo lo mejor, pero que lo que más te importaba era cobrar el dinero cuanto antes. -Eso es mentira. Yo… Laura levantó la mano. -Deja que te lo cuente desde mi punto de vista. Luego puedes corregirme. Griff asintió con la cabeza. -Foster y yo lo celebramos aquella noche. Le pidió a la señora Dobbins que preparase una cena especial. Me obligó a comer una segunda ración de patatas, recordándome que tenía que comer por dos. No me quitaba ojo de encima. Me mandó que subiera por el ascensor en lugar de subir caminando como siempre. Insistía en que la escalera era peligrosa y podía caerme. Le dije que iba a volverme loca si se comportaba así durante los siguientes nueve meses. Pero fui comprensiva con su estado de ánimo. A decir verdad, los dos nos reímos de su exceso de protección. Cuando Manuelo lo preparó para pasar la noche, fui a su dormitorio. Me dio la mano y me dijo lo mucho que me quería, me repitió lo emocionado que estaba por el bebé. Cosas así. -Se le sonrojaron las mejillas, porque le daba un poco de vergüenza-. Fue muy tierno y atento, y más afectuoso de lo que había sido en meses. Me quedé con él hasta que concilió el sueño. Laura se dio perfecta cuenta de la silenciosa inmovilidad de Griff, de su mirada imperturbable. -Teniendo en cuenta su comportamiento de aquella noche, no comprendí por qué insistió tanto en que viajara a Austin a la mañana siguiente. Era un viaje innecesario. El incidente podría haberse resuelto tranquilamente con ayuda del supervisor de la zona, y debería haber sido así. Era un insulto para él que Foster me enviara para vigilar. Además, no era su modo habitual de proceder. No tenía ningún sentido que me mandara allí. -Para mí sí tiene sentido. A su pesar, Laura asintió. -Habíamos resuelto el problema a media tarde. Podría haber cogido un vuelo más temprano de vuelta de Dallas, pero, sin consultármelo, Foster me había organizado una cena con algunos de los responsables de la oficina de Austin. La velada se prolongó muchísimo. Llegué con el tiempo justo de coger el vuelo de las nueve de la noche, el último que había.


-No quería que regresases antes de esa hora. Quería mantenerte al margen para que no te entrometieras. Para cuando tú regresaras, yo ya estaría muerto. -Sigo sin poder creérmelo, Griff. De verdad, es que no puedo. A pesar de lo que tú pienses, no era un lunático. Admito que se había vuelto cada vez más obsesivo. Lo de hacer las cosas en series de tres, la limpieza… ¿Viste los frascos de desinfectante? -Por todas partes. -No toleraba ninguna mancha, nada fuera de su sitio, ningún detalle dejado al azar. Pero no me cabe en la cabeza que le mandase a Manuelo que te matase con las manos desnudas. -No quería que mi sangre manchara su alfombra de lujo. Ella lo fulminó con la mirada. Luego añadió: -Ya sabes a qué me refiero. ¿Cómo pensaba salir airoso del embrollo? -Aseguraría que había asaltado la mansión y había intentado matarlo. -¿Por qué? -Por ti. Diría que Manuelo le había salvado la vida cuando lo ataqué en un arrebato de celos. -Pero Foster no conocía a Rodarte. Y por supuesto, ignoraba que el detective había descubierto la casa de la calle Windsor y había llegado a la conclusión de que tú y yo teníamos una aventura. Si te hubieran matado a ti, ¿cómo le habría explicado Foster al investigador…? -Rodarte habría hecho todo lo que estuviera en su mano para que lo pusieran en el caso, te lo aseguro. Me prometió que sería testigo de mi autodestrucción. -Ya, pero entonces, ¿qué justificación le habría dado Foster para que intentaras atentar contra su vida? Griff lo pensó un momento. -El dinero. Habría dicho que yo había ido a la mansión para pedirle más. -Foster no le habría contado a nadie lo de nuestro acuerdo, y mucho menos a alguien tan mezquino como Rodarte. -A lo mejor le habría dicho que me había ofrecido un trabajo en publicidad, y que después había cambiado de opinión y había retirado la oferta. -Supongo que es plausible. -Conociendo a Rodarte como lo conozco, estoy seguro de que tarde o temprano habría jugado su baza, le habría dado el soplo al pobre cornudo a quien yo había tomado el pelo acostándome con su mujer. Por supuesto, Foster habría dejado que creyera que yo había actuado por celos. Nuestra aventura secreta le habría dado todavía más aspecto de víctima, y a mí, de asesino en potencia. Laura reconoció en silencio que sonaba lógico, pero seguía sin estar del todo preparada para aceptarlo. -¿Y qué me dices de ese documento falso? ¿Y de la caja de dinero? ¿Cómo habría explicado Foster esas cosas? -Si Manuelo me hubiera matado -dijo Griff-, esas cosas habrían desaparecido de allí. Foster no esperaba que las viera nadie más que yo. No tenía nada que objetar a eso. -Está bien, ya veo que podría haberle dado a Rodarte una explicación verosímil, y Rodarte la habría aceptado, pensando que Foster no tenía ni idea de lo nuestro. Pero ¿qué me habría dicho Foster a mí?


-Probablemente, que la confirmación del embarazo había despertado mi avaricia. Te habría dicho que llegué a la mansión y le exigí que subiera el medio millón. Cuando se negó a pagarme más, lo ataqué. Gracias a Dios que estaba Manuelo. Y gracias a Dios que por lo menos había realizado la tarea para la que me habías contratado. Estabas embarazada. Mi muerte era una tragedia, pero ¿no era también una suerte que ya no rondara por allí, una amenaza continua para el secreto y el bienestar de vuestro hijo? -Hizo una pausa y añadió-: Habría sido justo como a él le gustaba todo, Laura. Limpio y ordenado. Permanecieron un rato callados. Terminaron las películas. La gente empezó a salir del multicines y se dirigió al aparcamiento. Fueron llegando otras personas. Se formó una cola para comprar entradas. Pero la furgoneta y el todoterreno no se movieron, y nadie se fijó en la pareja que había sentada en el discreto coche de tamaño mediano que había entre los dos vehículos. -Tus huellas estaban en la empuñadura del abrecartas. -También las de Manuelo. -Pero él podría haberlo tocado en cualquier momento. -Intentó mirarle a los ojos, pero él desvió la mirada-. ¿Griff? -No quería que supieras cómo había muerto. -Tengo que saberlo. Él miró hacia otro lado, a través del parabrisas, y centró la mirada en una familia de cuatro miembros, padre y madre, con dos niños, que acababan de salir de una película. El hijo más joven ponía los ojos en blanco, sacudía los brazos y daba brincos desacompasados, sin duda imitando a un personaje de dibujos animados. No paraban de reírse mientras se subieron al utilitario y se marcharon. -¿Por qué estaban tus huellas en el abrecartas? -Intenté salvarle la vida -respondió él en voz baja-. Cuando vi lo que había provocado los chillidos de Manuelo, lo aparté de un manotazo y le grité que llamara a urgencias. Pero le había cambiado la cara por el horror de lo que había hecho. Así que llamé yo. Mientras tanto, Manuelo se esfumó. »Me incliné sobre Speakman para ver lo grave que era el corte. Mi reacción inicial fue intentar sacarle el abrecartas de la garganta. Lo cogí pero casi de inmediato me di cuenta de que era mejor dejar esa cosa donde estaba. Taponaba en parte la herida, que, aun con todo, sangraba a borbotones. -Se detuvo y soltó un juramento en voz baja-. Laura, ¿seguro que quieres oírlo? -Tengo que hacerlo. Griff vaciló pero luego siguió con el relato: -No podía hacer nada más que lo que hice, que fue aplicar presión alrededor de la hoja, intentar disminuir el sangrado. Ella tragó saliva. -Rodarte dijo que había sangre en las manos de Foster, y tejido debajo de sus uñas. Que había… Griff extendió las manos con las palmas hacia abajo, para que Laura pudiera ver las marcas de los arañazos en el dorso que le había propinado Foster. -Él intentaba sacarse el abrecartas. Pero yo estaba seguro de que si lo hacía, moriría, así que, sí, los dos luchamos por controlarlo.


Esperó para ver si ella respondía a eso, pero como no dijo nada, continuó: -Le hablé, intenté tranquilizarlo y conseguir que dejara de forcejear. Le dije que la ambulancia estaba de camino. Le dije que aguantara, que fuera fuerte. Cosas así. Pero… Sacudió la cabeza-. Yo ya sabía que no se salvaría, y creo que él también lo sabía. -¿Dijo algo? Griff negó con la cabeza. -No podía articular palabra. -¿Estabas con él cuando…? -Sí. Me quedé. -Gracias por hacerlo. -Dios, no me des las gracias -dijo Griff, y sonó casi enfadado-. Créeme, en cuanto se apagó, me largué corriendo. Sabía lo que parecería. No tuve más agallas que Manuelo. Agarré el culo y eché a correr. Y… Se detuvo, desvió la mirada hacia la entrada del cine, iluminada por los focos. -¿Qué? Soltó una bocanada de aire. -Muchas veces, después de haber pasado aquella tarde contigo, deseé que estuviera muerto. -Entonces la miró directamente a los ojos-. No muerto, precisamente. Sino… ausente. En lo más profundo de mi alma podrida, deseaba que desapareciera. -Continuó mirándola durante unos segundos lentos antes de volver a hablar-. Pero yo no lo maté. ¿Me crees ahora? Laura abrió la boca para hablar pero descubrió que no podía. La historia de Griff era más creíble de lo que ella quería que fuese. Pero también recordó la tarde en la que hicieron el amor como locos, el ansia y la urgencia que demostró. Las respuestas apasionadas de ella habían despertado en él un afán salvaje de posesión. Recordó cómo sus manos grandes se habían deslizado por todo su cuerpo, agarrándolo, recordó la intensidad con que la había penetrado, y lo celosamente que la había abrazado después. La mujer bajó la cabeza y se masajeó las sienes. -Olvídate de lo que te he preguntado -dijo él para salir del paso-. No vas a creerme hasta que no tenga la confesión jurada de Manuelo Ruiz diciendo que mató por accidente a tu marido. Ni tú, ni Rodarte. Laura alargó el brazo y lo agarró de la mano con rabia. -No te atrevas a compararme con Rodarte. Y tampoco me mires con esa cara. Me estás pidiendo que crea en tu inocencia. Quiero hacerlo, Griff. Pero creer en ti también implica aceptar que mi marido, la persona que había amado y admirado durante años, era un loco que planeó tu asesinato. Son demasiadas cosas para asimilarlas tan poco después de haberlo enterrado. Perdóname si me resulta difícil. Dejó caer la mano y durante unos segundos el ambiente se enrareció. Él fue el primero en dar su brazo a torcer. -Está bien. Basta de caras largas. -Alargó la mano hacia el asiento de atrás y cogió la bolsa de deporte, se la colocó en el regazo y abrió la cremallera-. La única esperanza que tengo de probar mi inocencia, ante todos, es encontrar a Manuelo Ruiz. Sacudió la bolsa y sacó lo que parecían ser las reliquias que el asistente había guardado de su vida en El Salvador. Un rosario. Un mapa de México, con una línea marcada con pintura roja que serpenteaba hasta llegar a un punto en el que había una estrella, en la frontera de


Texas. -La ruta que siguió -dijo Griff. Había una fotografía antigua de una pareja en el día de su boda-. Sus padres, ¿no crees? Le tendió la fotografía a Laura. -Puede ser. La edad parece encajar. Básicamente eso era todo, salvo unos cuantos libros de bolsillo en español y una cartera barata. Griff comprobó todos los compartimentos. En el último en que miró, encontró un trocito de papel manchado. Lo habían doblado y desdoblado tantas veces que las arrugas estaban sucias y muy gastadas. Griff lo extendió con cuidado y lo dejó abierto sobre el muslo. Leyó lo que había escrito en el papel, después sonrió y le dejó ver la hoja a Laura. Había cuatro dígitos y un nombre escritos a lápiz. Laura miró de nuevo a Griff. -¿Una dirección? -Eso parece. Es un punto por el que empezar a buscar. -Pero podría estar aquí mismo, en Dallas o en Eagle Pass. -Sí, pero algo es algo. De repente le dio un arrebato. -¿Llevas móvil? Ella buscó en el bolso hasta encontrarlo. Antes de dárselo, comprobó si la habían llamado y vio que tenía varias llamadas perdidas. -Lo dejé en silencio en el despacho y se me olvidó volver a activarle el sonido. Kay me ha llamado una vez. Y Rodarte ha llamado tres veces. La última, hace doce minutos. Le pasó el teléfono a Griff. Él apretó el botón de respuesta, de modo que el número de Rodarte fue marcado automáticamente. Apenas sonó una vez antes de que el hombre contestara. -¿Señora Speakman? -Siento decepcionarte, Rodarte. Tú me tienes a mí. Y yo la tengo a ella. -Eres un pringao, Burkett. Acabas de hundirte aún más en el barro. -Oye, te lo diré de forma rápida y fácil de entender, incluso para ti. Yo no maté a Foster Speakman. Lo mató Manuelo Ruiz. Rodarte se echó a reír. -Sí, claro, el mayordomo. El esclavo que adoraba a ese tío. Venga ya, tómale el pelo a otro. -Fue un accidente. Manuelo se peleó conmigo. -Porque intentaba proteger a Speakman de tus garras. -Te equivocas otra vez, pero ya entraremos en detalles más tarde. Tú y yo necesitamos a Manuelo. Tienes razón en que adoraba a Speakman. Por eso le horrorizó tanto ver lo que había hecho y salió huyendo. Encuéntralo y todos nuestros problemas habrán acabado. Tengo un soplo que darte. -Le leyó la dirección-. La encontramos entre los objetos de Manuelo. No tenía mucho, así que esto debe de significar algo importante, o no lo habría guardado. -¿De qué ciudad? -No lo sé, pero tienes medios para averiguarlo. -Y él tiene casi una semana de ventaja. -Por eso no puedes perder más tiempo. Si lo encuentras, trátalo bien, y te contará la verdad de lo que pasó aquella noche. Nadie asesinó a nadie a propósito. Manuelo te lo dirá. Te


contará que… Griff dejó de hablar de repente para sorpresa de Laura, que había estado siguiendo la conversación palabra por palabra. Un segundo hablaba a toda prisa por el móvil y el segundo siguiente se quedaba callado, mirando al infinito. Por el auricular del teléfono oyó que Rodarte decía: -¿Burkett? ¿Burkett, estás ahí? ¡Burkett! -¿Griff? -susurró Laura-. ¿Qué pasa? Él enfocó la mirada en ella y de pronto cerró la tapa del móvil, cortando la llamada de cuajo. Abrió la puerta del coche y tiró el teléfono al suelo. Volvió a encender el motor a la vez que le decía: -Seguro que Rodarte ha empezado a buscar tu móvil por satélite. Tenemos que largarnos de aquí ya. -No lo entiendo. Agarró con fuerza el bolso de mano mientras él salía marcha atrás del aparcamiento y empezaba a conducir a toda velocidad. -Manuelo Ruiz podría demostrar mi inocencia. -Por eso estás tan desesperado por encontrarlo… -Y por eso Rodarte está tan desesperado por que no lo encuentre.


Capítulo XXXIV Salió a toda velocidad del aparcamiento del multicines, rodeó el complejo del centro comercial y tomó la primera incorporación que vio a la autopista central, en dirección norte. Apretaba el acelerador pero no se atrevía a pisarlo a fondo por miedo a que lo pararan por exceso de velocidad. Conducía con un ojo puesto en el espejo retrovisor, temeroso de que, en cualquier momento, apareciera en su campo de visión un coche patrulla que lo persiguiera. -¿Por qué no iba a querer Rodarte encontrar a Manuelo Ruiz? -preguntó Laura. -Piénsalo. No es que haya puesto a Manuelo en busca y captura precisamente, ¿no? -Rodarte pensaba que lo habías matado y que lo único que descubrirían sería su cadáver. Le interesaba más encontrarte a ti. -Para culparme de asesinato. Lo mejor que le podría pasar a Rodarte sería que Manuelo ya hubiera cruzado la frontera y se dirigiera de vuelta a la selva, para no volver a salir de allí jamás. ¡Mierda! -exclamó en un susurro, a la vez que daba un puñetazo al volante-. ¿Crees que se quedó con la dirección? ¿Crees que la entendió? -Eh… -Porque si encuentra a Manuelo antes de que yo lo encuentre, ese hombre nunca llegará al juicio, lo más probable es que ni siquiera llegue a la sala de interrogatorios. -¿Crees que Rodarte lo ayudaría a escapar? -Si Manuelo tiene suerte, podría hacer eso. Pero lo que me da más miedo es que Rodarte quiera asegurarse de que nadie oiga la versión de Manuelo sobre lo que pasó aquella noche. Nunca. -Te refieres a que… ¿podría matarlo? Él se encogió de hombros. -Griff, es un agente del cuerpo de policía… -Sí, que ha dedicado todas sus energías a llevarme al corredor de la muerte. Con ese propósito, no le importará prescindir de Manuelo. -Y ¿qué hacemos ahora? ¿Llamamos a uno de los superiores de Rodarte, les contamos tu versión? Griff sacudió la cabeza. -No sé cuáles de ellos son sus aliados. Contrató a dos para que me dieran una paliza. No sabría en quién confiar. -Entonces, ¿qué? -Tenemos que encontrar a Manuelo antes que Rodarte. -¿Cómo vamos a hacerlo? Tras culebrear y ponerse delante de un camión para tomar una salida, Griff murmuró: -Y yo qué coño sé… La crepería estaba abierta toda la noche. A cualquier hora estaba bien iluminada y llena de gente, igual que el aparcamiento. Un coche abandonado allí no llamaría la atención. Griff aparcó y se bajaron del vehículo. -Bienvenida al glamuroso mundo de los fugitivos.


Le dio la mano a Laura y la condujo a la parte posterior del edificio, donde estaban los malolientes contenedores de basura, abiertos y llenos hasta los topes. -¿Adónde vamos? -Está a menos de un kilómetro. ¿Te ves con fuerzas? -Un kilómetro no es ni el calentamiento. Griff le sonrió pero su expresión era taciturna. -No he dicho que fuera un kilómetro fácil. Cuando dejaron atrás la zona con establecimientos, se adentraron en un barrio residencial. A lo largo de los últimos días, con el método de prueba y error, Griff había aprendido cuál era la ruta más segura, aunque no la más sencilla. Tuvieron que atravesar metros de follaje y arbustos densos, y rodear árboles frondosos, pero por lo menos no había iluminación exterior, ni vallas, ni perros que ladraran. Llegaron a la casa por detrás. Griff se sintió aliviado al ver que no había luces en el interior. Cada vez que regresaba a su refugio, tenía miedo de que los dueños hubieran vuelto durante su ausencia. El patio posterior estaba limitado por una valla de estacas, pero cuando llegaron a la puerta de la verja, Griff abrió el cerrojo sin dificultad. -Nunca la cierran. Instó a Laura a cruzar la portezuela y después la cerró con cuidado. -¿Quién vive aquí? -le preguntó Laura en un susurro. Era evidente que las casas que había a ambos lados estaban habitadas. Las luces se colaban por las ventanas. Cerca de allí oyó el siseo de un aspersor. También se oía la banda sonora de un programa televisivo. -Antes vivía yo. -La condujo hasta la puerta de atrás, la abrió y tiró de Laura para que entrase tras él. Empezó a sonar la alarma, pero Griff marcó una secuencia de números y se hizo el silencio-. No han cambiado el código. Después de todos estos años, sigue siendo el mismo. -¿Ésta era tu casa? -La de mi entrenador y su mujer. Me acogieron cuando tenía quince años. -Los Miller. -Al ver la cara de sorpresa de Griff, Laura añadió-: Me he informado. Griff no se atrevía a encender las bombillas, pero le llegaba luz suficiente de las casas adyacentes a través de los visillos de la cocina para poder distinguir las facciones de Laura cuando estudió su rostro. -¿Te has informado sobre mí? -Cuando Foster recomendó que fueras el padre del bebé, busqué información sobre tu pasado. -Ah. -Esperó un instante y luego añadió-: Supongo que aprobé el examen. A pesar de que mi padre fuera un machista violento y de que mi madre fuera una puta. -No era culpa tuya. -Ya sabes lo que dice la gente: de tal palo, tal astilla. -Por norma general, la gente se equivoca. -En este caso no. Yo salí igual de podrido. Ella negó con la cabeza y estaba a punto de decir algo cuando la nevera empezó un ciclo y emitió un zumbido que sonó como una sierra eléctrica en aquella casa tan silenciosa. Laura


dio un respingo. Griff le tocó el brazo. -Tranquila, es la nevera. No pasa nada. Ven. Le dio la mano y tiró de ella mientras se desplazaba desde la cocina hacia la sala de estar, donde las cortinas estaban corridas y la oscuridad era mucho más espesa. Todavía en un susurro, Laura preguntó: -Entonces, ¿aquí es donde te has escondido todo este tiempo? -Desde que me escapé de casa de Turner. -¿Te han dado cobijo? -No exactamente. No saben que estoy aquí. Vine a ver a Ellie hace unas semanas. Me comentó que iban a hacer un viaje a Hawai. Supongo que es donde deben de estar ahora. Bueno, no importa, el caso es que me presenté aquí, dispuesto a suplicar su perdón. No me hizo falta. -Tendrás que hacerlo cuando regresen. -A lo mejor -dijo él con preocupación-. Estoy seguro de que el entrenador me echará a patadas. Pero por lo menos nadie podrá acusarlos de haberme ayudado. Siento no poder encender las luces. Los vecinos saben que están de viaje y seguro que echan un ojo a la casa. Este barrio es así. Los vecinos se ayudan. Cuidado, voy a cerrar esta puerta. Cerró la puerta que había entre la sala de estar y el pasillo, y quedaron sumidos en una completa oscuridad. -¿A Rodarte no se le ha ocurrido buscarte aquí? -Seguro que lo hizo, y no me extrañaría que pidiera a un coche patrulla que hiciera rondas de vigilancia por estas calles. Pero cuando descubrió que los Miller estaban fuera del Estado, supuso que yo no estaría en su casa. Además, sabe que ahora el entrenador no soporta verme. Es probable que piense que, si yo asomara la nariz por aquí, él sería la primera persona a quien llamara el entrenador. Confío en que todo esto se solucione antes de que Ellie y él vuelvan de vacaciones y nunca se enteren de que he utilizado su casa. -Se rió en voz baja-. Aunque lo más probable es que Ellie se dé cuenta. He intentado recogerlo todo después de usarlo, pero es un ama de casa excelente. -¿El coche en el que íbamos es suyo? -Sí, es su segundo coche. No lo usan mucho. Lo saqué del garaje sin que me vieran en plena noche, lo llevé al aparcamiento del restaurante y lo dejé allí. Desde entonces, lo he aparcado siempre en el mismo sitio. Para los vecinos, el coche sigue metido en el garaje de la casa. Fue palpando la pared hasta que llegó a la puerta de su dormitorio. -Entra. Una vez que estuvieron dentro y hubieron cerrado la puerta tras ellos, la soltó de la mano y tanteó con los dedos hasta encontrar el escritorio. Distinguió la lamparita por el tacto y la encendió. Los dos parpadearon ante la repentina luz. Griff se desplazó hacia la ventana que daba al jardín delantero. -Rudimentario pero eficaz. Había extendido una manta oscura sobre el marco de la ventana y la había ajustado con cinta adhesiva, para que no se colara ni el menor resquicio de luz. -Desde fuera lo único que se ve son las persianas bajadas. -Ingenioso.


-Más bien desesperado. Encima de la mesa había un ordenador portátil. Lo encendió. Lo había encontrado en el dormitorio de invitados. El entrenador siempre había maldecido los ordenadores, porque decía que eran «un coñazo de utilizar», así que Griff supuso que era Ellie quien se había unido a la era de la electrónica. Mientras se encendía el sistema, Griff observó a Laura, que deambulaba por la habitación, mirando fotos, trofeos, recortes de prensa y otros recuerdos de su vida… a partir de los quince años. -Empezaste pronto. En ese momento miraba una foto de él antes de que tuviera edad suficiente para afeitarse. Estaba en cuclillas con una rodilla sobre la hierba, vestido con el uniforme del equipo de fútbol con las clásicas hombreras, el casco agarrado debajo del brazo y la expresión más mezquina que sabía poner. Las fotografías y premios de esa habitación marcaban la crónica de su carrera de futbolista, desde los equipos adolescentes hasta el fatídico partido de los play-off contra los Redskins. -Te encantaba, ¿verdad? -preguntó Laura. -Sí. -¿Te arrepientes de lo que hiciste? -Ni te lo imaginas. Miró la pantalla del ordenador. No era un modelo nuevo, rápido ni moderno. Los programas seguían cargándose. Laura se sentó en el borde de la cama y cruzó las manos sobre el regazo, como si se dispusiera a escuchar. Griff se quedó mirando una foto enmarcada de sí mismo en el momento de lanzar un pase. La habían hecho durante un partido gracias al cual el equipo de su instituto había ganado el campeonato estatal. El equipo del entrenador. Todos los alumnos del centro habían hecho un desfile para conmemorar la victoria cuando los jugadores regresaron de Houston, donde habían disputado el partido, en el Astrodome. Hasta ese momento, había sido el punto álgido de la vida de Griff. -Desde el día en que comienzas, sabes que no puede durar para siempre -dijo-. Aunque vayas directo a los equipos profesionales, es una carrera corta. A los treinta eres viejo. A los treinta y cinco eres una momia. Y eso si no tienes una lesión grave. Cada partido que juegas puede ser el último de tu carrera. O incluso el último de tu vida. Cada vez que te lanzan la pelota, estás tentando a la suerte. Volvió la cabeza y la miró. -Pero no cambiaría ni un día de lo que viví. Ni un solo día. Me encantaba la concentración que hacíamos siempre antes de los partidos. Para cuando llegaba el primer lanzamiento, tenía un nudo en el estómago del tamaño de un puño, pero era una ansiedad buena, ¿sabes? Ella asintió con la cabeza. -Me encantaba el chasquido de la pelota al agarrarla con las dos manos. Me encantaba el subidón de adrenalina que sentía cuando me tocaba hacer una jugada complicada y la bordaba. De paso, jugar me permitió obtener becas y favores, educación universitaria, un sueldo millonario. Pero la verdad, Laura, es que habría jugado gratis. Porque, incluso los peores días, me encantaba el fútbol. Sentía pasión por el juego incluso los lunes por la mañana, cuando


apenas podía levantarme de la cama de tantos dolores y magulladuras. -Sonrió-. Muchos días aún tardo media hora en conseguir ponerme en pie. Miró hacia el ordenador. Todavía estaba procesando. -Recuerdo un domingo por la tarde en el estadio de Texas, tirado en la hierba después de que me aplastara la mitad del equipo de los Broncos y en medio de un campo lleno hasta la bandera de aficionados del equipo local. Miré hacia arriba por ese ridículo agujero que había en el techo del estadio y, a pesar de verme sentado de culo y de haber retrocedido siete yardas en aquella jugada, me sentí tan feliz como un niño de poder estar en el campo y me eché a reír en voz alta. Todos pensaron que se me iba la olla, que había sufrido una contusión, o sencillamente que me había derrumbado por la presión. Nadie imaginó que me reía de pura alegría por jugar. ¡Por jugar! -Sacudió la cabeza y ahogó una risa triste-. Sí, me encantaba. Dios mío, adoraba el deporte. Pasaron algunos segundos. Oyó que Laura respiraba hondo y soltaba el aire poco a poco. -Y ellos te adoraban a ti. Cuando se dio la vuelta para mirarla, Laura estaba contemplando una foto de Griff con los Miller. -¿Te refieres al entrenador? ¿A Ellie? -Se encogió de hombros, incómodo-. Has hecho bien en usar el pasado. Ella señaló las paredes, las estanterías llenas, y dijo con cariño: -Todo sigue aquí, Griff. Él le aguantó la mirada unos segundos y después volvió a centrarse en el portátil. -Por fin. Movió el cursor hasta el icono que lo conectaría a Internet. Notó cómo Laura se ponía de pie a su espalda y miraba la pantalla por encima de su hombro. -¿Qué plan tienes? -No tengo plan. Entrar en algún servidor de información, supongo. Intentar encontrar esa dirección. Empezaré por la ciudad de Dallas, después ampliaré al condado de Dallas, y luego, a todo el puñetero Estado si hace falta. -¿No puedes ir más rápido? Griff tecleaba con dos dedos y mirando las letras. Levantó la vista por encima del hombro. -¿Tú sí? Cambiaron de lugar. Ella se acomodó en la silla del escritorio. Él apoyó los brazos en el respaldo para poder ver el monitor. Ella tenía muchas más tablas como mecanógrafa. -Manuelo no escribió si Lavaca era una calle, una avenida o un pasaje -comentó Laura-. Tendremos que probarlo todo. -¿Cuántas calles, avenidas y tal llamadas Lavaca crees que habrá en Texas? -¿Cientos? -Eso mismo pienso yo. Y Rodarte tiene mejores ordenadores y más gente trabajando para él. -¿Puedo hacer una sugerencia? -Por supuesto. -Los impuestos de bienes inmuebles. Todas las propiedades están gravadas con impuestos.


-¿Te parece que alguien que proporciona documentos falsos a inmigrantes ilegales va a pagar impuestos? -Los impuestos se asignan. Si la gente los paga o no, es otro tema. -Está bien. ¿Se puede acceder a informes de impuestos por Internet? -Lo intentaremos. ¿Buscamos la lista oficial de recaudación del condado de Dallas? -Venga, suéltate. Empezó a buscar una página web parecida a ésa. -Háblame de Bill Bandy. La petición lo sorprendió tanto que, por un momento, se quedó callado. Después dijo: -¿Qué quieres saber? -Cómo os conocisteis. Cómo empezaste a tener tratos con él. Griff le dio una versión resumida. -Cuando me puse de deudas hasta las cejas, él me habló de una organización. Cancelaron mi deuda a cambio de que les hiciera unos favores, trampas. Nada que no pudiera ocurrirle a cualquier quarterback un domingo normal y corriente. -Bandy te traicionó. -Los federales lo pusieron en libertad condicional a cambio de que me delatara, y supongo que no tuvieron que retorcerle el brazo demasiado para que lo hiciera. -Hay una calle Lavaca en Dallas, pero los números de las casas tienen tres dígitos, no cuatro -informó Laura. -Prueba con paseo Lavaca. -Los periódicos dijeron que Bandy te había entregado los dos millones en el apartamento de Turtle Creek. -Es cierto. Llevaba un micro. Y en el mismo instante en el que le quité la caja de billetes de las manos, los agentes entraron dando mamporros por la puerta de mi casa y me leyeron mis derechos. -¿Te metieron en la cárcel? -Sí -dijo él sin rodeos, mientras recordaba la humillación de esa experiencia-. Wyatt Turner consiguió que me liberaran con la condición de que entregase el pasaporte. En cuanto salí de la cárcel, fui a buscar a Bandy. Laura dejó de teclear, se dio la vuelta y levantó la vista hacia él. -Ya lo sé, fue una estupidez. Pero estaba furioso. Supongo que quería asustarlo para que se arrepintiera de no estar muerto por haber dado el chivatazo. -Maldijo para sus adentros-. Joder, qué iluso era. Cuando llegué al piso de Bandy, la puerta estaba abierta. Entré. Casi me marcho sin verlo. Lo habían empotrado entre el respaldo del sofá y la pared. Le habían retorcido el cuello de tal forma que tenía la cara casi mirando hacia atrás. -¿Quién lo mató? -Seguro que el clan de los Vista estaba detrás del asunto. Querrían cerrarle el pico para que no pudiera delatarlos igual que me había delatado a mí. -También podrían haberte matado a ti. -Imagino que pensaron que sería más divertido dejarme con vida, para que me inculparan del asesinato de Bandy. Seguro que fueron ellos los que llamaron a la policía. -¿Cómo podían saber que irías a casa de Bandy? -No sé, supongo que imaginaron que iría a buscar a Bandy, por lo menos para decirle lo


decepcionado que estaba con él -dijo con sarcasmo-. Todavía estaba arrodillado junto al cuerpo cuando se presentaron dos coches patrulla. Habían respondido a una llamada anónima al número de emergencias hecha desde una cabina telefónica, según me dijeron. -Los Vista te vigilaban. -Sin duda. Y si conocieras al tipo que se llama Bennett, tú también tendrías la impresión de que puede ver a través de un huracán sin pestañear. Bueno, el caso es que ahí estaba yo, con cargos por actividades mafiosas y apuestas ilegales, y ahí estaba mi corredor de apuestas, el que me había delatado, frito en el suelo. »En ésas entró el detective Stanley Rodarte, a quien habían mandado a investigar el escenario del crimen. Entró y se presentó, me dijo que yo era un jugador de fútbol fantástico, pero que era una pena que me hubiera vuelto corrupto. Entonces miró el cuerpo, volvió a mirarme a mí y se echó a reír. El caso le pareció pan comido. -Tampoco hay ninguna dirección con ese nombre de calle en el registro del condado de Tarrant -dijo Laura. -¿Y en Denton? ¿Qué hay en la parte oeste de Tarrant? Laura consultó un mapa en pantalla, donde aparecían los límites de los condados. -Parker. -Prueba ahí también. ¡Joder! -exclamó mientras miraba el mapa y se daba cuenta del alcance de su esfuerzo-. Podríamos pasarnos toda la noche. Miró el reloj y se preguntó si Rodarte ya habría localizado la dirección y estaría yendo a toda velocidad hacia allí. -Pero el caso no era tan pan comido como pensaba Rodarte -dijo Laura. -El dormitorio de Bandy estaba patas arriba. Lo habían registrado todo. Mis huellas estaban en el sofá, en la pared que había detrás… ¡Hostia, estaba de rodillas al lado del cadáver cuando llegó la pasma! Pero no pudieron demostrar que hubiera entrado en la otra habitación, y te aseguro que Rodarte lo intentó. El tribunal supremo consideró que era imposible creer que hubiera evitado dejar huellas u otras pruebas mientras registraba el piso, pero que después me hubiera quitado los guantes para matar a Bandy. Y si lo había hecho, ¿dónde estaban esos guantes? -¿Por qué registraron la habitación? -Rodarte opinaba que Bandy tenía dinero escondido por algún rincón y que yo me lo había agenciado. Una vez más, Laura se dio la vuelta y levantó la mirada hacia él. -Pero no llevabas dinero metido en los bolsillos, ¿verdad? -No. Pero no tenía por qué ser obligatoriamente dinero en efectivo lo que buscara. Podía ser un número de cuenta o la combinación de una caja fuerte. Algo que pudiera aprenderme de memoria. Más adelante, cuando saliera de la cárcel, tendría un tesoro esperándome. -La miró con seriedad-. Para tu información, nunca entré en el dormitorio de Bandy. No sé lo que tenía o dejaba de tener allí. Pero que yo supiera, el corredor no guardaba ahorros para las vacas flacas. Lentamente, Laura dijo: -No te he preguntado. Volvió a concentrarse en la búsqueda y, tras leer en diagonal la información de la pantalla, dijo:


-No hay nada llamado Lavaca en el condado de Parker. Griff abrió la bolsa de deporte y sacó el mapa de Manuelo. -Vuelve a abrir el mapa del Estado. -Laura obedeció. Cuando la imagen apareció en la pantalla. Griff tocó un punto-. La estrella de color rojo está aquí. -Señaló la parte más al sur del Estado-. Algún sitio entre Misión e Hidalgo. -Es de suponer que por ahí fue por donde entró en el país, ¿no? Dios mío, ¿a cuánto está de aquí? -Por lo menos a seiscientos kilómetros. Yo diría que casi a setecientos. -Hay montones de condados. -Sí, pero me apuesto lo que quieras a que su contacto no estará muy lejos de esa zona. Pongamos que Manuelo fue hacia el norte a través de San Antonio y Austin. -Básicamente siguiendo la I-35. -Sí, básicamente. Concentrémonos en los condados que quedan justo al sur de Dallas-Fort Worth. -Hood, Jonson, Ellis… -Busca ésos y empieza a bajar desde ahí. Lo encontraron en el condado de Hill. -¡Griff! Hay una calle Lavaca en el condado de Hill. A las afueras del pueblo se convierte en la carretera FM 2010. ¡Creíamos que era el número de la casa! Griff se inclinó hacia ella y Laura lo señaló en la pantalla. -¿Qué pueblo es ése? -preguntó él. -Itasca. -Repítamelo -dijo Rodarte. -Itasca. -¿Dónde coño está eso? Conducía con una mano, mientras con la otra se sujetaba el móvil contra la oreja. Había mandado a un agente de la comisaría de policía que buscara la dirección que Griff Burkett le había chivado antes de colgar. Gracias a un satélite y a una tecnología que no comprendía, habían seguido la pista del teléfono de Laura Speakman hasta un cine. Antes de que pudiera emocionarse demasiado con el descubrimiento, encontró el puñetero aparato tirado en el suelo del aparcamiento. Ahí había perdido la pista, porque el coche de la señora Speakman se había quedado en la mansión, y no sabían qué vehículo conducía ahora Burkett. Además, ninguna de las personas a quienes habían preguntado al salir del cine sabía de qué les hablaba. Rodarte había dejado allí a Carter para que intentara recuperar el rastro. A decir verdad, estaba encantado de poder asignarle otra tarea a su compañero. A partir de entonces, prefería trabajar solo. Rodarte se subía por las paredes al pensar que Griff Burkett y su amante adúltera -¿habría planeado el asesinato de su marido con él?- se estaban riendo en su cara. Los idiotas que había colocado para vigilarla tendrían que empezar a buscar trabajo mañana mismo. Y después les haría mucho daño. A ellos y a sus mujeres. Y a sus hijos. Se arrepentirían de haber nacido. Y eso no era nada comparado con lo que tenía pensado hacer con Griff Burkett y la pobre, inocente y apenada viuda. Lástima que no se la hubiera follado cuando tuvo la oportunidad. «¿A quién se lo habría contado ella? ¿A la poli?», pensó con sorna. «Ni hablar.» No, cuando él


podía darle la vuelta a la tortilla y contar lo de su aventura ilícita con el asesino de su marido. Sí, tendría que haber respondido al impulso que había sentido en la habitación del hotel, haberse echado encima de ella y habérsela tirado. Ay, era demasiado bueno, ése era su problema. El agente de la comisaría le bombardeaba con indicaciones. -Desde donde está, vaya al sur por la 35 E hasta llegar a la I-20 y después hacia el oeste. Luego salga por Fort Worth y coja la 35 dirección sur. Fíjese en la salida. -Entonces, ¿dónde está la calle Lavaca o como se llame? -Recorre la parte este del pueblo y luego se convierte en la carretera comarcal 2010. Suponemos que de ahí vienen los números. No es exactamente una dirección, pero tiene sentido. -Sí, ya -dijo Rodarte no muy convencido-. Pero no se mueva, por si acaso necesito volver a llamarlo. -Ya he llamado a la policía local del pueblo. El jefe se llama Marion. -¿De nombre? -De apellido. Y también he avisado a la comisaría del condado de Hill. El señor Marion va a mandar a un escuadrón a que peine la zona, para ver si sus chicos encuentran algo. Cuando llegue allí, tendrá muchos refuerzos. -¿Todavía circula la orden de búsqueda y captura de Manuelo Ruiz? -Le pedí a Marion que les refrescara la memoria a todos. -¿Y la de Griff Burkett? -Sí, saben que va armado y es peligroso. Tal como me ordenó, detective. -Lleva el arma de un policía. -También se lo he dicho al señor Marion. Se puso furioso. -Después de una pausa, añadió: Y pensar que alabábamos a ese cabrón. -Sí, quién iba a dar… Lo mejor que podía pasarle a Burkett era que lo pillara y machacara un poli mal pagado y muy nervioso de Hicksville, un fan de los Cowboys que no le hubiera perdonado la falta de principios. Que otra persona matase a Burkett eliminaría todas las sospechas contra Rodarte. Pero había una pega incuestionable: le privaría de cargarse a ese cabrón con sus propias manos, y no podía aguantarse las ganas de hacerlo. -¿Qué número de teléfono tiene esa comisaría? -preguntó Rodarte al agente de su departamento. En cuanto apuntó el número, colgó y marcó el teléfono. Se presentó y no tardaron en pasarle con el jefe de policía, el señor Marion. -Rodarte, detective de la policía de Dallas. -Sí, señor -dijo el otro nervioso. -Llamaba para ver qué tal va todo. ¿Qué pasa por ahí abajo? -En la FM 2010 no hay nada más que una granja vieja. Vacía. Parece que lleva mucho tiempo abandonada. Mis hombres han dicho que se caería a pedazos si soplara el viento fuerte. -No me joda… -El lugar estaba desierto. Seguiremos buscando, pero ni mis agentes ni los subordinados del sheriff conocen ninguna otra casa en esa dirección. En varios kilómetros. -De acuerdo. Manténgame informado.


-Por supuesto, detective. Rodarte colgó la llamada y arrojó el móvil al asiento del acompañante, maldiciendo su suerte. ¿Acaso Burkett le había tendido una encerrona para que persiguiera humo? ¿Quería entretenerlo mientras él y su amante escapaban? Se detuvo en el arcén de la carretera, bajó la ventanilla y encendió un cigarro. Dejó el motor encendido mientras barajaba sus opciones. -Itasca -repitió Laura-. ¿Lo habías oído alguna vez? -No, pero lo encontraré. -Le apretó los hombros-. Buen trabajo. Gracias. -Se desplazó hacia la puerta-. Apaga la luz hasta que me haya marchado. Y recuerda que no puedes encender ninguna bombilla a menos que la puerta de este cuarto esté cerrada. -¿Te marchas ya? -Ahora mismo. Confío en que Rodarte no me lleve demasiada ventaja. -Pero no sabemos si es la dirección correcta, Griff. Y aunque lo sea, puede que Manuelo ya no esté allí. -Tengo que intentarlo. Es mi última esperanza. -Yo también voy -dijo ella decidida. -No, no. Ni hablar. No sé lo que… -Voy contigo. Laura se levantó pero, al hacerlo, una expresión extraña le cubrió el rostro, y apretó las manos entre las piernas. -¿Qué pasa? Laura se quedó allí de pie, mirándolo con ojos alarmados. Entonces, su cara se quebró y gimió: -No, por favor.


Capítulo XXXV A pesar de que vio la sangre en sus manos y los chorretones rojizos que le bajaban por las perneras del chándal, Griff no comprendió lo que pasaba hasta que la miró a los ojos y vio la angustia en ellos. -Dios mío. Como un lamento, Laura dijo: -Mi hijo. Griff se acercó, pero ella lo apartó. -Laura, tengo que llevarte al hospital. -No se puede hacer nada. -No lo sabes. -Sí lo sé. -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Lo he perdido. -No, no, lo arreglaremos. Podemos hacerlo. Vamos a hacerlo. Ella miró a su alrededor, histérica. -¿Dónde está el baño? Él se acercó a la puerta que había delante de Laura y metió la mano a tientas para encender la luz. Ella se coló pasando junto a él y cerró la puerta tras de sí. -¿Laura? -No entres. Griff colocó ambas manos en el marco de la puerta y se inclinó sobre ella, dando golpetazos con la frente contra la madera. Nunca en su vida se había sentido tan inútil. Un aborto espontáneo. Había oído la expresión, sabía lo que significaba, pero nunca se había parado a pensar en que implicase tanta sangre, o que causase tanta desesperación. Se sentía absurdo, superfluo e inútil. Las leyes de la naturaleza lo habían castrado. Se quedó plantado junto a la puerta del cuarto de baño durante lo que le pareció una eternidad. Llamó varias veces, le preguntó qué tal estaba, insistió en si podía hacer algo. Ella respondió en murmullos monosilábicos que no le dieron ninguna pista. Oyó la cadena varias veces. También oyó agua corriendo en el lavabo. Al final, oyó la ducha. Poco después de haber cerrado los grifos, Laura abrió la puerta. Iba envuelta en una toalla. Los ojos de Griff la repasaron, desde la melena mojada hasta las puntas de los pies y de vuelta arriba otra vez, hasta detenerse en sus ojos, enrojecidos y llorosos. -¿Es irremediable? Ella asintió. Él asimiló la noticia, se maravilló ante la angustia que le provocaba. -¿Te duele? -Un poco. Como unos calambres menstruales muy fuertes. -Ya -dijo él, como si tuviera idea de cómo dolían los calambres menstruales. -Necesito algo que ponerme. Griff miró por detrás de ella. El chándal estaba hecho un hatillo empapado en el suelo de la ducha. -Algo encontraré.


-¿Crees que la señora Miller tendrá compresas? ¿Compresas? Su mente se quedó en blanco. Compresas. Vale. Si le hubiera pedido crema antiinflamatoria o algún remedio contra el picor podría haber contestado. ¿Pie de atleta? También sabía cómo aliviarlo. Pero nunca había pasado por la sección de higiene femenina del supermercado. Por lo menos, no a propósito. Nunca había comprado ningún producto para una novia, esposa o hija. Sus conocimientos sobre esos temas se limitaban a la caja de tampones que su madre guardaba debajo del lavabo. Sabía que servían para algo, pero nada más. -Enseguida vuelvo. Ni siquiera pensó en todas las luces que estaba encendiendo mientras recorrió la casa como un elefante en una cacharrería, golpeando las paredes, abriendo de par en par puertas que durante los últimos días había dejado siempre cerradas. Al llegar al dormitorio de los Miller, abrió el armario que compartían. La ropa del entrenador estaba colgada en un lado, la de Ellie en el otro, con los zapatos ordenados debajo. Arrancó una bata de una percha y empezó a rebuscar en los cajones de la cómoda hasta encontrar la ropa interior de Ellie. No era como la lencería fina y de encaje que le había visto llevar a Laura, pero lo que encontró podría servir. Compresas. ¿Tendría Ellie ya la menopausia? Y él qué coño sabía. Registró el cuarto de baño pero no encontró ningún producto personal en ninguno de los cajones del mueble. ¿Y el baño de invitados? Ellie tenía sobrinas que iban a verla de vez en cuando. A lo mejor… En el armario del baño de invitados encontró papel higiénico de sobras, pasta de dientes y jabón, maquinillas de afeitar de usar y tirar, incluso cepillos de dientes envueltos en celofán. Compresas y tampones. Gracias a Dios, Ellie. Agarró la caja de compresas. Laura estaba sentada en el borde del inodoro, abrazada por la cintura, con la mirada perdida, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Griff dejó las cosas encima del lavabo y se acuclilló delante de ella. Seguía envuelta en la toalla. Vio que tenía la piel de gallina en los brazos y las piernas desnudos. -Siento haber tardado tanto. -Tranquilo, no has tardado mucho. -Estás helada. -Colocó la gruesa bata sobre sus hombros-. Mete los brazos. Guió los brazos de Laura dentro de las mangas y después le abrochó la bata por encima del pecho, con la toalla puesta y todo. -Gracias. -¿Qué más puedo hacer? -Nada. Griff permaneció de cuclillas delante de Laura, mirándola fijamente a la cara. -¿Estás segura…? A lo mejor… Ella negó con la cabeza, cortando la frase y acabando con sus esperanzas. Unas lágrimas nuevas le salieron entre las pestañas y resbalaron por las mejillas. -Había mucha sangre. Demasiada para ser una falsa alarma. -Tendrías que ir al hospital. Por lo menos, llama al médico. -Dentro de un día o dos iré al médico. Sé que tienen que asegurarse de que ha salido todo. -Tragó saliva, Griff pensó que seguramente era para contener los sollozos-. Estaré bien. Tengo que pasar este mal trago. No es agradable, pero… -Se limpió las lágrimas de las mejillas-. Pasa continuamente. En uno de cada diez embarazos. O algo así.


«Pero no te pasa a ti. Y tampoco a mí.» Era una pena compartida. Griff le tocó la mejilla, pero Laura apartó la cara hacia atrás y se puso de pie. -Ahora necesito estar sola. -¿No puedo…? -No. No puedes hacer nada. Sólo… Le indicó con la mano que se marchara. Su rechazo hizo que Griff se sintiera como si tuviera zarpas y colmillos. Rozarla siquiera era una agresión a su carne tierna y femenina. La talla y el sexo de él de pronto le resultaron acusadores. No sabía por qué, pero se sintió monstruoso, incómodo y culpable mientras se levantaba y se dirigía a la puerta abierta del baño. La cerró después de salir. Cuando Laura salió del cuarto de baño, Griff estaba sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos y los dedos formando túneles entre su pelo. Al oírla, levantó la mirada, con expresión vacua. Ella se avergonzó un poco de su aspecto, envuelta desde la barbilla hasta los tobillos en aquella bata de felpa de color rosa que pertenecía a una mujer a la que no había visto nunca. Le había encontrado ropa interior. Compresas. Ni siquiera con su esposo había compartido momentos tan personales como los últimos que acababa de vivir junto a Griff Burkett. Él le dijo: -Es culpa mía, ¿verdad? -¿Culpa tuya? Griff se puso de pie. -En el hotel, fui brusco contigo. -No, qué va. -Sí. Fui brusco. Te zarandeé. Luego te obligué a correr, te hice pasar a rastras por el muro apoyada en la barriga, tiré de ti y… -No ha sido culpa tuya, Griff. -¡Ya lo creo! Esto no habría pasado si te hubiera dejado en paz. Todavía tendrías al bebé dentro si siguieras a salvo en la habitación del hotel, y no en esta misión kamikaze… -Escúchame -dijo ella con suavidad para intentar calmarlo-. Hace ya unos días que tenía calambres. Manché un poco el día del entierro de Foster. Es normal en la primera parte del embarazo. Pensaba que era por el estrés, el sobresalto de su muerte. No hice caso. Pero los calambres y las manchas de sangre eran señales. Habría ocurrido de todas formas, Griff. Por la expresión del hombre supo que no lo había convencido. -¿Todavía sangras? -Un poco. Creo que ya he expulsado el… -Incapaz de decirlo en voz alta, terminó diciendo-: Creo que ya ha pasado lo peor. -Entonces, ¿seguro que estarás bien? -No te preocupes por mí. Siento haberte retrasado tanto. -¿Retrasado? -Manuelo. -Ah; sí. -¿Sabes cómo ir a Itasca? Él se la quedó mirando como si no comprendiera la pregunta y luego dijo:


-Dirección sur en la 35 por la salida de Fort Worth. Lo encontraré. -¿Cuánto crees que tardarás? -No sé. Una hora y media, supongo. -Y si encuentras a Manuelo, ¿cómo vas a convencerlo de que vuelva contigo? Ni siquiera habla inglés. -Conseguiré que me entienda. -Tendrá miedo. Cuando te vea, Dios sabe lo que hará. -Sé cuidar de mí mismo. ¿Y tú? -Estaré bien. -¿Quieres que te traiga algo más antes de irme? -No se me ocurre nada. Él volvió la cabeza. -Bueno, vale. -Hablaba de forma entrecortada mientras golpeaba con las palmas de las manos contra las caderas, ansioso por salir de allí-. Me quedaría, pero… -No, debes irte. Es más, prefiero que te vayas. -Claro. Lo entiendo. -Se pasó los dedos por el pelo y describió un círculo pequeño con los pies. Luego recolocó bien la colcha-. Túmbate. Duerme. -Lo haré. Tú ten cuidado. -Sí. Griff se dio la vuelta rápidamente y salió de la habitación. Después cerró la puerta, sin ruido pero herméticamente. Laura oyó que se abría la puerta que conectaba el pasillo con la sala de estar y luego se cerraba. Cuando supo que estaba al fin sola, se hundió bajo el peso de su aflicción. Se tumbó en la cama, se puso de costado y se acurrucó formando un ovillo muy apretado. A continuación, enterró la cara en la almohada y abrió la compuerta de la presa que contenía sus emociones con hermetismo. Sus sollozos eran tan intensos que hacían que le temblara todo el cuerpo. Por eso, cuando algo sacudió el colchón, no estaba segura de que él hubiera vuelto. No se permitió aceptarlo hasta que notó la mano de Griff acariciándole el hombro y oyó que le susurraba: -Chist, chist. Había llegado hasta la puerta de la casa. Incluso había agarrado el pomo. Su futuro, posiblemente su vida, dependían de que encontrase a Manuelo Ruiz antes de que lo hiciera Rodarte. Lo mejor para él era marcharse ya, conducir tan rápido como le fuera posible hasta ese punto del mapa y hallar al único individuo del mundo que podía salvarlo de ser condenado por asesinar a Foster Speakman. Además, Laura había rechazado su ayuda. Podía decirse que lo había empujado casi hacia la puerta. No había misterio. Griff tenía la culpa de que hubiera perdido al niño. Un rato antes, cuando Laura había corroborado que era cierto, que estaba embarazada, Griff había pensado: «Por fin». Por primera vez en su vida, había hecho algo bueno y correcto. Debería haberse imaginado que no podía durar, que de un modo u otro lo estropearía todo. Es igual, ya era tarde. Laura había perdido al bebé y él no podía hacer nada para remediarlo. «¡Vete! ¡Vete! Gira el puto pomo.»


Ya estaba de nuevo en la sala de estar cuando asimiló que había cambiado de postura radicalmente. Oyó los sollozos en cuanto abrió la puerta del pasillo. Verla allí acurrucada con la bata rosa, llorando sobre la almohada, hizo que sintiera un pinchazo fuerte en el corazón, como un aguijón. Se tumbó detrás de ella y le tocó el hombro. -Chist, chist. -Tienes que irte -gimió ella. -No, tengo que quedarme contigo. Quiero quedarme. Le abrazó la cintura y apretó la espalda de Laura contra él. -No puedes dejar que Rodarte… -No puedo dejarte a ti. Y no lo haré. -Cobijó la cara en el hueco del cuello de la mujer-. Lo siento, Laura. Dios mío, cuánto lo siento. -Deja de decir eso, Griff. Deja de pensarlo. No ha sido culpa tuya. No ha sido culpa de nadie. Ha sido la forma que tenía la naturaleza de decir que algo no marchaba bien. Sólo estaba embarazada de siete semanas. Ni siquiera era un bebé todavía. -Para mí sí. Laura levantó la cabeza. Sus ojos empapados se toparon con los de Griff. Después, con un sonido largo y acongojado, se volvió hacia él y apretó la cara contra el pecho de su amado. Griff la rodeó con los brazos, la acurrucó contra él, la estrechó con fuerza y le recolocó la cabeza debajo de su barbilla. Hundió los dedos en la melena de Laura y le masajeó el cráneo. Ella lloró con ganas y él no se lo impidió. Era algo muy femenino, algo maternal. Las lágrimas eran esenciales, purificaban, tan necesarias para sanar las heridas como la sangre. No sabía cómo demonios lo sabía. Pero así era. A lo mejor, en los momentos de crisis, a uno se le concedía una intuición como aquélla. Cuando por fin dejó de llorar, Laura volvió a apoyar la cabeza contra los bíceps de Griff. -Gracias por volver. -No podía marcharme. -No quería que te fueras. -Pero me echaste. -Para no acabar suplicándote que te quedaras. -¿De verdad? -De verdad. La miró fijamente a los ojos. -Qué bonitos son. -¿Qué? -Tus ojos. Cuando lloras, las pestañas se te juntan formando picos negros. Son preciosos. Ella soltó una risita y sorbió las lágrimas. -Sí, seguro que estoy radiante. Pero gracias de todos modos por regalarme los oídos. -No te regalo los oídos. Yo nunca digo lo que no pienso. Laura dudó un momento, después volvió a enterrar la cara en el cuello de Griff. -No te hace falta, ¿verdad? -Nunca me ha gustado. -¿Y con Marcia? -Le pagaba para que me regalara los oídos a mí.


-Y está claro que conmigo no era necesario. Con piropos o sin ellos, te pagábamos igual… Griff colocó un dedo debajo de la barbilla de Laura y la obligó a mirarlo. -¿Crees que el último día que estuvimos juntos pensaba en el dinero? ¿O en hacer un niño? No. Me salté los límites de velocidad para llegar cuanto antes sólo por una razón: verte. Esa tarde lo único que me importaba éramos tú y yo. Y lo sabes, Laura. Sé que lo sabes. Lentamente, Laura asintió. -Bueno, pues eso. Se sonrieron el uno al otro con cariño. Ella fue la primera en volver a hablar: -No estás podrido. Él se echó a reír. -¡Ya estamos otra vez! -¿Buscaste a tus padres? ¿Averiguaste qué les pasó después de que te abandonaran? ¿Lo sabes? -Él permaneció callado tanto tiempo que ella añadió-: Perdona que te haya preguntado. No tienes por qué hablar del tema. -No, no pasa nada. Es que es muy desagradable. Sin embargo, Laura continuó mirando al fondo de sus ojos, llena de interrogantes. Griff supuso que Laura tenía derecho a saber lo desagradable que había sido el desenlace. -Mi viejo murió de alcoholismo antes de los cincuenta. Seguí la pista de mi madre hasta Omaha. Justo antes de entrar en Big Spring para cumplir la condena, me armé de valor y la llamé por teléfono. Contestó. Oí su voz por primera vez en, no sé, quince años. Preguntó dos veces quién llamaba. Con impaciencia, como cuando contestas y el otro no responde nada pero lo oyes respirar. Le dije: «Hola, mamá. Soy Griff». En cuanto dije eso, colgó. Aunque había intentado formar un callo en el corazón para que ese episodio no le afectara, el dolor de aquel rechazo todavía era agudo para Griff. -Es curioso. Cuando jugaba al fútbol, solía preguntarme si ella sabía que me había hecho famoso. ¿Me habría visto por la tele, habría visto mi foto en algún anuncio o en las revistas? Me preguntaba si veía los partidos y les decía a sus amigas: «Ése es mi hijo. Ese quarterback de primera es mi niño». Después de esa llamada, no tuve que volver a preguntármelo. -La pillaste desprevenida. A lo mejor sólo necesitaba un poco de tiempo para… -Yo pensé lo mismo. Fui un poco masoca, supongo. Así que me guardé el número de teléfono. Durante cinco años. Volví a llamar hace unas semanas. Me contestó un tío y, cuando le pregunté por ella, me dijo que había muerto hacía dos años. Tenía muy fastidiados los pulmones, según dijo. Fue una muerte lenta. Aun cuando supo que iba a morir, no intentó ni una sola vez contactar conmigo. La verdad es que nunca le importé una mierda. Jamás. -Lo siento mucho, Griff. Él se encogió de hombros. -Da igual. -No da igual. Yo sé lo mucho que duele. Mi madre también me abandonó. -Le contó lo de su padre-. Él era un verdadero héroe, como un personaje de película. Su muerte nos dejó hechas polvo a mamá y a mí, pero al final yo me recuperé. Ella no. Su depresión la fue debilitando, hasta el punto de que ni siquiera se atrevía a levantarse de la cama. Nada de lo que yo decía o hacía la animaba. Ella misma no quería animarse. Un día, acabó con todas sus penas. Utilizó una de las pistolas de mi padre y no le importó que la encontrara yo.


-Dios mío. La abrazó con fuerza y le besó el pelo. -Durante muchísimo tiempo, tuve la impresión de haberle fallado. Pero ahora me doy cuenta de que fue ella quien me falló. A pesar de que el feto era minúsculo, de que sólo hacía unas semanas que había sido concebido, yo ya me sentía tremendamente protectora, Griff. Quería protegerlo de que le hicieran daño, emocional o físicamente. ¿Cómo puede un padre, cualquier padre, rechazar el instinto paternal de nutrir y proteger a sus hijos? Griff respiró hondo y soltó el aire poco a poco. No tenía la respuesta. Se había preguntado lo mismo sobre su madre desde que tenía uso de razón. -Tendría que haber sido sincero contigo desde el principio sobre mi familia. Pero me daba miedo que, si te lo contaba, pensaras que era una mala semilla y eligieras a otro como sustituto. -Admito que al principio no tenía muy buena opinión de ti. -No me digas… -dijo él con una sonrisa velada. -Pero cambié de opinión el día que me compraste el lubricante. -No me tomes el pelo. -No. -No quería volver a hacerte daño. -Ya, y te enfadaste cuando te diste cuenta de que no lo había utilizado. -Sí, pero lo que más rabia me dio fue que pensaras que no me importaba hacerte daño. -Y me lo dijiste. Tu reacción airada me hizo cambiar de opinión sobre ti. Te preocupabas mucho más de lo que querías admitir. Entonces vi que no estabas ni la mitad de podrido de lo que piensa la gente. De lo que piensas tú. -No empieces a colgarme medallas, Laura. Aun con todo, eras la esposa de otro hombre, pero empecé a desear estar contigo con todas mis fuerzas. No lo habría admitido, ni ante mí mismo. Pero así era. Fue idea suya y, cada vez que te reunías conmigo, era porque él insistía. Pero después del día en que tuviste el orgasmo, dejé de tratar de engañarme. -Yo también -confesó ella en voz baja-. Sabía que sería peligroso volver a estar a solas contigo. Por eso le prometí a Foster que no iba a hacerlo más. Pero lo hice. Y, a pesar de todo lo que ha pasado, no puedo decir con sinceridad que lamente haberlo hecho. Él estuvo a punto de decir algo, de hacer algún tipo de confesión, como las que pensaba que nunca le haría a otro ser humano. Pero no era el momento. Ni mucho menos. En lugar de eso, le cogió una mano y la colocó sobre su pecho, apretándola fuerte contra su corazón. Ella no sabía, no podía saberlo, que para él, que siempre rechazaba las muestras de afecto, aquel pequeño gesto era importantísimo. Pero él sí lo sabía. Laura comentó: -Siempre me preguntaba… -¿Qué? Desilusionada, Laura sacudió la cabeza. -Es igual, déjalo. -¿Qué? -¿Qué empleabas? -¿Qué empleaba? -Sí, para… ya sabes. Mientras yo te esperaba en el dormitorio. Siempre me preguntaba


qué hacías, qué utilizabas para excitarte. -Ah -dijo él soltando una risita-. Te empleaba a ti. -¿A mí? -La primera vez que quedamos allí, llevabas una blusa fina de color rosa debajo del traje de rompepelotas. -¿Cómo dices…? -Sí, llevabas un traje de ejecutiva agresiva, que marcaba que querías que te tomaran en serio. Que te vieran como a una igual en el puesto de trabajo, no como a una mujer. Pero no funcionó, porque para mí seguías siendo alguien con quien quería practicar sexo. Sobre todo cuando vi esa blusa. Era más o menos del color de la bata que llevas ahora. -Ya sé cuál es. -Así que, para entonarme, pensé en tus pechos debajo de la blusa, suaves y cálidos. Pensé en cómo deslizaba las manos por debajo de la blusa y los tocaba. Y eso bastó. -¿Ya está? -Bueno, a lo mejor tuve alguna fantasía de pasarte la lengua por el pezón -añadió mientras se reía con picardía-. Y las siguientes veces, pensaba en ti, allí tumbada, vestida de cintura para arriba, desnuda por abajo, esperándome. Funcionó todas las veces. Por supuesto, el último día fue diferente. -Sí. Griff le tocó los labios con el dorso de los dedos. -Nada me ha costado tanto en la vida como dejar que te marcharas ese día y volvieras con él. -Creo que Foster sabía que aquella tarde había pasado algo. Algo que me había afectado. Cuando llegué a casa por la noche, él se comportó de forma extraña. Yo estaba destrozada, y él lo sabía. Parecía que quisiera provocarme. Se separó un poco de Griff, se tumbó de espaldas y se quedó mirando el techo. -Estoy casi convencida de que todo esto: tú, el bebé, todo el tema… era la manera que tenía Foster de castigarme por ir al volante la noche que se quedó parapléjico. -¿Cómo podía culparte? Fue un accidente. -Por eso mismo, Griff. Foster no creía en los accidentes. Tienes que entender su trastorno. Todo tenía que realizarse siguiendo una secuencia y de una forma determinada. No había lugar para la variación. Creía que cualquier alteración en el orden de las cosas provocaba una calamidad. »Él quería conducir de vuelta a casa aquella noche porque era quien había conducido a la ida. Pero yo le dije que no, porque había bebido más que yo. Interrumpí la secuencia y lo que ocurrió fue consecuencia de ese cambio. Nunca me culpó en voz alta, pero ahora creo que era lo que pensaba por dentro. Ese resentimiento debió de irse agriando hasta volverse corrosivo. Griff se alegraba de que ella se liberara de todo eso. Lo necesitaba, más por sí misma que por él. -Podría haber concebido un hijo siguiendo la vía clínica, mediante un donante. Foster utilizó su trastorno obsesivo-compulsivo para impedírmelo. Pero la razón no era ésa. Ahora me doy cuenta. Yo lo amaba de forma pura y exclusiva, y él lo sabía. Nuestro matrimonio era algo sagrado y precioso para mí. Lo valoraba por encima de todo lo demás. Por eso, ideó una forma de debilitarlo, de destrozarlo casi.


-Como sus piernas. -Como sus piernas. Moralmente, él sabía lo que yo opinaba del plan. Una y mil veces le repetí que pensaba que estaba mal, pero no aceptó un no por respuesta. Apeló a mi afán de superación, me dijo que yo nunca me echaba atrás ni dejaba a medias una tarea o un reto. Ahora veo lo mucho que me manipuló. Aludió a algo que sabía que me haría aceptar su propuesta. -Y entonces te hizo meterte en la cama conmigo, un paria, un hombre a quien no podías admirar ni acabar apreciando. -No -contestó ella con una sonrisa-. En eso te equivocas. Te eligió porque eras fuerte y guapo, incuestionablemente masculino. Llevabas cinco años de abstinencia. Yo llevaba dos. ¿Cómo no íbamos a sentirnos atraídos por la persona que nos daba lo que nos faltaba? Él «quería» que nos sintiéramos atraídos. Sobre todo yo. Para que, en mi corazón, creyera que cometía un adulterio, que incumplía los votos matrimoniales que tanto valoraba. Lo que decía Laura tenía sentido. O por lo menos, dentro de la mente retorcida de Foster Speakman. -Cuando el niño hubiera sido concebido y yo hubiera muerto, tú sentirías la pérdida, además de la culpa. -Imagino que eso era lo que tenía en mente. -¿Me crees? ¿Crees todo lo que te he dicho sobre su muerte? ¿No tienes dudas? -Me cuesta mucho pensar esas cosas de mi marido, pero sí, Griff, te creo. Tu muerte formaba parte del plan. El castigo perfecto. Nunca sería capaz de mirar a la cara al niño sin pensar en ti y recordar mi pecado. Mi infidelidad jamás sería considerada como tal, pero yo me pasaría el resto de la vida intentando compensárselo. -Al cabo de unos segundos de silencio, volvió a tumbarse de lado para mirarlo a la cara-. Te arrastramos a este torbellino. Te pido disculpas. -No me arrastrasteis, me metí de cabeza en él por propia voluntad. Y con muchos menos escrúpulos que tú. Me interesaba el dinero fácil. A puñados. Incluso Rodarte sabía que un estafador como yo… -¡Rodarte! -Laura se sentó de un brinco en la cama y lo sacudió-. Tienes que marcharte ahora mismo. -No puedo dejarte aquí. -Tienes que irte, Griff. Estoy bien. Pero no lo estaré si te quedas conmigo en lugar de ir a buscar a Manuelo. Debes irte. Ya sabes que estoy bien. Era cierto. A regañadientes, Griff se levantó de la cama y después se agachó para acariciarle el pelo. -¿Seguro que estarás bien a pesar de… todo? Hizo un gesto hacia el vientre de Laura. -Estoy bien. -Quédate en la cama. Intenta dormir. -Le dio un beso tierno en los labios-. Volveré en cuanto pueda. Antes de tener tiempo de cambiar de idea, se dio la vuelta. El entrenador y Ellie estaban plantados en el vano de la puerta abierta. Con el vozarrón más fuerte que usaba en el campo, el entrenador gritó: -¡¿Qué coño haces en mi casa?!


Capítulo XXXVI «Así están las cosas», se dijo Rodarte. Griff Burkett había logrado a ) seducir, o b) secuestrar a Laura Speakman para sacarla del hotel. Había burlado el arresto en la mansión. Conducía un coche no identificado. En resumen, tenía muchos puntos para eludir la captura durante unos días, e incluso para fugarse y llegar lejos. Entonces, ¿por qué había utilizado el teléfono móvil de la empresa de Speakman para llamarlo, sabiendo que Rodarte sería capaz de registrar la llamada y localizar su ubicación? Claro que Burkett había sido lo bastante listo como para dejar tirado el teléfono en el aparcamiento de aquel cine, pero ¿por qué había corrido el riesgo, vamos a ver? Burkett no se habría arriesgado así como así. No, a menos que tuviera algo que decirle, algo increíblemente importante, algo que creyera que podía librarle de la quema para siempre. Rodarte permaneció dentro del coche, en el arcén de la carretera interestatal, y se fumó medio paquete de cigarros -a la mierda lo de dejar de fumar- antes de llegar a la conclusión de que Burkett no le había tomado el pelo. Cuando lo llamó, su voz sonaba emocionada y segura. Burkett pensaba que esa calle Lavaca de Itasca era un nexo de unión con Manuelo Ruiz, quien, según él, había matado a Speakman por accidente. Lo que significaba que Burkett era inocente. Tenía que ser cierto. Si Ruiz hubiera presenciado cómo Burkett asesinaba a Speakman, el propio jugador habría corrido como un loco hasta Itasca para silenciar al tipo, en lugar de llamar a Rodarte para decirle dónde podía encontrarlo. Conclusión: Manuelo Ruiz había dejado de ser una nota al pie en aquel caso. Había dado un salto y ahora era un actor principal. Su nuevo estatus requería que pasara a la acción. Rodarte empleó la tecla de rellamada del móvil. Sólo sonó una vez antes de que contestaran. -Departamento de Policía de Itasca. ¿Diga? -Soy Rodarte otra vez. Páseme con el señor Marion. El sonido de unas cuantas teclas y luego: -¿Detective Rodarte? -¿Hay algo? -Nada. Aunque todavía tengo a dos hombres vigilando la casa. -Pues llámelos y dígales que vuelvan. Cancele la búsqueda y captura de Manuelo Ruiz. Rodarte percibió la sorpresa de Marion. -¿Y eso por qué? -Alguien la ha cagado -dijo Rodarte fingiendo exasperación-. Esos imbéciles que se creen expertos en informática. Buscaban la dirección de una casa y dieron con el número de una carretera. Los he revolucionado a todos en balde. Cruzo los dedos para que no les den nunca armas a esos ineptos. El otro policía chasqueó la lengua. -Gracias por llamar, detective. Avisaré a todo el mundo, incluidos los de la oficina del sheriff. Mis agentes se van a llevar una decepción. Pensaban que iban a participar en algo gordo.


-Será otro día. -¿Qué me dice de Burkett? -Sigue desaparecido. -Un tiarrón como él no puede ser difícil de encontrar, ¿no cree? -Eso espero. -Bueno, mantendremos los ojos abiertos. Rodarte volvió a pedir disculpas por la confusión, dijo que esperaba no haber obligado a Marion y a sus agentes a trabajar hasta muy tarde y se despidió. Tiró la colilla del cigarro por la ventana, y después, sonriendo, se reincorporó a la carretera interestatal rumbo a Itasca. Cuando vio a los Miller, Griff pensó: «Las sorpresas no terminan nunca». Ambos iban ataviados con sandalias, pantalón corto y camisa con estampados hawaianos de flores. Ellie llevaba un sombrero de paja y un collar de flores ya marchitas alrededor del cuello. Parecía desconcertada. El entrenador, a pesar de su ridículo atuendo, estaba furioso. Con la intención de contener la explosión inminente, Griff dijo: -Entrenador, Ellie, ésta es Laura Speakman. El entrenador apartó a Ellie con la mano y se abalanzó contra Griff. -¿La viuda? Sí, ya sabemos quién es. Leímos la historia del asesinato de Foster Speakman e n The Wall Street Journal mientras estábamos en Hawai. -Fulminó a Laura con la mirada, pero al instante sus ojos duros como piedras volvieron a posarse en Griff-. Y al momento, me llama un detective de Dallas y me pide disculpas por molestarme mientras estoy de vacaciones, pero me dice que es por algo importante. -¿Rodarte? -Exacto. Stanley Rodarte. Me preguntó si sabíamos dónde estabas. ¿Habíamos mantenido el contacto contigo? ¿Se nos ocurría por dónde podían empezar a buscar? ¿Por qué?, le pregunté. ¿Tenía algo que ver con Bill Bandy? No, no, me contestó. Eso es agua pasada. Te está buscando por tu implicación en el asesinato de Speakman. Encontraron tus huellas en el arma homicida. -Joe, que tienes la tensión alta… -dijo Ellie en voz baja. -Le dije que no sabía nada de ti, ni de lo que hacías, ni de dónde estabas, y que no quería saberlo. Y ahora vuelvo a casa y me encuentro que estás aquí tan pancho «en la cama» con la viuda del difunto millonario. Y, en fin, no me parece que esté llorando su muerte. -¡Pues te equivocas! -chilló Griff, igualando la rabia del entrenador-. Está llorando la pérdida de su hijo. ¡De mi hijo! -exclamó dándose golpes en el pecho-. Lo ha perdido esta noche, aquí, en tu baño. Ellie emitió un sonido acongojado y herido. -Dejé embarazada a Laura, pero no maté a su marido. -Griff desvió la mirada por detrás del entrenador, hacia Ellie-. Tenéis que creerme. -Dirigiéndose de nuevo al entrenador, dijo-: Laura decidirá hasta dónde quiere contaros, pero os puede asegurar que no he asesinado a nadie. Ahora mismo iba a buscar al único hombre que sabe que es verdad y puede evitar que Rodarte me mande al corredor de la muerte. Griff se desplazó hacia la puerta, pero el entrenador plantó las manos con fuerza en el pecho del joven para detenerlo. -Tú no vas a ninguna parte. Voy a entregarte a la policía.


-No puedes detenerme. -¿Ah, no? -El entrenador le dio un empujón. -Tiene que irse, señor Miller. -Laura puso los pies en el suelo y se levantó de la cama-. Yo les contaré todo lo que quieran saber. Pero Griff no mató a Foster. Para demostrarlo, tiene que marcharse ahora mismo. El hombre de más edad alternó la mirada entre Laura y Ellie, cuya expresión indicaba que, por una vez, no estaba de parte de él. Volvió a acercarse a Griff, quien se dio cuenta de que el entrenador tenía un conflicto consigo mismo por decidir qué era mejor y más justo. -Si eres inocente… -Lo soy. -Pues entrégate. -No puedo. Mientras me pierdo en las formalidades, Rodarte eliminará a ese otro tío. -¿Eliminará? ¿A qué te refieres? -Exactamente a lo que crees que me refiero. -¿Quién es ese otro hombre? -El ayudante de Speakman, que ha desaparecido. Entrenador, no tengo tiempo de explicártelo todo ahora mismo. Tengo que irme ya. El entrenador retrocedió un paso y levantó ambas manos. -Húndete aún más en la miseria. Me da exactamente igual. Me lavo las manos. -Ya lo hiciste, hace cinco años. -¡Mucho antes! Las palabras le hirieron, pero Griff no tenía tiempo de darles demasiadas vueltas en ese momento. Agarró la bolsa de deporte de Manuelo. Cuando volvió a mirar a Laura, no dijo nada, pero confiaba en que ella supiera qué sentía. Después, pasó por delante del entrenador rozándolo y salió de la casa a toda velocidad. Rodarte localizó la granja abandonada cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer. Tal como le habían descrito, era la única estructura que había a la vista desde que uno salía del pueblo, y estaba prácticamente hecha añicos. No se había cruzado con ningún coche patrulla, ni veía ninguno a su alrededor. El jefe Marion, fiel a su palabra, les había mandado que se retiraran. Rodarte extrajo la nueve milímetros que llevaba en la funda del hombro y cargó una bala, sacó una linterna de la guantera y a continuación salió con mucho cuidado del coche. Rodeó la casa y dirigió la luz de la linterna hacia los inestables pilares que mantenían en pie la estructura, y luego hacia el tejado, que no sólo estaba combado, sino que presentaba unos agujeros bastante grandes. Casi todas las ventanas estaban rotas. El sitio estaba en ruinas. Se hallaba rodeado por unos campos de algodón en barbecho, con la tierra tan plana y negra como una plancha de hierro. El ambiente era cálido y no se movía ni una brizna de aire, y el silencio era tal que habría podido oír a un mosquito tirándose un pedo. Ni el ruido del coche al acercarse ni la aparición de Rodarte habían hecho salir a Manuelo o a cualquier otro que pudiera estar escondido dentro. Tampoco le dio la impresión de que lo observaran por alguna de las ventanas machacadas, y su instinto para esa clase de cosas era excelente. Pisando con cuidado por miedo a meter el pie por una de las maderas podridas, recorrió el porche y tanteó la puerta principal. Ésta se abrió sin problemas girando sobre las bisagras


oxidadas, que chirriaron. Plantado en el vano de la puerta, con la pistola en la mano derecha, enfocó con la linterna hacia el interior. Apestaba a ratones, vivos y muertos. Había una sala grande, con un fogón lleno de basura y ceniza vieja. A partir de esa sala se abrían varias puertas. Las fue abriendo una por una. Habitaciones. Un cuarto de baño. Una cocina. Todo vacío. Ni rastro de haber estado ocupado por lo menos desde hacía una década. -Hostia, qué manera de perder el tiempo -murmuró. Así que resultaba que Burkett le había tomado el pelo, lo había mandado a perseguir a un hombre invisible mientras él se llevaba a la viuda a México para un romance y revolcón. Apagó la linterna, se sentó en el alféizar de la ventana y encendió un cigarro para fumar mientras barajaba cuál podía ser su siguiente movimiento. Expulsó una voluta de humo hacia el marco de la ventana hueca. Como no corría aire, el humo languideció en el ambiente como un fantasma. Rodarte miró por la ventana hacia una parcela de tierra compacta y agostada. Había un redil que probablemente había albergado un cerdo, o una cabra, tal vez. Demasiado pequeño para un caballo. Los postes de la verja de alambre espinoso estaban astillados o directamente tumbados. La alambrada formaba una espiral oxidada en el suelo. Unos treinta metros por detrás de la verja caída había un granero que parecía en peor estado todavía que la casa. El granero. Rodarte apretó el cigarro entre los labios y achinó los ojos para ver a través del humo que desprendía. Comprobó que la linterna aún tuviera pilas. Le quedaban, pero la luz empezaba a perder intensidad. Tiró el cigarro en el suelo de madera desnuda y lo apagó. En el exterior podía ver suficiente sin la linterna. Sin embargo, la mantuvo sujeta en una mano, con la pistola en la otra, mientras rodeaba la casa para acercarse a la parte posterior. El campo era una carrera de obstáculos. Había un carro abandonado y volcado. Un tronco que sin duda servía para cortar madera todavía tenía el hacha hendida en él. El oscuro bulto que había debajo de un cobertizo unido a la casa resultó ser un tractor despiezado. Pasó por encima de la verja caída, procurando evitar las tiras de alambre dentado, y se dirigió al granero. La puerta doble estaba cerrada, pero sólo contaba con un cerrojo de madera apoyado en un clavo. Lo levantó y tiró de la puerta un poco, con el fin de abrirla lo imprescindible para ver qué había en el interior. La oscuridad era penetrante. El aire viciado olía a excremento de animal y a heno estropeado. Como no percibió movimiento ni sonido alguno, abrió la puerta del todo y se coló dentro. Encendió la linterna y la enfocó a su alrededor. Lo único que sabía sobre graneros era lo que había visto en las películas, pero, en su opinión de aficionado, éste era bastante común. Distinguió un pajar a lo largo de una pared. Varios establos. Aperos y utensilios de labranza. Y a Manuelo Ruiz. O a alguien. Por instinto, Rodarte supo que no estaba solo. Y por una décima de segundo, sintió una punzada de miedo. «Podría ser Burkett.» El jugador podía haberle engañado. Podía haberlo mandado allí para tenderle una emboscada. ¿Cómo podía ser más tonto que ese hijo de puta? Antes de que Rodarte pudiera acabar de dar forma al pensamiento, notó algo que se movía detrás de él. Mientras se daba la vuelta, un golpetazo le aporreó el hombro y le inutilizó el brazo y la mano. Dejó caer la linterna. Con el otro brazo, describió un arco amplio que


terminó de forma abrupta cuando la pistola que empuñaba topó con el lateral de la cabeza de su atacante. No era Burkett. Demasiado bajo, demasiado moreno y demasiado ancho de cintura. Y Rodarte se despreció por el alivio que sintió al darse cuenta. Aun así, tendría que pelear. El hombre estaba aturdido y se tambaleaba, pero no estaba fuera de combate. Agachó la cabeza y arremetió contra Rodarte. El detective levantó una rodilla a tiempo y golpeó al hombre por debajo de la barbilla, clavándosela prácticamente por entre los orificios nasales. Rodarte oyó cómo le entrechocaban los dientes y supuso que le había roto algunos. Con un alarido de dolor, el hombre cayó en el suelo de tierra. Rodarte, que había sustituido el miedo por la rabia, agarró la linterna y la enfocó hacia abajo, directamente a la cara del hombre. Tenía la tez morena, las facciones anchas y planas. Los ojos que parpadearon para protegerse del resplandor de la luz eran negros como el carbón. Se abrieron un ápice cuando vieron que la pistola de Rodarte los apuntaba. -Hola, Ma-nue-lo. El hombre parpadeó de nuevo, sorprendido. -Sí, sé cómo te llamas. Tenemos un amigo común: Griff Burkett. Al oírlo, Ruiz soltó una retahíla en español. -¡Calla! -ladró Rodarte. Ruiz dejó de hablar-. No me interesa nada de lo que digas. Además, lo mejor será que te guardes las energías para la tarea que te voy a mandar. Se agachó, agarró al hombre por la pechera y lo puso de pie. -¿Ves esa pala de ahí? -Enfocó el haz de luz hacia la pila de herramientas que había descubierto antes-. Cógela. -Ruiz se limitó a quedarse de pie, observándolo con la mirada vacía-. Y no te hagas el tonto y me digas «No comprendo». -Levantó la pistola y pronunció con voz clara-. Ve a buscar la puta pala. Los ojos oscuros de Ruiz titilaron a la luz de la linterna, pero hizo lo que le ordenaba. -Y ni se te ocurra intentar arrearme con ella -le advirtió Rodarte cuando Ruiz volvió con el asa de la pala cogida con ambas manos-. Porque te pego un tiro ahora mismo. Indicó a Manuelo que saliera del granero delante de él. Rodarte lo seguía a una distancia prudencial, apuntando con la nueve milímetros a la columna del hombre. El horizonte empezaba a volverse gris por el este. -Vamos, muévete, Manuelo. Rodarte plantó el pie en el trasero del hombre y lo empujó tan fuerte que lo hizo tambalearse y caer. Manuelo rodó hasta quedar tumbado bocarriba y miró en dirección a su atacante de un modo que hizo que el detective se alegrara de tener una pistola con la que apuntarlo. -A ver las ganas que te quedan de pelear cuando hayas empleado esa pala. Ruiz miró la pala y después de nuevo a Rodarte, algo confundido. -¿Qué? -preguntó con sorna Rodarte-. No querrás que cave yo tu tumba, ¿no?


Capítulo XXXVII Laura devolvió la mirada a las dos personas que la observaban fijamente. Le llegaba el olor de las flores de plumería medio marchitas del collar de Ellie. El aroma era fuerte y dulce. -¿Acaban de volver de vacaciones? -preguntó. Ellie respondió: -Llegamos al aeropuerto con algo de adelanto. Sobre las cuatro y media. -Siento que hayan vuelto después de un viaje tan largo para encontrarse con una intrusa en la cama. -Soltó una risita corta y nada divertida-. Como los tres osos del cuento. ¿Qué tal les ha ido el vuelo? Ellie se acercó a Laura y la cogió de la mano. -Tú eres la que has pasado una mala noche. ¿Cómo te sientes? -Me pondré bien. -Claro que sí. Pero ahora mismo es un mal trago. ¿Tienes calambres? -Sí. -Lo sé. Pasé por esto cuatro veces. -Lo siento. Ellie se encogió de hombros con filosofía. -Cosas de la naturaleza. -Le dio una palmadita en la mano a Laura-. Te traeré algo para los calambres. Salió de la habitación y dejó a Laura a solas con el entrenador Joe Miller. Su presencia era intimidante. Se la quedó mirando con expresión severa. Al mismo tiempo, parecía sentir curiosidad hacia ella, a su pesar. -Lamento lo del bebé. -Señaló con la barbilla hacia la puerta por la que acababa de salir su esposa-. Ellie parece resignada, pero cada vez que le pasaba, se le rompía el corazón. -No lo dudo. -¿Estás segura de que el hijo era de Griff? -No hay duda. Mi marido era impotente. -¿Estéril? -Impotente -repitió ella. -Ah. -Asimiló la información y luego preguntó-: ¿Por eso empezaste a quedar con Griff? Antes de que pudiera contestar, Ellie regresó con unas pastillas de ibuprofeno y un vaso de agua. -Toma dos. Laura ya había dejado de tomar los analgésicos que no se recomendaban a las mujeres embarazadas. Tragar las dos cápsulas le recordó de forma dolorosa que ya no tenía por qué seguir esa precaución. -¿Qué vas a hacer? Ellie, cuya voz sonó ahora nerviosa e irritada, se dirigía a su marido, quien había agarrado el teléfono que había encima del escritorio. -Llamar a la policía.


-¿Vas a alertar a la policía contra el chico? -No es un chico, Ellie. Es un hombre. Y tiene que rendir cuentas. -Por favor, no llame a Rodarte -pidió Laura-. Es el peor enemigo de Griff. -Porque es un detective de homicidios y Griff es un… un… -¿Lo ves? -dijo Ellie, plantando los puños en sus estrechas caderas-. Ni siquiera te atreves a decirlo porque sabes que no es verdad. -Si no es verdad, ¿por qué huye? -preguntó el entrenador-. ¿Por qué no se entrega? Ellie, que no tenía respuesta para eso, miró desesperada hacia Laura, quien imploró al entrenador que colgara el teléfono. -Por favor, no llame. Por lo menos, no hasta que le cuente lo que hay entre Griff y yo. Y lo de Foster. Todo. Por favor, señor Miller. Meditó durante unos segundos y después, a regañadientes, recolocó el auricular en el aparato y cruzó los robustos brazos sobre el pecho musculoso. -¿Y bien? Laura empezó a relatar desde el día en que Foster le había contado su plan por primera vez y no se dejó ningún detalle, salvo los más íntimos de las cuatro veces que habían estado juntos Griff y ella. -Nunca he oído algo tan descabellado -contestó el entrenador-. ¿Me estás diciendo que tu marido «pagaba» a Griff para… para que lo hicierais? -Por desgracia, yo accedí, por motivos demasiado complicados para explicarlos ahora. Al enterarme de que estaba embarazada, creí que no iba a volver a ver a Griff. Mientras escuchaba la historia de Laura, a Ellie se le humedecieron los ojos. -¿Qué sentiste entonces? ¿Al pensar que no ibas a volver a ver a Griff? Laura dudó un momento y luego respondió: -Estaba confundida. Y por eso, nunca me habría «permitido» volver a verlo. Ellie asintió, pues la comprendía. -Estaba dispuesta a quedarme con mi marido para siempre -continuó Laura-. A criar al niño como si fuera suyo, exactamente como él quería. -Entonces, ¿qué hizo que todo se torciera? -preguntó el entrenador-. No me lo digas: Griff. -Lo cierto es que fue Foster. Me culpo de no haberme dado cuenta de la gravedad de su trastorno obsesivo-compulsivo. Supongo que no quería reconocerlo. Bueno, el caso es que eso, junto con el accidente, lo cambió de forma radical. Ya no era el Foster del que me había enamorado. Confiaba en que un hijo consiguiera devolverme a aquel Foster. »De todas formas, estaba volcada en nuestro matrimonio y en nuestra vida juntos. Si no hubiera intentado matar a Griff, esta noche estaría con él. Y Griff no sería un fugitivo. -Miró a uno y otro de forma alterna-. Les juro que todo lo que he dicho es verdad. No le cabía la menor duda de que Ellie la creía. El entrenador se mordía la parte interior de la mejilla, no muy convencido. De repente, se dio la vuelta y volvió a agarrar el teléfono. -Joe, ¿es que no has oído ni una sola palabra de lo que ha dicho? -Oigo perfectamente, Ellie. -Entonces, ¿cómo puedes…? -Porque conozco a Burkett -dijo-. Siempre ha querido ser el número uno. Nunca le ha importado un comino absolutamente nadie más que él. Ni tú, ni yo, ni sus compañeros de


equipo. Nadie. -Se equivoca -dijo Laura. -Puede que antes fuese un poco egoísta -intervino Ellie-. Pero ahora ha cambiado. Observé el cambio cuando vino a verme. Y si tú no fueras tan increíblemente tozudo, Joe Miller, también… -Señor Miller, por favor -dijo Laura-. Se arrepentirá… -Voy a llamar a la policía -chilló silenciando las protestas a coro de las dos mujeres y cortando el aire con la mano-. Y no se hable más. No había mucho tráfico que entorpeciera la marcha de Griff. Todavía faltaban un par de horas para el momento de mayor congestión, así que llegó en un tiempo razonable a la salida de Itasca. El pueblo seguía dormido, pero se deslizó por él fijándose mucho en las señales de límite de velocidad, porque no quería que lo detuvieran ahora. No le costó encontrar la calle Lavaca. Siguió por ella hasta que se convirtió en la carretera FM 2010, una comarcal estrecha y en mal estado que parecía tan poco transitada que se habían olvidado totalmente de ella. Al cabo de dos o tres kilómetros, empezó a temer que Laura y él se hubieran equivocado. Pero entonces vislumbró una granja y un granero en ruinas, que se alzaban como sombras borrosas contra un cielo que empezaba a adoptar tonos rosados con el sol del amanecer. Supo que estaba en el lugar adecuado. Vio el coche de Rodarte aparcado delante. Griff aminoró la marcha y entró en el camino de grava que daba a la casa. Los vio al instante: dos figuras oscuras cuyas siluetas se dibujaban contra el horizonte oriental. Frenó en seco, apagó el motor y abrió la portezuela del coche. El ambiente matutino era cálido y silencioso, decepcionantemente benigno. Sin perder de vista a los dos hombres, rebuscó en la bolsa de deporte y sacó la pistola del policía. Disfrazarse de repartidor, reducir a los agentes, escaparse con Laura como dos locos de la mansión, todo parecía muy lejano. Esos recuerdos se le borraban ya. Sin embargo, vivida en su memoria estaba la expresión de Laura cuando se dio cuenta de que había perdido al bebé. Si… si… si… Había demasiadas conjeturas, tantas que no sabía siquiera por dónde empezar a arrepentirse. Sin embargo, una de esas grandes hipótesis permanecía en su mente: si no sobrevivía a todo aquello, confiaba en que Laura supiera que la amaba. A destiempo o no, se arrepentía de no habérselo dicho cuando había tenido la ocasión. Encajó la pistola en la parte posterior de la goma de la cintura del pantalón azul marino que todavía llevaba. Cuando salió del coche, dejó la puerta abierta, por si tenía que escapar a la carrera. Rodeó las paredes de la casa y se dirigió a la parte de atrás, pero entonces cayó en la cuenta de que destacaba mucho con esa camiseta blanca contra las tablas de madera descoloridas por el sol. Rodarte y Manuelo Ruiz estaban de pie, tan quietos como dos espantapájaros en un campo sin cultivar. Justo en ese momento, Rodarte levantó el brazo y saludó. -Eh, hola, Griff.


A Griff no le gustaban las pistolas. No las sabía manejar. Y todavía menos si eran de la policía. Pero mientras cruzaba el terreno atestado de trastos y caminaba hacia los otros dos hombres, se sintió aliviado por el peso de la pistola que llevaba apretada contra los riñones. Tuvo que saltar por encima de la verja de espinos que estaba tirada en el suelo. Los montones de porquería y los neumáticos viejos de tractor ya fosilizados hacían que el suelo resultara irregular. Pero no bajó la mirada. Mantuvo los ojos fijos en Rodarte. Cuando se acercó lo suficiente para distinguir las facciones del detective, Griff vio que sonreía divertido sin dejar de apuntar a Manuelo con la pistola. El cuadro le confirmó a Griff lo que tanto temía: Rodarte no tenía pensado utilizar a Manuelo Ruiz como testigo ocular. Aunque Griff consiguiera quitarle a Manuelo el miedo del cuerpo y lo persuadiera para regresar a Dallas y contar la verdad sobre la muerte accidental de Foster Speakman, Rodarte no se lo permitiría jamás. Porque Rodarte no quería que Griff fuese exculpado. Ni siquiera quería que lo encerraran de por vida. Quería verlo muerto. Y en ese momento, Griff entendió por qué. Comprendió por qué Rodarte lo estaba esperando a la salida de la prisión de Big Spring. Comprendió por qué le había seguido los talones y había analizado todos sus movimientos desde que lo habían puesto en libertad. Antes pensaba que Rodarte intentaba acobardarlo para que metiera la pata o confesara. Ahora sabía que, en realidad, Rodarte tenía miedo de él. El suelo que había a los pies del agente de homicidios estaba abarrotado de colillas. A los pies de Manuelo había una pala. Detrás de él había un montón de tierra recién sacada y un hoyo grande. Griff sintió arcadas al entender lo que implicaba. Ese cabrón había obligado al salvadoreño a cavar su propia tumba mientras él se quedaba allí plantado, fumando y sonriendo. Lo más probable, pensó Griff, era que él y Manuelo acabaran compartiendo la misma fosa. Manuelo permanecía tan quieto como una estatua tallada en madera de teca. Sus ojos eran tan duros e impenetrables como dos piedras pulidas. Griff no sabía decir si estaba asustado, resignado o esperando la oportunidad de abalanzarse contra el otro hombre. Se arrepintió de no saber hablar español para decirle que Rodarte era su enemigo común, que ellos dos «no» eran enemigos. -Empezaba a pensar que no ibas a presentarte -dijo Rodarte cuando Griff se detuvo a diez metros de él. -¿Me esperabas? -Confiaba en que vinieras. ¿Por qué te has retrasado? Espera, ya lo sé. -Guiñó un ojo-. La viuda cachonda. Más te vale haberte dado un buen revolcón, porque puede ser el último. -Sin dejar de mirarlo con lascivia, le dijo con voz melosa-: Saca la pistola. -¿La pistola? -¿Quieres que te vuele la rodilla? -No puedes apuntar a los dos al mismo tiempo. Y si dejas de apuntar a Manuelo, se te tirará encima en un abrir y cerrar de ojos. -Vale, pues digamos que primero le disparo a él y luego te vuelo la rodilla por hacerme perder el tiempo. Griff se llevó la mano a la espalda. -Poco a poco.


Con exagerada lentitud, Griff sacó la pistola que llevaba en la cintura. Podría matar a Rodarte sin remordimientos. Lo que le había hecho a Marcia era motivo más que suficiente, por no mencionar el resto. Pero aunque lo hiriera de muerte, Rodarte tendría tiempo de pegar un tiro. Griff no podía arriesgarse a que matara a Manuelo. Todavía necesitaba que testificase sobre la muerte de Speakman. Enseñó la pistola y la sostuvo lejos del cuerpo. -Tírala al suelo. Griff hizo lo que le mandaba. La pistola aterrizó entre las colillas, a los pies de Rodarte. -Gracias. Ahora ya podemos relajarnos. Griff señaló con la cabeza en dirección a Manuelo y dijo: -Deja que se vaya. -Ni lo sueñes. -Seguro que vuelve directo a El Salvador. No volverás a verlo en la vida. -Es probable. Pero ¿por qué voy a arriesgarme? A lo mejor le entran remordimientos de conciencia por emplumarte el muerto. -Entonces, ¿crees que mató a Speakman? -Supongo que sí, o no me habrías dicho dónde estaba. -Me di cuenta del error demasiado tarde. -Ya no eres tan rápido de reflejos, ¿eh, Número Diez? -El detective puso cara triste-. Ay, qué pena. Justo cuando más necesitabas tus reflejos. -Deja que se vaya. Tu guerra es conmigo, no con él. Rodarte chasqueó la lengua. -Sí, en eso tienes razón. -Quieres que la palme. -¿Cómo lo has sabido? -Quieres que la palme por lo de Bill Bandy. Pero no porque creas que lo maté. Sabes que no lo hice. Rodarte sonrió. -Caliente, caliente. -Sabes que no lo hice porque fuiste tú. -Para que luego digan que los futbolistas son tontos -dijo con sarcasmo-. Aunque claro, has tardado cinco años en enterarte. -El clan de los Vista te contrató para callarle la boca definitivamente. -Bueno, digamos que me presenté voluntario. Corrían rumores de que Bandy tenía los días contados. El trío de los Vista tenía miedo de que los delatara igual que te delató a ti. Yo quería hacer algunos trabajillos para ellos, pero son un clan muy cerrado. Cuesta mucho ganarse su confianza. -Y aprovechaste la oportunidad. -Les ofrecí mis servicios. -Pensabas que, si les librabas de Bandy, te aceptarían en su grupo y te meterían en plantilla. Rodarte lució su fea sonrisa. -¿Quién mejor para ayudarles a quitarse de encima problemas como Bandy que un detective de homicidios que puede dirigir las investigaciones criminales en la dirección equivocada? -Se echó a reír, primero desde dentro del pecho, y después en voz alta-. Era un


plan genial, y luego acabó de redondearse. Te lo juro, Burkett, cuando apareciste por el piso de Bandy casi me meo en los pantalones. No podría haberlo organizado mejor ni queriendo. -Ya estabas allí cuando llegué. -En el dormitorio del fondo. Antes de retorcerle el cuello, me juró y perjuró que no tenía dinero escondido pero ¿conoces a algún corredor de apuestas que no mienta? Si devolvía algunos fondos desviados a los Vista además de deshacerme de Bandy, piensa en lo contentos que iban a estar conmigo. »Así que estaba ahí escondido registrándolo todo cuando oí la puerta. Entonces, entraste dando patadas como un caballo encabritado. Cuando me di cuenta de que eras tú, no podía contener las ganas de reír. Mientras intentabas despertar a Bandy a base de tortas, me colé por detrás. -E hiciste una llamada anónima al número de emergencias. -Desde una cabina que había en la esquina. En cuanto se pusieron en camino, llamé por la emisora de la policía diciendo que estaba en el barrio y me presté voluntario para echar el guante al presunto homicida. -Sonrió-. Ya conoces el resto. -También tuviste una oportunidad de oro para matarme. ¿Por qué no lo hiciste? -Tenía miedo. Temía cabrear a los Vista. Creía que a lo mejor tenían planes especiales para ti y no les sentaba demasiado bien que les quitara el placer de liquidarte ellos. Pero visto lo visto, tendría que haberte borrado del mapa. -Estos cinco años en la cárcel se me han hecho increíblemente largos, pero han debido de ser una tortura para ti -dijo Griff-. Mientras yo estuviera vivo, eras vulnerable. Debías de estar cagado de miedo por si te descubría. Por eso has estado acosándome, fingiendo que actuabas en nombre de los Vista, aunque sabías desde el principio que no le había robado nada a Bandy. No encontraste nada en el cuarto, ¿verdad? Rodarte se encogió de hombros. -A lo mejor, al fin y al cabo, decía la verdad. -Sigues sin haber entrado en el clan de los Vista. Parece que no los has impresionado. -Todavía no. -Pero crees que, si me matas ahora, te ganarás su aprobación. -No les parecerá mal. No te soportan. -Aún te soportan menos a ti. -Ya lo veremos. -Soltó una risotada repentina-. ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que ni siquiera tuve que buscarte la ruina. Te la buscaste tú solo. Follarte a la mujer de un paralítico. Eso es caer muy bajo, Burkett. Incluso para alguien como tú. Lo único que no entiendo preguntó haciendo una mueca, como si se concentrara- es ¿para qué era el medio kilo? ¿Intentaba pagarte para que te largaras? Griff se quedó quieto, mirándolo. -¿No me lo vas a decir? Vale. De todas formas, da igual. Se inclinó hacia delante y recogió con aire espontáneo la pistola que había en el suelo. Luego se incorporó y disparó a bocajarro al pecho de Manuelo. Sin emitir ningún ruido, el salvadoreño cayó hacia atrás en la tumba que se había cavado.


Capítulo XXXVIII Griff emitió un gemido ahogado y se tambaleó hacia delante. -¡Lo has matado! -Yo no, Burkett. Has sido tú. -Rodarte arrojó la pistola hacia la tumba abierta, donde aterrizó entre la tierra-. Te has cargado a este hombre. Por cierto, recuérdame que le pregunte a la señora Speakman cómo te has enterado de que existía este sitio. Bueno, es igual, el caso es que has perseguido a Ruiz hasta aquí, le has obligado a cavar su propia fosa y luego, con el arma que le habías robado al policía que atacaste, le has disparado a Ruiz a sangre fría para que no pudiera testificar en tu contra en el juicio por el asesinato de Foster Speakman. Griff continuaba con la mirada fija en el espacio vacío en el que hacía unos segundos se hallaba Manuelo, de pie. Miró la pistola, demasiado lejos para recuperarla. Volvió a dirigir los ojos hacia Rodarte, extendió las manos limpias. -Sabrán que yo no he apretado el gatillo. -Sí que lo harás. Después de muerto. No te preocupes. Lo montaré para que parezca convincente. -Laura sabe la verdad. Rodarte guiñó un ojo. -Encontraré la manera de convencerla de lo contrario. Olvidándose de todas las reglas de autoprotección, Griff arremetió contra él. Rodarte reaccionó y pegó dos tiros antes de que Griff pudiera agarrarlo de la muñeca en la que llevaba la pistola y retorcérsela. Rodarte gritó de dolor y soltó el arma. «Es la hora de la revancha», pensó Griff mientras le daba un puñetazo certero en la boca a Rodarte. Con el puño izquierdo, golpeó el pómulo del detective y notó cómo se le partía la piel. Pero su satisfacción no duró mucho por culpa de un latigazo en el hombro izquierdo, pues notó como si le marcaran la carne con un hierro candente. Entonces fue cuando se dio cuenta de que una de las balas de Rodarte le había dado. Sin embargo, el dolor no hizo sino alimentar su rabia. Le golpeó sin piedad. Rodarte contraatacó con sed de venganza. Le atestó un puñetazo en el estómago a Griff y, cuando éste se tambaleó hacia atrás, Rodarte dio un paso a un lado y le clavó otro golpe en el riñón. El ángulo no era muy bueno, así que el puñetazo no tuvo demasiado impacto, pero aun así consiguió que a Griff le fallaran las rodillas. Se recompuso antes de caer al suelo y, en un acto reflejo, dio una coz, que aterrizó de lleno en la tibia de Rodarte. Eso frenó al detective el tiempo suficiente para que Griff se diera la vuelta y quedara de nuevo frente a frente con su agresor, antes de recibir un puñetazo en las costillas en lugar de en los riñones. Forcejearon hasta que Griff perdió la noción del tiempo y del espacio, hasta que las manos le dolieron más que la herida de bala, más que cualquier otra parte de su cuerpo ensangrentado. Rodarte tenía la boca hinchada y comatosa, y no dejaba de escupir sangre. Sus ojos resplandecían con un odio demente. Y Griff supo que Rodarte pelearía hasta que uno de los dos muriera. No hacía mucho, Griff habría pensado: «Bueno, pues o yo mato a este cabrón, o él me


mata a mí, cualquiera de las dos cosas da lo mismo». Pero ahora quería vivir. Quería vivir mucho tiempo, y junto a Laura. Esa esperanza hizo que continuara peleando incluso cuando la pelea lo había superado y cada esfuerzo le costaba sudor y lágrimas. El sonido más dulce que había oído jamás fue el ulular de las sirenas. Se oían desde lejos, pero se acercaban a toda prisa. Mientras que para Griff suponían un alivio, parecieron enloquecer aún más a Rodarte y renovar su fuerza destructiva y su determinación. Enseñó los dientes cubiertos de sangre y atacó. Griff esquivó el golpe hacia la izquierda, después hacia la derecha. Rodarte se inclinó hacia delante de forma precipitada, tropezó con un surco profundo hecho por la rueda de un tractor y cayó de bruces en un nido de alambre espinoso enmarañado. Chilló como un alma en pena, pero al buscarle explicación, Griff se preguntó si era por el dolor que le provocaban los pinchos del alambre o por la impotencia de haber perdido. Griff se quedó de pie, observando cómo Rodarte luchaba por liberarse, pero sus frenéticos intentos de escapar de la alambrada sólo servían para empeorar la trampa. Los pinchos metálicos se le clavaron en la ropa, en la piel. Las sirenas estaban muy cerca. Griff gritó mirando a Rodarte: -¡Deja de pelear! ¡Ya está! -¡Que te jodan! De forma milagrosa, el detective consiguió girarse hasta quedar apoyado de espaldas, aunque envuelto en los espinos. Trozos de alambre le tiraban de la cara y los pinchos se le clavaban tan profundamente que contorsionaban sus facciones. Aun así, sacudía sin cesar brazos y piernas. Logró levantar una rodilla, aunque el zapato le quedó atrapado en la maraña de alambres. -Ríndete, Rodarte -dijo entre jadeos Griff mientras se limpiaba la sangre de la nariz-. Por Dios… Las sirenas no debían de estar a más de medio kilómetro. Griff oteó hacia la carretera para ver si distinguía los coches patrulla. A través de los campos llanos y yermos vio el destello de las luces de colores. Un minuto, dos minutos a lo sumo y… -¡Despídete, cabrón! ¡Vamos, Número Diez! Rodarte lo apuntaba con una pistola pequeña. Hasta ese momento, Griff no se había fijado en la funda del arma atada al tobillo, por debajo de la pernera del pantalón. El detective sangraba por un sinfín de puntos perforados, pero no parecía consciente de ello. La mano que sujetaba el arma estaba arañada y sangraba. Pero el dedo que rodeaba el gatillo estaba firme, y apuntaba de manera certera. El alambre que le cubría la cara convertía su fealdad en algo aún más grotesco. Aunque le comprimía hacia abajo un lateral de la boca, consiguió esbozar una sonrisa retorcida. Griff se percató de todo esto en una décima de segundo. Sabía que iba a dar su último latido. Su pensamiento final fue para Laura. Y entonces la sonrisa de Rodarte se congeló. Soltó un grito seco en el mismo instante en que Griff caía al suelo. Manuelo Ruiz era un borrón que se movía a su alrededor, igual que la punta de la pala, que trazó un arco por encima de la cabeza del salvadoreño para aterrizar directamente en el cráneo de Rodarte, partiéndolo en dos. Tras hablar casi sin parar durante una hora, Griff se recostó con aire fatigado en la


almohada de la camilla del hospital y se quedó mirando las placas del techo en las que estaban acoplados los altavoces. Su nuevo abogado, que había ido por recomendación de Glen Hunnicutt, habló desde el otro lado de la habitación. -Caballeros, mi cliente ha contestado a todas sus preguntas. Les aconsejo que se marchen y lo dejen descansar un rato. Los dos detectives de Dallas hicieron caso omiso del abogado y se quedaron donde estaban. Griff supuso que esperaban a ver si tenía algo más que añadir. Uno de ellos tenía el pelo canoso, aire taciturno y cansado, era veterano. El otro era más joven que Griff. Más agresivo y punzante que su compañero, era quien había hecho casi todas las preguntas. Griff no se acordaba de cómo se llamaban. Ni siquiera estaba del todo seguro de cómo se llamaba su abogado. Hunnicutt había hecho el papeleo para contratarlo mientras Griff todavía estaba en el quirófano, donde le habían curado la herida de bala del hombro, que había resultado desagradable y dolorosa, pero que no le dejaría secuelas, y desde luego, no supondría una amenaza para su vida. Después de un largo silencio, Griff preguntó: -¿Ruiz saldrá de ésta? -Eso parece -respondió el detective más joven-. Es un tipo duro, tengo que reconocerlo. -Ya lo creo. -Griff aún recordaba lo que había sentido cuando ese hombre había intentado asfixiarlo-. No lo acusarán de haber matado a Rodarte, ¿verdad? Los detectives negaron con la cabeza a la vez. El más joven dijo: -Si no lo hubiera hecho, Rodarte lo habría matado a usted. Griff mostró su conformidad con un leve movimiento del cuello. -Ese granero en ruinas servía de guarida para los extranjeros que se colaban en Estados Unidos. Cuando Ruiz entró en el país, lo mandaron a ese sitio, le dijeron que allí se encontraría con un tío que le daría documentos falsos. Los papeles le costaron todo lo que tenía, pero con ellos pudo ponerse a trabajar de inmediato. Los agentes de Inmigración buscan a los que dirigían la operación. -Hizo una pausa y luego añadió-: A través del intérprete, Ruiz también reconoció haber matado a Foster Speakman. -Fue un accidente -dijo Griff. -Eso es lo que él alega. -Es la verdad. -Nos dijo que usted y él se pelearon. ¿Fue así? -Sí. Como Griff y McAlister (así se llamaba, Jim McAlister) no habían tenido tiempo de hablar en privado antes del interrogatorio, el abogado le advirtió aclarándose la garganta que podía permanecer en silencio. Aunque podía estar tranquilo, Griff no tenía pensado confesar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El detective más joven continuó: -Ruiz dio unos cuantos rodeos cuando le preguntamos por el motivo de ese altercado. Manuelo era fiel a su difunto jefe. No iba a incriminar a Speakman contándole a la policía que Foster le había mandado que matase a Griff. Y Griff tampoco vio por qué tenía que decírselo. Mantuvo la cara de póquer. -¿Quiere decirnos algo para aclararlo, señor Burkett? -preguntó el detective más joven. -No puedo.


-¿Había alguna clase de «conflicto» entre Speakman y usted? -Antes de aquella noche, sólo lo había visto otra vez, y fue un encuentro amistoso. -¿No se levantaron la voz aquella noche? -No. -¿Provocó usted a Ruiz? -No. Por lo menos, no de forma intencionada. Me atacó por detrás. -Sí, lo ha admitido -masculló el detective más viejo. Tenía el entrecejo fruncido, como si estuviera confuso. O como si fuera muy escéptico-. Pero eso sigue sin explicar por qué lo atacó. -No sé por qué fue. -Vamos, Burkett -dijo el detective más joven-. Claro que lo sabe. ¿A qué había ido a la casa? El abogado intervino. -Me gustaría hablar un momento en privado con mi cliente antes de que responda a esa pregunta. -No, tranquilo, señor McAlister. Puedo responder. -Griff confiaba en que la policía no supiera de su relación con Laura. Apostaba a que Rodarte había guardado el secreto como un as en la manga esperando a jugarlo cuando resultara más ventajoso para él y más perjudicial para Griff y Laura. De modo que dijo-: Nos reunimos para una segunda entrevista de trabajo. -¿De trabajo? -Sí, para promocionar SunSouth. Era una afirmación muy poco plausible, pero a la vez, imposible de desmentir para los policías. -¿Y qué nos dice sobre todo aquel dinero? -Para mí también es un misterio -mintió Griff, respondiendo antes de que McAlister pudiera interrumpirle-. La caja estaba encima del escritorio, a la vista de cualquiera. Speakman me pidió que la abriera y mirara lo que tenía. Lo hice. Más o menos en ese momento fue cuando Ruiz me atacó. A lo mejor pensó que pretendía robar el dinero de su jefe. Como ya les he dicho, no sé lo que se le pasó por la cabeza. Fuera lo que fuese, lo lamentará el resto de su vida. Adoraba a Speakman. Era evidente que los detectives pensaban que había gato encerrado, pero no iban a conseguir sacarle nada más a Griff. A regañadientes, el detective más joven dijo que Ruiz les había contado la misma historia. -Admitió que había matado a su señor durante la pelea contra usted y dijo que cuando salió huyendo de la casa, usted se quedó intentando salvar la vida de Speakman. Y todo eso lo exculpa. Jim McAlister se apoyó en la silla de vinilo, con aspecto complacido. -¿Corroboró también todo lo que les he contado sobre Rodarte? El detective más joven asintió. -Ruiz no comprendía qué pique había entre Rodarte y usted, pero todo lo demás que nos dijo encaja con lo que acaba de contarnos acerca de lo que ocurrió en la granja abandonada. -Y ¿qué pasa con el asesinato de Bill Bandy? -preguntó McAlister. -¿Qué pasa con él? -preguntó el detective de más edad.


-Durante cinco años, las sospechas han recaído sobre mi cliente. Él ha negado de forma contundente estar involucrado en el crimen salvo por el descubrimiento del cadáver. Los detectives se miraron mutuamente mientras valoraban en silencio hasta dónde podían contar. Al final, el detective más joven dijo: -Están dispuestos a creer la alegación del señor Burkett contra Rodarte. Llevaba ya un tiempo bajo la investigación de Asuntos Internos. Había muchas denuncias contra él y algunos de sus compañeros del departamento. Demasiadas para pasarlas por alto. Cosas serias, como abusos, brutalidad, corrupción. Una mujer sospechosa aseguró que Rodarte la había acosado mientras la custodiaba y se había puesto violento cuando ella había protestado. -Típico de él -gruñó Griff. Desde el principio, tenía la esperanza de poder mantener el altercado de Marcia con Rodarte en secreto, y ahora se alegraba de que fueran a dejar en paz a su amiga. El detective más joven decía en ese momento: -De todas formas, el caso del asesinato de Bandy se reabrirá y se investigará desde otra perspectiva. -¿Estoy arrestado? -Griff señaló con la cabeza hacia la puerta de la habitación del hospital, donde había un policía uniformado haciendo guardia. -Por atacar a tres agentes en el hotel, además de por hacerse pasar por policía. -Había circunstancias atenuantes -dijo McAlister. -Guárdeselas para la comparecencia ante el juez -dijo el agente de homicidios más viejo. Al parecer, no tenía mejor opinión de los abogados defensores de la que tenía de los delincuentes a los que representaban. -Y alégrese de que no lo acusan de secuestro -añadió el detective más joven-. Según la señora Speakman, cuando le contó que Rodarte estaba entorpeciendo la justicia, lo acompañó por propia voluntad para ayudarlo a encontrar a Ruiz. Tres pares de ojos se pegaron a Griff, esperando a ver cómo respondía. Entonces dijo: -Sin la señora Speakman jamás lo habría encontrado, y sin él, me habrían acusado en falso de haber asesinado a su esposo. Nunca podré agradecerle lo suficiente la confianza que tuvo en mí. Hizo una pausa y después preguntó qué le esperaba a Manuelo Ruiz. -En cuanto hayamos aclarado todos los asuntos con él, y se recupere lo suficiente para viajar, lo devolverán a El Salvador. Allí tiene causas pendientes. Mató a un tipo que presuntamente había violado a su hermana. Suponemos que dejarán que las autoridades de su país lo juzguen. Tienen preferencia. -Le deseo buena suerte -dijo Griff, casi para sí mismo. -Muy generoso por su parte -contestó el policía más viejo-. Si no le hubiera atacado, no estaría metido en este embrollo. -También me salvó la vida. -Griff respiró hondo y cerró los ojos antes de preguntar con voz cansada-: ¿Han terminado?


Capítulo XXXIX A partir de ese momento, su nuevo abogado tomó el mando de la situación. McAlister instó a los detectives a que se fueran. Le repitió a Griff que se mantuviera en contacto con él y que no respondiera más preguntas sin estar él presente, le recomendó que descansara y, después, también se marchó. Griff cerró los ojos, pero el descanso huía de él. Aunque tenía el cuerpo destrozado y estaba agotado, su mente no se apagaba. El día anterior, tanto Manuelo como él habían sido trasladados en helicóptero al centro de traumatología del Hospital Parkland, donde los habían operado a ambos. Tenía algunas reminiscencias vagas de haber realizado el preoperatorio y algunos recuerdos nublados por los fármacos de la sala de reanimación. Esta mañana, se había despertado en la habitación privada del hospital, apenas veinticuatro horas después de haber visto el cráneo de Rodarte partido por la mitad con el filo cortante de una pala. James McAlister, su abogado defensor, se había presentado pocos minutos antes de la llegada de los detectives de Dallas. Escasamente había tenido tiempo de presentarse y decirle a Griff que, en cuanto Glen Hunnicutt se había enterado de lo ocurrido en Itasca, lo había llamado para que representara a Griff. El jugador se sentía aliviado de haber terminado con el interrogatorio. Aunque por otra parte, se había quedado todavía más exhausto. Le dolía todo el cuerpo por culpa de la pelea contra Rodarte. Le ardía el hombro. Pero su mente estaba inquieta porque pensaba en Laura. Como viuda de Foster Speakman, volvería a estar en el punto de mira mientras la policía y los medios de comunicación rebuscaran entre los despojos legales que habían dejado Burkett, Ruiz y Rodarte. Sería inevitable que la especulación girase en torno a ella. Lo único en lo que podía confiar Griff era en que surgiera alguna historia todavía más gorda que aquélla, para que los desbancara como noticia estrella de las noticias vespertinas. Pero mientras tanto, ¿qué tal capeaba el temporal Laura? ¿Estaba bien? Más allá de lo evidente, ¿había sufrido mucho con la pérdida del bebé? Se culpaba a sí mismo por cualquier sufrimiento que tuviera que padecer su amada. Las cosas habrían sido distintas, se podría haber evitado que a ella se le rompiera el corazón de semejante forma, si no hubieran pasado esa última tarde juntos. Si Griff no le hubiera impedido que se marchase, como se disponía a hacer, ¿habría podido evitarse todo lo que ocurrió a partir de entonces? Pero -y ahora había llegado el momento de la sinceridad brutal-, si tuviera que repetirlo todo, ¿de verdad habría dejado que se fuera? ¿O, aprovechando la vacilación de Laura, se habría acercado a ella y habría cerrado la puerta tal como había hecho? Al recapacitar sobre lo ocurrido se preguntaba: ¿la habría dejado marchar? Aun sabiendo todo lo que sabía ahora, ¿lo habría hecho? Cerró los ojos y dejó que su mente flotara hasta aquella tarde, hasta la profunda decepción que había sentido cuando Laura le había dicho que iba a marcharse para no volver. Él no había intentado convencerla de lo contrario. ¿Cómo podía hacerlo? No tenía derecho, ella no le debía nada.


Se había visto obligado a quedarse allí plantado, impotente, observando cómo ella abría la puerta y decía: -Según las circunstancias, ésta podría ser la última vez que nos veamos. -Podría ser. -No se me ocurre nada apropiado que decir. -Es hablar por hablar, ¿no? -La sonrisa de Laura le indicó que se acordaba de cuando ella le había dicho esas mismas palabras a Griff-. No hace falta que digas nada, Laura. -Entonces, adiós. Se dieron la mano y Griff tuvo la impresión de que ella se resistía a soltarla tanto como él. Pero al final, dejó caer la mano y se volvió hacia la puerta. Como no hizo ademán de cruzar el umbral, él se adelantó y cerró la puerta con contundencia. Dejó la mano apoyada en la madera durante varios segundos, para darle tiempo a protestar, para darle tiempo a decir: «¿Qué demonios crees que haces? Abre la puerta. Me voy». Al ver que no lo hacía, Griff retiró la mano y la colocó por debajo de la barbilla de Laura. Con la más leve de las presiones, le levantó la cara para que quedaran de frente. Miró con intensidad a lo más profundo de sus ojos y vio en ellos el mismo anhelo silencioso y desesperado que sentía él, y al percibirlo, se abalanzó sobre ella con ansia, besando con la boca abierta el cuello de la mujer, aprisionándola contra la puerta con el cuerpo. Ella exhaló un gemido bajo y lo buscó. Se besaron con pasión, con frenesí, con abandono y sin remilgos. Todo un mes de pensamientos eróticos previos se concentró en ese momento. Ella llevaba una falda ajustada, pero Griff consiguió levantársela por encima de las caderas. Le bajó la braga hasta las rodillas; entonces ella pasó a la acción y acabó de quitarse la ropa interior mientras él daba buena cuenta del cinturón y la cremallera del vaquero. Griff la agarró por los glúteos con las dos manos, la levantó y la colocó, con las piernas abiertas, sobre las suyas. La tocó. Estaba preparada. Con un empujón húmedo, se zambulló completamente en ella. Laura apretó los brazos alrededor de la cabeza de Griff y mantuvo el abrazo mientras él la montaba, tanto con la mente como con el cuerpo. Debido a la postura, era imposible moverse mucho, pero él se balanceaba contra ella, empujando hacia arriba y hacia dentro tanto cuanto podía. Al «pensar» en lo que estaban haciendo, al «saber» que por fin estaba de nuevo dentro de ella, sintió un fuego abrasador. Y el ángulo era perfecto para ella. Con cada sacudida, Griff le tocaba su punto más erógeno. Cuando él llegó al orgasmo, ella lo hizo también. Y fue explosivo. Durante lo que parecieron unos minutos interminables, se quedaron agarrados el uno al otro, con la respiración tan fuerte que se oía por toda la casa vacía; sus cuerpos desprendían un calor increíble. Al final, él se apartó y con ternura la puso de pie. Laura mantuvo los brazos alrededor de la cabeza de Griff, quien tenía la boca apoyada contra su cuello. Lentamente la fue besando hasta llegar a la barbilla y después dejó que sus labios languidecieran a un milímetro de los de Laura durante unos segundos agónicos antes de plantarlos contra ellos. Los labios de ella se abrieron, aceptando su lengua. Fue su primer beso de verdad. Fue un beso perfecto. Sedoso, húmedo y dulce. Intenso. Muy sensual. Cuando por fin se separaron, él colocó las palmas en la puerta, a ambos lados de la cabeza de Laura, y apoyó la frente enfebrecida contra la de ella.


-Estos últimos treinta días han sido los más largos de mi vida -dijo con la voz ronca-. He vivido con el miedo de que me llamaras para decirme que no hacía falta que volviéramos a vernos. Tenía miedo de no volver a besarte nunca. Ella le colocó los dedos en horizontal sobre los labios. -Si hablamos, tendré que irme -susurró-. No puedes decir nada. Yo no puedo oír nada. Griff se retiró, dispuesto a protestar, pero la expresión de Laura le suplicaba que la comprendiera. Y lo hizo. Tenían que fingir que no era algo personal. Los dos sabían la verdad. No se engañaban. Lo que acababa de pasar no tenía nada que ver con concebir un niño ni con nada más que con el puro deseo. Pero no podían reconocerlo en voz alta. La única forma de que ella se quedara era fingir que lo hacía porque su marido lo exigía. Sin decir ni una palabra más, entraron en el dormitorio y empezaron a quitarse la ropa. Para cuando ella se hubo sacado los zapatos y la camiseta, él ya estaba desnudo de la cabeza a los pies. Como no quería esperar ni un segundo más a acostarse con ella, se tumbó en la cama y tiró de ella para que se echara a su lado. La atrajo contra su cuerpo y le sujetó la nuca con la palma de la mano, para empezar a besarla hasta que ambos se quedaron sin aliento. Le desabrochó el sujetador de encaje. Tenía unos pechos preciosos, suaves, naturales. Sopesó uno de ellos en la palma de la mano, rozó el pezón con el dedo pulgar hasta que se puso muy duro, después lo acarició con la lengua. Cuando se lo metió en la boca, ella arqueó la espalda y gimió de placer. A ciegas, Griff le cogió la mano a Laura y la guió hacia abajo. Suspiró de placer cuando sus dedos se cernieron sobre él, y entonces ella, al notar con el pulgar una gota que escapaba de la punta, la extendió alrededor del glande con unos círculos lentos que lo hipnotizaron y estuvieron a punto de derretirlo. Él alargó la mano hacia ella y le desabrochó la falda, se la bajó hasta las caderas y se la sacó por las piernas. Al verse desnuda, ella se tumbó bocarriba con pudor y los muslos cerrados, formando una atractiva V perfecta. Griff se inclinó hacia ella y le acarició el pubis con la boca, después la besó entre los rizos húmedos, jugueteando y jugueteando hasta que ella relajó los muslos. Entonces Griff se colocó entre ellos y le hizo el amor lentamente con la boca. Fue Laura quien subió las rodillas y le agarró del pelo hasta que quedó tumbado encima de ella, con el miembro metido hasta el fondo. Esta vez el sexo fue más pausado, más emotivo que pasional. Griff saboreó cada sensación y se aseguró de que ella también lo hiciera. Cuando percibió que estaba a punto de alcanzar el clímax, Griff le cogió la cara entre las manos y la miró fijamente a los ojos, porque no quería que le quedase ninguna duda de que era él, y sólo él, quien le hacía el amor, y por una única razón. Perdió el control de cuántas veces habían hecho el amor aquella tarde, porque fue más bien como un solo acto largo, un intercambio erótico que se fundía con el siguiente. Aunque no tenían libertad para hablar, se permitieron un acceso mutuo ilimitado. Los labios de Griff tocaron todas y cada una de las facciones de su rostro una y otra vez. Le dejó que acariciara cada centímetro de su piel, que le besara la cara interna de las rodillas. Deslizó el pulgar por la columna vertebral hasta llegar al principio de sus caderas, donde se tumbó con la mejilla apoyada en la curva que describía el final de su espalda. Igual de curiosa, ella examinó las manos grandes del hombre, resiguió las gruesas venas del dorso, se introdujo el dedo meñique retorcido en la boca. Parecía encantada con el pelo de


su pecho. Sí, porque lo acarició muchas veces. Él disfrutó con el roce de su aliento, que lo alborotaba, disfrutó cuando ella le enterró los dedos en el pecho y exploró con ellos el ombligo mientras colocaba con cuidado la rodilla debajo de sus testículos, disfrutó con los tirones de su boca mojada hasta que pensó que iba a morir de placer. Estaban tumbados en silencio, tonteando y besándose con cariño, como hacen los amantes saciados, cuando ella lo miró con tristeza y se apartó. Y él había tenido que dejarla marchar. Había millones de cosas que quería decirle, pero lo tenía prohibido. Quería contarle que, por primera vez en toda su malnacida vida, estaba enamorado. Por primera vez amaba, y punto. La amaba a ella. -Por el amor de Dios -susurró para sí mismo entre las paredes de la habitación del hospital-. La amé desde el principio. Debía de haberse quedado dormido. Un leve cambio en el ambiente lo despertó. Abrió los ojos. El entrenador estaba de pie, junto al umbral de la puerta. Le dijo: -¿Dormías? -Descansaba los ojos. El entrenador vaciló y después se acercó hasta el lateral de la cama, desde donde estudió a Griff, deteniendo la mirada en el hombro vendado. -¿Qué tal va? -Sobreviviré. Me duele horrores. -¿No tienen calmantes en este hospital o qué? -Ya me dan. -Señaló la mano en la que llevaba la vía para el gotero-. Pero sigue doliéndome. -¿Te quedarán secuelas? -Quien me operó dice que en principio no. Si hago bien la rehabilitación. -Sí, ya, pues espero que él tenga más suerte que yo. Siempre intentabas saltarte la preparación física. -Ella. -¿Qué? -Quien me operó era una cirujana ortopédica. -Ah. -El entrenador miró a su alrededor, se fijó en la televisión que había colgada del techo, en la ventana grande-. No está mal. -No me puedo quejar. -¿Qué tal la comida? -Sólo me han dado caldo de ternera y gelatina. -¿Tienes hambre? -No mucha. Una vez que se quedaron sin preguntas de cortesía, permanecieron en silencio un rato. Al cabo de unos minutos, Griff dijo: -Gracias por no llamar a la poli la otra noche. -Sí llamé. Griff se lo quedó mirando sorprendido. -A pesar de que Ellie se subió por las paredes, llamé a la policía. Pero no a Rodarte. Después de que me pasaran con varios agentes de homicidios, al final di con uno que sonaba


un poco sensato. Le hablé sin tapujos, le conté adonde ibas y le dije que la situación tenía pinta de ponerse peligrosa, que podía ser mortal para alguien. Él se puso en contacto con el departamento de policía de Itasca y los movilizó de inmediato. -Así que me creíste. -La creí a ella. -A Laura. -Creí cada una de las palabras que salieron de su boca. A ti te sigo considerando un mentiroso. -¡No soy un mentiroso! Yo no… -Joder, ya sé que no mataste a Foster Speakman ni a ese buscavidas de Bandy. No me refiero a eso. -Entonces, dame una pista. -Mentiste con lo del partido contra el Washington. A Griff se le paró el corazón durante un par de latidos. No había visto venir el golpe. Se quedó mirando al entrenador un segundo, después apartó la cabeza y murmuró: -¿De qué me hablas? -¡Venga ya! Sabes perfectamente de qué te hablo. -Con la cara enrojecida por la rabia, el entrenador se inclinó sobre él hasta que Griff se vio obligado a mirarlo a los ojos-. El pase a Whitehorn. Ese puto pase que arruinó el partido y te mandó a la cárcel. -El entrenador golpeó el borde de la cama de hospital con el dedo índice-. Sé la verdad, Griff, pero quiero oírtela decir, y luego, quiero que me digas por qué. -¿Que te diga qué? ¿El por qué de qué? El entrenador echaba humo. -He visto el vídeo de ese partido hasta quedarme bizco. Desde todos los ángulos posibles. A cámara lenta y a cámara rápida. Una y otra vez, una y otra vez. Mil veces. -Igual que todo hijo de vecino, ¿no? -Pero todo hijo de vecino no conoce el juego tan bien como yo. Y todo hijo de vecino no te conoce a ti tan bien como yo. Nadie te enseñó y te entrenó como yo lo hice, Griff. Empezaba a quebrársele la voz y, si le hubieran preguntado, Griff habría apostado a que veía cómo empezaban a formársele unas lágrimas en los ojos al entrenador-. No podrías haber lanzado mejor. Clavaste el pase. Prácticamente llevaste la pelota hasta la línea de dos yardas y se la colocaste en la mano a Whitehorn. Casi se la pusiste entre los números de la camiseta. Se incorporó y se alejó de Griff un momento, y cuando volvió a arremeter, se limitó a decir: -Pero no la cogió. Griff seguía callado. El entrenador repitió: -Whitehorn no la cogió, pero no porque tú le lanzaras un mal pase. Simplemente se le escapó el puñetero balón. Griff, que notaba la presión de sus propias emociones, asintió: -Sí, se le escapó el puñetero balón. El entrenador soltó el aire por la boca poco a poco, de modo que sonó como si hubieran quitado el tapón de un muñeco hinchable. A Griff incluso le pareció ver que se desinflaba. -Por el amor de Dios… Entonces, ¿por qué mentiste al decir que habías perdido el partido


a propósito? ¿Por qué admitiste un delito que no habías cometido? -Porque era culpable. Era culpable hasta la médula. Tenía toda la intención de cagarla y perder el partido para beneficiarme. Por dos millones de dólares, iba a asegurarme de que perdíamos. Pero… Se derrumbó, incapaz de seguir hablando durante varios segundos. Cuando por fin retomó la palabra, su voz sonó más grave. -Pero cuando llegó el momento de hacerlo, no pude. Quería ganar el partido. Tenía que ganarlo. -Cerró la mano en un puño, como si intentara aferrarse a lo intangible-. La única esperanza que tenía de salvarme era ganar el partido. Se recostó y cerró los ojos, se colocó mentalmente en el terreno de juego. Oyó el bramido de la multitud, olió las camisetas sudadas de sus compañeros de equipo mientras se apiñaban, notó la tensión comprimida en un estadio con setenta mil espectadores que gritaban. -Perdemos de cuatro. No basta con meter un gol desde el área. Quedan pocos segundos. No quedan tiempos muertos. Es el peor escenario posible y, por si eso no fuera suficiente, la Super Bowl depende de este partido. Apenas nos queda tiempo para una jugada más. »Para cobrar de los Vista, lo único que tenía que hacer era dejar que se agotara el tiempo, y los de Washington habrían ganado. Pero, cuando salí a hacer esa última jugada, pensé: «Que les den a esos cabrones de los Vista. A la mierda ellos y sus dólares. A lo mejor me parten las piernas, pero voy a ganar este campeonato». Todo dependía de esa última jugada, entrenador. Un pase. Una «elección» que me convertiría en algo mejor que la cloaca de la que había salido. Lo que hiciera en esa jugada definiría mi carácter. Es más, mi vida. Al cabo de un momento, abrió los ojos y se rió por la ironía del asunto. -Entonces Whitehorn dejó caer el pase. ¡Se le escapó! Griff se frotó la cara con la mano, como si quisiera borrar el recuerdo de ver al receptor tumbado bocarriba en la zona del fondo, con las manos vacías mientras el cronómetro del partido marcaba dos dobles ceros. -Pero en el fondo no importó, porque ya había vendido mi alma al diablo. Después de perder, supuse que me pagarían igualmente lo acordado. Así que cuando Bandy se presentó con mi pasta, la cogí. »A veces pienso que el loquero de Big Spring tenía razón, que a lo mejor en el fondo quería que me pillaran. Bueno, el caso es que, cuando me trincaron, la gente dio por hecho que le había lanzado un pase imposible de atrapar. Whitehorn no dijo lo contrario. Yo era culpable de todo lo demás. Había mentido, apostado, engañado, incumplido la ley… Me había pasado por el forro las normas y la ética del deporte profesional. -Sonrió con ironía-. Pero no perdí el partido. El entrenador se pasó los puños por los ojos humedecidos. -He tenido que esperar mucho tiempo para oírtelo decir. -Me he quitado un peso de encima al reconocerlo. Porque lo peor de todo, lo peor de toda la experiencia, incluida la cárcel y tal, fue saber lo mucho que os había avergonzado a Ellie y a ti. El entrenador se aclaró la garganta y dijo con aspereza. -Lo hemos superado. Lo dijo de forma casual, como si ese momento no tuviera mayor importancia. No obstante, la tenía, una importancia enorme. Griff no le había pedido que lo perdonara, y el


entrenador no se había ofrecido a perdonarlo. No con todas las palabras. Pero esa implicación flotó entre ambos sin que ninguno de ellos se pusiera empalagoso ni sentimental. Griff volvía a contar con el favor del entrenador. Tenía su perdón. Incluso tal vez -¿se atrevía a pensarlo?su afecto. -A Ellie le haría muchísima ilusión que fueras a verla de vez en cuando, que dejaras que te cocinara algo, te contemplara un poco, te diera a escondidas una propina de la que ella cree que no me entero… Griff sonrió. -Lo haré. Te lo prometo. Si no voy a la cárcel. El entrenador frunció el entrecejo. -¿Por lo que hiciste para apartar a Laura de Rodarte? -¿Os lo contó? -Sí, y hoy ha salido en todas las noticias. Pero no creo que cuajen los cargos por asalto. No, cuando salga a la luz la amenaza que suponía Rodarte, y ella se asegurará de que todo el mundo lo sepa. La mención de su nombre hizo que Laura pasara a estar en la habitación con ellos, una presencia intangible pero omnipresente. Griff miró con seriedad al entrenador, quien leyó las preguntas implícitas en sus ojos. -No puede venir a verte, Griff. -Lo dijo con la voz más suave que fue capaz de poner-. La prensa iría detrás de vosotros como las moscas van a la mierda. Ya hay quien hace conjeturas. La gente se huele algo. Ya sabes a qué me refiero. No hay nada concreto, pero se intuye que hubo algo entre vosotros tres que era un poco turbio. »No olvides que sólo hace unos días desde que celebró un funeral público en honor a su marido. La gente de a pie no sabe que Speakman había perdido la chaveta y, por el bien del futuro de la compañía aérea, Laura preferiría mantenerlo en secreto. Desde luego, no quiere que nadie se entere de para qué te contrataron. -¿También os contó eso? -Todo. -El entrenador sacudió la cabeza, incrédulo-. Joder, vaya tela. Nunca había oído algo así. -Sale en la Biblia. -Sí, pero Moisés también llevaba una barba hasta el ombligo y comía langostas. -Abraham. -Bueno, es igual, Laura me dijo que entenderías por qué no puede venir a verte. -Lo entiendo. -Después, al cabo de un segundo, añadió-: La quiero mucho, entrenador. -Ya lo sé. -Como Griff lo miró con aire sorprendido, el hombre mayor asintió-: La otra noche, cuando todo tu futuro dependía de encontrar a Rodarte y a Ruiz, te quedaste con ella. No fue muy de tu estilo lo de poner el bienestar de otra persona por encima del tuyo. Pero ahora tienes que hacer otro sacrificio, Griff. Si de verdad te importa esa mujer, tienes que darle tiempo. Distancia. Dejar de verla. Griff lo sabía. Comprendía la necesidad de apartarse. Pero eso no hacía que le resultara más fácil de aceptar. -¿Está bien? -Va tirando. Su mayor problema es Ellie. -¿Ellie?


-Sí, ha vuelto a adoptar el papel de madraza. Casi no deja respirar a la muchacha. Griff sonrió y cerró los ojos. -Está en buenas manos. Debió de quedarse dormido otra vez, porque cuando volvió a abrir los ojos, el entrenador se había marchado. La habitación estaba vacía. Él estaba solo.


Epílogo Griff contestó la llamada al móvil al segundo tono. -¿Sí? -¿Hoy a la una? El corazón se le paró antes de acelerarse con unos latidos increíblemente desbocados. -¿Te va bien en el mismo sitio? -Eh, sí… Sí, sí. -Nos vemos entonces. Permaneció con el aparato pegado a la oreja otros treinta segundos antes de cerrar la tapa. Luego se quedó allí plantado en medio del centro comercial, dejando que los demás compradores lo esquivaran mientras él intentaba convencerse de que estaba despierto, no era un sueño, era cierto que Laura acababa de llamarlo. Igual que la primera vez, llegó a la casa por lo menos veinte minutos antes de la hora acordada. Condujo por la urbanización hasta las doce y cincuenta y ocho. Cuando volvió a llegar a la casa, el coche de ella ya estaba aparcado. Dejó el suyo detrás. El camino hasta la puerta principal se le hizo interminable. Estaba a punto de llamar al timbre cuando se abrió la puerta y se encontró a Laura allí de pie. -He oído el coche. Durante un buen rato, Griff no dijo nada, se limitó a quedarse quieto, contemplándola. Al final, la alegría se abrió paso por su tenso pecho en forma de una risa nerviosa. -Estás guapísima. -Gracias. -No, lo digo en serio. -Llevaba un jersey ajustado de color rosa y unos pantalones negros elásticos. Sencilla, elegante y atractiva como nunca-. Tremenda. Ella se sonrojó ante el piropo y se apartó, indicándole que entrara. Griff pasó a la zona de estar que le resultaba tan familiar, aunque había cambiado radicalmente desde la última vez que había estado allí. La casa se había transformado en un acogedor hogar. Reconoció el armario, pero el sofá era nuevo. Había más muebles que antes, cuadros en las paredes, revistas y libros y una alfombra mullida, un jarrón con tulipanes blancos en la mesita auxiliar. Por primera vez, las cortinas estaban abiertas y dejaban que entrara el sol. En la calle no hacía frío, así que el fuego encendido con poca leña era más para dar ambiente que calor. Se volvió para mirar a Laura. Sabía lo que iba a decirle antes de que abriera la boca. -Ahora vivo aquí. -He leído que has vendido la mansión. ¿Te gusta vivir en esta casa? -Me encanta. Intercambiaron una mirada larga, rota finalmente cuando Laura se acercó al sofá. -¿Te apetece un té? -Claro. -¿Frío o caliente?


-Frío, por favor. Griff se sentó y ella desapareció en la cocina. Por curiosidad, se inclinó hacia delante y abrió una de las puertas del armario. Había un televisor y cosas para leer, así como películas recientes en DVD. Nada picante. Cerró las puertas y se acomodó sobre los cojines del sofá con una postura que confiaba que pareciera relajada. En las dos horas y ocho minutos que habían transcurrido entre la llamada de Laura y su llegada, no había respirado con tranquilidad ni una sola vez. Laura regresó con una bandeja en la que había una jarra de té con hielo y dos vasos. La colocó en la mesita auxiliar y llenó un vaso para cada uno. -¿Azúcar? -No, gracias. Laura le entregó un vaso, después se levantó con el suyo en la mano y se sentó en un sillón próximo, de frente a él. Griff dio un sorbo al té. Laura dio otro sorbo. Pero bebían sin despegar la mirada el uno del otro. Él tenía miedo de entablar una conversación, miedo de decir algo inconveniente. No sabía por qué lo había invitado a su casa. La forma ya habitual en que lo había llamado y la hora del día a la que lo había citado no podían ser una coincidencia. Sin embargo, no había hecho nada para indicar que esa cita pudiera terminar de la manera en que solían terminar sus anteriores encuentros en aquella casa. A lo mejor lo había invitado únicamente para tomar un té. Al final, Griff dijo: -La empresa va de maravilla, ¿no? Y esa novedad de Select suena interesante. -El lanzamiento está previsto para dentro de tres meses. -Laura se echó a reír mientras sacudía la cabeza-. Es una locura. Hay tantas cosas que hacer… Millones de decisiones que tomar. Fechas límite casi a diario. Él sonrió ante el aparente tono abrumado de Laura. -Pero disfrutas haciéndolo. -Cada minuto -admitió Laura-. Soy muy optimista y pienso que va a ser un éxito. Ya hemos vendido el setenta y ocho por ciento de las participaciones que nos habíamos fijado. Aunque ha llegado a mis oídos, desde dentro del sector, que nuestra competencia se está planteando lanzar líneas similares. -La imitación es la forma más sincera de alabanza. -Por supuesto. Pero sigue siendo «imitación». Nosotros seremos los primeros. Su entusiasmo se traslucía en la forma en que le brillaba toda la cara. Le chispeaban los ojos. Su sonrisa era tan hermosa y desinhibida que se le clavaba en el corazón. Y entonces Griff se dio cuenta de que era la primera vez que la veía feliz de verdad. La primera. Griff alzó el vaso para improvisar un brindis. -Buena suerte para ti y para Select. Aunque no es que necesites suerte. Las acciones de SunSouth no dejan de subir. -¿Estás al tanto de cómo van nuestras acciones? -Yo también he invertido. -¿En serio? -Psí. No sé cómo lo haces, pero sigue haciéndolo. Funciona genial. -Estoy muy ocupada y trabajo mucho, pero también intento mantener cierto equilibrio en


mi vida. Me tomo las tardes de los miércoles libres. Eso explicaba su atuendo informal. No iba a volver a trabajar después de comer. Intentó no leer entre líneas. Lo intentó, pero no lo consiguió. Laura lo miró con atención mientras decía: -Esos miércoles libres me permiten dedicarme a otras cosas que son importantes para mí. Como la Fundación Elaine Speakman. Griff cambió de postura. -La fundación. Claro. No hace mucho vi una foto tuya en el periódico. En alguna cena de gala para recaudar dinero, creo. ¿Qué tal salió? -Muy bien. -Estupendo. -Además de lo que recaudamos aquella noche, la fundación acaba de recibir un donativo considerable. -¿Ah, sí? -De cien mil dólares. -No me digas… -Ajá, pero era un donativo bastante especial. -¿En qué sentido? -Porque lo hicieron en metálico. En billetes de cien dólares que ingresaron directamente en la cuenta de la fundación. -Ya. -De manera anónima. -Ya. -Y el banco donde se hizo el ingreso dijo que el donante insistió en que deseaba mantener el anonimato. Griff no cambió de expresión. -Lo respeto por querer guardar en secreto un donativo tan generoso -dijo Laura-. Sólo espero que sepa lo mucho que se agradece su colaboración. -Seguro que lo sabe. Después de lo que a Griff le pareció una pausa interminable en la conversación, ella esbozó una sonrisa amable y cambió de tema. -Tú también estás bastante ocupado, ¿no? -¿Te has enterado de lo del programa? -Vi una entrevista que te hicieron en la tele. -Sí, va ganando audiencia. Funciona bastante bien. -Pareces sorprendido -comentó Laura. -Lo estoy. Digamos que me cayó del cielo. Después de que le dieran el alta en el hospital, había comparecido ante el juez y se había declarado culpable de haber agredido a los policías. Jim McAlister consiguió que lo dejaran en libertad bajo fianza y en el juicio lo defendió de forma excepcional. Sus argumentos fueron corroborados por la declaración de Laura Speakman, a la que representó su abogado en ausencia de la mujer, así como por el testimonio de los agentes de Asuntos Internos que habían investigado a Stanley Rodarte. Griff recibió una severa reprimenda del juez y tuvo que añadir un año más de libertad condicional a los que ya estaba cumpliendo. Jerry Arnold


continuó siendo su agente de la condicional. McAlister y Glen Hunnicutt, que había resultado ser un amigo de verdad, llevaron a Griff a cenar fuera para celebrar lo que consideraban una victoria. Poco después, Bolly Rich lo había sorprendido invitándolo a comer. Le pidió disculpas por haberse negado a escucharlo cuando Griff intentaba advertirle sobre Rodarte. Le dijo que sentía no haberle ofrecido ayuda a Griff cuando más lo necesitaba, pero sobre todo, sentía no haberle concedido el beneficio de la duda. -Jason estuvo dos semanas sin hablarme. Griff restó importancia a las disculpas con un gesto de la mano. -No te preocupes, Bolly. -Me estás soltando del anzuelo demasiado rápido. -A mí también me han soltado rápido. Entonces Bolly le habló de un programa al que llevaba una temporada dando vueltas junto a un grupo de periodistas deportivos de todo el país. Creía que había llegado el momento de ponerlo en marcha. -Estamos hartos de la negatividad que rodea el deporte, tanto aficionado como profesional. Con la misma frecuencia que hablamos de canastas clavadas, de robos de balones y de carreras hacia la base, nos vemos obligados a hablar de consumo de drogas y de esteroides, manejo de armas y comportamiento violento, abusos… -Apuestas -dijo Griff. -Apuestas. Estamos hartos de toda esa mierda. Queremos darle la vuelta, devolver el honor y los ideales de la deportividad a la práctica del deporte. Pero nosotros no somos más que un puñado de chupatintas, y yo soy el más carismático del grupo, así que ya ves cómo están las cosas. Lo que necesitamos es un portavoz. -Incómodo, añadió-: Y alguien que esté limpio como la patena no tendrá mucho impacto. -Necesitáis a un tío de anuncio con un eslogan pegadizo del tipo: «No la cagues como yo». Bolly sonrió. -Digamos que eso resume la esencia de lo que nos proponemos. De vuelta en la conversación con Laura, Griff le dijo: -Necesitaban a un tipo malo como yo para que se dirigiera a los atletas jóvenes. Con la voz de la experiencia, puedo advertirles contra los errores más comunes. Bolly y sus colegas han buscado algunos patrocinadores para financiar el programa. La NCAA les ha dado todo su apoyo, así como la Asociación de Atletas Cristianos y varias asociaciones de alumnos. Clubes deportivos de todo el país han solicitado que vaya a hablarles. -Se encogió de hombros-. A lo mejor mis charlas sirven para algo. -No seas modesto, Griff. Precisamente esta semana he leído en la columna del señor Rich que ya han recopilado miles de firmas de deportistas que rechazan los esteroides y demás. Incluido su hijo. -Jason es un buen chaval. Lo más probable es que nunca se hubiera metido en eso. -Pero otros sí. Tus charlas tienen mucha influencia. -Ya veremos. -Le sonrió-. Por lo menos, estoy acumulando un montón de millas de vuelo de SunSouth. -Deberías apuntarte al programa Select.


-No me lo puedo permitir. Me cubren los gastos y me pagan un salario más que decente, pero no voy a hacerme rico, Laura. Nunca. -Nunca sería igual de rico que Foster Speakman, o que ella. Eso era lo que quería decir-. Pero trabajo en algo relacionado con los deportes, aunque sea de forma indirecta. Y hago una labor positiva. -Sonrió-. Algunas veces, después de dar una charla, incluso me piden que lance una pelota de fútbol o dos. Que marque algún tanto. Esas cosas. -Seguro que los jóvenes atletas se quedan boquiabiertos. -No lo sé. Pero yo me divierto. Permanecieron callados durante un rato. Ella paseó la mirada por la ventana, por el fuego, por el jarrón de tulipanes. -¿Quieres un poco más de té? -No, gracias. -¿Qué tal está tu amiga Marcia? Griff se sorprendió de que se acordara de Marcia. -Está bien. La vi la semana pasada. -Ah. Ante eso, la sonrisa educada de Laura se quebró un poco. O a lo mejor fueron imaginaciones de Griff. -Sólo le queda una operación programada, para unos retoques, nada más. -Entonces las operaciones han salido bien. -Está fantástica. Mejor que nunca. -Me alegro. Eh… ¿ha vuelto a… trabajar? -A pleno rendimiento. -¿Ah, sí? -Sí, el negocio va como siempre. -Ya. Si Laura quería saber la naturaleza de la visita que Griff le había hecho a Marcia, ¿por qué no dejaba de andarse con rodeos y se lo preguntaba directamente? Esperaba que lo hiciera. Podía decirle que ahora eran estrictamente amigos, pero por lo menos, el hecho de que Laura le preguntara, implicaría que se preocupaba por si él satisfacía sus necesidades sexuales con una profesional. En lugar de eso, dijo: -¿Qué tal las vacaciones? -Engordando. Ellie me hizo tanta comida que pensaba que iba a reventar. ¿Y las tuyas? -Estuve fuera unos días. Estuve en una casa rural en Vermont, hice excursiones con el coche, leí mucho. -Suena bien. Sonaba solitario. -¿Quieres un poco más de té? -Ya me lo has preguntado y te he dicho que no. -Perdona. ¿Qué tal tienes el hombro? -Bien. -¿Se te ha curado del todo? -Laura, ¿por qué me has llamado?


Su pregunta abrupta la sorprendió, y al instante puso cara de disgusto al darse cuenta de que la había pillado dando rodeos. Respiró hondo y dijo lentamente: -Quería darte las gracias. A Griff se le hundió el corazón. Así que, a fin de cuentas, lo había invitado sólo para tomar el té. -¿Por qué? -Por guardar el secreto. Tuviste muchas oportunidades de contar toda la historia, que era muy sórdida. Pero no lo hiciste. Protegiste a Foster además de protegerme a mí. Y es evidente que él no se había ganado tu confianza. Quería decirte que lo valoro tremendamente. -Bueno, digamos que no me apetecía mucho que todo el mundo se enterara de que me habían contratado de semental. -Por el motivo que fuera, muchas gracias. -De nada. No quería su puñetera «gratitud». Había mantenido la promesa que había hecho al entrenador y a sí mismo de no ponerse en contacto con ella, aunque no había pasado ni un solo día en el que no hubiera deseado hacerlo. De modo que hoy, después de meses, cuando Laura lo había llamado, había pensado que tal vez… Pero no. Mientras Griff estaba ahí sentado entablando esa educada conversación, muerto de ganas de tocarla, deseando saborear su boca, lo único que quería ella era darle las gracias. No podía soportarlo más. Agitado, se frotó las palmas de las manos contra los muslos y, al instante, se levantó de forma brusca. -Mira, tengo que irme. Tengo… algo que hacer. -Ay, lo siento. -Ella también se puso de pie-. No quería entretenerte. -No pasa nada. Me alegro de haberte visto. -Yo también me alegro. -Bien. Gracias por el té. Mientras se acercaba a la puerta, se dio una palmadita nerviosa en el pecho, algo que le sirvió de recordatorio. -Ay, casi se me olvida. Tengo una cosa para ti. Metió la mano en el bolsillo interior de la cazadora y sacó una cajita. Ella lo miró con curiosidad cuando se la entregó. -¿Qué es? -Sólo tienes una manera de saberlo. Laura sujetó la cajita y dudó un momento antes de tirar de la cinta para deshacer el lazo. Griff contuvo la respiración a sabiendas mientras ella abría la tapa. Sobre un lecho de satén había una diminuta estrella de oro con un diamante infinitesimal en el centro. Laura bajó la cabeza y miró la joya, para que él no pudiera ver su reacción. Pero se quedó tan inmóvil que Griff empezó a pensar que no había sido buena idea. Como pasaron varios segundos más sin que ella dijera nada, Griff intentó justificarse: -No estaba muy avanzado, ya lo sé. Seguramente no era más grande que este diamante. Pero… -Se pasó los dedos por el pelo-. Pero no tenemos ningún recuerdo, ¿sabes? Nada que demuestre que existió. Y lo hizo. Por lo menos durante unas semanas. Ella mantuvo la cabeza gacha, no se movió. «Mierda. Qué metedura de pata», pensó. Lo


mejor sería que se callara y se marchara cuanto antes. En lugar de hacerlo, añadió: -Pensé que te haría ilusión tener algo para recordarlo. Cuando ella levantó por fin la cabeza, tenía el rostro cubierto de lágrimas. -Siempre lo recordaré. Lo guardaré en mi corazón mientras viva. Se movieron a la vez. Griff la rodeó con su abrazo y la estrechó como si no fuera a soltarla nunca. Le habría encantado poder hacerlo. Con posterioridad, no recordó qué declaraciones le había hecho después y cuáles le había hecho en ese preciso momento, justo antes de arropar su cara con las manos y acercarla a la suya. Lo que sí recordaba era que le había dicho que la amaba, que se lo había repetido mientras la besaba en los labios, en los ojos, en las mejillas, en las cejas. Por fin, sus labios se encontraron de nuevo y se besaron con pasión e intensidad. Y entonces, durante una velada interminable, mientras la tarde daba paso a la noche, se sentaron en el sofá juntos y disfrutaron del fuego, juguetearon con las manos, charlaron. Hablaron de todo menos de cosas serias. Se contaron anécdotas. Intercambiaron información frívola. Se rieron mucho. Fue su primera cita. ***


RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Sandra Brown Texana de nacimiento, Sandra Brown nació en Waco en 1948. Estudio en la Universidad Cristiana de Texas donde perfeccionó su talento en la escritura. Después de ahí continúo su educación en la Universidad Estatal de Oklahoma, en Arlington, Tx. En 1986 se casó con Michael Brown. Antes de emprender su carrera de escritora, trabajó como modelo en la tienda Dallas Apparel Mart, y en la televisión, incluso hizo reportajes del tiempo para la WFAA-TV en Dallas, haciendo también breves reportajes informativos en el programa PM Magazine. Brown inició su carrera de escritora en 1981 animada por su marido y desde entonces ha publicado 65 novelas. Ha escrito tanto novelas históricas como actuales. En sus novelas convina la dosis justa de romanticismo con unas pinceladas de intriga. Sus libros han sido traducidos en 30 idiomas, y hay en este momento 70 millones de copias de sus libros impresos por todo el mundo. Su novela French Silk 1992 fue convertida en una película en la emisora de TV ABC Los premios y elogios abundan, entre ellos:el premio Gold Certificate concedido por el Affaire de Coeur, y el de Asociación Americana de Mujeres exitosas de Negocios. Además, ha logrado aparecer en la lista más prestigiosa de autores de bestsellers, la del New York Times en más de 30 ocasiones. Es miembro activo del Gremio de Autores de misterio de América, Asociación Internacional de autores de novelas policíacas, Novelistas y socios de literatura. Actualmente viven en Arlington, Texas con su marido Michael Brown, antiguo presentador de televisión.. Juega Sucio Acusado de asesinato, condenado por perder un partido a propósito por órdenes de la mafia, Griff Burkett, a estrella del equipo de fútbol americano de los Dallas Cowboys, ha pasado cinco años en una cárcel federal. Ahora que es libre, este quarterback fracasado carece de expectativas -y lo que es peor, carece de perdón- en Texas, un Estado obsesionado por el fútbol. Sin embargo, hay alguien dispuesto a pagar millones por los servicios de Griff: el director general de una compañía aérea, Foster Speakman, y su esposa Laura. Su oferta de trabajo es tan provocadora y lucrativa que Griff no puede rechazarla, y lo único que le piden a cambio es que mantenga el trato en absoluto secreto. Pero en medio de ese juego tan arriesgado, Griff se enamora de Laura e intenta proteger a ambos como sea de un enemigo sin escrúpulos que surge de su pasado. *** © 2007, Sandra Brown Título original: Play Dirty © 2010 por la traducción, Ana Mata Buil Editor original: Simón amp; Schuster, Agosto/2007


© 2010, Parramón Ediciones, S. A. para Ediciones Mosaico (Grupo Norma) Primera edición: abril de 2010 Diseño de la colección e imagen de cubierta: Compañía ISBN: 978-84-92682-36-2 Depósito Legal: NA-469-2010 Maquetación: Víctor Igual, S. L. Impresión y encuademación: Rodesa (Rotativas de Estella, S. A.) Impreso en España - Printed in Spain [1]

La abreviatura oficial para el Centro Penitenciario Federal de Big Spring, en Texas Start to type here

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