Ruta 20

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ᴿᵘᵗᵃ₂₀


“Rise. ” Eddie Vedder ¿No te han dicho nunca qué somos de verdad, pequeña Ellie ? Nada de brujas o magos, ni ángeles ni demonios. Ni luces ni sombras, orden y caos. Pequeña chispa, ni rayos, ni lluvia, ni calma, ni tormenta. Ni pequeños átomos ni grandes delirios de otro. ¡Ni quimeras, ni pájaros, ni deidades! No somos grandes, pequeños, muchos o pocos. Somos miles de millones, pero ¿por qué debería importarnos? La humanidad la formamos DOS, pequeños, p e r d i d o s, y más importantes que ninguno. —Tú eres una de ellos, pequeña Ellie, y te dejo que sueñes quién lo es [todo] contigo—.

(sonríe, y la humanidad sonreirá también, solías decir. ¿Ya lo has entendido?)

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Contenido Pre-Ruta20 ............................................................................................................... 5 Ruta I ..................................................................................................................... 28 Ruta 20 II.............................................................................................................. 293 Ruta 20 III............................................................................................................. 404 Inéditas ................................................................................................................ 484 continúa(rá) .................................................................................................. 495 Índice de etiquetas

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PreRuta20 PRE-RUTA20 Octubre 2012 – febrero 2013

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f Las manos sabían a café. Café de París o Londres o Nueva York. Café traído expresamente para ella tras quince horas de vuelo en avión. —Hubo un tiempo —solía empezar él —en que la magia te bastaba. Ella removía el espeso líquido negro hasta que los dibujos que había trazado con el palillo se diluían en la nada.

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f Tinte triste de persona. Azote y sonrisa con complejo de olvido. Ay, mi ni単a.

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f -Voy a soñar con estrellas... El primer golpe siempre era el más tierno, el que llegaba a los cuartos de los niños con un eco suave. -Voyasoñarconestrellas... Un golpe seco. Seguido de estrellas de más. Y solía echarse a llorar .Y la (seca) música de percusión, que la acompañaba. -No de las de los ojos... -y se escondía entre los dedos enlazados, empapada en brillo, del de los ojos.

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f «Qué se puede esperar de un mundo que se esconde de la lluvia»

original: "Qué se puede esperar de un mundo que se protege de la lluvia"

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f Nadie se lo creería hoy en día, pero cuando llegamos a casa aquel día estábamos tan cansados que los tres caímos sobre la cama y nos quedamos dormidos al instante. Fui el primero en despertar cuando sonó el teléfono. Lo descolgué y susurré que esperasen un momento; me puse los vaqueros, cogí el cartón de tabaco y salí de la cabaña. Hacía un frío de cojones y allí estaba yo, fumando sin camiseta. -¿Quién es? - gruñí. - ¿Fumando a estas horas? Supongo que eso te ha puesto de tan mala leche. Me quedé sin aire y a ella le alarmó la pausa. -¿Sven? -Dios - se me escapó -. Hola, Alice. La chica cuyas curvas hablaban de dolor, al otro lado del océano y de la línea. - Buena expresión. -Oportuna. -Dicho de ti suena a insulto. A eso no respondí. Mi lengua tenía demasiado presente los tiempos en que le decía que me moría por ella. Me crucé de brazos como si Alice fuese a verlo. -Alice... Qué quieres. No voy a romperme otra vez. -No vengo a jugar contigo. -Hoy no te acepto evasivas. Ve al grano. Ella se calló un segundo y acto seguido suspiró. -No. Lo siento. -su voz sonaba clara -No puedo, lo siento, Sven. Cerré el teléfono con un golpe y lo arrojé al mar desde el porche de la casita. Y esperé, fumando, a que el frío me poseyese los pulmones.

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II Nadie se lo creería hoy en día, pero cuando llegamos a casa aquel día estábamos tan cansados que los tres caímos sobre la cama y nos quedamos dormidos al instante. Fui el primero en despertar cuando sonó el teléfono. Lo descolgué y susurré que esperasen un momento; me puse los vaqueros, cogí el cartón de tabaco y salí de la cabaña. Hacía un frío de cojones y allí estaba yo, fumando sin camiseta. -¿Quién es? - gruñí. - ¿Fumando a estas horas? Supongo que eso te ha puesto de tan mala leche. Me quedé sin aire y a ella le alarmó la pausa. -¿Sven? -Dios - se me escapó -. Hola, Alice. La chica cuyas curvas hablaban de dolor, al otro lado del océano y de la línea. - Buena expresión. -Oportuna. -Dicho de ti suena a insulto. A eso no respondí. Mi lengua tenía demasiado presente los tiempos en que le decía que me moría por ella. Me crucé de brazos como si Alice fuese a verlo. -Alice... Qué quieres. No voy a romperme otra vez. -No vengo a jugar contigo. -Hoy no te acepto evasivas. Ve al grano. Ella se calló un segundo y acto seguido suspiró. -No. Lo siento. -su voz sonaba clara -No puedo, lo siento, Sven. Cerré el teléfono con un golpe y lo arrojé al mar desde el porche de la casita. Los pasos de Alucy se deslizaron por el suelo y fingí no darme cuenta hasta que me plantó sus labios fríos en la mejilla. -Mira a Sven. Maldito exhibicionista. -Hans, capullo - escupí tirando la colilla. Hans no me dio el puñetazo del hombro y Alucy se quedó quieta. -Sven, ¿qué demonios te pasa? - Hans me quitó el siguiente cigarro de las manos temblorosas antes de que Alucy se abalanzase sobre mi cuello y gritó no sé qué de un mono. Agarré sus brazos para sujetarla y miré a Hans. -Tienes cara de Alice - señaló Alucy desde mi espalda. Hans sacó el mechero de su bolsillo y se aseguró de que yo no llegase al cigarro. -Sven, Alice te ha... -Alice me mató una vez. Encendí el cigarro que solía guardarme de Hans y me aseguré de llenarme con él los pulmones. -Ella fue siempre el amor de tu vida -Alucy apretó los dientes. Hasta a mí me dolió la patada de Hans. -No dejes que vuelva a hacerlo - Hans y yo cogimos humo a la vez. -Lo hace cada día. 11


Aquella vez Alucy fue más rápida. Se tensó en mi cuello y yo la bajé. Hans no entendió. -Sigo teniendo su cuerpo a mi lado... continuamente... Alucy miró el suelo mientras Hans la recorría con los ojos, como si no se la hubiese aprendido de memoria con los labios y a tientas. Y eso dolía también. -Sigo siendo Alice para ti - mi pequeña soñó ofendida y Hans evidentemente incómodo. - Me voy - evité pisotear la colilla al darme cuenta de que seguía en calcetines. Los dos se quedaron callados porque no se lo podían creer. - Yo no tengo la culpa de ser su hermana. -Ella ya nos rompió. -Hans se pegó a ella, sería para reconfortarla, pero pareció que lo hacía por mí. -Una vez. Prometiste que una. -No es por ella. (es por vosotros) -Es por mí. Entré en la casa sin pensar en lo que acababa de decidir por inercia hasta que oí un gorgojeo, unos chapoteos y una risa etérea. Y sin verla, y sin palabras, cerré los ojos, era Alice. ( incompleto )

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f Avel apareció cuando notó que Cuentacuentos se echaba a llorar. Sonó tan suave que aquella vez ella ni siquiera se asustó, solo gimoteó más bajito. -¿Les echas de menos? Agitó la cabeza. -Ellos no tendrían que verme marcharme. -Eres tú la que se va. ¿Por qué lloras por ellos? Cuentacuentos se calló un segundo. -¿Me cuentas un cuento de Vía? Avel revoloteó un segundo por las nubes antes de volar lejos a toda velocidad. Cuentacuentos creyó que le había espantado hasta que su cabeza asomó bajo las olas. Se echó a reír hasta que le dolió la tripa. -¿Qué quieres oír de ella? Te he oído contar su cuento tantas veces. -No me gustaría que alguien contara mis cuentos sin tenerme en cuenta - consiguió aguantar la risa hasta el punto y luego volvió a romperse en carcajadas. -Vía era yo. -resumió el dragón con un suave deje de tristeza. -Vía era yo hasta que se rompió. -Entonces dejaste la aldea para siempre. -Cuentacuentos cerró los ojos para serenarse un poquito. - Nadie había salido al mar desde entonces porque nadie sobrevivía al rito. -¿Por aué lo hiciste tú? -Avel le clavó los ojos alzando la cabeza y ella sonrió un poquito. -Brida quiso que lo hiciera antes de irme. Y a mí me dio igual volar que echar a nadar para morirme. -bajó el tono hasta apenas mover los labios. - No entendemos por qué viniste tú. El dragón sumergió su rostro en el agua y cerró los ojos. El sol se había tintado de rojo hacía mucho rato ya y el mar empezaba a mecer a Cuentacuentos. -No sé. La sorpresa hizo que los dos cruzasen sus pupilas y Avel sonrió un poquito. -Te pareces mucho a Vía. Pero no dejaré que tú te rompas. Los ojos de Avel empezaron a mojarse y Cuentacuentos se lanzó al agua. Avel la perdió un segundo pero enseguida la oyó reírse mientras se agarraba a la cadena que rodeaba el cuello de Avel, sí, porque Vía se había roto terriblemente. Cuentacuentos se pegó a su cuello y respiró en el suave plumón de sus escamas. -Yo no voy a dejar que te vuelva a hacer daño. -¿Qué crees que hay al otro lado del mar?

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Plas. No me he cansado de contarte historias. A veces hasta creo que nunca podría hacerlo. Te las contaré todas en todas las vidas que tengamos y nunca acabaremos. Encontraremos dónde gritar y cómo hacer que nos olviden y el viento sea el único que sepa cuánto vivimos. ( Como un pequeño GRAN secreto que se desborda de tanto soñar con dragones y aventuras marineras que vamos a echarnos a vivir uno de estos días )

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La cabeza de la pequeña había solido asomar entre las flores (ahora ya no está). Supertramp caminó a medio camino entre los crisantemos. Recordaba el nombre de la universidad. Le habían venido bien aquellas clases después de todo. Por fin le habían dado algo útil. Crisantemo se llamaba la niña que asomaba entre los tres tonos de color, que se espumaban entre la mala hierba como un oleaje salvaje (ahora ya no queda nada). Crisantemo daba una palmada, traidora, antes de retorcerse y reptar, y saltar por otra parte. Creía que así engañaba a alguien (ahora tampoco juega nadie con ella). Supertramp cayó de bruces sobre el suelo, aplastando algunos de los últimos crisantemos que restaban con vida. No se lo recriminó. Miró la madera que le había hecho tropezar. Se había caído de la caravana, donde un día habitó Crisantemo, con sus mofletes soñadores, su vestido de crisantemos, y ella había escrito irregular: " Supertrampa! " en un idioma que Supertramp no conocía. Por detrás habían escrito en el borde inferior: " autobús mágico ". Supertramp lo devolvió a su sitio, a la entrada del bus. Se sentó en la escalera y miró la madera, mohosa. Desde dentro se veían las pequeñas letras que decían que era mágico.Desde fuera Crisantemo había dejado bien escrito que era su Supertrampa!. Entonces empezó a firmar como Supertramp y emprendió su viaje buscando vestigios de otras Crisantemo (ahora ya no queda nada).

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Destellos equicojeantes, y el cuero prohibido en ellos. Al principio ni entendieron. Nunca habían visto un monstruo quieto. Cloroformo entendió el primero y Pizpireta un segundo después al notar la fuerza en su mano. Pero Síncope no llegó a hacerlo nunca. Miraba la máscara de juguete quieta, a veces dándole un pequeño empujón en el hombro, rápida. - Neutrón. Pizpireta se deshizo monstruo la primera y Cloroformo arrojó la cabeza de músico a alguna parte. Tensos, respirando entre verso y verso a nombre de Neutrón, mientras les miraban y quieta Síncope se repetía, para no llegar a olvidarlo: - Neutrón. Cloroformo fue el que le quitó la máscara de dragón y no para que nadie la viera llorar. Para que no se ahogara hecha monstruo. Y ella igual de quieta volvió a repetir: - Neutrón. Ni la gente se movió cuando llegaron las sirenas de la policía. Bajaron siempre vestidos de colores de parchís y gominola, con cara de bestia. Cloroformo les miró inquieto cuando la gente callada les dejaba pasar. Gato y perro se reconocieron al instante y Pizpierta se abrazó a Síncope. Cloroformo se tragó el miedo hendido entre las costillas. - Hoy no hicimos nada... - Ha pasado la hora de gritar. - No hemos... Hendió su última mirada en Neutrón cuando la navaja se le incrustó entre la vida. Gritó y un golpe en la espalda le llevó al suelo. El deforme huracán de colorines sonrió. Y se le leía el ahora sídesde la mirada atravesada. Y de golpe Síncope saltó de un aullido y sus chispas eran llamas en los ojos y los dedos. Gritó de dolor porque Neutrón. Gritó y se hizo fuego cuando aulló y el fuego lamió las bestias torbellinos de colores. Aun así se vio el destello antes de que el fuego y Síncope temblaran un momento. Un momento y Síncope cayó como una pluma. Y sonrió y tocó la mano del monstruo que aún sujetaba instrumento: - Neu trón... Y ella debió sentir envidia porque tampoco volvió a moverse. El otro colorido miró el abrazo de Síncope en Pizpireta y Pizpireta chilló al sentir morirse a Síncope aunque no vio la cuchilla. No vio la que iba a matarla pero sí oyó el fallo. Ruido de un cristal roto que cuando abrió los ojos aún no estaba roto. El cristal era una crisálida entre Cloroformo y Pizpireta, y ella rozó la espalda del que se enfrentaba al policía ante ella: -¿Por qué no proteges a Síncope? - y miró su quietud sin englobar en cristal medio roto. 17


Uol lanzó una mirada al policía que le tiró al suelo con el estallido de dolor de golpe. - La magia ya no hace efecto - le dijo la bestia de arcoíris con la cuchilla de sangre de Cloroformo. Pizpireta chillaba en voz bajita atrás y los ojos del lono aullaron mudos al ver la pintura roja, tan roja, tan viva, tan ladrona de vida. Nadie se acordaba de, cuento hasta que Uol dijo suave: - Se puede ser mago sin magia El policía tras élya estaba brillando sediento viendo su sangre en el pavimento antes de cazar al oso. El parpadeo y voló sobre la gente su huracán arcoíris cuando Uol se echaba sobre Cloroformo, que aún se reía quieto cuando Pizpireta se le acercó: - Hoy bailamos bien. Rozó por accidente Pizpireta los cascabeles quietos de Síncope y se echó a aullar. - Un baile de magia triste.

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Y cuando despert贸 el drag贸n ya se hab铆a casado con la princesa.

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(Relato con: rojo carmesí, negro azabache y revólver) El dragoncito -con las escamas rojo carmesí erizadas- cogió el revólver temblando. Y nadie sabe cómo a la mañana siguiente estaba tocando una trompeta (de profundo negro azabache).

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Esmeraldas de cobre. Ojos envasados en demasiadas mentiras. anom le rozó las marcas en el pecho escurriéndose hábil por entre sus pliegues y las defensas sin chispas que defender. -Duele - susurró anom por él. - Siempre. - Más cuando no está sola. anom le entendió la pregunta muda enseñándole guiando sus trazos por el escrito de su pecho pequeño. -Qué nos escribieron. Ni cuando se echaron en la cama ardientes de devorar el dolor se lle escabullieron los dedos de los pechos que hizo dibujar mientras ella escribía en él con su otra yema: -Alfa, eta,delta, ómicron, ny. - Sabes lenguas muertas - murmuró el lobo sediento al tiempo. -Aedón. Condenada a vivir entre humanos aunque le basten las alas. Y sabor triste. Y ese canto les conjugó juntos: -Ruiseñor. -anom - y Uol la estrechó fuerte y ella quiso llorar cuando le notaba temblar. -Promete que me partes si me hago trizas. -No puedo. chicoLobo le robó las maanos pero los labios en fundición bastaban para hacerle entender cuánto dolía. -anom. Necesito que alguien me apague y quién más podría. Nadie entiende igual. anom por favor. -También te quiero - tan suave como si fuera a romperle. Qué bien entendía aquella chiquilla de magia al opuesto imantada. -También te quiero. - le robaba las certezas con un beso arisco y agridulce que solo anom habría podido nunca interpretar. - Por robarme la grandeza y hacerme creer pequeño pero invencible en lo de poeta. -A los ruiseñores no nos dejan vivir con letras, Uol, con guerra, con guerra. Se unieron sus cuerpos de golpe sabiendo a fuego y sexo. -Por el gran, Gran CHARLATÁN.

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Nomeolvides Seguía recordando las palabras de vez en cuando, bien clavadas entre la espalda y el pecho latiente; Tú, pequeña. ¿Sabes a dónde nos vamos? La muerte asfixiando los últimos instantes de aquel hombre que sonreía sin dientes a la chiquilla empapada. La hizo sentarse sobre sus huesos de cristal y el reloj de pulsera fina, gastada, cayó en las rodillas de ella. Nosotros nos guardamos todo. Todas las cosas que quisimos y no pudimos. Las sonrisas incluso que te quedaban por sonreír cuando te fuiste. Los momentos que no van a ser porque empieza el más largo viaje... Ella se apoyó en su pecho y de alguna manera supo que aquellos latidos eran tiempo robado. Se iba ese hombre para no poder volver pero le sonreía de una manera. Yo me voy ya pero tú vives por mí, pequeña Charlotte. Yo he sido feliz por los demás y tú lo vas a ser por nosotros, nosotros nos vamos a ser momentos, y eso es el paraíso de veras. ¿Entiendes, pequeña? Había rozado el tatuaje de su tío en la muñeca descubriendo la inscripción idéntica que tenía el reloj desgastado. Nomeolvides, y la gran flor siempre viva. Charlotte tenía todavía la carta abierta sobre la mesa cuando el niño se echó a llorar. Un milagro, ponía. Médicamente ya deberías estar muerta. Charlotte esperaba al niño con un viejo reloj en la mano y una mirada de viejo sonriente reflejada bajo las pestañas. Floreciente. - Tú, pequeño, ¿sabes a dónde nos vamos? - le dijo al pequeño introduciendo el reloj gastado entre sus dedos, mientras el corazón le clamaba que descansara en cuanto vio el tatuaje de su muñeca, que ya sabía que los momentos que no gastara los iban a vivir bien por ella.

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Aunque hace mucho que no recuerdo nuestro día nunca se me olvida que hubo un día para nosotros. Eve, Eve, o mal escrito o mal leído, quién sabe quién lo supo. Agarrada de mis manos al borde del agua. Me da miedo caerme al agua y que escribirte deje de ser lo último que haga. Y yo te llamaba Nieve porque se deshacía. Tan blancucha como un copo y lo que me gustaba soplar en tus lunares, aunque... aunque qué curioso que nunca saliera volando. Dicen que me engañaron cuando se lanzó al agua a respirarla y yo eché a llorar un mes, hasta volverme lago. Eso dicen pero ellos no saben del idioma que sus pupilas hablaban, que hablaban de verdades verdaderas. Ella se hizo agua y yo lloré en él mucho tiempo. A lo mejor olvidé entonces como se olvidaron de nuestro mito. Tirre y Eve, mares en proceso de fundición eterno. Y ¿te acuerdas del jardín? Cómo se enfadaron cuando nos escapamos y el sabor prohibido de tu piel agridulce para siempre conmigo. Y huir una vez a la semana. Eso es vida (según latía tu corazón pagano). Una vez a la semana en nuestro día y rodeabas mi tatuaje de tribal con esa fuerza de fiera en peligro. Hasta que la vida se nos cale. A veces aún recuerdo tu sabor los viernes cuando muerdo una manzana.

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De la clase de persona que tan pronto te ofrecía un vodka como una piruleta. Las formas a medio dibujar bajo el suéter de lana. El apetito de aventuras y la falta de novelas que las atraparan. Las piernas bailaban a ritmo de soul porque el jazz estaba muy visto en los bares tipo años 20. Ella tarareaba a Bon Jovi o gente de soul que no quería nombrarme. Entró con los cascos medio caídos de las orejas y la falda bailando antes de subirse a la acequia. - Hey, little boy, don't forget to come back home... - me sonrió y le sonreí, y saltó con un brinco que casi le levantó la falda por mí. Saltó al muro y torció la cabeza como una muñequita de porcelana. - Hey, little one, don't stop saying why you do love me... - se le cayó un auricular como siempre antes de estamparme un beso fresco en la mejilla.

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Pérduefleure. El arma se le cayó y hasta imaginó alguna carcajada. Como las series que hacían sonreír a mamá. La cogió pero el miedo de su uniforme de colores fue más fuerte, y volvió al suelo. Se quedó quieta y hasta parecía inofensiva. Luego pensó en los ojos. - No son monstruos sino personas - se le escapó. En voz bien alta, sorprendido del orgullo de darse cuenta. Se supo muerto rápido. Con la pistola quizá... En cuanto se dio cuenta de que así podría (sobre)vivir se la arrancó de la funda, la lanzó al suelo, al lado de su hermano mayor. Se quitó también los colores y se vio en camiseta, lisa, sin arcoiris. Claro que llegaron a buscarle. Él sonreía cuando entraban hasta que bajó los ojos a sus colores. Le daban miedo, un miedo hondo y sincero. Cuando era niño no le daban miedo. Y ya no sabía cuándo se equivocaba. -Ven, pequeño. Las manos le rozaron frías y volvió a pensar en los ojos. Durante un segundo sintió aquel espoleo viejo conocido. Hazlohazlohazlohazlohazlo. Se alejó centímetros de los arcoiris y rozó el arma. Y con el susurro entendió que no iba a poder hacerlo. Hubo un tintineo cuando el cristal le englobó. No entendía pero sabía que los arcoiris nunca verían la luz que le abrazaba. Por eso abrieron fuego. Se olvidó de que solo una luz le estaba salvando la vida cuando vio los rayos de las armas lamer la crisálida, incesantes y trémulos. Los arcoiris cesaron y él se empezó a reír, como cuando era niño, quizá siendo más niño que nunca, sin creerse que sonando tan pequeño se pudiera sentir tan grande. Los policías se cayeron al suelo y ver aquella caída multicolor le alimentó la risa hasta que se cayó con ellos. Y luego se dio cuenta 25


de que nunca había sabido que pudiera doler algo de alegría. Cuando se le calmaron las mejillas se puso la ropa del primer día, había pensado que no volvería a sentir arañándole suave la piel la tela áspera del pantalón, y la gastada camiseta que alguien cuya cara ni podría describir se había dejado en casa, y mírale, con os mofletes coloridos otra vez de cero. Llovía y claro que en las calles no había nadie. Debería haber corrido pero salió y se quedó quieto fuera. Y luego abrió los brazos y trató de inhalar la lluvia. Y ya no quemaba. No había luz para protegerle pero no quemaba. Entonces se echó a gritar y (aunque) ya ni supo si lloraba o se reía con el alma puesta. Corrió con los dedos de los pies nadando en los charcos de lluvia y fuego sin arder. Los tiros chillaron enseguida pero no fueron lo de siempre. Le esquivaron y estallaron en el cielo y por un momento parecieron gritar que había perdido los colores y que enrojecía de reírse de ganas de echar a vivir de cero. Qué bonito fue aquel primer día de una nueva vida en blanco y negro pero pinceladas multicolor...

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"Que la vida se nos va [y] como el humo de ese tren..." Se oía desde la vieja aula de teatro hasta la humareda pelearse con la blancura de las nubes. A veces lo ensordecían los chasquidos de sus costillas al quererse fuerte. El mundo estallaba fuera y aquellos días ni los abrazos de Mewi mantenían a Lion a flote. -Soy egoísta. Lion se callaba. -Me pone contenta que te puedas ir y te me marchites conmigo. Lion la estrechó tan fuerte que hubo un chasquido. Un tren protestó afuera... Mewi cogió el rotulador. -Intenté usarlo antes, ya no funciona. Mewi le robó la muñeca y pintó pájaros en ella. -Mira - les susurró -, he encontrado a los últimos pájaros del universo. Dicen que a ellos también les gustan los besos... Mewi le mordió la muñeca a besos y Lion le recordó sin palabras que ella prefería los de esquimal. -Me gusta la lluvia - le dijo Mewi goteando mientras en su pecho Lion se moría también un poquito. - ¿Y va a seguir lloviendo cuando te mueras? Mewi enredó sus dedos en sus pájaros. -Sí. - ¿Me vas a seguir queriendo cuando te mueras? -Sí. - ¿Y los últimos pájaros del universo? -Te prometo que a esos no se los lleva la guerra. Se viven de los besos que no puedes darme y esos ya viven para siempre. -Criatura - y el susurro entre los crujidos de las costillas. - Te quiero egoísta. Te quiero robándome siempre... (el primer beso se les llevó la vida cuando otro tren protestaba tras las ventanas sin cristal).

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Ruta I

Ruta 20 - I Febrero 2013 – noviembre 2013

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Borrachos, borrachos tus huesos contra el suelo de mármol. Borrachos, borrachos tus huesos contra el suelo de mármol. Te quiero cada vez que te veo de lejos y querría horadar mis pulmones muertos de tu aire en un beso que aterre a todos mientras se nos cierran las oportunidades afuera. Nos han aprisionado en cadenas de frío y la realidad es la peor de todas las cárceles. Es la nuestra. La que al abrir los ojos martillea y huele a ti la almohada que no ha tenido la oportunidad de saborearte nunca. Y yo que me muero por anclarme a mordiscos a tu piel y que de una puta vez se te grabe mi huella, y así se te olvide lo que los demás dicen que vales. Porque para mí eres todo pero la realidad ataca, fiera. Jodida loba sanguinolenta. En el suelo de mármol solo quiero que me recubras de abrazos hasta que afuera pueda desgastarse todo pero. Pero te quiero aunque me atrape la realidad en la cárcel de agua, que a ti te ahogaría, mientras que el aire en mí es tan grande.

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f Era como un sacrificio. Quizás sin el 'como'. Podría haber sido todo muy al contrario. Tal vez si se hubiera peinado el toupé al revés. Sí, porque entonces se habría visto mejor su perfil malo, el que reflejaba las cosas de verdad. Entonces habrían podido ver que tenía tanto miedo, y quizá hasta ayudarla. No sé. Esas cosas que pasan. Alzó el albatros, temblando. Había crecido con él y ahora había muerto. Antes de tiempo. Ella ya solo tenía miedo, crónico y compulsivo. Y para eso lo peor es tener la razón, y ver morir a su albatros fue lo peor. Ninguno estaba llamado a pasar por ello. Por eso decían que los albatros se teñían de gris al vernos morir, luego se dirigían hacia el mar y volaban hasta el otro lado. Allí se empapaban de nieve hasta volverse blancos. Luego volvían a encontrar a alguien con quien vivir. Cuando morían, volvían a esta parte del mar. Y así había sido siempre. Por eso ella le rozaba las patas, escamadas, o las alas, pesadas y no batientes. Fallaba algo. Por algo su albatros no intentaba rivalizar con ella en el aire, ni hacer el tonto por el cielo, ni conquistar el otro lado del mar. Pero no entendía qué. Seguía con los ojos abiertos, seguía igual de frío que siempre. Algo había cambiado y cuando le silbaba o imitaba sus graznidos no le respondía nada. -Tu albatros es el primero que muere. ¿sabes lo que quiere decir? Habían interrumpido el ritual. Lo pegó contra su pecho. Ya no sería guerrera, ya no podría luchar, ni podría pelear junto a su amigo, porque el albatros estaba inerte, como un muñequito. Solo que él siempre tenía ganas de jugar. -Porque era el primero, era el más viejo de todos. -le rozó la cabeza, y luego al ave. -Era el más antiguo, el más especial. Ahora solo quiere descansar. Y yo creo que deberíamos dejarlo. Le dejó dormido, descansando en el suelo, y se alejó caminando hacia atrás un buen trecho. Pero no se levantó ni fue a buscarla, sino que descansó allí, en una pequeña isla. Ella le dejó descansar lo que necesitara, y no volvió a buscarle. La isla se rodeó totalmente de mar entonces, con el paso del tiempo. Los ojos del albatros seguían fijos al otro lado del mar.

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f Ni ellos habrían podido arrancarse la leyenda. Ni ellos que ya solos recordaban los vestigios del mito de la gente triste. De por qué no colores. Los nueve en jeroglífico le miraban fijos y primero quiso gritar. Fue lo primero que quiso pero primero se aguantó las ganas. Rápido los nueve le miraron cada uno más arqueado que el otro. Tan terribles de blanco y negro. -No te dejes cazar, conejito -dijo el primero monstruosamente suave. Monstruosamente, bailando en la frontera de voy a hacerte el amor o comerte en cachitos. -Monstruos - suurró y como un animal buscó la pistola que habría matado. Nueve conejos empezaron a sonreír detrás de las miradas de muerto miedo como si se pudieran morir los miedos. Aquella vez sonaron en monstruoso acorde. -Si recuerdo el último resquicio de una historia ¿cómo podría ser mortal? Detrás resonó un nuevo estallido y por primera vez se movieron los conejos. Tétricamente articulados. Y de repente los dedos se aflojaron sobre la pistola. No llegaron a acordarse de que no estaba allí. Abrió los brazos, como si fuese a echarse a volar; les miró mientras los alzaba, vulnerable, totalmente capaz de morir con muy poco en ese instante. Nim sonreía, inmóvil tras las nueve estatuas. Estaba orgullosa de lo que iba a ser capaz de hacer. Iba a haber guerra.

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f Al oído entre noches de lobos y vampiros diurnos quizá ( cuando seguramente aún no podían entenderlo ), las manos enlazadas, los corazones chispeantes dentro. Las bocas sin saber qué se espera de ellas hasta que alguien tergiversa el te quiero hasta que suene único. Y se prometen de vida en adelante te voy a querer hasta cuando olvides quererte. Quizás sueñan en castillos de imposibles y en su cabeza no se derrumben los naipes. Quizás crezcan y quieran aún, cuando la imagen resbale, cuando se reencuentren con los pies descalzos y los labios titilantes en palabras que recordar a besos abrazos mimos

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f Se los llevaron a rastras a todos, y dijeron que a todos se los llevaron llorando. QuĂŠ mentira mĂĄs gorda porque se llevaron consigo hasta el Ăşltimo espejo encantado pero robando las flores no se detiene la primavera. Y Tedo se fue siendo valiente en sus grandes zapatos de avionetas y su ropa grande, y los dedos con tinta y la sonrisa de mofletes coloreados.

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Cansado, tan cansado. Cansado, tan cansado. Cuando se lucha vidas se recoge tempestades. Tantas historias que contar pero más aún caídas en picado. Ojalá detenerse un momento y dejar de girar, y creerse a base de matar miedos que la vida por un momento no pasa. Creyó que no podría acabar el viaje. Esta vez no. Esta vez que echaba de menos los ojos, los roces traicioneros que le robaban el aliento. Tal vez se mataría por el camino, o las ganas de dejarlo serían más fuertes. - ¡Vamos a salvar el mundo! - titiló aquella hada pesada muda. En sus ojos de fiera reconstruyó los de princesa. Y supo que ni siquiera podía fallar. Vamos a salvar el mundo, vamos a salvarlo otra vez por ella. . Al pequeño se le cerraban los ojos pero su pecho aún peleaba. Tal vez sin saber que también intentaba salvar el mundo por ella. - ¿Y lo hizo? - susurró ya mudo. Alice se quitó las gafas para hundirse en sus ojos de fiera, y a él casi terminó de matarle la mirada marina. Pero los dos se hicieron los fuertes. - Link siempre lucha sin rendirse... - le besó suave los labios lánguidos. - siempre por ella... Adrian se iba a empezar otro viaje que contar y ya nunca más habría caídas, pero Alice intentaba no llorarle en el hospital. Las princesas en los cuentos no lloraban y los caballeros no perdían batallas. Adrian a medio morirse le robó los dedos largos y les prometió a las yemas en voz baja: -Link de vez en cuando perdía pero nunca dejaba de pelear por ella. Adrian se murió entonces y Alice se sintió rotamente sola pero ella sabía. Por eso sonreía y le prometió a sus ojos de fiera, para que se lo aprendiera en alguna otra vida: - Nunca perdía, ella siempre le espera.

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Cuando quieras yo me bailo en tus clavículas el vals que nos debemos, entre graznidos y gorjeos. Cuando hechos bestias nos haremos a la mar, fuera miedos, solo tú y yo y nuestras notas. Hasta la primera isla desierta a la derecha. Y parecerá que estamos rodeados pero realmente nunca estuvimos más solos. Yo bailando el vals de tus clavículas cuando los coloretes se te ríen.

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Los andamios me cuentan Los andamios me cuentan que al llevar la cuenta de las noches que llevamos sin visitarlos aĂşn salimos ganando. Seguimos siendo ganadores aun al caer desde demasiado alto porque nuestro verso incombustible recuerda que volveremos a tiempo de abrazar en esos edificios desdoblados.

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El vinilo de Coldplay Saltó por la ventana y se metió en la cama con el cuerpecito tembloroso del hermano. —Mira, ven, vamos a incendiarnos las almas. —Has vuelto a perder la capa, la capa roja, como las cerezas. —Sí, la he vuelto a perder — le brillaban los dientes blancos de comerse la nieve de fuera, y rodeó las manos pequeñas con las suyas, y las extendió al techo. —Los ratones se van a asustar con lo que está gritando mamá. —Les abriremos las mantas para que tampoco tengan frío esta noche. —Está nevando fuera — encogiéndose un poco — Ella se apretó contra él mientras los ratones corrían escaleras arriba, y la capa roja como las cerezas en la puerta correcta para esconderse. —Hace frío afuera pero aquí dentro no necesitamos nadie más —se volvió a estirar hacia el techo —, venga, no puedo dormirme si no me dibujas estrellas invisibles ( que incendiar ).

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f Hacía frío entonces, más que nunca y las palabras casi se parecían querer escapar del techo. A veces las miraba tristón y las desgastaba con los ojitos (tristones). Le dolían los dientes de castañetear asustados aquella noche cuando se mojó los dedos de pintura y miró los restos del techo. « Mataste a todos los héroes que quedaban, te va a tocar hacerte pasar por ellos ». La huella desgastada en la pared ya no valía nada y nunca lo había hecho. Se enredó la trompa en la bufanda rayada que olía a ella y se echó a ese camino que cantaba una vez un asno a buscar a quien le debía nuevas letras en la pared, con el cuadernito a la espalda. Ni picaban las rayas Y rodó mucho tiempo. (alguna vez se dio cuenta apretado a la bufanda de que ya no castañeteaba)

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-Querría lograr que te volvieran a titilar las alas. (she's~thunderstorms) -Querría lograr que te volvieran a titilar las alas. Su columna desnuda se le marcaba en la espalda solitaria, cargando un peso muerto de plumas raídas y enredadas. Y electricidad cuando las rozaba. --Ellas mudas y tú lejos. -Yo a tu lado... Cuando ella se giró y le traspasó hasta el alma con la mirada vieron los dos la herida de su cuello, y ella se la rozó con los dedos pintados de mar y se encogieron de dolor eléctrico. -Lejos, a donde te llevaron los avatares - masculló. Le rozó con la trenza el ombligo mientras le dolía el alma entera gritando el mar alrededor, gritando que les iba a ahogar a ellos dos. El hechizo de mar se disolvió de su columna cuando los dedos se separaron llorando sal. -Riido - susurró Eclair torva. - Ya recuerdo cómo te llamas. - añadió, baja -: Riido. Riido estaba llorando porque la herida no le dejaba recordar que le gustaba llorar en el mar para sentir que se hacía océano. Riido se notó la espalda ligera sin alas y le desgarró la huella del avatar y estirándose mientras las mareas se la llevaban susurró. - Voy a hacerte mi botella de náufrago si hace falta pero te enseñaré la playa más allá del mar, hasta que nos maten en ella.

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Pluma - ¿Mamá? Las botas mojadas empezaron a empañar la madera y un par de plumas se le despegaron de la chupa. - ¿Mamá? - y dio un par de pasos aunque sabía que no habría nadie a su encuentro. Ya sentía las ganas de llorar y titilaban los móviles afuera con ganas de tormenta. El cristal se resquebrajó cuando lo dejó suave en el piso y no quiso dar más voces. No estaban, se habían ido. Se los han llevado. Se los han llevado lejos porque tú querías tormenta y ellos no podían entenderlo y ahora ahora se los han llevado y el abrazo es lo único que te cabe echar de menos. Lo grande, lo escaso, lo que no pedías. Alguien te roza el hombro y murmura que tu madre está muerta pero te quema y lloras en grito. Se han ido o se los han llevado con un cuento a medio escribir y sin darte esos abrazos... - ¿ M a m á ? - cómo te vas a creer que esa sonrisa ha muerto. Por eso la puerta abierta y la sonrisa dudosa, esperando... Las ventanas abiertas para oírles cuando se acerquen, y recibirles sin que vean que has llorado dudando, y ya no soltarles. Las plumas en vuelo eterno ~

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HIC ET NVNC Cuando Carlo se la encontró en el bosque ya llevaba el tatuaje rayado a fuego en la muñeca. Hic et nunc Nadia salió al bosque con los pies desnudos otra vez y Carlo la vio bebiendo de lluvia, con piel de lobo, salvaje, libre, perfecta, gigante. El día que le dejó mimar su corazón de león le dejó la huella antes de que se hendiese en el bosque Hic et nunc|vam hecha con los bocados de una pluma y el lenguaje animal. Tal vez con tosco compás que nunca hubo ritmo. - ¿Sabes lo que significaba? - le dijo Carlo alzando los ojos mientras ella bailaba en el canto de una hoja. Se puso otra pluma en la melena de rapaz sonriente. No entendía de latín pero sabía de vida. Sabía de vida y sabía que Carlo a veces escribía a la almohada sintiendo cosas sin sentido. La rapaz hecha almohada. Hic et semper. Los pies de lobo se precipitaron al bosque de conjuros en lenguaje visceral y las plumas a veces se enredaban con las palabras a trazar. Perfecta dantesca gigante.

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uallflaguer La rosa estaba tirada en el suelo esperando el desenlace. Ninguno parecía capaz de hacer el salto que no les matase. Se miraban de vez en cuando cada x silencios y se dolían verse tan poco niños. -Una vez dijimos de no crecer. -Eso no puede hacerse. Sacudió la cabeza y solo veía la monstruosa rosa, negra, helada en medio. -Lo que yo me pregunto es cómo pudimos creerlo pero no hacerlo. -Nos creímos como siempre hacen los mayores, a mentirijillas. -Quizá pero yo sigo echando de menos aquel tiovivo fundido, azul, escarlata y negro, tan extraño a lo raro, tan tú y yo por dentro. -Mentimos como bellacos, hasta crecimos, y no dejamos de querernos - se le torció la sonrisa mientras era el primero en dar el salto y mordía la rosa con los pies de polvo -:, mi idiota, criatura. -Crecimos, pero nunca llegamos a nudo, ¿eh? - se le torció la boca al sonreír-, jodidas criaturas de esquinas.

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f La pillaron por sorpresa los pequeños bocados en el cuello y si el abrazo no la hubiera apartado del libro habría pensado que se trataba del perro. - ¿Sigues triste? - susurró. -Sí. Navid le robó los dedos y la obligó a levantarlos hasta el techo de la tienda. Y lo miraron un segundo. -Solo falta la lluvia... -Bruuum- infantil. El primer trueno les hizo dar un bote y miraron la tela tanto rato que habrían podido dibujar cada mota y mancha. Se retorció para mirarle y ella se sonrió. -Recordabas la promesa. Le rozó la nariz con el dos de los dedos. -Faltabamos la lluvia, y tú y yo... -Y maleficios en latín -Amo.te -retorciendo el cuello para devorarla.

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El vinilo de Coldplay El vinilo de Coldplay empezó a rodar y Bento se dejó llevar por él por un momento. La misma taza y el mismo tocadiscos. Café menos amargo y vinilo de letras más raras. Mismo sentimiento. Le miraba desde el quicio de la puerta pero Bento no lo sabía cuando se animó a bailar un par de pasos, hasta que las carcajadas le rasparon la garganta y al verla se echó a reír él y con la aguja tosieron los dos al mismo tiempo. -Hoy hace sesenta años que nos graduamos. -Sesenta y dos. -Será posible. Que yo voy para atrás cual cangrejo. Lucia tenía los ojos puestos en el disco nuevo al bailar. -Los tiempos cambian, viejo. - dijo melancólica. Bento le raptó los dedos y la obligó a hacerse con él un vals. Mismo baile, pies más lentos. -Cada vez nos quedan menos cosas que sorprendernos, Bento. -Menos peleas que perder - tarareó. Lucia sonrió con las letras y notas pero Bento tuvo que espolear el oído antes de darse cuenta. Y estrechó a Lucia con su pecho como sesenta años antes de tantos combates y tanto llanto y tanta alegría. -Si no pruebas... -Probamos - murmuró. -Aunque a veces creímos que no probamos y vivimos. -Vivimos bien. - le destellearon otra vez los ojos sesenta y dos años en eco.

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Y los escalofríos de las piedras al caer Y los escalofríos de las piedras al caer no serán nada con nuestro miedo a no poder deshacernos cuando queramos gritar. Espíritus que quieren vacío por el que fundirse a velocidad. Cuentos que leer cuando afuera hay lluvia y los paraguas se rompieron tristes de no usarse. Y la ruta que torcida no hemos encontrado todavía... Donde se desanude el corazón. Donde no haya vértigo que temer al volar. Vida en tus ojos, caída sin tus alas pero hubo vida antes de esa muerte Y que en ella nos congele para siempre el grito de una vida inapalabrable. De tan grrrande impronunciable.

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Aquel día vivía el bosque por sus pies. Aquel día vivía el bosque por sus pies. Los latidos sacaban sonrisas a los viejos y ellos estaban nerviosos. Cuando surgió el aullido el más viejo, el de los ojos aniñados, dijo: -Aún vivía el monstruo... -Sois los últimos en latir el bosque - les susurró Anciano. - Volad. El barranco se abrió gigantesco a sus pies cuando abrieron las alas y planearon hasta los árboles abajo. -Los últimos, Zuk. -El bosque sigue tan vivo y nosotros abandonándolo - resopló. Din sacó el arco nervioso y entonces oyó el alarido. -Vamos - para su arco, no para Zuk -, quiero ser grande. Quiero la paz. La quimera desplegó ante ellos las alas y el mundo latió un segundo. Zuk aferró la alabarda y pensó en todos los hechizos que ella le había enseñado. Ninguno iba a defenderle ahora pero todos le habían salvado la vida. -Yo quiero levantarme mañana y que te vuelvas a acurrucar a mi lado. Quererte cuando haya paz y defenderte con la guerra. - le dijo en secreto al metal. Din tensó la cuerda y al coger Zuk aire recordó las últimas cenizas del pueblo aquella mañana, la locura del tatuaje en su pecho, el vuelo (las plumas que se escondían a voluntad bajo sus dedos hicieron entonces cosquillas), los latidos, que seguían. Hacía aire fresco aquella mañana y por un momento eterno Zuk se dio cuenta de que no le importaría morirse así.

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— Fuimos grandes al volar. — Caísteis. — Echamos alas. — Hasta el suelo. — Nos hicimos eternos — No habrá nombres de recuerdo — pero detuvimos el tiempo. — Y caída... — y cuando nos hicimos tiempo

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f — Aún echo de menos los días de Sharon. —Anda que yo. Ella se miró al espejo y él le apretó el lazo negro del pelo. — Odio el negro — susurró estremeciéndose. — Odio el luto. — La iglesia estaba bonita Sonrió mientras ella se arrancaba el vestido negro. —Lástima que Sharon fuera más de quemar santos. Tras hacer el amor se pusieron la ropa de día y él la llevó hasta el trigal. Sonreía pero ella se detenía a ratos, pretendiendo que se enredaba en las espigas. Él se quedó quieto y ella se chocó con su espalda. -Llevo aquí... y aún me creen una extraña. Él sonrió. -¿Estás segura? -No. Pero ella quería. Así que siguieron caminando. *

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De repente él se lanzó en un abrazo sobre ella y rodaron por la cosecha. Los pájaros, la gente no estaban. Solo sus carcajadas. Se calmaron tumbados en paralelo, pero con las manos cortándose perpendiculares. Ella traía el botón y lo introdujo entre sus dedos atados entre sí. -Hazlo. Cruzaron una mirada. -Sharon querría que lo hicieras tú. Miró el botón pero sin dudas. Solo le costaba creer lo fácil que había resultado deshacerse de tantas cadenas. -Por ti, pequeña, por los hijos de puta que te echaron hasta creerte muerta y te lloraron como si fueras santa. No entendían, joder, pero ahora los tres vamos a entender la vida por ellos. A todos, en el infierno - y la primera risa libre le llenaba la boca. Bum

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f El tenedor lo llevaba escondido en la mochila de colorines. Cuando lo sacó en aquella cumbre y empezó a gritar él dio un salto. No era grito de miedo en ese momento congelado en la cúspide. Era otra clase de grito. Tal vez la del pájaro. Se le empezó a disipar las ganas de quererla y en ese momento empezaba a amarla. -¿Y el tenedor? Ella se rió, alzándolo alto justo antes de caer: -Para atrapar las nubes, ay, anda que no te queda por aprender.

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f Ay, a veces creo que podría olvidarme de ella. A veces creo que podría y entonces llega alguna nota, de las que atrapó entre marfil y nogal y se intercala entre aurícula y ventrículo. Y ya todo resplandece pero estridente. Ya todo duele y el piano ya solo sabe callarse como una puta. Querría que volviera, a veces querría matarla y a veces ahogarme en cada deje de sus dedos cuando extrañaban las teclas y en su lugar me pulsaban a mí. Magistrales. Ventrílocuo me hice para sus melodías desgastadas pero son sus ecos los que me laten a mí. Como si alguna vez pudieran rehacerse sus dedos y elegir si teclas o la mía. Y mis ganas de recorrérmela no salieran perdiendo.

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Le gustaba el café amargo. Le gustaba el café amargo. Le gustaba el café amargo hasta que ella apareció con dos tazas, una camiseta raptada y ganas de mimos a sentarse en su regazo sobre las páginas quederepenteyanoimportaban tenderle la taza rebosante de nata y susurrar: -Creemos mal tantas cosas.

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En los ojos del león la pequeña se quedó empapada mucho tiempo. I En los ojos del león la pequeña se quedó empapada mucho tiempo. Terminó por abrazarse a su melena rala mientras no dejaba de llover. Nunca lo haría. Y bajo el puente estaban a salvo. -Decían que había un trasgo bajo el puente -susurró la pequeña. Se apretó un poquito hasta que las lágrimas del león se secaron en su hombro, y su melena secó las suyas. -Hablaban de un trasgo y ni podían ver lo bonito que eras siendo quimera o esfinge. susurró, abrazada, perdidamente, pendida, tan pequeña-, tontos.

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Imagen. II Creyó que le temblarían los pies al darse cuenta de que quería impregnarse del agua, pero no lo hicieron. Se quedó parada con los brazos en cruz y la melena que ella misma se había mutilado hasta rozar su barbilla. Pegó los pies y cerró los ojos y quiso gritar. Por lo que se había perdido allí. Ellos dos se habrían matado a puñetazos y seguramente ahora estarían recogiendo sus cosas. Quizá esperaban explicación. Pero ah, no aquella tarde. Aquella tarde no había valor para gritarles que era lobo y que eso sentía. Que por eso arañaba y quería en un jodido sistema dual. No entenderían aunque entendieran el corazón escindido. Mitad salvaje mitad fiera. Ellos podían quererla pero no entendían su heterocromía. Ni lo harían. Así que aunque sabía que la vida se le desmoronaba por momentos se quedó inmóvil, abierta en cruz. Aunque hacía frío no tuvo fuerzas de gritar. De deshacerse del miedo a perderles pero más miedo a tener miedo. De deshacerse.

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Cómo soplaba el aire, tan dispuesto a todo. Quizá hasta arrancarles

Cómo soplaba el aire, tan dispuesto a todo. Quizá hasta arrancarles las ganas de utopía, si aquellos bobos lo hubieran consentido. -Mira, viene del norte -le susurró al oído mientras agarraba sus plumas. -Austro. Se quedó quieto un segundo y esperaron. En medio de la nieve abrió los ojos. -Este es el mejor viajero al septentrión. -Bóreas. El mundo volvió a girarse despacio y cambiaron los vientos tal y como él escribió en su batuta. -Va a ver morirse el sol. -Euro. -Bien. El viento volvió a cambiar despacio porque él giraba el mundo para ella. -Y él, que resurge del sol. -Céfiro. Entonces pegó al pelo de ella sus labios. -alios ego vidi ventos. tu mecum alios videbis. Aunque no entendieron los oídos: -¿Cuándo? Entonces como cada noche viendo que tocaba a la utopía deshacerse hecho pedacitos. -Cuando o tú o yo recordemos que podemos ser vientos, otros de los que he visto, alguno de los que puedes crear en suspiros en verso. -Y hasta entonces dormir a solas -añadió amarga.

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f -Vuelvo en un rato, abuela. -Eh, pequeña. Con las palabras arrastradas del idioma aprendido malamente tarde. Las olas le rozaban los pies como caballitos de mar dando besitos. Cuando vio la barca volvió a acordarse del marinero de veinte años que zarpó con una botella y un traje de marinero a base de remiendos. La barca regresó a los treinta y dos años pero fue aquel día cuando lo hizo el marinero. -He comprendido que soy de agua un poco dulce, ¿sabes? -sus primeras palabras escritas con timidez. Tenía una familia a la que explicar el amor más grande que llegó a abarcar el océano pero solo le importó que volvió con el mismo traje con alguna estrella de mar, de insignia, pero no le importó cuando aquel olor a sal y otros vientos se acurrucó en ella. Y se descalzó y empezó a sonreír al empaparse de los besitos de espumosa sal. -Ahora ya estoy yo otra vez para endulzarte, caballero de sal.

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f El cuerpo conservaba las uñas pintadas mientras se iba al mar. La silueta era la única que se escondía de la lluvia con la capucha. Lluvia y el cuerpo al mar. Debería ser perfecto. Tampoco lloraba. Tampoco le importaban las miradas hostiles de los que a su lado se empapaban de agua. Los pies en la ribera, los ojos mojados, la lluvia calaba. Y él extraño mirando la pintura que ya no vería descascarillar de sus dedos. -Solo muerto vas con la corriente -dijo insultantemente bajo. Faltaba la respuesta ensayada, tan ensayada por repetición que dolía en sordo que no se oyera. « la corriente lleva más allá de ningún mar de tristeza »

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Las gotas de sangre marcan el camino. Enamorados de la nieve Las gotas de sangre marcan el camino. -Como miguitas de pan. -dijo en un susurro que intentó enredarse en las ramas de los árboles medio peladas. De todas formas quién querría seguirle. Le sacó una sonrisa pensarlo, ácido, muy ácido. Las lápidas terminaron por desintegrarse a su espalda y ni con esas dejó de caminar. La herida terminó por hacerse tan grande que le derribó. Pero aun así aquel idiota tenía una sonrisa cansada de temblar en el corazón híbrido y de echar de menos aquellas ganas de ellas. -Aún podrías continuar un poco con tanta magia. Un puñado de vidas. -Nada de eso, Rose. Amantes hasta la muerte de la nieve...

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f Enganchada a tu médula. Con la fuerza conectora de una onda vital, de un impulso de hiroshima. Buum. Tal cual me giro por la calle o me enredo de tus ganas, con un murmullo que tal vez sea algún poema en japonés que nunca entendimos. Por eso de que las sorpresas son lo que hacen que gire el mundo. sonolumínicamente. Y camino como un híbrido de quimera y pato que no coordina membranas con ganas de ser león y se gira a trompicones echando de menos la risa, la que bailó en mi clavícula un tiempo indefinido que se tornó eterno. Y luego los lunares de huella que te extrañan, que te echan de menos, que susurran en pasiva francesa que te quieren morder. Cómo sentía de bien el estallido en el cerebro, casi tanto como tú bailándome el cuerpo, violándome los lunares, fumando de mis miedos. Y sola no había bailes en las constelaciones de chocolate. Sola no había ni esperanza, solo el polvo blanco que un día cayó de las estrellas, cayó encima de nosotros a hacernos trizas. Luego me di cuenta de que la droga olvidaba que fui feliz. Olvidábamos, pero no podíamos ser más grandes que cometas al filo del incendio antes de matarse. Aún pendiente a mi adicción predilecta, la que conecta neurona a neurona en el alcohol, la que, sobria, de repente estalla en polos idénticos y opuestos. Vital.

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f -Si todo el mundo muere yo quiero embaucarte. Amarrarte en un pedazo de recuerdo que dure para siempre. -A ver, cuidado, pirata. -y apunta el dedo homicida. Aunque qué más da que ella lo único que sabe ya dar letal son las miradas. -A ver si al final te vas a ver amarrado a algún puerto. -Tan malo sería -dijo para sí. Ella se levantó de un brinco y con las manos empezó a tallar en el casco del barco. -Nos morimos y tú... -Yo dejo huella, de las eternas. Tallando los dos en la madera. -Acabarán por olvidarse cómo entender lo que escribimos. -Una huella de espantapájaros no hace falta saber quién la dejó. Hubo alguien que se levantó donde caíste tú. Llegó la hora de hundir el barco, cuando cayeron los últimos enraizados en sus mutuas miradas incandescentes, como, joder, puñeteras ratas, las únicas con el valor de matarse con la huella del barco.

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f Lo prometía con la pistola a medio resbalar de sus dedos y se lo creía todavía, qué ilusa era ella. Lo creía como se creen las peores mentiras: con la cabeza enmudecida a golpes mientras el corazón se piensa que no es mentira. Oh, pero lo era, ya lo creo que lo era. Y algo en ella sabía que mentía cuando lo decía, porque bajaba los ojitos hasta escondérmelos. Cuando cogió la pistola y mordió el gatillo, y me mató, y sonrió como quien promete que va a hacerse un barco de vela en papel para echarse a la mar desde el río más próximo a su desagüe. Ya lo prometía ella, que el que promete no es deudor.

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f Ey, Nibo, no te caigas -susurró. Cuando atrapó los miedos enterrándole la cara en su pelo de nieve el olor a ceniza fue más fuerte. Así que se apartó rápido para ponerse a toser tratando de que tanto miedo no le quemara la garganta. -Aún huele a miedo... Se cayeron un par de escombros a un metro de ellos. Ninguno se movió. Al fin él se levantó y Nibo pareció enfadarse antes de hacerse pequeño, para que no se le escapara el frío. Él rebuscó entre los escombros hasta que encontró la chupa. La que era de ella. La limpió a manotazos antes de ponérsela y captando la mitada del perro extendió los brazos: -¿A que me queda bien? -y empezó a toser por su olor a ceniza hasta que se puso rojo. Luego levantó la mirada hasta el cielo. Iba a amanecer y como siempre la temperatura bajaría un par de grados. Nibo gimoteó, así que él le bajó los ojos. -Vamos a buscarla -le salió la voz muy baja, tal vez para que no se gafara. Cogió al cachorro en sus hombros. Le dio en la cara el primer rayo de sol y tuvo que cerrar los ojos. Durante un momento tuvo pegada a las retinas la última imagen. Cuando se iba para siempre con demasiados parecidos a ellos. Rodeó con cuidado todo lo que quedaba de la casa tras el incendio y, finalmente, hacia el sol, echó a andar.

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f Gaviota era de las pocas que recordaban la historia de Gavilán. Le había conocido en persona cuando era pequeña (aunque ese detalle se lo escondía al hablar de él. Como el de los besos robados en las pupilas.). Gavilán había sido el primer mago en aprender a volar y con Gaviota había volado el primero. Fue después de marcharse él cuando ella empezó con que la llamaran Gaviota. Creyeron que era otra de sus fantasías pero esa le duraba cuarenta y pico años [desde que dejaron de bastarle los dedos para contar octubres dejaron también de interesarle]. El día de septiembre que miró alrededor y vio a todos los niños distraídos se calló de golpe. Entendió qué había llegado pero aun así se mojó otra vez los labios, se volvió a recoger el pelo y atrapó el último cuento entre la lengua y los dientes. Otra vez, el del pequeño Gavilán. Otra vez, guardados los detalles de Gaviota. Un par de pequeños llegaron hasta su cabaña. Se quedaron ante la puerta de cristal viéndola pelearse con la bolsa. Estuvieron mucho rato; Gaviota incluso tuvo tiempo de empaquetar lo que quería llevar de su vida y hacer de él un hatillo. Al abrir la puerta y mirarles titubeó un segundo. Pero luego miró por encima de ellos y echó a andar. Los pequeños tenían que avanzar a zancadas y saltos por entre las colinas suaves ondulantes del pueblo para alcanzarla, pero ninguno de los tres aflojaría la marcha. -¿Te vas? -Ajam. - ¿Por qué? -Porque me apetece. -¿Y a dónde? -Hasta donde pueda. -¿Vas a volver? Antes de que un solo si tú esperas le huyera de la boca Gaviota dejó caer el hatillo, paralizada. Se daba cuenta de que aquel diálogo ya había pasado una vez, un puñado de décadas antes. Un vuelo más o menos eterno después, aunque no era ella a la que le tocaba emigrar. Suspirando se echó de rodillas en la hierba y miró a los pequeños. -¿Recordáis cómo acababa el cuento de Gavilán? La pequeña se aclaró la garganta como, emocionada, Gaviota comprendió que solía hacer ella en su voz ronca: z -Gavilán se fue a descubrir las historias de cada volcán adormecido, a contar con las manos las estrellas a cada noche de octubre, y... y... El hermano la sacó en bajito del apuro: z -Y contarle historias a los reyes, o quizá se hizo rey. O quizá volverá a ser gaviota... 63


Gaviota casi ahogó aquel medio verso traicionero que boba nunca podía retener a tiempo en la esquina de su boca, donde se extrañaban los besos enladronados. -¿Soñáis con volar? Los dos se miraron como fascinados de que alguien de pelo blanco entendiera aquella clase de cosas reservados para los que aún no llegan a las esquinas. - ¡Sí! -Pequeños -dijo, baja, y se sonó muy boba porque ya casi no sabía hablar sin haber practicado la misma historia mil veces antes-, yo he volado y hoy me he dado cuenta de que no tengo por qué conformarme con el aterrizaje. El niño se quedó callado, pero la niña le cogió la mano y prometió por ambos: -Siempre hemos dicho que si te veían ermitaña era porque no entendían el volcán en la voz ronca, la niña entre las trenzas y las comas. El niño levantó sus ojitos, más gigantescos todavía que los de su hermana en compensación por los centímetros de ventaja. Dijo bajito: -¿Vas a volver para que te veamos? -Vuelvo para llevaros -dijo entre un sollozo traidor. Robó sus cabecitas oscuras y pálidas contra su pecho y repitió enterrándose en ellas. -Para llevaros casi creyéndoos Gaviota. Se puso muy rápido en pie para sus rodillas cansadas, rehízo su hatillo y siguió la marcha del pueblo. Como atardecía aún no había nadie por el pueblo pero los gemelos corrieron hasta la última colina, hasta que sus pasos se perdieron por el bosquecillo, gritando no sé qué de querer ser gaviotas.

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f Era el último de su especie el que pasó como una centella sobre su pelo rojizo. Davus no se rió -era poco dado a hacerlo-; pero tenía una mueca especial mientras esperaba la segunda acometida de la esfera. Entonces la atrapó de un salto y la escondió en sus dedos, y la bolita soltó un murmullo de propuesta. Davus abrió los dedos. La centellita sabiéndose libre remoloneó en ellos. -Ay... Te mueres... El animal trató de brillar un poco más intensamente, pero solo logró un chisporroteo. Pese a todo Davus rompió a reír y el animalillo siguió volando con su gigante cuerpo de luciérnaga y sus alas de colibrí. Davus se echó sobre la hierba hondamente triste. -Un puñado de días, a lo sumo. Y tú, Snitch, que eres la última de los tuyos... Snitch terminó por aterrizar a su lado. En las briznas de hierba se le enredaban las alas y Snitch solo hacía que refulgir y titilar suave, complacida. Mientras, Davus intentaba beberse hasta el fondo de los pulmones aquella imagen -Tú te mueres -empezó a prometer Davus bajito, mientras Snitch quería decirle que nunca había querido vivir más que aquel atardecer entre enredos de hierba (aunque se sentía tan escondidamente orgullosa del pequeño Davus)-, y se te olvidarán, pero un día todo el mundo podrá verte. Todo el mundo te verá volar y soñará atrapar una Snitch pero tú y yo sabremos para siempre -y al hundir la mejilla en la tierra rozó el candor de Snitch con la nariz - quién fue y por quién vivió la pequeña verdadera.

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No

Al volver a la jaula uno de los dragones no se lo creía, y el otro, apenas. Al volver a la jaula uno de los dragones no se lo creía, y el otro, apenas. -Mira -en un susurro el segundo, el de vestigios de océano-, allá al fondo, aún está. El primero le clavó los ojos a la estructura medio rota. Casi le dolían las escamas que no se creía al verla, sabiendo que no era metal, que aquello de verdad hacía daño. -¿De ahí fuimos capaces de escaparnos? -dudó. El otro se sonrió un poco. -Recuerdas que dolía estar atrapados. Ella cerró los ojos y se le cerró la garganta con el gruñido, echando la cabeza atrás. -Sí. -Los golpes. Día y noche. Mes a mes -año a año... Una fibra de su corazón palpitó en contra de acordarse de aquello, pero ella empezó a arder de dolor. -Sí. -Hasta que un día al fin dolimos tanto que fuimos tanto, tanto más fuertes... Ella tuvo que romperse abriendo los ojos y echándose a llorar, mirando las manos humanas, la piel humana, la belleza humana, la magia humana. -Perdiendo las escamas fuimos más fuertes. -De perder nada -susurró la que a veces centelleaba a Océano. La que aún sabía volar aunque tenía miedo de llegar demasiado alto. Esa fue la que tuvo que prometerle: -De verdad aún somos esa fuerza. Y podemos ser más que antes. -Yo tengo miedo de caerme. El abrazo se adueñó de su espalda y se hundió tímido en los recovecos de su cuello, como pasaba al revés en varias vidas. -Yo te cojo y tú me besas -pidió bajo el dragón grande, de miedo tiritando.

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f Que poca gente la había oradado como yo sabía. A martillazos sin miedo a romperla, que eso ya había pasado demasiado para que hubiera pedazos más pequeños. A veces se cansaba de los martillazos y las galaxias en su cabeza, atrapada entre tanto brillo. Emtonces se oscurecía, entonces se pegaba a mí y evitaba pedirme que la abrazara para sacarla de tanta estrella incombustible diciendo: -Oscúrame.

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f -Algunas cosas llevan su tiempo -cogió el helado con dedos instantáneamente congelados. El maldito ilusionista se ahogó en el eco de alguna gaviota. -Claro. Cuídate de no gastarte una o dos vidas mientras. Y cuando se miró los dedos se habían arrugado marchitos, y seguían fríos.

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f Al rozar su cuello lo notó mojado y aún no habían tenido tiempo de hacerse sudar. -¿Qué? -murmuró. -Por qué tú tan dulce y tan carcomidamente triste, mientras los otros tan... caídos... -le apartó de un empujón, y maldita tristeza esa suya, dejándose quitar enternecido- No es justo, joder, no es justo. Volvió a acercarse a sus desgastadas curvas de puta con la ilusión del enamorado que quiere hacerse en ellas poesía. Aquella vez ella se dejó consumir en los besos de amor, lenta, hasta que a la siguiente noche caduca sin él hubiera cada vez menos llama de ella para los que la compraban, no robaban hormóneamente. -Nadie dijo que fuera fácil -en respuesta a lo que leían sus ojos-, pero nadie dijo que fuera tan putamente difícil -se limpió en su pecho dulce. -Me cago en la puta -se mordió los labios hasta la sangre-, nunca mejor dicho.

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La luz de la linterna temblorosa reflectaba contra los últimos restos de sus mechas rubias. -Parece una mula. Algo salió mal -murmuraron a su espalda. Ella, como tendía a hacer, se rozó las arrugas en sus ojos antes de agacharse. Alguien gritó pero ella había visto aquel lunar en lo poco que la melena dejaba ver de su cuello. Pero tras ella tendía a haber tantos fantasmas. Tantas marcas de nacimiento inoportunamente trazadas en el mismo molde. Pero aquella vez hubo algo. Tal vez solo lo sintió. Hacía frío, la pequeña muerta llevaba solo una camiseta de tirantes, y sin guantes ella la colocó sobre su regazo y con cuidado fue apartando su híbrida melena. No dejó de desenredar las suaves hondas muertas ni al ver el tatuaje, las letras, y el pájaro de fuego de algún nombre latino que encerraba lo mismo en lengua eneida. El inspector rozó su hombro con la suavidad con la que ella mesaba aquel pelo. Todo estaba acabado y ella solo pensaba un eterno al fin. Quiso arrancarse la placa mientras su cabeza volvía una y otra vez sobre el mismo bucle, mientras abrazaba a su pequeña -ay, de vuelta tras tanto tiempo-. Pero la lengua autónoma tradujo lo que fue lo último que dijo nunca antes de que sus huesos se calcificaran en un perdido siquiátrico de gente triste. -Yo consumida en cenizas para que seas fuego.

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f Alucy no logró deshacerse de Demian, pero tenía que ir al veintitrés. Así que cogió de la mano a Demian y le llevó hasta allí con ella. Al llegar a la puerta se subió al viejo taburete de siempre mientras dejaba a Demian sentado en la hierba. Ella empezó a revolver entre la hierba que enmarcaba la gastada madera de la puerta, y él miró alrededor. Qué bonitamente tranquilo. -Demian, ¿te gusta? -sonrió bajando de un brinco. Él miró con detenimiento aquella puerta. De reojo vio el reflejo del sol en la llave que Alucy siempre lucía al cuello y fue el primero en entender para qué era. -Los lazos... -Demian tuvo que entrecerrar los ojos para entender que lo rojo en las enredaderas no eran lazos, sino flores, flores que al llegar no estaban. -¿Lo has hecho tú? ¿Para qué? Alucy tuvo que improvisar y luego se dio cuenta de que había acertado todo: -Para quien venga después. -¿Para qué? -Para que siga arreglándolo. Como hice yo y otros primero. -dio un beso a la llave de su cuello antes de soltar una risita-: Mis padres no saben que sé que ellos tallaron el número en lugar de iniciales. Veintitrés. Alguien vendrá, igual que alguien plantó la enredadera... -¿Y cuando esté listo? Alucy se apartó de la madera para poder verla bien y tiró de la mano de Demian para que mirara con ella. -Sí, tan bonito... -susurró. -Quizá queden unas vidas, o dos. Y alguien, la llave, y... Alucy apretaba hasta hacer daño la mano de Demian y se giró de repente. Demian sabía que ella estaba enamorada de él desde aún más niña pero fue en ese momento cuando él se enteró de que la quería a ella. -Entonces buuum -entendió Demian-, estallará la magia que hay ahí.

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f Fue la primera vez que soltó un pincel, como una centella, y luego se quedó clavada de pie. Sus ojos demasiado bajos evitaban a la fuerza la maleta. Él esperaba. Algo. Una simple palabra que demostrara que si no dormía de noche para cuidarla no era en balde. Pero se quedó congelada, cruzada de brazos como si así el hielo no pudiera penetrarla. Él bajó la mirada. Siempre fue tan cobarde. Y él, que nunca quiso verlo. Asperger se empezó a temblar cuando el portazo punto final arrojó en alguna otra parte un palacio de naipes. -Por favor no me dejes sin ranas en los cuentos. Las paredes ya muertas no respondieron... y le faltó valor para pelear por su pequeña corona de princesa besarranas.

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f

—Dios —farfulló ella a los pies del puente—, dios, no saltes Elias hizo un poco de equilibrismo en la madera de la que le gustaba a ella y abajo los ojos de ella, qué miedo tenían. Elias le sonrió suave, suave, mientras sus manitas trataban de agarrarse a su roja gabardina empapada. Ella, la chica de los vaqueros a ra(ídos)yas, con vestido de gasa, para que pudiera volar cuando saltar. Tan bonita, engalanada rara. —Elias... Hace frío —titubeó pero terminó por echarse a llorar — Y no hace ni sol, ¿cómo vas a volar ahora? Elias se agarró la chaqueta con fuerza y tiró de ella, como si quisiera hacerse levantar a sí misma, en equilibrio en el borde. —Tranquila criatura —cogió aire y dio una vuelta sobre la puntita de sus pies, girando, bailando quizá con la llovizna que lo empapaba todo pero no le quitaba el rojo—. Hoy voy hecha de pasión —extendió los brazos en sonrisa—, ¿ves? Hoy no hay nubes para erosionarme. Yo hoy no vuelvo a esa gente apolilladamente triste. Hoy, pelea por nuestro color. Misterios del mundo que permitieron que en aquella fina barra se arrodillara y rozara con las manos la frente de la pequeña. —Soy viento, ay, no lo entendiste. Antes de darle un besito. Hizo magia y se sacó una pluma de la manga, lo que se quedó detrás de ella, perdido aquel destello de rojo y gasa. —Me voy a volar pequeñuela—se despidió rápida impregnados los ojos de pequeña y .

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f Aunque todo estaba un poco borroso el primer día de bombardeos de flor, llegó llena de barro pero mojada de hojarasca. Te van a tomar por loca un día. Nunca les creyó. Loca por vivir cada impulso. Loca por saltar en las hojas de otoño. Loca por hacerse feliz en los ojos del de delante en el bus. Loco habría que estar. Pero ella, tan hábil en lenguas extrañas y medio muertas. Miraba los espantapájaros rígidos mientras cruzaba sus pinchos azules y pensaba: Loca, au, dolorosamente viva. Viva intensa, como nube. Sed relámpagos que yo me haré lluvia, cayendo para querer matarse, qué locura.

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f

Un grito que se desata advierte la llegada. Hace años que ya nadie puede pararlo. Las quimeras se murieron de pena cuando cayó el último, las pobres pequeñas que acabaron confundiéndose con su aspecto triste. Aquel día me abrazaron pero sin ellas no supieron consolarme. -Es una tragedia. -yo les decía, y no me creían. Sin quimeras, yo me morí de pena. Y sin Fulgurente nadie les avisó de qué pasaba. Y el penúltimo rayo cayó a la inversa. Y empezaron los ciclos de la Torre Hueca, como un teatro de guiñol.

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f Cuando se caía el sol tendían a hablar de cosas sin sentido, que decían los de fuera. -Tenemos que ponerle ya un bombín al gato. -Y que lo digas. Cualquier día de estos se nos echa a volar. Qué pocos quedaban que supiera que hay algo más aparte de clave de sol y fa (la suya la llamaban, cuando giraba la aguja para que afuera no oyeran en escándalo cuántos eran sus besos al bailar, clave de jazz): -Te quiero. -Yo más, ¿nos bailamos este vals? (y así lo repetían hasta que la aguja rayaba el disco, y cómo les divertía entonces buscar una nueva clave con la que besar.)

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f -Adoro tu rareza -susurró haciéndose dueña de su regazo. Ese fue su último truco pero había perdido el sombrero con el que esconder la clave. -Una vez hiciste magia... Ni siquiera la apartó de sus rodillas al coger el cigarro y deslizar la lengua sobre su muerte, y expirar su humo, y ahogarse un poco sonriendo. Creyendo de verdad que la noche esperaba ahí fuera. -Hace un poco de raro esta noche -sonreía. Con el alcohol ya absoluto dueño de sus arterias medio muertas.

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f -Abre los ojos. -Van a matarnos -farfulló, tratando de arrancarse el collar vibrante del cuello. -Si te lo quitas morirás... -¡Vamos a morir igual! Él forcejeó con ella hasta que consiguió ser más fuerte y le robó los dedos. Los truenos se oían cada vez más fuertes y ella le miró a los ojos, temblando de miedo un poco menos que él. -Abre los ojos -le repitió sonriente, con las manos enlazadas. Cerró los ojos y él apoyó su frente en la de ella. Ya no tenía que sonreír. Pero aún había que ser fuerte. Apretó los dientes firme. -¿Ves la catarata? -Por qué tenemos que morir nosotros -¿Ves la catarata? En medio de su pausa estallaban los truenos crecientes. -Sí. -Esmeralda. Brilla por el sol naranja. -Sí. -Al otro lado los pequeños Pimm, tu padre, mi madre y mi hermana, y... y todos los demás. ¿No es increíble? No falta ninguno. Dio un bote al sentir sus lágrimas, pero enseguida mezcló las suyas con las de ella. -Es increíble. -Pues nos esperan... -el acero ya vibraba a su lado cuando le apretó las manos fuerte y gritó para oíese encima de los truenos-: ¡Saltar el último vacío, y estamos con ellos...! -enlazó la otra mano - ¡YA NO HAY VÉRTIGO NI RUIDO, AL OTRO LADO ESTÁN ELLOS, Y DE UN FUGAZ VUELO ESTAREMOS PARA SIEMPRE CON ELLOS! Se abrazaron mientras alrededor estallaba todo y los collares dejaron de vibrar en un momento. (sonreían y al volar no oían los truenos)

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f Mecía al gato púrpura en las piernas mientras balanceaba los pies descalzos en el sombrero de copa. -¿Que los magos están locos? Te podría enseñar mil mundos en los que sería falacia. -sonreía perpetuo pero sonaba enfadado. -No deberíamos enfadarnos entre nosotros, alguien tendrá que sujetarme el pelo cuando me decapiten. Sí, pequeño cachorro, también haces mundo, sueñas prodigios. ¿Sabes?, cuando losquenosueñanmundos(falacistas) nos decapiten molará rodar como sombreros de copa Hesperpento sonrió más, el gato levantó la cola y con un ronroneo complacido dijo:

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À toi Folie -Está desafinada -murmuró Louvre. Lico la miró rasgueando las cuerdas sin tensarlas. -No lo está. -murmuró. Louvre miró a través de la ventana. Era el quinto día consecutivo de aquella lluvia de plumas. Allá arriba las tenían que estar pasando muy putas. -Sí lo está. -No. -¿Sabes? Podría acabarlos en un instante. Podría estar allí, dejándome el alma con los otros. Y estoy aquí esperando. Quiero morir arriba y estoy abajo esperando a que me cojan los futuros asesinos. Lico ladeó la cabeza y sonrió al escuchar la nota torcida. Empezó a tocar un pentagrama imaginario rápido, y ante las notas desgarradas, como arrancadas, Louvre no pudo decir nada. Lico optó por abrir la boca antes de que muriera el baile de sus dedos entre aquel metal mal tenso. -Podrías haber muerto ahí en otra vida, pero en esta nos toca esperar el armagedón por un relámpago que se volvió adicto a una nube, y viceversa. Putos pringados. -Louvre le arrancó el cigarro de la boca para besarlo y, un millar de años después, seguía sonando aquel ruido roto de los diablos enjaulados, y no dejaba de llover sangre blanca.

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"De destrucciones hacer un arte de poetas muertos." Un puñado de letras que dejó por último antes de irse. " Decir de la nota que le gusta ser presa en violín, de la letra que le gusta ser en mi lengua eco, como del león que adora prisionero. Sin reino que reinar. Como calibrar en el príncipe a la princesa. Llamadme cuando haya princesa sin beso, en la tumba poned que ni de poeta ni coronas, yo quise ser rana. "

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f -Dicen que va a llover. Louvre le arrojó la pistola y Lyco la cogió por instinto, la frente todavía pegada al cristal. Y, arriba, el cielo monstruosamente de azul de nuevo. -Como los relámpagos. -oyó decir a Louvre. Nunca sabría si lo decía porque le leía lo que pensaba. -Venga -murmuró cogiendo su brazo-, vamos. Los dos abrieron los brazos y saltaron desde el porche hasta el vacío volando. Los dos gritaron igual de orgasmo al barrerles el huracán que intentaba retener el descenso. Pero caían y cayeron al fin. Lyco parpadeó para quitarse los restos de droga de las pestañas y tiró de Louvre para levantarla. Un rápido movimiento y tintinearon las chapas de su ropa oscura y los dos salieron a la calle. Ya había muchos allí pero Lyco fue el primero en disparar al cielo oscuro las bengalas. Gritos, miedo, asombro, pero todos miraron el cielo oscurecido y la ceniza desplomarse en la tierra, aunque el huracán también intentara retenerla. -Nos van a matar -murmuró Louvre disparando al cielo. Lyco sonrió mientras caía la primera lluvia. -No habrá suerte -abrió los brazos mientras dejaba caer la pistola. Empezaron a caer las plumas suaves, de nieve. Dilataron los ojos de Lyco cuando se mojaba de la sangre de pájaro y placer robaba las arterias gastadas. -Por matar a Corve, qué hijos de puta sin poesía. Los polis se les abalanzaron encima y quebraron sus brazos en cruz mojados de sangre de nieve. Lyco oyó las carcajadas de Louvre. Miró a los ojos del jefe sonriendo, por no reírse en convulsión. -No llueve, ¿ves? –masculló.- Esta es solo la sangre que os vamos a hacer llorar. E hizo que el conjuro empezase.

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mediocentenar. -Mi madre me dijo antes de morirse que solo hay medio centenar. -¿De qué? -murmuró echándose en el capó del coche. -Se murió entonces. -sonrió tristemente. Se echó a su lado y suspiró. -A veces pienso que de noches por vivir. De mares. De mundos. De lágrimas en el océano. -Medio centenar de canciones que hacen daño o medio centenar de segundos de vida. Me da igual, no tengo intención de perderlos hablando de lo que puedo perder por intentar volar y acabar ahogándome. (enel.fin.hubo.abrazo)

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Céfiro.

-Al oeste. Espoleó las riendas imaginarias y con pequeña Céfiro a la espalda Samu echó a andar. Sonreía al oírla: -Antes vamos a ver que el sol nace. Antes que nadie. Antes que el tiempo se agote. ¿Sí? -Por supuesto. Ella espoleó otra vez las riendas y apoyó en el cuello de él la barbilla, mientras la llevaba a caballito, y por un momento pareció muy triste de que la brújula rota al sur tuviera la misma forma que los relojes, feos, enemigos de sus ganas. -Vamos. -espoleó a su caballito, enterrando la barbilla en sus rizos, mientras el caballito andaba firme. -A ver nacer el sol. Al oeste.

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f Trepó al árbol y desanudó la llave de un manotazo pero no se cayó, la cogió entre las puntas de los dedos. - ¡Que vienen! -gruñó. -Calla -le sonrió. -Vamos a pasar a la historia como bufones. -¿Por? -No sé. Creo que es lo que le pasa a la gente que mola. -Yo quiero ser un bandido -y de un empellón abrió la puerta. Corrieron dentro de la buhardilla y echaron el cerrojo. Aunque les iba en ello la vida empezaron a reírse, flojito. -Seguro que son feos. -Y con la cara llena de mocos. -Y huelen a médico. Tronchándose ambos, se lo quedó mirando. -¿Quiénes? -Los que nos hacen irnos. -empezaban a doblarse de la risa pero de golpe Sam perdió el aire. -Esta es la última vez aquí, ¿eh? -Eso parece. -Si nos pillan nos matan. -Yo aún no entiendo eso de morirse. -Ni yo lo de separarse. -se mordió aposta la lengua. -Y aquí me ves. Empezaron a perder el ritmo jadeante del pecho hasta que pudo haber algo de silencio. Entonces los dos rompieron a llorar. -Tampoco lo de quererse pero sé que te quiero. -Eso puede hacerse sin entender. -Lo mismo que morirse. Zlos dos se mordían fuerte los labios, pero acabaron llorando igual. - ¿Hiciste el diario? Sam movió rápido la cabeza. -Yo hice el artilugio. Volará a la una, porque es la hora del cero en mi tierra. Aunque por un momento estuvieron ufanos en cuanto Sam entendió lo que llegaba contagió de su tristeza a Lucas. -Entonces adiós, Lucas. A Luca se le amontonaron los pensamientos que le habían metido. Cuidado con las chicas. No puedes tocarlas. En seguida chillan, lloran, te abofetean. Pero a Sam Lucas no le tenía miedo. De verla igual de llorosa que él acabó por abrazarla y tardaron mucho rato en separarse. Tardaron muchos años pero volvieron a verse. El artilugio funcionó y el diario, hecho, dejó de coger polvo.

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Imagen. Listê - ¿Me quieres? La madera del techo empezó a sangrar y la niña se dejó llevar por el (pseud)orgasmo. (Pseudo) porque a veces en su cabeza le decían que era una mentira. Que si fuera orgasmo no empezaría en grito y uñas para truncarse llanto. Otra vez el placer brutal la pilló ahogando las palabras tristes de los ojos en el lenguaje de la almohada. El de olores de otras noches aún menos amargas. -Sí. Cerró las pupilas pero seguía viendo la sangre dentro. Así que los abrió. Y estaba empezando a arder, la madera. Y ella, al rozarle el cuello con la lengua. -Falso. Todo falso. Los castillos de naipes no se desmoronaron, ¿sabes? Él la pilló en aquella confidencia de las pupilas a la almohada y jadeó y la sangre ya llegaba hasta ellos y empezaban a arder... Sonrió al salir de la cama. Tan triste. Ella se quedó a su espalda, hecha una con las sábanas, llorando, llorando tan queda. Una vez más acababan de romperla. Había un par de gaviotas ya amaneciendo. El mar estaba tranquilo ese día. Y él tan profundamente triste como cada polvo. Cada polvo en ella. Listê niña de caderas gastadas y ojos en llanto de fuego. -Sí. -triste, ronco-. sí. Aún quiero hasta morir esta tragedia. De piezas que no encajan y griego atragantado en las gargantas. De dolor en mis ojos y sangre muerta en los tuyos. Y aún moriré ahogado en ella, tan ahogado.

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de pobre cas Cas se incendió en pedazos de valor pero antes fue. Antes de eso fue viva y fue caderas que bailaban algunos ritmos extraños. Antes en sus ojos de muerta hubo vida pero Uol se le caló dentro, hasta oxidar su cobre. Hasta tornarla tragedia. Se rompió una noche. Uol llegó aquella noche con una bala y ginebra en las entrañas. Y Cas le esperaba fuera desnuda, casi muerta. Aquella noche fue la primera de sexo y de hacer el amor y de estrenar trágico. -Bang -le dijo, apuñalándole con el óxido de loa ojos de cobre las pupilas, bang cuando llorando uol le arrancaba las medias raídas-, lobo. Bang, directo al alma. -¿Tú o yo? -Qué más da, los dos acabamos igual tragedia. Yo antes volvía a mi calle pobre de vida pero no de fuego y tú deberías repasar otras caligrafías. -Solo la tuya está tan torcida para esta puta vida -susurró rozándole la columna llena de espinas. Cas le cerró los ojos mientras sentía desprendérsele la última fibra de cordura. La cordura que al final pudo con ella herida. -Cuando te hagas tú también tragedia -(trémula)-, recuerda alguna vez que tras el óxido y cobre hubo vida. Hubo espalda no tóxica ni cenizas. Aunque tú no entiendas de esas vidas. -Lo diré -prometió en el aullido de dolor no placer. -Cas fue. Pequeña chispa desgastada en las caderas de mecer mis tristezas. uol supo viendo aquel resto de vida frío sentado en su escalera que la mataría de pena. y no paró. y ella no quiso pararlo.

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f Siempre sonaba un disparo antes de la hora de salir. Pic cogió las gafas para escudarse otra vez tras ella y el resto del grupo ya le esperaba. Enrojeció mientras Gwendy decía en anónimo que ya podían irse. Se acercó a ella, tenso. - ¿Les conoces ya a todos? -murmuró. Gwendy disimuló el sobresalto sonriendo al verle bajar las lentes. -Todavía no. Se arrastraron bajo la alambrada. Hubo un foco cerca de encontrarles pero en cuanto Pic lo miró se quedó mudo. Gwendy le cogió la mano cuando el tumulto se agitó. Llegaron a la colina y se hizo el silencio. Contemplaron el monstruo abajo. Pic rozó la pulsera de su mano derecha. Si en dos horas no habían vuelto, les cazarían. De momento la tecnología no permitía un seguimiento continuo. Quizá pronto se acabaran las subidas. Gwen apretó su mano cuando subió al centro de la colina y miró el grupo. Sonreía. Pic se burlaba pero ella se daba perfecta cuenta: cada vez eran más. -Nuestros padres fueron libres de venir de noche y encontrar ese tipo de arte que no alumbra el sol. Que solo da a luz la luna -dijo audible. Fue Pic el que soltó la mano. Le dejó solo y él, tras la duda, se quitó las gafas. Quedó de espaldas al grupo, de frente la luna. Abrió un poquito los brazos, miró el astro sobre la ciudad. Sus pupilas ardían reflectando la luz purpúrea. La ciudad cayó de repente. Con el rugido de su energía, al que de costumbre eran sordos. Se quedó muda en un instante y se hizo cero, muerta de luz. Solo quedaba la luna arriba, y las estrellas que poco a poco se le fueron uniendo. Gwendy volvió a subir la colina para sostenerle y firme le dijo al grupo: -Esta clase de arte es lo que nos han quitado. Es todo lo que queremos. Y no en su lugar focos, bandidos de alambre y dos horas de noche en condiciones... Pic se ahogaba él solo pero le cogió la mano. -Sé que te preocupa pero yo no soy tu padre. Yo no moriré en esto -murmuró con sus pupilas de faro encendidas.

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errante, maga, un día voy a escribir tus historias. Maga, maga, maga, un día voy a escribir tus historias. -Si pudieras -murmuró. Edgeh miró sus manos vagamente consciente de las letras mordidas. Quería ser musa, pero no le llegaron las chispas. No pudo abarcarle. Porque el que debía escribirle se marchó. Edgeh hundió el rostro en el lago y quiso llorar. Pero como buen hechizo medio trazado como si se dejaran demasiadas íes sin puntos suspensos-, no pudo. Ni apagarse tampoco. Edgeh sacó la cabeza del agua y el sol nublado no pudo calentarle. Paseó los ojos por el lago muerto. En alguna parte de aquel inmenso, él se había matado. Edgeh aún se preguntaba de vez en cuando si es que ni le había importado lo bastante para despedirse. En alguna parte bajo el agua estaban las letras que él no había sabido devorar para hacerlas palabras que consolaran la tristeza de Edgeh. Ahora, como él, tan muertas. Edgeh ni le cupieron fuerzas de sonreír amargo al encontrarse las letras arañadas cada tarde sin falta en su piel, mordida a veces, hasta escribir el hechizo... pero al final Edgeh no tuvo magia. Ni literatura ni musa ni más maga mal pronunciado al despertarse en rizos robados a extranjeros. Y quedó suspenso. Errante de sus comas, trastocadas puntos suspensivos.

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f Bailar en aquellas esquinas, y caducarse. -Suit, tu historia la quiero acabar. Suit se abrazó a su escritora. -¿Por? ¿Qué tengo yo que no tengan todos ellos? -Nada... -retorciéndose en su pelo yo no paraba de sonreírle, idiota. -Eres tan ellos que a ti quiero matarte mejor. -Me da miedo quererte, escritora. Se abrazó a sus piernas y la escritora se deshizo de ganas de estrujarla. -Te voy a dar mis rizos antes de que te vayas. -¿Miedo por qué? -Porque puedes atraparme en palabras de mitos, de estrellas y de torbellino, y hasta coral. La escritora, cobarde, empezó a silbar con las cinco notas que tarareaba un tucán sin dientes cuando estaba solo. Suit me miró dando un salto. - ¡A la cama! Un par de platilleros te esperan para darle banda sonora a la almohada. -me abrió los brazos y quise meterme en su pequeñez pero fingí ser fuerte. -A dormir, a dormir, pequeña trenzada al torbellino. Suit pareció un momento un pececito que no sabe exactamente por dónde queda la contracorriente. Luego bajó los brazos y me miró, y sonrió y se fue a dormir. Entré un rato después y estaba tan guapa dormida. Le di un beso en la frente y le dejé los polvos de canela de siempre en la cama. Me senté al lado de aquellos sueños y me quedé rato mirándola. Tan poco frágil. Me balanceé en sus rizos un momento con los dedos y pensé quién la habría podido dejar escapar. Pero me puse a llorar al verme dando gracias, sonriendo, había visto chispas en la vida gracias a Suit. Me fui a dormir y me desperté tarde. Y cuando bajé a despertarla con ganas de mimo Suit ya se había marchado. Si yo solo quiero acabarte con un beso como quien escribe «punto y final».

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(00) g -Es escabrosa. -Muerta tiene más pinta de prostituta. -Tan pequeña, apetecible, las brujas letales... -¿De qué crees que se ha matado? -De existir, niños, mis. -murmuro. Arqueo los omóplatos contra el metal duro el suelo mientras me pueden sus ganas de besos y con los tirantes corridos la lengua tantea la cuenta. La risa me la pretende enredar pero eso no podría. -Tan en llamas. Cómo creer que tú podías haberte muerto. -Cómo, cómo, cómo -canto con el sabor a funeral de ruiseñor. -Si entre carruseles y alas yo solo tiro porque me toca. Cuando me levanto entre risas pero hombros en llanto uno se aleja, aunque al otro ya le ha ganado el deseo. Devoro con los dedos en mi piel resbalada de ropa sus últimas notas audibles. -Quemo, como la pluma, en la garganta. Disparo con el dedo y detono con un soplo y se quiebra. Y me río mientras los hombros me sollozan más que nunca enterrando los ojos huecos en los dedos. De los que robaste la alianza. -Trein..ta y cuatro mil cien..to veintiocho. -Se te ha reseteado la cuenta. Señalo la maraña de mi cabeza. -Treinta y cuat..tro mil ciento .veintinueve. Le tiendo las muñecas con los dos grandes ceros tallados a dentelladas y ríe y la cabeza atrás y la pistola en sus manos mirando mis latidos y los monstruos en sus ojos yo chillo de éxtasis doblándome en un giro imposible si no soy tu muñecaah.pobre. -Ignició.name -Bang, te quise pero no llegué a su fuego monstruo.

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f En su cercanía a la fusión no se sabía quién eran, si formaban parte de algún compuesto ácido o si eran la nieve en el pelo que solo se va con besos. -Un beso a cuatro ranas. -Bailar en los cables. -Corona para un tren. -Que el frío recuerde que no estás. -El sentido de respirar. -Latido a la contraria. -No -se hizo un hueco en su hombro -volver a nadar escaleras. -Lupas a la luna nueva. -Que no -tono de roedor cantarín-, que no te dejo marcharte en ese tren. - ¿Ni por un vals en la cornisa? -Por siete piños de ratón. -Una mañana en tus lunares. -Cuatro princesas sin sapo. -Gritarles que no entienden de química. -Alquimizar incendios en nieve. -Lanzarnos a timbalear.

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f Quien me enseñe a escribir que haga el favor de enseñarme cómo no sucumbir a su vértigo de cuerdas de piano. Que me ayuden los abrazos hechos a escondidas. Y que mentirle al mundo se parezca sospechosamente a dejarle que nos pase por encima, pacientemente en alguna hierba.

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f -Quiero tocar la luna. Y quizá devorarla, eso ya no lo sé. Más ardiente que viejas ramas. Pero quiero salir y... y darle un beso. Que ya no se sienta más sola. -Vamos, vuelve. Madre la cogió de las manos con suavidad y volvieron a los túneles. Y aunque eso es otra historia, la luna siguió arriba sola. Un puñado de años más.

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Vis a vis Ya nadie entiende el color de las calles... Ni lo bonita que te hacían las nubes de peces a media tarde. Hay que ver qué erotismo componen tus labios para mis barrotes. Barrotes hoy de cadmio, ayer de jazmín. Ayer, el arte en tu perfume de dejarse morir. En tus olores de Perséfone enrabietada, mi Muchacha, morir cada alba. Que resurja el idiota que de clavículas atadas na' comprenda. Y balancearnos en letras como resaca. Fingir que yo aún te canto, que para escucharme aún tienes alma. No entendimos de leyes o métrica. Cantamos con el alma, y ahora yo y una trompeta, y la Gran Vía a mis espaldas. Si la vida da vueltas, creo, voy a marearme. Qué poeta vacío me hace tu espalda al dejar de amar. Vísceras desgañitadas al tronar que quieren mimos. Días raros para soñar. Y para timbales que querías orquestar. De mis omoplatos ya nadie recuerda pernoctar... Que toque prostituir mis tres bonitas claves en una calle del color que tú sabes... Ay, -(aplausos y la trompeta le dejaron acabar los versos de ronca clave) que dios nos ampare.

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.I -Esta vez, se trata de odio. Nada que ver con el amor. -Qué inusual. ¿Y aquí quién odia más, tú o ella? Hermes rió un poquito. Le gustaban las flechas que apuñalaban el centro de la diana. - En el tribunal lo vemos jodidamente poco. Sin responderle la apuntó a la cabeza con el arma. -Odio que me desprecien, sabes. La futura muerta sonrió a Afrodita. Había llorado pero Afrodita se derritió dentro, de desprecio, de desprecio y lascivia. -Yo tengo derecho a amar. Y a no hacerlo. Nada de dioses. No hay poder. Y el dinero no compra eso. No hay poder y os vais a caer como tú caes ahora abierta de piernas. Y sin entender la química, fanfarrona de lujuria polarizada a la inversa. »A que jode. El otro rió fuerte. Afrodita frunció los labios -los dioses no pierden nunca ni los juegos de azar y sexo. y de hacerlo es que no has jugado bien, le murmuró devorando su oreja- y apretó el gatillo. (tal vez la ruleta rusa coló o quizá un héroe de resaca sin capa se le ocurrió salvarla. Pero los trucos no siempre marchan. )

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polarizante. II -Esta vez, se trata de odio. Nada que ver con el amor. -Qué inusual. ¿Y aquí quién odia más, tú o ella? Hermes rió un poquito. Le gustaban las flechas que apuñalaban el centro de la diana. - En el tribunal lo vemos jodidamente poco. Sin responderle la apuntó a la cabeza con el arma. -Odio que me desprecien, sabes. La futura muerta sonrió a Afrodita. Había llorado pero Afrodita se derritió dentro, de desprecio, de desprecio y lascivia. -Yo tengo derecho a amar. Y a no hacerlo. Nada de dioses. No hay poder. Y el dinero no compra eso. No hay poder y os vais a caer como tú caes ahora abierta de piernas. Y sin entender la química, fanfarrona de lujuria polarizada a la inversa. »A que jode. El otro rió fuerte. Afrodita frunció los labios -los dioses no pierden nunca ni los juegos de azar y sexo. y de hacerlo es que no has jugado bien, le murmuró devorando su oreja- y apretó el gatillo. (tal vez la ruleta rusa coló o quizá un héroe de resaca sin capa se le ocurrió salvarla. Pero los trucos no siempre marchan. )

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f -Ya no hay más fechas capicúa, sabes. A veces me deja triste. -Hemos tenido más que nadie, eh. -Bueno. -A mí me habría gustado conocer a un griego. -¿Por? -Lo de vivir sin cero, y eso. Le frunció el ceño. - ¿Solo por los números? -Solo por eso. Quizá fue lo mejor que tuvieron. Ella se echó en la tierra y miró el cielo gris. -Sí... tuvo que estar bien.

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f -Shh. Los quince minutos de filmina expuesta para grabar la imagen echados a perder, y aun así papá no quería espantar al pájaro. -Señor viajero, se le estropeó el carrete. Mi padre se sentó muy despacio en el suelo, muy lento. Se quitó el sombrero y cuando me senté -tan rápida que el pájaro se me quedó mirando- me lo dejó en el regazo. -A ver. -Dígame, señor viajero. - ¿Cuatro años ya y aún no sabes que espantar a un pájaro equivale a dejarlo sin princesas? -Se equivoca, señor viajero. -la criatura frunció el ceño. -De eso, nada. Fue una vez en un barco. Un pájaro parecido me contó su historia. La del castillo que salvó con cosquillas. Ay. Qué gran viajero. Menos mal que prometió llevarme. Se nos olvidó de señora mamá, no tan viajera, la película quemada dejó de valer un céntimo, y antes de la guerra hubo historia de cosquillas con aplicación práctica.

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right.way.or.wrong.way Ya veía al fondo la ciudad. No podía más de tanto tiempo corriendo y el camino llevaba directo al pueblo. Tal vez se habría salvado de ir por el camino pero atravesó el campo hacia lo plomizo de las nubes. Sabía qué iba a pasar pero aunque no entendió nadie tuvo que sentirse un poco hipotenusa - aunque acompañados a quién le gusta la igualdad de los catetos -

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f De dos mundos inversos se ha hablado demasiado. De vez en cuando, cuando se mira arriba, a uno le parecen desgastados. Y que queden dos que sepan lo cierto es demasiado poco para una media rentable. La distancia aunque limitada se hace infinita. Porque siempre algu(ien)o se interpone. Pero pobre obstĂĄculo y su existencia, restringida al trozo de papel de un loco. <<Si solo quiero vivir>>. (Y otras tantas maneras que tenĂ­a ĂŠl de decir.)

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f En ocasiones brillaba un poquito bajo el agua. En ocasiones era mucho más que eso y raramente, cuando la luciérnaga en el pez globo le susurraba que tenía que dormirse, las noches en el estanque se apagaban por completo. El primer día del mes de lluvia la luciErnaga sonrió. -Oye. El pez la escuchaba de dentro. -Echo de menos la lluvia. - ¿Quieres salir? -No. Los dos escucharon la lluvia mientras pasaba la vida en el estanque. -Oye -dijo él. - ¿Y si alguna vez te apagas, y si alguna vez me ahogo? -El estanque se apaga, y yo me muero. -Vale. El pez flotó quieto otro rato. Se acordó de repente de cuando no había luz en el estómago y se quedó un poco sin respiración, no, no, no lo echaba de menos. -Eso es lo más bonito. -le dijo ella. -Sé que pasaría si me quedo y nunca saldré de aquí dentro.

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f No tenían una mierda que ver entre ellos. Solo mala suerte. Pero con mala suerte los hay a patadas y ellos eran, joder, cuatro. Multitud para cosas y una mierda para otras. Un número inútil. Hasta que Reddo llorando sin venir a cuento, uno de aquellos días en que iban a morir, se enteró de que estaba loco por ellos. Por lo infantil de Jina, o los puñetazos de Suzú o el silencio espantado de Hon. Al final aquella noche entender lo que mataba a Reddo fue lo que más cerca estuvo de acabar con ellos. Y un jodido grupo de número idiota sobrevivió a aquel grito de las nieves. Creo que se mataron en alguna otra parte. Por listos, por quedárseles pequeño uno de todos los triángulos amorosos que hay e ir a por el pleno. Jodido Reddo, capaz de amar en efecto triple. Y peor, de contagiar a otros colgados de su calibre erróneo.

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Un día hasta el reducto fue verde. Y ahora todos se habían ido -Yo no apostaría por ello. Los susurros se hacían apenas inteligibles en el mundo. Aquel de blanco y negro, en turbio calor. Ojalá colores, pensaba la chica mientras fumaba negro. -Sí que podríamos ser los más fuertes. Los más grandes. -ella inspiró un poco, deseando acallarle con el sonido del cigarro ardiendo, pero él insistió. -Ser más que todo el miedo de ellos. Podríamos, podríamos y si quieres podremos... Solo piensa si estarías con el que sueña o con el que acaba las cosas puras. Di de lado de quién darías la vida. Ella siguió fumando triste mientras irrumpían los soldados y él dejaba de hablar de golpe. -Yo siempre estoy con el lado ganador, hijo -murmuró. Tiró a toquecitos la ceniza. Se mordió un lo siento en la punta de la lengua. -Mataste el mundo de color. Recuérdalo -apretó los dientes por último, quizá porque las ganas de besarla de la lengua dolían. Entonces se lo llevaron para acabar matándolo. La miraron de soslayo mientras ella pensaba que ojalá colores. Al darse cuenta solo echó humo, porque ya no tenía aliento: -Un mundo de colores. Sería tan horrible vivir en un sitio que todo el rato pudiera ser apagado -murmuró lanzando la colilla al suelo.

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Las gotas de sangre marcan el camino. Enamorados de la nieve El dolor de cabeza se trastocaba martillazos del cráneo poco a poco. Había jaleo y había gente alrededor, y aquello aumentaba el dolor de cabeza no más que estar a solas. Si, total, el problema iba de dentro. A ratos el dolor se hacía tanto que infectaba el resto y volvían las hojas. La hojarasca delante y detrás, de paisaje interminable que atrapaba de puro libre. Entonces intentaba volver. Arrancarse los ojos otra vez pero la cabeza seguía doliendo de metal de martillo. El sabor contagiaba la boca y el metal se transformaba en ácido... y con el ácido llegaba toda ella, tan golpe, tan completa... El sabor de metal tenía que ser de jeringas pero ni con eso se iba el dolor. Y el dolor trae demonios porque uno se hace débil un instante... Y así se consumía la vida. Hasta caducar como las jeringuillas de sabor a metal, y del metal al ácido, y del ácido el sexo caliente de ella... Y volver a caer a la hojarasca. Querer gritar al sentirla dura entre los dedos pero que no haya voluntad en el mundo que quiera echar afuera el calibre de aquel demonio. Que duele pero que arde y, dios, eso es eterno.

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f Cuando se les llenaba el corazón de algo algunas se fustigaban, ella cogía las piedras y murmuraba. Normalmente acudían a su cabeza las oraciones en latín, pero hoy fueron palabras más de misterio. Sonó sucio sancta Maria plena gratia y no pudo hacerlo. Fue un la niña está triste, pobre pequeña. A la chiquilla de cabellos de plata el alma le pasa. Nadie queda con quien jugar afuera. Se asustan los niños al llegar las bestias y cuando llegan solo queda ella. Tan triste porque le cansa jugar sola. Porque no hay compañero por mucho que besa su única rana. Alzar la cabeza al oír el tañido de las bestias las gargantas, el sonido del canto araña. Araña de los cielos las esferas. De cabello de plata y luna en mirada, aguarda la pequeña, los dedos en su pelaje denso enraiza Ya no vuelve a estar sola señora de fieras. Se reúnen funda y espada. ¡Quién iba a decir que en su voz pequeña, esa campana, igual canta! Despliegan las alas. Las bestias se alzan, bellas, y la niña con ellas, hechizada la bruja. Vuela, vuela. Lejos, vuela, vuela. A las nubes con ellas a anidar su dulce esponja. Sin alas, tan feroz como ellas. Olvida su rana y por última vez, la besa. De criaturas que no entiende escapa. Se equivocan poetas. Como ellas, tiene alas. Como ellas se escapa. Como ellas la campana. Sonríe, es feliz. Sonríe, es feliz. Sonríe, es feliz. El último verso que nunca rimaba se convierte en la oración. Ya no se atreve a abrir los ojos y ver que se le han arrugado las manos. Que la vida se ha pasado de largo. Ya no puede y por eso gira las piedras en las manos y recita tres palabras, llorando. Una de las novicias la llama con el suave «madre» y ella se acuerda de su madre entonando la canción. De su forma de concluirla con un abrazo y feliz, pajarillo. Las doce cuentas se le rompen en las manos. Feliz, pajarillo. Las piedras ruedan, le sangran los dedos, la monja sin dejar de orar llora...

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f -Me imagino que lo de las tumbas será harina. ¿Verdad? -No te va a doler, Munna, te lo prometo. -Qué sucio, Badiel -murmuró envolviéndose en la bufanda, tan áspera contra su garganta. -Sabes que no soy Badiel. Las manos en sus hombros ardieron un momento. -Ardes igual, joder... Munna miró aquellos ojos y aquella espalda y los gestos e incluso los dejes de dulzura más recónditos que antaño. -A mí también me gusta cómo sangran tus historias. -Si hubieran servido para más que esto. -La catástrofe de Badiel no es culpa tuya pequeña. -Hita-murmuró-, calla... Hita le hizo caso mientras se agachaba con ella en la harina acordándose de los inviernos en los que dejó de haber nieve para ella porque hacía calor entre tanto abrazo... Inviernos de harina con Badiel o con hita, maldita sea. Al menos, final de novela. -Creo que lo que voy a hacer va a ser lo más digno de escribirse. Jo. Hita sonrió con aquella cara de Badiel. -A él le gustabas loca... Munna murió pensando otra vez que incluso con otro nombre quería con locura a Badiel, que tenía que ser lo mejor que escribiera nunca aquella rosa roja en la harina, que ojalá pudiera verla además de matarla Hita escribiéndola.

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f Con todo lo que queríamos contenido en un puño. La carretera ahora se ha vuelto más gris que nunca para contradecir que odio aquellos tópicos [qué sucia]. Allí ya ni siquiera quedan los graznidos, o algo, no sé, tampoco es justa esa niebla de no testigos. El tiempo es una puta bien cruel. A diferencia de aquella vez yo conduzco y no te quiero llevar a algo tan cruel. No sé por qué pero no tienen derecho a perseguirnos tan lejos. No lloras, suave. Este idiota lo echa profundamente de menos. Y aunque los besos aún estén, con carretera o sin ella, sigue siendo cruel que algunas heridas se cierren rápido, y yo, el único que sigue con el grito adentro. Y la carretera gris --más que nunca-- y otra vez huyendo, aunque no sé por qué tú ya no llores tan suave, ahora la tormenta la tengo yo. A nada de eso hay derecho, y no me consuelas como quiero. Volviendo a los viejos tiempos del grito salvaje fuera del pecho. Nada de salvajes sin carretera y el grito, en el pecho.

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Cuando escale la montaña más alta me encuentre viviendo en su sombra -Así se consolaba ella. Contó los latidos como cañonazos hasta quedarse sin munición. -Supongo que ahí es cuando aparecí yo. -Sí. Ganadora de su propia guerra, perdió su vida en un último combate. -No me crees. (lee ardían los ojos) No, ya lo sé. Pero antes de eso cuentan que no fue derrota y aún tuvo tiempo de aprender a no luchar, a vivir, a vivir. Ese es el secreto de por qué tú lloras por ella por las noches, y yo sonrío durmiendo en frío. Por un momento el mundo del sueño se llenó de cuchilladas y antes de despertar la bruja llorosa lee dijo: -La vida es guerra aunque tú te empeñases en hacerla bella. Te enamoraste mal y mataste a la bruja errónea. » Habría bastado con no matarla para dejarse querer por ti.. -Vale-murmuró dolido al espejo. Cansado de pretender no llorar. -Si la bruja quiere guerra le enseño lo alto que alguna bruja descarriada enseñó a volar al halcón..

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Cuando escale la montaĂąa mĂĄs alta me encuentre viviendo en su sombraf Le gustan los ceros pero dicen que no tanto las horas. Fue una bonita manera de inventarse que no tenĂ­a pilas para el viejo reloj.

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f -¿Qué llevas en la mochila? Era lo último antes de morir. Tirada sobre ella en el suelo. Resoplaba, herida de miedo. No debería tener que tenerle miedo. Él podía abrirla sin quitar el cuchillo de la proximidad de sus costillas, pero preguntó. Como durante el resto del viaje, ella volvió a tocarla. Solo quería saber que estaba cerrada. Le sacudió la cabeza, enrabietada. Él se quedó serio y la apuñaló entre las costillas justo cuando ella le mataba. Andando los raíles, se dio cuenta de que le temblaban las manos cuando se rozó la cicatriz. Qué maravilloso que cada error dejara una marca que siempre lo recordara. Había empezado ya el frío. Había muchos raíles alante, y sin los abrazos de él ya nunca llegaría. El frío iba a acabar con ella enseguida. Quiso parase y descansar cuando se dio cuenta. Ni siquiera dar media vuelta. Estaba muerta igual. Pero al menos pararse, y descansar, y quizá llorarle un poquito por la soledad de sus aristas. Pero no supo pararse. Lloró más que un poquito sin salirse del equilibrio de los raíles, y siguió andando porque no sabía cómo se abandona de repente un viaje...

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O cómo. (.8.) Correr, correr. Más rápido que aquellos miedos infantiles que te marcan hondo por dentro. Y hacerse más mayores en las carreras que en las pausas. Pero saber ante todo que algo se hará eterno. sonreír por ello. No sé, dime tú si no ves cómo aquello ha durado por siempre. Y en otras vidas acordarse de algún que otro destello de aquellas carreras, que tanto consistieron en perder para ver su euforia, y sentirse bien. Ser el águila de alas de cera, para no caer nunca... Y no caer nunca. (O cómo ser más fuerte en las ganas de volar que el medio a no correr para siempre.)

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f ~¿Quién te escribió ese cartel en la frente? Fumaba. Él, siempre, aunque no se acordara algunas cosas nunca cambian. El ruido del bar hizo que repitiera el grito y ella se limitó a sonreír. Quizás no le había entendido. A él le gustaba cada vez más el cigarro y cómo la noche decaía igual. Le sabían los labios a humo. ~ Que no te conozco. Que creo que ya quiero ese toque ignorante que te das. ~ añadió sin mover los labios. Era su tipo, tan enferma, y tan flaca. Le gustaba dormirse sintiendo los huesos. Le recordaba la enfermedad de... alguien que tampoco recordaba ya bien. Al salir le hubiera gustado dormirse ya con ella. Ella no hablaba. Parecía cada vez más ignorante con cada nuevo vistazo a las polillas de las farolas y a él le gustaba más. Se quedó parada en la puerta de casa un instante. ~ Fuiste tú. Alzó los ojos. Ella cada vez ignoraba más todo y acabó con él. ~ ¿Qué? ~ Hiciste una pregunta, antes. ~ murmuró. Él ya sonrió todo el rato. Cuando llegaron los asesinos ella cerró la puerta. Le sabían los labios a humo.

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soy yo o últimamente todo tiene vísceras de vuelo El miedo tal vez fuera el monstruo que nadie quiso entender. La primera vez recuerdo el metal del óxido de los columpios en los que se montaron niños de la edad de mis abuelos. Allí vencí el miedo por primera vez, allí le dije por primera vez que la quería, allí fue la primera vez que lloré cuando hice el amor. Yo aún recuerdo. Me acuerdo de aquel sabor raro del ácido. Pero ella se ha muerto ya. Cuando vuelvo a las tumbas de todos los que nos matamos en la última vuelta de aquel carrusel a veces está nublado y a veves no. A veces incluso hace frío o calor. Es raro porque yo no recuerdo que cuando subiéramos hubiera nada de eso. Si ni siquiera había cielo. Atados a sus giros sempiternos nosotros éramos la frontera. Así que no teníamos ninguna. Evidentemente se trata de memorias de un viejo cascado. Pero a veces se entrevén los giros, y no soy yo, todos distinguen el siseo de los árboles. O el viento ulula raro. O se oyen risas -¡risas!, en la ciudad ya no queda ninguna--. El mundo anda loco aquellos días. Solo que sólo los locos lo saben. Ella muerta y yo diciéndole que allí fue la primera vez a unas piedras por el puñado de los que nos matamos. Soy yo o todo tiene vísceras de muerte o vuelo estos días. Juro que antes el mundo no era tan bipolar.

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f -A mí me gustaba mi barco, papi... -Ya lo sé. Se quedaron solo un poco en silencio. -Si a mí me gustaba, ¿por qué se ahogó Mofletes en sus velas? -No lo sé -dijo para sí. Abrió la mano libre y contempló al ratoncillo. - ¿Te parece mal lo que vamos a hacer? -dijo en voz alta. El niño le estrechó la mano. Miraba, muy fijo, la madera de su primer barco. Y es que ningún corsario podría olvidarlo. -No. Está bien... Cogió el cuerpecito frío de entre los dedos de su padre y lo colocó en la proa. Le dio un besito a aquellos pequeños ojos cerrados. Hacía calor. La arena resplandecía y le ardían los pies. Avanzó y dejó como corona de una ola el barco: -Perdóname, no vi que en tierra te ahogabas. Perdón... Perdón... Mofletes no dijo que estuviera enfadado. Se quedó tranquilo en la marea. Mecido como una cunita que no tenía por qué acabar. Se alejó de aquella nana triste: -Perdón... Las olas le arrebataron el barco.

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. I f -No -murmuré-. Rocé con los dedos las astillas del cristal donde se había dejado la cabeza. -Tú no. -No serás capaz. -No -confirmé. -No lo seré. Así que por fa... No te mueras... -Tú recuérdame en cada trompeta. -Eres la hermana mayor. Podías al menos decirme que va a ir todo bien. -Querías algo más mágico. -«Más de magia». -Aquí lo tienes. Yo te espero, ¿vale, pequeña nofantasma? Y cuando acabes nos vemos. Y espero que para entonces ya tengas un puñado de gamusinos. -Vale... La sangre se pegó al cristal. Tan brillante. Ella se había matado pero no quedaba ya ni rastro de sangre. Sonó lejana una trompeta. Así que nofantasma rompió el cristal y en el ruido de las esquirlas se disipó a esperar la fantasma. -Es una pena. Ahora a intentar ser capaz. No vaya a tener razón. Que nada de llamar a las cosas por nombres. Eso es diferente. Qué lástima que ella dejara las cosas diferentes para otra ocasión.

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. II Tenía frío un pie. A ratos pensaba que era el que estaba acostumbrado a que lo abrazaran. Y ya no quedaba nada de eso. Hacía frío y el olor a chocolate estuvo a punto de hacer que vomitara. Tan distinto. -¿Estás bien? -le dijo. Cerró los ojos. -Solo he soñado que algo, por una vez, cambiaba. -Aquí no cambia nada. La voz había sonado helada tras los barrotes. Al sacar la nariz vio el humo del chocolate y tuvo ganas de llorar. Ganas de acariciar. Volver a la mentira de ser lo grande. Y calor, y calor, y calor. Ninguna sábana artificial. Y pies por igual. Traspasó los barrotes y se sintió una cucaracha. El chocolate se arrodilló junto a sus mantas. - ¿Y esto por qué? -masculló desde el búnker de mantas. -Porque no entiendes lo que es la magia. Dejó el chocolate y traspasó otra vez los barrotes. Seguro que oía cómo lloraba. -El mundo afuera se ha vuelto a poner de cristal... -cantaba. Y no ser capaz.

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f Pobre leoncito, tan caído. Quizá se haya hecho daño en sus aristas de prostituta. El cielo se le empezó a caer encima y él lo vio hacerlo, calmo. El mundo temblaba, regular y estúpido. Ni en aquel último intento de armonizarse lograba sonar bien. Se derrumbaba, pero claro, él seguía en el suelo. Tranquilo. Una patada a la piedra diferente y hoy no se caería tanto, tanto. Otra persona con otro calibre de tragedia. No lo podríamos escribir, o quizá nos rugiera en otra parte. Quién sabe. Cualquiera sabe que podrían haberse movido a la inversa cosas, patadas de cosas, que no fueron. Él leoncito atacó el suelo y no me hagan caso pero creo que se dejó los dientes con la vida en el intento poco armónico. Ah, y las cosas finalmente sucedieron así.

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ilysionycte -Guao, un puñado de locos. Míralos. A ella le dio un ataque de tos. El niño siguió mirándola, así que ella terminó por calmarse y devolverle la mirada. -Que sí. -le insistió. -Hace muchos años estaban vivos. Se paseaban a menudo por aquí. Ella no dijo nada. Se quitó las sandalias y se sentó junto al paso de cebra. El niño torció el gesto al oír la canción. -Suena a morsa. Ella se empezó a reír con otro de sus ataques. Uno de los cuatro locos les hizo un guiño, ella le lanzó un beso. La música de morsa empezó a bajar de tono progresivamente y el niño les miraba pasar. -Me gustan los locos. -dijo en voz baja. -¿Sabías que en la palabra «ilusionista» estaba incluida la palabra «noche»? -¿Sí? -No -y le dio otro espasmo carcajeante. Los cuatro locos se fueron marchando sonriendo con sus caras tristes. Sin darse cuenta el niño tamborileó la marcha de morsa entre los dientes cuando la música original ya se había acabado. Luego, todavía musicaleando con la lengua, se echó en el regazo de ella. -Pero a mí me gustan los locos. Nadie más tiene nada interesante. Y ellos... Oh. Ella le respondió silbando la marcha de una morsa alegremente.

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Oso burlón En el burdo filo se creía pequeño, saben. Mamá Topo le enseñó a equilibrar cuando estuvo a punto de tirarle por un puente. O quizá eso pretendía y le salió demasiado listo, el chaval. Aprendió de la vida el equilibrio el chico Gato, pero nunca le gustó caminar sabiendo cómo no caerse. Por eso los filos. Por eso las ganas de correr.

Por eso corría para que no lo atraparan, por aquella cuerda delgada que le sangraba los pies y le quería detener. - ¿No te da miedo la muerte? -le gritó una chica. Pareció que gritaba una de esas canciones de relajación a pleno pulmón. - ¡Si me paro me muero! -le replicó a voces. Dicen que sonreía. Seguro que lo saben. Cuando llegó la guerra no quiso que hubiera más equilibrios. Se volvió mucha más carrera. Corría a menudo, con la chica abrazada a las mejillas -le gustaban. Le gustaban mucho aquellas mejillas- y el Oso apretado en el pecho. Y salvajes corrían. Encontraron que se puede vivir siendo intenso en carrera. Aunque a veces el chico Gato tuvo que equilibrar. Siempre tuvo sed de la cuerda, como un circense metempsicótico enredado. Siempre se le veía volver, de vez en cuando, aunque pasaran años. Burlón. Siempre tuvo en la cabeza qué habría llegado a ser de arrojarle Mamá Topo por el puente.

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f Tuvo que fruncir los ojos y él hizo de visera. Porque ya no podía alzar sus propios brazos. -¿Ves ese barco? -Apenas... - ¿No? Entonces estamos solos en el mar. Sonrió, mucho rato -porque tampoco podía reírse-. Cuando le deshizo la visera le cogió la mano muerta. -Tienes la piel fría. -Me da igual. Aún la siento. -¿Qué es lo próximo que vas a dejar de sentir? -La vista. -¿Y luego? -El tacto. Luego me moriré con el oído. -Me gustaría que pudiéramos tirarnos al agua y ahogarnos a la vez. -Si me muero es para que tú no. -Ya... Ya lo sé. Ella sintió que se le dormían los dedos entre los de él. Pero a lo mejor ya nunca volvían a despertarse. Por eso no dijo nada. -Me gusta que no me sepan los labios a sal. Odiaba el mar y ahora... Se quedó callada. Él se echó sobre las olas, bebió un poco de agua y luego le dio un beso en pleno moflete. Tardó un poco pero luego le sonrió largamente. -Tonto, tonto. - ¿Qué? ¿Te sabe a sal? Deseó haber podido sacudir la cabeza. Cortó su sonrisa larga larga y cerró los ojos. -No, pero sé que lo eres. Tonto, tonto. Ni siquiera me importaría que todo siguiera así. Bueno, tampoco me importa morirme por ti, y querría llorar porque soy feliz, tonto, tonto. -Y te prometí que seguiría viendo el mundo por ti... Tonto, tonto.

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f Ojalá sin aquel sombrero de copa. Sexo en alguna colchoneta pero con menos ropa. A ver qué se escondía tras el cartón. Y con su cara de niño bueno decirle que le dejara ser aquella vez el malo. Mientras se escondía en las vertiginosas curvas de la botella le miró a los ojos y pensó en la curiosa curva que le hacía la copa. Se pensó quitándosela y no fue capaz de hacerse a la idea. Era demasiado grande. Demasiado monocromática para el cromatismo que reina por ahí. Se quedó en blanco cuando perdió el refugio de botella. -¿Te puedo hacer el amor si no te quitas la chistera? -murmuró.

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f -¿Qué haces aquí? -Pues... podría ponerme a rezar. Pero creo que no viene al caso. Solamente reverberaban las palabras de él. El corazón estuvo a punto de estallarle con inmensa rabia. -Te dije que podías vivir aquí si no molestabas. Si no hacías preguntas y solo obedecías. Solo así podías escapar de tu tiempo. -Pero no he hecho caso. -No. -Me parece que preguntar no es un crimen tan grave. Por eso pregunté. -Y te condenaste. -Y me condené. Los enemigos se cruzaron una mirada. La catedral temblaba, tensa. Aun así, él habló más fuerte, intentando hacerse también eco: -¿Sigo siendo el ganador? -Sí. -Pues vuelve a tu momento. -insistió. -Si algo bueno tiene lo de durar para siempre es que hasta las condenas se agotan. Tal vez sea un pequeño diablo, pero rezaré por ti. El diablo se marchó con su eco. Él rozó las heladas paredes de yeso, temblando. Demonios conversos encadenados a no preguntar. Obispos ateos custodios. Algo giraba mal últimamente. Y el diablo acabaría por estallarle dentro.

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νηλοφοβία -Puto cristal. Intentó darle un puñetazo, pero al final se limitó a rozarlo. -Al menos ya lo puedes tocar. -Ahora lo odio más. -Oh, no empieces. Por favor. Ya me callé mirando las gotas. -Creo que el problema no tiene nombre de un desfasado. No es el cristal. Y es más, aparte de ser yo. Tal vez sea que algo gira mal últimamente en el mundo. -oyó al lápiz arañar el papel de la libreta y se volvió a morder las uñas. Hacía veintidós años que no lo hacía y el lápiz rasgó más feroz. Estalló el cristal y entre los dedos miré la sangre. Apreté con fuerza el cristal. -Cómo odio todos aquellos monstruos muertos. -prometí.

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f De pequeño quiso contar las gotas. Como no sabía contar hasta tanto, no le quedó otro remedio que mirarlas, atento. Pero no las podía entender. Cerró los ojos antes de que empezara a llover. En sus párpados se volvieron a dibujar las mismas gotas, que no entendía de dónde procedían. Empezó a tronar sobre él. Se caló bien los pulmones de su olor. Abrió los brazos. Se deshizo en el agua. Cerró los ojos, y allí estaban, las gotas de su infancia. Y se sintió en casa.

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f Me dolía la cabeza. Creo que era del golpe. No recordaba ningún golpe, pero me dije que tenía sentido. La gente se cae, se golpea la cabeza, y empieza con las cosas raras. Sí, mucho sentido. Satisfecho, me intenté poner en pie. Un armario o algo así me cayó sobre la espalda y mi cabeza se estrelló contra el suelo. Me entraron ganas de reírme. Qué recuerdos. Luego me di cuenta de que aquello no estaba bien, así que intenté ponerme serio. El peso a mi espalda hizo más fuerza. No era un armario. Era un pie. Intenté encontrarle sentido al pie sobre mi espalda. Hacía tanta fuerza que me quitaba el aire. Una lástima. Me quería reír. Cuando me peleaba conmigo mismo para ponerme serio de nuevo -pues aquello parecía algo grave y no quería que el malo me encontrara riendo-, noté una gota en una mano. Intenté moverla, pero no pude. Creo que era porque mi peso la inmovilizaba. Así que hice fuerza con la otra para intentar incorporarme un poco y ver. De repente el pie se me quitó de encima Estaba haciendo tanta fuerza que me sentí raro de coger tanto aire de golpe. Me empecé a reír a carcajadas. Vi que tenía la mano empapada de la sangre de mi hombro y escurría más de la cabeza, y me entraba en la oreja derecha. Y no podía hacer más que reír. Vi un movimiento rápido y rodé. Fue como si alguien hubiera pulsado un botón. Rodé y me dejé de reír, y donde había estado yo riéndome se estrelló "otro pie", que estalló. Quise alzar los ojos pero no había nada más allá de tres metros. No sabía qué coño acababa de estallar, ni de donde venía. O dios apagaba la luz un puñado de metros más allá o algo recordé el supuesto golpe con orgullo: qué bien encajaba- me había aflojado contactos en la cabeza. Tenía el brazo raro y no lo podía mover, y la sangre no paraba. Al verla me mareé, pero si me caía no podría levantarme otra vez. Así que me quedé de pie. Al levantar los ojos vi a las fieras. Las miré a los ojos. Me habría gustado decirles que me dolía mucho el brazo. La cabeza me iba a reventar y sentía la repulsiva sangre deslizándose por mi piel como una serpiente horripilantemente suave. Me volvieron a entrar ganas de reír, pero también de llorar. Estaba otra vez en casa. Me acordé del poli lento. Me imaginé que estaría follando. No sé por qué. Me vino esa imagen a la cabeza. Quizá lo hacía con la placa puesta. Tan despacio como movía el cuello. Ojalá hubiera habido alguien para darme un puñetazo y sacarme de la barrera de agua. 126


f Hace frío. Hace frío y yo me muero aquí congelado, tirito y tiemblo y no hay un solo pájaro desagradecido que recuerde las migas, ellos se van a la basura.

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f Mira quién fue a hablar, si precisamente eres la que cortó venas. Que podrían haber sido escarcha. Que podrían haber conquistado galaxias. Haber abierto las alas. Y olvidar planear. Pero me miras con tus labios que deben saber a gloria. Me miras con ellos, y aclaras que no lo eras. No. Qué gran Eras menos de lo que quería te quise, fui más de lo que querrías me morí. Qué gran galaxia, atrapando a la cucaracha en su fuerza gravitacional. Matarla. Que no haga más poesía desgarrada. Aunque por ella arda. Qué gran putada...

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f -Idiota. Me has manchado el dibujo. Dibujó la arruga del ceño, despacio. Pensé de golpe en los pirados que buscaban tías en tacones y lencería o los que morían de pena en las esquinas. Porque aquella curva en la boca, o la de pregunta en sus cejas, o el amor en las de sus clavículas eran mías.o Recordé que le gustaban los chicos malos y me callé otra vez que solo quería quererla. -Te lo mereces -me inventé, comiéndole los labios suave. Me dio pena que bajo los piercings solo quedara de cierto que estaba colgado hasta la médula por ella.

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f Tienen los colores de un pájaro que vi una vez de peque. Los mismos, azul, rojo, amarillo, magenta, y si entonces no supe decir una palabra imagínate ahora. Echo de menos aquel país de tonos cian y energía rara. El perro me mira. Creo que ha vuelto a darse cuenta de que miraba la pulsera y me ponía a llorar. El perro me mira como si quisiera gimotear. Con la lengua de nuevo paso revista a los colores y sigue sin faltar ninguno. Cómo. Tienes talento para esto de la magia. Creo que tienes talento.

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Chymera A veces alzaba el cuchillo. Al menos sería algo bajo control en la vida. Pero ni para eso había agallas. Y solo se cansaba. Y solo se cansaba más. Le gustaron los triángulos, las autoexplosiones y las serpientes que se mordían la cola, hasta que se convirtió en una.

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f -Mira -me señaló el horizonte con la mano -, tu mitad y mi mitad. Apoyé la barbilla en la barandilla. Pensé que iba al abismo con precisión milimétrica. Imité la recta de su trayectoria con la mano. -La mía está en obras. -La mía está en ruinas. -La tuya es más alien. Se la quedó mirando. -Pobre. Igual le pasa lo que a mí. -No creo. Tú no sabes llevar sombreros. Miró otro rato. Luego sacudió la cabeza. -La mía está en ruinas. Quizá sean su naturaleza. -¿Y qué? Está igual de vida que la mía. -otra vez describí su recorrido con la mano. Esa vez, incluí la caída. -Solo con apartarse de la paranoia. -Tú serías una adorable niñita rubia. Solo con apartarte de esos sesos tan tristemente listos. Al mirar su mitad, hizo como si se colocara un sombrero. Me reí. -Derecho a tu abismo. Recta de precisión milimétrica. Hice como un disparo contra mis grúas, que hacían mi mitad más monstruosa y no se daban cuenta de la ruinosa mitad, bien cerca. Se apoyó en la barandilla. - "Le falta algo, la chispa quizás, el estruendo" -gritó de repente a las grúas tontas. Me subí a las barandillas: -Érase una bala del calibre de unas ganas. Inabarcablemente. Izy me rodeó con su brazo. -¿Cuándo vas a dejar de estar frío? -murmuré. Volví a dibujarme su camino con una recta precipitada. Y milimétrico me respondió: -Cuando tu mitad no crezca.

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f -Ya. Sin duda es una bien bonita mentalidad. Pero aunque haya gente que sepa verlo tal vez no haya nada bonito en lo feo. Tal vez yo no exista para nada concreto. Tal vez lo feo solo sea eso, feo, solo que hay un puñado de locos empeñados en hacerlo triste, o bonito, o algo de eso. No me malinterprete. Soy el primero que lee esa clase de cosas. Tienen encanto. El encanto de una niña haciendo que toma el té entre un par de bombardeos. Ojalá hubiera nacido para escribir de ello. Pero solo digo que quizá la mierda sea mierda. Quizá yo no exista para nada y que todas las cosas malas me vengan por casualidad. O quizá nací para quererla, se me pasó la oportunidad, y se me jodió la vida entera. No sé, sinceramente creo que no estoy hecho para pensar. Así que espero que los locos acierten y los indies como yo se equivoquen. Ojalá yo no fuera el cuerdo y todos los demás los insanos. Pero tal vez estén todos equivocados. Lo que me deja con un solo día de vida importante. Se ha pasado ya. Y eso es muy triste.

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f

Me miró con sus rasgos raros. Los ojos arrastrados, las alas pequeñas plomizas. Y no supe decir si tenía más de hembra o de macho, y me enrabietó pensarlo. Y esa rabia más la pasión eran un cóctel peor. Alzó un poco sus orejas largas. Me había dejado la radio puesta. Moví ligeramente las caderas al ritmo. — I just want to start a flame in your heart — le sonreí. Él volvió a bajar despacio la cabeza. Rocé la pintura de las paredes con la mano. Podía intentar escapar, pero estaba quieto, allí en medio. Respirando de la débil luz que se filtraba del techo, evitando mirarla. La pintura de las paredes estaba húmeda y seguía cayéndose. Él estaba en medio. —Sería más fácil quererme que matarte con esto —dije en voz baja, porque realmente me daba mucha pena. Alzó los ojitos arrastrados despacio hacia mí. Me entendía. No me suplicó ni me dijo que se moría. Era tan transparente. Tampoco se movió ni intentó atravesar la puerta. Como una estatua revivida muy poco a poco levantó su mirada triste hacia el techo y cuando le hirió la luz se apartó. Pero se quedó sentado en la escalera, a duras penas respirando aquella luz llena de polvo y humedad. Me di pena. Me di mucha pena mendigando el amor de aquello, andrógino, yo, muriendo de pena de verle morirse de pena. —Te vas a morir. —y no era una amenaza. Pero él, que lo hacía a posta, bien lo sabía. Así que me di la vuelta y eché la cadena de la puerta. Seguía la música de la radio escaleras arriba.

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f "En un lado esto y en el otro It's too cold for angels to fly". Apoyó la frente en el cristal. "Debo ser el único gilipollas que no escoja la que no te da ganas de llorar. Quizá todos los demás se extinguieron. Tan tristes". Se mordió las uñas otra vez. Se dijo que le gustaría saber lo que quería. Que igual así lo conseguiría. Resopló y para disimular miró al profesor un segundo. Luego volvió más allá del cristal. O lo intentó, pero estaba tan sucio que evadirse era difícil. Cerró los ojos. En realidad tenía un sueño. "Cambiar todo esto. Empezar a aprender". Deseó levantarse. Gritar y que hubiera fuego. Si él sabía que era un mago. ¿Por qué se contradecía y se volvía a replegar? Pero hacía demasiado frío para soñar en voz alta. Otro día. Así que la magia tuvo que esperar un poco más. Hacía demasiado frío afuera. O algo. - el día que estalló

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f

-En el fondo esto está lleno de gente que no se cree una palabra de sus propias mentiras. -Hace frío -se me rió en la cara. Le pasé el cigarro. La miré, pensativo. -Pareces una bruja. Se rió otra vez. -Claro. -Estás al borde de un río y te sienta mejor esa ropa de funeral que la de marinera. -Tengo más de camionero. Tragó del cigarro con fruición. Vació sus pulmones al segundo siguiente, quise echarme encima de ella y ver cómo dejaba el humo. Me habría encantado aunque no podía volver a fumar en la vida, y seguro que nos caíamos los dos al río y abajo había alguna especie de monstruoso cocodrilo que nos mataba en el acto. Quizá pirañas. Pensé en lo improbable de que hubiera pirañas en un río navegable porque quería echarme en ella, en sus curvas apenas esbozadas de marinera sin faldas. -Me gustaría que viniera un camión. Esperé que preguntara. Se tragó tanto humo que debió de estar a punto de matarse para no toser. No dijo nada. Echó otra vez el humo. Me habría gustado morirme con ella por ver el humo, cerca. -Eso no era mentira. -me dijo en bajo. -No. Creo que no.

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f Tenía miedo. Sabía miles de historias y conocía tantas personas. Había llegado a creer que el mundo le cabía en las palmas de las manos. Había sido grande viviendo historias de otros. Había muerto con muchos y había aprendido lo que era vivir para siempre con todos ellos. Había sostenido el mundo entre las manos Y tenía miedo de lo pequeño. Ligo tenía miedo pero porque sabía que podía fallar. O sea, que podía no hacerlo. El mundo se le había enredado en los dedos. Eso era un follón deshacerlo. Se sentó en las rocas que resbalaban. También tenía miedo del mar que era todo él un monstruito pero nadie sabía verlo. Tenía miedo de que le devorara y no pudiera demostrarse que se equivocaba. Ligo sintió que era inmortal cuando deshizo los hechizos. Cuando abrió los ojos y se sintió cubierto de sal, pero el mar no estaba ya en las paredes blancas. Sabía de esa magia con los ojos cerrados, y de miles de historias, y había muerto más veces de las que podría contar pero era un pájaro al que le quedaba cuerda. Tenía miedo de lo pequeño porque era pequeño. Ligo sacó fuerzas de sus plumas oxidadas de la sal, y empezó a escribir

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-Que dejes de jugar, Pompe. Torció el gesto. Estuvo a punto de hacer un mohín. Decidió que no valía la pena. Para cualquier problema, o hay solución o no. En ningún caso vale la pena preocuparse. Cuando paró el columpio, se ajustó los leotardos. Le entraron ganas de una cerveza. Pero a la pequeña Pompe nada de eso le estaba permitido. ¡Oh, pequeña, pequeña Pompe! ¿Cómo te sentaría el alcohol erosionando tus muy pequeñas venas? No, señora. Eso es para otros. No para ti. -No para ti - repitió burlona. Mamá la miraba. Pompe espoleó un huracán, que poco a poco empezó a mecerla. Hubo algún trueno de la fricción. Iba a haber tormenta, así que habría que posponer la cerveza. Se acordó de Ligo. El único que no la había visto pequeña ("-Mucha gente... Llueve porque tú estás triste."). Que había querido cada tontería y cada error y cada sonrisa dormida y cada palabra y cada herida. Empezó a llorar, así que empezó a llover. Otra vez fue verdad. Pompe se meció mucho rato. Pensó que, si al final hubiera sido un ángel como Ligo o uno de los suyos, se habría quedado sin columpiarse bajo la tormenta. Eso habría sido una pena. Aún le apetecía la cerveza. Cuando se dio cuenta de que no recordaba bien el sabor recordó qué bien sabía emborracharse para que Ligo le quitara los bigotes de espuma, la trajera de vuelta a casa...

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cosas de la vida en tono celeste azul. «Cualquier confusión induce desilusión» - ¿Que me dedicas qué? -dijo la chica de las trenzas. El cigarro sabía como debían saber sus labios. Lo tiré al suelo. -La canción. -Es curioso que siempre entendiera alive. -miró un momento la letra que acababa de tatuarle. Luego torció los ojos hasta las cicatrices de las muñecas, que brillaban, parecían protestar aquella noche. No debían querer que les hicieran sombra. Tampoco la dueña. -Creo que ha llegado la hora de llamar a Papá Michael. -Sí, llámalo. -imité el tamaño de su crucifijo con las manos. Me rozó con las uñas monstruosas la sonrisa socarrona. -Arráncame los labios de la sonrisa, ya de paso. O a él le encantará pisotearla. No sé cómo la chica de las trenzas ya tenía un cigarro en su bonita boca. Sonrió. Casi se le cayó la colilla de lo amplio, pero no lo hizo y a mí me fascinó. Tal vez si no me mataban me podría enseñar. Pero me iban a matar igual. -Eras demasiado bonita para follarte sin morir. Lástima de resaca de la confusión. Pero va, al menos arráncame. Arráncame, ya que para esto no hay frenos. -Te arrancaría las piernas a bocados -murmuró.

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f Me habría gustado que compartieras un poco del plan. No sé. Esperaba mucho de mi antagonista. Quizá es que me van los tópicos. Ojalá no te preguntaras cuál era el villano. Ya que decías que te quise demasiado poco para volver a follar así, pues algo de sangre mezclada al menos. Y mírate, tienes un tiro en la boca y un sobre cobarde en las manos con un mechón de pelo de alguien que te metió un tiro en una aurícula años ha, y tú, pequeña con pistola de feria, todavía dudando entre el bueno o el malo. Soy el villano pero me habría gustado salvarte.

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Esmeraldas de cobre. -Dicen que el otro día se mató una chica. -¿La conocías? -le dejé en la mesa la taza de té. Le miré. Hablaba perfectamente el holandés y allí estaba, delante de una vajilla de plástico en la que apenas se veían los dibujos de toda una infancia con las piernas cruzadas con la perfección de un nipón. Descruzó las piernas de repente y me sonrió. -Aprendí a comer con putos palillos y no sé sentarme bien. Qué mierda. -me sonrió. Le devolví la sonrisa mientras se cruzaba de piernas como yo. -Sí que la conocía. Chica trenza de raíz. -murmuró. Deshice un poco la silueta de los dinosaurios, con las uñas. Me dio asco verlas tan mordisqueadas. Me las escondí en el regazo. -¿La conocías? -Se tiró al tren. A las vías. Me acosté un par de veces con ella. Ni siquiera era prostituta. Quiero decir... -me miró. Mis trenzas escolares. -Las chicas que no cobran suelen pasar de mí. Ella me gustaba y cuando se lo dije, lo de pagar... Ya no evitó la pregunta al afrontar mis ojos. Siguió mirando como si tuviera que pedirme perdón por algo. Al rato, cogí la taza, me la dejé en el regazo sobre la falda de tablas, y me dediqué a desgastarla con mi asco de uñas. -Le pagué en libras. Ella se tiró a las vías del tren. La chica de la trenza de raíz. Dios... murmuró.

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f -Se está moviendo la montaña. El mundo se vuelve a hundir. Se quedó callado. Ambos miraron la cresta de espuma del mar, rizándose cuando rozaba su piel la piedra. La piedra que se estaba levantando y no hundiendo. Sonrió al ver la cara de su compañero. El coche aparcado en el arcén rugió ligeramente. No iba a arrancar más. En cualquier caso Jef sonreía. Mientras el otro veía la roca levantar la cabeza. -Dices que eres un mago. ¿No puedes hacer algo? Jef torció la cabeza. -Los monstruos se han cansado de dormir. ¿Quién iba a querer hacer algo? -sonrió más. De repente golpeó el volante. -Sabía que cada volcán era un dragón dormido. Majestuosa, la roca desplegó sus alas rizadas de mar.

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f Se estiró un momento, como si fuera a cogerlos. De puntillas, se quedó quieta, pensando. Pensaba por qué aquellos libros no tenían carátula. Ni palabras importantes en la contraporta ni letras cuasiluminosas de un autor que quisiera resplandecer. No quedaba nada. No parecía haber habido nunca nada. Despacio, empezó a bajar los pies. No se dio cuenta hasta que los talones volvieron a rozar la tierra. Solo sacó una foto antes de irse y no volver a mirar nunca más la copa del abedul, ni aunque se mudó de mayor a solo tres manzanas, y siguió rehaciendo siempre el mismo recorrido. También quería más de chispa, pero habría alguien que los necesitaría más, a alguien quizá le hiciera falta revivir un poco entre tanto polvo de páginas marchitas. O tal vez olvidados los libros se deshicieron con las hojas del árbol, en el tiempo, volviendo a donde tenían que estar.

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f -El paraguas es pequeño para los dos. -No me importa. -Bobo bárbaro. -se sonrió por lo bajo. -¿Bárbaro? -Sí. Porque no te entiendo nada. -se paró en mitad de la calzada. -Solos. Llueve. No cabemos en el paraguas y no me abrazas pero te miro y dices que me quieres. Bobo, no te entiendo nada. -Acabas de decir que lo entiendes todo -dijo con un hilo de voz. Abrió los brazos, ella pasó bajo ellos y se prendió de él y del paraguas. Ya no se mojaron más.

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f El poeta miró sus manos que ya no volverían a coger una pluma, sintió los dedos a su espalda y pensó en unos versos de monstruos mientras alguien decía: -Todo tiene razón de ser, hijo... -Si no quiere que le mate para que suba a preguntarlo -murmuró el poeta -, cállese. Se veía bonita la tumba al atardecer y era cruel. En su cabeza solo cabían versos viejos a monstruos.

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f

Como un autómata deslizó la mano hacia el papel. Rozó otra mano y miró a los ojos dueños, llenándose de coloretes. -Por si llueve, ¿sabes?, no quiero que se estropee. -murmuraron los ojos. Ella miró su papel. Era más fácil que los ojos avergonzados. -A mí me basta con que alguien quiera que sonría. No dijo más a las pupilas pero arrugando el papel les sonrió.

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f

— Parece que te han atropellado 'acho. — ¿En qué injusto momento el mundo cambió los significados de todas las cosas que sabíamos? Me miraba por encima del hombro pero yo hice como que tenía los ojos cerrados. Sentí la pisada en el estómago del tipo con un acento raro. Empezó suave pero luego me fue ahogando poco a poco. —Tú qué vas a haber sabido, chaval. —Ella me quiso a mí. Por qué no te basta. De repente quise gritar al sentir cómo saltaba sobre mis costillas y oí el crujido con claridad. Nunca pensé que pudieses oír cómo se te parten tus propios huesos. Pero lo oí. Tampoco pude gritar, así que lo oí perfectamente. Él sonrió. Se bajó tan tranquilo. Como la tabla de monopatín rota que estaba al lado. Tosí un rato, pero fingí que no importaba. Seguía echado en el suelo sucio. —Porque eres un capullo. Con los ojos de un sapo atropellado. —Será que tenía complejo de albergo para bichos. Se acabó. —escupí—. Válete de eso si tienes agallas. —Ella es la que tiene demasiadas. Vive de sobra por ti. —murmuró. Sonó algo triste. Triste me sonaba a mí, joder.

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f

¿En qué pensaría el hombre bajo el árbol muerto? Bajo un árbol muerto que ni siquiera salía bien en las fotografías. Tal vez pensara cómo matar a la última polilla que quedaba del verano. Aquel año hubo un verano triste. Yo no volví al pueblo. Pero me dijeron que el sauce, o lo que fuera -sé que no era un sauce pero no lo pude evitar- se murió al verano siguiente.

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f -Tonterías. -me dijo la chica zurda. La que siempre se remangaba mal una manga -la derecha. Ella misma no tenía lógica alguna, y le gustaba poner al revés la de los demás. Como zurda, fingía ofenderse cada vez que le recordaba el origen de "siniestro". Me exigía que la besara y yo fingía negarme. Nos hicimos buenos actores. Por estúpidos nos perdimos aquellos besos. Ahora ella se fue, no sé. A veces medio sonrío. Como si fuera un padre que ve al hijo pequeño arrastrando del modo más difícil el peluche, y es absurdo, y no ceja en su empeño, y la sonrisa cuando lo consigue, «idiota». A veces me sorprendo así. Es que lo soy hasta la última neurona. Se fue mi zurda. Ojalá volviera. Le reharía la guitarra de cartón, volvería a prenderle su sola horquilla puesta del revés, le desharía la trenza y le diría de una vez que quiero comérmela. Y como me sé que soy idiota tendría que darme ella el beso. Quizá le guste demasiado su papel para ello. Pero, bueno. Ahora se fue. Me queda poco de ella. Las mangas mal hechas, las cosas del revés. Y decirle que a mí nunca me supo actuar en la mirada, la mirada de aquella nena de ciudad zurda era una verdad como un templo.

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f Recuerdan la primera vez que dio un paso hacia atrás como buena adulta, la primera vez que reprimió las ganas de ser bien alta, de andar sin creerse nada sin ser la mala del cuento. Se metió a puta al final para escapar, porque también ella recordaba antes de ser adulta, murió deprisa y vivió joven.

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f -Mintieron. El problema está dentro. - ¿Por eso te arrancaste los ojos? -Me arrancaron. -torció un poco la sonrisa. Los pómulos rozaban la montura de las gafas de sol. -El problema lo seguí llevando dentro. Creí que los maté a todos ellos, pero ahora sé que me vas a clavar el cuchillo. La chica se miró las manos, que solo hacían que temblar. -Me esperaba un demonio. No a ti. -Ya. -le dijo. Intentó blandir el arma. -Lo que ocurre es que los monstruos que quedan somos tú y yo. El problema es que mintieron. El problema está dentro. Las cuencas vacías se volvieron hacia ella. -El problema seguirá dentro. Los enemigos arañan de noche. Le clavó las uñas en las muñecas. Qué bonitos eran sus pómulos, incluso cuando no rozaban la montura, qué bonitos. -No sé qué llamas demonio pero nuestros enemigos arañan de noche -le confió, arañando el cuchillo.

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f - ¿Y este final? -ella dejó mi ajado manuscrito en la mesa. La miré, revolviendo con los dedos los hielos de la gaseosa. -¿Qué le pasa? - ¿Qué pasa al final? Sorbí poco a poco las burbujas. -Las musas no critican, las musas hacen. -apretó los labios, halagada. No era mérito suyo. Luego asintió. Ojalá no fuera ninguna musa, ni la quisiera locamente, ni nada de nada. Suspiré. Bebí el vaso de un trago y lo rellené con precisión. -¿Qué entiendes tú? -Ella acaba con él. Directa como una bala. Me dieron ganas de volver a pegarme con su novio. Por supuesto, yo sería el de los dientes rotos, pero también me llevaría mi ración de adrenalina. -¿Cómo? -Le clava el cuchillo hasta que no respira. Le sonreí a través del vaso. -Premio. Eres de las mías.

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f -Son lo último que queda del día en que mataron al . Frunció los ojos, y kai la imitó por inercia. -Cuando baja la marea, parecen gritar. -¿Ahora no gritan? -¿No lo oyes? No. Ahora no se ven tan horribles. O tal vez el agua tapa sus bocas. -¿Puedes hacerlo? -dijo molesto. Se ajustó las gafas. - ¿O no? -Claro que puedo. Pero no actuó. Le miró de reojo. Eso puso a kai nervioso. - ¿Qué demonios te pasa? nin alzó la mano. Fue como siempre. Su mano pareció fundirse con la niebla y musitó una palabra. A kai le habían dicho que solo los novatos usaban palabras, pero nin no parecía una de ellos. Los troncos de los árboles empezaron a doblarse hacia el sur. Kai cerró los ojos por un momento. El viento venía del noreste. Oyó los crujidos lastimeros de los troncos inclinándose. Sintió de repente la piel de nin contra la suya, estaba temblando. -Corre. kai echó a correr. Los lobos ya rugían a su espalda. Escuchó el más agudo, el más agónico, era nin pidiendo que no la mataran. kai corrió y el agua helada le anegó los pulmones, pero nadó por aquel pseudohielo hasta los árboles quejumbrosos doblados. La tortuga de madera vibraba bajo sus pies, parecía querer cantarle algo al mundo. -Muchacho estúpido -repitió kai y la palabra mágica tuvo efecto.

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f -¿Qué hay en esa película? Miró los negativos. Ella parecía usar su magia para hacer que la cinta fuera como un violín. En ese violín tocaba una triste melodía de gárgaras por las mañanas. Al sonreír se le deslizó un fino hilo de sangre por la comisura de la boca que le limpió con un beso lento. -Son fotos de que me vas a matar de querer. Se sentó en su regazo. Ella luchaba con las ganas de dejar caer la cabeza. -Oye. -¿Qué? -Si mantengo la magia de la película, las manos... Rozó sus dedos. Se hizo con el arco; ella siguió con los dedos marcando las notas en cada traste, finos. -Ah, ah -murmuró-, suena bien morirse... Al sonreír se le deslizó un fino hilo de sangre por la comisura de la boca que le limpió con un beso lento.

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f

Conservaba todavía el anillo de la Reina pájaro. Fue el búho más bonita de la bandada de gorriones. Lo fue con sus ojos hasta cuando me dio el anillo con el pico que en realidad quería un beso. Me enredé en las plumas que componían también su corona, querría haber volado con ella. Me queda el anillo. La bandada de gorriones está especialmente triste.

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En el lago de las sirenas que le gustaba de joven. Nadie pensó nunca que llegaría a coger el revólver así. Estaba bajo el agua cuando disparó. Ver aquello debió de ser hermoso; la bala ascendió varios metros, dejando tras de sí una estela que incluía burbujas. Fue como ver el tiro en cemento reciente, seguir su trayectoria con los ojos. Lo cogía con las dos manos. Al disparar, miraba al frente. Disparó cinco veces, las cinco balas ascendieron. La sexta la usó para jugar a la ruleta rusa. Disparó al cemento de sus pies. Éste se abrió y nadó hacia arriba. En medio del cemento, las balas se hallaban detenidas; usándolas como escalones pudo salir a la superficie. Tenía mojados los pulmones. Estaba mojado él; se puso a llorar.

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f Aparte del cartel llevó hoy también los calcetines teñidos de descolor pero no funcionó tampoco. Cuando se cansó de llorar en el charco un señor la ayudó en el porche de su casa a cambiarse con algunos calcetines de su vieja señora . -A veces camina por la izquierda. No me extraña que la suerte te patine. Tan descolorido todo. -Antes de irse me hizo un tomate en todos los calcetines bonitos. El viejo sonrió. -Estos son bonitos, aunque patinen, yo no he dicho eso. Es sencillo. -No quiero saber nada de suerte o magia. -Lo dices como si fueran lo mismo. Se sentó en la mecedora de al lado. Se balanceó un poquito, luego siguió hablando. -Si vas descolorida, ves descolorido. Si tienes tomates, a lo mejor te caes en algún agujero con alguna clase de rana. O quizá mejor. Charcos para una vida. Se pusieron de pie. Llovía todavía. -No creo tampoco en la suerte. Un secreto. Puedes remendarlos. Yo fui rana una vez... Le despidió con la mano.

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f -Las pompas desfilan. -y abrió los brazos, espectacular, teatral. Solo tú sabías que hablaba griego; en breve, los demás pensarían que estaba loco. Repitió el gesto. Movió los brazos de súbito. Volvió a haber pompas. Torciste la cabeza con interés. Te inclinaste hacia mí. -¿Lo ves? -susurraste. Traté de espabilarme. -¿El truco? -respondí. El mago nos miró. Me estremecí. -Sal a hacer lo tuyo. -susurraste. Maldije. El puntapié me lanzó al escenario. El mago esperaba. Quería saber si era más grande, o no, pero lo quería en su escenario. Cogí una pompa entre los dedos y la hice descender. La acerqué a mis pupilas, nadie se enteró de que desaparecía. -Lo mejor de dedicarse a la magia es no pillarle el truco. Hubo humo y desaparecimos, tú, yo, y el mago. Me dio pena que fuera a parar a una celda con todas sus pompas...

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f Pensé que habían matado a alguien en aquella esquina (I thought someone was killed in that corner). Cuando iba a trabajar, paraba a menudo allí. Se tomaba un café en un vaso desechable apoyado en un escaparate, en la esquina misma. Era la hora en que amanecía. Ya había hecho la señal al taxi de aue le esperase cuando vio el charco rojo. Se agachó. -Parece sangre -susurró. Una negra se le quedó mirando. -¿Qué? -protestó, bien sonoramente. -No. Es mermelada de algo. He visto cómo se caía. ¿Qué cojones le pasa a esta sociedad? Me miró antes de andar. -Dios - farfulló con desprecio. Siguió andando con sus cuentas africanas sonando como viejos instrumentos de madera. No le enseñó al pequeño pajarito dueño de la sangre. La negra no quería saberlo; él cuidó del pajarillo mucho tiempo, hasta que revoló.

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Imagen — Hora de rendirnos. — ¡De eso nada! —chilló Miwel. Clavaba los puños en el polvo del suelo con tanta fuerza que los demás rastreadores vieron la nube de humo desplegada. Mientras, Miwel lloraba, con tanta intensidad que solo Scherezad le retenía. Estaban los dos tirados de rodillas en el suelo, y en otras circunstancias Miwel se habría zafado de ella, pero no era capaz en ningún sentido. Buscaban a alguien aquel día. No tenía sentido pero se habían lanzado a buscarla de todas maneras, y cuando la encontraron les había explotado en la cara con más fuerza de la que había tenido viva. —Ves que está muerta. —le lanzó al oído entre dientes. Si en algo era experto y admirado el duodécimo rastreador era en evitar las evidencias. Era lo que le hacía inseparable de la caza, era lo que le habría podido hacer grande, pero Scherezad y la pequeña muerta se le habían puesto por delante. —No me importa. —murmuró. Los demás veían a la pequeña destrozada mientras sus padres forcejeaban, Miwel veía que al final había podido encontrarla. La tocó. La princesa del reinzo Azul se lo había dicho una vez. Una vez funcionaría. Una vez habría una chispa e iría todo bien. Algunas personas tienen esa suerte en la vida y Miwel la tendría, reducida. Scherezad se sintió romperse cuando Miwel rozó a su niña, y ella la rozó también. Aún estaba caliente. Era cruel, si había muerto, ¿por qué no empezaba a enfriarse? ¿Y a deshacerse? No, seguía manteniendo el espejismo, pero no estaba viva. Había algo que nunca la haría ser como Miwel o ella. Ya no más. Aquella noche Scherezad envolvió a Miwel en mantas. El rastreador se asomaba continuamente a la ventana, y hacía mucho frío, pero Scherezad no se atrevió a intentar llevársele a la cama. Se apoyó a su lado y, como no estaba de humor, le miró todas las cicatrices. Miwel no solía hablar de ellas, pero sin todas y cada una no habría sido rastreador, por eso Scherezad las quería igual que a él. Tenía un mapa de cómo abordarlas. —¿Piensas en una de tus viejas aventuras? Miwel movió un poco la cabeza. —A lo mejor salgo fuera, a jugármela, de verdad. Scherezad se sentía muy triste. —La princesa del reinzo Azul me dijo la verdad. —murmuró. Miró los ojos morenos de Scherezad, venida de lejos pero que no había visto nada comparable a él. —Ya verás. —dijo, sin poco ánimo. En el bosque quedaban las huellas de todos los rastreadores, de la pelea del duodécimo con una antigua reina de hielo. La princesa del reinzo Azul no lo sabía. 160


Las luciérnagas rodeaban un bulto que habían tenido que dejar olvidado, que seguía caliente, acercándose a los treinta y dos grados, hasta que fuera más.

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f

Una chica murió allí, alguna vez. La mujer hizo una reverencia al servirles las cosas. No era japonesa, o al menos no lo parecía. Louise se sintió electrizada. Al otro lado de la mesa, mientras todavía sostenía su mano, André la miraba fijamente. Y André tenía la capacidad de electrizar a la gente. Solo que Louise era de la poca gente a la que le gustaba esa incomodidad acuciante. -¿Decías que entonces tú controlabas el sonido? André asintió. No solía hacerlo. Pero aquella noche llevaba la marca de brujo bien visible sobre su clavícula, deformando el hueso al estampar el sello que le identificaba. Y la llevaba con naturalidad, como si no doliera terriblemente aquel hueso roto artificialmente desde hacía años. La tinta, por supuesto, no lo dejaba sanar. Louise se estremeció cuando vio una chispa eléctrica entre los dedos de André y los suyos, en el pequeño milímetro que los separaba. Era el signo menos equívoco de que había realmente algo entre ellos. -Yo controlaba el sonido, y un par de cosas más. Pero las otras te sonarían extrañas... -se pasó la lengua por los labios, mientras subía los ojos al cielo. Lo hacía cuando necesitaba pensar, pero no en el roce frío de la chica que tenía delante. -Sí, esa te resultará la más importante. -Querías a alguien entonces. André perdió el hilo un momento cuando miró esos ojos negros y profundos. Louise sonrió. No sonreía con una mueca cuidada, perfecta y medida. Sonreía sin más, rompía su gesto con una mueca un poco asimétrica que la iluminaba. André pensó vagamente que nunca podría ver en sí misma lo que él veía. -Sí, la quería. -admitió. 162


Louise se movió un poco sobre su silla. Sus dedos seguían rozando los de André. Seguía cargada de electricidad, de fuerza. Eso le tranquilizó. -La quería más de lo que puedo volver a querer. Me pidió ver mi interior. -Y esa era la época en la que os llamaban dioses. Asintió con gravedad. -Y nadie aguanta mirar a un dios. -¿Ya lo habías hecho antes? -Sí -reconoció. -Por eso lo hice. Louise alzó una ceja. Era el único gesto que André conocía de ella que estaba calculado. Pero le hizo reír; solía tener en él ese efecto que le crispaba un poco. Pero la risa era de las pocas cosas que tenía la capacidad de hacer sentir ligero. Una vez había dominado sobre su efecto, o algo así. -¿Sabes cómo eran en aquella época? Los ojos de André resplandecieron mientras acercaba la silla más a la mesa. Dio la vuelta a la mano de Louise y empezó a dibujar sobre la piel suave, mientras miraba fijamente a su rostro con los ojos electrizados. -En aquella época sentían. No les gustaban los tabúes, iban directamente, y lloraban porque sí se les iba la vida con ello. Se desgarraban. Y ella era sensitiva. Más. ¿Entiendes lo que quiero decir? Me dijo con una sonrisa muy triste que la curiosidad había llegado a la cúspide y si no le enseñaba lo que era se moriría, de verdad. André dudó. No era fácil que lo entendiera alguien que no había visto aquella intensidad en su punto álgido, a punto de desgarrarse. Moriría o moriría satisfecha. Louise solo querría haber podido sentir así mientras cerraba los ojos y sentía un escalofrío recorriendo con su electricidad toda su columna vertebral. -¿Sigues dominando el sonido? André moduló sus palabras, y pareció que cantaba. De hecho, todo sonó como una gigantesca canción y Louise empezó a reír. La fotografía de donde había muerto una chica brillaba, reflejaba la luz pese a su superficie mate, sobre la mesa. -La echas de menos. André asintió bajando los ojos. Luego los usó para interceptar la trayectoria de la geisha, con curiosidad… Con una mirada vacua, como si no fuera capaz de ubicarlo. Rozó con los dedos la marca de su clavícula. -Echo muchas cosas de menos después de vivir tanto, pero ella... Supongo que era especialmente especial. La mujer que no era japonesa volvió, y sonrió, con un deje triste. Louise pensó en la transmigración por un momento, y sus pupilas brillaron cuando miró, de frente, al brujo, a su marca, calibrando cuánto valía vivir sin ello. Calibrando la profundidad de la marca y si realmente era cierta la leyenda de que quemaban la piel de los mortales. Pero también había oído que eran capaces de borrárselas.

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-Los pájaros hacen cosas raras en la isla. -Todas las islas están enamoradas de un enamorado. - ¿Y los pájaros? -Lo último que siente un enamorado que pretende vencer el mar son los graznidos de pájaro. Dicen a veces que los enamorados son pájaros, que quieren huir. Dicen que eran pájaros, y al morir, lo son de nuevo. Osaka rozó con las zapatillas el mar. -Qué excusa tan bonita. -Bueno. -tenía una risa alegre. -No todos somos poetas. Enrojeció, solo en los mofletes, y miraba los pájaros. -Parecen tristes, anclados a las islas. -Pero, a ver... Desde cuándo estas cosas funcionan.

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f -Te mato. Lo dijo con la suave violencia del psicópata , mientras ella le clavaba su bandera en las costillas, donde duele. - Me muero -respondió, previsible. - Me das miedo. Se rozó la herida. Antes de darse cuenta era de las que ni siquiera cicatrizaban. Como cada noche, Johnny cogió su rifle en nicotina. Aunque llevara la bandera una vida no era de creer en patrias, posesiones, ni alguna de esas patrañas. Una noche durmió sola. Echó de menos las amenazas de muerte. Se hirió ella misma con la marca dura del psicópata. Hay visitas nocturnas a sus huellas, porque se la recuerda. Su marca es de las que se aprieta para sangrar con ganas. A ella no se la folla todos los días. De alguna manera se la llora siempre. Se aparta el pelo. Ahora le gusta llevarlo largo, mientras fuma, tanto como cada mañana tras ella. -Es como escapar del destino. Si te quedas, te mata. Si te vas, te mata... Acaricia las cortinas, despacio. -Si eres un psicópata, matas como un psicópata. Quieres como un psicópata. Tanto que la palabra parece no significar nada, pero... Aún llevaba el tatuaje entre las costillas, donde más dolía. -Pero queda siempre la tinta en las arterias, el fusil de nicotina, las ganas de matarla.

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we were born to run La canción más manida de la historia se llama born to run y la cantó Bruce Springsteen. Un Rocker de veras ha oído tantas versiones en conciertos en callejones que confunde unos acordes con otros. Un rocker de verdad solo recuerda Un rocker de verdad entiende la sensación aunque pueda no gustarle cómo suena. Alguien de verdad la canta cuando está atrapado. La encierra entre los dientes y escupe poco a poco la sangre, mientras arde alguna gran ciudad. De ella van a quedar cenizas. De los acordes queda una memoria de alguien, cuando corre, aunque llegue tarde o le hiendan un puñal por la espalda. De la canción manida algo queda siempre. Algo que lleva el viento. El país estaba condenado a irse al infierno. Había algo de eso en la calle. Cuando ardió, lo hizo como las cosas podridas, con estallidos, con gritos de dolor de no querer irse. Venció el rock aquella noche.

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f - ¡Joder, Samy! -chilló. Yo tenía aún cuatro años. Recuerdo brochazos de aquello. Le dio un manotazo a mi hermano mellizo, que apartó los dedos de las acuarelas. Mi madre se puso a llorar. -¡Déjalo, Samy! ¡Déjalo, no entiendes lo que es! -y lloraba. -Mamà... Estuvo a punto de darme un manotazo, pero no lo hizo. Se quedó paralizada, mirándome. Yo cogí la mano de Samy, solo me dejaba hacerlo a mí, y aparté las acuarelas para hacer sitio a mi cuaderno nuevo. Samy se quedó quieto, como si lo olisqueara. Luego pulsó otra vez las acuarelas empapadas, como si fuera su teclado. Moví el folio y tocó sus notas. Se le empezaron a secar los dedos. Cambié a las acuarelas. Las intercambié otra vez. Recuerdo que Samy pintó su más bonita noche estrellada. Mamá me dejó pasar la noche cogiéndole la mano y cambiándole las acuarelas. Y fue la primera vez que no dormí una noche; por eso me acuerdo. Ella cree que podría haberlo hecho solo, pero es que no quisimos.

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Los pajaritos vuelan por donde les da la gana. Por eso son pajaritos -¿Vas a adoptar también al pajarillo? Bon se quitó la bandana sudada. - ¿A Rock? -Claro. -aquel tipo sabía ponerse serio. -No va a ser todo verano de sexo, drogas y... Rock pareció intuir que iban a decir su nombre. Alzó la cabeza y tembló antes de piar. Bon sonrió. -...Roll. -Vale. ¿Y qué, Muñeca? Muñeca sí sonrió entonces. -Tienes muchos animales. No sé. Quizás al viejo Fauces le gustaría un pimpollo al que perseguir por casa. Bon se rió. -Ese es un perro demasiado viejo para hacer tonterías. Él sí que sabe lo que es bueno, Muñeca. No como nosotros. -Bueno -Muñeca bajó del capó. Bon se bajó del respaldo para sentarse bien. Rock voló a su caja entre los pies de Rock cuando golpearon un par de veces la chapa del coche. -Nos vamos, que aún hay vacaciones. -Muñeca apretó los dientes alrededor de su colilla vieja. -Quedan veintitrés Estados. Arrancó de golpe. Rock protestó piando mientras Bon reía. Sonaba Have a nice day en la radio.

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f Como querían que fuera bailarina se hizo alpinista y bailaba en la corona de cada montaña. Claro que ignoraba que papá la quería a ella a secas.

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Rompiste otra vez los cristales de las ventanas. Me rozas las cortinas como si me rozaras el pelo pero eres como una brisa, as铆 que da igual. Te oigo llorar, pero no te veo, y yo no puedo moverme. Oigo que el fantasma llora, y otra vez vuelve a romper el cristal, y vuelve a buscarme en las cortinas. Sigo sin poder moverme. Todos estamos muertos y tampoco nos vali贸 de nada. Nada vali贸 con nosotros.

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-Algún día va a subir el mar, cariño. -le rozó el pie con la pamela- Pero no tan pronto. -No tengo prisa. Sacó la guitarra y la rozó con los labios y casi los dedos y empezó a tocar algo. Las canciones hablaban muchas de lo mismo pero eran pocas las que cantaban de lo que la vida era, salir a ver qué deparaba la vida con requisitos que no tenía ni dios, esperar a que te llevara la marea porque no había otra manera de viajar. A ella no le gustaba la música y la odiaba, palabra, le gustaría morderla y arrancarle trozos hasta que se diera cuenta de lo que había ahí fuera en realidad. Pero tocó en la playa en blanco y negro algo que decía no sé qué de un monstruo. Él tenía la pamela boca arriba como si esperara que alguna gaviota se rascara el bolsillo. Ella se cubría con un sombrero que olía a sal. -Eres el mejor monstruito de la orquesta Desamparada. -¿Palabra? Ella asintió como si la rasgueara a ella. -Palabra.

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f Dolía, como un espejo. Las uñas teñidas de un rojo que incitaba a la vida que ella no podía ver ya. Echaba los ojos atrás o a las manos y todo parecía joven y a tiempo de no hacer errores. Miraba su cara y se quería morir de pena con las arrugas que le devolvían las ojeras pero nunca mejoraba, hasta que, poco a poco, al levantarse perdió también la esperanza de que lo hiciera. Se hizo gitana, se agenció una bola de cristal y aprendió a montar en monopatín. Desde entonces enseñaba las uñas, sonreía y preguntaba, cordial, si te podía leer la mano. Como se inventaba lo poco que ibas a vivir, lo vivías más. Y nadie le reclamaba lo que vivía de más.

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f Hace muchos años cuando éramos todos pequeños, tenía la gorra a punto de caerse, solo un poco menos torcida que sus dientes. Las pupilas no brillan así, pero las suyas lo hacían. Las suyas eran capaces. Las suyas fueron capaces y siguieron siéndolo, creo que por aquellos sueños poco especificados que se volvían como nebulosas en aquellos ojos, que los hacían brillar con fuerza. Las suyas fueron capaces o él no habría permitido que no lo fueran. Por eso quiero ser de mayor: Mike Wazowski, sabéis.

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-Levamos amarras. -se rió. -Nos han vuelto a pillar. -¿Y llamas a esto barco, grumete? -el abuelo tuvo que agarrarse al hierro, aferrarse la boina y aun así no dejó de rechistar, sonriendo para que no se le cayera el palillo de los dientes. -¡He visto botecicos de pescar sardinas con más brío! -¡Maldito viejo! -chilló el hermano mayor, corriendo detrás de la caravana mientras la poli les pisaba los talones. Y se reía, joder, con tanto ímpetu que se iba quedando atrás. Se asustaba, se serenaba y les volvía a alcanzar, y entonces volvía a quedarse atrás al darle la risa. -¡Cállate o seré pasto de los tiburones! ¡Que el mar está muy y tiene mucho bicho dentro, como para bañarse solo! El gato, dormido en la boina de repuesto del regazo del viejo, maulló enérgicamente. Lo miraron, quienes podían, y quienes no, siguieron corriendo; como acabó el griterío, volvió a dormirse, mientras la caravana botaba con el ímpetu de un caballo medio cojo, la verdad. Entonces el hermano menor se empezó a reír, con un violento ataque de risa, tanto que el viejo lo tuvo que ayudar a trepar a bordo de la carretera antes de que lo pillara la pasma. Qué polvareda hacía el mar últimamente, y de qué color, como si tuviera el atardecer dentro.

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f -Si cruzas el puente no vuelves a pasar. Pequeña se ajustó las coletas como si se remangara. Empezó a dudar apretándose los dientes. El sombrero de mago que había robado le hacía daño en la cabeza, como mordiscos de una pequeña lagartija, una lagartija con alas agujereadas que vivía en su sombrero robado. -Esa es tu manera. Tenía una voz suave y una sonrisa resplandeciente. Pequeña se arrodilló sobre la piel magullada de sus piernas. Cuando se peleaba con el sombrero, buscando esa dichosa lagartija con alas que nunca estaba, se caía muy a menudo. Así se agachó para mirar al trol que estaba bajo el ojo del puente. -¿Si hago un truco de magia me dejarás volver? Le enseñó otra vez la sonrisa, clara. -No. -Bueno. Lo haré de todas maneras. Pequeña, que nunca sonreía, se quitó el sombrero, sacudiendo la mano, con una floritura. Primero apoyó la oreja en el ala negra, intentando oír a la lagartija, o los roces del sombrero, intentando resistirse a ella. Metió los dedos, apretó los párpados, lo sacudió y sonrió con unos hoyuelos. El dragón rugió y echó una bolita de fuego aleteando sobre el puente donde dejó de haber un trol.

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f En la cima de aquella azotea hacían un buen café. El dependiente se llamaba algo como Tim. Era joven, pero inmensamente flacucho. Le conocimos por casualidad una vez que íbamos Un día dejó un cartel de “vuelvo en un momento”y ya no volvió. Fue Martha la que encontró la llave un día metida en su vaso de papel. Nos metimos en tropel entre las cosas de Tim. Cuando cruzamos por primera vez el rellano sin él, salté la barra y lo miré todo con ojos diferentes. Los otros se colaron como una jauría suelta. Pero no tocaron nada. Los seis estaban de repente quietos, mirando las cosas llenas de polvo entre las que habíamos pasado una burrada de horas, que había puesto ahí un tipo que solo nos conocía a nosotros y no nosotros a él. Ahora ya no estaba. Me apoyé sobre la barra, despacio. -No toquéis las cosas. -Bueno. Rocé con los dedos un montón de polvo. Era una llave. Era la llave de la azotea. Los demás se emborracharon un poco. Uno a uno, empezaron a quedarse dormidos o a largarse. También de uno en uno. Yo saqué la llave y subí a la azotea. Aquel día la luna había eclipsado el sol todo el tiempo. Me acerqué al borde, donde no había barandilla ni nada parecido, me senté en el suelo y miré arriba. -¿Dónde fue Tim? Detrás, Kúo se sentó, lejos del borde. Sonreí ligeramente. Era mi preferido de todos. Aquella manera que tenía de mirar, con sus ojos extraños, salidos de un sitio inconfesable, de pensar, de contar con los dedos a tanta velocidad que a veces me mareaba. Sí, Kúo era mi preferido de todos ellos. -No tengo ni idea. ¿Por qué te gustaba este antro, Aline? Pensé en Tim. No dudé que estaba muerto. De alguna manera que no íbamos a entender nunca, claro, de eso se había encargado bien él, pero había llegado su punto final. -Porque estoy más cerca de mi león. -respondí, alzando los dedos, y casi parecí rozarlo. La luna siguió igual de monstruosa e inalcanzable y lejana. -Le voy a echar de menos. -Tu monstruo está grande hoy. -respondió mirando arriba.

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f El recuerdo quedaba aún, amortiguado, aunque el fantasma ya no bastaba, Carrine le echaba de menos. Volvía a jugar con su pato, doce años y cuarenta y nueve horas después. Cuando se creía más sola que nunca, el patito volvió a hacer su ruido, mientras se movía, él solo. -Te he echado de menos. Bastará con que nunca más digas que te tuviste que ir. El vapor pareció un poco más fuerte en la nevera. Carrine sonrió como hacía doce años y cuarenta y nueve horas, mientras crujía el patito. Como una niña. El fantasma que aún estaba amortiguado en la moqueta, o en las cortinas donde solían jugar a esconderse, en los baños de vapor, en la manguera predilecta del jardín, parecía feliz.

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f -Estoy magullada -y alzaba los dedos, pidiendo que la dieran mimos. La bofetada estalló, muy dura, muy cruel, muy todas las cosas malas que uno podía pensar. Hacía años que ese tipo había muerto. Volvió a despertarse con las sombras de su tierra cerniéndose sobre ella, con la camisa pegada al pecho de sudor, con el acento más próximo a su lengua desacostumbrada, y con la cara marcada con esos dedos de un muerto que se empeñaba en regresar. Lloró con suavidad. Ojalá hubiera existido de veras y hubiera podido matarlo ella misma. Las reencarnaciones son consuelo de gente feliz. Cuando existen para ti son una mierda. Y volvía a arder la marca que tenía en mitad de la espalda, que no podía verse, que siempre estuvo ahí y los tatuajes no habían podido ni sanar, ni tapar, ni enmascarar.

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f -Resumo... -¡No! -la apartó de un golpe. -No he acabado. Me fui por varios motivos de los cuales ni siquiera eras el más importante. He naufragado sin ti, porque huiste la primera, por mí, sin consultarme a mí. Y cuando estaba bien he vuelto, volví por ti. Se quedó cruzada de brazos. -¿Resumo? -Resume. -Lo dejamos todo. A la mierda... -se torció la alianza blanca entre los dedos. -Ninguna promesa valía. Y las hiciste a montones. Vuelves aquí a ponerlo patas arriba con la mirada que tienes... la que pones cuando bebes. La que... Se quedó callada. Vislumbró tinta en su piel lívida. Le cogió las manos con fuerza y se la giró con fuerza. Reconocía los tatuajes como si hubiera vivido en ellos. Eran sus historias. Contadas a cada palabra débil a duda constante. Vueltas desde Singapoor y un naufragio, al menos uno confeso. Él alzó la vista. -Eres brutal, irracional, inconstante. A veces te vuelves cínica. Me cuidas hasta el infinito, o me haces sufrir en cuanto te ofendes. Eres extraña, eres lo más extraño que me he encontrado en mi vida, pero... es que eres a la que quiero. -murmuró.

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Aún eran visibles la marca de los dedos. Se había quemado al sacar la fotografía de la cámara, porque estaba demasiado vieja para escupirlas. La agitó, pero quemaba y era de unos colores que no recordaba haber vivido, y se le cayó al suelo. Cayó en un charco y miró el estropicio con ojos vacíos. Mientras se decidía, el agua lo hizo por ella y el papel empezó a replegarse sobre sí mismo, como herido, como herido de muerte. El agua terminó de emborronarlo todo, mientras miraba, y se deshacían los recuerdos y colores que restaban de un día que no debía haber nacido para vivir, que no creía haber vivido. Las huellas se veían brillar, reflejando la luz de la última farola encendida, y fueron lo último en deshacerse. Pensó si aquellas cosas, si todas aquellas cosas, algún día significarían algo.

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-Llevo diez o doce horas en un coche, no estoy para juegos. -maldecía, con odio de veras. Pero no se quitó la mordaza que le habían puesto por error en los ojos. El papel olía a viejo. Cuando él era pequeño, eran las cosas de los abuelos las que olían así. Pero no el Hotel Californian. Se preguntó triste en qué punto le dejaba eso. -¿Eres un ejecutivo importante? -Sí. Y tengo cinco perros. -¿Siempre te resumes así? Las manitas del niño se resbalaron, pero le cogió con rapidez, así que no llegó a darse contra ninguna parte. -No te favorece. -concluyó. Desprendía un olor suave a fresa, como los niños pequeños, como él cuando había sido un crío, eso lo recordaba muy bien. -¿Por qué no puedo ver? -Ti... Porque te has hecho mayor. No verías bien. -¿Es que ya no veo bien? -murmuró. Por inercia casi se le contagió el "ti...". De pequeño lo había dicho. El niño apretó un poco menos, pero él contrarrestó el efecto apretando más. -Eres extraño. Ti... -dijo, soltándole la mano. Cuando lo hizo, se deshizo el nudo de la mordaza equivocada. Reconoció despacio el papel de la pared. Había estudiado la forma de los animales que estaban estampados y entonces había decidido que nunca tendría perros. Estaban dibujados feos. " Siempre olvidamos lo que decimos de pequeños ", se murmuró acariciándolos con la yema de los dedos. Hace 181


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El sonido de la garganta inundó todo. -O me dices qué haces aquí o te mato. Como si quisiese respaldar su teoría, apoyó contra mí una pistola helada y me rozó el hombro. -¿Has mirado alguna vez el Mundo de Arriba? -murmuré. Se acercó a mí. Olía a hierba. Pensé que se habría pasado mucho tiempo hundido en ella para volverse así, hacerse una voz tan triste y un escudo de que nada importa. Me apoyó una mano en el pecho y yo la rodeé con la mía. Estaba fría. Sentimos cómo mi corazón latía. Se había acelerado porque aún intentaba conseguirlo aunque se le difuminaran las esperanzas. Estaba muy cerca de mí. Parecía aferrarse a algo al controlarme latir y yo me aferré a ello. Cogí su mano. Aunque estaba helada y me clavaba todavía la pistola. Caminé tres pasos. A tres pasos estaba el estanque. El espejo brillaba en el fondo del agua. Él me había seguido de cerca. El agua estaba totalmente en calma cuando empezó el baile de estrellas. Siempre era igual. Él hizo ademán de mirar el cielo, pero dudé. Finalmente le cogí de la manga. -Si miras al cielo te quedarás ciego. -avisé. Yo me agaché en el barro del borde, apoyé bien las manos y esperé. Las estrellas brillaban en su superficie. El reflejo del agua y el espejo de su fondo las hacían resplandecer de vez en 182


cuanto, estremecerse a saltos como si estuvieran retorciéndose llenas de cosquillas, y se veían saltar perfectamente las chispas púrpuras o rojas. Su mano fue más fuerte. -Apuesto que no has visto nunca las estrellas así -le dije, mientras mirábamos el reflejo. Hizo el gesto de alzar la vista. Yo tragué saliva y le corregí suavemente. -No. -Estas no son nuestras estrellas. -le dije. -Son las estrellas de mi león. Son del Mundo de Arriba. Las estrellas empezaron a llover más y más. En poco teníamos que fruncir los ojos porque las chispas de colores eran demasiadas. Pero poco a poco se organizaron, en el centro del estanque se formó el pelo áureo de Grim, y las estrellas de muchos matices colorearon todo su rostro hasta que aprecié el pavor de sus ojos. -Aline -dijo con la voz que parecía aullar -, ¿te ha hecho daño? Tres pares de ojos miraron la pistola. Miré a los ojos del chico, y pensé que parecía espantado cuando sabíamos que me habría matado hacía poco tiempo. -No. -dije en voz bien alta; cogí sus dedos y los bajé, poco a poco. Noté una punzada extraña en el hombro. Parecía añorar aquella presión constante. -Tengo que saber qué pasa -me susurró. Bajé los ojos hasta Grim. -No le va a hacer daño a nadie. -prometí. Los ojos de Grim se calmaron, y con ello parecieron contagiarse del mismo resplandor del pelo o del aullar de su voz, y me relajé al instante. -Cuéntale una historia a... -Kúo. -me dijo, mirando sin cesar los ojos de iris rojo de Grim. Los ojos de Grim cambiaban al dorado cuando me miraba a mí. -Cuéntale una historia a Kúo, Grim. Grim abrió mucho los ojos. Los abría siempre que tenía algo que contar, pero aquella vez fue diferente. Fue como un estallido, o casi, los abrió de golpe como si se acabara de despertar, y oscilaron de nuevo al rojo. Eso era que no iba a poder parar. -Había un mundo debajo. Un día abres los ojos y ves que hay cielo, y piensas por qué es azul, qué es eso que se entrevé al otro lado, por qué cuando hay tormenta parece triste. Preguntas y resulta que hay un mundo debajo, que está lleno de gente mala y extraña que no entiende y solo hace daño. Es una idea extraña. Que parezca igual que tú, pero no sea capaz de entender nada y haga daño. Yo no lo entendí. Yo pensé "no puede ser" y hablé con las criaturas viejas. Antes no estaba, pero ahora sí y hay que defenderse de él, hay que tener cuidado con los terremotos porque intenta acercarse y nos intenta hacer daño. Conocí una sirena que tenía ojos de persona cuando me caí en su lago. Eyu me enseñó que los lagos parecen espejos cuando se hace de noche y reflejan guerras de estrellas.

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En las guerras de estrellas estaba Aline. Aline tenia unos ojos que no había visto. Aline tenía palabras e ideas que no podía comprender del todo. Aline hablaba de cosas que nunca había visto. Aline... Se apagó el rugido, despacio, pero sus ojos no decayeron. -Hay otro mundo, Kúo, y no es como crees. -le dije al fin, torciendo la cabeza hacia él. Pero no aparté la vista de Grim. -De él proceden nuestros cuentos. De él llegan muchas ideas. Me encontré a Grim por casualidad. ¿No lo oyes? Esas historias que cuenta. Están pasando en alguna parte. Arriba. En la luna. Tragué saliva. Kúo volvió a levantar los ojos. Rápida, se los cubrí con los dedos. A través de las rendijas la luz de la guerra de estrellas casi cegaba. -Antes no estaba. Antes las cosas no eran así. Tengo miedo de que un eclipse se lo vuelva a llevar. Hace treinta y siete años del último. La voz de Grim vibró con fuerza e hizo sacudirse el agua en ondas; los dos nos asustamos un momento, pero Grim siguió atrapado debajo del espejo de agua. -En unos días va a ser el siguiente. -Quiero ver la luna. -dije. Nunca lo había dicho tan alto, porque normalmente me bastaba susurrarle a Grim. Me dio un escalofrío de miedo puro oírlo, pero el agua siguió inmóvil y los ojos de Grim permanecieron dorados en mí. -Quiero ver la luna o que Grim baje al Mundo de Arriba, Kúo. Pero no puedo esperar cuarenta y un años al próximo eclipse, a que reaparezca. Kúo fue a decir algo, pero cambió de opinión y me miró con los labios apretados. Tragué saliva pero no se deshizo la mariposa que había anidado en mi garganta. - ¿Entiendes? -Queréis cambiar de mundo. Me froté las mejillas. Grim torció la cabeza. Solo cayó una gota sobre el agua y osciló el tranquilo estanque, pero no me quedaban fuerzas para tener miedo. -Si el eclipse es mañana todo lo que habremos tenido es un charco al que hablarle. -protestó. Grim nunca protestaba. -Eyu le ayuda. -miré los ojos de Grim. Aunque me estaba mirando, pensó otra cosa un momento, porque centellearon al rojo antes de volver. -Eyu le ayuda a descubrir cómo. Dice que no me puede ayudar. Tenemos que hacerlo por lados diferentes. Yo voy a ver al astrónomo de la torre negra. No dije que era lo que intentaba cuando él me pilló. Él tampoco lo dijo. -Ali. -me llamó, muy suave. Me giré hacia el estanque. Al ver el estanque vibrando las lágrimas en tropel me emborronaron más la imagen de Grim. -Se acaba la guerra de estrellas. Me eché sobre el barro de rodillas. Dejé la mano rozando el agua. Lo sentí. Era el único momento. Lo sentí perfectamente, al otro lado del agua, con un calor como si llameara, la

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Luna de Grim entera parecía agolpada al otro lado de las suaves olas que se estaban formando para intentar borrar la imagen del chico. Grim casi me rozaba la cara. Quise estirarme y al igual que todas las noches tuve que pelearme para no intentar que lo hiciera y acabar del todo con el sentimiento lejano de su tacto, en el Mundo de Arriba. Fue como si la propia voz rompiera el hechizo. Apreté el agua, que se resbaló entre mis dedos como Grim decía que se le escapaba a veces la arena de los relojes. -Ya no está... Me froté los ojos. -Nunca ha estado. -soné ronca. Y qué cruel era la inmovilidad del agua ahí, como si predijera un encuentra que (claro) no existía más allá de los pensamientos de tenerle cerca. Grim tenía la misma realidad a todos los efectos que los últimos vestigios de un sueño, como quimeras que revolotean vagamente hasta que parpadeas y queda solamente una impronta vaga. Le quería y esa era toda su consistencia y realidad.

Ahora él es aquello por lo que te revenciarías si pudieras verlo. 185


[Introducir aquí título de la entrada del blog] -Vas a tener que rugir. Le enseñó aquel puño tatuado y ella le sonrió. Chocaron como si alguna vez no hubieran estado así. Tal vez fuera cierto, que había vida más allá de lo que uno recuerda. En aquel preciso instante de sus vidas eran fantasmas que sentían sobre ellos el peso de los sueños de los vivos. Estaban a ciegas, estaban solos y a ciegas en toda aquella mierda. Tendrían que haber hecho menos errores para haber podido vivir un poquito más. Pero el caso era que estaban en el punto muerto. La única incógnita que quedaba era lo que tardarían en enterarse todos los demás de que habían sucumbido -Esto no arregla nada. Sigues estando perdido. -Aún me acuerdo de cuando creímos que podríamos. -A mí no me metas. Sus ojos parecieron un poco tristes. Aline sintió la carne de gallina. Apoyó su frente en el hueco de la nariz de Grim que estaba hecho para ella. Grim se encogió, despacio, mientras se transformaba en un monstruo. El león volvía a mirarla con una tristeza suprema. Tendría que volver muy pronto a su mundo. Aline le apretó de golpe y el león protestó, no muy fuerte, porque ya no tenía valor para mucho más. El otro mundo tiró de él con demasiada insistencia para hacerle caso omiso. Aline se sintió deshacerse conforme se desvanecía también ella. El león seguía mirándola, ahora sin expresión. Hurgó en la tierra con su pata, cuya piel se truncaba en líneas difusas que formaban un tatuaje de tres montañas. Se deshicieron, otra vez, como un cuento de nunca acabar...

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- ¿Recuerdas el día que te canté la canción de la sirena? Metí los pies en el agua, evitando deshacer su imagen. -Pareció que aullabas... Le alegró que se lo recordase. Pensé que a lo mejor también era uno de sus episodios preferidos. Aunque no nos parecíamos tanto. Sería curioso descubrirlo un día, cuando cerrara los ojos y las yemas de los dedos no se ahogaran en el agua, sino que le tuvieran a flor de piel. A él también le encantaba decir aquello. A flor de piel. Que en su mundo significaba tan cerca como para cualquier cosa. -No sabía que pudieras contar cosas con esa emoción. Sonreí y Grim, de repente, dio dos palmadas. Justas y medidas. Perdí el aire. -Esa es la canción de la sirena. Sonreía. -Lo sé. -Pero yo no sé llevar el ritmo. El agua vibró cuando Grim repitió sus dos palmadas. 187


Recuperé la canción de la sirena, con los ojos entreabiertos y apenas pensando las notas. Sé que hablaba de un viaje y de un joven que se nos escapaba, pero no me acuerdo de detalles. Grim tardó un segundo en repetir sus palmadas, y fue cambiando poco a poco. Así que yo ya no pude parar de cantar, mientras intentaba no hacer sombra a sus palmas. Grim se acercó cuanto pudo a mi superficie, mientras yo le miraba con los ojos vidriosos. -¿Aline? -Se había perdido esa canción, ¿lo sabías, Grim? Tú has encontrado el ritmo y yo la letra. Ya vuelve a existir. Aquello pareció hacerle intensamente feliz, lo que me hizo feliz a mí; sonrió con sus pequeños hoyuelos . -Eso demuestra que formaba parte del mismo mundo, ¿no te parece? No contesté. Rocé el agua, o casi. En cuanto la tocase, Grim se disiparía. -Vamos a usarla como prueba. -sonrió más ampliamente. -Cuando te vea al fin, de verdad, cuando te pueda tocar, haré otra cosa antes. Te marcaré el ritmo. Y entonces tú te pondrás a cantar. Solté una carcajada. Estiré la mano sobre el agua, a punto de acariciarle la cara. Cada vez que pasaba mucho tiempo mirando su superficie, dudaba si no sería una barrera franqueable. Lo parecía de verdad. Le oía. Casi le respiraba. Tal vez fuera una ilusión más. -Les hechizaremos a todos, como una verdadera sirena. Así no querrán nunca más volver a separar los mundos. Sonrió. Pero aquella vez estaba triste. Tal vez Grim ya sabía en ese momento que no nos podríamos tocar nunca.

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f ¿Y qué? ¿Estás lista? Sarah Porthlaw acabó de cortarse la última uña. Apartó las tijeras y la regla y se estiró en la silla. -Vamos a comenzar. Tenía una voz áspera y rasposa. Fer arrancó la máquina. No dijo nada. -¿Así echarán a esa cosa? -gimieron. Fer miró bajo los cristales de sus gafas. La mujer lacrimógena parecía al borde del colapso. Perder un hijo porque un fantasma tenía cosquillas era uno de esos platos de la vida que, sencillamente, no había forma de digerir. Ella tenía la suerte de que tenía un plato que todavía no había acabado la cocción, otro hijo que proteger. Ver a una médium de voz de fumadora, con todos sus trastornos de compulsión, meterse en una máquina silenciosa, no ayudaba a la digestión. Sarah estrelló la espalda contra el respaldo congelado, literalmente. Qué hambre tenía. Se aseguró de que Sarah estuviera bien atada a la silla cuando empezó a llorar. Sarah tenía una voz horrible y lloraba como si el mundo se le deshiciera en pedazos, y entonces tú cortabas e tuyo a trozos para ofrecerle la mayor parte. No servía de nada, pero era el impulso. Tal vez los fantasmas se habían acabado impregnando a ella. Pero Fer no intentó no llorar con ella. Comenzó el primer espasmo. Sarah abrió sus bonitos labios y Fer se volvió hacia la clienta. -¡ALÉJESE DE ELLA! Retrocedió espantada. Sarah rompió las correas de cuero de un tirón y ni por asomo pretemdió arrancarse la venda de los ojos, sino que comenzó a tratar de destrozarse las mejillas. Las uñas medidas y cortadas no podían hacer nada, pero sí aquella locura sollozante y la sangre se mezcló con las lágrimas. Fer la sujetó llorando. Paró. Se esfumó. Algo se había ido. Pero Sarah no dejó de llorar, ¿sabe? Sarah calmó los sollozos con los brazos de Fer mientras le limpiaba la sangre, pero seguía llorando, silente. Sarah seguía llorando, sus ojos seguían des ahogándose cuamdo le dijo a la madre que no iba a volver a tener problemas, y cuando le dijo las precauciones del próximo mes. Incluso cuando sonreía, cuando la madre la abrazó y lloró con ella porque se marchaban para siempre, gracias a Dios. Fer esperaba en la furgoneta. Le abrió la puerta y luego fue hasta su asiento tras el volante. Sarah deslizó la cabeza hasta que se topó con su hombro de respaldo. -Estoy cansada. Y tú no estás en estado de conducir. Fer seguía llorando. No dijo nada. Sarah le limpió las lágrimas, estirando su brazo exhausto; le caían por donde ella tenía arañazos virtualmente imposibles. -No voy a ponerme bien hasta que no encuentres a nuestro pequeño. Que está también matando, por ahí... Sarah bajó la mano. 189


-Yo tampoco. -sonri贸. Estaba tan cansada. -Ni despu茅s...

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[Introducir aquí título de la entrada del blog] -¿Te gustan los eclipses? -El mundo está loco - me reí. Él brillaba serio. -¿Por qué? Aline -insistió cuando cogió al vuelo mi mohín. -Me gustas cuando hablas. -Vives en la Luna. -sonrió, un poco. Pensé que era bonito verle así, reflejado en un estanque como si en cualquier momento fuera a estirar la mano y matarme. -Sabes hablar de árboles rojos, de rayos púrpuras, de historias que no has visto... Me cortó, protestando. -Existen. Existen porque yo los pienso igual que existimos porque nos piensan. Empecé a pensarlo, pero le sonreí. -Y me dices que si me gustan los eclipses. No me gustan. La Luna no se ve y eso me aterra. Pienso... Bajé la voz. -Pienso que puede que el eclipse no se acabe. Así que no volverás a hacerme existir. Quizá sigas arriba pero no podré verte más. Al hablar, su voz sonó menos encendida. Tenía un timbre especial entre la garganta, que gritaba cuanto más calmado hablaba. Gritaba cosas que no entendía, de magia libre y cosas que han sido envenenadas, mientras prometía que nunca se agotaban las historias que contarte. Me aterraba sentir disminuir aquel timbre. Y lo hizo. -Los eclipses siempre se acaban. -Grim, los eclipses han acabado siempre. Sé que nadie ha durado para siempre. ¿Cómo sé que no soy la más imperfecta excepción? Sonrió ampliamente. -Yo creo que lo eres. -Va a haber un eclipse. Su timbre de aullarle a las cosas descendió otra vez. -¿Confías en mí? -Eres la chica del Mundo de Arriba. Sí. -Voy a sacarte del espacio, chico lunar. Me sonrió. Pensé que parecía muy triste, y pensé también quién de los dos estaba en el mundo malo.

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Hubo una sacudida y Grim no estaba. El estanque no iba a volver a funcionar hasta mañana. Grim decía que la sirena que vivía allí también tenía que vivir.

“ Bolsa de poemas coge un poema, pásalo. ¡feliz mes de la poesía! ”

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El bonsái que se mató Había pocas cosas que Grim recordara de su madre, y una de ellas era la historia de Bambú. Un día se habían cruzado por el pueblo. Ella se había puesto en la cara aquella sonrisa hueca y seca y había señalado las colinas. «Ahí -suave; ella era siempre suave- está el bonsái que se mató con la mujer...» Grim subió a ver. Le habría gustado que quedase vivo algún niño que no fuera estúpido para acompañarle. Aunque quizá de no serlo tampoco iría. Grim ascendía deliberadamente despacio. Se quedó grabado en él un viejo olor a lluvia. El día que el bonsái se mató con la mujer había llovido. Aquel olor se había enrarecido un poco, pero todavía se conservaba en la colina. Grim lo aspiró de tal manera que no lo olvidó. Y el hielo. La colina no era muy alta, pero era el único lugar visible que tenía nieve. Quizá el agua que llovió aquel día se había helado hasta ahora. Grim subió a la colina, trepó a las ramas muertas y pensó en cómo podía vivir un árbol así tanto tiempo. Decían que los pequeños bonsáis eran brotes retorcidos de árboles, que aparecieron por primera vez con una guerra. Una de las temibles guerras de magos. Había empezado porque alguien escupió donde no debía, y se lo estaba llevando todo. Y el Mundo de Arriba no intervenía. En la última batalla, habían combatido todo lo que quedaba de los magos y se habían matado todos. Luchaban en el último vestigio de árboles atalaya. Grim sintió un agradable escalofrío de vértigo tratando de pensar cómo sería trepar a uno de ésos. Se oyeron estallidos, como siempre. El Mundo de Arriba se eclipsó un instante. Cuando volvió a florecer arriba, entre lo azul del cielo, no quedaban magos. Su sangre envenenó todos los árboles atalaya. Ya solo los recordaban pequeñajos como Grim. Los brotes intentaron aguantar la ponzoña de aquel odio. Sus hojas se tiñeron de escarlata, sus cuerpos jóvenes se encogieron, y ya nunca pudieron crecer más. En cuarenta días esos árboles con veneno enraizado se morían. Grim acarició los nudos de las ramas evitando tocar la soga, tan deteriorada que parecía dispuesta a volatilizarse en cuanto Grim hiciera más ruido del debido. Aquel era el último árbol atalaya. Mientras dibujaba la historia pensó que estaría dispuesto a jurarlo. El último árbol atalaya había sobrevivido milenios. Habría podido contar tantas cosas si alguien le hablara en su lenguaje. Y esa era la mujer que murió con el bonsái. Grim la llamó Bambú. Una criatura apática hecha de madera hasta que levantó los ojos a una de las once colinas. Y allí supo ver el último árbol atalaya. "Hay gente que conecta con gente. Sea el espíritu o la química. Hay gente que conecta con árboles". Le gustaba dormirse abrazada a los nudos de sus ramas y lo hizo toda su vida. Cuando se fue Bambú el árbol cambió. A lo mejor la historia era otra. A lo mejor el árbol encontró por lo que había vivido mil años o a lo mejor se cansó de ser el único. Retorció sus ramas como los pequeños bonsáis y dejó sus hojas verdes, como hacen los bonsáis al morir. Grim pensó que Bambú habría muerto abrazada a su árbol atalaya y él solo podía ver a Aline en los reflejos de la luna. Pensó que las cosas eran crueles, que de Bambú quedaba la soga, 193


el símbolo dulce de lo que la había matado y lo que había matado al bonsái, y de Aline o de él nunca quedaría nada. Querría que fuera al revés. Aline en su mundo de locos de árboles rojos para poder enseñarle el único árbol verde que existía y seguía con vida. El árbol no ardió aquella noche. Mecía todavía la soga con sus hojas de sauce cuando Grim lo dejó, y vivo aunque nadie sabía su secreto.

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Le dio un par de golpes a la madera. —Nogal. —No tienes ni idea de lo que estás buscando. —Rachael, para. Los gemelos tenían en su espalda largirucha los ojos azulones. Rachael se mordió los labios. Un hilo de sangre trazó un dibujo bonito en paralelo al cuero de los mitones. —Callaos. Sonó con tanto desprecio. Rachael evitó las cosas. Azulón se agachó mientras Dima se erguía con fuerza. Sus músculos estuvieron a punto de crujir bajo la ropa de lino áspero. —Cámaras. Y carretes... Azulón apretó los dientes contra su nudillo. Como si fuera un mal, muy mal presagio. Rachael rozó la puerta con sentimiento. Ser consciente de que puede estar tras la esquina que no tienes tiempo de mirar otorga cierto tono quimérico. 195


Rachael sintió un escalofrío al pensar en la piedra azul. Miró de reojo a los gemelos, pero una puerta se interponía entre ellos tres. Apretó la sangre que escondían los mitones con un crujido y corrió hacia el sótano.

-Dima, algo horrible... Dima sujetó las convulsiones de Azulón hasta que su cuerpo se quedó rígido. Se apartó de él y se acercó a la última de las fotografías sin deshacerse. Pese a que lo sabía, la rozó, y antes de que se desintegrara recordó el matiz de los desconocidos que salían, en aquellos ojos que ya habían muerto aunque la fotografía no lo hubiera sabido. Dima por supuesto que sí. El golpe de Azulón estalló contra las costillas de Dima. Dima miró los ojos idénticos de Azulón, mientras la fuerza la intentaba carcomer por dentro, pero ella era como él. Ella era hueca, era inmune. Azulón, rígido, dependía del apoyo de la mano paralizada sobre la piel de Dima. Dima se asomó a sus ojos idénticos, y no se preguntó esa vez por qué Azulón no era capaz de sentir pero podía Ver. De verdad. —Rachæl. —pronunció como si fueran dos palabras, una la sentencia. Dima sintió de repente el golpe, dentro.

—Si lo hacemos... —Hazme un favor, Markuz, dímelo cuando esté hecho. Markuz torció la cabeza. —Cuando esté hecho, no sabemos qué va a pasar. Rachael tensó la muñeca de músculos rotos, atrapada en los dedos de Markuz, e intentó hacerle sentir su fuerza. La poca que quedaba ahí. Las ruedas de la silla de Markuz chirriaron tristemente. Lastimeras. Los ojos de Rachael les hicieron coro. —Vamos a arreglarlo, Markuz. Vamos a hacer las cosas bien. No te mereces una silla. Lloraban. Lloraban ambos. Markuz no estaba. Le faltaban las piernas. Sangraba. Aquella cosa lo devoraba, lo estaba engullendo, Rachael trató de pararlo, chilló. Los ojos azulones de esos dos gemelos parecían vagamente huecos. Como sesgar el sentido de Markuz en cuatro pedazos que lo encerraban perfectamente crueles. —Pareces triste, Rachael. El chico se llevó las manos al corazón. — Siento que duele... siempre... ¿Va a doler así siempre? Rachael lloró, ínfima, mientras abrazaba el hueco que había dejado Markuz al deshacerse.

Al intentar salir de la casa Rachael atropelló el resto de porquería. Solo escapar. Salir, no mirar jamás atrás. 196


Sabía lo que pasaría al lanzarse fuera y pasó: la soga estalló contra su ciello. Fue brutal, sintió la protesta airada de cada vértebra. Cayó estrepitosamente. Todavía se intentó arrastrar. Salir. En unos centímetros los dedos rozaríal el porche, saldría al umbral, libre. Los gemelos llegaron con un grito asustado. Entre los dos la pusieron en pie. Los ojos de Dima se inundaron de compasión. Azulón resollaba herido de su dolor mientras se deshacía de la soga que siempre la impedía la libertad, a unos centímetros, lejos de los dos productos huecos de jugar con fuego y magia. —Rachael, no puedes hacer eso. —murmuró Daima. Azulón le frotó suavemente el hombro. —Anda —murmuró —, vamos a buscar algo con lo que ir tirando. Los gemelos la condujeron dentro; Rachael empezó a llorar.

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"¿Si viene un coche? Morimos. Ya está. En el fondo la muerte es fácil. Pero se empeñan en que no lo parezca. Como si así no doliera igual". Tenía un ligero tono perplejo al reflexionar y era lo que la mataba de su filósofo. Hasta que llegó el camión y la metáfora se hizo a viceversa. Acertó, era un insulto aquella sencillez. Pasar de dormir en el asfalto con la filosofía a la vigilia de estar a solas esperando el mismo camión, que volviera, por dios, que volviera. El cambio también fue sencillo. No hubo chasquidos de un clic cósmico de que encajen las cosas. No hubo llantos hasta acabar en urgencias. Acabó y a la noche siguiente fue otra cosa. ¿No era terrible volver cada noche, pero que no volviera nunca el tráfico?

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Las siluetas de una ciudad no se parecen a un electrocardiograma, sencillo: porque está muerta. ¿No crees? Salvo esta. Los poemas de los más tristes poetas los hicieron para ella. Esta está tan loca que respira, por ese agujero de monstruo. Se volvió un poco. Seguía resonando como si el aire se le metiera por los poros y la diera la consistencia de las nubes de tormenta. Me miraba en el filo y yo la miraba como si fuera una cuchilla. Ella brillaba con aquella ropa de gasa ligera mientras yo temía de todo. —No necesito estar ahí para oírla gritar. Grrritar. 199


Abrió los brazos. Estaba temblando. Abrió un poco los dedos de la derecha. La marinera de las alcantarillas se rió de mi vértigo. De sus dedos salía aquel insecto que parecía de oro. Me lancé casi sobre ella, pero lo cogí. Lo cogí en el aire y aquel metal no se estrelló. Me cogió del cuello de la ropa con el otro brazo aún abierto, y por eso no me hice añicos contra la ciudad. Solo podía mirarla. —Late. Aún me sujetaba, pero sentí el alarido en las arterias. El suyo entremezclado en lo más hondo, y quise salir de allí huyendo como una bendita rata. pero no podía. No podía largarme aún. Y tuve ganas de llorar de impotencia, de decirle que me arrancara la mano de aquel cuello para despeñarme a gusto, y dejarla a ella clavada ahí con sus hazañas de héroes muertos —Dios, Osaka, late, late de verdad. Es un monstruo. Resonó la bonita de ella. Lo que da miedo de los monstruos es que viven. Estaba latiendo abajo, porque estaba viva. Tuve un miedo aterrador. Pero no hice nada suspendido sobre mi peor muerte de pesadilla. Empecé a llorar, callado.

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Cender

Ve a coger una de las flores de la ceniza. Sabes que hacen falta para el ritual. “El ritual es necesario.” Somos una panda de pobres insulsos. Pero vamos a hacerlo por ella. Tenemos pocos días para conseguirlo. Mamá no durará hasta la próxima luna nueva.

Shesa, tenemos miedo. -Nada de eso. Hay que conseguir las flores de ceniza. -¿Sabes lo que dicen de la mayor de seis hermanos? -No. -miro a los ojos de Jou, el mayor después de mí. “No, Jou, eres el primer mocoso que intenta decirme que voy a morir al tocar las flores de ceniza. No, Jou. Igual eres el primero que me pretende decir que me odia, que soy una egoísta, que nadie da nada por mí. >Pues claro, Jou.” -Que es castigado al tocar la flor de ceniza la víspera de la luna nueva, que muere. -¿Y si mueres tú mamá se pone buena? Chavia parecía un bebé koala adormilado en los brazos pequeños todavía de Baremo. Pasé los ojos por los cinco.

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Tiré el cigarro bajo las botas de goma. Eché el humo, con cuidado de evitar a Chavia. Solo a ella. -Sí. -dije con voz rasposa. -Y mamá se pondrá buena. Jou empieza a incorporar a las demás. Dejo de fijarme en ellas. Hay crujidos en el bosque. -Vamos. -cojo el brazo de Lulíle. Veredai, la siguiente, la zafa de mí. Miro al pequeño ejército decreciente. Forman sin orden alguno delante de mí. Jou puede ser el que más me odia, pero es el mayor detrás de mí. “Se va a hacer tarde. Pero me dará tiempo.” En cuanto la cuadrilla de ilusos encontremos la flor le tocarán los fuegos artificiales más divertidos. Le arrojo el enorme petate. Es mucho más pequeño que yo todavía, así que la fuerza y el tamaño casi le derriban. Me mira con retazos de dignidad. Abro la boca. El golpe me priva de aire, como una mano directamente en los pulmones que me lo arranca, de raíz. Los cinco chillan. Empiezo a gritar también. Con su ruido no se oye lo que trato de chillar, pero aúllo de golpe. Lo poco que me queda de pulmones se consume. Ya se callan pero ahora no tengo aliento, aprieto las pocas uñas que tengo en la piel de lo que sea que me esté asfixiando. Libero la presión, boqueo, y grito: - ¡¡Corred dentro del bosque!! Jou se carga la mochila. No recuerdo qué hay dentro, pero resuena y hace que las niñas le miren. Coge a Lulíle y Baremo de las manos, y ellas se las tienden a las demás, y la pequeña cadena se gira, se gira y corre. Jou me ha dejado mi vara. Qué considerado. La rozo con los dedos y trato de cogerla, pero se ha enganchado en una raíz. Lo que tengo encima chilla. Pasa a ahogarme con una mano y dedica la otra a golpearme las costillas. Es peor que las patadas, son golpes rápidos que estallan y dejan una estela de ceguera. No consigo la vara. Me estoy muriendo. Está enredada y siento los dedos consumidos por calambres. Chispas se adueñan de mis ojos sumidos en un torbellino negro. Esa cosa jadea de victoria y de repente me derrumbo. Ya no hay un solo músculo que luche. Acerca una garra a la cara. Oigo un zumbido. Hay un golpe brusco, pero sordo, y mi garganta de repente empieza a arder con el aire húmedo del bosque. Toso pero doy una patada al aire. El escaso peso de esa cosa cae de espaldas. Yo ya no tengo fuerzas para nada y siento de nuevo ese vacío en las venas, como si el corazón latiera una vez más, pero sólo una vez más. Algo me arrastra de golpe. Solo unos centímetros, pero la cosa hierra el ataque. El mismo trueno relampaguea delante de las chispas de mis ojos y derriba a esa cosa. Ya alcanzo a verlo aunque se va. Me giro rápidamente para verlo. Juraría que hay un ala entre los árboles. Gritar para que se detenga está descartado. Me intento levantar y me caigo enseguida con nuevas nubes en los ojos. Pero va peor. No respiro. Alzo los ojos nublados a los árboles. Antes de entrar Jou también trató de amenazarme. “Dicen que no se sale del bosque.”

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Algo me abre la boca. Dice respira. Tira de mis párpados. Intento cerrarlos y peleo pero no se aparta. Espera, sin volver a intentarlo. Evidentemente la curiosidad me puede y miro por qué no he muerto. Ahí está. Solo que no entiendo sus ojos celestes, la piel suave con la otra mitad del rostro de escamas doradas, cobrizas. -Respira y ponte de pie. Le miro. O lo intento. Cuando se da cuenta de que soy capaz de enfocarle sacude la cabeza hacia el lado opuesto, escondiendo parte de sus escamas que pueblan parte de su cara. -Tu tribu te necesita. -Todos me odian. Nadie me necesita. -sueno tan áspera porque casi me matan. Me está sosteniendo la cabeza sinque yo me entere. Me hundo en la hierba, está húmeda y querría haber muerto así. No sé si añade algo. Tengo un oído de fiera, pero sus pasos se mezclan con un susurro y relampaguea y desaparece. Me quedo sola en la hierba. Sola otra vez. Cerca de donde se ha ido él hay un chasquido, pero seguro que él no haría ruido. Así que salto.

Mientras padres enseñaban magia y cartas el mío me enseñó a correr con un arma como si no tocaras el suelo con los pies. Era ciego y quería con locura a mis hermanos. Y a mí hasta un buen día, en el que se quedó serio al oírme entrar. Paró los juegos y se levantó. Le crujía una de las rodillas al moverse. Me encantaba ese chasquido porque significaba que papá venía hacia mí. Aquel día me espantó. Apoyó la mano en mi hombro al conducirme afuera. Allí cerró la puerta, orientó los ojos muertos hacia mí y me dijo:

“Cariño, coge la vieja arma de papá.” Me la tendió. Yo le hice caso. Entonces sonrió, y si vuelvo a ver en mi vida una sonrisa hueca como aquélla, golpearé primero y preguntaré cuando haya menos que lamentar que a la inversa. “Sesha: ahora vas a intentar darme hasta que yo no te oiga. Si te oigo yo, estás muerta.” Y me dio la primera bofetada. Recuerdo sobre todo el sentimiento de humillación profunda. La tarde pasó a ser noche. Y amanecer, y mediodía. Cada vez que pedía algo me abofeteaba. Si no intentaba atacarle, igual. Aprendí que llega un momento de ira en que eres capaz de hacer algo por encima de tus posibilidades por completo. El báculo de ligero acero atacó su rodilla sana, yo me caí al suelo y tuve pesadillas con aquel horrible crujido nuevo. Los médicos me dijeron que habían sido más de dos días aunque mi madre no les dejó precisar tanto.

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Creo que mi padre deseaba matarme en aquel momento para que el entrenamiento de lucha salvaje no continuase. Pero fui más fuerte que él y cada tarde interrumpía los juegos con mis hermanos, se levantaba, y decía, hueco: “Vamos, Sesha, el ritual es necesario.” Con una filigrana me tendía el báculo que le había hecho ser lo Mayor que jamás se había conocido allí, y salíamos afuera. Cuando suavizó las prácticas solíamos acabar antes. Me daba unas monedas; yo, magullada y más moratón que niña, me arrastraba a alguna tienda -resulta que tenía problemas de nervio en una pierna y dolía acabar con ella más machacada que otro apéndice, lo que la convertía en mayor lastre aún, por lo que la golpeaba más, por lo que empeoraba, y etcétera-, trepaba a alguna verja y observaba a las que fueron mis amigas a los dos años comiendo mi golosina, en sus bonitos jardines.. Mis preferidos eran los padres que enseñaban bonitos y frescos trucos de magia a sus hijas. Cuando anochecía se interrumpían de repente; yo sabía que enseguida mi padre, pegado a mí imperceptiblemente, diría: “Cariño... Sesha, vámonos a casa.” Entonces cada noche me cogería en brazos para no tener que arrastrar aquella pierna y nis golpes más. Se volvía entonces más especialmente vacío... más que cuando me maltrataba en un desesperado intento de lograr que consiguiéramos que todos sus hijos salieran con vida. Sus arrugas y su mirada perdida adquirían un toque especial. Lloraba, y mientras me llevaba como su mejor pequeña entre los brazos, nos repetía, y aún no he podido sacármelo de mis pesadillas: “El ritual es necesario.” “El ritual es necesario.” “El ritual tiene que funcionar...”

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f -Hemos llegado al bosque de los árboles parlantes. -le dijo.

De súbito se oyó la explosión. -Mierda -dijo la chica, porque habían calculado mal. Cogió aire como si fuera a bucear y, en su lugar, echó a correr. Los chicos se dieron la mano, y en seguida sus jadeos seguían de cerca a los de ella. Rachael no dejaba de caminar. No podía, tampoco. Los gemelos no la dejarían. Pero Dima y Azulón estaban profundamente asustados. Rachael también, pero Rachael lo hacía por Markuz. Oyó el cuero de los guantes de Azulón retorcerse sobre las manos de Dima, con tanta fuerza que hacía mucho daño. -Sigue, Rachael. -dijo Dima desde detrás, casi ahogándose. También sonaba a punto de llorar. Rachael volvió un poco la cabeza. Desde allí se veía el fuego, el fuego que había hecho ella. Se paró, mirando el fuego. No le daba igual la gente que estaba ardiendo, no exactamente. Tampoco le importaba. Pero ella hacía aquello por Markuz. Si pudiera prender fuego a los gemelos. La idea la hizo enloquecer y se volvió contra ellos. Dima sostenía a su hermano, que apenas podía respirar, lívido. Rachael empujó con violencia a Dima. Azulón la soltó con un grito para no caerse. Pero a Rachael no le interesaban los pequeños y frecuentes desvaríos de Dima, le interesaban los vaídos de Azulón, le interesaba él, que podía Ver en mayúsculas, que era una plantita de tallo quebradizo y, no obstante, la más poderosa. Rachael hizo oídos sordos a los gritos de terror de Azulón cuando cargó su puño y Dima apenas tenía fuerza para entorpecerla agarrándose a sus piernas. Pero Rachael se quedó quieta... aún estaba de una pieza. Congeló el fuego al principio del bosque. Las llamas se quedaron paralizadas. De modo que aquel instante parecía haber congelado el bosque entero, y quizá a ellos. Aflojó un poco la presión sobre el cuello de la ropa de Azulón, para que él dejase de chillar, y pudiera oírla. -Cuando traté de escapar tú me lo impediste. Dima había empezado a temblar. Rachael la miró, casi sin poder creer que tuviera tanto miedo de ella. -Cuando aquel tipo me... -rozó con los dedos las marcas por el cuello. - degolló... tú le fulminaste. -No te podía hacer daño -susurró Azulón. -¿Por qué? No sería culpa vuestra. Si yo me muero, no tenéis encargo. Con lo que tendrían que soltaros. ¿¡Crees que no lo sé!? Bajó los ojos hasta Dima y sacudió la pierna para zafarse de ella. Como no había respuesta, enfurecida, zarandeó a Azulón. Los gemelos chillaron en un solo tiempo. -¿¡No!? 205


-¡Tal vez! -aulló Daima. -Pero somos compañeros -replicó Azulón, muy rápido. Le costó mucho por la posición a la que le forzaba Rachael, pero consiguió mirar a su hermana con espanto. -Somos... compañeros. Rachael deshizo la presión, sin ninguna fuerza en las manos agarrotadas. Tan de repente, Azulón fue a caer. Rachael y Daima le cogían a la vez. -Si te perdemos Markuz no tendrá a nadie que lo ayude, Rachæl -le dijo. -Por eso no te haría daño. Daima frotó los ojos de su hermano, y su cuello magullado. Rachael echó a andar sin quitarse las lágrimas. Los árboles parlantes sollozaron, ya que sabían que ahora también iban a arder.

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f "¿Si viene un coche? Morimos. Ya está. En el fondo la muerte es fácil. Pero se empeñan en que no lo parezca. Como si así no doliera igual". Tenía un ligero tono perplejo al reflexionar y era lo que la mataba de su filósofo. Hasta que llegó el camión y la metáfora se hizo a viceversa. Acertó, era un insulto aquella sencillez. Pasar de dormir en el asfalto con la filosofía a la vigilia de estar a solas esperando el mismo camión, que volviera, por dios, que volviera. El cambio también fue sencillo. No hubo chasquidos de un clic cósmico de que encajen las cosas. No hubo llantos hasta acabar en urgencias. Acabó y a la noche siguiente fue otra cosa. ¿No era terrible volver cada noche, pero que no volviera nunca el tráfico?

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abrió sus poros, pareció respirar toda piel; -No me gustan los rumores de una gran ciudad. Miró lastimeramente a su izquierda. Luego a la derecha. Seguía sin haber nadie que escuchara. La droga hizo efecto rápido y sin dolor. Abrió sus poros, pareció respirar por toda la piel; el aire se impregnó de ese ligero olor a tierra. Como enterrar la nariz en un agujero, de niño. Y nada más. Abrió los brazos y acabó de pasar por el cable, y tampoco se cayó. Al aterrizar plegó los brazos de golpe, así que se disipó el equilibrio. Como si deshiciera la burbuja que mantiene a flote: "pup", el pelo cae sordo a la espalda, se pliegan las alas con los brazos y los pies íntegros tocan el suelo. Se dejó caer sobre los cables. Los calentadores de los pies, raro, empezaban a enfriarse. Miró abajo. Había movimiento. Y luces. Aunque el sol no había acabado de marcharse, sus sustitutos de varicolor brillaban por cualquier parte. Qué insulto, qué arrogante. Los cables empezaban a moverse. Así que, de rodillas y sin abrir su equilibrio, chilló. El sol acabó de esconderse de su humillación y se levantó su huracán. Siguió en los cables, donde se sentía cada vez más fuerte, se hizo tan grande como el vendaval que le penetraba por los poros de la droga y gritaba de éxtasis, simple y duro. Con las últimas briznas de brisa agresivas el pelo cayó de nuevo, suave. Sus ojos poco expresivos pensaban en la pena de aquella gran ciudad, y su murmurar, que no le gustaba nada. Dio una patada al semáforo, que se desvaneció en silencio, Ya ni ellos se atrevían a protestar. Abrió los brazos, replegó su equilibrio antes de expandirlo hasta su cénit, recorrió de nuevo los alhambres que llevaban camino a casa.

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f -Si salimos... -Las calles están llenas, no queda ninguna persona. -murmuró Ehster. A Ehster apenas se la oía nunca. Decían que tenía heridas profundas dentro de la garganta y que en lo que le quedaba de vida no volvería a chillar. A menudo Fe sentía lástima por ella, porque estaba hecha de heridas. Sabía todo de la vida aunque estaba llena de heridas. -Afuera serías el mismo foco que él y sobrevivirías peor. Feit... No sabes cómo vivir todavía. Fe se estremecía entonces y Ehster sonreía. Siempre lo sabía. La primera vez Fe se había dado por cadáver. Desde entonces aún soñaba con ese brillo de madre de sus ojos. Ehster golpeó la mesa con brutalidad. Nadie se giró. Fe miraba en derredor fascinado, aunque Ehster concentraba en él aparentemente toda su fuerza. Fe movió ligeramente su silla. El cúmulo de miradas le hizo tensarse, notablemente. Ehster suspiró y se ahogó en su cigarro. La gente se olvidó de ellos casi de golpe. -Eh, Feit. -le llamó. Esa vez no fue necesario ningún truco para disimular. -Todavía no sabes engañarles bien. -¿Por? -murmuró. Curiosamente Ehster nunca se tomaba como una afrenta cuando el que respondía muy bajo era él. -Yo pienso que porque no lo entiendes. Echó la espalda hacia atrás, haciendo que la silla crujiera sonoramente. Ehster se ahorró comprobar con Fe que la gente no mirara. Le esperaba observando. -Curiosamente eres el único que puede hacerlo. -se replicó. Le sonrió, débil; Fe empezó a deshacer el papel con la última nota entre los dedos. No prestó atención, a nada, absolutamente a nada. Nadie oyó el ruido y Ehster suspiró, suavemente. -Es él o nosotros. -Eso sí entiendo. Ehster se levantó. Fe se olvidó de sus órdenes de ayudarla al verla. Era el único ser vivo que sabía de quién descendía (otro favor de Ehster) pero estaba convencido de que su aire de majestuosidad no dependía exclusivamente de ello. Era inmensa. Incluso ahora, casi desbaratada, con todos los frentes a punto de arrastrarla con ella, reservaba aquella mirada de curiosidad a Fe, se moría de heridas puras, pero seguía luchando con su belleza inalcanzable más expandida que nunca, mientras todos sus trucos aún eran capaces de seguirle el juego. Fe aún tenía entre los dedos un trozo de papel, un pequeño pedazo que no decía nada. Salieron sin pagar y Fe era el único que se dio cuenta. -Feit, pequeño Feit. -Fe se esforzó en no perder la voz de Ehster en el ruido. Ehster caminaba ágil por delante, sin tregua. -Tienes que hacerlo. Ya sabes dónde está. -Me puede matar pensándolo sin querer. ¿Verdad? Fe miró de frente los ojos estáticos de Ehster. Se había materializado un puñado de miedos 209


infantiles, pero Fe no parecía arrepentirse y Ehster distaba mucho de no hacerle caso. -También yo puedo. -dijo, serena. Era verdad que no quedaba gente en calles en las que no había espacio para moverse. -¿Sube alguna parte? Fe se guardó su pequeño vestigio de la nota rota. Haberse tenido que acostumbrar a esa clase de inexpresividad en ojos que estaban engañados, esa vieja inexpresividad, ardía. Tomó aire antes de regresar a la nota -Centésimo vigésimo séptimo. La orden llegó a su cerebro traducida a lenguaje humano un poco tarde y los ojos apáticos pulsaron. El ascensor vaciló. Luego solo daba señas de su movimiento una luz que parecía querer alcanzar algo, de botón a botón. Fe sonrió complacido al apoyarse en la pared del ascensor. Hubo una vaga interrogación en los ojos, que Fe apreció. Le enseñó el papel vacío pegado con un alfiler a su jersey. -Llevo media hora enseñando un papel vacío como credencial, y estoy junto al área restringida. Los ojos de desidia se deslizaron a cualquier otra parte, que revestía el mismo interés. Fe borró su sonrisa falsa. No era exactamente falsa. Tan solo estaba hueca. Menos de lo que aquella mirada se asemejaba a una serpiente agotada, pasando de presa a presa. Solo que a estos primeros no les cabían ideas tan complejas. Fe se despidió al salir con una sacudida. El ascensor se movía después de todo. La planta de la aguja del rascacielos estaba revestida de marfil. Fe reconoció obsidiana en los pomos de las puertas. Aún traía aquellos recuerdos vagamente reconstruidos. Dos puertas gemelas enfrentadas al ascensor cerraban el recibidor que componía la última planta de la aguja. Fe las abrió. Los hechizos se disolvieron de golpe. Se materializaron en cristales que flotaban por todas partes, tuvieron un escalofrío y se cayeron contra el suelo. Ocurrió exactamente así, solo que sin consistencia. Pero ya no los necesitaba. Estaba sentado delante, sobre una escalera vieja que habían añadido junto al trono de marfil. Estaba en el último escalón como si fuera la forma más próxima de sentirse en contacto con el cielo. Fe se preguntó si alguno de todos los esquemas que habían impuesto en su cabeza se aproximaría siquiera a aquella idea arrastrada brutalmente a la materia. Las alas brillaban pese a que el peso del mundo descansaba en ellas. O lo parecía. De verdad. Fe se aproximó a la criatura. -Hay un culto alrededor. No dio señal de haber oído. Fe se aferró a lo que restaba de sus trucos, baratos. -Hay un mundo a tus pies, pero no saben lo que nosotros. Aquella mirada lastimera le hendió el alma. Fe -Y quedamos tan pocos. -Han dicho que eres el único que puede hacerlo. 210


La voz era real. La voz etérea era un después que anulaba el antes, y la criatura hablaba como si el alma se escurriera. -Capaz de oponerme a ti. -Fe ya no tembló. TODOS SUS HECHIZOS RECOBRARON LAS ALAS DE REPENTE. En su cabeza, un vinilo rayado repetía un par de estrofas de jazz. -Las calles vacías, ¿sabes por qué? Le miraba. La penumbra teñía sus labios bonitos. Puede que hablara solo con pensar. Al ponerse de pie Fe vio la pronunciada curva que describía su espalda, por antojo, en el sentido contrario al que dictaban sus alas. Fe miraba expectante, como si buera a mamar por primera vez el más ansiado néctar, al borde de un colapso que retrasaba con fuerza. No le gustaba el giro al traducir sus palabras. -Los diablos saben que tienen atrapado próximo al cielo al único dios que no ha muerto de pena. Ehster prorrumpió por la puerta con un alarido de su garganta mortal, Feit se desplomaba con gesto incierto, la criatura seguía reposando en su escalera, triste. Le sangraba el cuerpo de los cortes de los trucos al caer.

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f Lo habían abandonado, pero cómo iba a acordarse de aquello. Además, hacía ya tantos años. Observaba medio erguido. -Sus huellas han pasado por aquí. Seguramente añadirían que los pájaros sabían que estaba cerca, y por eso estaban callados. Nada que ver con las patadas a la hojarasca y las piedras. De llevar un tambor, la diferencia habría sido el desconcierto instaurado, y poco más. Olfateó mientras se sacudía un poco. Los primeros cristales de hielo estaban ya formados. Iba a ser un año duro. El olor era de tres distintos. Los riuidosos eran dos. -No puedo creérmelo. Es tan hermoso. Erizó el pelo. Llegó un momento tarde. El hombre le congeló de alguna manera. No podía correr, no podía siquiera incorporarse, y mucho menos podía comprender más aparte de que había sido él. Le tenía acuclillado delante, desarmado y pensativo. -Se te pasará poco a poco: solo escúchanos. -pidió. El hombre y la mujer llegaron corriendo. Cuando le dirigieron la mirada hizo el esfuerzo de mostrar sus dientes. -No va a resultar. -murmuró el hombre ruidoso, sacudiéndose el bigote. El joven apoyó las rodillas en las hojas. -Hoy hace veintitrés años que elegiste transformarte. ¿Te acuerdas? -dijo despacio. Su cerebro atosigado trató de amoldar las palabras a sus ideas. -¿Seguro que es él? -dijo la mujer. Él hizo un gesto brusco para acallarles. Hubo alguna chispa azulada. El lobo aulló y trató de huir. -Por favor -susurró el hombre. Su magia tal vez tuviera algo que ver. Fuera lo que fuere el pelaje y los dientes del lobo se escondieron un poco. -Venimos cada año porque queremos traerte de vuelta. Eres un mago. ¿No te acuerdas? sonó desesperado. -Eras el mejor. Mi madre me lo decía a menudo. Ella te quería. Y quería entenderte. Ha pasado tiempo. No lo recordarás, cuando se fue. Ella no se olvidó nunca. Sihdo... Papá. -le tembló la voz. -Cada año que pasa se vuelve más difícil dar contigo. Lo que sabes podría ayudarnos. Podrías salvar tanto. Déjanos... llevarte conmigo. El lobo dio un salto. La mujer y el bigotudo se espantaron, pero el joven le miró a los ojos. El animal se sentó y miró a su hijo con un gesto reflexivo. -Si me das la espalda, volverás a encerrarte en tu propia magia. Y solo serás un hombre aprisionado en cadenas férreas, con esbozos de humano. Atisbos de inteligencia, de lenguaje. Retazos de magia que te vuelven algo más que el mejor. Y lo sabes. Te vuelven especial. El animal se incorporó. Era un poco más alto que su hijo, agachado. No se acercó a él. Parecía que tan sólo podía mirarlo. 212


-Hoy hace veintitrés años y no sé si llegaremos alguno de los dos a veinticuatro. -Te equivocas -medio aulló. Entonces se movió. Los pasos del rey mago del bosque perdido eran notablemente torpes, por el hechizo de parálisis, pero ya era capaz de moverse. Se acercó al hombre joven y, aunque al hablar arrugaba el hocico como si fuera a morderle, el joven fue el único en no retroceder nunca. -Yo no olvido. Yo no soy prisionero. Aunque pierda lucidez. Soy un prófugo. Y eres el único bienvenido a mi refugio. Se frotó contra su rodilla, como el más adorable felino, Mientras, le miraba a los ojos desde sus pupilas profundas y llameantes. Bien vivas. -Mamá mintió. No te abandonó. -murmuró ronco. El lobo meditó la respuesta. -Ella fue más fuerte, por eso murió antes. Me abandonó, no como piensas. Peor... El lobo contempló la mano extendida ante él. -Vuelve. -Ella decía... Retorció sus difusas facciones. -Ella decía algo. No abandones nunca, si sabes que es tu camino. El joven contempló al lobo cuando, despacio, se internó poco a poco en la hojarasca. Se quedó mirando el último punto en que distinguía su pelaje, dudando si no sería un primer montón de nieve. -¿Qué te decía? -dijo la mujer. El joven la miró sin entender. El otro hombre silbó, a todas luces admirado. De haber sido por él, el animal no se habría marchado, no en esa dirección. -Veintitrés años y sigue siendo el mejor. Hablar con magia... Nunca en mi vida había visto chispas de esos colores. El hombre joven rompió en carcajadas estridentes, incontenible. -Cometimos un error. Nos hemos equivocado radicalmente de tipo. El lobo abandonado, fundido con el primer montón de nieve, contempló aquella marcha triste vuelta a casa. Por su parte, también él volvió a casa.

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-¿Esta es la nueva forma de vida? ¿Éste es “el futuro”? -Así es. -¿Saben dónde está su libertad? -Apuestan que no.

-Venga. -Qué. -¿Qué hay de ellos? ¿Qué crees? -¿Yo? Se inclinó. Solo un dios puede mirar una burbuja con ese orgullo tan triste. -Que así no hay manera. Así no hay esperanza. Palpó su burbuja. -Claro que qué puedo saber yo.

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Fe-der-katt -¿Cómo has dicho que lo llamas? -Fe-der-kat. -pronunció, feroz, salvaje. Parecía a punto de saltar a la intemperie desnuda. Su hermano Jona rompió el encanto. Aun así, Xeon no dejaba de mirarla. La curva de aquella espalda nada peculiar, y supo que había soñado con ella, o iba a hacerlo, no sé. La francesa intentaba rehacer sus defensas. Xeon le tendió el cigarro que fumaba. -¿Qué magia tiene? Esa vez, Xeon perdió la posible transcripción de los sonidos. La francesa le cogió el cigarro y fumó. Fumaba protegiendo el papel, como se protege los mecheros del fuego. -Tiene la magia del mundo. Xeon cambió el codo que apoyaba en el aparador. La madera era vieja y crujía. -¿Por qué haces eso? -Yo creo en detalles, señor Irving. Xeon se enteró de que le gustaba que su apellido sonara a francés. Camie se acercó a él caminando, elegante, descalza y aunque alguien había dejado medio incompleta la tarea de desnudarla. No tenía dedos elegantes, pero se esforzó en atar la pajarita del señor Irving. Xeon intentó rozarla y tocó los dedos de ella. Se le echó encima. Tanto, que sus mejillas tocaban las del señor Irving. No vio la lágrima en ella hasta que rozaron sus pieles, y sintió aquella sal, último recuerdo de un mar muerto. -Usted y yo, señor Irving, vamos a morir hoy... De una u otra manera. -susurró. El escalofrío taladró la columna de Xeon. Jona chilló abriendo fuego. En un momento, la casa entera parecía estar en llamas. Jona se agachó sobre su hermano. Xeon le miró con ojos lastimeros. -¿Cuántas balas te quedan? -le dijo apenas. Jona empezó el cálculo. Xeon le interrumpió. -Cuéntalas. Jona manejó el arma. -Una. Xeon cerró las manos sobre las de su hermano. Le introdujo su insignia, con cuidado, con una devoción de las que quedan poco hoy en día. Jona empezó a llorar, aunque Xeon le sacaba mucha ventaja. -Después de ellas habríamos podido hacerlo todo diferente. -Y te ha matado. -Lo ha hecho. Xeon le rozó los labios, y Jona tuvo que hacerse cargo de los demás, desesperado, desesperado, allá iba el último bote que podría haber salvado ambas vodas. Solo que Jona tenía algo nuevo. -No te olvidaré, Xeon, hermano. Pondré cuidado de que ninguno de ellos lo haga. -¿Quieres destaparlo? El esfuerzo le hizo sonar exageradamente sorprendido. Jona asintió. O quizá no exageradamente. Los labios sabían por última vez a él. 215


La sangre se escurrió entre sus dedos, de apretar la insignia más de lo que a los músculos les era realmente posible. - ¿Jona? Le miró. Xeon le apretó las manos sobre la bala. -No falles.

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fújur Si no lo hizo él, no seré yo quien lo haga. Pero habría mucho más que decir de él. La debilidad hizo sus palabras torpes, y yo lo haría de otra forma. Pero es que hay tantas formas. Y en el fondo no hay diferencia entre decir que aquellas escamas eran como perlas o que equivalían a hundirse en la nieve. O yo no la veo. Así que no intentaré atraparle. Solo diré lo que recuerdo que él hizo mejor, lo encontró, y si alguna vez existe algo perfecto en ningún caso podrá superar esto: “Su voz era como el profundo tañido de una campana”.

____________________________________________ Hay un sinfín que descubrir. Me quedan ya pocas cosas que meter en la mochila. Camelín estará esperando fuera con él y miro ese amuleto de mis padres, el pez regordete. Camelín siempre parece más príncipe cuando me voy. Se le colorean las mejillas a menudo. Le pongo una corona en la coronilla al salir y afuera están sus escamas de nieve, que a veces se tiñen como si hubieran pretendido llevarse todo el mar con ellas y hubiera funcionado. -Nos vamos. Me arrulla. Él suena como una campana medio rota bajo su océano preferido, y bajo la nieve huele a lluvia. Y yo caigo un poquito en sus redes. -Nadie me cree cuando les digo que la historia real no es mía. Su tañido, en cambio, es mucho mejor que el de él, y mejor de lo que yo pueda capturar. Y él a saber dónde fue con aquel blanco de profundo acero cantante. Así que tengo que apañarme solo y no me defiendo bien. Camelín es tan guapa con su sonrisa. -No me das pena. -dice la campana. Abrazo un poquito ese olor a lluvia

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Mordaza.

Le quitó la mordaza con suavidad. Un último hilo de saliva pendió de sus labios. Ella rozó aquella piel seca con los dedos, pero no era eso a lo que estaba pendiente. Miró el tatuaje. -¿Por qué me has hecho eso? -musitó. Él sonó ansioso, aunque poco esperanzado. -¿Te gusta? Tuvo que ayudarla a llegar hasta el espejo. Despacio, tachó algunas letras con los dedos. “DESTROY YOU” -Me gusta. -

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Hiperespacial. -No, Sis. No voy a saltar más. -Te lo pido una vez. Una última. Para ganar, habría bastado que le dijera que no podía más. Un vistazo fugaz por todo ella lo corroboraba insultantemente fácil. Pero Gonna no hizo eso. Gonna bajó de la burbuja. Sería difícil olvidar aquel gesto. Aquel gesto tan hondo, se mantenía tranquilo. -Una vez más. -Si lo hiciera una vez más me iría. Y entonces saltaría otra vez para volver. ¿Te parece bien eso? -No me parece que vayas a poder con ello. Gonna apretó los labios. -No pienso en el desafío. No, no podría -admitió. -¿Y los magos? -Ellos ya... -¿Y la guerra, Gonna? Gonna miró a Sis con fijeza. Retrocedió unos pasos. Pareció que iba a saltar de vuelta, en verdad. Todos nos lo creímos. Estaba a unos pasos y en unos segundos estaría en otra galaxia, y no dijimos nada. Pero Gonna había sido un genio del engaño. Si era bonita era porque sabía esconderlo todo, y era como la letal belleza de las supernovas cuando explotaba. Solo nos dimos cuenta de lo que le importaba cuando parpadeó, así que hizo explotar la burbuja. La última burbuja que quedaba explotó, ni siquiera con violencia. Al contrario. Se deshizo suave y elegante, y se perdió para siempre su proporción perfecta. Y por supuesto se acabaron los viajes planetarios.

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de quién era -Lo más duro de dejar ir es las cosas que pierdes. Has llegado a alcanzarlo todo... -Insisto en hablar con él -aulló la hechicera. La autoproclamada hechicera. Si de verdad tenía la incomensurable fuerza que lucían los colores de su ropa podía parpadear y Lora aparecería al día siguiente tras las montañas del Valle. Pero no lo hizo. -Sigue frente a la computadora. Mirándola con esos ojos y susurrando. -siseó. Se sintió enferma. Se apartó, aún elegante. Recuperó la estabilidad mental con la sonrisa. Con ademanes de gran maga: -Pasa a verle. La hechicera la rodeó con cuidado de no tocar una fibra de Lora y avanzó por el corredor de piedra. Había un intenso silencio. Se oía el murmullo que era la voz de él, y a veces alguna tecla. Pero de alguna manera, aquello no era capaz de romper el silencio. Se integraba en él. Parecía hecho de la misma materia, hecho para encajar. El lóbulo de su oreja élfica se estremeció con los primeros sonidos inteligibles. Claro que eran tristes. El mago estaba envuelto en un jerséy junto a un aparato moderno desvencijado. Era el primer individuo que había perdido toda la Guerra, la magia y la de informática. Le espió desde el quicio de la puerta cuando llegó. Él había perdido la capacidad de oír cosas tan sutiles, o no le interesaba. Con una lástima inmensa, escuchó aquella sombra: -Has llegado a alcanzarlo todo... A veces dudaba si sabía de quién eran los retazos de la historia de que hablaba.

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No te pongas con las rodillas cruzadas. -decía la abuela Shin. -¿Eso te decía? 輝いて -No te pongas con las rodillas cruzadas. -decía la abuela Shin. -¿Eso te decía? -Luego me hacía leer japonés antiguo. -Creo que se intentaba compensar. Le sonrío recostándome. -¿Eso crees? Se dio la vuelta mientras yo cruzaba las piernas. Rozó con los dedos las pobres encuadernaciones que estaban por todas partes. Se habían salvado del fuego por los pelos a lo largo de los años. Y ahora habían poseído mi pequeño apartamento, con las ruinas que contenían, demasiado emborronadas, parciales y o anticuadas para volverse reales. -¿Cuánto dices que hace del funeral de tu abuela? -Seis días. Aún me duelen los ojos. -Entonces no sonrías. Notó mi mirada a la espalda. Sonrió. Me pareció una mueca coja. -Sonríes como si fuera real. -rozó distraído el lomo desconchado de otros. -Haces que todo esto parezca una mentira. Perdí el aire cuando me lancé sobre el que había caído bajo la mesa. Se lo quité de las manos, con una delicadeza inmensa. -No. No toques ese. Shite. ... Por favor. Lo miraba con un toque especial. Parecía ver algo en aquellos viejos caracteres. Yo podía entender la lengua, descifrar las palabras. Él veía algo diferente sin entender. Me rozó las manos, solamente para acariciar los trazos de hacía decenas de años. Estuve a un segundo de pedirle que me dijera el secreto, pero habló primero: -¿Qué pone en la portada? -Kagayaite. Le miré a los ojos cuando tradujo: -Fulgurante. -Cuál es el secreto. -dije sin aire. Alzó una ceja. -De que mires la vida así. Como si devorara.

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f La chouette était entiérement epatée. Elle était si petite que quelqu'un pourrait la prendre. Quelque aussi petit magicien pourrait la colorier, méme comme si elle était le meilleur enregistrement de le plus petite arc-en-ciel. Et elle était si effrayée que quelque magicien pourrait souffler et le vent serait tout ce qui faisserait la difference entre la crise cardiaque et ton premier vol.

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f

¿Cuántos pájaros se reencarnan en conchas? -Oh, muchísimos. Algunos solo viven unos días como pájaros, y no tienen suerte. ¿Y qué es el mar si no es el cielo? La aprendiza empezaba a palidecer de tanta sal pegada a su piel. Le miró. - ¿Cómo ven el mar los ciegos? -le dijo. Ella lo pensó, pero no se le ocurrió ninguna respuesta lo bastante buena. -¿Es que hay que verlo todo? -tocó la concha. -Aquí vivió un pájaro. Eso no hace el mar más pequeño. El mar sigue siendo el cielo. -Te has equivocado. Dejó de mirar el mar para cruzar los ojos con ella.

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Bivra. Vibra. El mundo se sacude presa de su monstruoso efecto mariposa. Quedaban solo tres capaces de producir esos efectos. Anoche cuentan que murió el penúltimo. Desbarajuste no sorprendente tratándose de esta clase de gente. El mundo se queda ahora un poco más frío y menos estable. Los dos que quedan piensan morir sin dudar por el último efecto mariposa de la tierra, según cuentan.

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35 Empieza a hacer frío, en el solsticio de verano. Los abrigos ya no funcionan si es en las vísperas de las nevadas. -¿Por qué hace esto? - pregunta Mimi. -Creo que le divierte que las cosas sean al revés. Mimi tiembla. Lleva haciéndolo desde que la conozco yo, hay motivos para temblar. Me gustaría darle un abrazo, pero a mí me da miedo. Se aprieta conmigo y sus pisadas empiezan a sonar sincronizadas en la primera capa de nieve. -¿Y si nunca vuelve a salir el sol? Miro hacia el cielo, donde la capa de la bruja parece más fuerte que nunca. Y ella está allí, sonriendo como un cuervo. -Si sigue ahí atrás no aguantará callado para siempre. Si sigue ahí atrás. -Si sigue ahí atrás, y no se ha muerto ya de lástima. Mimi rezuma tanta lástima, también ella, que yo no dudo que se va a morir rápido. No ver con ella si llegamos a tiempo. Mimi se detiene en la densidad de la nieve, tiritando. Yo no, yo tiemblo. -Creo que aquí vale -dice débilmente, pero yo la entiendo: «aquí es donde cayó el último rayo de sol». »Es seguro, Husu. Si puedes matar a la bruja el único sitio es aquí». Me quita los guantes y me mira mientras monto el arco y le pongo la cuerda, la he llevado mucho tiempo en una riñonera bajo la ropa para que no se congelara. Mimi me da la flecha. Es la única flecha que tenemos. Es la única que no se va a romper, es la única que la bruja no ha roto. Siento que me hielo de repente. Creo que nos ha visto y nos mira. Me han hablado del miedo que da que te miren así, los monstruos del vacío. Y nos ve. Mimi cae como una pluma que se lanza con fuerza. El zumbido del arco me recuerda a todos los que han muerto heridos mortalmente del frío buscando la última flecha. La flecha grita en el aire, yo grito cuando el arco estalla entre mis manos incandescente, la flecha se aproxima al cuervo y al sol.

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, y lo mató la duda. Repitió la excusa y ella abrió mucho los ojos chicos. Impactaba más en el cara a cara. -¡Me has mentido! -protestó el fantasma en voz baja. -No, estás muerta de veras. -Has mentido en todo lo demás. -masculló, fiera. Él se estremeció. Las huellas de la madera se dieron la vuelta, rompieron la única carta invisible de amor y se fueron por donde habían venido. Él al final olvidó preguntar el color de que solía pintarse las uñas.

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f La silueta bailaba y la hacía enloquecer. Le suplicó que parase. La nueva estrategia no funcionó tampoco. Siguió con aquel contoneo errático. Le recordó que ella le había dado palabras suaves. Le había dado lo mejor que había sabido y al marcharse lloró como seguro que nunca había llorado por él nadie. Fuera un demonio o lo qie fuese, seguía queriéndole, se lo había dicho. Ahora eran dos nada que sabían herirse muy bien. Él lloraba entonces al otro lado del estor. La pistola llevaba tanto tiempo junto a su cabeza que el metal frío había empezado a arder. Él se seguía moviendo. -Si sigo así, la mataré. -suplicó. -Aún no he acabado de divertirme. -le dijo parapetada tras la pistola. Era raro que pareciera más triste cuando más se animaba. -A lo mejor acabas matándola. Lo siento, fantasma. Parpadeaste en el segundo equivocado.

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La violinista que aún no he robado del tejado. Se sentaba en braguitas al lado. Pensé que sería fácil quitarlas. Ése era el problema. Pensaba en robárselas, y tal vez habría una recompensa deliciosa, pero el crimen podía más. Era lo sacrílego de llevármelas, como a lo grande era el llevármela a ella. Por entonces aún pretendía hacerse la dura. Mantenía algunas cosas que volvían locos a otros, a muchos otros, como pintarse las uñas, pero que a mí me daban casi completamente igual. Por supuesto, ella aún se hacía la dura, pero yo sabía que no lo era. Se sentaba en braguitas, se cruzaba de piernas como si no quisiera que la alcanzaran, y ponía el último y desfasado vinilo de una chica que era cantante, no una muy buena. -¿Hoy no vienes a robar? -decía. Reconózcolo, aquella chica me mataba el nervio. El don que algunos tienen de saber comportarse ella lo tenía triplicado y, además, tergiversado. Tenía una predisposición casi genética para ello. Alzaba los brazos. En lugar de pedir paz, me recordaba los viejos tiempos de violinista. Pero ahora contra la espada y la pared. -¿No eran viejos y buenos tiempos? -Yo no los recuerdo así. Le pedí silencio con un dedo. Aquello eran mentiras bastas. No hace falta nada para robar. He hecho malabares con espectadores y ninguno se ha dado cuenta. Silencio, solo demando silencio. No el que rompía el vinilo. El que tenía que guardar ella, la chica que me partía los nervios, la chica por la que me partía la espalda. -Tienes la virtud de recordar como quieres. Le rocé el único lazo de sus braguitas, bajo el ombligo. Se rió, pero no rompió el silencio; se apoyó en mi clavícula, tranquila. O controlada. Empecé los malabares con un beso, suave. Detuve los dedos, en contra de nuestra voluntad. El ladrón gasta el tiempo que otros dedican a la libertad en el robo. Es libre, es todo lo que queda libre, mientras la hacía a ella prisionera aunque no importaba, porque había vuelto a ganar la peligrosa realidad, en el último derrape antes de caer del puente.

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f Un día la ciudad despertará, así que volverá a quedar uno de nosotros. La sombra arqueó las cejas, cómica. -Pareces tranquilo. ¿Acaso sabes cuál es más humano de nosotros? No es eso. - evité la pregunta. -Es que tengo un plan. -¿Sí? Se dio cuenta de que había estado casi todo el otoño dibujando algo de repente. Pero se lo quité de las manos. Eso pareció enfadarle, pero al final no hizo nada. -Siempre quiste tener un hermano gemelo. -Yo nunca. Así que ya sabes. Para mí eres una puñeta. -Se supone que deberíamos llevarnos bien. -suspiré. -Entonces no intentaríamos librarnos del otro. -Bueno, me marcho. La mirada de pena se instauró en él otra vez. -¿Cuánto falta para que salgamos? De verdad. -No lo sé. -me envolví en la bufanda. -Tal vez nos lleve toda la vida. Salí de su hotel abandonado con tranquilidad. La reunión había ido bien. Cada vez sabía más cosas de él. Afuera, Elisa me dio mi bastón. -¿Te has acordado de algo más? -No.

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-¿Se ha dado cuenta? -No... Elisa andaba rápido. Tuvo que pararse a esperarme, y empezó a cambiar el peso de los talones a las puntas de sus pies. Aún era una niña ágil. Las estaciones de la ciudad no habían podido todavía con ella. Claro que era más fácil en su condición, pero seguía pareciéndome que estaba llevando la vejez aquella mejor que nadie. El olor meloso se anticipó cuando doblamos la esquina con el letrero en raros caracteres. Aún no había aprendido a leerlos. Era más extraño que aquello, en realidad. Elisa los leía ávidamente, más suelta que cualquier niño, o eso creía recordar yo. Cada vez que yo intentaba leerlos, se me escurrían. Ni se emborronaban, ni los mezclaba, aunque ciertamente eran lo más raro que me sonaba haber visto. No era capaz. El grupo de ese día era grande. A lo mejor era una sola familia. Había dos ancianos, seis o siete adultos y un par de niños. El mayor ya era casi un adolescente, pero la más pequeña llevaba un suave vestido blanco. Todos vestían de rosa, excepto la pequeña. Tal vez ignoraba que todos los suyos vestían de rosa. Elisa apoyó su mano sobre la mía y el bastón. Seguimos andando. Se apartaron para dejarnos pasar. Era la peor parte para Elisa. La niña no se quitó. Una mujer la agarró de la mano para apartarla del camino bruscamente, pero la niña seguía sonriéndonos: -¿Ellos son los que nos podrían salvar? Elisa gimoteó. Escondió su cara contra mi abrigo; yo me enfundé más en él y me dirigí a la mujer. -¿Cómo es que ella no va de rosa? -No le gusta el color, zir, y va a morirse ya. -me respondió con sencillez. La niña mantenía aquella sonrisa. Le faltaba uno de los colmillos, lo que le daba un gesto extraño a su mueca, como desigual y exageradamente inofensiva. Vi el primero cómo se le blanqueaban los ojos al morirse. Se dobló en dos y cayó. Al principio pensé que parecía que rezaba. Pero se retorció y cayó de lado, con la suavidad de hojita intacta. Entonces ya me di cuenta de que era el último copo de toda la temporada. Aquí se acababa su juego de pájaro, llegaba al final y delante de mis ojos semiciegos. Grité. Me caí con ella como arrastrado por su naufragio y la cámara se ralentizó al grabarme aquello siempre. La marea de rosa burbujeaba en gritos y lloros en derredor, y ella brillaba extrañamente como un copo sangrante, perfecto y sin mácula. Elisa se apretó contra mi abrigo, espantada viendo derretirse aquella pluma de una época más blanca. - No puedes salvarla - susurró. Me espantó aquel miedo inherente a todos nosotros y a mí, y aquella historia que comenzaba a mitades. Creo que no podía y saberlo me hizo trastocarlo todo. Pesó su sangre pálida. 230


Y grité y la niña vivió, puede que para siempre. Sentí el “‘crac’” de mi sombra al fragmentarse, y aulló.

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f -¿Y si al abrir los ojos no estuvieses? Hacía un montón de libélulas en el parque. La niña apretó los dedos y no pareció consciente de que acababa de matar a otra. -¿A dónde te habrías ido, eh? Se llevó las manos contra el cráneo, fuerte, exageradamente, y lloró un poco. Fue más fuerte de lo que parecía. - ¡¡El aire vuelve a vibrar otra vez!! El timbrazo fue como si la dejara seca, parada en su sitio. Empezaba a alzarse la primera nube estival, pero aún hacía ese tiempo extraño que perturba. Sobre todo que perturba. "Se te ha apagado esa luz que tenías en los ojos" La libélula se escurrió de sus dedos y en lugar de enredarse en el pelo se cayó al suelo, pero no importaba a nadie, porque ya estaba muerta. La pisó el chiquillo que le disparó a la niña en la cabeza, y así dejó de gritar, ya que nadie sabía del temblor del aire. Bueno. Siguió haciendo libélulas, en alguna parte.

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f -Las flechas se contradicen. -murmuró, rozándolas. -Eso es que tenemos que volver. -Y le rozó los dedos, al tocar también las flechas. Las maletas acusaban en la puerta y ya habían llegado a pedirles que salieran. Así que lo hicieron. Salieron. -Aunque te maten, más te vale estar a la vuelta. -le dijo. Sonrió. Pero hay un problema con las paralelas, aunque sean opuestas.

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f El abuelo está ya muy ciego. -¿Así que se equivocaba? La goma del volante crujía de cuando en cuando. Desde que mamá no estaba, papá tendía a hacer muchas pausas, a veces hasta tres crujidos de goma. Como se aburría, la niña escribió en el cristal el truco del abuelo. La palabra se volvía bonita cambiando pocas letras, el abuelo aupaba a la cría mientras fingía que se estaba quedando ciego, ah, vaya fallo. Lo borró con la mano y se guardó el secreto, como una bonita palabra prohibida

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f ¿Sabes que en el colegio hay ahora niños más pobres que tú y yo? Como te dedicas a viajar, no sé en qué punto desconectaste. Creo que vivirás peor que entonces. Creo algunas cosas malas, la verdad. Me faltan buenas influencias en la vida. Aún te echo de menos. Son niños muy pobres. Nosotros teníamos el catalejo de mamá y papá. Seguro que lo has usado mucho. ¿Aún tiene las gaviotas grabadas en el lateral? Les veo poco, porque en cuanto me ven se empeñan en que juegue a atraparles. Les chiflan mis pequeños trucos, que no pueda correr, pero suela ganarles. Y cada vez que lo hago, les regalo un nuevo cartón. Así juegan a otear las islas más cercanas, como si creyeran sostener nuestro catalejo. ¿Has visto a menudo esas cosas? Anoche volví a soñar con aquellos juegos. Sonaba esa canción que te canto, no sé cómo la aprendieron los niños, pero cuando me desperté estaban cantándola mientras jugaban. Estamos demasiado viejos para seguir el ritmo de estas cosas tan raras, querida, y somos demasiado cabezotas para convencernos. A veces los trovadores que llegan hasta aquí, medio moribundos, los que reavivamos con el calor del colegio, me cuentan cosas henchidos de admiración, cosas del mundo, y no saben que me hablan de ti. Sé que me entrará la tos, pero en este punto voy a reírme igual. También ellos son tan niños. No nos reconocen aunque solo hacen que cantar de nosotros dos. Seguro que tú también te ríes, vieja. A veces tengo ganas de seguirte el viaje. Pero ya sabes cómo son todos esos niños que imitan nuestro catalejo. No me dejarían que me marchase detrás de ti, no señor, ni que tuviese sus años. Me acuerdo de tu forma de abrazar para decirme que era un tonto. Les quiero tanto como a ti, vieja querida. Anda, cuenta alguna estrella para mí. (Añado antes de echar también esta carta al mar, ya sabes, me gusta creer que él sí puede darte alcance, aunque sé que viajas y vives y no eres capaz de detenerte en ninguna parte, como la caprichosa chispa luminosa que te recuerdo sin levantar dos palmas del suelo: el catalejo sigue aún allí. Todavía tiene nuestras gaviotas. La lápida, querida, vieja, sigue indescriptiblemente melancólica. Como si te echara de menos también)

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f

Irina tenía una sola curva que le hacía enloquecer. Tenía una, una sola, pero era tan perfecta, mientras ella susurraba mentiras en gaélico era todo tan grande, tan brillante y tan bueno, que la abstinencia era la peor. Irina se hacía demonio cuando se encerraba en sus colores de irlandés, su verde musgo, su lividez de una nieve inédita, Irina y las imperfectas curvas en sus rizos, y aquella precisa curva, la de un solo lado de su cuerpo asimétrico, que era para adorarla. Era para adorarla y para defenderla como un reinado, y sin lugar a dudas morir por y en ella, si se hacían las circunstancias. Era tan inatrapable aquella bandera en cualquier tipo de retina. Y aquella energía perdida, del demonio y el dios y su curva, que miraba con mimo, que lucía descuidada bajo el verde del musgo de su bandera. Irina y su sangre de nieve, y sus banderas, y todos los amantes que habían pretendido clavárselas. 236


f Contaba la chatarra metiendo apenas los dedos en el bolsillo. Sus ojos se volvieron a perder en el mar. Así las palabras amuleto salían mucho más fácilmente: - Turquesa, turquesa, turquesa. -¿Crees que eso impedirá que la escuela muera? -murmuró Ric, jugando con su propio amuleto, el cristal turquesa, turquesa, turquesa. El abuelo la rodeó con los brazos, protector. -Los pueblos son pobres. Y si no creyéramos en los talismanes, en magia, ¿qué haríamos aquí? -Es magia pasiva. Ni yo creo en esto. El abuelo se acercó a la niña, miró un momento toda su vida con lástima y rabia, y se estremeció. -Tu talismán, pequeña. Lo más fuerte que tienes, tú que lo tienes, hazlo... Clavó las pupilas en el mar, cogió el aire salado: - Turquesa, turquesa, turquesa. - ¡Eh! -chillaron atrás. Ric se sobresaltó más que los otros al girarse. Siguió mirando con desconfianza al chiquillo. -Tu madre fue la que le pegó. Todos la miraron a ella. Sonrió al pequeño, pero se frotó el moratón. -Mi padre murió en la guerra. -asintió. -El bando correcto, las armas equivocadas. -No somos armas. -murmuró Ric. -Por eso lo digo. Entiendo a mi madre, a mí también me duele la guerra, ni que fuese mía... Abrió los puños y varias monedas cayeron al suelo, poco llamativas sobre la arena. -Me las dejó él, son mías. Son para vosotros tres. Son para que reconstruyáis Torre. La Torre era perfectamente visible incluso desde allí. Era fácil entrever su silueta de noche y sentir que también ella te echaba de menos. -Son mucho. -Dijo Nina suavemente. -Sí lo son. Eso sí, no volváis por el pueblo -precisó bajando la voz. -Si pedís más aquí solo vais a sacar moratones. Esta es la época de magos con harapos y lucecitas. Ric le sonrió. El chico volvió a casa rápido. Nina se agachó sobre Ric mientras pensaba cuánto darían en el colegio las monedas, cuánto salvaban. Cuánto salvaban en un mundo sin un ápice de ganas de magia. - Turquesa, -el abuelo empezó a reírse con su vieja fuerza. -, turquesa, turquesa.

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Amantes del círculo estrambotico -Si no te mueves no te quemas. -Como las ortigas. -Como las ortigas. Miró el nuevo tatuaje, en el brazo que intentaba que no se cayese la cera. -¿Aún te duele? -Mucho, niña. -murmuró. -No quería hacerlo tan fuerte. La miró, con lástima, con profunda lástima. -No pienses en el enemigo, nena. Piensa en su castigo. Apretó los dientes y sostuvo la mano en alto, con firmeza contra el fuego. -Quiero abrazar a mi castigo. Él dudó un momento, pero no podía resistirse a apretarla contra él. Le dolió el tatuaje. Era incómodo porque tenía la mano, bien alta. -Qué bien juegas. Sabía que debían haber apostado por ti. -musitó. -Y que serías la última en morir, con esas ideas... -alguno de los dos crujió, por toda esa fuerza. - tan duras que tienes... Tan crueles... Se calló pero no no sabía superar el dolor, mientras aún la apretaba.

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¿ elegante? ¿Entonces un flamenco en lugar de cielo no es elegante? La historia de los volcanes dormidos es eléctrica. Un flamenco cósmico no tanto. Siempre empezaba torpemente Atlas, hasta que él con el piano se hacía titán. Entonces daba igual quién protagonizara su historia, estaba viva. Y ni siquiera era porque hubiese sonido. Algo de energía quedaba atrapado. La energía que falta en un vídeo o una foto, la energía viva que no se atrapa en ningún momento muerto. Los dos volvían a sostener el mundo, con esa fuerza tan potente, tan vulcánica y tan estridente. Las calles de Barna repicaban su estruendo porque era muy difícil seguir la melodía si no se sabía que siempre se empezaba torpe. Que la fuerza se cogía por el camino. Las vidrieras de cristal a las que habían olvidado dar un dibujo empezaban entonces a temblar, si la nota ideal resonaba en la frecuencia estelar perfecta. Lo hacía grande, de verdad, y parecía que Atlas abandonaba la piedra para Pelear. Los cristales nunca habían llegado a sucumbir a aquel grito tan intenso, a esas ganas de ayuda, pero seguían intentándolo por la pequeña vida que pendía de ellos y de ver que algo surtía efecto, de verdad. Que se desarrollaba más allá del entendimiento de potencias y etcétera. Necesitaban con desesperación el hecho de que alterara para siempre el rito de Atlas y su piedra realmente aún tuviera la fuerza equivalente al mundo. Entonces el flamenco se volvería tan duro como el resto de realidad.

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01.12.11 Tenía un nombre griego, Rafael o similar, y oh, cómo le gustaba despotricar. Tenía cicatrices. Nunca hablaba directamente de ellas. Las saltaba, las esquivaba magistralmente, pero siempre acabaría volviendo a ellas. Es que simplemente eran tan especiales, y hacía que lo viviéramos, hablaba de su Viejo País como si pudiéramos sentirlo también. Acabábamos lamentando no haber visto aquellas cosas por las que un ancianito quería haberse muerto. Y era tan profundo escucharle hablar. De viejas glorias muertas en plena victoria, como él. O de cualquier cosa. Tú sólo te ponías en pie y bailabas su son, aunque fuese alguna clase de jota senil e incómoda. Le bailabas siempre a él y a un nombre que yo ya no recuerdo, pero entonces lo teníamos como grabado junto a su acento, y exclamábamos, aquella época vivimos tiempos viejos y desconocidos. Las vivimos de verdad. Incluso algo murió cuando lo hizo Rafael, con su jota, o lo que fuera aquel sacudir, alegre y triste porque era capaz de expresar mucho. Como si las cicatrices repiquetearan. Y quedó solo un epitafio frío en un idioma mal compuesto, que seguía llenando, al menos a nosotros, aunque hablara de inventos viejos que no nos habían llamado demasiado. Grabado en nuestras pieles sedientas y húmedas. Anclado en nosotros.

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Tripto -Venga, posa. -le dio pánico el cierre de aquel objetivo. Los ojos que se entrecerraban así no decían nada bueno. -Si en el fondo tu cara es lo de menos. -Oh, qué bien. -Entiéndeme. Prefiero verte asustado a no verte. Apretó los ojos con pánico. -Triptofobia. ¿Te suena? Apártame eso de la cara por favor... -Mira, en los agujeros -arrugó la nariz- hay tesoros. Hay historias gordas. ¿Tú no querís escribir, o algo? Entreabrió un ojo. El obturador aquella vez se quedó quieto. -De veras -le insistió. -Mira, te puedo recordar algunas. Pero mis preferidas no las conoce casi nadie. Una tortuga se cayó dentro de un agujero. Se llamaba tripto y de ahí viene el miedo que tienes. Pasó mucho tiempo en el agujero porque no tenía suficiente fuerza para darse la vuelta. Es muy triste. »Cuando salió del agujero, había mucha luz, hacía viento, Tripto lo sentía en la piel al final. Aquella tortuga resplandecía de felicidad, a lo grande. De hecho, amanecía; Tripto siempre anduvo enamorada del impreciso salto de noche a día. Era perfecto, Tripto cerró los ojos mientras su pequeño corazón latía revolucionado, y no abrió los ojos. Él abrió los ojos mientras dejaba de contener el aliento. El sonido del obturador fue milimétrico al coger su sorpresa y congelarla. Ella sonrió a su mueca de sorpresa enfadada. -No es mentira... -El obturador volvió a moverse. Contenía el aliento como un felino que va a saltar, solo que era peor porque no había riesgo de despedazamiento. Solo había miedo genuino. -Tengo más. Solo necesito que esta vez abras los ojos. A ella no le gustaba de otra forma. Evidentemente era un anzuelo. -Ella buceaba, literalmente, ella se sumergía en los agujeros de las pupilas hasta habitar lo más recóndito. A ella no le gusta no ser observada, Alex... -los cinco agujeros se desafiaron entre sí.

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Mórbido Milka sonrió e hizo la referencia. -Je suis ce prince que tu as recherché. -Eres presuntuoso -gruñó Katt, encendida. Milka permaneció dando vueltas despacio alrededor del globo abombillado. Era de un color mórbido, suave, delicado y enfermizo. Al brillar como una luna Milka devolvía el brillo de la misma manera, y los colorines de Katt eran brillantes también. -Bueno. -Comment des lunes peux-tu voir? -Hoy no puedo ver bien. Ya lo sabes. Supongo que dos, o treize... Katt fue a caerse sobre aquel cielo, pero Milka la cogió de la cintura, se acercó a ella y respiró a su lado. -Sans moi la gravité devienne le pire monstre des increvables. -le susurró totalmente serio. Se respiraba bien cogiendo fuerte aquellos coloretes que hacían rara a Katt, los que le envidiaba una luna gorda. -Donc ne les laisse jamais me manger. Los ojos de Milka crecieron, y resultó que eran de un color parecido al de su globo y su luz de luna. -Sabía, sabía que la luna gorda mentía -prometió con una débil vocecita.

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[Introducir aquí título de la entrada del blog]

- ¡ Ah ! La electricidad le hizo volar. Steila aún tenía empapadas las plumas; y voló. Recogió el cuerpecito de Denma en el aire, con mimo, y rodaron. Pero Steila salvó a Denma del golpe. Al instante de hacerlo hubo un estremecimiento al otro lado del mundo. Denma fue el único que pudo sentirlo, y aturdido no comprendió nada. Steila le salvó de romperse. Le dejó en el suelo, sobre ella, y miraron. Denma quiso levantarse, pero el rayo aún no se había disuelto, sino que seguía dentro de él; Steila gritó al notarlo, y Denma se quedó inmóvil.

Su voz se alzó como solía hacer, en un silencio raro: - ¿Denma? Steila sintió el relámpago en sus plumas aún mojadas; le tocó, tímida. - ¿Denmark? -Te toqué - murmuró Denma, sintiendo el relámpago amplificado. Steila quitó los dedos con rapidez. -Me has tocado Steila -se atrpelló, aterrado, mientras Steila empezaba a hacerse a la idea. Landia sonreía. Sus manos aún llevaban aquella mezcla de agua, sangre y relámpago; Denma sintió la réplica de la primera sacudida, en alguna parte. -La has tocado. Al final has matado al último hada, Denma. El terremoto se replicó por última vez y Denma mató con él a Landia, y Steila caía, pero le salvó del golpe del último relámpago.

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- ¿Por qué iban a hacer algo así? - ¿Por qué iban a hacer algo así? - Están cambiando los tiempos. Pizpireta rozó lo último que quedaba. Cloroformo pensó en apagarlo de alguna manera, pero acabaría con el último fragmento de su existencia. Ya no se podía parar aquella explosión. Solo se podía adelantar al final y, al menos él, no quería perderse los últimos fuegos. Así que se quedó mirando su último momento de estelaridad, porque luego el ser estelar caería y ya no habría nada que levantar. Nada digno de quemarse. - ¿Y tienen que pillarnos a nosotros en medio? ¿Eh? Oh. Esto ya no marcha. Pizpireta encendió el cigarro en el fuego. Se lo pasó a Cloroformo, que lo tiró al suelo, como si alzara una última pluma al vuelo por él. Aún estaba aguantando de una pieza, pero poco después se rompería como nunca. En aquel momento miró deshacerse lo último que quedaba de Síncope. Sería que había llegado su momento. Se acabaron los monstruos quizá. Con ella se iba todo. Recordó cómo se alzaba hasta que nadie había sido capaz de volver a vivir con la intensidad de ella, su intensidad media y parcial. Pobre Síncope. Cloroformo empezó a dar forma a las palabras. Despacito. Pizpireta reconocía el canto. A veces lo cantaban de noche, cuando las explosiones eran mucho, mucho más duras pero siempre había algo que se podía añadir a continuación. Sin duda ahora el mundo había cambiado. Cloroformo la cogió de la mano mientras Pizpireta prendía un cigarro con las cenizas de todo aquello. Adiós a su último . Les habían prendido fuego y aquella vez no había fuerza para otra cosa que para hacerse ceniza. Pizpireta aún era capaz de cantar aquel canto, pero hacía mucho tiempo que había perdido las letras. Habían vuelto a prohibir cantar, así que ni siquiera se podían cantar el uno al otro cuándo habían sido otra cosa que arlequines de cinco años o fieras de fuego combustible; pero se acordó -aún sin saber cuánto iba a romperse- por ese instinto que les resta a las cenizas de cómo iba a concluir la explosión Cloroformo, tranquilamente suave con una rotura serena de punto final: -... y por el gran, gran Charlatán

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f -Simplemente no. No, no puedes. Arrugó los labios para que refulgiesen sus colmillos. Isa apretó los dientes. -Y lo que sigues teniendo sobre todo lo demás en la cabeza es teatralidad. El lobo arrugó de nuevo el hocico. Isa le tendió la mano llena de sangre. -No, ni se te ocurra. ¿Me oyes, Ische? No. Ische acabó de desgañitarse en el gruñido, y saltó. Isa saltó a un lado y le golpeó en la nuca con fuerza. Apenas atontó un instante al lobo. Su pelo se llenó de la sangre de la mano rota de Isa. -Lo voy a conseguir aunque no pueda contigo, mierda. -No puedes. Simplemente. - ¡A veces las cosas son... más complejas! Ische aulló y saltó. En aquella ocasión fue rápido y a Isa le costó apartarse de la dentellada. -No me defiendas. Sería capaz de matarte. Isa aquella vez esperó el ataque, y solo habló cuando fue demasiado tarde para que Ische abandonase su salto y pudiera retroceder y hacer las cosas diferentes. -Yo soy capaz de acabar con esto antes, y lo que más miedo te da es que lo sabes. Simplemente. Isa acertó en el punto exacto. Ische cayó al suelo, inerte. Isa se volvió y subió los dos últimos pasos de la colina.

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-Siroco vuelve a casa.f -Siroco, vuelve a casa. -Mamá, buena suerte. El viento sopló otra vez, y él era tan ligero que se despegó un poco del suelo. Rió. Rió como se ríen a veces los vientos que vienen de enredar, que es lo que hacen mejor, sabes . La vieja apretó los dientes que le quedaban. -Ven a casa... El chiquillo la miró como lo hacen los que ven un espejo que no van a acabar siendo, y le sonrió resplandeciente. Siroco se puso las mejores plumas en la corona y saltó en la siguiente ola, empezando la primera migración. El aire se le llevó lejos y olvidó el camino de vuelta. Así Siroco tuvo algo que hacer en la vida, mientras su viento se reía magistralmente como hacía él al enredarse en otras historias y decía en lenguas extrañas, ,,buena suerte''.

A veces pensaba volver a casa pero Siroco siempre avanza, con esa risa que lo anuncia como si supiera de todo lo bonito que ha llegado a ver la luna.

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f La tormenta arrecia y se nos acaba el tiempo. - ¿Es que van a intentar pararnos otra vez?

(la encontré) -Es probable que los dioses vuelvan a intentarlo. -Pues puede ser, ¿y qué? bufa. -¿Nos quedaremos parados dejando que lo hagan? La más pequeña, sobre una roca, deja que sus botas se deslicen por la capa de hielo hasta la nieve. Sacude las manos a la vez y luego mira una de ellas, la que tiene una foto. -¿Salimos bien? Se acerca. -Ya ni siquiera salís. Uno tiene una alegría trémula, pero el otro solo parece bloqueado. Se roza los labios. El hielo se adhiere a ellos. Sin duda los dioses tienen que ver. Pero está prohibido repetirlo mucho. -Perfecto. La niña deja que la cámara caiga sobre su pecho de la cuerda y escucha cómo se van desplegando las alas en ellos. Cuando abre los ojos se decepciona ligeramente. Pero ya sabía que no puede verlas. -Pelead fuerte. Uno asiente. Ella dispara la cámara otra vez, rápida, porque ha aprendido a disparar de todo ya. Saca la foto y la sacude mientras mira al que queda, el otro ya se ha ido. Él sonríe y hace el gesto que le enseñó ella, juntando pulgar y meñique y estirando todo lo que puede los dedos. Aunque tiene miedo, eso la hace sonreír. En cuanto se van, ella quiere llorar, pero tiene un nudo en la garganta. La tormenta que lleva días concentrándose estalla de repente, lo cual se le antoja muy gracioso. Se ríe profundamente mientras el monzón comienza a formar los primeros torrentes de agua sobre la nieve. Los dioses han vuelto a llegar tarde. -Ya no podéis hacerles nada. -alza el gesto hacia el cielo y el agua se introduce con furia por sus labios entreabiertos, a medio reír. -¡Ahora van a atacaros ellos!

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Yo me he creído. Yo me he creído. Me las creí todas, hasta que sonrió y me prometió que había historias que no habían dicho todavía. Cogió el libro ese de transformaciones, me arrastró hasta el campo y sonrió cuando me decía que cada una de ellas había sido más importante que nosotros dos antes de que la olvidaran. Cómo sabía ella retorcer cada letra para que yo me creyera, antes de que acabara, con algo de magia. Yo me he creído un león en sus dedos y un fénix, me he creído las historias de cada pétalo de aquella pradera y he creído, he creído con todas mis fuerzas en ella. En aquella forma de contemplar la rivera con sus ojos de niña ciega. He creído en lo que el tiempo no oxida como el credo de que se podía habitar un momento para siempre como creí en el mensaje.

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f Serua dejó el cuenco y le sonrió. Ella lo acercó con una de sus manos raquíticas, y lo miró. -¿Nunca habías visto esa comida? -se afanó en no asustarla con su tono. Fio la miró, un poco. Tenía unos ojos muy grandes, que le brillaban ambos aunque el pelo estaba colocado para taparle media cara. -No. No es eso. Me acuerdo del último de nosotros que hubo que matar. Serua se quedó rígida. Fio leyó su expresión, pareció desolada y se volvió hacia su comida muy despacio. Se volvió a la cocina. Tío Martio se acercó a ella sin quitarle los ojos a la chica. -No quiero a esa sucia aquí, Serua. Podría volverse loca y matarnos a todos. Serua apretó los dientes dando un golpe con el cajón. Fio la miró a lo lejos, con gesto de ciervo. -No es... Tío, no funciona así. Y es Fio la Roja. Martio empezó a replicar, pero Serua gritó más fuerte. -¿Es que no lo sabes? Va a ganar el juego. La posada se llenó de aquel silencio espeso. Solo se oía la cuchara de Fio, muy lenta. Con el mimo de las plumas en los pergaminos. Martio se dio la vuelta y salió de la cocina. Iba a la despensa, pero se quedó parado en la puerta. Serua le empujó suavemente para pasar con otro plato que dejó en la mesa de la fides. -¿Por qué sigues matando? -No lo podemos evitar, Serua, es nuestra naturaleza -replicó. Luego miró el otro plato. -¿Por qué eres buena conmigo? -No puedes evitar ser como eres. -Mentira. Tienes otra pregunta. Serua sonrió con vergüenza. Se quitó el delantal, se sentó enfrente y buscó esos ojos de perplejidad sempiterna. -También, ¿por qué eres la Roja? Fio le rozó la mano. Ojalá hubiera podido entender qué quería decir. Serua intentó pensarlo y le habría gustado saberlo para consolarla de raíz rápidamente. Solo pensó que tal vez lo que les mataba les encarcelaba también, de muchas maneras raras, hasta que se adueñaba de todo lo que eran ellos y ganando al ser el último se volvían libres. Fio se quedó quieta un segundo. Luego se subió el flequillo y Serua vio de cerca, de demasiado cerca, las heridas profundas hechas algunas con uñas o con alguna cuchilla. -Cada vez que mato un amigo me lo recuerdo. -dijo, y por su expresión parecía todavía sorprendida de haber sido tan ingenua. Y aquella mejilla de rasgos dulces se había meteorizado. Fio miró lentamente antes de bajarse el cuello de la camisa. Le sonrió con la media cara que no se había dañado. -Cuando lucho siempre acabo roja, Serua... -dijo, como canturreando lúgubremente. 249


A dios le dio por enredar los hilos de alambre, con el desastre que eso trae. Era de noche y Serua vio aquello desde el principio. Los ojos de la chica cambiaron, se alargaron, se dilataton y se espantaron en lo más hondo. Delante había una niña. Una pequeña de ojos gigantescos que sentía bien la carnicería. Serua no pensó, cogió a la niña del brazo y la echó contra su pecho. Un alarido terrible y, cuando se volvió, los dos fides ya luchaban. Y lloraban. Oh, dios, pero de qué manera. No sabía si se conocían, antes de esa... enfermedad, a lo mejor el llanto era sencillamente de pensar a qué clase de persona buena se estaba matando. Fio sangraba, por aquella mitad de su cara rota, cuando miró a Serua sollozando como si quisiera pedirle ayuda. Serua se preguntó qué clase de criatura ganaba ese juego. Qué clase de engendro quedaba en ello. 86

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f Para el 86 ya había habido muchas muertes entre sus filas. De hecho, se había plegado ya la carpa, y la habían deshecho en esos pedazos que algunos habían perdido, sin mucha importancia salvo por ese desgarrón emocional. Elais bailaba con él con su canción de vueltas. Robaluces lo aspiraba después de que ardiera con chispas de colores cada cuento, y le preguntaba a Ursa: “¿Cómo es que no arde esto nunca? ¿No me va a dejar olvidarnos?”, y el fantasma se callaba, pensando. Y hacía, claro, que Chali lo usó de veleta y de ala delta, para alcanzar ese gorrión plateado que picoteaba las estrellas en cuanto se distraían en el circo. Aviador y Dulce ya no se peleaban por remendar el pedazo de tela que le faltaba a la carpa, en el cuadrante justo para ver acudir a la luna a la hora exacta de función, cuando todavía columpiaba las noches entre tantas hermanas pequeñas, y ni acababan compartiendo capa, carpa & avioneta. Entonces las cosas estaban lejos de romperse y el circo tenía función. Pero la estela de Elais no brillaba en el cielo, como sacudiendo el polvo entre las estrellas y cometas. Ese error quedó bonito en los periódicos cuando Vrú se eclipsó y se hizo meteoro, pero no había sido así. Elais se sacudía el polvo y ya así bailaba, un poco, y quedaba más grande que las estrellas. Esa Elais que eclipsó los cuentos del circo, que siempre lo hizo, la domadora de dientes de sable y un gorrión. Robaluces presenta los tristes cuentos de la muerte de almas circenses desde el día que cayó la luna.

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f -¿Eso no es una máscara de cuervo? -Creí que estaban prohibidas. -Parece ser que no. Los monstruos susurraban como ratones. Sí que parecían poco menos que ratones escondidos en la maraña de zarzas con susurros, y movimientos rápidos y cortos para que fuera aún más difícil atraparlos. El más alto de ellos salió de la espesura. Su compañero tanteó el aire a manotazos, intentando cogerle. - ¡Eh! -gritó. El cuervo se volvió. Es difícil retener un movimiento así en las retinas tiempo suficiente para describirlo bien. Fue muy suave, como se balancean todas las cosas de noche, suaves, pero a la vez fue un relámpago. Estaba mirando su mechero y al instante siguiente -suavemente- se hallaba vuelto hacia ellos. -Esa máscara está pro hibida. -murmuró sin mover demasiado los labios. El cuervo se relajó como si hubiera dado un salto. Así: estaba tensa, saltó y cayó tan relajada como si saliera a mediodía de caza y se topara un conejito. Abrió los brazos como un fotograma. -¿Y eso? El alto perocesó lentamente. -Pregunto por qué. -le aclaró con amabilidad. -La prohibieron hace mucho... El pequeño se plegó contra sus rodillas, se gimoteó y luego asomó la cabeza con gesto de malo: -Fue el Lobo, porque murió su cuervo, su cuervo... Repitió porque los ojos de detrás del cuervo parecían saberlo. Sonreían con ese mechero prendido -¡aún prendido!- y los dos monstruos-roedores sintieron cosquillas por dentro. De los pies a la cabeza. -anom -susurraron como un gimoteo. anom pareció sacar alas por la forma que tuvo de erguirse. Les sonrió. La máscara de cuervo inmovilizaba sus rasgos menos que ninguna otra y le hacía estupendamente bien venir de la muerte con ese fuego en la máscara que prohibían. -anom vive -dijeron los tres al mismo tiempo. Aunque no vistieran de cuero - lo habían prohibido -, los monstruos salieron gritando de nuevo y haciendo volteretas.

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O cómo. (.8.) “Él también quiso ser niño pero le pilló la guerra” Compartían los cascos con miradas huecas. - ¿Cogiste bien el fusil? Amy le dio con el pie. La chapa sonó debajo de los asientos. Pero ella no dijo nada. - ¿Seguro que no te has vuelto a "equivocar"? - Como pongas otra vez ese tono de comillas te parto la cara. -Es solo que no conozco a ninguno que sobreviva como nosotros. Tenemos nombres de que vamos a morir. - ¿Te has dado cuenta de que no hay nadie, nadie en el tren porque saben quiénes somos? -Si te equivocaras no tendrías que luchar aquí, hoy. Amy miró a Leo. Él concentraba su atención en el reproductor de música. Hacía años que su dueño original lo había roto. Leo solo veía trozos de imágenes de canciones que habían acabado por gustarle a la fuerza. Amy miró por la ventana. Había huecos de explosivos que todavía humeaban. Daba más asco aquella tierra ennegrecida. Leo la vio alzar una ceja. Su gesto reflejo preferido. Como si le preguntara al mundo qué coño hacía. Leo se puso de pie, vacilante. Miró a Amy. -No creo que esta vez salgamos. Amy seguía con ese gesto de pregunta retórica a la fuerza. El tren empezó a aminorar la velocidad. Ninguno dijo nada. La música seguía. Dirían que estaba en otro idioma, probablemente alguno perdido con la guerra. - ¿Revisas el fusil, Amy, por favor? El timbre tenso traicionó a Leo. Amy le miró, fijamente. El tren ya se había parado; se oían los pasos del conductor, de un lado al otro extremo antes de arrancar de vuelta. Amy y Leo y el conductor miraron al mismo tiempo la bolsa de Amy y el arma. Era imposible sobrevivir ahí con lo que le habían dado. Leo empezó a intentar reírse, pero cada amago de carcajada era una falta de aire, sin más, sin gracia, sin ganas. -Menos mal que no te ibas a volver a equivocar. -Tienes que volver -dijo el conductor. Amy miró el recibo sin entender. Leo bajó del vagón de un salto. Apartó un trozo de algo pegado a las vías. Las puertas se cerraron y Amy acabó de mirar el número del recibo que no era el suyo. Leo se despedía fuera. Se estaba riendo, y Amy no podía oírle, pero sonaba de verdad y se le encogió el estómago al verle darse la vuelta, cargarse el petate que llevaba el recibo de Amy y marcharse pretendiendo que no había dicho que ni iban a vivir, ni que el error le salvaría la vida, ni que le había cogido la mano el primer combate con sus ojos de niño y le había prometido que la quería aunque llevasen nombres de morir pronto. Que la quería. El tren arrancó y chilló con las vías. Leo se quedó allí, andando, sonriendo, orgulloso por una puta vez en su guerra. 253


f -Todos mienten -murmuró mordiéndose las heridas de los labios otra vez. -Voy a hacerlos explotar, explotarán en sus mentiras... Se enamoró de la runa según la dibujaba. -¿Aún soy tu niña-bomba? -dijo nin. Le palmeó la cabecita, observando el dibujo de fuego de su omóplato. -Eres la mejor chica-bomba. Hizo que nin se diese la vuelta. La miró a los ojos; tenía los ojos un poco pequeños, y con aire ofidio, pero a ella le quedaban bien. Ella era bonita así, con magia, ojitos y una bomba. Sintió que estaba a punto de llorar nuevamente. En lugar de eso, cogió aire entre dientes varias veces, hasta que el silbido áspero le devolvió algo de autocontrol. El cigarro se prendió entre sus labios. Creían que era el último de la humanidad. Se agachó junto a nin. -nin, no te olvides de los djinn. ¿Me lo prometes? nin miró a papá, el mejor mago que había habido nunca. -Todos mienten. ¿Vale, nin? -¿Estás llorando? -Los vamos a hacer explotar... nin rozó la runa. También había enamorado las chispas de kai. De hecho kai habría sabido hacerla explotar con un beso sencillo. Las lágrimas le caían violentamente contra las gafas. Y pronunció despacio las palabras. kai siguió corriendo cuando oyó la explosión. Pero empezó a sollozar. Los tatuajes se derritieron un poco.

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Bailaba, y llevaba todavía las botas rojas, Bailaba, y llevaba todavía las botas rojas, las de tacón desgastado cuando mamá era capaz de recorrerse en una noche todas las pistas del barrio sur. "No Retorció la cabeza. El cuerpo se le sacudió como una réplica del terremoto, girando en sentido contrario, abrió los brazos y las caderas les siguieron el ritmo con adorable elasticidad. jalá eras El gorro bailaba también, con aquellas orejas que habían cosido un poco mal. Pero le daba igual al cien por cien, más y más asimétrico con cada remiendo tras las noches de Festival. Le cogían la mano para examinar la marca que había grabado una impresora a fuego en ella, mientras seguía bailando deshaciendo el trazado intrincado de la ciudad, tarareando, con los ojos sangrando mientras pensaba en cosas que no entendía nadie más. "No eres tan valiente como lo fuiste al comenzar" Se deshacía con la suela de aquellas botas de tacón, bailando, porque bailaba como un muerto, bailaba guerras, bailaba con la tristeza de un perdido.

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wreck.brok Lo peor de la ciudad aparece así, una mañana, y lo cambia para siempre. Cambió su nombre de vasca por el de la ciudad al verlo, y así podía decir, orgullosa, que Wreck se estaba arruinando. Las pintadas florecían noche tras noche como un cáncer, que empezaba a verse al hacerlo la luna; y por eso decían que Wreck entera estaba enamorada del pequeño insignificante astro. Había que fijarse un poco, frotarse los ojos y alakazam, chispas por delante y un lema que recordaba la frase que dotaron de vida alguna vez. “No. No queda café”. Y el misterio de cómo era capaz de hacer de aquello un drama. Bueno, pues se acabó, con un tono de mentira que no se creía nadie. Se concluyó como un eclipse, circularmente se dio fin a sí mismo, y desde entonces florecieron los tumores por la ciudad. Cada noche de cocktail, vulnerable como solo podía estarlo ella sola, al contrario de lo normal Wreck decrecía un poco más y más. Una mañana o hubo café o se acabó aquella sinceridad en ella, salió a la calle y como todo lo peor la cambió para siempre.

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Si no los ves ellos no pueden verte… Si no les ves ellos no pueden verte -Si no les ves ellos no pueden verte... Si no les ves ellos no pueden verte... Se pasó la mano por la cabeza y se detuvo en la zona rapada con los dibujos de viejos alquimistas. Volvió a intentar encogerse y hacerse lo bastante pequeña para pasar desapercibida; pero ya no teníamos cinco años y ese truco ya no funcionaría más. La reliquia se puso en pie. A la espalda sentía el vacío con la fuerza de un muro. La cuerda recogió el eco del amuleto y, aunque vacía, sonó suave y lejana como un cristal; ella cerró los dedos alrededor del agujero del amuleto y el tatuaje resplandeció en la zona rasurada. Le vio correr por la calle; por lo tanto, él la vio también. Alzó la llave con un grito: - ¡Pliega esas alas, zorra! Se apartó y él saltó hasta la azotea. Tenía el golpe cargado; para ella fue fácil apartar las manos del hueco del tótem y matarle con la descarga. Los otros gritaron al mismo tiempo que el muerto, pero eso no detenía sus pies. Eso nunca. Corrían ascendiendo la calle como arañas repulsivas, y el último truco se le había escapado de las manos: ya sabían dónde estaba. Aquella reliquia de ideas poco claras trepó al tendido de la luz. Las correas que circunvalaban su cuerpo se agitaban en el aire conforme se movía ella, como serpientes dotadas de una rara vida animal. Desde el tendido más alto de la ciudad miró a las arañas. El cerco en torno a ella se estrechaba. Al mirar hacia abajo para lanzar la próxima descarga se cruzó con unos ojos que destilaban rabia en estado de veneno puro. -Si de algo está lleno el mundo, es de viejas reliquias, como tú- le dijo. El impacto le arrebató el equilibrio y le estrelló contra el suelo. Ella se inclinó todo lo que pudo. Desde el suelo, aunque la caída había sido brutal, abría los ojos; le estaba diciendo que era de necios vivir un tiempo que no es tuyo, porque acabará de todas maneras contigo.

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f -Aquí tenemos un credo. - ¿Te podrás acordar de todo él? Miró los monstruos, impactado: sin las máscaras no parecían tan alienados, sino coloridos, coloridos y alegres. -“Sé y no temas”. -Pensaba que los monstruos tenían siempre miedo. -murmuró. La chica le daba una careta. Cuando fue a mirarla chilló, como una sirena. Él dejó la careta y el monstruo la cogió en pleno aire. Hizo una reverencia teatral con ella mientras la chica aplaudía. -Uno no sabe qué clase de monstruo es. Nunca -advirtió. -¡A-já! Los monstruos nunca tienen miedo. Quizá locura. -A lo mejor por eso os matan a todos. -Muere una persona, pero un monstruo vive. -le guiñó un ojo tras aquella careta de conejo. La chica palmeó y añadió: “¡A-já!”. -Tú eres el espíritu de Uol. Eres el que más y menos debe tener miedo -agregó él. -¿Qué es eso? ¿Por qué? -dijo. Trató de ajustarse la goma, pero era perfecta. Era un trozo de plástico que sencillamente encajaba con sus facciones como si hubiese sido para él. -Busca a anom. -¿La reina pájaro? Al pensar, se asignan nombres a conceptos automáticamente. A él le salió aquel con la naturalidad de un parpadeo. Al mirarle así ellos dos no estuvo seguro de que lo hubiese unido bien. A ella el “¡A-já!” le salió trémulo. El conejo apoyó una mano en su hombro. -Érny, no hay cómo decirla mejor. - ¿Érny? -A los que tenéis miedo hay que llamaros de alguna manera. -ella ajustó la correa, le dio una patada y Érny echó a volar en el ala delta con un grito estupefacto. -¿No te parece? La tumba con “el” lema brillaba bajo sus pies, donde había caído aquella reina.

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f Se lo había, se lo habían dicho tanto que el odio ya casi se manifestaba a flor de piel. Y aun así, Poeta no dejaba de cantarlas. Salía con la guitarra a la calle. Éstas solían estar llenas de gente, pero él se paraba bajo un soportal y esperaba a que volviera la lluvia. Las cuerdas oxidadas de aquella guitarra que parecía importada de un campo de batalla sonaban armónicamente bien. Poeta las rasgaba como quien pide mimos con fuerza, porque se ha hecho mayor y si no ya no se siente del todo lo mismo. Poeta cantaba a alguna Persona de toda esa Gente; el himno se marcaba con compás floreciendo en la piel lívida de salir a tocar los peores día de lluvia. Y de ésos, cada poco los pasaba en casa con fiebre. No está bien tocar a Personas cuando llueve de aquella manera. Poeta era un gato demasiado amaestrado en las calles para cambiar aquellas esquinas mojadas, y las resacas de cama, manta y chocolate, por cualquier otra recta menos melódica. Recaía en el odio con frecuencia. Si los había chapados a la antigua, a él le hicieron a la cera perdida. Le aparecían los lemas de rencor en la piel, pero poco a poco, miraba, le sonreían, o le evitaban, pero la Persona entendía algo de alguna manera. Poeta guardaba derecho la guitarra, y al llegar a casa limpiaba sus cuerdas. Luego escribía alguna letra nueva, que eran lo único que le quedaba al final. El odio remitía y podía volver a salir sin bufanda, y confiaba en que se cruzarían otra vez. Esas cosas a veces pasan. A Poeta le brillaba el odio por repetición. Un destello de que seguía habiendo Personas entre la gente y cantaba toda una vida, y con otro otra, y otra, marcado por los restos de odio y sal.

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f Aquel color retorcido se empañaba en los cristales. La canción sonaba con malvadamente deliberada lentitud. Era un inglés fácil que todos podían entender. Y, en medio, ellos tenían silencio. Lucy tenía frío, pese a que Martín tenía puesta la calefacción para que a ella no le afectase tanto el mono. Casi se podía oír detrás el jadeo, donde Seto estaba con la cara retorcida y tratando de ultimar su último poema de amor. Lucy se envolvió en el abrigo y vio que Alex relajaba las manos sobre el volante. Seto abrió los labios, muy sonoro. En cambio, apenas se pudo ir su voz. -Bésame o entramos en guerra. Lucy se volvió. Seto estaba mirándola, directamente y sin disimular. Total, ya todos sabían que estaba loco por la droga que había en ella. -Inicias la tregua cuando parpadeas y yo me enciendo, y me eclipso, cometa... Aunque debería ser al revés, y lo sabían, Lucy miró a Seto con lástima. Se le habían deshecho los riñones de droga, y se iba a morir pronto; pero miró a Seto y murmuró. -Me gusta cuando me hablas de estrellas. Tumbado, Seto le sonrió. En aquella burla se contenía tanto, tanto, tan estelar y universal. -Este es nuestro largo, continuo baile de estrellas... -le cantó, directo a las pupilas. -La ignición cuando parpadeas, la combustión de mi cometa, y tú, fugaz, la veleta, la luna, la mejor bailarina de las bestias. Lucy le rozó los dedos y Seto cerró los ojos, en órbita, triste por la inminencia de aquella veleta supernova.

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f Aaah, qué ganas de llorar -de nuevo. Todo ese sentido tríptico que vimos en la vida... Ahora ya no queda nada. Vivimos un verano. Pero es que fue tan intenso. No creo en las exoneraciones, pero nos merecemos una excepción. Aquella estación incaduca, voluptuosa. Inestable hasta en las calmas. Tan grande de vivir, deja tan pequeño si sobrevives... Volver a ser aquel atlas de noches subidos a la última veleta que aguantaba en pie. Aún duele, pero es que fue tan adentro. Todo ese daño gélido y explosivo que hace que el invierno llore, muerto de miedo. Tan en las entrañas, como una mariposa y un tifón. Existían al mismo tiempo. Y ahora ese silencio en que no nos oímos, cuando las cosas paran. Con ese sentimiento de shock. Lo vivimos. Ese podría haber sido el himno. Pero por sí solo no nos bastaba; y el verano colapsó y se hizo un abismo. Que mira tan adentro. Nunca he sido de exoneraciones.

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f Entonces las fieras -las que habían estado muertas todo el tiempo- empezaron a aullar. Osaka las miró con pavor y sentí cómo se moría por salir corriendo. Yo no lo creía. Intenté volver a hablar, pero no pude. Osaka me agarró las manos como si así mis fieras no fuesen a hacerle daño; ellas tendían su cuerno retorcido hacia el suelo, como hondamente tristes. La lluvia les resbalaba por el cuerpo. Sabía que normalmente aquello las habría disuelto, pero esa vez aguantaron el dolor mientras aullaban, tan tristes. -Se van... a... ¿morir? -dijo con tono vacío. -No lo ves -le dije sin casi usar la voz, porque no podía más-, ya lo están. La abracé, como si también fuera a perderla; ella lloraba menos que yo, pero me sostenía con el doble de fuerza...

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f -En ese rayo -puntualizó Mino-, morí yo. Sousa le acariciaba el pelo, con mucha más suavidad que a un felino; Mino se palpaba las hendiduras de la piel donde estaban dibujados sus tatuajes para estar seguro de que no le habían dejado en tiempos de paz, cansados de tanta y tan grande guerra. --Es una lástima, lo mío. -agregó. Sousa le fingió un tirabuzón en el pelo, y luego se quedó mirando cómo se deshacía en los mechones cobrizos. Entonces Mino arqueó la espalda, ya venían. Sousa desapareció, como si el viento la disimulase. La brisa sopló más fuerte cuando lo hizo Mino, para que se fuera, lejos, y si era posible llegase hasta la costa. Mino sacó aquellas alas con las que había nacido y se dispuso a ser el primero de los dáimones que alcanzase el rayo.

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f -Las cosas que transforman cosas son siempre instrumentos del diablo. -¿Cómo iba a querer dios que saliéramos de aquí? -se burló el chico alto. De todas formas, usó la lupa para escudriñar la celda con los ojos entrecerrados. El bajo siguió lloriqueando en nombre de Dios. -Si Dios nos hizo est... El alarido se le escapó. Realmente no había querido: -¡No vuelvas a meter a Dios en esta mierda! El bajo le miró con una mirada de animalillo espantado. Eso hizo que el otro bajase la lupa, y suspirase quedamente. -Sé que te has dado un golpe en la cabeza. Pero tenemos que avisar al Dueño. Por el bien de la magia, mierda. Tenemos que largarnos o nos van a hacer pasar por algo que dejaría pálido el infierno de tu señor. Sus ojos se encendieron de repente, como ascuas; fue la primera vez que el chico alto dudó de los motivos que le llevaban a hablar sin descanso de Dios: -No hay nada peor que el Infierno, Alexander. Nada humano podría siquiera alcanzarlo aquello. Alexander dibujó una maldición con los labios. Se arrodilló junto a su amigo, cuyos ojos habían vuelto al triste horror desde que los habían metido allí por intentar hacer lo correcto. Tuvo ganas de llorar porque Danniel siempre había cuidado de él en todos aquellos años y ahora lloraba, solamente suplicándole a dios que el Culto no volviese a enseñarle el infierno. Y Alexander se lo creía. Fuera lo que fuese lo que le habían hecho, unos segundos antes de que él entrase a rescatarle con una oleada de magia estallando, algo de Danniel se había disipado y quedaban de él cenizas poco capaces de seguir por sí solas. Alexander apretó los dientes. -Nos sacaré de aquí, amigo... Nos voy a sacar de aquí. -le frotó el pelo.

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f -todo esto es tan triste Minus cogió aire mientras se introducía despacio , respirando el agua sin dejar que llegase a los pulmones. Fiarandela le miraba desde la entrada a su cueva. Volvía a tener en los ojos la mirada de la llamada salvaje. Una de las niñas pequeñas acicalaba sus alas con las guirnaldas. Minus resopló asomando los hoyuelos de la nariz y cruzó los ojos con los del hada Fiarandela. - no pretendía que pasara ésto - tampoco yo Fiarandela bajó la cabeza, de tal manera que la corona de la selva se resbaló por su pelo ralo, hasta ocultarle los ojos. - tal vez no estemos hechos para esto, minus. mi pequeño minus respiró profundamente, sobresaltado, y se atragantó; los molinillos por todas las muertes se revolucionaron sobre las ondas del agua. - tal vez Fiarandela se sacudió suavemente, y el pelo se movió con aquellas formas ondinas que le habían dado a ella el sobrenombre de ondina por el que la llamaba minus cuando quería mimos. El hada le dio la espalda con una triste suavidad ondina. El dragón empezó a echarla de menos, y a ronronear su nombre bajo el agua, triste, triste, queriendo que volviera Fiarandela y su hechizo y sus alas y sus mimos y todas aquellas ganas.

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f El pequeño alien llegó al planeta de forma muy parecida a un pequeño príncipe unos años después, solo que cayó en sus antípodas. El alien se quitó las pequeñas alas y las guardó en uno de los bolsillos de la capita; fue entonces cuando se dio cuenta de que se había escapado en la dirección equivocada, y estaba solo. Primero comprobó que podía respirar, luego apartó lo que había alrededor y finalmente se sentó sobre aquella piedra, losa o lo que fuere en la que habían escrito lo más bonito que había visto nunca. Cuando se consoló un poco se arrodilló en la manta verde que lo cubría todo y le encantaron aquellos símbolos, que se escribió en el dorso lívido del brazo. Los miró durante un rato, antes de incorporarse y volver a sentarse en la lápida, con una pierna de asiento y la otra doblada. Miró el dibujito que la delataba absorbido en él hasta que alguien gritó. Rotó hacia él sus pupilas grandes. El guerrero parecía haber estado llorando antes de mirar al alien como el más pequeño infante que no ha aprendido todavía a ordenar las cosas que hay en su cabeza. El alien se esforzó en entender el idioma que no conocía, el de la lápida, y contuvo el aliento mientras lo iba comprendiendo, de alguna imprecisa forma: -Eres al fin la pequeña diosa atenaica. No entendió bien el concepto, pero bajó de la lápida con presteza; apretó los labios buscando las palabras con las que calmar a ese joven que volvía a llorar. Dudó un momento más y se cambió la frase en el último momento. Se puso de puntillas, como se hacía en su pays, y se esforzó en imitar esa suave variación tonal como cantando. -Los vencidos son los únicos que no tienen salvación alguna. Tienes esperanza, tienes aún vida; camina... La diosa le sonrió con tanta calidez junto a la estela que habían dedicado para ella que el pequeño Eneas no volvió a dudar de los dioses como ella.

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f -Dios ha muerto -dijo sonriendo. Se retorció entre los tres pares de brazos y chilló: -¡Si ha muerto es porque le matasteis vosotros! Los tacones de Ilusión se pasearon por la sala. Los miles de Divinizados contemplaban la escena como si realmente fuese un teatro. Uno de los que dejan atónito al público, además. Valor se sintió desfallecer ante ese silencio de sepulcro. Como si ya hubiesen enterrado a dios y aquello se tratara del velatorio. Ilusión paseó alrededor de ella con paso ceremonial. Claro, él introducía la última oración a dios. Valor sintió bajo el pecho auténticas ganas de morir mientras las lágrimas le caían a raudales de la cara, -Oh, la pequeña y mayor sierva de dios. Trastocada por la pérdida inconmensurable. -No todos nos vamos a alegrar como tú. -escupió. Ilusión se encogió de hombros. Aquella sonrisa traviesa se le escapaba por la comisura de los labios. -Pérdida que a todos nos aflige, Valor. Aun a los no tan allegados como tú. Valor se sacudió, con un espasmo y contracción que se dejaron sentir en el mundo que se extendía bajo sus pies, bajo la película de cristal. Se zafó de esos tres, se volvió con una oleada de rabia y les exterminó. Luego se volvió con rapidez hacia Ilusión, que sostenía aún la sonrisa infantiloide que tantas arcadas le daba. Le señaló con pulso firme. -Mataste a dios -sin embargo, le temblaba la voz. -y te mataré por eso. -¿También nosotros causamos el suicidio de Esperanza? Valor bajó la mano, con el dedo acusador transformado en un puño que quería morirse ahora. -No hables de mi hermana... Mi hermanita no, Ilusión. -¿Recuerdas que murió, Valor? -asintieron a la vez. Ilusión mostraba ahora en su cara la misma rabia que Valor. -Nadie tuvo que ver en ello. -Ella dio su propio paso... -dijo con tono de llanto. Ilusión lo corroboró sacudiendo la cabeza. Empezó a abrazarla y de repente aquella sonrisa y un puñal 267


la atravesaron al unísono de parte a parte.

Valor volvió de su presentimiento envalentonada y miró su reflejo en las pupilas afectadas de Ilusión. Entrecerró los ojos con suspicacia. Sus largas pestañas dudaron si deshacerse en más lágrimas. -Esperanza se suicidó, pero si dios ha muerto es porque lo habéis matado. Ilusión quiso hasta la muerte a Esperanza. A lo mejor salvaba incluso esa última barrera con los sentimientos, era posible. Pero Ilusión se diferenciaba en algo clave de Esperanza: se aferraba a los clavos ardiendo que le venían en gana. Valor era uno de los que no le agradaban, para nada. Ilusión tenía algo mucho mejor que Esperanza, y era un margen de reacción cuando ni siquiera la ilusión podía tirar adelante aquel sinsentido. En ese momento empezó la guerra civil. Los Divinizados intentaron saltar al estrado, para hacerse con ella o para protegerla, no estaba claro de qué facción era cada cual. Así que los de la siguiente fila se limitaron a impedirles el paso a todos los demás y el conflicto lleno de sangre fue imparable. Valor e Ilusión lo contemplaban sobrecogidos, sin más fuerzas para chillar que se detuviesen. -Dios ha muerto -repitió Valor, mirando directamente a Ilusión. Él pareció recobrar la extraña cordura que le había llevado a acabar con dios; Valor se dio la vuelta y echó a correr escaleras abajo, precipitándose al mundo de los humanos. Y caían los Divinizados.

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f La dragona surgió de entre las nubes de un plumazo mientras alrededor la espumarola de nubes temblaban, y, si no hubiera tenido en la cara un mohín tan triste, parecería que acababa de brotar de ellas. Dejó el talismán sobre la cúspide de la montaña e intentó echar a volar de nuevo. Cada tendón rugió en protesta y ella se dejó caer sobre las patas traseras. Cloe le rozó las escamas, el círculo de su frente brilló y le curó al momento. -Están aprendiendo a volar -sollozó Adonea. Cloe le dio una palmada pequeña y se inclinó sobre el talismán. -¿Entonces es la segunda parte de lo que me escribieron mis padres? -No tendrían que estar muertos. -Tus pequeños tampoco. En la cima del monte Afur, los ecos de la música de guerra eran tan débiles que solo Adonea era capaz de distinguirla de los ecos de los pájaros, cebúes y silvas. Cloe miraba hacia abajo, con la fijación del que tiene miedo, pero en sus facciones de niña solo había una calma profunda que echaba raíces en algo de odio. No, no era algo. Era inmenso. -Si ya no podemos hacer nada por ellos, ¿de qué todo esto, eh, Ado? La dragona rozó su pelo pajizo con la punta de las alas. -Tengo que volver abajo si quiero que quede algo que tú puedas revivir después. -Mis padres mueren y yo soy un juguetito que no ha podido revivirles a ellos. Ni a tus dragoncitos. Yo les quiero a ellos de vuelta. -Voy a intentar que se pueda a todos los otros, Cloe. La dragona alzó las alas y la pequeña Cloe tuvo que cubrirse la cara del vendaval. Sintió los músculos un poco más descansados y saltó, agradecida. -¡No mueras, Adonea! -le chilló mientras se deshacía entre las nubes. Cuando se perdió el aleteo, triste y sin poder tocar el talismán hasta que acabara, Cloe se hizo un ovillo y miró las nubes. Volvía a oír la música que ponían cuando iban a la guerra, las tonadas suaves años sesenta que hablaban de algo como el amor y chicas.

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f Era el último encuentro entre aquellos dos hombres. Uno iba a morir aquella semana (aunque los médicos decían que aguantaría un mes, dios y él dudaban mucho que fuese cierto) y el otro acababa de matar por última vez. El caso es que la policía estaba en camino. Los dos miraban el estanque, como si pensasen, de una u otra manera, que ya no iban a ser de los viejos que se veían cada día alimentando aquellos patos rechonchos. -¿Qué sentiste al matarla? -dijo el que no llevaba esposas. Tuvo que hablar en voz baja. El cáncer, a días, le quitaba incluso la capacidad del sonido, de hacerse notar, de manifestar siquiera un “hola, sé que me muero, pero aún tengo algo que decir...”. El esposado sonrió. Sus ojos acerados reflejaban la superficie hipnótica del lago con un magnetismo extraño. -No te lo puedo decir. Es imposible. Te pareces tanto a mí que solo sería una injusticia, para ti, para mí y para ella. Has de vivirlo. -Yo no soy como tú. Tuvo que escupir la frase. La tos estuvo a punto de mandarlo al depósito. Entonces el otro sonreía. -Vaya, ¿qué te parece? Me la follé y la maté y el tonto cree aún que no vamos a morir aquí uno de los dos. Se dijo que el cáncer habría empezado a bloquearle los oídos, porque ese desprecio que había oído no podía haber sido esas palabras. Eso fue primero. Luego, ya pensó que a lo mejor el problema era el riego del cerebro. Apretó los dientes y le estrelló un puñetazo como no había visto darlo nunca antes. Le asió del pelo y le acercó a la valla de madera. Estrelló su cara contra la vieja madera, y luego tiró de él para introducirla entre dos vigas. La tráquea silbaba al coger aire con dificultad, presionada contra la viga. El otro no intentaba revolverse más que los espasmos del instinto, acentuados por el intento de reírse, imposible con tanta falta de aire. -Una patada -le dejó decir el cáncer - y saldrá uno con vida. Para vivir una larga semana antes de acabar postrado en su propia cama, solo, porque aquel monstruo que tanto se le parecía había matado a su mujer. Un engendro con una cara parecida, unos gestos escalofriantemente similares y una vida idéntica, solo que al revés, y en lugar de cáncer tenía un veneno que le divertía infinitamente ir expandiendo por ahí. Le soltó el pelo un segundo antes de empezar a oír las sirenas. Muchas risas pero se apartó de la madera con rapidez; se dio la vuelta y apoyó la espalda en la valla con sus ojos de acero raramente pensativos. Él empezó a toser. Vaya, éste era uno de los fuertes.

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Se dejó caer al suelo, a su lado, y siguió ahí aunque se le pasó. Apoyó la nuca en la madera, y miró el cielo. Le puso un cigarro en los labios al otro, lo prendió y miró el suyo con una lástima pensativa antes de encenderlo. Echaban el humo a la vez. Las esposas le impedían coger el cigarro, así que se lo deslizó hasta la comisura de los labios. Justo en el punto en que dibujaba una especie de sonrisa. -Veo que pese a todo querías llegar a ser uno de esos viejos de patos, amigo.

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f La nieve que le había brotado de la espalda había hecho que la flor reapareciera en su nuca, como un tatuaje. Caminaba todavía con los pies a ras de suelo. Aunque, ahora que había vuelto la flor, volvía a tener miedo. De aquellas distancias abismales de nuevo, entre miedo y su salvación. Los puntos de cada sutura todavía señalaban cuántas veces había muerto. Tuvo que doblar el brazo como un cristal, y crujía. Tocó la flor. Seguía perdiendo nieve por todas partes. Un chico le dijo que era idiota, que si no sabía que había llegado el otoño. Técnicamente, no hacía falta que se deshiciera, en pocos días estaría bien. Pero siguió perdiendo su último hielo, con las comisuras de los labios manchadas de nieve y una sonrisa sombría, oscura y alegre. Siguiente renacer y siguiente punta de flor, por vislumbrar los últimos segundos de otoño antes de que resplandeciera el odioso invierno que la hacía a ella.

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f -¿¡Es que no lo entienden, perdedores!? -rugió palmeando la mesa con la mano hueca; aquello sonó como un disparo hendido en los tímpanos de cada chico. -¡Porque todos ustedes ya han perdido de antemano! ¡Ya lo dijo Virgilio! The end is near! ¡El fin se les acerca! Pareció relajarse un momento. Todo el rato, daba la impresión de que se había tomado una dosis imponente de cafeína y algún estupefaciente. Por un momento, la cafeína remitió y él bajó la voz. -Han perdido la vida. Se han parado a jugar, alzarán la cabeza y verán que es de noche, mamá quiere que vuelvan a casa y han perdido la vida. Pareció que dudaba el modo a activar, si eufórico o apático. Se quedó medio sentado sobre la mesa, dubitativo. Tanto tiempo que empezaron a cuchichear, y él no rugió otra vez ni nada de eso. -¿Y cómo dice usted que deberíamos vivir? El profesor parpadeó un par de veces así, mirando el vacío, y luego le miró. Tenía una mirada que parecía acabar de salir de un coma. A lo mejor en aquel segundo se había formateado todo lo que sabía. Abrió la boca suavemente: -Todos vamos a perderla. No es que podamos hacer nada. No creo que podamos morir y no perderla, malgastada en un juego de canicas. Y mamá nunca nos volverá a dejar salir agregó, y sonrió, perturbadoramente.

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f Es la última vez que me mientes, eh. Miró a Dana a los ojos, y ella pareció a punto de decirle algo. No debió de encontrar las palabras correctas. Los magos son los únicos que roban la nariz. El bebé le pellizcó la nariz otra vez. Él se estiró un poquito para llegar a darle el beso. Dicen que entonces dejó de ser un sapo, iluminado de aquella forma, mientras Diana intentaba morderle a papá la nariz.

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f "Después de un invierno malo, una mala primavera" Lo que más echaba de menos de Suecia era dormirse con aquel olor. El albergue siempre traía ese olor a cuero los miércoles, ella se acababa de hacer las coletas pegada a la espalda de Sven mientras el muy notas le escribía con rotulador en griego. Palma sentía las historias en la espalda, de viajes a Ítaca, de reyes magnicidas y de poemas que pese a todo creyeron en el amor. Y ahora Suecia estaba perdida en medio de la muerte más negra, en medio de su propia podredumbre y de una guerra consigo misma que no podía ganar. Y Sven había muerto con su armónica, la llevaba en los bolsillos porque se había gastado toda la saliva tocándola. Acunó a Palma cuando entraron ellos, a unos milímetros de gatillo de comenzar la guitarra. Sven sonrió, como siempre. Entonces les mataron a todos. Palma contempló las últimas ruinas del islote y empezó a silbar la última melodía de la armónica de Sven. La llevaba en los bolsillos siempre, aunque la bala incrustada hacía que no sirviera de mucho. Estaba rota y ya no podía cantar. Ya ninguno de ellos podía cantar historias viejas. A lo mejor las sirenas que Sven veía se morían de asco en la guerra también, lejos de sus playas, quemadas. Palma se había vuelto una revolución en Europa y una leyenda en Suecia. Palma cantaba la historia de sirenas que ganaban, de fusiles que no acababan con los sueños de músicos idiotas, Palma cantaba una vibración que hasta una armónica tiroteada reproducía con fidelidad. Palma plasmaba el contenido de leyendas tergiversadas o que nadie había sabido decir correctamente. Y Sven lloraba, como un niño asustado, abrazando una lápida bajo la que estaban los dos amantes, antes de que Palma despertase llorando cada noche, sintiendo aquel olor, tan pegado a sus recuerdos que lo sentía a flor de piel. Pero pese a todo no se hacía más verdad. La sinfonía se había quedado colgada del pentagrama y no había quien la pudiera acabar o consolar.

"Dime por qué estás buscando una lágrima en la arena".

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Lleva días sin dejar de llover plumas -Lleva días sin dejar de llover plumas. -¿Qué le vamos a hacer? Se habrán acabado. Louvre se levantó. Estaba profundamente mareada y se apoyó contra la ventana, clavando la frente en el vidrio. Claro que se seguían precipitando. Miró las plumas con las pestañas anegadas de una niebla que parecía alguna clase de brillo de cometa, que resplandecía por las lágrimas. No las podía contener; a Louvre le pasaba a veces. Sentía una innominable intensidad por dentro que no entendía, demasiado intensa para asociarla a algo, una idea, una palabra. Solo un desencadenante y ese estado de profundo mutismo. Lyco la cogió de una de sus férreas muñecas para que no terminara de caerse, y sonó como una rueda atascada al reír, “rtrrrrr”, y a Louvre no le hizo gracia. No, señor. Aquello era un drama que ella sentía incrustado muy adentro. Louvre se quedó clavada allí, tiesa, mientras observaba el descenso de un relámpago rojizo que descendía, describiendo aproximadamente la trayectoria de una pluma, lentamente ondulante. A lo mejor era el último ángel de todos, y las plumas cesarían a continuación. Las plumas siguieron lloviendo, incluso cuando aquel relámpago que dejaba tras de sí una estela como incandescente se incrustó tras las montañas, y seguramente quedó detenido su ascenso indefinidamente escondido de Louvre. De modo que a lo mejor lo caído era el equivalente a un cometa, de los de ahí arriba, y todavía quedaban muchos ángeles por matarse. -Detrás de la montaña están las viejas vías, que no llevan a ninguna parte. -Es posible que sea donde ha caído el último arcángel. Lyco la miró como si estuviese loca. -Nos echaron a todos. No queda ningún arcángel. -La ciudad entera debería ser nuestra –añadió Louvre, suave. Lyco no respondió en un principio. Se quedó en la misma postura, sosteniendo la muñeca de Louvre como si fuera a desprenderse; su pulgar rozaba el tatuaje pequeño que le habían hecho cuando era muy pequeña. Demasiado, incluso, para recordar el dolor. Al acordarse de su existencia, Lyco pasó el pulgar sobre la tinta. Sería difícil decir si estaba tan colocado como para comprobar si la tinta se borraba, o quería verlo mejor. -Estamos desesperados. -No deja de llover. –Louvre sintió unas profundas ganas de llorar, porque haber convencido a Lyco era algo muy triste. –No dejamos de llorar. No podemos.

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f No pudo salvarla aquel beso. Pensó que sí. Igual si se lo daba lo suficiente ya no se iría. O quedaría algo de ella en los labios, el olor especial, la suavidad extrema felina, el tacto de los bigotes, las membranas nictitantes enamoradas de dos cosas, y por eso brotaban entre los párpados: la noche y los besos que daba ella. El beso no tuvo propiedades mágicas. No deshizo nada y el gato murió en unas horas. El tacto no se quedó especialmente grabado ni debía dejar secuelas, y sin embargo... años después... ni los labios de cualquier índole emborronaban aquella dulzura difuminada suavemente con los días de roces con otras cosas, cosas menos importantes. Otros maleficios que no tenían que ver con besos, tampoco.

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f -Así que crees que el paisaje se difuminará si no lo llevas siempre contigo. -El recuerdo se difuminará. -Claro. -Cerca del corazón. Es un órgano de mecánica extraña. Hundió las uñas en la cerveza y lo movió, mirando cómo tenía ya de arrugados los dedos, a base de repetirlo. -Eres el mejor estudioso que hay. ¿No vas a añadir algo? Hundió las uñas en la cerveza. Revolvió el líquido con los dedos. Miró a través del vidrio las arrugas de los dedos, de repetir el proceso. -Sí, el mayor experto mundial de la mecánica del corazón. Yo también me alegro de volver a verte, pero por una cerveza te va a salir una entrevista extraña. Cruzaron los ojos. Aunque había pasado tiempo, conservaban igual ese choque entre los dos. La fotografía borrosa seguía aparentemente olvidada sobre la mesa. Él ya no necesitaba dirigirle miradas, pero uno no olvida sus teorías, ni su medicina. -¿Quieres la mejor conclusión que he encontrado? -Claro. -los dos miraron su forma de ver arrugarse los dedos. -Por favor -añadió. -El corazón tiene una mecánica extraña.

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f El baile de las medusas siempre congregaba a gran parte de la comunidad. Se dice que solían nadar en torno a donde había caído decapitada Medusa, la Gorgona mortal. Era una zona del arrecife sin coral y con un desplome de la temperatura del agua. Un suave quiebro de la pared de roca bloqueaba el sol. Era una zona sombría. Luego, las medusas se desplazan. Ligeramente. Tardaban una semana en llegar hasta el punto opuesto de la pequeña isla, donde flotaban antes de hacer el sonido frotando sus tentáculos. Ellas se iluminaban con un tono naranja propio del sol, la sonoluminiscencia, y cantaban toda la noche con ese sonido tan extraño. Después de la noche de luna nueva aparecían muertas, rígidas sobre el agua. Y al tocarlas se deshacían. El año que viene volvían, cuando eclosionaban los huevos que abandonaban, y recordaban otra vez la muerte de la primera de ellas, absortas, tristes, antes de iluminarse sustituyendo la luna. Y pasaba siempre exactamente así.

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El cumpleaños de la mujer tricentenaria siempre era de celebrarse, y las hadas de aquel año estaban especialmente orgullosas. El cumpleaños de la mujer tricentenaria siempre era de celebrarse, y las hadas de aquel año estaban especialmente orgullosas de haber sido elegidas el comité. La gente estaba intentando que aquella fuese de las mejores fiestas. Era la tricentésimo primera. Era el tercer siglo de vida conocido de la mujer tricentenaria y eso -decían- era especial. El hada jefe era ya mayor, se llamaba Alondra y tenía un mal presagio. Solo sabían los suyos que era mayor porque los había visto nacer a todos. Chispeaba igual que las otras, a veces mucho más, con unas ganas que no muchos conservan cuando dejan de ser niños. Ah, esa era la clave. Alondra no dejaba de serlo. De hecho, a veces movía las alas con orgullo infantil, y entonces algún hada recordaba que nadie sabía su auténtico nombre. Solo sabían cómo la llamaba la mujer tricentenaria: Alondra. Alondra lideraba los últimos kilómetros hacia la capital. La lluvia se enredaba en sus hadas, que caminaban con una mezcla de emoción y agotamiento. Alondra solo sabía que no quería parar. Tenía que llegar cuanto antes a la capital y encontrarla, y encontrarla bien. Aquel presentimiento que tenía anudado en el pecho, que la hacía soltar algún que otro silbido nervioso le atoraba las alas y Alondra solo quería explotar de energía. Se deshizo de la forma de pajarito como si se quitase un abrigo molesto. La vieron como una exhalación de purpurina y silbidos que salían automáticamente de sus alas revolucionadas, sonando como un cascabel porque la lluvia hacía que temblase. La mujer tricentenaria dejaba la mochila en el suelo. Parecía increíblemente joven, aunque había algunas arrugas profundas enmarcando sus ojos, y su amplia sonrisa. Alondra se desplomó junto a sus botas mojadas de goma, y la mujer tricentenaria la cogió al vuelo antes de que rozase los charcos sucios junto a la madera. —¡Aebel! La mujer tricentenaria retuvo al hada antes de que se escurriera, perdida su sonrisa y con un rictus preocupado. —Estás... bien... Niria... La mujer tricentenaria se sentó sobre la mochila y empezó a secar la ropa, el pelo y hasta las aterciopeladas alas. —Has dicho mi nombre, Aebel. —Y tú el de un hada. Podría matarte legítimamente. —dijo malévola. La mujer tricentenaria soltó al hada, que trastabilló un momento en el aire antes de volar hasta su hombro. La mujer se acercó a la ventana. —Tenemos un cumpleaños sombrío esta vez. Y tú estás loca. El agua os mata, hadita. ¿No lo sabías? —rió con alivio. —Tenía un mal presentimiento. —susurró Aebel. El rostro benévolo de la mujer se ensombreció y el hada pegó su fría piel parda contra la de Niria. —¿Dónde has pasado el año? 280


—Por ahí —se encogió de hombros—. Aprendiendo magia. —Tú no eres maga. —No... No lo era... Al nacer. O hace dos años. Pero tres siglos fan para un par de cosas. Sonreía mirando la lluvia. Aebel entendía de soslayo la rareza del cambio. Y tenía un miedo que era peor que el nudo de un presentimiento. —Si no nos hubiésemos empeñado en jugar con los nombres, las cosas habrían cambiado hace mucho. —No comeríamos tarta hoy. Alondrita. —dijo distraída, rozándole otra vez las alas. La mujer tricentenaria sonrió con toda la magia que llevaba imbuida en ella desde hacía muchos años, desde antes de que atrapase un hada curiosa y uniesen sus nombres, y por alguna razón solo hiciesen que acumular un año tras otro. —¿Y mi tarta?—dijo suspicaz de repente. Alondra soltó una carcajada y a partir de ahí se afanó en mantenerse en equilibrio sobre su hombro mientras la heroína de la mujer tricentenaria corría de un lado para otro, con los ojos chispeando, con ganas de dulces y magia.

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f Con la etereidad del cristal, miraba la copa del árbol. Esperaba a la primera de las aves. -Sin duda estarás cansada. -Aún puedo aguantar. -dijo impertérrita. Ni siquiera volvió la cabeza. -No te molestes -añadió cariñosamente. La criatura que tenía toda la pinta de demonio se miró las palmas de las manos, como dudando lo que hacer. Pareció aburrido, cambiando el peso de una pierna a otra. -¿No es duro? -¿Estar aquí parada? -Llevar veintitrés años con lo mismo. Se encogió de hombros, con la suavidad de un dulce copo de nieve, arrastrado a una caída muy lenta. -No vendrán... -Claro que lo harán. El demonio sonrió, moviendo ligeramente su cuerpo, muy despacio, como si aquel mundo humano fuese un rollo que se impregnaba en él. -¿Cómo lo sabes? -Tú estás aquí, intentando persuadirme de lo contrario -le clavó su dulce sonrisa. El demonio cambio de táctica con agilidad. -¿Has pensado alguna vez lo que no has tenido por veintitrés años de contemplación? Ocho mil cuatrocientos días. Tu trabajo no tendrá nunca fin. -Ellos vendrán algún día -le replicó, suave, con un tono infantil. Aquel monstruo de pesadilla se estiró, despacio. Sus músculos crujieron ruidosamente cuando lo hizo. Parecían parte de un engranaje oxidado y muy, muy viejo. -Abre los ojos, pequeña. -pronunció con voz ronca. -Los monstruos te han engañado. Yo soy el ángel que esperas. -No me importa si espero al Lucífero o a Lucifer. -le recriminó, con su suavidad un poco dejada. -Espero y entiendo lo que los árboles cuentan. Por su forma de añadirlo, el ser de pesadilla que ni siquiera proyectaba sombra en la nieve se estremeció, y la chica alzó los brazos, soñadora, y él no tuvo dudas de lo cruel que sería la guerra: -Vienen pronto, ángel...

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Bosque. Me preguntó en qué lugar nos dejaba eso a nosotros, y le respondí que si lo supiese no estaría ahí. Tamriel siempre fue hábil, y por eso me preguntó si me refería a que acabaría con ellos. Como dije, siempre fue hábil. Más que yo. Le dije con sinceridad que seguramente. Tamriel agachó las alas al compás de sus orejas, triste, y le acaricié su aire lobuno. —Las princesas también mueren. —Si las tratan así, estoy seguro de ello. Entreabrió los labios, para enseñar sus instintos lupinos, mientras se escondía detrás de mí. Cerrando los ojos acabé la transformación en árbol, y se guareció tras mi tronco con suavidad. Aquella persona observaba el cristal con el ceño fruncido. No podía ni distinguir bien lo que acababa de atrapar. Ni oír los gritos de dentro del cristal, que le suplicaban que la matase, que por favor. Que ella no quería estar ahí. —¿Va a acabar así, ella? —a Tamriel se le erizó todo el cuerpo, mientras agachaba las orejas, e intentaba esconderse un poco mejor. —¿Llorando a quien no la puede oír? Le murmuré por entre mis ramas que no había que hablar de eso y golpeé la tetera de cristal con las alas. Se hizo añicos contra la hierba del suelo y la criatura salió gritando y llorando. Aquel miniser no hablaba exactamente el mismo idioma que Tamriel o yo, pero lloraba de agradecimiento; hizo una floritura y se disipó. Tamriel se pegó a mí y gruñó suavemente, con un gañido, mientras el humano pasaba a su lado para abandonar el bosque con un deje de decepción. Se lo dije a Tamriel mientras deshacía mi forma árbol, ya que yo era el único que entendía algo de sus expresiones. Y solo muy poquito. —¿Qué va a ser de nosotros? —le pregunté a mi reina. Me acarició la nuca, salvaje. Me dijo que ignoraba en qué lugar nos dejaba eso.

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“No hay nada más en la vida que caer”. “No hay nada más en la vida que caer”. —¿Qué clase de canción descocada es esa, Jamey? Jamey cerró la puerta con deferencia. Volvió a repetir entre dientes la última frase. Sonaba a chino, o algo así. Y aunque estaba hecha para sonar exótica, no debía serlo tanto. No, no estaba bien. Mamá se había cargado de nuevo la puta frase. Susurró su vieja palabrota rusa, como se la había enseñado tiempo atrás ‘el camarada Miroslav’, se frotó las manos como un yesquero y empezó a hablar. —Vamos, colega, funciona. Si lo conseguimos tendrás al viejo gato de cena y yo podré largarme por fin de este sitio. La idea le sedujo, y había dejado de frotarse las manos. Volvió a hacerlo con energía renovada cuando se dio cuenta. —Vamos... Te vas a llamar Miro, ¿sabes? Es un bonito nombre. A Miroslav le gustaba hasta que mamá lo mató. ¿Sabes?, un bonito nombre. —insistió. Apartó las manos y supo cuál era la frase, y la lanzó al aire como si fuese el mejor de los augurios, y, frotándose con suficiente fuerza para hacer daño, siguió intentándolo. Para cuando mamá derribó la silla que atrancaba la puerta e irrumpió henchida de cólera, oyó antes de reconocerlo los ronroneos del pequeño lagarto Miro, medio flotando sin alas, cruzando sus ojos con los ojos de Jamey que tenían la mirada sombría y sonriente del pequeño viejo Miroslav. Jamey dijo unas pocas palabras en ruso, y mamá retrocedió violentamente hacia atrás. Jamey ya había cerrado con su poder la puerta. Miro, y Jamey se había asegurado de que ronronease con la lengua de Miroslav como un gatito, le miraba, como pidiendo que hablase más. Jamey enfrentaba los ojos dilatados de mamá temblando, mientras Miro revoloteaba alrededor de su cuerpo con mirada triste, y dijo: —Nos vamos Miro y yo, mamá. Mamá no se atrevió a hablar hasta que Jamey y su monstruito habían pasado por su lado, y estaban ya casi en la puerta de la casa. —¿Es que tú también vas a apoyar al mismo bando equivocado? Su voz sonó rota. Se frenaron los pasos de Jamey, ralentizados hasta que ni siquiera la inercia pudo tirar más de ellos. Se quedó de espaldas, mientras el dragón sin alas se sacudía un poco en el aire, atemorizado. —Entonces a lo mejor cuando nos convoquen al próximo combate me tengo que enfrentar a ti también, Jamey. Los dedos de Jamey buscaron a Miro y se deleitaron al notar relajarse todas las escamas con su tacto. El primer Domador que había habido desde los tiempos de los que Miroslav cantaba antes 284


de ir a guerrear se relajó también al instante. Estaba llorando, como mínimo, tanto como mamá. —Por nuestro bien espero que YA nadeyus', la tengas tú. »Do svidan'ya, mama. El dragón pareció encantado con las palabras de la lengua de su hermano Miroslav, abrió la boca y cantó. Jamey y mamá no miraron al dragón como el primero en cantar desde los tiempos que ya solo cantaba Miroslav. Miraron sin gesto, miraron sin expresión. Jamey se marchó con Miro de casa.

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Los dioses se han vuelto locos y tú eres un necio. — ¡Vamos, necesito tu impulso! —chilló cubriéndose bajo la capa del huracán. La nieve se disipó. La líder de la primera línea arquera se apartó la capucha con la punta del arco, aunque el ojo del huracán pasaría enseguida. Miraba la cumbre de la ciudadela. Seguían los dos invasores. Recordó los acordes del arpa, mientras tensaba la cuerda, colocaba la flecha y lo alzaba, se perdía los ojos de Reno, aún cubiertos por su capa, mientras Goa recuperaba su forma de persona arrodillada desnuda en la nieve. —Ayúdame. —le dijo. Goa temblaba. Aún tenía adheridas a la espalda los restos del plumón de las alas. —Estás loco. —respondió trémula Goa. —No me van a dejar. Reno torció la cabeza. —Necesito tu impulso; impúlsame... Goa esbozaba una mueca torcida; era casi como si sonriera. —Los dioses se han vuelto locos y tú eres un necio. Como la reclamaban de nuevo estiró sus alas. Las flechas silbaron su canción, pero ya era menos persona y más explosión de aire, así que no pudieron hacer nada contra ella. Y un hombre se reía, sintiendo por sus venas el impulso de los dioses, volando, dispuesto a morir.

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Adónde te llevan los ojos tristes, chica dragón Adónde te llevan los ojos tristes, chica dragón. Si yo ya te dije que esas brújulas eran malas. Si yo ya te lo dije. Que tanta muerte no podía ir bien. Nos criaron viendo un mundo ideal y nos escondían de los monstruos que se multiplicaban fuera de las ventanas. Y eso a ti te enfurecía, chica dragón. Te recuerdo aún electrizada con tus sentidos expandidos, porque querías la muerte, y no te la iban a quitar. Pero los monstruos tenían que haber estado fuera. No lo entiendo. Miraste el espejo, preguntando si era él el roto, o lo eras tú. Con todas las llamaradas arrinconadas donde no pudieran hacerte tener miedo. Pero, ¿y dónde te deja a ti eso? Eso a ti te da un miedo atroz, te tiñe los ojos tristes. Y si te dejas llevar por ellos... Bang. Un disparo que será el menor de los problemas. La sangre escarlata te enmarca el pelo rubio y los ojos van a perder el toque eléctrico, el toque triste, el toque cobalto, se van a morir. Dios mío, se van a quedar muertos para siempre. Y yo no quiero. Yo te quiero. A donde te lleven los ojos más tristes del universo de la manita de los monstruos de fuera del cristal. Sigues siendo la chica dragón a la que le amargaban los cuentos de hadas. Y seguirás siendo eso, por mucho que haciendo el amor digas que te quieres morir. Y los ojos tristes se orienten hacia el Cielo.

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f Medara corrió hacia el bosque. Las raíces de árboles que habían muerto hacía mucho afloraban en el suelo, su zapatilla se enredó en una y cayó de bruces, con el sabor de la sangre y un chasquido en el pie. Ya podía ver su figura detenida en la linde del Bosque, y aún parecía inmóvil, pero en cualquier momento daría el último paso y las banshees y cualquier criatura de las que pervierten el Bosque se haría dueña de él. Medara peleó a patadas con las raíces, más enredada en sus pies a cada sacudida, y trató de estirarse para alcanzarlo. —¡No! —el nombre bailoteó en sus labios como la voz, y se resbaló un instante. — ¡¡Ursu!! ¡¡Zulursu!! Nunca hay que despertar al dragón que duerme, pero ojalá aquel lo hubiera hecho. El resbalón de las letras se hizo fatal y Medara chilló mientras Ursu, con los ojos aún abiertos, despertaba, y las sirenas y las banshees abandonaron el bosque para hacerse dueños del mundo. Tenían una estrella fugaz de su parte.

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f Hay vías hasta las montañas, las circunvalan, las recorren y luego las dejan atrás. Eso es lo que creo. Que llegan donde no ha llegado nadie, que sabemos imitarlas como sabemos imitar las piedras, pero son anteriores. Ellas ya estaban ahí cuando aún nadie entendía de miedo a avanzar hasta donde habitan cosas que no ha visto nadie, nadie. A la niña, Estiva. A ella le temblaban los pies dentro de las botas, y las suelas resonaban contra el hierro. Y, como no había nadie cerca, sonaba muy fuerte. -Estiva, Estiva... -el arlequín hizo una cabriola de una vía a otra, mientras Estiva avanzaba sin mirarle. -Vas a llegar donde no llega nadie. -¿Las vías tienen fin? El arlequín se quedó mirando sus pasos temblorosos al alejarse, y resonar. Como resuenan en las montañas, cuando más allá pasan sobre el mar... -¿Si vas a dejar huellas detrás, la vida tiene fin? Y volvió a dar algunos saltos, dando palmadas, pero no tenían el mismo eco que las huellas del miedo de Estiva. -¿Acaso puede haber vías para siempre?

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“Tal vez no es que todos los es critores s ean tris tes , es que to das las pers onas tris tes es criben”.

“Tal vez no es que todos los escritores sean tristes, es que todas las personas tristes escriben”. De cada tragedia sale una tristeza inconmensurable. Una emoción que no se puede abarcar, que es muy difícil expresar, que es irracional en muchos puntos y que estalla como todo. Los pasos eran furtivos en el bosque. Me pregunto si eran de una persona. En muchos puntos es difícil saberlo. La reina no estaba y era mi tarea defenderla. Y de lo que vivía, de lo que nos daba la vida, y yo lo defendía rugiendo. Oía la sombra moverse, desde la caricia de los troncos. La sombra evitaba el contacto, pisaba sobre las hojas como un colchón. Me entraron ganas de saltar sobre ellas para que crujieran, y le diera un infarto. Siguió andando, hacia el reino de donde no podría volver, como un estúpido grillo cuando truena. Oí un murmullo del bosque. Estaban asustados. Estaban tan asustados como yo. Quizá menos. Vienen a cazarla. Vienen a cazarnos. Ellos estaban sorprendidos. Yo rabiaba. Aquellos pasos iban en contra nuestra. Cada segundo estaban más cerca de Tamriel. Aquello era tan atroz; clavé las uñas en la corteza de un árbol que apenas gimió, por el miedo. Replegué mis orejas, tenía los pasos cerca. Salté. No sé si quería ahuyentar aquella amenaza bípeda, o llenarme de sangre hasta tranquilizarme por completo, y solo esperar a la reina. Sentí el grito, el parón en el aire, luego el golpe contra el suelo y la descarga. Caí contra las hojas, que me parecieron muy duras de repente. La criatura se echó sobre mí. Su cara me escudriñaba desde unos centímetros. Ahora sí, quería matarla. Por pura desesperación. Quizá así sería como si no hubiese pasado nada. Gruñí tratando de mover los dedos, pero no podía. No podía mover apenas nada. Los ojos, la punta de los dedos. De todos modos, la confianza de la criatura en lo que me había hecho se esfumó con mi gañido y saltó hacia atrás. Me miró a los ojos, con la espalda apoyada en un árbol que zarandeaba sus ramas con toda la fuerza posible para ahuyentarla. Pero la criatura seguía mirándome, inmovilizado por arte de magia. Lo entendí de repente. Magia. Gruñí con más fuerza y traté de sacudirme. Él se apartó con espanto al sentir el roce de las hojas del árbol, por fin, sobre su cabeza sin un ápice de viento. Tropezó y quedó caído de rodillas, a mi alcance si hubiera podido moverme, mirando las sacudidas del árbol con sus pequeños ojos abiertos de forma ridícula. Abrió la boca y fruncí el ceño: -Qué pasa con este sitio... Di la última de mis sacudidas y aquella vez funcionó. Oí un chasquido y sentí que cada fibra dentro de mí se desgarraba, pero me incorporé y salté contra él. Creo que había oído el mismo sonido que yo, porque se había girado y pudo rodar por instinto. Se salvó de mis garras, porque habría muerto en un segundo, pero me evitó, y yo traté de correr hacia el interior del bosque. 290


El mundo se difuminó delante de mis pupilas. Sentí los latidos del corazón arder en cada bombeo y pensé que aquello había sido el desgarrón. Sentí las ramas de un árbol sostenerme un segundo, pero no podían con aquel esfuerzo. Rocé su corteza a ciegas y logré no caer, mientras el mundo volvía a mis órbitas. Miré de reojo aquel ser humano, que me vigilaba con un gesto preocupado y atento. Sobre todo atento. Mis garras le habían rozado el cuello. Mi corazón dolía tanto al latir que no podía andar. No podía moverme. No podía escaparme. Abrió su estúpida boca otra vez, totalmente quieto. -Has escapado de un hechizo... Pero podía hacer otro. Me leyó los ojos. Gritó. -¡No! Eché a correr con aquella agonía, empeñándome en seguir aunque algo dentro me gritaba que no podía. -¡Te vas a matar! -chilló él, y de nuevo me lanzó aquel relámpago que me arrojó al suelo con un aullido de dolor. Me encogí mientras él se acercaba, despacio. -Estate quieto. Te vas a matar. De verdad. -me pidió. No hice un sonido, así que se acercó más. Odio cómo me miraba, con aquella atención fascinada, con un terror que no bastaba para que se diera la vuelta. Se quedó parado cuando de puro dolor se me empezaron a resbalar lágrimas. Entonces se deslizó hasta sentarse en el suelo. -Criatura, si te suelto, te vas a morir. ¿Entiendes? Te has roto. Le miré. Tenía un gruñido en la punta de los labios, de miedo. Escuché antes que él los pasos. Alcé las orejas, intentando encontrarlos. -¡Saramago! Él se estiró de repente mirándome de soslayo. Tenía miedo por esa vocecilla. Temía qué iba a hacer yo. Me quedé inmóvil en el suelo y él llamó a la chica, suavemente. La dueña de la voz siguió el sonido hasta encontrarle. Se acercó a Saramago. Cuando me vio se detuvo, dijo algo rápido y trató de acercarse a mí. Saramago tiró bruscamente de su brazo, alejándola hasta él. La cogió de la cintura y, como ella, me miró, y por un momento todo lo que se oía era la respiración rápida de ella. No eran capaces del silencio. -Aneta, es peligroso. -murmuró Saramago, levantando la barbilla. Vi la sangre y me miré las garras. Resulta que soy más rápido de lo que esperaba. Aneta exclamó algo y empezó a examinar su herida. Incluso con la cara levantada, Saramago me miraba fijamente. Aneta hizo presión con su palma contra el corte para detener la sangre. Me miró, alternando con Saramago. -Está muy herido. Saramago -murmuró-, ayúdale. 291


-Me rompió el hechizo. Por eso está así. -¿Eso qué es? ¿Que se le irá parando el corazón, y ya está? Ella sonó fría. Los ojos de Saramago parecieron rebelarse con ese tono. -No. No, no. Titubeó. Yo me estremecí. Entonces me di cuenta de que aún me podía mover. Intenté levantarme. Entonces mis propios latidos eran tan fuertes que no podía entenderles. Sentí el roce suave de un árbol en mi espalda y dejé que me ayudara. Los latidos se relajaron un poco y escuché su silencio, mientras me vigilaban. Mantuve la cabeza baja mientras me calmaba. Pensé que aún podía saltar. Lo hice. Lo que se había roto en mí expandió aún más aquella herida, pero me lancé contra ellos. Hubo un problema. Aún no había decidido qué hacer. El golpe les derribó. Aferré la ropa de aquel tal Saramago y le lancé contra un árbol. El golpe le dejó en el suelo, y Aneta gritó, pero cuando intentó ir por él la aprisioné contra otro árbol, saqué las garras y los dientes y el gruñido se me murió en la garganta. Aún no sabía qué hacer. El bosque me empezó a gritar; querían que lo hiciese. Que yo era el último guardián de Tamriel. Que no saldría nada bueno si morían, pero si no podía ser mucho peor que aquello. Aneta no gimoteó ni dejó de mirarme un momento a los ojos. Todo se puso en marcha cuando doblé las orejas. Mi corazón se detuvo, Aneta se escabulló junto a Saramago y me caí de bruces al suelo. Aneta murmuraba a Saramago, que volvió en sí de golpe. Le oí chisporrotear con electticidad entre los dedos. Y yo no aguantaría otro golpe. Aneta gritó y las chispas se deshicieron. Yo dejé de respirar.

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Ruta 20 II

Ruta 20 - II Febrero 2014 – mayo 2014

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.¿Me tocas algo hoy? .¿Me tocas algo hoy? .Eres un garabato. No puedes pensar. .Pues me decepciono... se tapó los ojos y el monstruo de papel se indignó mucho. le había dicho que tenía forma y notas de violín y se había vuelto un exigente. pero le dio un beso, en la mejilla; el papel se arrugó, se rasgó, tembló y, feliz, echó a volar. con notas de colorines y colores de nota musical.

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f No, a nadie le gustan las muñequitas.

Cogió el libro. Lo sostuvo un único momento. Debía ser una carga pesada para ella. Pero lo volvió a dejar donde estaba antes, con cuidado. A lo mejor así pretendía deshacerse de la rara sensación que tenía. Un poema entero en una fracción de segundo. El polvo reinante imponía para ella. Lo miró con el respeto debido a los enemigos por naturaleza. —¿Sabes usar esto? —lo tocó con ese irritante tono delicado para provocar. Me reí. —La mayor parte de estos trastos no funcionan. Abrí mucho los brazos. Quería que se diese cuenta de a qué me refería. Hablaba de absolutamente todo lo que habitaba allí. En aquella aleación de polvo y trastos rotos vivían solo mostruos heridos de muerte. —Están muertos. —Es curioso. —me dijo. —Te ríes a menudo, pero no significa nada. Eres como ellos. Sus ojos debieron leerlo en mí. No hubo otra manera. Vio que me hacía piedra al oírla, y miró directamente la caja en la que guardaba un auténtico trozo de estrella. De la última estrella. La muñeca sonrió y ya no volví a recordar que aquella máscara no era piel auténtica ni latía, como yo. La muñequita, ya era imposible distinguir a uno de otro.

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f Apretó los dientes con intensidad. La cerilla empezó a deshacerse en sus manos. Miró un momento los cipreses. Le gustaban los cipreses. O siempre lo habían hecho. Mientras con los años el pelo le preocupaba menos y los anillos le quedaban más grandes, olvidaba los motivos de cosas pequeñas. Recordó el acertijo de la quimera mientras se anudaba el pelo, se apretaba el nudo con la cerilla prendida y empezó a pasar por los troncos. Las botas rojas, muy rojas, estaban empapadas, y ella abría los brazos como si para ser equilibrista no hiciera falta aprender, ni tampoco nacer sabiendo. Como si sentir bastara. Olía a fuego, su cabeza olía a fuego, y recordó los veranos de llama en la que su pelo parecía del cobre de un trofeo muy viejo. Sacro se acordó del viejo Gueros. Nunca había sabido si era un dragón, una esfinge. Recordaba sus ojos y la sonrisa que esbozaba bajo las capas de musgo con las que vivía feliz. Pues eso le pasaba a ella. Los cipreses eran deasiado grandes, imponentes y pesados. El musgo era la esencia del bosque que podía llevarse a cualquier parte. A lo mejor caía en medio de aquel vacío y no lo lamentaba. Sacro entendió por qué aúllan los animales con esa tristeza. Bajó del tronco sintiendo otra vez los latidos arrítmicos de las sienes. Hizo una cuenta rápida y sonrió como solo lo hacen algunos, breve, rápido. Iba descendiendo en frecuencia, iba a peor y se iba a morir. Y vivir es ser vulnerable. Oyó el rugido. La casa iba a empezar a temblar, el suelo se derrubaría. Se colocó la mochila lateral. Su corazón no lo iba a soportar. Sabía que tenía que apagar la cerilla antes de que el olor les atrajera demasiado. Y echó a correr. El aire helado ardía al chocar con las paredes de sus pulmones. Efectivamente, la tierra inició su sacudida y la cerilla, cuando debió apagarse, estalló. La ceniza traspasó el viento y la criatura se estremeció. Sacro lo pensó. Aquella vez no iba a ganar y eso le volvía peligroso, pero oh, ahora Sacro quería volar. Y los pájaros con alas no se consumen.

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f Desde luego que por su mirada era dinamita. Ella era irascible, y se hacía atascos con su propia lengua cuando intentaba hablar, especialmente declararse; pero había que oír su fluidez cuando se trataba de arañar y hacer daño de cualquier forma, lo que inducía a creer que te engañaba y no era una sensación de buen gusto. Pero me casé y tuve hijos y ella seguía protagonizando mi imaginación, mis encuentros conmigo mismo en el baño y mis escapadas al hotel que ella quería, o a su apartamento para que me montara el espectáculo como si la cornuda fuera ella y no su marido, todo porque ella no me terminaba de gustar, pero su mirada, eso sí que era dinamita de los años 30.

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f -¿Y si me tomo a la vez las dos? -Volarás hasta Venus y después morirás. Hace un poco de frío -pasó la mano sobre el escritorio y acercó el dedo, cubierto de escarcha gris, hasta el roce de su lengua. -¿Quieres algo? Parpadeé despacio. Intenté recordarme cómo había llegado allí y un repentino vacío me hizo darme cuenta de que estaba perdiendo la memoria otra vez, y peleé contra ello, aterrado. -El permiso de residencia, ¿no es así? Su sonrisa le curvó un montón de músculos de la cara, que parecían hacer un gran esfuerzo para poder registrar esa mueca en su expresión cetrina. Se deformó como un muñeco demasiado rollizo. A mí jamás me gustaron los muñecos. -No sé si puedo hacer algo por usted. Es un extranjero. La sombra de mi mente se disipó un poco y jadeé, como si me estuviera ahogando. Hablé sin pensar y sin mucho sentido, pero si no lo hacía la niebla volvería a hacerse conmigo, no podía quedarme callado, ni podía quedarme quieto. Entonces mi mente acabaría de desdoblarse otra vez y la sombra se llevaría mis recuerdos. -Por eso necesito el permiso. Su sonrisa apenas varió, pero yo había dedicado tanta atención a los músculos que vi perfectamente cuáles se aflojaron suavemente, cansados de una tensión tan inútil. -Los extranjeros son difíciles de aceptar, más de lo que pensaba. Entonces vi que aquel hombre había perdido su sombra. Me giré hacia mi espalda, y en ese cuarto tan blanco que daba dolor de cabeza la vi erguida, peleando con mi sombra, que ya había empezado a dejar de parecerse a mí. - ¡Necesito el permiso! -rugí. Intenté golpear la mesa, y de repente me quedé quieto. Traté de hacer memoria. Oí un roce a mi espalda, como un grito muy, muy lejos. O quizá muy bajo. Me volví y miré un punto de la inmaculada pared blanca. Creí recordar que ahí había alguien hacía un instante. El carraspeo del señor Nimura me hizo volverme. -Está aquí porque desea quedarse definitivamente en la ciudad, si no recuerdo mal. -dijo con expresión totalmente neutra. Tardé un poco en contestar porque sentí una especie de chispazo, o un tirón intenso que solo escuece un segundo cuando te arrancan algo importante. -Eso es. -corroboré. Nimura sonrió con tranquilidad y yo le devolví la sonrisa, extrañado.

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f -Y luego le prenderán fuego a tus huesos y habrás vuelto a casa. Momet se aprieta bien en el pecho caliente. -Esa es la forma que los magos tienen de viajar. -Los magos son chachis. -Vamos, Momi. Hazte desaparecer. Momet se frota los ojos muy cansada y luego se los tapa, y canta bajito. Bueno, tararea, y silba un poquito. Mamá le cubre los ojos con las manos llorando a mares. -¿Y cuando me quemen, me despertaré en casa? -Sí, sí, niñita -si es que aún queda casa. Momet se disuelve entre chispas de colores, coloridas como sus mejillas, y mamá cruza los dedos para que tarde mucho en morir. En casa no va a haber paz pronto.

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f Creo que vuelvo a confundir el bien con el mal. Me vuelven a fallar los esquemas que me enseñaron de pequeña porque me esforcé en andar independiente. Tengo una pierna rota y así no puedo cambiar, ni volar. -Cuando te ataron a un cuerpo minúsculo no te explicaron que te estaban matando, ¿no es así? -se rió. Cubrió con sus alas el cielo un instante. Ella se oía gemirr con un estruendo que le daba miedo. El aire se atascaba en órganos que antes controlaba. Pero el bosque era demasiado firme para que el dragón grande pudiera pasar.

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Eran bonitos, subidos a la cresta de una estrella. Era adictivo dormir sobre el mapa de constelaciones más raro. Se quebraba cada noche como el más feliz arbolito, caía, con un sonido sordo. Ella le mesaba el pelo y entre los dos tenían claro que conocían el plano de la vida, de la felicidad y de las estrellas. Con un colcha, un arbolito y un poco de sonido de viejo papel. El trasfondo geográfico daba igual. Así era suficiente. Más de lo que nadie se atreve a esperar, aunque luve para merecerlo. Eran bonitos.

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f peligrosamente desafiantes entre algunas estrellas y los primeros rayos de luz. Los copos iban a empezar ya, y ella no quería derretirse. Pero lo podía tolerar. Porque tenía entre los manos la urna. Porque había valido la pena.

-He encontrado el bosque. Apretaba en su regazo la urna. El pelo blanco se desmadejaba. Caía, como una larga cortina, pero a veces se deshacía, en jirones, que quedaban desmadejados sobre el suelo como una pequeña nevada. Y efectivamente se aproximaba el invierno. Plegó las largas orejas y miró el cielo. Apartó suavemente las orejas, que eran vertiginosamente largas, para mirar los primeros vestigios de la aurora,

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Porque lo tenía, había encontrado el bosque en una botella. La reina oía correr en su busca. Y la encontrarían, no pretendía evitarlo. Ojalá no hubiera hecho falta que se separaran. Depositó la urna en su regaz cuando se sentó en la hierba. No estaba lo bastante fría. Envolvió el bosque con los brazos, como si fuera su crisálida. Las crisálidas son las únicas no supervivientes a la metamorfosis de un gusano. Hasta usó las orejas para cubrir la botella. Sneachta tenía una sonrisa peculiar y Allegro se topó con ella de golpe, corriendo, sin aliento, y sin atreverse a romper la fragilidad de aquella crisálida helada. Oficialmente, había llegado el invierno; la primera nevada, como un campo magnético o un amor platónico de aquellas criaturas, se había deslizado al caer para envolver el cuerpo de sneachta. Música:


-Qué bien -susurró Allegro sin entender, pero pese a todo sintió un escalofrío. Se durmió en el hombro de Novarak, y ella le cogió con firmeza, con los dos brazos. Estaba a punto de llorar, y por eso su tenía tonos oceánicos. Se apretó contra el olor, la esencia de Allegro porque ya no iba a volver a verlo más.

f Novarak erizó inmediatamente la piel, y las puntas de su pelo se volvieron de color gris. Gris, eso era que había peligro. Allegro la cogió de la mano con fuerza y le susurró que aquella vez no iban a correr. Novarak se volvió rápidamente, y los pendientes largos de sus orejas tintinearon. Al oírse, ella misma empezó a quitárselos (con una mano, no se separaba de los dedos de Allegro). -Vamos a subir a los árboles -le dijo -, porque yo ya no quiero correr más. Novarak apretó los dientes. También ella había perdido una reina. -Criatura, algún día vas a tener que hacer fuerza -aseveró. -Veté -dijo Allegro de repente entristecido. Novarak sacudió la cabeza. De su pelo revoloteó una nube de polvo, que se le metió en la nariz e hizo que riera. -No tienes ni idea de lo que va a pasar si te quedas en el bosque largo tiempo. -Me da igual. -se rebeló. Novarak volvió a sonreír. Comenzó a trepar al árbol, y Allegro se mordió la cara interna de las mejillas. Luego ascendió tras ella. Las puntas de Novarak se tiñeron de verde; eso era que estaba enamorada. Se sentó a horcajadas en la rama y silbó hasta que el grajo aterrizó junto a ella. -¿Y cómo es, Novarak? -murmuró Allegro. Se estaba quedando dormido. Novarak aprovechó para pasar su brazo por sus hombros, y sujetarle bien. Su verde se volvió esmeralda. -Será como unas cosquillas, luego como un rayo. Te caerás del árbol, se romperán tus huesos y al recuperarse habrán cambiado de forma. 304


clavaba en las montañas, más allá de las cuales estaba la Capital de Meridión. Anu pegó la barbilla a un omóplato de Bisu y dejó que su pelaje le cosquillease la nariz. Pensó que era triste que Bisu volvise a hacer de guardián, a aquellas alturas. -¿Les ves? -Aún no -mintió. Estaban lo bastante lejos para poder estar a gusto, un poco

f -Las cosas no siempre pueden salir bien intentó excusarse, rizando la cola. Anu enroscaba sus dedos sobre los mechones de pelo, los que trenzaba de pequeña. Lo pensó de repente, con espontaneidad. Se tumbó sobre el gran cuerpo blanco, como una nieve suave, y respiró con fuerza. Era muy curioso el olor del vapor frío que se le adhería al pelo, era probablemente la única criatura capaz de ir lo bastante alto. Y Anu, por supuesto, pero cada vez quería menos elevarse. -Esta tierra era para nosotros -musitó Anu. -Ya he vivido la mitad de mi vida, pero no querría irme aún de aquí. Bisu se calló. Le gustaría plantar cara de iniciar una guerra. Como descendiente de las criaturas arcaicas, tenía el instinto arraigado y sentía que la causa era justa por Ishtar, ¡era por la misma Anu!-. Pero había visto, mil y una veces de hecho, aquellas catastrófes. No iba a arruinar así la vida de Anu, lo que restaba de ella. Las raíces se pueden echar en cualquier otra parte, donde haya mar y donde pueda respirarse el aire. Pero aquello dolía. Desterrados. Anu y Bisu, sacados a la fuerza de casa, y con poco tiempo antes de tener que dejarse apagar, había que elegir: las capitales en llamas por los hombres, o vivir, intensa y fuerte, pero no tan libremente. Anu se incorporó y sin pensar golpeó con los dedos los costados de Bisu. Bisu se levantó y dio un par de vueltas, remoloneando más fingidamente, porque tenía los ojos muy abiertos y los

más. -Vamos, hay que andar mucho antes de encontrar nuestro hogar, ¿crees que algún día tendré hijos y ellos sí serán capaces de luchar por esto? -Esa última parte confío en que no-le dio la vuelta a la cola un par de veces calibrando el aire. Luego echó a correr con fuerza y Anu se dejó llorar un poco contra la fuerza del aire. Estaba triste porque sabía que iban a caer muchas cosas que no podrían reconstruirse. Pero Anu tenía que seguir viviendo, aunque desde entonces llevaba pintura de guerra

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Dejó caer todo el peso que había levantado para dejarle hablar de repente, con pueril impaciencia: -¡Sí, tenemos miedo siempre! Pero atenazado. Que se desate... El terror... es algo que no entendemos bien. La esquirla debía haber mandado retoños metálicos a que se sumaran a la polka de su cerebro. Aquello estaba fuera de madre ya. Se frotó los ojos con la mano que no estaba hecha polvo. -Eso pasó con lo de Christine. Eso pasa siempre. Eso te pasa a ti. En aquella posición se sentía protegido, y quería ser vulnerable. De qué valía exponerse a la muerte continuamente si siempre era el que tenía más suerte, no, no, no. Por eso cuando cargó contra él salió despedido con gusto, y riendo, de hecho. La máscara cayó cerca. Cuando su enemigo se puso en pie, le miró a sus ojos tristes y humillados. Recogió su careta con calma, con la mano inerte, y se la dejó sobre el pelo un momento. -Qué criaturita, siempre triste porque no sabe cuánto perdió -canturreó. Le daba mucho orgullo saber que poblaba sus pesadillas.

f Se quitó la máscara y resultó sorprendente que tuviera ese rictus cansado. Sentía las neuronas bailando algo movido, una polka, probablemente porque había oído hacía poco una nueva pieza de las que gustaban a Christine. Y porque hacía un año más de lo de Christine. Apoyó los dedos de los guantes sobre el puente de la nariz e hizo fuerza; tanta que sintió que los ojos iban a protestar saltando fuera de sus órbitas. Pero no lo hicieron. Miró un instante la esquirla de metal de la muñeca, a punto de seccionar la arteria radial. También era su cumpleaños hoy y quizá por eso parecía estar intentando abrirse camino nuevo, porque a juzgar por cómo dolía se acababa de cargar lo poco que quedaba de tendón sano. -Venga, chicos, vamos a cargar con esto dijo, y chasqueó los dedos. Su complejo de mago tenía buenos acólitos. Las máscaras se sacudieron afirmativamente y desaparecieron. Y él miró en derredor. Luego apoyó el talón metálico con más fuerza y miró aquellos ojos enterrados bajo su peso y su odio, y los ojos atrapados le devolvieron la mirada. Había pensado en matarlo... o bueno, no eso exactamente. Pensar en frío no le iba demasiado. No lo veía útil si se actúa en caliente. Él era fruto del imprevisible aquí y ahora y no se llevaba bien con otros momentos. Y le habló: -Tú eres como yo. No tienes miedo nunca. Escuchó con interés las ásperas palabras ahogadas. -Eso... es... falso... 306


Se oyeron los disparos del resto de la banda, y él hizo una reverencia. Sus cascabeles le recordaron que hoy había algo por lo que llorar. Con la máscara, era escalofriantemente parecido a los demás perturbados de halloween. Así ocultaba su sonrisa y daba la impresión de que no tenía más motivos para pelear que los que tenía para vivir. Qué curioso que lo de Christine esta vez cayera en halloween. Salió riéndose mientras sentía latir a su arteria, enfurecida por la proximidad de un enemigo de metal que, según los médicos, se le debía haber llevado por delante hacía mucho. A lo mejor por eso la sonrisa tenía ese rictus tan cansado y el cerebro, desconcertado, continuaba festejando con un ritmo de polka. Mierda, Christine, que tú, también tú te le ibas a llevar por delante. Y ahora en lugar tuyo solo hay retales y vísceras descoordinadas.

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Estaba revolviendo el líquido casero con un dedo. -Al fin y al cabo te gusto yo. »Pero el mundo no está estructurado para que guste el sabor de la tierra. Le dio el bolígrafo y él se ahorró comentarios buscándole lunares, explorándola como el primer astronauta a Marte. -Es el único dinero que hay y no tenemos tampoco ganas de gastarlo en intentar curarme. En la primera canción que cantamos en la calle decíamos que dios había muerto, y que ya no había milagros. No vamos a ser ahora de la clase de artistas a los que noo cree nadie... Sonrió con las muscas de los dientes que le faltaban. Él dibujaba, pensando en las cnstelaciones que se iba a llevar a la tumba, en la cara del de la funeraria, se lo dijo a ella y volvió a verla echarse a reír, mientras sacaba el viejo clarinete de su funda. Hacía una de esas noches lumínicas en las que a saber si hay estrellas, las ideales para una sonata de madrugada, y salir corriendo por los adoquines mientras llegaba la policía.

f

-Dicen que es una enfermedad. De verdad. -¿Eso crees tú? -la cogió del brazo y la hizo girar como si bailara, aunque los vestidos hacía mucho que no alzaban su vuelo. -Yo suspendía medicina. Yo solo sé las mejores esquinas de la ciudad. Para lo tuyo y para lo mío. -Eso te hace noble. -Hay formas muy feas de decir eso. -Eso vale para todo. Bailó con un par de pasos. Las faldas tampoco le seguían el paso. Su vuelo no debía estar bien recortado. -Muy, muy feas -insistió. -Sé que te gustan las esquinas... 308


f Expectante, con los últimos rastros de leche aún sin titubear. Sus plumas sí que lo hacían, porque querían cosas que no podían decir. Qué cruel. Era hijo de una lechuza y se había criado en un jardín, y tenía una curiosidad que recordaba a otras tribus extintas o huidas. Y sí, también tenía sueños altos que no eran acordes a su tamaño, como su madre. Y no obstante allá estaba ella, sobre su trono. Y parecía feliz. Y desde luego que la pelea por alcanzarse a uno mismo es un torbellino en el que uno puede consumirse la vida a gusto. Bueno; me alegro de que al llegar arriba me haya acompañado él y siga mirándome con sus ojitos suplicantes del primer día, ahora que tenemos sueño y ganas de nuevos juegos y trucos que desconocemos.

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f No, no, no, no vamos a volver a casa. Hace tanto tiempo que seguro que ya no se ven las huellas en la Nieve Eterna. La que nunca cambia. Pero querrían volver a casa, con las madres, que murieron hace tiempo. O con las hermanas pequeñas, que ahora llevan el pelo del color de la Nieve Eterna. Pero ellas sí se acaban. El pájaro tiritaba. Sus huesos huecos sonaban al hacerlo, como anunciando que una nota estaba mal. Rompían el acorde. Ojalá se pudiera hacer algo más que caminar para encontrar las huellas. Las flechas escocían cuando apuntaban el camino a casa. Pero no querían volver. Esperó que confundiese el miedo y las ganas de volver, porque los pasos temblaban al unísono de los huesos huecos, y las flechas ya podían sentir el calor de quien vuelve, vuelve a casa. La Reina no dejaba que nadie atravesara las montañas. La Nieve Eterna se los comía a todos. Pero ellos tenían algo especial, tenían huellas de tinta más fuerte que una Nieve que nunca cambia. Y un arco y unas flechas en la espalda capaces de atinar en el corazón muerto de la reina. Era el último espasmo con el que avanzaba en la nieve, cuando las huellas no calentaban, casi olía la hoguera, los huesos del pájaro no eran capaces ni de temblar, el arco no se movía al caminar porque más bien se arrastraba. Pensaba en matar a la reina mientras el velo de sus ojos al caer le impedía ver que había vuelto a casa y que la reina iba a morir de un flechazo, porque roto un conjuro, rotos todos. Y el mons tru o aleteaba po r encima, con alas de qui mera.

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-Entiendo que te dé miedo el fuego, pero sin calor no se puede vivir, o volar le dijo. -No hay otra cosa que quiera hacer en la vida, Fíbula, que esto. -¿Por qué no ibas a hacerlo? Momet estuvo callada un tiempo, ya que le daba la razón. Era sencillamente miedo, algo de lo que el corazón explosivo de Fíbula no acababa de estar al corriente. -Yo soy parte de esa escuela, Mome, a la que te da miedo ir. Solo pueden engrandecerte. Además, sé que nunca se ha hecho, y la gente solo explota el fuego, pero creo que puede dominarse y que tú podrías probarlo. Momet tensó los dedos y los relajó enseguida. Los usó para palpar la marca de la clavícula de Fíbula que ella tenía en la mano que escondía, la que usaba para la magia y estaba deshaciéndose más rápido que nadie. Fíbula venció su resistencia para quitarle el guante y la estrechó. La magia aumentaba el tacto por mil y a Momet le encantó tanto la sensación que nunca, nunca escondió su mano. Cuando se marchaba, Fíbula se dio el derecho de despedirla el último. Le sonreía. -Mome, creo que eres el sentimiento personificado que mejor ha hecho la magia nunca -le dijo, apretando la mano de la marca, la mano herida por la magia. Momet le besó y se dio la vuelta; Fíbula quedó entristecido al instante, mientras, alejándose, se oía a Momet tararear. Era una canción de su tierra, que ya no recordaba nadie; y a Fíbula le pareció la banda sonora de un paréntesis. Mome desaparecía entre nubes y notas. Era muy de Mome.

f el mons truo ale teaba po r encima, con alas de qui mera.

Los cohetes empezaron siendo chispas en erupción. Los volcanes eran unas casas de juego increíbles. Momet lo leyó con gesto indeciso. Era el último día y no tenía claro todavía por qué la escuela de fuego y tecnia. Podría ser la mejor opción para gente que quemase cosas, pero no Momet. Momet no tenía todavía claro por qué estudiaba esa clase de cosas. -por si encontraba la forma de volver a casa. claroFíbula la encontró vagabudeando por los pasillos con el papel de inscripción en la mano que temblaba. La otra la cubría un guante tan grueso que no podía saberlo. Momet siempre llevaba esa mano ligeramente rezagada al cuerpo. Así no la veía. -Mome, ven -le dijo grave. Momet le siguió. Nunca dudaría de Fíbula. Estaba lloviendo en la azotea, pero salieron de todos modos. La lluvia estaba caliente y era tórrida. Fíbula parecía iluminarse con su olor y su contacto en su piel pardusca. -¿Y si nunca vuelvo a casa? Fíbula se sentó al lado de donde lo había hecho y la miró con detenimiento. Su talento le había hecho profesor demasiado rápido, y la capacidad de Momet la hacía ir con pies fijos. Pero la magia siempre es pedregosa, le dijo, en ese instante. Añadió: -¿Y si tu casa está aquí... en alguna parte? Le tenía cerca y Mome le besó con suavidad, de la forma en que se hacen las mejores rutinas de la vida y se consiguen poco a poco. A Fíbula le sorprendió que le besaran por primera vez así.

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sangrado así. Nunca la había mirado de aquella forma.

f Karine se hizo taumaturga por necesidad y se quedó por la adicción. Era un juego peligroso al que solo se entregan los que no lo saben. O nadie lo hace. Las paredes del metro seguían curvándose. Los trenes se balanceaban con mayor virulencia. Las cabinas telefónicas rompían a sonar, y nadie se daba cuenta. O todo el mundo fingía no hacerlo. Las cosas estaban saliendo de su cauce en aquel momento. Karina hacía malabares y componía su mejor mueca de concentración mientras, de pie sobre los dedos, las bolas apenas tocaban sus dedos. Pero no, no eran pelotas... eran llaveros. Manojos de llaves volando en sus manos. Criaturas chamuscadas, retorcidas y olvidadas para cerrar cosas. Ya nadie recuerda que solo esconden. Karina por eso las escondía. Con dos sencillas patadas al suelo todas las llaves cayeron al andén. Con el ceño fruncido las apartó de la caída a las vías. Algunos empezaron a reconocerlas. Las recogían, mirando a Karina con ganas de no tocarla ni acercarse a ella, epicentro del círculo de llaves en el suelo. La hija de los anónimos sonreía con un aspecto electrificado. Iba a hacer que hubiera tormenta. Karina sabía divertirse, mientras destruía paso a paso el error, la ciudad. Esperando que Jon llegase con aquel olor a miel que dejaba en el aire cuando se hacía aparecer. Y le dijese que había acabado, pequeña. Karina dudaba a veces si no se habría desmaterializado de verdad. Nunca había

Con sus recuerdos hechos trizas Karina combaba lo que podía. Lo atraía su gravedad, la tormenta condensada en un puñado de huesos de disposición complejamente arbitraria, o miraba con sus ojos raídos esperando que alguien tuviera un anticiclón que se llevase su borrasca. Pero la tormenta seguía condensándose. Y al estallar acabaría con Karina, con la ciudad, con la última sonrisa de Jon precariamente grabada en unas pupilas dilatadas que quieren respirar nubes limpias y, a cambio, negras, van a empezar a llorar.

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-Raf a el. Rafael, en su prisión, se sentía estremecer. Y aullaba. Pero los muros eran demasiado gruesos para que se le oyera. Eso era. Nadie podía saberlo porque entonces proclamaría que había llegado el fin, y nadie podría pararlo.

f -Raf a el. Era lo único que se oía cerca. La pobre, confusa criatura, buscando palabras de salvación. Y encontraba sólo aquellas. -Raf a el... Los de su tipo tenían pupilas inmensas que tenían funciones distintas. Las de ella condensaban la tristeza y reflejaban las nubes como nada. Como un lago inmenso. Como el último remanso de paz. La mitad de su cuerpo que habían destrozado quedaba exánime en el suelo. Realmente parecía una muñeca abandonada hasta por su alma, repugnada por los pecados. La otra se torcía como si sonriera. Pero, como solo era media boca, quedaba un esfuerzo muy triste. Parecía que el artista se había retirado a mitad. Y nunca nadie había pensado más en ella. Era un cuadro que quedaría fijado para siempre en aquellas retinas. Aunque el cerebro muriese, el cuerpo se recuperara y la memoria se deshiciese. El recuerdo ya estaba inmortalizado. Ya residiría siempre en algún otro plano. Las cosas en un instante sin nombre, ni demasiados detalles. Algunos trozos de hierro, sin ser conscientes de que habían muerto, intentando arrancar pedazos de cielo. Alcanzaban a desgarrar las nubes, pero jamás llegarían a más. Si de algo saben los ángeles, es cómo parecer inalcanzables. Es lo que les duele. El golpe del que no puedes evitar cerrar los ojos. El eclipse. Ella lo había mirado de frente y había acabado, pobre muñeca, desmadejada. Todavía le temblaba el extremo de la boca funcional, cuando sonreía y, con su medio cerebro aún vivo, pronunciaba como un salmo que devolvería la vida: 314


entendía nada en absoluto, la vieja, tan vieja que para su edad aún era significante de aventuras y misterios y magia. Entonó la canción que le cantaba su madre cuando tenía miedo, cuando era demasiado pequeño para comprender la lengua con que se cantaba y desde entonces se le quedó grabada sin el significado de las palabras concretas. Solo era una expresión de intensidad, una medida del máximo. Añadió en un lugar aleatorio la vieja palabra, la última reliquia perdida. Y les dio nombre, lo que las hizo fuertes. Las Candidae con aquella llamada pudieron volverse la fuerza contraria a los monstruos. Todos necesitamos algo como “quédate”. Fueron la ola que rompe el dique y libera al mar. Ha pasado mucho tiempo de aquello. Las Candidae han vuelto a olvidarse. No se saben más que pedazos de una leyenda. Poco, muy poco de ellas, porque el pequeño huérfano dejó huellas de su vida más llamativas que una pequeña fábula. Una lengua oyó la palabra y la adoptó para sí y aquello terminó de ensombrecerse. Pero los ciclos se repiten, los monstruos rejuvenecen y alguien oye inconscientemente la llamada. Y cuando se repite oh, las Candidae no se olvidan en lo que le queda de historia al planeta.

f

Las Candidae son la única palabra que se recuerda de aquella lengua. Lengua imposible de fechar porque al parecer Candidae es un recuerdo que ha existido siempre. Los monstruos marinos asolaban Tesalía y los pescadores se replegaron como un ejército triste, que puede volver a casa para contar que van a perder, que cierren las puertas y que tengan esperanza, porque cuando llegue el asedio será lo único que quede de comer... Candidae era una vela en la marea. Una vela blanca que significa que tienes un amigo. Las Candidae siempre vencían a los monstruos. El pequeño huérfano que las vio el primero no podía creérselo. Los monstruos, grandes y pequeños, estaban tiñendo el mar de rojo. Mataban tanto, y tanto, que los griegos olvidaron qué era el color azul y decidieron que el mar tenía el color del vino. Dicen que eso dijo un poeta muy viejo que era ciego. El pequeño huérfano vio entonces asomar la vela en el último claro de agua clara. No había palabra para algo que no era posible, así que usó la única que no 315


-Conocerte me ha llenado la vida y no

f El agua estaba helada y ellas tenían pocos recuerdos, y menos armas que usar. Que se querían, que había luna llena y que toda el agua reflejaba la luz de la luna y era como nadar en la superficie de una estrella. No de verdad. De las que dibujan los niños pequeños, con un pequeño punto blanco, rodeado de negro. Bel abrazó a la chica de repente. Le preguntó su nombre y se acordó a la vez que ella se lo decía. Porque no había olvidado del todo esa forma de enmarcar las palabras con los labios. -Nina. -Es un placer reencontrarte, Nina -dijo Bel, y Nina sonrió. Bel hablaba con serenidad y Nina enmarcaba una sonrisa con aquella boca suya. Bel se sentía feliz mientras el peso y el frío del otro cuerpo igual de congelado la iban ahogando. -Encantada de morir contigo, Be. -Bel. -Sí. -su cuello se arqueó afirmativamente. -Creo que lo sabía. Bel tosió y Nina nadó con más fuerza hasta que Bel pudo serenarse. Para entonces su cerebro estaba un poco más frío. Así que tenía una sonrisa amplia, que normalmente sus miedos no la dejaban sacar en situaciones en las que ni Nina le podía apartar la idea de que iba a morir.

me acuerdo de mucho, Nina. Mi Nina. Pero me estás salvando la vida -dijo Bel. Se calló. La lengua tiritaba entre sus dientes. A Nina le dio mucha lástima. Se esforzó en nadar para levantarse un poco y poder llegar a su boca. Acto seguido, sonriente, comenzó a hundirse en la masa de agua congelada. Alguien dio unas palmadas fuera y Bel apretó los párpados con fuerza, cogió a Nina, y se dejó arrastrar con ella.

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-Para empezar, hay que ser realistas. -dije yo. -Si te comparas a Murakami no tiene sentido que vivas. Mal fario para gente como ella.

y no lo aclaré. ¿Sabes? Eso, para alguien como ella, es tan terrible. Temblaba porque estaba haciéndose su corazón añicos con un idiota sentado delante que se tragaba el Trinaranjus con ganas de que fuera o whisky, o ácido sulfúrico. -Has dejado las gafas en el suelo otra vez. -dijo, sin más. Se refugiaba en aquella observación y a mí me parecía bien. Se estiró, las recogió de la alfombra blanca, y me las tendió. Me las puse y cerré los ojos un momento. Sigo haciéndolo. Tener unos cristales delante de la cara es curioso. Y si cambian lo que ves lo es más todavía. Me tomé un momento para decirle a mi cerebro "vale, los cristales no te gustan, y a mí tampoco. Pero ahora vas a ver bien. Tenlo presente". Una pequeña advertencia entre viejos amigos. La miré y la vi con una nitidez que me espantó. Es difícil el cambio, ya digo. Pero esa nitidez iba más allá de las ojeras que tenía porque hacía ocho días que no me dejaba atrapar por ella. La quería porque era ella y me repelía porque me recordaba a Aneta. Y eran opuestas pero yo las quería con una locura que iba frenando constantemente, y pisar el

-Para empezar, hay que ser realistas. dije yo. -Si te comparas a Murakami no tiene sentido que vivas. No vas a vivir igual. Y eso, ¿sabes?, es una lástima. Era lo bastante idiota para no añadir "en comparación vas a ser una mierda", pero lo expresaba contundentemente con la mirada. Aquello era horrible. Tenía una dureza que no quedaba bien delimitada. Dureza conmigo mismo. Solía estallar así, rápida, fugazmente, desde que había muerto mi hermana Aneta. Menudo golpe había sido. De que te zarandeen, abras los ojos y, ¡anda!, juraría que el mundo no giraba tanto antes. Pero ya no me acuerdo bien del antes. Realmente, las retinas tienen capacidad para después. En resumen, Aneta se había muerto "se" como si se hubiese dejado ir, porque la gente que lucha con ganas siempre salía para adelante. Salvo Aneta. Y tendía a pensar, confundiendo mi culo con el centro del mundo, que no habíamos tenido suficiente convencimiento de que se pondría bien- y yo me había quedado medio tonto de por vida. Como permanentemente grogui. Y lo empezaba a observar en aquella época con cierto desconcierto y más impotencia. En resumen, la miré odiando a mi hermana muerta, a mi nuevo yo estúpido 317


acelerador y el freno te impide frenar. Solo desgasta. -Cuando quise a mi hermana se murió y sigo creyendo que fue culpa mía, y suya. -murmuré. Sonrió. Sabía que ella no sonreía porque estaba entrando en esa edad en que empiezan a marcarse las primeras arrugas, y ella, que estaba enamorada de uno que aún era

demuestre lo contrario y no podía tocarla sin romper a llorar pensando en su hermana muerta, no lo llevaba bien. Tenía miedo. Tenía vértigo.

considerado inocente hasta que se 318


rota. Si la encontraba, y con ella se disipaba ese intenso miedo que tenía en las arterias, podría dejar de esperar. Sería un buen golpe. Podría rearmarse y luchar para recuperar lo que los pájaros habían pedido, todo lo que ellos habían querido. Pero los eslabones de la cadena acabarían por saltar, se acercaba el verano y, mientras la manga deshilachada del jersey volvía a engancharse en la ventana, pensó que sería dfícil volver a ganarse una paz tan larga.

La hoja rota. El verano prometía ser duro. Se puso el jersey con melancolía, suponiendo que iba a ser la última vez. Es difícil volver a ganarse una paz tan larga. Se envestía de la ropa, como si accediese al trono, como si la hoja rota cantase, aún. Con ella habían arrancado también la última posibilidad de que las cosas saliesen bien. Desde entonces, automáticamente, había dejado de importarle. Es lo que suele ocurrir con los golpes. Las prioridades cambian y la suya fue la espera y no la huida. Ni el trono ni los pájaros, que habían creído en ella. Habían muerto de frío y ya no podían ver que sus esfuerzos habían acabado por reducirse a cero. Los pequeños ideales no habían sido más fuertes que las armas. Y en breve volverían a sucumbir contra ellas. Aún se guardaba el equilibrio. Ella se apretó dentro del jersey. Pero los ciclos son circulares. Las cadenas de la puerta chillaron intentando resistir el embiste. Ella cerró los ojos y alzó la barbilla. Era aún un algo real, aunque el trono hubiese sido hecho añicos y algunos quisieran ver su pellejo desmadejado pender de las almenas. También ella, como el verano, tenía partidarios que tenían esperanzas. - ¡No vais a entrar! -dijo con claridad, sintiendo un nudo en el estómago. Pensó una a una las palabras que sabía que escupirían, porque ya, prácticamente, eran el himno del tirano. -¡Hoy no, ni mañana, pero lo haremos y quebraremos tu regia cabeza contra la corona de cristal! Bajó, despacio, los ojos hasta las hojas del suelo. Hoy volvería a salir, totalmente sola, por la ventana, a buscar la hoja 319


historias del señor Hakashi y la forma que tenían las tres bailarinas de su viejo reloj de cuco de darse la vuelta para regresar a sus casas de madera hueca. Al echar a andar, un montón de nieve cayó de mi mochila al suelo. Oí su ruido sordo. Me sorprendió. Me pareció mucha nieve y yo no llevaba tanto tiempo detenido allí.

La hoja rota.

La mujer todavía conservaba la forma de andar de cuando había sido un héroe. Aposté que aún echaba de menos los cara a cara con su novia. Había algo que se apreciaba cuando lograba vislumbrar sus ojos. El pueblo era pequeño, y aparecía casi engullido por la nieve. No daba la impresión de haberse acostumbrado nunca al frío de aquellos inviernos y me dije que no lo haría nunca. El pueblo, como aquella mujer, era un demonio ya viejo. -¿Qué buscas, hijo? Se había detenido delante de una casa asimétrica (parecía que habían cambiado de opinión después de empezar a construirla por el tejado), y su voz sonaba quebradiza. Parecía que había sido siempre así, yo lo habría afirmado. Al oír su extraña voz pensé que no podría haber sido de otra manera.

La nieve caía de tal forma que un día protagonizaría una postal. Sentía el peso de la maleta en la espalda. Una capa de hielo bastante densa la cubría. Pensé. No sé qué pensé, pero estaba así cuando ella se me acercó. Vestía alguna clase de hábito, muy grueso, que la protegía bien del frío. Sus ojos calmos parecían asomarse por debajo del ángulo de sombras que formaba la capucha del hábito. Sonreía. Me sonreía a mí, y yo le devolví una sonrisa tranquila. Reconocía sus facciones. Quizá los espectadores más viejos se acordasen de su leyenda. Ella había caído y su novia era de un lugar tan inhóspito... Tan inhóspito... Ahora ella era parte de la postal. Me indicó con gestos que la siguiera. Se volvió. De una forma muy parecida a como lo hacen las muñecas de los relojes de cuco más antiguos. El señor Hakashi tenía uno que ocupaba la pared entera de su salón, decorado a la antigua y de olor a vainilla. Echaba de menos las

-No lo sé. -admití tras un segundo. Probablemente aquella respuesta la asustaría. Se daría la vuelta y el poblado de la postal cerraría para siempre sus puertas. Pero se volvió hacia la casa y abrió las puertas, y me incitó a pasar delante de ella. Me adentré en aquella oscuridad con un par de pasos de ciego antes de 320


detenerme. La mujer había entrado y había cerrado la puerta. No la oía respirar, pero creí que seguía ahí. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y vieron una luz anaranjada iluminándonos, a mí y, en el extremo opuesto del círculo difuso que formaba la luz, a una chica. Vestía una camiseta y una falda de forma extraña. Sobre ella, sentada en una silla que no alcanzaba a ver, se plegaban de forma extraña. De repente se levantó. La ropa, que solo estaba estirada sobre su cuerpo como una sábana, cayó al suelo sin el más absoluto sonido. Ella me miraba en todo momento y empezó a avanzar hacia mí. -¿La recuerdas? -dijo la voz de nieve de la mujer. El sonido ronco brotó de mi garganta como si la arañara: -No. -Es la chica a la que mataste y por la que quisiste morir. Ella avanzaba, y avanzaba, y avanzaba. Llegó a mi lado. Cogí su muñeca, movido por la mayor fuerza de gravedad que había sentido en toda la vida. Apenas veía el brillo de sus ojos, y me acerqué a su rostro, y ella me besó y empezó a deshacerse de mi ropa. Me acosté con ella en silencio respetuoso bajo la mirada ensombrecida de aquella antigua heroína en aquel juego de penumbras y disfraces de criaturas que querían ser dios. No sabía lo que pasaba, pero sabía por qué lo hacía, porque en el inmenso hueco de mi cabeza me sentía como en casa. Una casa asimétrica en un pueblo engullido por la nieve haciendo el amor a chicas que no conocía bajo la mirada de una vieja me sentía como en un hogar triste, pero de vuelta en casa después de todo.

En el suelo alcé la cabeza y los ojos de la heroína me recordaron de repente a mi sombra. Recordé. Recordé, con un vínculo a otro momento y a otro mundo tan intenso que mi cabeza iba a estallar. Grité. La chica respiraba tranquila, con sus costillas tumbadas sobre uno de mis brazos. Me aferré la cabeza como si alguno de sus componentes fuera a desprenderse y grité, desgarrado por la dureza repentina de ese vínculo que intentaba unir dos mundos hasta un punto insostenible. El vínculo no se rompió. Nunca se rompería. Pero se distendió. Desnudo, miré a la mujer que se erguía delante de mí. Le dije que estaba cansado, muy cansado. Después de todo venía de un lugar inhóspito. Asintió y miró a un punto de la negrura a mi derecha. Vagamente inquieto, moví los dedos de ese brazo, estirado como si hubiese intentado aferrar algo. -¿Recuerdas alguna cosa, hijo? Me gustó instantáneamente su voz. Parecía quebradiza, y conmigo mismo aposté que siempre había sido así. Parecía el crujido que hace la nieve al pisarla. En un acto reflejo, abrí y cerré los dedos de la mano, con la vaga sensación de que acababa de perder algo valioso. -Nada -respondí. Me sonrió con lástima al oír la respuesta. -Es normal. Procedes de un lugar tan inhóspito. Tan inhóspito...

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La hoja rota. Vivía cerca de los latinos, esos latinistas enamorados de su propia bohemia, y ella empezó tiñéndose el pelo de rojo porque recordaba el de su madre, que brillaba así cuando caía al suelo cuando se lo raparon. Pero las cosas al extenderse tienen el defecto o la virtud de empañar el inicio. Son solo la marabunta actual. Cómo quería a su madre. Era difícil, muy difícil. Supongo. Era como el germen de inicio de movimientos como la bohemia. De ella había sacado unas ganas locas de devorar el ancho mundo o zarpar al ancho mar. Muy, muy locas. Se apretaba el estómago. Más o menos. Pensaba en el color del pelo de su madre. Le daba miedo aflojar la presión sobre la tripa. Tal vez todo temblaría con una sacudida terrible. Se parecía mucho a su madre. Casi presentía las patadas del bebé porque estaba haciendo demasiada presión contra la tripa. Soltó de repente. Sintió un nudo en el estómago y pensó que había muchas posibilidades de acabar como su madre. Lo cual tenía sus puntos buenos. Le dijo que estaba embarazada con tanto miedo como los padres nunca deben tener. Y sin embargo tienen todos. El pelo entonces todavía le brillaba. Como le pasaba a mamá, al principio. Y en el suelo, como si se despidiese para siempre de ella.

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La hoja rota. En los sueños hay un orden. Aunque en nada más lo haya. Podrían fallar los cimientos del cielo. Podría cansarse cualquier dios de su tarea y, decepcionado, coger un empleo con la última vacante de pastor. Y seguiría existiendo ese orden en todos ellos. Por eso no podemos contarlos. Tanta ordenación es inalcanzable. Se podría decir que era un pequeño hobby y un objetivo vital. Quería alcanzar ese orden aunque como Sémele muriese en llamas, pero. ¿Tan mal estaba morir si incluía mirar a los ojos a dios. Qué cobardía más grande. Y sin duda algo no marchaba, pero no tenía cobardía alguna. Irradiaba algo especial, que daba lástima que se fuera a pique con su locura. Una pena de criatura. Hay otra forma de clasificar a las personas. Las que buscan tener algo que contar antes de morir y las que quieren morir haciendo historia. A Momet le fascinan ambas.

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La hoja rota. -¡Sopla! -Intenta decirle que no tiene más aliento -se oye por la carpa en un susurro La carpa vacía tiene una extraña capacidad de resonancia. El jefe de pista repite. - ¡Sopla! -Qué dureza tan bien lograda. La criatura, casi un fantasma, temblaba sobre el taburete demasiado alto para ella. Estaba a exactamente una caída de que su sueño llegase a término y tenía miedo. El circo tenía miedo, como ella. Ella era capaz de irradiar aquel pánico con la empatía que le salía por los cuatro costados. -No lo hará. -¡Sopla! ¡sopla! Uno de los hijos de los enanos se escapa de sus padres. -¡¡No tiene aliento!! ¡¡Ella ya no es un dragón, criatura boba!! El jefe apartó los ojos un momento, ella apretó los párpados y desapareció. Sobre la cuerda suspendida, y sobre el taburete, ya no quedaba nadie; había una copia exacta a la mariposa que estaba posada en su clavícula, y volaban a la par.

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La hoja rota. Astarté era una criatura eidética. De imagen. Sí que lo era, era un crisol de impresiones de gebte que había llegado antes que ella. Y era como un pez. En cualquier sentido que pueda pensarse. Astarté era una historia incompleta que tiene 3 segundos de escenario, antes de romper a llorar y empezar desde cero. Y una cruz que gira sobre sí porque no tiene suficiente plazo de vida como para decidirse. Las pupilas parecían querer balbucear cosas, cosa tras cosa y todo lo que salía eran burbujas. Porque no hay forma de expresar el pensamiento. La niña Astarté hecha una vieja hecha y derecha. Pobrecita hija de nadie. Estaba fría y mojada y se escapaba cuando intentaban tocarla. Y sin embargo decían que era una bruja. Porque es que tenía una forma de ser pez con plumas y movimientos de persona.

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de su cuerno como si los cazatesoros pudieran sentir escrúpulos.

La hoja rota.

Como si los dioses no pudieran morir, igual que los héroes, y si no, mírala a ella. La luz le amputaba el rostro. Le robaba la vista y todo lo que quedaba en ella de ser humano. No era ni siquiera un monstruo. Una curiosidad. Yo sabía que había un profundo agujero en su frente, por el que no había nada. No podía haber nada. Solo un vacío espantoso. Pobrecito unicornio, cuando le deshicieron su esencia, solo le quedaba un triste envoltorio. Y ahora la luz parecía dispuesta a aniquilarlo. Ella ya no podía sentir escrúpulos. Era el problema que sentía en ella. Se alejaba. Se deshacía. No era consciente del agujero inmenso que la atravesaba y, como la luz, manchaba su rostro. Yo nunca lo recordé. Recordaba el rayo, que la traspasaba. Lo tenía anclado en el alma. La hizo bonita. A la pobre veleta perdida. Se había perdido y no entendía que se había quedado sin nada que encontrar. Se lo habían arrebatado sin escrúpulos. Tenía la luz atravesada en el alma. Era una pequeña perdida. Se había separado de una mano que solo quería coger la suya toda la vida cuando era demasiado joven, y se había perdido. Aquel lugar estaba lleno de casos como el de ella. No era más que otra mancha. U otra línea para alguien con ganas de encontrar una musa, o una quimera, algo esquivo en cualquier caso. Parecía un unicornio atravesado por la luz, en busca 326


gimotear. Él encontró la clave y se la enseñó a su compañero. Les había dado otra clave otra vez y seguía sin entender nada. Se quitó de encima de mí. Me soltó el pelo violentamente. Me encogí. El otro habló: -Gracias por tu ayuda. Seguimos.

La hoja rota. El tríptico seguía abandonado, exactamente en la misma posición. Era una noche tormentosa, la que hacía fuera, como no había sido una en décadas. Sabrás cuándo han caído. No podían notarlo, pero yo se lo dije. No era aproximado. Era exactamente la misma posición. Me acerqué al muro. El prisma estaba insertado. Apoyé las manos y me sentí como un perro rascando la puerta. Por supuesto que no nacimos para esto, pero ve y explícaselo a dios. El ángel y el demonio que se querían usaron el fuego del segundo para dejar aquello iluminado como si hiciera un espléndido sol. Luego pasaron a otra habitación. Me miraban y asentían con una reverencia muy pequeña. No decían nada, sonreían. A veces me preguntaba cuál sería el sentido de lo que hacían. ¿Pensarían en algo?

Y salió. Yo lloraba en el suelo.

Salieron y apoyé también la frente. La madera estaba fría y seguía sin cobrar sentido. El prisma brillaba. No como si fuera luz solar, pero funcionaba y a la vez no lo hacía. No aparté la cara del tacto poroso. Me acordaba de ella. El adjetivo común era fresco. Ella y la madera tenían un rasgo en común. Le había dicho 'ven aquí'. Ella lo había hecho. Había pocas cosas importantes entre eso y el presente. Miré el suelo y encontré la clave. Uno de ellos volvió. No sé si el ángel o el demonio, no era capaz de distinguirles. -¡Hijo de puta! -le chillé y le lancé un puñetazo. El que no era él me lanzó contra el suelo usando todo su peso. Empecé a 327


tanto tiempo desde la última vez que la escucharon que era como si nunca hubiera aprendido a hablar. -¿Te acuerdas, vieja cuentacuentos? Yo no soy tu Edipo, pero tengo cosas que contarte. -dijo, con la voz baja. La quimera alzó unos centímetros la barbilla y Edipo sabía qué esperaba. Estiró el brazo, y acarició el pelo ralo de su nuca como nunca había tocado a nadie. No con ese cariño inmenso que rayaba en cosas desconocidas. -Odiseo llegó al fin a casa y Pentesilea se enamoró. Ícaro aprendió a volar. Edipo creía en las oportunidades, creía en que se repiten hasta un límite, y él estaba enamorado de la quimera. Con ganas, con inmensas ganas. -Héctor descansó y Eneas llegó a casa. Psique encontró a Eros. Se movió un poco, para acomodarse y la quimera pareció espantada. Se relajó al ver que no pensaba irse y en su rostro marmóleo apareció la sonrisa de quien lleva años sin usarla, un vestigio, una voluta. Edipo le sonrió fascinado sabiendo que tenía mil cosas de las que poner al día a su pequeña quimera. Y siempre podría haber más cosas que contar que sucedieran mientras contaba otras y así mucho tiempo. -Edipo llegó a su hogar y Aedón fue libre de una vez...

La hoja rota. Intentaba fijar los ojos en la quimera, pero no podía, se retorcía y se escapaba de sus pupilas, pero solo la cabeza, con un movimiento. Edipo, que tenía pocas cosas metidas en la cabeza todavía, la miró y pensó que pobre criatura. Parecía abandonada. La habían dejado atrás sus compañeros, en un mundo en el que no encajaba. A saber cuánto llevaba allí parada, inmóvil, asustando a la gente y alimentando cuentos de viejas. Pero Edipo quería pasar. La cosa era así de sencilla. Se acercó a la quimera, que no se movió (hablando con propiedad, no alteró aquellos movimientos tan rápidos que escapaban de los ojos de Edipo). Olía a sal. Más que el propio mar, que después de todo no deja de evaporarse, sacudirse y renovarse. La quimera se había impregnado de la esencia del océano. Ahora formaba más parte de él que él mismo. Eso hacía que no encajase tampoco. Edipo sujetó el rostro de la quimera con suavidad, sin apenas fuerza. Ella se quedó quieta. Sus ojos vacíos le enfocaron de arriba a abajo. Habría jurado que estaba reflexionando qué era eso y para qué alteraba su movimiento repetido por un espacio de siglos. -Troya murió. -dijo Edipo clavando la rodilla en la piedra. Aún sujetaba el rostro de la quimera, cuyos ojos le siguieron fielmente. Edipo la soltó y ella le miró con sus pupilas leontinas. -Hécuba vengó a su último hijo y Heracles llegó al Olimpo. -siguió con suavidad. La quimera entreabrió los labios. No dijo nada. Probablemente había pasado

La

hoja rota. 328


Aline entrecerró un instante los ojos y vio que la luna se estaba deshaciendo. Abrió la boca, pero se quedó vacía. No sabía qué pensar, qué hacer ni qué decir. Grim se deshacía con aquella luna, que parecía estar desangrándose. Mejor. Parecía deshacerse, como hecha de arena y tocada por una gota de agua. Una única gota. La torre negra del astrónomo se erguía allí, bajo la luna. Era el lugar indicado. Los dedos de Kúo se cerraron sobre su hombro tratando de reconfortarla. Le dijo algo que un trueno acalló. Los dos miraron hacia el cielo, que parecía estar convulsionándose. -¿Quién pagaría el precio? -murmuró el astrónomo. Aline le miró. Nadie sabia que estaba allí. Abrió la boca. Un charco se iluminó de repente y, aunque era pleno día y la luna estaba sobre el cielo, temblando, la imagen de Grim se materializó en su superficie. -Yo lo hago. Aline encontró algo de cordura en aquel sinsentido y trató de gritarle que no podía. Él también temblaba y sus ojos irradiaban una luz rojiza fruto de su supremo esfuerzo. Sonreía, sin embargo. Su imagen se rompió con más brusquedad que nunca. Pareció que el último dique de contención de la luna se rompía y su arena se deshacía en tropel.

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me trajeras una foto... -miró con melancolía la mesa donde había quedado la envoltura de un par de carretes huecos. -Y sin embargo...

La hoja rota. -Los polvos mágicos y la droga pueden esconderse en cualquier parte. La adolescente, que apoyaba la barbilla en el borde de la mesa, le miraba con atención. -Este mundo tiene coincidencias terribles. -Son próximas. -objetó. Sin hacerle caso, él siguió sacando el plástico de los carretes, y rellenándolos con polvo. -Bueno, ¿vas a adivinar ya qué es? -dejó lo que hacía para mirarla de frente. Suspiró y olfateó sin mucha gana. -No deberías. -Hay gente que tiene que comer de esto. Aunque mate a otra gente. -sonó casi como un susurro porque no quería creerlo. Acabó con ellos. Los metió todos en la mochila de un manotazo, la cogió y se acercó a la puerta de cristal. Se volvió para mirarla. -No has adivinado. -Ya. Estaba pensando. Levantó los ojos. Le iba a echar de menos durante el viaje, que iba a ser largo. No lo había dicho , pero había habido miradas ausentes. Se había aprendido su perfil, con calma y con cuidado, porque iba a tener tiempo de echarlo de menos, ¿por qué si no? -Es droga. Le sonrió. A ella le sorprendía que compusiese aquellas muecas, tan explosivas y sinceras. En fin. Se marchaba ya. Los polvos mágicos estaban hechos para prender fuego y no tenía sentido que esperara a que se estropeasen. -Podrías desearme suerte. -Es que no entiendo. Me confundo. contestó, tranquila. -Te quería pedir que 330


estaba temblando, pero el que temblaba era yo. -¿Fue aquí donde tu cabeza se volvió así? -murmuró con emoción. -¿Te he traído yo? Creí que al fin había muerto el último que las conocía farfullé, aturdido. -Sí, pero tú sabías venir. -No, yo era pequeño... Clea se puso de puntillas. Se acercaba a mis ojos con su mirada penetrante. -Medio cerebro tuyo no deja de pensar en cómo volver. -¡Sobreviví, Clea! -grité, y la empujé, alejándola de las ruinas, y de mí. Di un paso. -¡Escapé a ellas! ¡Solo déjame seguir lejos de ellas! -Me has traído tú -recordó con suavidad. Mi ira se derrumbó, pero di otro paso hacia ella. Lejos de los triángulos, lejos, cuanto pudiera. -En cuanto pusiste la cabeza en blanco echaste a andar. Temblando con mayor violencia, me asomé un instante a mi cerebro. Puse la

la victoria de los que no eran gigantes. Veían los restos y no los entendían. Hacía mucho que, por castigo divino, habían dejado de ser eso. Al verlos, sentían un pequeño chispazo. Era el signo de que sus genes aún eran, en parte, aquellos. El último niño en mirarlas de cerca había roto a llorar. Ya no era tan pequeño, pero había llorado como un bebé que no entiende cuando se le hace daño. Después de todo, su joven cerebro había tratado de escindirse para poder comprender, al menos con la mitad de sí mismo. Y, joder, eso tiene que doler por fuerza. Volví allí con Clea. Ya podíamos contar los días que faltaban para vivir juntos cuando me pidió que dejase la mente en blanco. -Sé que eres de esos pocos que saben. me dijo. Se refería, claro, a los que veían cosas cuando lo hacía, los que sentían a los dioses. Yo era prácticamente uno de los futuros agnósticos. Pero el padre de Clea había sido de esos pocos. Eso la hacía creer que sabía a lo que se refería. Traté de explicárselo. -Solo pongo la cabeza en blanco, Clea. Sacudió la cabeza para cortarme. -Enséñamelo. Hazlo conmigo. -me dijo. La quería demasiado y había pocas cosas más insistentes que ella. Lo hice. Sentí el tacto helado de Clea introduciéndose entre mis dedos, y abrí los ojos. Le pregunté si ya no quería aquello antes de darme cuenta de que delante de mis ojos estaban los triángulos de las ruinas. Grité una maldición y me giré hacia Clea, y la abracé. Mi cuerpo le impedía ver los triángulos. Por un momento pensé que

cabeza en blanco un momento y corrí a volver en una fracción de segundo.

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les salvó de una fiera. Nuntia sabía perfectamente que era una de esas armas de doble filo que hay que coger con aplomo y ella tenía el suficiente para hacerlo. Se acurrucó al lado de Sucio y él, medio dormido, medio reflejo, se ajustó al cuerpo de ella. Nuntia siempre estaba caliente. Nuntia era uno de esos tactos agradables, y olores, y sonidos. Era la unión de cosas ya poco frecuentes por separado. La ardilla correteó del regazo del uno al del otro antes de ajustarse al hueco entre los dos cuerpos y dormirse. Sucio también se quedó dormido. Solía vigilar durante un rato, le gustaban los sonidos de la noche en los claros. Pero aquella vez estaba cansado. Le preocupaba lo que crecía en su interior. Le asustaba la reacción de Nuntia cuando ya no pudiera fingir una sonrisa al oírla cantar al fuego. Le aterraba el devenir de las noches y, tonto, seguía cada noche igual, contemplando los gritos sonrientes de aquella cosita de tactos agradables, y sonidos, y olores. Sin duda habría sido un bandolero feliz. Si Nuntia, con sus ojos lamidos por el fuego, no sonriera, sabiendo que no iba a dejar que aquello pasara.

La hoja rota. -¡Arde fuego, arde fuego! Nuntia había superado "el trastorno" de pequeña. Pero la primera frase que había aprendido volvía a su cabeza con frecuencia. Para ella era una oda a que había que vivir, y por eso Sucio le dejaba. Se limitaba a observarla, con su ardilla ovillada en su regazo, y un solo ojo entreabierto. -Es una pena, esa niña quemada. La ardilla abrió los dos ojos, la vigiló un momento y volvió a cerrarlos. Todo con pausa, solemne. Sucio la acarició detrás de las orejas. Él había matado a su madre, capaz de tirar a una niña al fuego y pedirle que ardiera. Durante varios meses fue lo único que Nuntia supo decir. Un día, Sucio se la encontró y por casualidad le habló del poder del fuego. Porque a los humanos nos mueve un fuego interno, como una locomotora que tira de nosotros para adelante. Sucio comprendió por qué Nuntia se aferraba al fuego. Nuntia le besó en la boca y le curó la herida de cuchillo que le estaba robando la vida. En ese momento, como si intuyese que hablaba de ella, Nuntia se giró hacia él. No vio su ojo vigilante y creyó que dormía. Sonrió, amplia y dulcemente. Sucio siguió observándola, un rato más. Nuntia avivó la hoguera. Sabía que el fuego protegía. Cuando conoció a Sucio ella le curó y durante esa misma noche 332


La hoja rota. El zumo de limón era espantosamente amargo durante la caída de aquella noche. -Sí, es la primera señal de cómo van a ir las cosas. Los niños no necesitaban que se los asustara. Pocas cosas habrían podido hacerlo. Y él no quería intimidarlos, sino prevenirlos. A ellos les hacía mucha gracia las plumas raídas de su sombrero. Las había pegado sobre la tela esmeradamente. -¡Cómprate otras, abuelo! ¡Dan pena! -No puedo lavarlas. -Están raídas. También él lo estaba y evitaban hablar de ello. -Tampoco sé por qué os apena -dijo siguiendo el hilo de sus pensamientos. -Si yo ya he visto los ángeles. -Seguro que dan miedo. -Mucho menos que el infierno y ya salí vivo de allí. A los nietos todavía les costaba creerle. Eran muy jóvenes, pero no lo bastante para no haber sido desilusionados nunca, y ya surgían en sus pequeñas cabezas las dudas sobre la confianza. -Es imposible que nadie haya viajado tanto. -Soy el único abuelo que baila todavía las polkas, crío, así que cuidado con esas ideas. Le alejó el zumo de limón, tan, tan amargo porque sabía algo de los ángeles que solo compartía con él. De los ángeles y del fin de la nlche con una sonrisa ancha y sin que nadie más entendiese. Se iba y se iba bailando volviendo de nuevo a viejos sitios. Afortunadamente ya no le daban miedo.

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error inmensamente humano. Deslizó sus ojos hasta el punto exacto bajo el que latía el corazón. Luego por las arterias secundarias, el azul eléctrico de tatuaje que salía bajo la ropa hasta las muñecas. -No funciona. -le dijo, muy suave, porque a la reina le daba mucha pena ese caso que ella había tenido que juzgar. -¡Ahora me ofrezco! -gritó. Y en lugar de la ira, Lidia sintió que se le encogía el alma. -Ya se intentó. No funcionó. No funcionaría, pequeño persona. Los ojos de Lidia se dilataron. Estaban llenos de ternura manifiesta en un puñado de lágrimas. -Elegiste la caza en lugar de a Nisa. Y ahora la caza te ha elegido a ti. Niño, vete a casa. Lidia se metamorfoseó ante sus ojos. Eso también era un error. Alzó el vuelo hacia la bandada, que se deshizo de repente al verla ascender, para reformarse detrás. Makael sintió estremecerse las secuelas azules del intento, y las armas, rotas, a sus pies, porque el último gran cazador había tomado una decisión, se pudiera o no. Observaba la bandada expuesto.

La hoja rota. -¡Volved! -chilló. Tenía algo extraño ver al último gran cazador así, expuesto, dispuesto a todo. Uno no espera encontrarse al rey en camisón. Las cosas gigantes tienen su parte de niño pequeño, pero se la comen todo el tiempo. Es sobrecogedor verlas como las demás cosas, que es lo que son después de todo. Esa era la palabra de lo de Makael. Sobrecogedor. Incumplía la primera norma de un cazador. Estaba sin armas, exponiendo el pecho y gritando porque le iba la vida en ello. Y los tatuajes que, como venas o como tentáculos, ascendían por sus brazos le identificaban como Makael. No cabía duda. Makael estaba allí, joven y expuesto a morir, gritando a una bandada de pájaros heterogénea que volaba en círculos bajos. Se regodeaban o querían escucharle. Makael clavó los pies en la hierba y sacudió la cabeza, pero no podía deshacerse de las lágrimas así de fácil. -¡¡Volved!! ¡¡Os juro que la quiero!! -La caza te ha elegido, niño, niño sin alas. Makael se giró hacia los duros ojos de Lidia. Era la reina. Parecía poco mayor que el propio Makael, pero él sabía por instinto que los pájaros, humanos, parecen jóvenes hasta que en un lapso muy breve se precipitan a la vejez y al vacío, como los lanzamientos en picado a los abismos que les gustan tanto. Lidia era la más fuerte, y toda aquella bandada solo la seguía porque lo sabía. Makael abrió los brazos otra vez. -Devórame. Por dentro. Quiero vuestras plumas. La quiero, Lidia. Lidia fingió no darse cuenta de que aquello era un desacato y sobre todo un 334


La hoja rota. Los cisnes son algo excepcional. Chaikovski no se equivocaría. Tienen algo secreto, o de lo contrario no cantarían de esa forma cuando van a morir. Sólo cuando van a morir. Los pequeños saben lo que se anuncia. Nacen sabiendo el secreto que tienen que guardar. Pero se les hace pesado que dios no existe y lo proclaman al morir, a gritos, a gritos desgarradores. No quieren que nadie sufra, como lo hacen ellos. Antes eran leones. Ahora se cubren con sus alas y se preocupan demasiado. El dragón de debajo del lago lo sabe. Solo que ya hace un tiempo que dejó de interesarse. Niños. Jóvenes. Adultos. Viejos. Criaturas. La importancia es la misma a sus ojos chispeantes. Perdió a quien quería. Ya no volverá a querer igual. Por eso se cayó del cielo, se cayó al fondo del lago, cerró los ojos y esperó allí. A la muerte. Al frío. A un cambio, o no. Al paso. Ni tam siquiera sabía lo que había pasado. Los cambios. Y que lo arreglaría todo un corazón de león. Si había suerte, puede que bastase una escama. Él dormía, pero algunos le buscaban, porque era todo lo que tenían. Los cisnes le delataban. Por suerte había alguien consciente de que los cisnes son algo especial. Chaikovski no se equivocaría.

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La hoja rota. Enry esperó al silbido, pero no se produjo. Íntimamente ya sabía que no lo habría. Pero en la superficie de los gestos y de cerrar los ojos y ver si ocurría por si acaso... ahí poco se puede hacer. Sería un antagonista muy conocido; tendría tanto dolor que no llegaría a ser protagonista. En alguna historia un niño leería claramente que era el malo. Pero allí estaba, vestido de colores estridentes, tumbado y de luto. Había dicho que cantaría conmigo cuando estuviera solo y no aparece siquiera su silbido. Y era algo muy dulce. Era el signo de que se acordaba de lo que ocurría y le decía que cantarían. Un día, sí. Las cosas no deberían tener el derecho de deshacerse de aquella manera. Igual que un papel mojado se deshace con el viento, pues así. Una lista de la compra en la lavadora tenía al final la misma resistencia que ellos. -¿Qué haces ahí arriba todavía? El sol se va a poner y todo tiene que estar dentro. -gritaron abajo. Es verdad, Enry, ¿por qué sigues aquí arriba? A ver cómo te atreves a decirte a ti mismo que esperas un silbido. Mientras guardas el luto, fuera de la hora, del día y hasta de la persona indicados. Porque ya es imposible. Te ha robado el monopatín y se ha marchado, porque necesitaba una tabla, no a ti. No se producirá ningún silbido más igual en toda la Tierra. Pero íntimamente...

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La hoja rota. -Te vas a quem... -¡Que el fuego no quema, pequeña niñata! Aproxima el mechero a la palma con la precisión de un cirujano mayor. -Es la piel la que arde. -¡Vas a arder igual! -Tú hazme caso... Yo solo voy a hacer que este aparato enloquezca. El fuego parece lamerle, y él retuerce el rostro, un instante, porque de repente el mechero estalla pero el fuego no lo hace. Los pedazos quedan detenidos en el palo que él tiene ahora. Se les ve durante unos segundos todavía, incandescentes. Luego se deshacen y arden. -Para ti, niña. -le hace una reverencia con tanta burla que ella es consciente de que debería sentirse insultada. Pero le adora a rabiar. A la pequeña loca le atrae el imán con gafas de cristal para protegerse de la pirotecnia. -La primera bengala de este hemisferio. Y si la he hecho bien, no se apagará nunca.

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-Del monte Fuji, del sonido y de la locura. -lo había numerado con la mano izquierda, y ahora me miraba a través de sus tres dedos alzados en solitario. -De esas tres cosas solo puede hablar quien las conoce. Íntimamente.

La hoja rota. -Estás loca. Todavía era capaz de enfrentarme a sus ojos plateados. -Supongo que tú no eres consciente. Y me parece bien. Pero lo estás. -El Monte Fujii. -¿Qué? Insistió. Tokio era capaz de hacerlo con intensidad, sin subir el tono y sin apenas moverse del sitio. Tokio era un poco como las bestias. La intensidad, como la del sonido en ellas, residía dentro. -Sólo los japoneses pueden hablar del monte Fuji. -Sí -admití impulsivamente. Aquello fue una victoria para ella. Su rostro se dulcificó al instante, como medicada. -Eso era lo que decías tú. -¿Sí? Asintió, impaciente, y tamborileó con los dedos sobre la mesa. Dado que llevaba las uñas cortas, su tamborileo fue mudo, pero sonó con fuerza, como los tambores de fondo de una banda sonora que quedan de repente suspendidos a solas, y su resonancia es lo único que queda. 338


La hoja rota. Está hinchado, con lo que está más bonito todavía. Si en cualquier momento mudase la piel se desharía de ambas, la belleza y la enfermedad. El niño le ponía anillos en la cola. -Es fácil. Le voy a poner un anillo por cada día que viva. Luego por cada semana. Una pulsera por cada mes. -No aguantará tanto. El niño se quedó sin ideas para los años, pero pensó que no le haría falta. Lo temió, como decían. Bueno; finalmente tuvo que decidir y, ya que no tenía ideas, le dejó sin nada. El gato dejaba que le acariciara la cola desnuda, hinchado, y ronroneando cuando se enroscaba a su lado al dormir.

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caballete. Miró el estudio, con los ojos dilatados y la carne de gallina. -¿Qué pintas? -Historias. Instantáneas. -dije vagamente. -¿Sobre qué? -Alguien. Me acerqué a la ventana de la esquina de la habitación. Era inmensamente grande. Corrí las cortinas con calma. Otra vez aquellos actos que no sabría explicar. Le miré. La musa. La inspiración. Las ganas de pintar, lo que fuese. Estaban empezando a martillear mi cerebro y resonar en el cráneo. -¿Cuál es el cuadro que más aprecias? El que te gustaría salvar en caso de destrozo, ya sabes. Y señaló su cuchillo con la barbilla. Dudé un momento antes de señalarlo. Él caminó hacia él y lo contempló. Después lo apuñaló. Quizá no. Apuñalar implica rabia, desenfreno, pasión. Él cortó el lienzo sin una duda, con calma, siguiendo las líneas o destrozándolas con cortes transversales. Lo dejó caer a sus pies y, mecánicamente, siguió con uno tras otro. Yo miré por la ventana de cuando en cuando. Estuvo destrozando los cuadros mientras el sol salía del todo y los rayos empezaban a llegar al estudio. Cuando dejé de oír los pasos y las cuchilladas, le miré. Él jadeaba un poco, y me devolvió la mirada. El estudio estaba bonito tras aquella carnicería, cubierto de trozos de lienzo coloreado y partículas en suspensión en el aire. Las lágrimas de rabia me caían por las mejillas y caían al suelo desde la barbilla. Él levantó su barbilla, como un perro

La hoja rota. -Ah, sí, conozco esos bajones muy bien. -No tienes pinta de ser de los que caen. -No se puede tener miedo de eso si has vivido el aire. Volvió a extender los dedos. Se había visto caer en un millón de pesadillas. Pero la imagen de sus sueños todavía difería ligeramente de la realidad, y eso la situaba en un lugar seguro por ahora como mínimo. -No llevabas mucho hecho, ¿no? -se encogió de hombros y decidió asentir por mí. Sacó las llaves de la puerta del estudio de mis dedos y abrió. Solo cuando lo vio, sonrió y quitó la navaja clavada de la puerta. Entró dentro, caminando con los pasos sordos de sus zapatillas amortiguadas. Casi podía ver su sonrisa transparentada en la nuca. Entré tras él y di la luz. La instalación estaba hecha para encenderse alógeno por alógeno. Dio un efecto dramático que no había visto nunca. Él abrió los brazos y soltó un pequeño ruido. -Dios mío... Como pintas... pintas la falta de luz y la luz. No intenté buscarle sentido. Se acercó al lienzo dejado en el suelo que estaba más cerca, y lo cogió. Fue un instinto de león. Quise abalanzarme sobre él y patalear hasta que lo soltase. Me hinché, me erguí para ello, y entonces vi destellar el cuchillo de su mano. Me desinflé al instante mirándolos. Pero no le hizo nada al cuadro. Solo lo contempló, con ojos vidriosos. Creo que fue en ese momento cuando recordé que se llamaba Stendahl. Depositó el lienzo en el suelo con más cuidado del que puse yo al sacarlo del 340


oliendo en el aire. -No está aquí. Ese cuadro no. En un principio, no dije nada. Sentía el mundo en ralentí, mientras mi cabeza y mis dedos se crispaban porque necesitaban pintar. -Está aquí. -me llevé los dedos a la sien. Asintió, para confirmarme lo que había entendido. Se acercó con paso muy ligero y yo le cedí mi muñeca sin quejarme. Había empezado a cortarme las venas de la muñeca cuando se giró al oír el ruido de cristales rotos. Se volvió. Yo me deslicé hasta el suelo. Antes de entrar en el estudio, le oímos hacer un sonido, un profundo grito, sobrehumano. Le vi. Tenía unos ojos resplandecientes. Parecían reverberar, parecían estar haciendo eco de aquel aullido de fiera. Apenas necesitó forcejeo para derrotar a Stendahl. Él se quedó en el suelo, barrido con tan solo un par de golpes. Pero él no se interesó. Se acercó directamente a mí, cubrió el corte con sus manos y siguió mirándome a los ojos. -¿Por qué vienes? -pregunté. -Tienes un encargo para el último fulgurante -me dijo con voz resonante.

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La hoja rota. Cada vez que lo abre solo le cabe echarse a llorar. Me echa de menos, ingrata, como si no me hubiese ido a Francia por ella, por ella, por ella. No me entendía y no lo hará nunca. Intenta arrancar la pulsera de la página y ve que está pegada. Intenta arrancar la página, pero ha sido pegada firmemente a las pastas. No, el libro no está pegado a la estantería. Por eso de vez en cuando (finge) se olvida, lo saca y se abre por mi página. Y ella llora. A veces llora tanto. Y cuando deje de hacerlo, será porque me ha olvidado. Ha aprendido que sin mí también se puede vivir. Pero lo hará mal. Yo ya lo sabía al irme, pero no quise hacerlo. Ese pequeño desbarajuste nos costará la vida.

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La hoja rota. Ahora mismo veo el horizonte. Está encerrado en un mar de cristal y ya han muerto muchos por liberarlo. He soñado ser el primero desde que era pequeño y no seré capaz. Y sin embargo, estoy aquí, mirándolo fijamente y queriendo oír sus historias. Estoy seguro de que las tiene. Y nadie se ha pereocupado de interrogarle. Diana me habló. Diana volvió a hablarme, una sola vez, y luego ya no lo hizo más. Yo ya sabía que iba a ir a buscar el horizonte sobre el mar de nubes. No sé si ella lo sabía también. -Eres una historia que contar. Luego lo que le había hecho a ella el horizonte volvió a ganarla. Volvió a ser más fuerte. Y ella ya nunca pudo imponerse en su vida. Si destruyo la bola de cristal tal vez se ría. No pido su habla. Solo que se ría. No es solo que vea su mar de cristal y, en medio, pequeño, el horizonte, sino que lo miro. Uno comprende que se equivoca al elegir el camino de su vida. ¿Habrá alguien que esté en lo cierto? Sé que eso es lo que nos hace sentir miedo. Soy el primero que lo mira tanto tiempo, qué imposible. QUIERO QUE HABLE OTRA VEZ. SOLO QUIERO QUE HABLE. POR ÚLTIMA VEZ. Y CERRARÉ LOS OJOS Y DESTRUIRÉ EL HORIZONTE, POR TUS LABIOS, PEQUEÑA. Con los cortes sangrando todavía, cojo la esfera. No me lo puedo creer. El horizonte tiene tus ojos Goliad. Espero que nadie lo rompa nunca. Apenas pesa mientras mis dedos tiemblan porque quieren romperlo. La vida se desliza fuera por las heridas y la esfera, extraña, espera, mis ojos se hieren porque hoy vieron el horizonte

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Como se pudiese. Las partículas seguían en el aire. Probablemente, sin el mar acariciando sus costas una media de cuarenta y cinco veces por minuto, el atractivo de aquella situación languidecería. Después de todo, él no era más que unos pasos de un parásito a los que la costumbre da cierto cariño, cierta estimación, pero porque hay playa y hay costa, y hay arena. Seguramente la última criatura, sin mar, se daría cuenta de que llegó allí con sus alas. Se arquearía, las desplegaría, y no volvería más. Era lo que hacían siempre. La geografía cambia y ellas se hacen a ella. La guerra estaba cerca y el pueblo se movía. Se iría en muy, muy poco tiempo. Él aún luchaba lo bastante bien para retenerles un poco más. Pero faltaba poco para que las heridas que tenía se agravaran, lo intuía con tanta nitidez que casi lo sabía. Entonces se disolverían. Era posible que la criatura ya se hubiera marchado para entonces, pero también era posible que no. No estaba seguro de cuál de las dos perspectivas le ensombrecía más. La criatura suspiró. Él sintió que, con la sacudida, las heridas se engrandecían, con una queja materializada en dolor, pero se rió. Estaba viva, vaya. Seguía bajo sus pies, adormecida por la arena, ahí, viva, bien viva, bien capaz de ir a alguna otra parte y sobrevivir otros incontables períodos de tiempo (años o como midan el tiempo allá a donde vaya a caer), viva, y reconociéndole, tal vez. Decían que era la última. Podía ser. Después de todo no había más que guerras, lo que hacía que la orografía cambiase, lo que debería hacer que echasen a volar. Pero no.

La hoja rota.

Le gustaba caminar por el lomo del animal, mientras pudiera... Después de todo la erosión que había depositado toda aquella arena había cesado de repente. Lo que significaba que cesaría. La arena y lo que quedaba de mar. Y el animal, ¿cómo viviría ahora sin la arena? Era una pregunta terrible, después de todo. Caminaba y la sentía respirar, arquearse, tan inmensa que era apenas perceptible, como la supuesta rotación de un planeta. Quería que viviera. Sí, quería que lo hiciera. Como pudiese. 344


Se quedaban inmóviles, como colinas o hasta cordilleras. Ahora que por fin el mundo se ha dado cuenta de que solo hay que apartarse del camino en el que quieren aterrizar, y por lo demás se limitan a volar, o a respirar despacio, sin más problema. La de ellas es una suerte de perros. Son viejas, después de todo. O quizá sea otra cosa. Pero sí, él había guardado bien el secreto de lo mucho que le gustaba pasear sobre la suya, y en cualquier momento se iría... Empezaban a dolerle las heridas de guerra, con su respirar calmo...

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todo solo veo el horizonte y ya no lo alcanzo. Corrimos aquí, casi escapamos de ellos, pero entonces a ella le hablaron del peligro y me dejó atrás, o a salvo, según se prefiera. Respirar profundamente, como preparando el salto al trapecio, y seguir oliendo a estrella.

La hoja rota.

Hace frío pero hoy en el túnel vi el horizonte y olí las estrellas. ¿Cómo sobrevivir a eso? ¿Respirar el éter y conformarse con el aire? ¿Olvidar su cadencia y habitar entre piedras poco intensas? Y la imagen de su espalda dándome la espalda antes de alejarse de mí y llevarse mis estrellas como si las letras se pudiesen robar a un poeta. Pues sí, la música se cae y les queda el cigarro al levantarse y recordar que antes se subían a los trapecios y conocían en sus carnes todas las leyes del equilibrio. Antes. Menos mal que sus poderes son un hábitat sin estudiar convenientemente. Los tenía, y cuando se dio la vuelta los vi con claridad, revoloteando alrededor de ella, seguros de que habían ganado una porción más de magia que ya no había que compartir. Hago que los túneles griten que ella es una magia intensa, con poder para hacerte sentir Dédalo, pero después de 346


-Ya no lo veo, ¡Aeta! -exclamó a punto de romper a llorar. Aeta se sorprendió. Solo su hermano se dio cuenta de que sabía su nombre y, fiel a su fama, lo comprendió todo mucho antes. -¿El qué? -dijo Aeta. El niño abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de recordar la palabra. Hubo un instante de sonrisa cuando pudo, que le recorrió de forma parecida a la de los escalofríos. -Lo invisible. Alzó los ojos y la miró, con lástima. Entonces dio un par de pasos y ella por inercia, atónita, abrió los brazos y le abrazó. El niño salió de entre sus brazos fácil y suavemente. Le dedicó una sonrisa. De esas infantiles que se contagian. Aeta le devolvió la sonrisa, pero no pudo el saludo; su hermano sí, tranquilo y sonriente. -Es pequeño, muy pequeño. No es normal -susurró Aeta sobrecogida. -Ya. Probablemente no vea la próxima caída de las hojas. -murmuró él. -Él no tenía que haberse hecho tan pequeño. -protestó. Sintió las mejillas muy calientes, pero no supo que era por el raudal de lágrimas. -Ha crecido rápido. Después de todo, no era un niño de ciudad, Aeta, es de Révole. Aeta no añadió nada. Les llamaron los demás desde el árbol, pero no se movieron. -Aeta, le has susurrado algo que le ha hecho sonreír. ¿Qué era? Aeta sonrió, llena de amarga tristeza. Su hermano la vio un poco más pequeña de repente. Aquello la había hecho crecer de golpe unos años.

La hoja rota. Casi cualquier calle estaba bonita vestida de comienzo de invierno, pero en Révole lo detestaban. Solían empezar los sucesos que la hacían célebre. Para un montón de turistas, ver una hoja caída pasar de verde a marrón en veinte segundos era de un gran interés. Para quienes se habían criado con el fenómeno, no. Y no les gustaba la expectación palpable con la que un puñado de desconocidos sembraban sus calles. Pero afortunadamente miraban lo visible, solo lo visible. En la escuela alguien había escrito, hacía un tiempo, sobre la imposibilidad de los demás de sentir "lo invisible". Había obtenido una beca con ello y se había ido de Révole con la promesa de que volvería alguna vez. Era el aniversario de su marcha y sus amigos se habían vuelto a reunir trepando a la copa de un árbol. Los niños en su mayoría estaban bajo aquel gran árbol, uno de los más viejos. Se había alzado en la colina en la que había muerto una chica que buscaba un unicornio y adelantaba el atardecer unos cuartos de hora, tapando el sol enrojecido con sus ramas. Pero Estar vio a un niño que no se reía. Estaba muy cerca de los demás, pero algo invisible lo separaba de los otros como una barrera. Terens conocía perfectamente los detallles de su pueblo y entre las tiendas de allí ninguna vendía ropa como esa. Era un niño de ciudad. Pero observaba las hojas y su cambio de color como si en ello hubiera implícito una tragedia. Aeta se descolgó del árbol fácilmente y se acercó al niño. Su hermano gemelo les susurró algo más antes de seguirla. -Pequeño. ¿Te ocurre algo? 347


-Que lo invisible ha muerto. -y no habĂ­a visto su mentira porque curiosa. le sabĂ­a a verdad.

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todos. Pasó, pero yo aún sigo atrapado en la amargura y dulzura que tenía en ese instante. Y ella... ella empezó el camino hacia abajo... sin frenos ni ganas de tener.

La hoja rota. Aquel rictus llegó, se fue y pasó. Y se olvidó. Su cara no volvió a torcerse así en varios años. Pero ahí estuvo. Asentado, como una huella emborronada que un arqueólogo encuentra. Después de todo... las cosas empiezan así. Latentes. Subyacen. Y luego irrumpen. Las heridas no se sanan, se tapan. Y el pistoletazo de salida de la suya fue el tren. Todas las heridas tapadas hasta entonces se rebelaron, de repente y a la vez. Pero ella no lo supo. Digamos que el pistoletazo se dio con silenciador. Pero la bala sigue su curso, suene o no, haga daño o no. Lo contaba con una extraña cadencia en la voz. Lo dijo durante siete años, antes de morir. Era una explicación, perfectamente razonada y lógica, de cómo había empezado su enfermedad. Después de todo, ella sabía el momento exacto em que empezó a morirse. Empezó con un tren y el hecho subyacente de que se acababa de destruir a sí misma. Ella, como todo lo que había conseguido en su vida, se deshizo en ese segundo. Y nació la enfermedad. Aunque tardó en aparecer y florecer en sus ojos. Florecer porque, después de todo, nació y creció hasta darle un brillo especial, que la hacía bonita. Nunca le dije que había visto ese rictus de sus ojos, extraño y fugaz e inalcanzable. Lo vimos, yo lo vi y ella lo vivió de una manera confusa. Recuerdo a la perfección aquel tren. Iba en sentido contrario al nuestro y no deberían haber coincidido en aquella vía, pero lo hicieron. El momento fue clave. Y ella me apretó los dedos de la mano hasta que llegamos a la estación y bajó la última de

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-No puedes hacerle eso. -Uy que no. -replico. -Claro que puedo. Sobre la colina, el frío que nos gobierna se duplica. Pero, por favor, que llueva. Al menos algo bien en esto. Algo como debe. Akoúo se estira un poco más. Finalmente, consigue cerrar los brazos sobre mi pecho. -Me das miedo. -Te dije -me muerdo los labios un momento- que deberías. Sí, deberías tenerlo. -Procuro no tener miedo de los que hacen ilusiones con las estrellas. Entiendo lo que deja entre líneas sin saberlo ella misma. Del resto de mis hermanos sí. Me río de su inocencia irrisoria. -Eso es peor. -¿Por qué? -intenta defenderse. No me suelta. Es una de las cosas que adoro de ella. Procura que no se mezclen unas cosas con otras. Pero casi todo está siempre conectado. -Tienes miedo selectivo, y ni siquiera has elegido bien. Aprieta los dientes. Cuando lo hace, suele parecer un trébol en pelea con el viento, o con cualquiera que pretenda arrancarlo. Como una fiera vegetal. Es una metáfora muy aproximada a ella.

La hoja rota.

Diría que estoy viendo amanecer. Pero no ha amanecido. Akoúo se pega a mi espalda. Esta noche he soñado con alas. No como las suyas. Tenían plumas, largas, redondeadas y de un blanco tan frío que ponían los pelos de punta. Fueron la razón por la que me desperté. 350


Entonces levanto las manos. Hacia el cielo. Si el sol vuelve a retrasarse, habrá problemas. Y lo ha hecho. Empiezo a tirar del sol y a separar a las estrellas. Dos animales en pelea continua que obstinadamente muerden cuando quieren separarlos. Akoúo estira sus alas, desplegadas en su máxima extensión. Tiene el miedo que ahora siempre tienen los girasoles. Abro los ojos. Akoúo está encima. Pienso que vuela, pero no está volando. Yo estoy en el suelo. Akoúo apoya los dedos en un punto de mi cabeza. Siento el flujo de sangre. Cierro los ojos. -Magos con miedo a su sangre. murmura. Sé que le hago gracia. -Me da más miedo la tuya. Se mira las venas. -¿Porque no es roja? -Porque te hacen daño, idiota. Reparo de repente en su naturalidad. Naturalidad hiriente. -¿No es roja? Ya ha mutado. Asiente. Después de todo, el sol se nubló. A ella le salieron alas. Las cosas degeneran en picado. Y lo sé. Pero Akoúo nunca se mereció alas. Ella no. Por eso ahora a veces me resisto a pensarlo. Como si tras empezar no fuera irreversible. Puede que sea la primera. Akoúo podría. Aún espero que lo sea. Pero en el resto acababan de acertar. Lo que me daba miedo. Mentalmente mandé una llamada. Como cada día tirando del sol. Eso era un tiempo muy largo. Llevaba tirando de él desde antes de que no saliera. Cuando solo eran retrasos, alarmantemente mínimos. Empezaba a soñar con plumas. Y yo no quería aquello. -Si el sol fallaba cuatro días... -murmura. Apreté los párpados. Con tanta fuerza,

que el golpe sangrante me dolió, un poco. -Tenemos un problema.

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violento en la garganta que estuvo a punto de morirse. Ella sacudió la máquina de escribir como si su metal y sus engranajes no pesaran más que plástico endeble. Cuando toda el agua hubo goteado hasta el suelo -y de allí se filtraba inmediatamente por las tablas del suelo, hasta desaparecer- recogió los pedazos del vaso que había tirado él. -¿Cómo va ese infierno, Willie? ¿Mm? -Will sintió ganas de llorar. Claro que eso estaba prohibido en el infierno. O lo habría estado, si no hubieran arrancado directamente esa capacidad. -Dejarte encadenar por una furcia, desde luego. Estuvo a punto de abalanzarse sobre ella y arrancarle cada apéndice, cada pelo y cada órgano de su cuerpo. Pero se detuvo inmediatamente. Echaron un cubo sobre su ira y se apagó de inmediato. Ella sonrió de nuevo, una vez más, siempre, siempre recuperaba su sonrisa. Se giró, colocó el ramillete de flores muertas y luego se giró para mirarle. -Eres mío, pequeño Willie -sonreía. Cómo sonreía. -Mío, mío, mío, para escribir. Disfruta cuanto puedas. Claro que tampoco es que vaya a acabar. Se inclinó y cogió el periódico. El nombre, a primera plana. Tipografiado. Willie no, pero ella veía bien los rotos del papel, por todos los sitios por los que Willie había intentado destrozar ese nombre. De él y de ella, a primera plana, en blanco y negro, y sin embargo no era como él había soñado, tipografiado.

La hoja rota. El nombre apareció a primera plana. Tipografiado. Después de todo le gustaban pocas cosas a mano. Desde que tiró todas las cosas por la ventana, pocos se habían preocupado de él. Al menos ahora podía escribir los nombres de sus amigos en una hoja. Y había espacio de sobra aún para algún poema o haiku. Al coger la fotografía sintió un calambre, uno importante. Ella empezó a echar humo. Tenía una peligrosa similitud con la caldera de un volcán. Entonces decidió dejarla en su sitio y no moverla más. Echó agua sobre la máquina de escribir. Resbaló, emponzoñada con tinta, por los bordes y empapó todas las hojas que ya habían salido de la máquina. Podría haber sido perfectamente un brote de locura, pero no lo fue. Las últimas palabras sonaron por el estudio antes de que se oyeran sus desiguales nudillos en la puerta. Tenía razón: incluso cuando abría la puerta estaba demasiado tranquilo para algo que no fuera fruto del cénit de la desesperación. Ella sonrió -sus colmillos se clavaron con suavidad en sus labios-, y entró evitándole sin que el vaso y la jarra de agua parecieran moverse un milímetro sobre la bandeja metálica. La dejó en la encimera. Cogió las hojas empapadas y las escurrió, como un trapo. El papel se rehízo y la tinta diluida no se retuvo en las hojas. -¿Extrañas ideas, Willie? Sonreía todavía, con los labios ligeramente hundidos por aquellos colmillos que relamía a veces. Will -que por cierto odiaba profundamente que lo llamaran Willie- sintió un nudo tan 352


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La hoja rota. -¡Señoras y señores... vamos a quitarle el telón! Aplaudieron. ¿Se lo pueden creer? ¡Aquellos necios les aplaudieron! Lentamente el señor egipcio deshizo el velo de la luna. Ella apareció, arriba allí. Una joven dama que se desnuda por vez primera. Los adornos del señor sonaron al bajarse. De la muchedumbre sobre el suelo, ¿creen que salió algo? Los años que había tomado aquella reconstrucción no se valoraron. No podían valorárselos estando ellos ese tiempo en sus casas sin pensar en que sus padres habían visto una luna, vigilante allá arriba, hermosa, una dama. Yo había insistido mucho en que los pedazos se vieran bien, y como yo era el único que comprendía de su mecánica me hicieron caso. Pero con aquella luz ¡apenas podían apreciarse! Y no obstante aún parecía a punto de arrojarse al vacío, de caer, de pender de un hilo. Deseé que la pequeña Elais y su circo hubiesen podido verlo, ¡habría sido magnífico! Ellos habrían descendido por la escalera en lugar del hombre egipcio, con una retahíla de malabares, piruletas y cuentos ilustrados de los que Robaluces podía hacer. ¡Pero no lo hicieron! La luna los atropelló a todos ellos cuando se deshizo en pedacitos, por nuestra culpa. Y yo reunifiqué la luna, pero ellos no pudieron recomponer sus cachitos. ¿Se lo pueden creer?

La hoja rota.

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Con aquel vestido y sus manos lívidas y suaves, el hada parecía más que nunca una de las princesas perdidas. Si sales de la pesadilla alguna vez aún me muero por tocarte y Meqel apretó los labios, pensando en que eso no ocurriría nunca ya. Dentro de la cúpula, casi imperceptible, él seguía soñando. Meqel solo quería que se sintiera orgulloso... Quería realmente comerse al hada, por él... Todos lo hacían y no podía ser tan horrible. Cogió la muñeca del hada y ella se dejó arrastrar. Meqel vio su ala, partida. Si no no habría podido cogerla. Apretó los dientes antes de abrir las mandíbulas, muy rápido, y el hada no chilló. Meqel sabía hacerlo pero dejó que la muñeca cayera entre sus dedos. Anulada de puro dolor, el hada cayó al suelo, como una pluma. Los elfos, en cambio, pesaban muchísimo. Meqel la miró, horripilado. Sabía que no se pueden tocar las alas de una mariposa si quieres que vuelva a volar, y que las hadas no pueden existir sin sus alas. Se mueren. Sencillamente se mueren. Entonces cogió al hada inconsciente, la arrastró hacia sí y empezó a recomponer su ala con la magia de sempernato. Además, mientras los nombres de los conjuros se le escapaban por los labios, suplicaba que él no abriera los ojos de las

Creo que eres uno de los elfos que comen hadas. El sempernato miró al hada entrecerrando los ojos. Estaba pensando que los niños no sabían nada de las hadas. Él, en cambio... sí. Si despertaras de esa pesadilla ibas a estar muy orgulloso de mí. -Lo soy. -lo admitió suavemente. Era la primera vez que lo aceptaba. Se acercó más al hada. La única reacción de ella fue apretar las manos en torno a sus ropas de gasa, con mucha fuerza, hasta que sus nudillos se volvieron intensamente blancos. -No quiero que me coman. El elfo, Meqel, se acuclilló sobre la punta de sus pies. Aun así, cualquiera diría que pensaba en echar a correr, en un momento inminente.

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pesadillas ahora. Le afloraron lรกgrimas de rabia, por favor, no ahora.

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arsisti.

caídas, pero su pelo lacio cayó enmascarándole un poco. -Dice que echa de menos tu olor a flores. -Yo no sabía eso. Âls giró la cabeza, con precisión. Se tomó la molestia de apartar el velo de oscuridad de sus pupilas, y los agujeros negros se dilataron y contrajeron hasta ajustarse a la luz, y mirarme claramente. -Te lo habría enseñado.

Me le volví a encontrar. Aunque la suerte no sonríe a los perdedores, volví a encontrarle. Estaba de pie sobre las ruinas del Panteón. Claro. Cómo dudar que volvería a ir por allí, quizá solo una vez en toda la vida, pero la misma que iría yo. Después de todo esas cosas nos pasaron con frecuencia. Con suficiente frecuencia para que dos cobardes pudieran darse un beso. No nos faltaron oportunidades amañadas. Estaba mirando a los ojos de su dragón. Daba pena verle aquellos ojos que tenía entonces, acentuados, redondeados y avainillados. Aquella pena casi rabiosa parecía de una criatura híbrida, tan triste por estar hecha de partes que nadie vio que la junta que uniría sus miembros robados estaría siempre a punto de deshacerse. Y él estaba contagiado. Usé mi ala para dejar resbalar la pelota de goma hacia el suelo. Estaba tan remendada que apenas si parecía una esfera. Batí el ala en silencio y el aire impulsó la bola hacia los pies de Griga y Âls, que movieron la cabeza, despacio. Me acerqué sin hacer ruido, sintiendo las plantas de los pies arder y sangrar al contacto de las piedras angulosas y quebradas caprichosamente. - ¿Está triste? Âls asintió solo bajando la barbilla, y la capucha quedó frenada por sus orejas

Pretendí sacudir la cabeza, pero me detuve, sintiendo que la lástima se acumulaba de tal forma que apenas me dejaba moverme. Pero me dejó acercarme a ellos dos. Dudo que lo supieran, pero estaban sobre el viejo altar del Panteón. Batí el ala por instinto para subir fácilmente las escaleras caídas, y al apoyarme en el suelo dudé. Griga bajó la cabeza y estiró su cuello. Me dio con la punta de su hocico, sobre el que caían sus mechones de lacio pelo castaño. Sus ojos de redondel brillaban intensamente, casi pretendiendo hipnotizarme. Apoyé la mano en su hocico y le di una palmada

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suave. Sentí que todo el dragón vibraba a mi contacto. -¿Cuándo cayó el Panteón? -Más o menos, un año antes que tú y yo. -respondí con sencillez. -Al tiempo que Mahico. El nombre le hizo reaccionar. Âls se estremeció, y luego empezó a tiritar. Pasé mi mano por sus hombros, despacio, como si fuera la primera vez que me acercaba tanto a su piel. Él me dejó hacer, pero siguió temblando, intensamente. -Han cambiado cosas desde que cayó el Panteón. Pero Griga… -Griga aún es un nombre de dragón. sonrió Âls. »Ella sabe que solo ellos pueden aproximarse a su pronunciación. Aunque se iba retrayendo más, en una espiral descendente de la que no sabíamos cómo arrancarla, Griga estiró el cuello y volvió a tocarme, apoyando su hocico en mi pecho. La rodeé con los brazos y su melena resplandeció un instante, y revoloteó por el aire, como si recordara que un día incluso en su pelo había habido suficiente poder para alzarse con vida propia y brillar con colores diversos. Ahora tal vez Griga los retrajera, pero no podía matarlos del todo. -GGrr i ig a… Âls se estremeció y arqueó la espalda como si la recorriera un rayo, mirándome, a punto de desorbitarse sus ojos. -Había olvidado las cosas que sabes hacer. Como ese idioma musical.

-Sabes que soy la única capaz de cantar tu nombre. -repuse. Aunque lo suyo no había sido una objeción. -Ya nadie es capaz de hablar de mar y sal al mismo tiempo. -El Panteón... ¿crees que lo reconstruirán alguna vez? Apoyé toda la planta de los pies en las rocas. Âls se estremeció nuevamente y Griga bajó levemente la cabeza. -Ya nadie se acuerda de la caída de Mahico, ni de ti ni de mí. No sé por qué somos diferentes, y sí lo hacemos... me callé, pensando en que él estaba tan a cachos como el Panteón mismo, cuyas ruinas temblaban sobre sus propias cenizas. -O soy. -Hay cosas sin explicación, Durne. murmuró. Alzó la mano, para enredarla en el pelo de Griga. La trenza se deslizó por la piel del dragón hasta quedar a la altura de la barbilla de Âls. La trenza que le había hecho hacía más de un año aún, más larga, llegaba hasta su raíz. Âls la acarició, irreflexivamente. La trenza seguía, indemne. -Mahico vive. Lo dije por impulso y de inmediato apreté los párpados tan fuerte, que pensé que lo había dicho para mí. Pero Âls apretó mis hombros, fuerte, obligándome a volver. Aunque hacía sol como para hacerle mucho daño, Âls había vuelto a apartar el velo de ceguera de sus pupilas, y me miraba, intensamente, mientras Griga alternaba su mirada entre él y yo.

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-¿Desde cuándo lo sabes, Durne? dijo, tan bajo que pensé que estaba a punto de gritar. Miré a Griga. Ella, con sus ojos inocuos, asintió, demasiado imperceptible para los ojos cegados de Âls. Cogí su mano y apoyé la mía en el lomo de Griga. Caminé hasta descender del altar, por el lado opuesto al del acceso, lo que quedaba de él. Âls cayó de rodillas, exhausto y atónito. La plataforma de cristal que lo separaba de Mahico inconsciente no sintió su peaueño peso. De todas formas Âls intentó quitarse rápido de su aparente fragilidad. -Aguantará. -le dije. Griga caminó con su paso lento sobre el cristal, y se sentó allí. La cola que le permitía volar con su cuerpo leonino la llevaba enrollada sobre sí misma varias espirales. Sentada, empezó a mirarnos a los dos, como diciendo que podíamos empezar a hablar. -¿Cuánto lleva ahí? -Desde que cayó. Alzó los ojos, espantado. -Lo sabías ya cuando... Antes de que... cayéramos. Solo asentí. Sus ojos estaban ardiendo por tanta luz de forma que él empezaba a palidecer. Volvió los ojos a Mahico. Era una sensación particular, verle. Su aspecto no tenía nada que ver con su plenitud de la última vez que le habíamos visto. Pero estaba vivo y aquello intentaba contrarrestar la primera impresión.

-¿Cómo... vive...? -se asustó un momento. -Porque... -Sí. -me dolió decirlo. -Griga se ligó a él. Âls se estremeció visiblemente y giró los ojos hacia el apagado dragón. Bueno. Pues así estaban las cosas. -Sabes que Mahico no podía evitarlo en su... estado, Âls... -Podríais haberlo dicho -protestó. Muy débilmente. Con el principio de la cólera. -Nunca te habrías alejado del Panteón -contesté. Entonces en aquella respuesta comprendí que no estaba a punto de estallar, enfadado. El sol estaba comiéndole, por dentro, por sus ojos. -¿Te querías... librar de mí? Me arrojé a su lado con un impulso seco del ala y le cubrí los ojos con las manos. Tenía que echarme sobre él, apoyar en él la barbilla. Miré a Mahico, congelado bajo nosotros. Âls se dejó hacer, derrumbando los hombros como si hubieran vuelto a derrotarle. -Eres un idiota, Âls. Aunque estaba ciego, notó que estaba llorando. No quité las manos de sus ojos aunque ya no hiciesen falta para nada. Levantó la mano y la apretó sobre la mía. -Si Mahico está vivo aún no hemos perdido nosotros. Durne, nos podemos levantar. Griga entrecerró los ojos, pero levantó la cola, tensa, durante un instante, como un latigazo al aire. A

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continuación la enroscó, rizándola sin apoyarla aún. Griga quería volar. De repente nos decía, encerrada aún pero más libre, que quería pelea. -¿Y si Mahico no vive? Âls sabía que hablaba de por dentro. Pero habló, sin fe; Âls ya no tenía fe. En nada. Ni mucho menos en mí. Pero Âls creía en cosas que nunca serían derrotadas. Âls apoyó las manos sobre la superficie, que brilló con colores opuestos. No recordaba ya su electricidad, la que le había dado la fama entera poco antes de nosotros. Tiré de él, para incorporarlo, puesto que teníamos que limpiarle los ojos rápido. Rocé el lomo de Griga, y bajó el lomo para dejarnos subir. Miré a Mahico. Habíamos hecho mucho antes de ser los perdedores de la historia, pero ni yo lo hice por Âls, ni él lo hizo por mí. Mahico era el eje. Había una oportunidad de, esta vez, ser más fuertes. Griga saltó. Con mucha fuerza, casi violenta, pensé cuánto haría que no probaba el aire. Ondeó su cuerpo felino como un reptil, usando los rizos de su cola para mantenerse en el aire. Griga aún era nombre de dragón. Los brazos de Âls apretaron mi cintura. El perdedor iba a ganar.

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Un niño pequeño cogía de la mano a otro aún menor. Le estaba intentando explicar el parecido entre el girasol que se había vuelto tan viejo que un día el viento lo deshizo, la desaparición de mamá en los sauces y las flores de papel que les había puesto en el ojal.

La hoja rota. La niña de los sauces llorones también formaba parte del juego, y era la primera en jugar. Con sus manos llenas de espinas tiró los dados. Los dados de papel que se arrugaron cuando lo hizo. El golpe fue duro para ellos. El golpe fue duro para ella. -¿Por qué llevas flores de papel en la cabeza? -Me las ha regalado mamá. -Las flores de verdad son más bonitas. -Las flores de verdad se mueren. -dijo. Aunque entendía claramente los parecidos de la muerte de la flor y la de mamá. Pero no la diferencia entre la muerte y viajar. Nadie le había sabido explicar convincentemente que no hay posibilidad de regreso. Estaba jugando con los niños cuando mamá desapareció. Un día no estaba pero presentía que había ocurrido en los sauces. Los sauces lloraban todo lo que mamá no podía. También habían visto muchos de sus motivos para llorar. Hacía mucho que a la niña de los sauces llorones nadie la llamaba niña. Seguía bajando hasta los sauces y pensando en los cuentos de mamá. Mamá no contaba "cuentos". Ella había vivido cosas y aquello lo narraba. Tantas cosas. La niña no lo olvidó, nunca, ninguno, ni cuando a sus hijos les contó los que había vivido ella y eran también un número rayano en lo infinito (todo lo infinito que concibe una mente infantil). Mamá ya no era una niña y, de hecho, se iba a morir. La niña de los sauces que no era sino la menos niña del pueblo seguía teniendo cosas que contar. Un día desapareció. Presentían que había ocurrido en los sauces.

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f En el vértice del tiempo de decenios condensado en la milésima los tres entendimos que te matabas. Que tu vida ya no eran solo las caídas llenas de azufre al corazón del universo, y que eso te matabas.

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La hoja rota. -¿Te imaginas, el efecto que tendría? sacó el telescopio del pantalón. -Sería revolucionario. -Sí, sí, podría. -carraspeó. -Puede que lo fuera. Podríamos hacerlo. Quizá funcionara. Palmeó inconscientemente la montaña, y vibró, resonando. Aquello, que ya no lo recordaba, le puso nervioso y le hizo agarrar los prismáticos con las dos manos. Él rió. Su risa reverberó por los agujeros de la piedra debajo de ellos, y la golpeó con fuerza con ambas manos. La roca se estremeció. El de los prismáticos, Este, masculló algo y apretó los párpados. -Es una pena que estés tan nervioso. -Su se incorporó. Solo un poco, para apoyar un pie y la otra rodilla sobre la piedra. -Si no fuera así serías tan genial. Este abrió la boca, sorprendido, como no lo había estado desde hacía mucho tiempo; Su comenzó a tamborilear el barranco. Parecía el gesto nervioso de un atleta a punto de correr. En su lugar, la roca terminó de erguirse, y desperezarse. La montaña de polvo que cayó por sus vértices llegaría en forma de lluvia de cenizas a la ciudad más de media hora después. Su tuvo que cambiar el ritmo del tamborileo para que la roca recordara dónde tenía las alas todavía.

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La hoja rota.

a la reserva. Estaba allí, como siempre, y más guapa que nunca, con aquel mono oscuro de plástico lleno de tierra y bailando con lobos. Lo comprendí al verla, y la vi desnuda a la vez y en éxtasis simplemente acariciando al animal. Sum pertenecía a otra esfera. Contigua, quizá, a la mía, en algún momento de su órbita; pero no concéntrica. Tienes la piel tan pálida que casi podría reflejarme en tus costillas. Sentí ganas de llorar viéndola tan grande, tan limpia, pensando en aquel intento, y no sé si lloraba por ella o por mí.

Costillas en las que podía perderse, y Sum nunca dejó a nadie. Me decía de vez en cuando que no le gustaba la idea. Creo que lo dijo tres o cuatro veces. Sum incluso llegó a convencerme para que me acostase con ella. Quería convencerse de que también a ella le gustaba aquello. Me dejé convencer tras cierta resistencia. La voz de mi cabeza me decía que la idea era mala. No superé nunca aquello. En cambio Sum comprobó que estaba en lo cierto. Ella no sabía desear. Ni siquiera a mí, dijo, lo que era un pobre consuelo. Tras aquel fallido intento de sexo le pedí que no nos viésemos en un tiempo. Incómoda, mientras se peleaba con el sujetador y tuve que ayudarla, asintió. Me acosté con todas las chicas que pude hasta prácticamente sentirme asqueado y de ellas, y fui a ver a Sum 364


Aquel lobo que aullaba y se mordía cuando no intentaba atacarlos a ellos, qué querría, vivir así o la muerte. Tenían miedo. Podían decidir, pero no enmendarlo luego. Tomaron la decisión más reversible. Pero sabían que no la cambiarían. Sería difícil reencontrar la fuerza que les había llevado allí. De hecho, lo prometieron. Pero alguno a veces vuelve. Los ojos del pelaje parecen haber reflexionado. Les acechan, pero se mueven sin movimiento. Un paso... y ahí siguen, pero sin que se muevan. Vigilan. Esperan. ¿Anhelan? Hacen juego con las estrellas escritas en su pelaje.

La hoja rota.

Con su alma. Impregnada y nutrida de muchas otras. Resplandecía sobre los otros. Aquellos ojos aún eran mucho más y menos humanos que todos los otros. El maleficio escrito en las estrellas. El suyo, en unas como otras cualquiera. No era ni el peor, ni el más tenue. Después de todo en aquel cuerpo cabían ambos. Parte del alma, desmedida, y parte, dormida. Hasta que entraron en el bosque. Parte se lanzó a cazarles y parte despertó de repente y empezó a chillar. Reconocieron el maleficio escrito en su pelaje de estrellas. Eran menos jóvenes, pero le recordaban aún. No sabían. 365


simplemente, hace que crezca. Lilí era experta en enterrar una serie de cosas y dejar una bonita piedra como tumba, y no volver a pensar en ellas. Pero un día aparecen todas en su puerta. Tienen el desafortunado nombre de Jak, unos dedos suavísimos y una demanda de divorcio en la solapa del único traje que mamá no prendió fuego con papá. Lilí es inteligente y astuta, pero también estúpida desde su sencillez vital. Ella ha dividido su vida en cuatro claves. Tres acaba de hacerla trizas Jak con su aparición, y la última se queda con los reconocibles zapatos de tacón. Las chicas se los encuentran abandonados en el umbral del prostíbulo, que ya no es tal, porque seguramente hayan sido unos adolescentes los que han hecho pedazos todas las ventanas. Ocurrió la última noche. Después, se le prendió fuego. Ni los que dicen que la vieja Lilí se ha ido al Caribe lo entienden. -Lilí -sujeta sus caderas de 8-, la vida es dura.

dont cry mercy.

Los tacones suyos eran reconocibles en el prostíbulo entero. Sus curvas hicieron peligrar la ruta de varios cometas. -Ven, Estefany -le dijo. Pero le ponía su cara cuado la tocaba. Demonio. Era capaz, y necesitaba, ponerle hasta su tacto. Era una seña de identidad entera. Lilí había tenido poca suerte en la vida. Había heredado de su madre un buen culo, unas caderas estrechas y un vestido de falsa seda. Y un puñado de monedas con las que comprar material escolar. Como siempre le había prometido a mamá, Lilí había aguantado, como una campeona. El 8 de su figura se despide mientras avanza. Per se. Lilí ha aprendido a hacer sumas y a resumir las cosas. De este modo la vida es más sencilla. Lilí es sencilla o lo intenta. La vida se simplifica si la reduces a un número preferiblemente par de claves. A Lilí, su mamá la abandonó sin explicarle con suficiente insistencia en lo que pasa si tapas una erupción, o algo equivalente. La acumulación de la fuerza, 366


La hoja rota. Había pintado ese cuadro para su hija pequeña. Y creía en la libertad. Stendahl lo devolvió a su estante con los ojos entrecerrados. Sentía la sangre a punto de brotar de la boca, mezcla de varias personas. Una repulsiva alquimia con sabor a acero. Se quitó la ropa mojada, de sudor y sangre, y la dejó sobre la moqueta. Quedó desnuda. Se miró en el espejo, de dos metros cuadrados, y vio las magulladuras y aun así, supo que quería al fulgurante. Le odiaba también. El odio no tiene límites. El suyo había crecido, como un gusano, como un demonio, hasta mezclarse con el amor, con el amor de querer sexo todo el día, con el amor de dejar en una vitrina dentro de una caja fuerte y echar la llave, con el amor a la luz de unos ojos. Stendahl había enloquecido, de emociones varias, y lo sabía perfectamente, lo que la hacía peligrosa ante la ausencia de ese límite último. -Te voy a atrapar, polilla. El cuadro. La última obra de arte del universo. El polvo había apagado las acuarelas y los tonos de vida. La niña se había apagado. Stendahl se había incendiado. Se llevó a nuestra niña. A sus colores. Desnuda, descalza, en la vieja moqueta, Stendahl se acercó al teléfono. Por supuesto, recordaba la llamada. Stendahl tenía el pálpito de que no responderían y no tendría fácil ver aquellos ojos (sin destello de reconocerla, ardiendo, porque aquello le ardía) otra vez. Pero respondieron. Murmuró, sin pensar, mirando el espejo. -Tengo un encargo. 367


el poder de meteorito.

-Déjame. -decía. Y sonreía-: Estaré bien.

-¡Hingus! -murmuró Leeta. Estoy en llamas. -Déjame. -decía. Y sonreía-: Estaré bien. -Te matará en el mismo segundo en que te deje. -solía gritarlo en la habitación. A punto de llorar. Y le daba una patada a algo que no podía romperse. -Un segundo. Y te matará. -Bueno. -se encogía de hombros. -Morirás tú, si no me dejas un momento. Tienes que salir ahí fuera, ángel con agorafobia. Habría soñado con ella, la noche antes de morir. No lo hizo porque no durmió. Sino que se mantuvo en vigilia. Habría soñado que ardía. Hacía mucho tiempo que el sol no entraba bien. Él había cambiado las cortinas. -¡Mírame! -gritó. -¡Estoy en llamas! Corrió pero se rió al verla pero ella sonrió y se deshizo en cenizas. -Me está quemando por dentro. Lo había estado. Pero ya no sabía cómo. Se despertó de un sueño de cinco minutos cansado pero sin saber lo bueno que era no haber soñado. Entonces salió. Un segundo. Sabía en el fondo del alma que aquello le bastaría para matarla pero tenía que salir. Tenía que. Cómo sonreía ella. Exactamente como si desde el principio hubiera tenido que convencerle pasito a pasito de que era imposible que ella viviera. 368


La hoja rota.

¡Los guardias están ya ahí! Se rió en su cara. ¡El meteoro llega de todas las maneras! Ya iba siendo hora de que lo supierais, hay cosas que no pueden detenerse. La espiral de color de sus retinas. Le duele, pero desde entonces ve. Eso es de lo que no tiene precio. Salta. ¡Aún saltaba entonces! Desde luego que poca gente lo creía. El gato rebelde tiene ahora el rabo entre las piernas. Desde la noche en que Cornela llegó de vuelta, a su casa, y casi se murió del susto cuando él le abrió la puerta. Andaba medio enamorado. Cornela tenía miedo. Él también (de ella), pero cuando ella se lo pidió le dijo que la quería. A veces aún sale de casa, cuando llueve. Pisa el asfalto con fuerza. Mira a la gente con las espirales de sus ojos. Miró a los guardias, de frente. Los párpados tenían la cicatriz de la espiral. Estaban ciegos todavía. Ya intuía formas cuando se lo dijeron, y cuando abrió la puerta, ¡y estalló el meteoro!

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-Apágame -masculló él. Porque había funcionado mejor de lo que había esperado. Vivía. Demasiado. Era él, con cada recuerdo, y tenía fundido en sus pupilas hechas trizas una certeza superior a que vivía: había vivido. Pyro se dio cuenta de cómo le incendiaba, y viceversa, preparada para apagarle, habían estado tan próximos a ser otro Sol.

Pyro -Parece que no has oído su forma de llorar. -le calló, rápido -: Déjale. Cree no haber oído bien. Mejor. Ha oído perfectamente y sabe con la misma exactitud que no lo ha dicho bien. Millones de dólares. Bueno, probablemente a esas alturas el presupuesto ya excede los millones. ¿"Presupuesto"? Aquello se ha hecho con medios ilimitados. El dinero no ha sido el problema. El problema ha sido la realidad. O la muerte. La muerte que tiene él, inserta, enraizada en sus nervios. Pero ahora ¡se vuelve a mover! Que llore es normal. Eso supone. El chaval parpadea y mira a la jefa. Definitivamente ha debido oír mal. Acaba de conseguirlo. Acaba de resucitar ese tipo tan muerto y ella está llorando, mientras él balbucea, y parpadea. Vive, maldita sea, y eso es todo a lo que han aspirado en un tiempo espantosamente largo, maldita sea, es mucho más que eso. Es vencer al demonio jugando a ser dios. -Si no conecto esto - insiste el chaval -, morirá. -carraspea- Y todo... Entonces miss frío le rozó la mejilla. Al tipo que acababa de dejar de estar muerto. Le estaba mirando a los ojos como si, yo qué sé, pudiera enchufarse directamente a él y sentir el fuego. Estaba volviendo a mirarle y se dijo (se lo decía él con aquella mirada destruida) que debía volver al fuego. El demonio de fuego (ella) le rozó y oyó el terror del ayudante. Se estaba incendiando. Otra vez. Igual nunca había dejado de poder fundirse, píricamente, pero no lo había sabido en todo el tiempo.

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Un loco, un rapto, Rapture. -¿La vida submarina? Sí, claro que la mejor. -el loco estaba seguro de haber construido una Atlántida que no podía hundirse, y hubo locos que le creyeron y le siguieron no hasta el fin del mundo, sino desde el más hondo de los precipicios y siguieron descendiendo. ¡Pero no acertó! La Atlántida solo existe si hay humanos que tienen sueños que sobrepasan su capacidad, qué podría haber hecho él sino seguir su papel de peón en el juego de repetir la historia una y otra vez.

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-¡We! -gritó. -¡He perdido a Rosa! ¡No a ti! La cachetada sirvió para que sintiera el pálpito. No seguía el ritmo del corazón, porque no lo era. Estaba por debajo. Todavía. Subyacente y lento, pero se volvería más rápido. Siempre lo había hecho. Le quitó la mano de encima rápidamente. Se sintió a punto de romperse. Había posibilidades que había barajado con Rosa. Lo habían cubierto todo, todo lo posible, todo lo imaginable, todo lo que no les desgarraba considerarlo, y si todo falla al caer y las piedras yerran el golpe, los malos estaban saliendo ganando.

Y si todo falla al caer

-Ánimo, vamos. Le palmeó la cabeza, fuerte. Pero no abría los ojos. -Que no, vamos. Al parpadear sintió. Tuvo el sentimiento de ataque. La rueda estalló. El coche salió por los aires. Cayó sobre un costado. Les dieron alcance. De repente, luego, le cogen, al fin, sus ojos... Dio un volantazo. El proyectil se hundió en el asfalto y automáticamente se escuchó la 'recesión'. El sonido empezó decreciendo y se rebobinó hasta el punto álgido y así lo hizo el asfalto sobre sí mismo. El perro no movió la boca un milímetro. West, no sé, solía mover los labios -¿un perro tiene eso?, lo que fuera-cuando algo ocurría. Y algo ocurría. Pero no lo hacía. Volvió a darle una palmada, más fuerte. en la mejilla. 372


La siguiente vez que lo vi fue cuando murió el niño, ella dejó de llorar y yo de hablar. El monstruo que dormía estaba ahora a flor de piel. Cuando dormía junto a Kumi, lo notaba. Cuando ella intentaba que hablase, le oía hablar a él. Estaba siendo más fuerte que ella. Kumi se dejaba ganar y yo, impresionado, observaba callado. Cuando me miraba, largas horas, esperando cualquier cosa, el monstruo que dormía se asomaba a las pupilas de Kumi.

El monstruo que dormía Era oscura, era mi niña oscura. Bajo las raíces de sus nervios y su piel se extendía su mundo. Un mundo, de engobe azul claro, que solo le pertenecía a ella. Porque nunca dejaba a nadie pasar. Tampoco yo estuve nunca. Lo entreví cuando me dijeron que no podría andar, aunque se equivocaran, pero Kumi eso no lo sabía. En aquel momento sus ojos se dilataron, yo no miré al médico, solo a ella. Dormía. El monstruo que dormía estaba dormido, allá dentro, pero vivía. Vivía dentro de Kumi.

-Deberías irte de aquí. Como los gatos vuelven a casa. Sobre todo con la época de lluvias. Pero me alegra que seas un gato extraño. Eso fue lo primero que le dije a Kumi, tras siete semanas de silencio. Kumi no pareció sorprendida. Siete semanas es mucho tiempo. Al oírme, yo me quedé sin aliento. Kumi me miró, alternando de un ojo a otro. El monstruo que dormía se retrayó. Yo no sabía todavía que aquello era porque estaba despierto. Kumi me cogió la mano. En ese momento recordé que tampoco me había movido apenas en aquellas siete semanas. Un mntón de días. Sus dedos quemaban, como si el monstruo que dormía durmiera bajo ellos. No. Como si su aliento caliente, al respirar, pegado a su piel, hiciera arder la piel de Kumi. No la solté. Ella no me soltó pese a que vio mi piel de gallina. Kumi dijo algo que me hizo sonreír, y a mí reír. Habría salvado vidas que se lo dijera. Kumi, ten cuidado. El monstruoqueduerme no está muerto. Pero acababa de volver a hablar. Por alguna razón había cosas que no podía decir. Aquella era una de ellas. No pude decirle a Kumi que no había marcha atrás. Kumi apretaba y yo le sonreí, mirando, mirando directamente a Kumi atrapada dentro el monstruo que dormía.

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(previamente) http://funambulistadecometas.blogspot.com.es/2013/01/632497.html La ruleta no había dejado de dar vueltas en toda la noche ni siquiera cuando prendió el incendio. Alguien me cogió de las muñecas y me agitó y cuando me reí soné a una muñeca. — Suéltame —dije brusca aunque me reía. Me dejó caer con asco y me enredé en el vestido de vuelo cuando casi me quebraba de dolor al caer. —Está colocada, jefe. El eco de voces se me empezó a meter dentro de la cabeza y mi risa entrecortada se transformó en una especie de continuo jijiji que me salió de las costillas. —Cómo daba vueltas la tostadora, ¿verdad? Yo oí el sonido de la pistola pero lo más seguro es que ellos no me oyeran a mí advertirles que les iba a matar. —¿Nunca habéis probado lo que es meter los dedos? Dejaron su discusión susurrante y mira por dónde conseguí ponerme de pie tambaleante. Entonces me reí de verdad y eso les calló cuando se me estremecieron las clavículas hechas risa porque se acordaban del último poeta que escribió por sus líneas. El vestido se medio resbaló por los hombros y recordé al último que hizo ese recorrido mientras me acercaba a la pistola hecha deseo. —Yo os lo enseño —el mundo se fijó un instante en su eje cuando les tendí mis manos y los dos bobos hechizados las cogieron. Y claro que mientras babeaban ya no recordaban de qué iba el juego. La descarga de las manos de la bruja riente les arrojó al suelo y me deshice de sus dedos mientras me subía el vestido notando la piel fría. Y ya no había risa. —Atrapad a otra bruja con ese cuento, pequeños enchufados a la tostadora... La vista se me resbaló hacia el reloj mientras me atacaba la risa entre las costillas, muriéndose por caricias, la bruja quiere mimos, diantre... —Seiscientos treinta y dos mil cuatrocientos noventa y siete. —les evité con cuidado y decidí que había llegado la hora de calentarse un poco con fuego. Así que bajé a girar la ruleta cantando tu nombre en lugar del número mientras con un chasquido prendía el incendio. — Seiscientostreintaydosmilcuatrocientos noventa y ocho. —dijeron algunos que cantaba el casino al arder. — Seiscientostreintaydosmilcuatrocientos noventa y nueve...


f Se agachó junto al cadáver. Era plenamente consciente de que algunos se estremecían por ganas de reírse. A lo largo de su dilatada carrera había conocido casos como aquel. La cosa es que nunca lo había sufrido en sus entrañas de aquella manera, y comprendió que había sido tan sólo cuestión de suerte. Al abrir la boca sintió un desgarrón. Físico. Se apoyó la mano en el esternón y se esforzó en dominar la herida de la puñalada, luchando contra ella por dentro como si pudiera comandar alguna clase de fuerza que cerrase la herida y le salvase la vida. Pero no iba a pasar.

—Arriba. —dijo, con autoridad. —Esto no iba a pasar. Su autoridad quedó desoída. El cuerpo siguió en el suelo con una inmovilidad esperpéntica. El último día había sido una especie de vivencia onírica. Pero se supone que los sueños acaban bruscamente. Y no se recuperan nunca. O quizá haya alguien lo bastante loco para resoñar algo de lo que fue capaz de despertarse. Él no lo había sido nunca y nunca lo sería. La tropa había formado detrás de él. No lo entendían bien. No sentían como él, al fin y al cabo, pero entendían de alguna forma la injusticia. Como los niños más aventajados entienden la muerte, no, no la entienden porque su "para siempre" implícito es demasiado grande para su cabeza. Cuando crezcan, más o menos, se harán tan cosncientes de su presencia que creerán que lo entienden. De momento asienten, y algo se reestructura en sus cabezas. Por eso las tropas se mantenían inmóviles y en silencio, mientras en torno al cadáver estaba un grupo de gente que no sabía si reírse, porque la forma en que había pasado aquello se les hacía tan injustificada que rayaba lo absurdo. Él sólo quería llorar y que sus lágrimas originasen un lago tan grande que le permitieran abrazarla, abrazar el cuerpo y que su peso, suavemente, le arrastrara hasta el fondo del agua para ahogarlo.

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Ismante bajo la sombra del árbol y los ojos de gris. Ismante bajo la sombra del árbol y los ojos de gris. Alas de colibrí, translúcidas. Ramas enraizadas estrangulando como una enredadera. Ojos abiertos hasta límites insospechados. Un papel, viejo, con el signo japonés del corazón en todas sus variantes. Por Tokio. Por ella. Por la canción de sus raíces. Por Tokio todo lo que fuera. Sin papel, Tokio moría. Ismante... Ismante, alargada, bajo la sombra del árbol, inexistente, y su sombra, en espejo, sin percibirse. Escondida. Ismante escindida. Por Tokio, absolutamente todo. Sus ojos, su piel, su aroma, dulce, su dulzura, casi a extirpar, su cicatriz y sus estigmas. Quererla, íntegra. Hasta la sangre, ¡hasta lo que fuera! Ismante Tokio le valía la pena. Una rama. Estrangulando.

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Cuando la quimera entró por la puerta su futuro salió por la ventana. Por el carril bus, qué osada. Por supuesto, era una quimera y, por supuesto, no entendía el alfabeto. Apenas podía pronunciar sonidos. Se le había escapado a Natael, el creador de quimeras por antonomasia -si bien odiaba aquella palabra, creador- y, como es lógico, ni ella tenía idea de dónde estaba ni los que vivían allí tenían idea de su existencia. El porcentaje de humanos que se involucran en esas cosas es mínimo y la ciudad era pequeña. No muchos quieren saber que los ángeles juegan a ser dios, porque son lo más parecido a eso que existe. Las quimeras no saben absolutamente nada -salvo aquella, cierto-, y por eso no suelen tener suerte, que normalmente solo es casualidad al jugar las cartas. Ellas no tienen cartas, pero aquella hizo póker. Se topó con Gabriel. Gabriel había conocido a Natael hacía mucho tiempo, y le había intrigado su críptica forma de hacer las cosas. Pero afortunadamente para ella Gabriel no había seguido su forma de hacer las cosas, sino la de Miguel y otros como ella. La quimera, que avanzaba arrastrando su cuerpo de mujer, tembló un instante y se derrumbó. Gabriel la alcanzó, corriendo, en plena carretera plagada de sanguínea nieve (sanguínea porque reflejaba el color de los semáforos, y porque las quimeras tienen ese color de sangre). La sujetó. Gabriel la sujetó y ya no se pudo liberar de ella.

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La hoja rota. El bardo moderno tenía hasta su propia historia. La de su mano, sus raíces. La contaba a quien quisiera pero de manera diferente según el tipo de pregunta y nunca completa. A mí me dijo (le había preguntado qué había hecho en la vida): -me he tatuado por dónde quiero viajar... Me tendía la mano (creo que yo le gustaba), la cogí y le examiné, aquellos vivos colores que había para siempre en su piel. Apenas le quedaba nada por ver, según sus historias: -Esto es un mapa del mundo. -dije levantando la vista.

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La hoja rota. Todo, una pérdida. Inmensa y dolorosa. Le miró, con ojitos secos. Con esos ojos tristes dejados de la mano de Dios.

El puente se balanceaba debajo de ellos. Él se marchaba, se marchaba y tenía miedo. Del agua brotaba un aire fresco y hacía frío, cuando se iba a

marchar. Ella le temía, a él, a todo lo que pasara al irse y que reaparecieran todos los monstruos bajo el puente que habían matado.

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La hoja rota. Esten, aparte de un nombre raro, tenía pocos recuerdos. Era algo extendido, últimamente. Apuntó con los dedos al estanque. Como una pistola. El detonador era silencioso, y el gatillo, él. Golpeó la mano que apuntaba con la otra. El retroceso de aquella energía le hizo alzar la mano sin poder controlar la inercia. El estanque se prendió fuego. Esten se levantó. Era la época en la que cojeaba. Se aproximó a la orilla, mientras se preguntaba qué sentirían los magos de Antes. Aquellos magos que no temían a los demonios, primero porque no existían y después porque podían vencerlos, aquellos magos que nobse arrancaban trozos de sí mismos por dentro al hechizar. Aquellos magos, tan, tan lejanos, que parecían cualquier otra cosa, menos algo como él. Escuchó el batir de alas de Esneachta y levantó los ojos hacia el cielo, solo porque sabía que ella todavía no podía verlo. Enseguida volvió a mirar el crucero de llamas que, inextinguible, ardía en mitad del lago de cristal. ... Ah, si se viera como entonces. Esneachta cerró sus alas y se dejó caer, y cayó, sobre los talones, flexionando todo el cuerpo. Elegancia, tenía poca. Claro que apenas quedaba nadie de su Clan que se lo reprochara. Estaban más ocupados muriéndose. -¡Esten! -gritó enloquecida de júbilo. Esten alzó los ojos, y sonrió. Parecido a su sueño, al sueño de ambos. Esneachta no dejó de correr. Esten se mordió los labios, de impaciencia, sonriendo. El demonio se abatió sobre Esneachta. Esten recordaría toda su vida aquella secuencia, rírmica y pausada. Esneachta palideció. El demonio la alcanzó. Esneachta, su pelaje floreció como una rosa roja. El demonio la mató. Esneachta no murió al instante. El fuego del lago de repente se hizo géiser. Una espiral ardiente que siguió la dirección ineludible que marcaban los dedos del joven Esten, infalibles, hacia el demonio. La criatura gritó al impacto del fuego. Esten sabía que no se gana a un demonio. Los demonios son después de todo magos, sobre todo de Antes, magos ilimitados y libres hasta de ley. De ley natural, de algo que rija su existencia. Pero, sombrío, golpeó, y, sombrío, oyó su aullido. El demonio se volvió. Los dedos de Esten, apuntándole, aún humeaban. -Déjala. -dijo ronco. -¿Quién eres? -respondió con curiosidad. -Déj... El demonio hizo un simple y sencillo giro de su muñeca, la que estaba penetrando el cuerpo blanco. Esneachta aulló. Esten gritó sin palabras al unísono. Esneachta cayó, como si estuviera muerta. Pero ahora Esten sabía que no era así. -Dímelo. Esten se sintió temblar hasta aquel sonido que cobraba forma no en sus oídos, sino cuando ya estaba en su cabeza. 380


-Esten, hijo de la Golondrina. Y déjala. Y lo vio. Vio al pequeño, al cojo Esten. Vio lo que sabemos, que Esneachta, en un futuro, sería importante. Pero vio algo que no podemos imaginar; vio que, independientemente de Esneachta, Esten sería mucho mayor, mucho más importante. Esten sería grandioso, de alguna manera, sin Esneachta, y por mucha que fuera la importancia de la criatura que acababa de matar no podía eclipsar al Sol. El demonio deslizó sus ojos por su mano, aún interna en el cuerpo de Esneachta casi palpitante. Luego los devolvió a Esten. Si fuera un perro se le habría hecho la boca agua. -Si vienes conmigo. Esten, el prometedor prometido hijo de la golondrina, accedió. Esneachta quedó en el suelo, casi muerta, inerte.

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Elisa cantó a las torres gemelas. -¿Crees en la rebelión de las torres gemelas? Las torres gemelas de aquel lugar no eran lo que se piensa hoy en día comúnmente, un par de monstruos a la vanidad derruidos. Eran dos alturas, poco llamativas en aquella ciudad. El hombre cojo la miraba. Desde el otro lado de la calle. Seguramente sabía que estaba sola. La chica estaba sola, y digamos que no podía verse. Veía la pantalla, pero no sabía si aquellos ojos luminosos eran los suyos. No se acordaba. No lo sabía. De repente estaba allí, estática, en pie, bajo aquella mirada lateral de una diapositiva. Mojada. Sentía húmedo todo el cuerpo, cada centímetro y pliegue de piel, con una pesada capa de ropa plomiza sobre cada poro. Sabía que era bonita. Y tenía una forma de volverse, que a las chicas... A ellas las aniquilaba. Abrió un par de veces los labios. Aún estática. Le escocían. Más tarde identificó que era sal de mar lo que se adhería a su piel como un veneno. Ya volvía a creer que nunca querrían tocarla. Entreabrió los ojos, de tal modo que le entró la luz azul con mayor intensidad hasta las retinas. Eso le escocía como los labios por la sal. La cosa es que desconocía quién. Y ardía. ¿La sal era inflamable? Quizá lo que tenía en el cuerpo ardería. Si tenía una cerilla. Solo que entonces le prendería fuego a la tela negra, sobre la que estaba proyectado el rostro de su hermana melliza. Se llama Ilsa, y ella, Elisa. De niñas bromeaban con que sus padres habían intentado duplicar sus nombres, solo que sin éxito. En el registro un disléxico había chafado sus planes de dar idéntico nombre a dos hermanas no idénticas. Elisa no recordaba todo aquello, y nunca volvería a hacerlo. Había entrado en contacto con el chico~roto no mucho tiempo atrás. Había creído en lo que él. Había querido a muchas chicas, pero habría muerto por él. Y oficialmente había muerto por él. Por la pastilla se había perdido en un hueco vacío inmenso como si se soltara la Tierra en el espacio. Aquello, dentro de su propia cabeza. Era sencillo, había liberado su mente y ahora nunca sabría cómo salir de allí. El hombre cojo recordaba aún el momento. Había ocurrido hacía tan pocos minutos que aún era sencillo hacer un cálculo de los segundos. El chico~roto estaba en la jaula y ella sabía demasiado. Los dos creían en la rebelión de las torres gemelas. Él sangraba. Elise tenía la píldora en las manos, y la apretaba. Tanto, tanto, que su polvo amenazaba con explotarla, pero no ocurrió. Hasta la cápsula respetó la decisión de ella mejor que chico~roto, que gritaba, de mentira, que si lo hacía no sería capaz de volver a tocarla. Elisa habló. Su voz discordante había armonizado la rebelión, y ahora las torres se erguían en ruinas y sobre la mesa había champán. -Sé que es tu forma de decir que me quieres como para hacerlo tú por mí en mi lugar dijo Elise, en su lengua materna, y se tragó la pastilla. Estática. Se llevaron la jaula. Lo 382


único que pensaba al tragarla era en lo que chico~roto dijo, y seguía siendo lo único en que pensaba cuando su cerebro volvió al punto inicial, a cero, pero libre en su inmenso espacio vacío. Elisa entonces miró hacia un lado, miró hacia el otro. El hombre cojo la veía, sola. Contempló, muda, los ojos de Ilsa, y dudó en aquella penumbra si serían los suyos. Aunque estuviesen tan profundamente tristes. Aquel pensamiento estaba en lo cierto, pero Elisa ya no podía saberlo porque ya no sabía quién era chico~roto. Solo tenía una constancia, una sola, ya nunca volvería a tocarla.

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La hoja rota. En una imprecisa cornisa de su memoria, de la que ya empezaba a esfumarse.

Y se iría, lejos, muy, muy lejos. Donde no quedara ninguna clase de rastro de ella. Donde ella ni siquiera pudiera encontrarlo. ¡Evidentemente!, había pocos lugares de esa clase en el mundo. Ahxel era el último refugio de la resistencia. Porque había dejado de ser cuestión de amor o de ajedrez hacía ya. Eran cosas más grandes las que estaban perdiendo. Y Ahxel no sabía perder. Ella no podía ganar. Así que Ahxel no podía dejar aquella batalla en tablas. Y el resto de resultados eran ambivalentes. En cualquiera, habría derrota. Ahxel había vivido lleno de miedo. Pero había sido el último gran guerrero. Austeria lo sabía, lo sabía cuando finalmente derrotó a Ahxel. Caía un símbolo, uno que no sabía perder. Su gente no sabría perderlo. Y eso traía un silencio o una convulsión. Igual que había ocurrido con Ahxel, Austeria no tendría una victoria, llana y lisa, sino que se cargaría de derrota. Si no hubiera implicado la muerte de Ahxel, desde su esquina de memoria, sonreiría.

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Que no te atra(p)en los demonios por ser tan fuerte. -¿Crees que lo recordarás? -¿Recordar qué? -Lo del mapa. -¿Qué del mapa? Apretó los dientes y apoyó una mano sobre sus caderas. Ahhh, por dios. Rayaba lo imposible. -Sabes que yo no recuerdo, Leny. Leny asintió rápidamente. Aún era una chica muy guapa. -Pero recuerdas perfectamente que ya no recuerdas nada. Como si hubiera olvidado para siempre también la edad que tenía, Íñigo abrió mucho la boca, perplejamente pueril. -Eso es otra cosa, no es conocimiento, es un saber, un instinto. Mi cerebro no recuerda, pero aún es de animal y sabe algunas cosas sin más. Sabe. Leny asintió. -Te lo explicaré de una forma que puedas saber. Se arrodilló a su lado. La ingeniera sintió crujir sus rodillas, y pensó que era el último. Desde luego no sonaban como si fuesen a aguantar mucho más. -Este mapa es el de tu cabeza, Íñi. -Mi cabeza -murmuró rápidamente. -Es posible que con él puedan arreglarte. -insistió. Íñigo resplandeció. -Arreglarme. -Eso es. Leny lo miró, casi tan rota como sus rodillas. -Sé que te juré que no volvería... a... Pero... Yo... Ah. Íñigo apoyó su boca en sus labios. Leny cerró los ojos, Íñigo estaba tan cerca que cuando lloró sus lágrimas llegaron a las mejillas de Íñigo, a quien también le dolía, pero no recordaba y no podía sentir como Leny. -Me voy antes de que echen la puerta -dijo suavemente, y Leny apretó los párpados y asintió, porque volvía a ser aquella voz infantil que se había hecho con Íñigo y volvía a no ser él. Los niños dibujan en su espalda. Deben ser los primeros niños del mundo que prefieren repasar un dibujo de otro niño, a hacer uno ellos mismos. Papá Íñigo ahora duerme hasta tarde, siempre lo hace desde que era pequeño y salvó el mundo. O algo parecido cuenta. El cuerpo de la mujer, desnudo, entra. Se introduce en las sábanas. Los niños están tan acostumbrados a su figura que no se inmutan, pero salen del cuarto. Ella apoya los labios en la apariencia de tiza de la espalda de Íñigo. El demonio le acaricia. Sinceramente, el demonio le desea. Eso le consume. Y, cuando le haya consumido, Íñigo podrá ir. Y comprenderá que se había metido en el juego de un demonio. Pero mientras, le desea. Le hace el amor. Le quiere y quiere a esa familia de fantasía. Íñigo, tumbado, sujetaba un pequeño espejo, el espejo-colgante de Leny. Ahora Leny debe estar muerta. 385


-¿Nunca tienes la sensación... de que has olvidado algo? -le dice Íñigo a su esposa.

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Cógete de mi mano y no te dejes caer. El mundo está fallando en todas sus vorágines. Cada error perceptible ha dejado de acertar. Cógete de mi mano y no te dejes caer. El mundo está fallando en todas sus vorágines. Cada error perceptible ha dejado de acertar. Todas sus capacidades debían morir con ella, pero no lo hicieron. Llega la revolución del mundo moderno. Y si destruyeran el mundo moderno, construiríamos otro. No es la primera vez que se hace. No será la última que se intenta. Catástrofe -no se llamaba Catástrofe, es evidente. Pero así llamaba a todos sus poemas. hasta tal punto que le llamaron a él así-, Catástrofe cerró los ojos y alzó la batuta. La batuta imaginaria, huelga decir. Como sus conocimientos de orquestar. Y sin embargo querían que orquestara él el mundo libre. Irrisorio. Sobre todo irrisorio por las facciones que tenía el otro polo del mundo libre. Un polo de ojos acuario que sabía tocar todos los instrumentos posibles, que sabía hacer que él fuera pura armonía, que tenía virtudes de orquesta, con tanta disonancia dentro de ella. Que quería orquestar el mundo libre desde el polo opuesto. Catástrofes se preguntó si sería porque él estaba en el otro polo. Vorágine -Vorágine tampoco se llamaba así. Pero tenía ancestros vikingos y a Catástrofe el nombre aquel que tenía le sonaba siempre a Vorag. Aunque creía que era algo con más guturales. Y Vorag era un diminutivo de Vorágine, claro está- estaba agradablemente chiflada. Pero chiflada del calibre de estar enamorada de Catástrofes, de dar pie a la guerra, de ser la mejor líder posible del renovado mundo moderno. Vorágine apretó los párpados mientras sentía el cuerpo de Catástrofes rodeándola y aprisionándola con todo su peso. Nunca podría superar aquel fallo. Así es como había tres bandos: Vorágine y Catástrofes y los únicos que tenían armas para la guerra, pero no causa alguna. Y Catástrofes, que creía en que el mundo fallaba en algo desde que podía recordar, estaba -¡maldita sea!- enamorado de su polo. Vaya una mierda de dirección, si uno que era coro quería dirigir al director mudo como canto.

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La hoja rota. -Israel... Por favor... Nora torció la cabeza. Israel estaba callado. Llevaba al cuello el collar hecho de pequeñas plumas, casi de plumón. Nora deseó poder estirar sus brazos. Milímetro a milímetro, apenas perceptiblemente, hasta que, cuando aquella tensión desembocase en el salto de Israel por el barranco, ella ya pudiera cogerle. Sin haberse movido del sitio, sin haber corrido el riesgo. Cogerle, y abrazarle. Y retenerle. Porque había decisiones que no debían tomarse. Israel tenía de su lado las fichas de casi todos. Eran pocos, por muy fuertes que fuesen, los que apoyaban a Nora. Estaban allí, tras ellos, tras las barricadas, sin armas. Bueno, sí, sostenían armas. Pero ni tenían posibilidades contra Israel, ni ellos pensaban que podrían usarlas. Su armazón, sencillamente, pesaba tanto que lo consideraban armadura. Tampoco servían, pero lo ignoraban. Parecían inmensos allá, apiñados; tanto, que Israel se preguntaba cómo sería ver a los suyos. El mundo alrededor estaba borroso. El foco era Israel y, por supuesto, para él era Nora. -Isra, vuelve a la cárcel, por favor. Nora empezó a sentir las mejillas inundadas, a raudales, pero no le flaqueó la voz a pesar de que le estaba pidiendo algo terríblemente difícil. Israel llevaba un tiempo difícilmente largo flaqueando. Tan difícil que la rotura era cada vez más inminente, y crece la fuerza del estallido, que lo habrá. Israel rompería en llamas. Sabía que muchos de los suyos no le apoyarían. Puede que ninguno. Pero le habían apoyado hasta permitirle estar ahí. Israel no les tenía miedo, ni a ellos ni a los de Nora. La cárcel para él estaba herida de muerte. Y no habría forma de hacerle volver. Como un maestro de orquesta, Israel alzó ambos brazos y cerró los ojos, mágico y eléctrico. Sintió que la barricada de armas se inundaba de miedo, y Nora le cogió la mano. Nora empezó a dolerle, al borde de la decisión opuesta a ella, a sus deseos, a sus firmes deseos. Al extremo opuesto de un cuerpo que estaba en plena decisión, ardiendo. La maldita costumbre de Nora de ser el equinoccio de aquella criatura. Nora apretó los huesos de sus dedos. Nora formó tres palabras con los labios. Vuelve a casa Israel se sintió feliz, se sintió feliz como un polluelo que echa a volar, porque Nora había dicho la clave... Se acercó, la abrazó mientras le besaba la mejilla, entonces retrocedió y cayó por el barranco.

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Feit se había hecho mayor…La hoja rota. Feit se había hecho mayor... y apenas había sentido cosquilleo en las cosquillas. Es decir. Había crecido sin motivos. Lo había hecho con, como máximo, un par de ocasiones propicias para romper a recitar poesía. Ante todo, Feit había dejado de ser el objeto de deseo preferido. Y el objeto de deseo preferido de él. Principalmente había sido culpa suya. Los objetos no tienen consciencia. Ni conciencia. El problema de Feit era que había sido toda su vida objeto, y lo había sido hasta tal punto que oh, sorpresa se había enamorado de él. Y los juguetes siguen queriendo a sus amos incluso cuando ya se han roto. Hasta aquí, lo que todos sabían de Feit. Por supuesto, no cuadraba lo que hizo: el petate y puerta. Feit se largó, como si, en lugar de conciencia, hubiera desarrollado piernas y hubiera comprendido que sencillamente ¡podía estar en otro sitio! Así que Feit se fue, pero tenía muy claro que volvería. El juego podía llamarse amor o venganza, pero Feit quería jugar como quiere un niño, y no quería que le hiciesen dejarlo. Porque era un juguete que no quería dejar de jugar. Y nunca lo haría.

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La hoja rota. Eran como el hielo y el fuego, lo que probablemente es el símil más recurrente en la historia de la Tierra.

Qué sutil era Istarterra. Tenía unos ojos que eran capaces de resplandecer más que el reflejo directo del sol en la cumbre del Himalaya, porque también habían volado más alto, más inquietos, más intensos. Istarterra tenía mucho de qué huir y había dedicado su tiempo a protegerse y armarse. Sabía, se lo habían dicho a menudo, que el Contrario podría aparecer en cualquier minuto. Al instante segundo podría haber aparecido él, haber aprovechado su parpadeo y haberlo matado. De modo que Istarterra se movió. Así aprendió a reaccionar con rapidez. Y aprovechó su tiempo de paso, qué demonios. Istarterra se topó con Aléx y fue el primero con el que se acostó. Porque sí, porque le tenía ganas; porque le vio y por primera vez en la vida pensó en ello. Istarterra, con un pijama de búhos a medio escurrir por el hombro que Aléx le había puesto cuando ella estaba casi dormida, se escabulló de la cama. Estaba un refresco o algo con alcohol, lo había olvidado, sobre la repisa de la ventana. Lo cogió y se dio cuenta, antes de beber, de que llevaba los pantalones cortos de un pijama que era el de Aléx. Envolvía la lata, helada, con las manos y automáticamente encendió una estela de humo de hielo. Tenía la costumbre inconsciente. Lo había hecho ya cuando vio el tipo de escritura garabateada en el papel. La respiración de Aléx se volvió consciente. El humo de entre sus dedos se desvaneció automáticamente. -¿Istar? -Eres tú...

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Aléx se deshizo poco a poco de las nieblas del sueño. El papel se deslizó entre sus dedos. Istarterra dejó en la repisa el refresco. Se introdujo en la cama, lentamente, bajo las sábanas pero sin rozar a Aléx. Con curiosidad, Aléx se estiró desde la cama sobre Istarterra para recoger el papel. -"Viaja. Viaja pero, si la encuentras, destrúyela". -Lo entiendes. -murmuró. Por un momento miró el papel, como si se tratara de algo muy serio. Luego, lo olvidó. Se estiró hasta que rozó el brazo de Istarterra. -Tengo sueño, Ista. "Ista" apretó contra su hombro la cara, y especialmente la nariz. -¿Y si nos han engañado? -preguntó Aléx. Ista encendió el hielo alrededor de sus manos. Lo prendió. Instintivamente Aléx apretó los ojos con mucha fuerza, pero luego los abrió y miró firmemente a Istarterra. -Tenemos que hacerles creer que lo consiguieron. Alçex prendió su fuego y rozó el dedo de Istar. Ascendió por cada uno de sus dedos antes de, finalmente, cerrar sus dedos con fuerza sobre la mano de ella. El choque de ambos les hizo estremecerse, con un placer intenso como el del resto de la noche. Alçex se frotó los ojos, otra vez empañados de sueño. -¿Ista? Qué sutil era Istarterra, hasta que descubrió que le gustaba más que su nombre disminuyera en sílabas. -Vamos a plantar cara -dijo Ista, sorprendida de su ocurrencia, abriendo mucho los ojos y clavándolos en Alçex.

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Díamon se reía, empapada en sangre, fiera. fiera.

Díamon se reía, empapada en sangre, fiera. fiera. Níke le confirmaba a menudo que, desde que se había fundido con el Lobo, se había truncado. Algo profundo había dado la vuelta en ella. Níke era también el único que siempre sucumbía a ella, de modo que Díamon no lo tenía fácil para tomarle en serio. Ni lo hizo cuando el pequeño adicto le dijo: -Puede que seas la Reina Loba. Pero no va a quedar nadie que acepte tu gobierno. Díamon, la Reina Loba, llevaba su corona de plumas bajo el brazo cuando acudió a la entrada del bosque. Níke y ella habían oído las terribles historias del Ruin Rey. Acudieron a la linde del bosque cuando oyeron que se acercaba, y esperaron. Eran cazadores. Eran hijos de los Lobos, y

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más Díamon, con su cuerpo teñido de las viejas heridas de aquel Lobo que a punto había estado de llevarse a la aldea por delante. Díamon tenía cogida la mano de Níke cuando sus bonitos ojos de fiera se cruzaron con los del Ruin Rey. Níke apoyó la mano libre en sus labios, consternado. Casi podía ver otra vez a Díamon sangrar, exánime, como si se fuera a morir. Y reía, acababa de vencer al Lobo. Níke entonces la había tenido en brazos y le había curado cada rasguño hasta que estuvo seguro de que la vida no se le escaparía por aquellos agujeros; pues en aquel preciso instante Níke oyó perfectamente que todas las cicatrices de la Reina Loba se reabrían, y sangraban. El Ruin Rey tenía los ojos y el rostro de Prinqueps. El alma gemela de Díamon. Estaba empapado en sangre, sangre fresca, aunque no parecía proceder de sí mismo. Era un maquillaje sin más, que tampoco envejecía. Prínqueps le tendió la mano. A Díamon. Dijo algo que solo pudo oír ella, pero ella le respondió con calma. Los oídos de Níke, mientras sus dedos protestaban por la brutal presión que ejercía sobre ellos Díamon, se recobraron: -Esto es tu muerte. Reina Loba. La corona de plumas se había empapado de sangre. Níke soltó un grito, aislado, mudo y que quedó sin oír. Las heridas de Díamon, una a una, sangraban. Herían la pintura roja de guerra que, fiera, la Reina había lucido la primera bonita.

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Según tu cuerpo toca la arena. I

Según tu cuerpo toca la arena. -Diego, si muero aquí nunca podré ver el mar. Maya creía en los ángeles, y no en los demonios. Yo creo en ti. -Mi espíritu se ligará a un secarral. -No queremos eso -murmuré. Y sonreíste. Parecía que yo estaba más cerca del otro barrio que tú. Y sin embargo recuerdo directamente el momento. Y otra vez entiendo qué es, no es una bala, no es odio. Es muerte, entiendo. Ha penetrado en ti y ha hecho de ti lo que ha querido. Recuerdo el instante porque está aún en mis retinas. Un Antes y un Después. Según tu cuerpo toca la arena. Nos arrastro a la playa. Apenas puedo respirar y afortunadamente Maya no se da cuenta de que tanta sangre que tenemos encima no puede ser solo suya. Maya no ha visto cómo luchaba. Nadie lucha contra ellos y sale indemne. Los ojos se te dilatan al contacto con el mar. Pero bien. -Quiero morir en el mar, Diego. -me recuerda otra vez, como si volviera a destapar su secreto. Está bien. Sé que nos morimos. Ella cree que me lo confiesa por primera vez. Yo tengo en las retinas una sola constancia, un Antes y un ¿Después?. -Sí. -Mi espíritu vivirá en las piedras y mirará el mar cuanto quiera. Prácticamente se me cae de los brazos y caigo con ella. De lado, pero aún alcanzo a ver alguna estrella. Maya no; tú miras el mar. -Diego... 394


-Dime. -Sé que no crees en los ángeles... Te miré y lo hice como nunca había mirado nada; como si fuera una fotografía a la que le hacía el amor con la mirada y la protegía de todo lo malo que su mente de niña pudiera llegar a temer. -Eres el único ángel, Diego. -Duérmete. -dije yo. -Siempre que estás cansada piensas mal de los ángeles. Sonríe y llora. Con una perfección de su técnica que nadie tiene. -Tienes razón. Estoy cansada. -Sí. -Acuérdate de vez en cuando de mí, de cuando veas el mar, Diego. -De vez en cuando. Mis retinas memorizan el olor del fuego sobre la arena, a unos metros. El Antes y el Después del momento en que moriste, cayendo, herida, floreciendo, según tu cuerpo toca la arena. -Si mueres aquí nunca podrás separarte del mar. Llora a raudales, con una sonrisa ancha. -¿No crees que entonces no verías a los ángeles? Grito de dolor mientras me retuerzo para arroparla con mi cuerpo. Está fría. -Diego, si muero aquí, ¿tampoco podré separarme de ti? La miro, a tiempo todavía de captar la última chispa de sus ojos, antes de que se deshaga según su cabeza cae sobre la arena y yo entiendo de repente su jugada. Me derrumbo igualmente sobre la arena, sobre ti. Mis ojos enmarcan las estrellas. Nunca lo dije, pero yo creo en las estrellas.

Según tu cuerpo toca la arena. II Según tu cuerpo toca la arena. -Diego, si muero aquí nunca podré ver el mar. Maya creía en los ángeles, y no en los demonios. Yo creo en ti. -Mi espíritu se ligará a un secarral. -No queremos eso -murmuré. Y sonreíste. Parecía que yo estaba más cerca del otro barrio que tú. Y sin embargo recuerdo directamente el momento. Y otra vez entiendo qué es, no es una bala, no es odio. Es muerte, entiendo. Ha penetrado en ti y ha hecho de ti lo que ha querido. Recuerdo el instante porque está aún en mis retinas. Un Antes y un Después. Según tu cuerpo toca la arena. Nos arrastro a la playa. Apenas puedo respirar y afortunadamente Maya no se da cuenta de que tanta sangre que tenemos encima no puede ser solo suya. Maya no ha visto cómo luchaba. Nadie lucha contra ellos y sale indemne. Los ojos se te dilatan al contacto con el mar. Pero bien. 395


-Quiero morir en el mar, Diego. -me recuerda otra vez, como si volviera a destapar su secreto. Está bien. Sé que nos morimos. Ella cree que me lo confiesa por primera vez. Yo tengo en las retinas una sola constancia, un Antes y un ¿Después?. -Sí. -Mi espíritu vivirá en las piedras y mirará el mar cuanto quiera. Prácticamente se me cae de los brazos y caigo con ella. De lado, pero aún alcanzo a ver alguna estrella. Maya no; tú miras el mar. -Diego... -Dime. -Sé que no crees en los ángeles... Te miré y lo hice como nunca había mirado nada; como si fuera una fotografía a la que le hacía el amor con la mirada y la protegía de todo lo malo que su mente de niña pudiera llegar a temer. -Eres el único ángel, Diego. -Duérmete. -dije yo. -Siempre que estás cansada piensas mal de los ángeles. Sonríe y llora. Con una perfección de su técnica que nadie tiene. -Tienes razón. Estoy cansada. -Sí. -Acuérdate de vez en cuando de mí, de cuando veas el mar, Diego. Mis retinas memorizan el olor del fuego sobre la arena, a unos metros. El Antes y el Después del momento en que moriste, cayendo, herida, floreciendo, según tu cuerpo toca la arena. Aún respiras. Pero ya es Después. Este tiempo es robado; y Maya va deshaciéndose. -De vez en cuando. -Sí. Alguna que otra vez. -Mi espíritu (ella nunca hablaba de alma) se quedará aquí para ver el mar. Diego, me has dejado morir en el mar. Así se acordará de ti cada vez que lo mire. El dolor empezaba a hacerse tan transparente en su cuerpo que miré las estrellas. Y me oí, como si tuviera fuerza para decirlo en serio: -Duerme. Y te dormiste.

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La hoja rota. Sistola vadeó el río con sus tacones. En su sitio natal, da igual cuál fuera porque ella no lo declaró nunca, había sido una estrella mediocre. Pero aquí lo era en toda regla. Sistola, no obstante, tenía unos ojos de purpurina, una voz melodramática, una sonrisa llena de fe, y un pasado. Precisamente fue al río a ponerle fin. Clavó la aguja del tacón en el fango. Toda la ciudad llevaba una semana cubierta de lodo, efecto de las lluvias torrenciales. Entonces vio su mano sobresaliendo del barro. Clavó la aguja del tacón en la mano. No hubo respuesta. Se arrodilló. Sintió cómo sus rodillas se hundían en el fango. Pensó que le gustaría ver un paparazzi, y tirarle algo de aquello a la cara. Clavó las uñas en el barro y empezó a excavar. Habían depositado su cara de manera que llegara algo de aire a la nariz de forma casi imperceptible. En otras palabras, estaba vivo. Aunque no lo necesitaba, Sistola le apartó el barro del rostro. Porque en cierto sentido sí lo necesitaba. Sentía los pómulos, fríos pese al tacto del barro y la noche de otoño. Era Niño Lino, llamado así cuando empezó a enseñarle el idioma porque supo que soñaba con ser una estrella. Veía tanto la televisión que acabó por saber dos palabras, solo dos: 'niño' y 'lino'. Sistola apoyó sus uñas falsas sobre sus pómulos inertes, igual que la última vez que lo vio. Ahora estaba vestida y el amor intenso que sentía se había transformado, gradualmente, en un cierto rencor porque seguía ocupando el mismo sitio dentro de ella. Menos intenso, pero seguía. Por eso Sistola había empezado a odiarle; o lo había intentado. Porque lo cierto era que no. Siguió quitando el barro. Con delicadeza. Todas sus uñas falsas acabaron por desprenderse de sus dedos. Los focos del puente y la luna iluminaban de sobra la escena. Arriba, en el puente, se oía un lejano vinilo de The Doors. Sistola pensó, amargamente, en un rincón de su cabeza -la mayor parte estaba en blanco, excavando, sin más-, que ella habría podido ser muy feliz con aquella música y Lino jugando con ella a que sabía bailar, con un palillo asomando a su boca como si aquello bastara para que se creyera mayor. Hubo una época en la que casi lo había sido. Lino tenía una herida de bala entre las costillas, y lo habían enterrado con la pistola apoyada encima. Sistola sabía un par de cosas que había oído por ahí, pese a lo muy fuerte que se había querido tapar los oídos. Lino era hijo de gente que podía causar problemas y había acabado por causarlos. Y entonces la nota para Sistola. Hay que ver. Sistola aún sentía el sudor frío en cada poro al recordar el texto de "él o tú". Sistola cogió la pistola. Hacía muchos años que había abandonado su país y que, en consecuencia, no había vuelto a coger un arma. Le sorprendió el peso tanto como su seguridad al preparar el tiro. Apuntó a la cabeza de Lino, y luego la enganchó del cinturón de su vestido. Cogió a Lino (se sorprendió de su peso, pero a la inversa que el arma) y, jadeando, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para cargar con él. Miró hacia el foco. La luz que había sentido en el rabillo del ojo todo el tiempo había 397


quedado de repente bloqueada por una figura. "¡Sistola -qué raro, oír su nombre verdadero, no es lo mismo que decirlo para sí en su cabeza o que soltar de vez en cuando un 'hav corage sistola'-, él o tú!" Sistola le había apuntado a la cabeza durante un segundo y había estado a un milímetro de disparar. Y no. Sistola se movía entre mundos monocromáticos, o blanco, o negro, pero Lino no lo hacía y Sistola, pese al dolor y al agujero de bala, creía en él. Sistola clavó, cegada, sus ojos de purpurina en la figura del foco. En sus tacones, el peso de Lino la hundía todavía más en el barro. Le arrastró, para vadear el río. Sistola dio por última vez la espalda a la figura, deslumbrada, armada y de repente cansada de que el pasado surgiera cubierto de barro para ensuciarla. Lino era la mayor mancha que la había salvado nunca.

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La hoja rota. Vivan las noches. El sol. La sal en tus labios. Vivan los que componemos esta noche. Como si estuviésemos locos. Como si estuviéramos muertos. Como si ambas cosas. Eso quiere decir que queda a quien respirar le duele. Como si la guerra cambiara. Como si la humanidad lo hiciese. Como si las mentiras que te contaban papá y mamá fueran a surtir efecto. Como si ellos lo hubiesen creído. Como si tú no. Cómo sé que eso no es real. No como si lo hubiera vivido. Yo no tengo padres. Como si pudiera. Pero siento esas cosas. Como si pudiera haber tenido. Definitivamente respirar duele. Como si lo viera. La vieja habla como si lo viera. Eso es lo que perturba. Pero es básicamente la compañía que me queda. A veces habla... como si no se hubieran llevado a los demás. Como si siguiesen aquí. Como si eso pudiera pasar. Se cree que quedaré solo yo. Yo también. Pero cree que haré alguna clase de historia y que habrá alguien que me siga. Asiento como si pudiera tener cierta razón. Como si yo también creyera que algo me hace especial. Como si tras todos los golpes que hacen que tenga que arrastrar medio cuerpo pudiera creer que hay sitio para lo especial. Le he dicho alguna vez que si la Voz vuelve, me arrancaré los oídos, como si o quisiera que me ofreciera más esperanzas. Tal vez por eso cuando regresa lo hace no sólo con su voz. Puedo verla. Cruzo mis ojos con los de ella. Recuerdo el poema con el que empezó todo como si nunca hubiéramos dejado de creer en su contenido hueco. Pero ya qué más da, le digo. Vivan las noches. Pero su forma de prometer que podríamos ganar (en este punto la vieja sonríe) es como si fuera, nada menos, la sal en sus labios. 'Estoy roto. No podemos hacer nada a menos que alcemos un imperio, directamente', anuncio. La vieja deja oír un gemido, como si la herida fuera suya, como si lo que queda de mi cuerpo pudiera dolerle más que a mí. 'A lo mejor no nos queda otra opción que alzarlo', responde Voz, 'como si estuviéramos locos.'

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La hoja rota. -Deberías integrarte en el grupo. Miré con pereza la pandilla en torno a la hoguera. Tenían incluso una especie de guitarra que ya había visto alguna vez en el país. -No me interesa. -Mejoraría tus posibilidades de supervivencia. -No me interesa -repetí. Sí que había visto el instrumento, pero no lo había oído sonar. Lo tañía Esmeralde. Al principio, pensé que las notas eran horribles y ella, sencillamente, no tenía ni idea. Pero estaba ajustándolo. Enseguida empezó una melodía suave. Pero, sobre todo, triste. Céfiro me contemplaba. Gruñí de dolor al intentar girarme para ver mejor a Esmeralde. Sin decir nada, Céfiro se incorporó y me sujetó con una mano mientras ajustaba las almohadas con la otra. Esmeralde empezó a cantar. A recitar. Luego me di cuenta de qué hablaba. -Diki Seó levantó la espada cuando intentaron silenciarlo. Levantó sus armas cuando intentaron apagarlo. Diki Seó se hizo fuego. Él venció e iluminó. Diki Seó levantó su espada. Intentaron silenciarlo alrededor. Herido y traicionado se alzó con nosotros. Diki Seó levantó su espada cuando intentaron silenciarlo, pero, oh, Diki Seó perdió. Era mi historia. Me levanté por impulso, sorprendido. El dolor me hizo gritar. Céfiro me obligó a tumbarme. Cuando me deshice de las lágrimas de dolor, Céfiro volvió a su sitio. El grupo me miraba sin comprender. Cuando me habían encontrado estaba medio muerto y no podía articular palabra. Como les miraba en silencio, finalmente Esmeralde volvió a tocar. Céfiro no se había movido de mi lado. -Has vuelto a sangrar. -dijo, ceñuda. Entonces me quitó la camiseta con cuidado. Acababa de hacerme tanto daño que no me moví siquiera. Deshizo las vendas cortándolas. Limpió la herida y empezó a vendarla de nuevo, con cuidado, pero de repente sus dedos se detuvieron rozándome. Retorcí el cuello antes de darme cuenta de lo que miraba. La marca. La Huella del Senescal. La herida la había arrancado por la mitad, pero aún era visible y, al parecer, reconocible. Intenté taparla y eso solo hizo que avivar el dolor, así que Céfiro intentó calmarme. -Andrós, para, la cubriré. La dejé hacer y luego me dejó en mi sitio, inerte. Me limpió el sudor frío de la frente. Se sentó enfrente. Cuando la vi quedarse quieta, mirándome, cerré los ojos. -Eres Mahico... Eres Diki Seó. -Cállate. Intenté llenar la palabra de desprecio, pero a mí me sonó a una súplica. -Eres el hijo del Senescal. -Por favor, Céfiro. -le insistí. Le clavé los ojos. -No nos lo dijiste. -¿Me has mirado? -se estiró para rozarme la mejilla destrozada. Yo apreté las mandíbulas. -No espero que te sorprenda de verdad. Soy Andrós. Olvídalo. 400


-Dicen que, si la Marca del Senescal es destruida, el mundo se sumirá en las tinieblas. Por eso lo han hecho, ¿no? -dijo amargamente. -Han destruido a Mahico, aunque estuviera vivo. Velgai ha perdido su símbolo. -Eso es. -admití. Mis ojos volvieron al instrumento de Esmeralde, y a ella. No podía quitarle la mirada de encima, de hecho. Me recordaba tanto a ella que me parecía directamente un espejismo derivado de las heridas. Oí a Céfiro suspirar. Casi pude sentir toda la lástima que ella sentía por mí. -Cómo no has muerto -murmuró. Pensé en Griga instintivamente y Céfiro, con su telepatía, intuyó a qué me refería, pero vagamente. También pensé en ellos dos. Sentí los dedos de Céfiro apoyados en mis mejillas. Estaba secándome los ojos, porque había roto a llorar. -Andrós... Mahico -se corrigió, a propósito-... Eres un símbolo, y no es la marca, entera o no, lo que lo hace. Eres tú... -sonreía, próxima a mí, y profundamente triste como si reflejara mi propia tristeza- Eres tú y lo serás mientras vivas.

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Flamma, nombre auténtico de la auténtica chica multicolor. Flamma, la chica multicolor. La chica de múltiples colores apenas le llegaba al hombro, y tenía que estirar el brazo herido al límite de su capacidad para poder llegarle al hombro, cosa que necesitaba hacer cada vez que suplicaba. Aquella vez, estaba suplicando intensamente. La chica multicolor se pasó la mano por el pelo cortado irregularmente y apuntando a todas partes como una brújula enloquecida porque forma parte del imán. Luego insistió, irguiéndose más y menos sobre las puntillas con el ritmo del tictac del reloj. -Recuérdame. Aquello tenía un significado especial. Más que nada, porque todo se estaba difuminando. La chica de múltiples colores, incluso, si se esforzaba, podía sentir cómo la estantería que rozaba con la espalda se diluía en el fenómeno extraño que estaba carcomiéndoles a todos y a todo. Y los ojos de él eran la clave, tanto como lo era ella, pero también se deshacían. De modo que, con el brazo herido extendido al máximo, para poder apoyarlo en su hombro, insistió, con la fuerza que podría tener si repitiera aquella expresión en todos los idiomas que habían existido alguna vez: -Recuérdame. La chica multicolor apoyó las dos botas enteras en el suelo. Es decir, bajó de las puntas de los pies. Agachó la cabeza, y su pelo fogoso no le ocultaba la cara. Lloraba, con raudales enteros de lágrimas camino del suelo. Las cosas habían empezado a disolverse, ella se había dado cuenta la primera y, paradójicamente -o quizá precisamente- ella fue la primera en deshacerse por completo. Como una palabra. De repente flota y de repente se ha esfumado. Se ha difuminado. Había un minúsculo charco en el suelo. El agua se movía, deshaciendo la forma de la huella de una bota. Rápida, como toda corriente. Él, asombrado, miró primero a un lado, luego al otro. Juraría que antes había habido allí algo, como una llama. Quizá se había ido, quizá lo tenía que encontrar. De este modo, él partió en busca de Flamma.

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f -La última capa de pintura se ha desprendido -dijo ella, Senire. Incluso si yo no lo hubiera sabido, resultaba evidente. A Senire aquel tío se le había metido en la cabeza y había descendido por la tráquea, en forma de nudo; el estómago, como mariposa; el corazón como un clavo de ataúd. Mi hermano le dio la razón y parecía inmune a sus ojos atravesándolo, o recorriéndolo, memorizándolo. Cogió el pincel. Sabía cogerlo como yo cogía una espada. Miré un momento el cielo. -¿Habrá sido cosa de Cer? Cer aulló como un lobo, solo que procedía de aproximadamente de la última estrella de mi derecha. -Cer no va a roer la pintura de la Luna. -le dije. -Tiene mejores cosas que hacer. Cer, cuyo nombre real era tanto Cerilla como Cerenice, vio un ángel. Todos vimos la estela en el cielo. Con un gritito intentó cazarlo a dentelladas pero era una dragona no muy rápida. Mi hermano se encogió de hombros, y fingió que no le dolía la mirada de Senire, la chica que yo tenía atravesada entre pulmón y pulmón. -Algún día, Sermón -Senire contuvo el aliento - vas a ser el malo de esta historia. Me reí. Le quería. Y la quería. Vaya si lo hacía. Había un dragón triste en el cielo. En aquel momento amaba a Senire, Senire le amaba a él y yo también lo hacía. -Para entonces ya habréis conseguido que la luna siga en el cielo sin tener que engañar a todos con un par de capas mal dadas de pintura, magos de pacotilla. Cer lloraba entonces con rabia... Nunca volvió a estar tan triste desde que el mismo día siguiente estuve a punto de apuñalar a mi hermano en el pecho. Es curioso pero desde que me volví el malo para ellos Cer me sacaba a volar entre aullidos de alegría ¡como si se hubiera quedado sin motivos para llorar! Y la luna se deshacía. Era más triste cuando, sin Cer y sin mí, no pudieron alcanzarla y darle nuevas manos de pintura. El símbolo de nosotros era la luna. Si se deshacía, y la gente no podía creer ya en nosotros, cómo íbamos a creerlo nosotros.

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Ruta 20 III

Ruta 20 - III Agosto 2014 – noviembre 2014

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Estábamos en la azotea. Fóreste Theoría (teoría del desgaste) Estábamos en la azotea. -Mira -murmuró, mientras le apartaba el pelo de los ojos. -Ya. Quería decir que ya ocurría. Yo la entendí. De todas maneras podía sentirlo. La polarización. El suelo se volvía el cielo, y yo era especialmente receptivo. Ella era especialmente inmune. Se rió, como un águila que quiere casar. Yo me estremecí, a punto de sentir que el mundo sucumbía sobre mis hombros. En el fondo duró solo un momento. El mundo se tergiversó. Ella chilló y no puedo saber cómo se sentía. Viva. Como mínimo aquellos instantes la dejaban viva. Yo sentí que Dios me clavaba las piernas al suelo, me cogía dela cabeza y me retorcía ciento ochenta grados vertical y horizontalmente y e alguna manera aún tenía el mismo cromosoma de edificios abajo y de cielo arriba. Los demás supongo que lo que sentían era mínimo, una sacudida, un escalofrío o como mucho un cosquilleo. Por lo menos ni ella ni yo habíamos visto nunca a nadie que trepara hasta las azoteas, y que chillara como ella o que perdiera la voz y se desplomara como yo. Ni que hubiera intentado arrancarse los pulmones, de dolor, señores. De dolor continuo y constante. Me froté la garganta mientras ella intentaba consolarme y limpiarme las lágrimas todo a la vez. Tardaría siete horas en volver a hablar. Esa era la media. Pero sospeché que estaba a punto de aumentarla. -Shhh, ya está. Otra vuelta del reloj de arena. ¿Y si un atardecer se para? ¿Y si no lo hace? Tenía la teoría del desgaste. La arena acabaría destrozando el cristal. Erosión en su forma más básica y cíclica. No podía esperar tanto tiempo. Aún no me había recuperado. Me rocé los arañazos del pecho, protegido por capas de venda para no acercarme, para no dejarme.

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. Hiemis se envolvió en su gabardina. La chica tenía el frío pegado a la piel. Era esa clase de frío que se pega a la piel, tras días y horas. Finalmente la traspasa, entonces llega a los huesos y los devora, y cuando llega al corazón se queda ahí instaurado para siempre. Además, Hiemis estaba casi segura de que los huesos de su padre estaban por allí cerca. Hiems tocó la cornamenta de ciervo que llevaba sobre la cabeza. Chasqueó los dedos y hubo uno, dos, cuatro truenos. Hiemis había llegado exactamente a la punta opuesta del mundo. A las antípodas. Como las campanas de la iglesia que cantan el juicio. La misa. El bautismo. El muerto. Hiems avanzó, corriendo. Lo que más le gustaba en el mundo. En cambio Hiemis caminaba despacio, porque tenía el frío esposándola. El frío y las esposas de verdad. Una se había roto y desprendido de su mano izquierda y la derecha cargaba aquel peso extra. Hiemis miró con fingida indiferencia el crisol de huesos. Aquello le había dado vida, y unas alas y una sed aún más grandes que las suyas propias, que le habían dado fama por todo el mundo. Hiemis no podía evitar temer a alguien que era una mitad de ella. Pero todas las niñas quieren a sus padres. Hiems cayó al suelo de repente. Ya no tenía fuerza. Hiemis miró el relámpago, pero no hubo trueno. Se agachó junto a los huesos de su padre, tragó saliva y rebuscó. La cura. El frío. Se dio cuenta de que apenas sentía aquel frío. Ya estaba matando en su lugar a Hiems. Hiems miró el suelo vacío. No estaban los huesos. Estaban exactamente en el polo opuesto del globo. Pero le habían hecho caer. Y sentía todo el frío que solo podía emanar de ellos. Hiemis soltó el aire, y el vaho nubló los ojos de Hiems un momento. Hiems chasqueó los dedos. Un relámpago recorrió el globo. Abrio los labios, helados de frío, así que el trueno estalló un poco más tarde. Hiemis alzó los ojos a la luna mientras apretaba la arista del único cuerno de su padre contra su esternón. Leyó en aquel monstruoso reloj cuánto quedaba. Poco. Y el trueno gritaba que necesitaba ayuda. 406


La chica se apretó contra su gabardina, con olor a Hiems. Entonces corrió. Hiems intentó coger aire y una estela de vaho abandonó su boca y se sumergió en el cielo. Allí no hacía ese puto frío. Hiemis tal vez sería la única capaz de sobrevivir al frío de los huesos de su padre, pero quedaba claro que Hiems no lo era. Se incorporó. El tuétano de sus huesos estaba infectado de hielo. Caminaba despacio, porque tenía el frío esposándolo. Alzó los ojos y se enfrentó cara a cara con el monstruo, que le devolvió la mirada. El monstruo bajó la cola, así que la luna desapareció, en la otra punta del mundo. Hiems chasqueó los dedos. Solo por comprobarlo. Ambos teníam derecho a saberlo. Hiemis vio el relámpago. En el hemisferio de Hiems, estaba tan envenenado de frío que sencillamente no hubo chispa. No prendió nada. Hiems había sido ocupado por el invierno. Corría la hija del invierno. El monstruo sonrió.

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Deidades. Los titanes van a morir. Los dos niños se miran, aunque ya no lo son. Lástima. Los últimos hijos de los titanes. La nieve se irá con ellos. Ojos negros y pelo de ceniza, lo saben. Han crecido y han visto la caída de los gigantes, lo impensable. Las hormigas que pisaban sabían pensar. Van a caer los titanes. ¿Y qué espera a los hijos de ningún pueblo, porque nacieron a medio camino entre los dos?

Se encuentran el uno con el otro tan a menudo que parece casualidad. Quizá. Finalmente "la chica de las nubes" le coge por el brazo y le conduce a la primera azotea accesible que conoce. Y conoce unas cuantas, pero es que la ciudad no está pensada para escalarla. Los primeros hijos del ocaso de la nieve no pueden cumplir relgas que se hicieron para juegos en los que no participaban, sino que eran la presa. Junk sabe cómo no mirarla, es que la práctica hace al maestro, pero esta vez no quiere dejarlo. La "chica de las nubes" apoya la frente en el cristal y habla de algo de lentes. Se han encontrado tarde en la estela de sus vidas, tan tarde que Junk apenas puede oírla y entenderla. Pero la que lleva peor la degeneración es ella. Esta chica es la primera que no hace sacar al viejo Junk una falsa sonrisa. La "chica de las nubes", simplemente, está ahí. Un giro. Mira el cristal, con fruición, como si quisiera encontrar al ácaro cuya existencia conoce porque puede oír el ruido de sus patas por el cristal. Entonces la "chica de las nubes" sonríe, y Junk sabe que el cristal ya no está ahí. Una osadía. Antes todavía de que ella saque las manos afuera, y se le empapen de la lluvia ácida que por poco no corrompe la piel. -Somos dioses -dice la voz áspera, áspera, de "la chica de las nubes". Pero sin llorar por nosotros. Nadie llora por los dioses. Tendrán que hacerlo ellos. Un destello. Tras los ojos, las retinas, los párpados, los cristalinos, el cerebro. Atrás. Pasado. Junk siente pena. Siente una pena inmensa. Lágrima. -Cómo pueden olvidar lo que somos. Sigue asomada al cristal vacío, sonríe, con las manos fuera, como si la lluvia fuera el pasadizo a las puertas del Cielo. Tristeza. Pero ella no parece estar ofendida. Ella parece comprenderlo. Sonrisa. Más intensamente, desde los ojos, casi fuera de la ventana. -Somos los últimos hijos de los muertos por las hormigas. Sin rencor. "La chica de las nubes" asiente, y le mira de reojo. 408


-¿En qué nos convierte eso? La "chica de las nubes" parece feliz. Feliz como las criaturas que estaban atrapadas, y ya no lo pueden estar. Tristeza. Ella le mira, con la máxima intensidad que puede alcanzar un espíritu. -Somos dioses. ¿Entiendes? -No -susurra. Giro. La "chica de las nubes" avanza hasta él, se pone de puntillas y le mira a unos ojos a solo ocho centímetros y medio de distancia. Los ojos de esta chica de llamas ya no pueden mentir. Los espíritus ya no pueden mentir. No tienen absolutamente un motivo. -Yo soy invencible porque morí antes de esto. -le dice con suavidad. Sonríe. -¿Sabes por qué lo eres tú? Negación. Porque eres consciente de tu pérdida. Sabes que pierdes. Mientras no te quiten eso eres tan imparable como yo -susurra. somos los hijos de los que creen en la nieve. Junk apoyó la mano en el aire, y se dio cuenta de que no podía caer. Porque volvía a haber cristal.

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. Astirit se volvió para mirar por encima de su hombro, pero él la apretó contra sí. -No les mires. Astirit levantó los ojos hasta GJ. -Van a romperlo. Obstinadamente GJ miró el resplandor de los fuegos artificiales. Probablemente no supiera que las lágrimas también reflejan la luz como el agua, y por eso le brillaban las mejillas. -Pero no podremos subir. Ella intentó girar y no girar la cabeza a la vez. El resultado fue: apoyó la nariz en el hombro de GJ. No se giró. Un ojo miró un momento, un segundo, un poco menos. Oyó crujir la madera del armazón de las alas. Enseguida rasgaron la tela. Luego gritaron de júbilo, mientras quebraban las bisagras flexionando las correas más de lo posible. Las falsas alas se deshacían a sus manos y no volverían a volar entre brasas de fuegos artificiales. La multitud que contemplaba los fuegos se giró. Poco a poco, un par de movimientos de cabeza. Hasta que nadie miraba los fuegos artificiales. Todos se habían vuelto a ver cómo rompían la máquina, cómo aullaba de dolor la madera templada para no arder, para no arder cuando volaba entre el fuego de las ruidosas estrellas. Era casi irrompible y la estaban rompiendo. GJ y Astirit no apartaban los ojos de los fuegos, solo ellos, obstinadamente, mirando la nueva perspectiva -desde el suelo- a la que les acababan de atar.

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f No contestas. "Un cielo lleno de estrellas". Galápago miró el título de la obra. -Yo no creo que el autor haya mirado nunca las estrellas. Porque les falta su fuerza. -Y lo dices tú que escribes. -Orión sonrió. Al sonreír el agujero entre sus paletos se hizo más evidente, y lo golpeó con la punta protésica de su lengua. -Tú no sabes todo lo que pierdes. Galápago se quedó callado. Hacía un recuento mental de los conejos que habían salido de su chistera desde el principio de aquellos tiempos. -Yo no suplo los ojos de otros. Yo intento dar olor, sabor, textura, aspecto. Orión sonrió de nuevo. Y paradójicamente su sonrisa era más amplia, pero más inocua, con cada coma que se le escapaba a Galápago. El inmortal Galápago, el cálido Galápago. El único que se había atrevido a subir a la chistera sacando conejos de los trapecios. Espectacular Galápago, incapaz de contener maremotos pero sí de cabalgarlos. Dónde dejaba eso al mozón que era la triste Orión. -Yo puedo oler un lienzo. Saborearlo. Este es amargo. La máquina cardíaca de Galápago pitaba todavía, y Orión repitió que no contestaba la llamada. Orión temía que fuera la muerte. A veces Orión dudaba cuántos de sus trucos de conejos dependían de la regularidad en el suministro de zanahorias y cuántos eran hipnotismo. Galápago fingió no darse cuenta de que Orión miraba el cuadro con rabia, con odio y con ira porque ahora solo tenía los dedos mojados de secarse con ellos los ojos, no de pintar. Y lo odiaba. Poco a poco Galápago era lo único que Orión no odiaba profunda y visceralmente. Y era casi peor porque lo amaba tanto que lo ahogaba. Son solo centímetros lo que diferencian cabalgar la tormenta y ser engullido. Galápago se dio la vuelta y taconeó suavemente en el suelo. Manías de los grandes, del más grande. -Vámonos. A mí este se me ha atragantado.

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f La sílfide vivía en la última costa noruega, donde se había refugiado Sereg. Ella había migrado porque los salmones le tiraban a menudo del pelo. Sereg quería frío, frío, porque Estívaliz ehabía sido de sangre caliente hasta la muerte, donde la fiebre le hacía arder más aún los ojos y casi parecía como los días en que se marcaba los mejores bailes del mercado. Sereg escupió al mar con desprecio. La sílfide recorrió las márgenes del río que formaba el delta en el que habitaba con las pupilas. La sílfide llevaba tiempo sin ser feliz. Sereg había perdido a Estívaliz; la sílfide nunca tuvo a quien le doliera perderla. Sereg la encontró un día como había visto por última vez a Estívaliz. Lloraba con una sonrisa. Estívaliz tenía un ratoncito entre las manos, había conseguido salvarlo. Con calor, su calor. Estívaliz contemplaba la costa. No sabía si sentir lástima por estar atada al agua y separada de lo seco y su calor. Sentía las dos cosas. La marca de agua era que respiraba agua y devolvía casi tanta como respiraba de llorar. (Sonreír era gratis). Sereg la miró. Si Estívaliz hubiera estado viva -y necesitado que la defendieran- habría sacado la espada y matado a aquella criatura cuyos ojos delataban. Pero no lo estaba, y la espada tampoco. Después de todo Sereg, en lugar de tíovivos, recogía polluelos e intentaba arreglar la cola de las lagartijas.

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f “Si pudiera extender la mano y volar...” “Si pudieras...” La princesa Elam volvió la cabeza, y se dio cuenta de que aquel bulto arrinconado era Ur. Tenía una herida en un hombro y una carga en el otro. La espalda daba contra hierro, y las rodillas decían a gritos que no le sostendrían mucho más. El eco de palabras viejas abandonó su cerebro vacío. Elam sacudió la cabeza y torció las riendas del dinosaurio. El dinosaurio tenía hambre y acercó las fauces al príncipe Ur. Elam había olvidado prácticamente aquel peluche. Hacía años, no que no lo recordaba, sino que era incapaz de recordarlo. Las fauces del dinosaurio se acercaron al rostro de Ur. Ur sencillamente miró desafiante aquel lagarto espantoso. Los ojos de Elam, que se habían vuelto incapaces de ver, vieron al peluche. Negro, ajado y atado a los hombros de Ur. Aquello fue el desencadenante. Elam se dejó caer hasta el suelo y se acercó a Ur. Él la miraba. Ya que no podía huir, ya no más, la esperaba. Hace ocho años la habría abrazado. Ahora esperaba que, de una vez por todas, lo matara. Elam sacó su pequeña espada. Incapaz de mirarla, a lo mejor habría leído la inscripción. La acercó al cuello de Ur y cortó el cordel que cargaba su hombro sano. El peluche cayó al suelo. Elam lo rozó y lo apretó como solo ella sabía hacer. Había transcurrido tanto tiempo que Elam había olvidado cómo se hacía y le quedaban solo movimientos automatizados que no valían nada, y el peluche había perdido la impronta de la silueta de Elam. Pero solo ella había sabido cómo hacerlo y lo hizo. Oli parpadea un par de veces. Elam tiene ojos vacíos en los que apenas penetra la sorpresa. Y Ur sonríe, sonríe como Elam nunca le ha visto sonreír antes. -Pensé que no volverías a verme, amigo... -Oli -dice Elam y se tapa impulsivamente la boca. Pero en el fondo no se quiere contener. Oli la mira desde su vieja altura. Y sonríe. -¿Al fin vas a volver, pequeña? Ur se arriesga a dar dos pasos. Roza el falso plumón de Oli. -Tú has vuelto. Y solo ella sabe traerte de vuelta. Con la vieja cicatriz de su corazón ardiendo, Ur roza el hombro de Elam. Está temblando. Ambos lo están. -Elam va a volver a casa. -Ur. -repite Elam. Ur apoya una mano en su cuello. Con la otra estira la tela de la ropa hasta encontrar la 413


pálida cicatriz del corazón. Pálida. Tiene el color de la piel humana. Los ojos de Ur se empañan. Se le derrumban los hombros como si la carga llevara demasiados años siendo muy pesada. -¿Por qué guardaste siempre a Oli? Elam ha dicho las primeras palabras que de verdad hacen que ella empiece a creer que puede volver. Que tiene a dónde. Ur desataba las riendas del dinosaurio. Éste aúlla, aliviado, y se deshace en el aire. Así luego Ur explicará a todos que no lloraba, un grano de polvo de dinosaurio se le había metido en el ojo. En los dos. Las palabras empiezan a aparecer en la cabeza de Elam, su cerebro revive como ella. Ur siempre ha sido un maestro recordando y mientras llora sabe que en su lengua hay un eco que hará que Elam nunca más salga de casa. -Él puede extender la mano y que vueles. Que vueles a casa.

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Como un sauce.

Era el rey.

Como un sauce el candelabro presidía la ruina, y era lo más lujoso que quedaba en pie. La pintura también era buena, pero aplastar un mejillón y pintar era común. Que el metal tuviera la forma de una planta lo era menos. De hecho él lo había visto una única vez en su vida y había sido en uno de aquellos viajes astrales que sabía hacer de niño. Se transformaba en un animal, uno exótico que nunca había visto en persona y del que ya ni siquiera se acordaba, porque un día, pum, dejó de poder hacerlos. Apenas sentía lástima de sí mismo mientras trepaba por las paredes para llegar al candelabro (quería tocarlo). Había pasado tanto tiempo de viajes que no había tenido infancia. Solo islas en las que había crecido, vivido y muerto. Ciclos completos de vidas y reencarnaciones para el pequeño Davey, que a todo a lo que aspiraba era a tener una casa decente y dos o tres buenas mascotas, que le esperaran mientras viajaba por cosas de su trabajo, que podían llegar a enseñarle aquella clase de candelabros. Sabía también que debía haber muy poca gente a la que le ocurriera eso. Sabía que no lo quería. Y sabía por qué lo había dejado de tener. Porque a veces recordaba en sueños un tambor. Un tambor bamboleante pero conciso como lo son los corazones. Quizá era eso lo que hizo que funcionara. Aquella vida sí podría echarla de menos. Sé que la noche en que Frondo se fue estábamos en la hoguera. Lo sé porque de repente todos notamos la pérdida de algo. Yo no sé cómo funcionan esas cosas, las cosas como él. No sé si al alejarse cien metros salta la alarma en todas partes. De repente todos alzamos la cabeza. Oí una voz insignificante. -¿No hace más frío? -No -mascullé. Estéfano habló. -Se ha ido.

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Libro d’E Enoc apoyó las manos en las piernas y rió, mirando hacia arriba. Se apartó el pelo de la cara. -Muy bien, Lifabet. -se esforzó en sonreír antes de bajar la cabeza. Entonces se dio cuenta de lo que hacía su hermana. Lifabet tenía las manos tras las orejas élficas, y se retorcía el mismo mechón de pelo que su hermana ponía tras su oreja continuamente con nerviosismo. Enoc apretó el libro ajado. La pluma estaba dentro, y debió hacer contacto con la hoja de papel. Lifabet rió. Ya ni siquiera le hacían cosquillas palabras en el libro de Enoc. Los roces. Ya era capaz de volver real lo que Enoc escribiese -no estaba muy claro si la clave de que cualquier cosa ocurriera era el libro de Enoc, o Lifabet lo era del libro-. En muy poco el poder de Lifabet y Enoc sería inimaginable. Las dos hermanas miraron la luna, blanca, en el cielo azul. La luna de día. Ya que el sol tapaba las estrellas, podría verse la luna. Era sublime. El pensamiento de Lifabet había irrumpido en su cráneo, con más fuerza que nunca antes. Y la idea había sido condenadamente buena. Las orejas de Lifabet captaron algo, pero ella no entendió, mientras que aquella sensación se transmitió a Enoc. Enoc se volvió como un lince cubriendo a Lifabet. -Vienen -murmuró Lifabet, enredándose el dedo en el mechón. Los dedos atados palidecieron. Enoc apretó a su hermana. El problema era la mezcla de las dos hermanas. Enoc hundió las botas en su anterior invento, hojas caídas en otoño. -Solo hacemos un mundo mejor... Lifabet ya hablaba. Y la cabeza de Enoc casi estallaba con la crudeza de los pensamientos en ráfaga de Lifabet. -No lo sueltes. -dijo Lifabet. Dio otro paso de gigante. Levantó los ojos a Enoc. Enoc apretó los dedos alrededor del libro. El libro de Enoc era todos los poderes. Sin el libro Lifabet no podría cambiar el mundo. Si no lo cambiaba, Lifabet volvería atrás, volvería a su mudez, su sordera y su ceguera, a su capullo. Y Enoc volvería a estar sola. Las hermanas solo tenían inventos, la una a la otra y el libro. Y sin el maldito libro de Enoc, no tendrían nada. -No lo haré. 416


f Will Lee había cambiado su nombre rápidamente. Afortunadamente poca gente sabía que era hijo de los Li. Si no tendría bastante más que aquella sola cicatriz, en el pómulo derecho. Las masas les habrían comido, como lo hicieron con los Li. Y probablemente ni Annabel le habría querido así. Annabel Lee habría querido protestar, pero estaba muerta, tan muerta que Will casi no recordaba nada aparte de echarla de menos. Will Lee sacó el arma, una vieja ballesta de percutor gastado, y apuntó al aire. La pluma estaba allí. Marcando el suelo, macabra, como un cuerpo, evidenciaba también la muerte como los cadáveres, y Will Lee se volvió en derredor temiendo encontrarse un arma con su nombre escrito en la munición con letras de oro. Will se arrodilló con miedo a tocarla. Finalmente lo hizo. No es que tuviera opción. Sus ojos cambiaron de color, por separado: el izquierdo se volvió más negro, como los de su padre (Will tenía sus formas, sobre todo su mentón y sus pómulos), el derecho cambió a violáceo y grisáceo (su madre tenía casi aquella misma cicatriz). Y su heterocromía temporal leyó en aquella pluma el hedor de los Li. Will se acercaba y sus padres se degeneraban. Lo que había ocurrido allí era, directamente, abyecto. Casi se oía su podedumbre. Will abandonó la visión con ojos vidriosos. La luz tardó en volver a ellos. El pulso tardaría días en recuperarlo. Estrechaba el cerco. Will Lee cargó la ballesta y se aseguró de que el percutor fuera al menos audible, y ninguna pieza voló por los aires en la comprobación. Will Lee quería recuperar su nombre. El problema era que todos los niños Li habían querido siempre mucho a mamá y a papá.

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f E poderiamos bailar. Con un sencillo giro de caderas, rotó el cuerpo ciento ochenta grados y el mundo giró esos grados limitados y el mundo dentro de sus ojos se estabilizó en las órbitas. Se deslizó por la pista de baile, efecto combinado de pies cavos y dieciséis años y medio de patinaje antes de partirse un par de dedos el año pasado. Y un par de dientes. Y un par de huesos... Prosigamos. Se deslizó por la pista de baile. Como pasa siempre cuando se tienen pechos, la miraron unos cuantos. Oh, lástima, se dirigía directamente a la puerta. Empujó las puertas batientes de emergencia y dejó que se cerraran por sí solas. El antro estaba técnicamente fuera de la ciudad, y no tenía Bailemos, pensó, batiendo sus largas pestañas sin maquillar -tenían una pequeña capa de polvo, pero el toque grisáceo del polvo no está convencionalmente aceptado como maquillaje-. Bailemos. Velemos. El papel que le había dado Veletta estaba en el sujetador (hay pocos sitios con pista de baile en los que dejen entrar con cuaquier vestimenta que incluya bolsillos; y fuera de los límites de la ciudad, ella no sabía de ninguna), y lo sacó discretamente. La antepenúltima pista le había exigido recortarse con las tijeras su propio pelo hasta el mínimo, al menos media cabeza. No tenía absolutamente nada más deropa que quitarse ni ninguna otra manera de que la balanza pesara dos gramos y medio durante cuarenta segundos. Cuarenta porque a aquellas alturas ya era perfectamente conocido el hecho de que ningún ser humano puede apoyar dos gramos y medio de su peso sobre una balanzza durante cuarenta segundos sin variar alguna décima. La cuenta se reiniciaba y no servía. Y tenía que completar aquella gymkana. -¿Lo tienes? -la voz deVeletta sonó justo sobre su nuca, en el tejado, ye lla sacudió mínimamente la cabeza con un gesto afirmativo. Sacó el anillo. O el fragmento de lo que ella sospechaba que era un anillo. Un pequeño camafeo, cubierto de casi tanto polvo como tenía ella en las pestañas, metido dentro del cristal que protegía el dibujo. Es decir, que ya no se podía hacer nada para limpiarlo y averiguar qué había dibujado. Solo podía seguir buscando. Lo devolvió al sitio, junto al papel, porque ya había memorizado las indicaciones. Le quedabn dos pruebas, dos pasos, dos, y uno de ellos era el final, y el final era cuando se enfrentaría a él, era e final perfecto cinematográfico que quería. Ella tenía intención de acabar con él en cuanto se le pusiera por delante, así que ni hablar de protagonizar el precioso vídeo de un psicópata esquizofrénico con tensiones de director, pero tampoco podía discutirlo. -Donde ya siempre mi alma yacerá... Pues no podrá levantarse... 418


Sus ojos miraron al grajo y pnesó entonces en en una batallita que había oído en casa. -… nunca más. Edgar había nacido bajo la estatua de Corvo di Piazza Firenze. Veletta vio el cambio sombrío de su expresión, ése que se le ponía solo cuando acababa de dar con la clave que no le gustaba un pelo, por mucho que la pusiera más cerca de pegarle un tiro al tipo del que se habían prendado hasta sus largas y polvorientas pestañas que se batían lentamente sin que fuera ella consciente. Y es que Veletta tambén, giro inesperado de las cosas, estaba loco por ella, solo que tenía el caso de empatía de gemelos más exagerado que había existido nunca .Vamos, el tiro en el culo a Edgar no le dolería precisamente a él. Y si a veces los ataques de esquizofrenia le robaban la cabeza a Veletta y las pruebas no eran concluyentes, a saber de quién era la sangre y de quién el cerebro que se quedaba sin oxígeno. Y Veletta no sabía todavía a cuál de los dos, maldita fuera, prefería ella. Fue por eso por lo que Veletta se rió. -Que Dios se apiade de mi pobre alma...

( citas de poe. )

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Los huesos de la ciudad de los ángeles. Espero que alguien me pueda oír porque no hay más oportunidades. La ciudad de los ángeles está en manos de los hueso, repito, la han cogido los hueso y no la soltarán si no se las arrancamos de sus cadáveres, cosa con la que yo particularmente no tengo más problema que el de que es casi imposible matarlos. Dios santo, solo quedan huesos de la ciudad, apenas queda nada aparte de huesos, y los ángeles... Los hueso tienen la ciudad de los ángeles, repito, por favor, si alguien oye este mensaje oficial debe acudir al punto seguro más cercano, aún no tenemos una lista pero seguramente tengan alguno cerca... o no muy lejos... háganlo lo mejor que puedan. Es vital que traigan toda la comida que les queda, a cambio se les suministrará un arma o quince raciones de alimento en polvo. solo queda Metatrón, con vida, señores, Metatrón es la única con vida y solo ella podría conseguir la ciudad de hueso. Olviden a los hueso, la pervivencia de Metatrón es la máxima prioridad y el único objetivo que podemos afrontar ahora, Metatrón no debe morir porque no hay más oportunidades. La ciudad solo la tiene a ella, Metatrón tiene que vivir, Recuerden, la comida, por favor, acudan a los puntos seguros y sigan nuestras indicaciones porque necesitamos ayuda.

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Dentro de la caja de cartón , C 'est la vie, petie. . Petite. , Petie -repitió obcecadamente. . Me aparté de su cama con rabia. , Estoy seguro de que no lo sabía, pero parecía cansada. . Reprimí el impulso de acercarme más cuando me eché sobre él para probarle que no me importaba que me viera las lágrimas. , -Mañana es tu funeral -me dijo. -Creo que lo es, pero no me lo han dicho, igual no me han invitado. El agua del estanque de dos palmos de hondo permeó las patas de la cama, y la madera crujió, y ella apartó su peso de la cama. Le daba vergüenza que aún le importaba yo. Se dio la vuelta y bufó, hacia todas partes. En aquella llanura estancada solo estábamos ella, la cama y yo, y una minúscula ventana que intentaba parecer colorida pero se ahogaba con las paredes blancas que eran a la vez un espacio infinito. . Me acerqué a su cara intentando intimidarle y me contuve las ganas de enrojecer o de acariciarle. Los taumaturgos mueren solo cuando dejan de luchar un momento. Cohajin moría porque había hecho una pausa en la pelea después del primer delirio, y aquello no podía perdonárselo. Porque cada vez quedábamos menos magos, y ninguno tan bueno como él, y sin él estábamos un poco más perdidos, porque había tenido el primer delirio y no había sabido ganarlo. -Eres tonto, Cohajin. -aseveré. Me dirigió la última mirada limpia que tuvo en aquella caja de cartón. , -C'est la vie petie Prín. Acto seguido perdí el habla. Ella fingió no darse cuenta, y se hizo hueco en mi cama. Se quedó hasta que me dormí. . Parpadeé cinco veces, y a la quinta cerré los ojos. Cuando los abrí no estaba en la caja de cartón sino tumbada en el suelo de mármol, de vuelta en casa, fuera de la caja de cartón. Les miré a todos. , Ella no sabía que desde la caja podía oírla, porque todo el mundo había guardado silencio. Prín nunca hablaba de colores, ella, por dios, qué afrenta. Regalaba color. Era colores. ( Hablaba de sentimientos usando colores, así que imaginaos la frecuencia de los segundos. ) [ Pero se la entendía perfectamente y colorida ]. Pero la caja en la que me habían confinado era horrendamente blanca. Ya había perdido el habla, y pronto le seguiría la vista, pero lo dijo. - ¿Puedo decorar la caja? -preguntó.

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Victoria, Increíble Es fácil creer que te quedan pocas sorpresas en la vida cuando nunca te la has encontrado una hora después del amanecer un siete de noviembre sentada sobre la azotea, con las manos mal metidas por las mangas y descalza. -¿Nunca te cansas? -le dije. -¿De ser increíle? -respondió, con una pregunta. Me apoyé en la chimenea pero no me senté a su lado. -.¿El gato se ha vuelto a llevar tus zapatos? No se volvió, fingiendo que yo nunca le había visto la cara. -Esta vez sospecho del ratón. En su lenguaje de ciega estaba hablando de su tío y su miedo a la oscuridad. -Increíble, ahora tengo los pies fríos -protestó débilmente. Débilmente, porque estaba descalza porque la suave voz del tío le recordaba a los acordes de la de papá y mamá. -Niké, me encantan tus dedos. Victoria no se dio la vuelta tampoco. Como en nuestro primer atrevimiento. Cuando la Victoria fue Increíble. En el fondo sabía que era porque le daba miedo cómo fueran sus ojos violáceos, cómo podrían ser, porque ella no tenía forma de comprobar que eran los más profundos del planeta. -Increíble, ahora tengo frío -dijo, me insistió. Y el último pacto que me había hecho conmigo misma se hizo añicos al compás de los temblores de ella. Su Increíle arrastró su pierna lisiada hasta ella y se sentó a su lado prometiéndose para tranquilizarse que su Niké no tenía forma de saber que andaría toda la vida. Que nada de dos ruedas y volar más. -Te gustan mis dedos, Increíble. -repitió, y de su boca todo solía sonar como un piropo que le sentaba a la vez mal y bien. Me tocó la pierna, y me estremecí. Pero ella no sabía que era porque me dolía. Me estremecía cuando ella siempre me tocaba. -A mí me gusta tu cuerpo por eso. No el de otras chicas. Ni el de los chicos. Es el que tienes tú y me lo conozco bien. Ea una advertencia, no se puede engañar a la victoria de cuándo ha sido derrotada. La besé, de manera que no notase que lloraba, mucho tiempo. Después me levanté. Y en ningún momento ninguna dijimos nada de los dos meses que llevaba sin verla. Seguro que había estado perdida sin mí. Por eso no le podía explicar que adiós a nuestras promesas de recorrernos la Campania en bici, que para cuando saliéramos de la Toscana ella sabría más que nadie de etruscos y yo sería ciclista de verdad. -Vamos adentro -le dije. Ella se levantó y yo tardé más que ella. Y cojeé. Niké era la auténtica supereheroína. Niké era la verdadera Increíble y en aquel momento intentó que no me autodestruyera. Pero no me lo impidió. Y yo sabía que ella oía hasta colores, de hacer falta. Ella lo sabía en todo momento, sabía que tenía arruinados los 422


nervios y músculos de una pierna casi hecha jirones. Yo no le pedí que me salvara. Ella ni me dijo que lo hiciera. Las dos en ese momento nos dimos la espalda. Me llegó la voz, como si estuvera ciega. -Siempre corres más que yo. (Dices: o deprisa, o se te escaprán los sueños). Quería decirme que lo sabía. Que acaricaba mi cuerpo y me acariciaba por dentro. Yo quería que me aofeteara a la cara con ello, que lo sabía, perfecto, pero ella temió romperme y me quebré sola. Tendió su último cebo cuyo sedal se enredó con el mío, no puedes echarle migas a los zorros para que se dejen coger en brazos. Les asustarás. (¿Solo yo tenía que rescatala?) -No. ya no. Ya no corro

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alma enterrada Avel había enterrado el alma. Cuando aprendí aquel idioma Eri fue lo primero que me dijo de verdad. Algunas criaturas no siguen bien adelante sin otras. Afortunadamente siempre puede que llegue un soplo que las reviva. Puede que. Hasta entonces entierran el alma. Eridor era consciente de que Avel no saldría solo de su sueño, o letargo, o confusión. Dolor, sin más, tan sincero que ensordecía. Eridor sabía de lo que hablaba; a él le rompieron las alas, a Avel se le había roto el corazón. Los dos habían estado a punto de perder el alma en el tifón de dolor y miedo. Avel había notado una piedrecita en la pata. Casualmente era un punto en el que solía tener cosquillas, cuando (ella) estaba allí para hacérselas y aún no le había dado por morirse. Y había sentido cosas parecidas en todo el centenar de años que llevaba allí echado, pero el caso es que sintió un rasguño de curiosidad, levantó la cabeza y miró. Solo aquella vez. Había una especie de lagartija lanzando chinas por ahí, concretamente un por ahí próximo a su cola. El cerebro de Avel estaba lo bastante despierto para darse cuenta de que aquella lagartija sin alas había caído muy lejos de casa. Alzó las orejas, curioso. -¿Te has perdido? La lagartija alzó los ojos. Una fina película celeste se interponía entre sus pupilas tranquilas y las de Avel. No era ciega, no lo era. Pero no podía usar aquellos ojos como lo hacían todas las criaturas que el dragón de carbón había oído. -Tengo un mapa en la cabeza. -respondió la cría. A Avel casi le dio la risa, al ver lo segura que estaba. -No podría. -¿Nunca te han dicho que el mundo es grande? Lan Fan irguió su cola bífida. -¿Te parezco pequeña? Avel sacudió la cabeza, y su cerebro desacostumbrado tardó un momento en reubicarse. La cadena que rodeaba su cuello tintineó, suave y armoniosamente, y la expresión de Lan Fan se dulcificó. -¿Qué buscabas? Lan Fan entornó sus ojos, como si apenas fuera consciente de que la hablaba a ella. Y Avel había reconocido aquella expresión mil veces mientras le hacían cosquillas entre la cola y la pantorrilla. -Da igual -le dijo -. Ya lo he encontrado... -Lagartija... -Lan Fan. -dijo en un siseo encantado con los tintineos del cuello de Avel. Él se estiraba para desentumecerse, pero no por gusto, estaba oyendo algo que erizaba sus escamas. -Pán, ¿qué es eso? Lan Fan retrajo sus orejas, el doble que las de Avel. 424


-La guerra. Las máquinas. Avel abrió sus alas, destruyendo el laborioso trabajo de algunas arañas en el proceso. Arrancó a volar, antes de darse cuenta de que el cuerpo de Pán se había duplicado para rizarse a gusto en el aire, persiguiendo corrientes que sólo sus ojos velados seguían. Avel bajó los ojos a aquellas máquinas y echó de menos el lugar donde había enterrado el alma. Era de noche y sus fogonazos cegaban a ambos dragones, y las escamas de cuervo de Avel eran un espejo. Les detectarían. -No lo harán -rió Lan Fan, se retorció para subir más alto y rugió. Al unísono un relámpago se retorció entre ambos, y se quebró en varios ángulos antes de comerse la tierra. Su electricidad recorrió el suelo unos metros mientras gente gritaba. Avel cogió con los dientes el cuerpo tembloroso de Pán y se las apañó para soltar una pequeña risa. El acerado cuerpo de Avel lo había vuelto a hacer, se había vuelto a encalindar de alguien que sabía cómo hacer cosquillas, o cómo hacer del no escondite la mejor estrategia. Porque le gustaban aquellos ojos, vedados como lo estaban los suyos. De un mapa del mundo, o de pena, importaba bien poco. Le gustaban las chispas celestiales de aquella (aparentemente) pequeñaja. Le gustaban los calambres de sus ojos, le gustaba que le importase un comino lo triste que él estuviera, y que una parte suya fuese a estarlo siempre. Le gustaba que Pán rompía el patrón azabache de todas sus escamas, al menos de las que había encontrado por ahora. Qué demonios, le gustaba Pán y el hecho de que pudiera lanzar rayos. Solo que el pequeño Avel no estaba acostumbrado a gustarle él a alguien. Menos mal que Pán se acurrucó contra sus escamas quemadas de rabia, y se dio cuenta del sonido tan musical de las cadenas rotas. Le di un cabezazo a Eri en la cara para que no se quedara totalmente dormido. -¿Es lo que hace los días nublados, que no sale a volar? Eridor sonrió adormilado. Alguien tiene que encargarse de llevar los nubarrones negros, negros, que explican la electricidad de las tormentas.

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f A nadie le gusta la realidad de marketing, ¿no? Quizá en dosis mínimas, soportables y razonables. Pero no vamos por la calle intentando recordar los apartados dolorosos de nuestras propias vidas. Esos resquicios que escuecen pueden quedarse calladitos y en silencio esperando ordenadamente a que volvamos a encontrárnoslos de repente. Securitas te deja unas mariposas en el estómago porque tu peligrosa realidad, porque uoh, pasas de vivir al límite a cambiar tu mundo para huir de lo real. Nadie quería ver en ikea o en un cartel por la ciudad vendiendo un colchón vacío sin más que un suave olor a hueso viejo y a perro mojado, de la última vez que alguien sudó y lloró en él, y eso que ahora en el telediario cuentan la sequía con cifras con ceros. Y los cojines para cuatro y almohadas para dos, llenos de un polvo viejo y hasta húmedo todavía. Donde antes había dos cuerpos en tensión y disputa quedaba una vieja y maloliente nube, pero tan transparente que hería mi memoria, como alzándose con más fuerza de la que tiene un recuerdo como gritando que la realidad era ésa. Y que eso de alguna forma lo hacía más verdad. Él no había cambiado pero el tiempo es afilado y por eso deja huellas. Y la belleza que tenía era innegable, y pensé: en mi tristeza habrá belleza, para alguien, supongo. El vacío de una crisis en el próximo folleto de ikea.

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Cómo sacar de allí su cobalto sin morir en el intento. Era la última de la especie, decían que uno podía cogerla de la barbilla, mirarla a la cara y ver lo que había en alguna parte. En cualquier parte. Las medidas fueron inmediatas, había que protegernos de ella. Sobre todo había que protegerla de nosotros. Tenía las ondas castañas crispadas a la espalda. Los ojos le lloraban, pero secos, era la expresión lo que la delataba. Me pregunté si también sabía exactamente dónde había quien pudiera ayudarla. Porque me estaba mirando tan fijamente como si hasta supiera usar las indirectas, mediante todas las personas que estaban en aquella misma fila que yo, horas por delante de mi turno. Y se volvieron un momento como si pensaran lo mismo que pensaba ella. Sí, la podían ayudar, y la tenía un centenar de metros delante de sus ojos secos. Y miraba al tipo más satisfecho con su irrelevante existencia y que no tenía la más mínima gana de dejar de ser anodino y jugarse, o mover el culo. Hasta que unos bonitos ojos de cobalto se cruzan por tu camino, se te meten en la vida y se escoran en las amígdalas. La cogí de la barbilla con fuerza. -Te has equivocado, estúpida -escupí. Me temblaba la voz y sonaba aguda porque estaba nervioso. La miré a los ojos y me di cuenta con horror de que no veía lo que había ido a buscar. De hecho no veía nada, la veía a ella. Protegerla de nosotros. Le cubría aún todo el rostro con las manos salvo los ojos, y no sé si lo vi en el reflejo o es que sonrió de verdad. -Acerté -susurró (¿no he dicho que nunca hablaba? Nunca hablaba). O nunca había tenido nadie a quien tuviera nada que decirle. No podía sacar de allí su cobalto, no sin morir en el intento, la chica a punto de extinguir su especie era la mejor, y eso siempre significa que es algo muy caro. Mi culo hecho al sofá se rebelaba contra esa idea de arriesgar mi agujero por algo tan agrio como ella. Tiré de su barbilla y la saqué de la cola. Tampoco ninguno sabía que la chica se podía mover. Simplemente siempre estaba, allí, parada, dejando que tiraran de su cara y la retorcieran hasta que vieran lo que querían, con un fusil a cada lado. Si la farola un día echase piernas tú también te quedarías alucinado un rato. Y para cuando reaccionaron ella me había mirado ya, y en sus pupilas había escrito un diagrama entero de la trayectoria de las balas de los fusiles, y un esquema y mapa de cómo no iban a meternos en la fila jamás. Sus pupilas me habían gritado en los ojos y los dos seguíamos bien clavados al mismo punto del suelo. Con un par de horas de cola entre los dos. Era un vídeo exacto de cómo no matarnos.

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¿Escorada? La tenía anclada en un nudo en la boca del estómago, aquello no eran mariposas sino zepelines. Las amígdalas se dilataron en el roce ficticio de cobalto y pensé que era un bonito detalle que me gritara desde su sitio que podíamos no matarnos. Al tipo anodino aquello ya le importaba un comino, matarse o no por los ojos cobalto, que se le escoraran las amígdalas y se encallara en un fusil, con tal de que unos bonitos ojos de cobalto se cruzan por tu camino, se te meten en la vida y se escoran en las amígdalas.

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f En el océano de la luna habitaba un pequeño perro lunar. Los perros lunares tienen forma de gato erizado con orejas de conejo. Son todos desdentados y tienen la maníbula inferior ligeramente prominente, lo que les da impresión de que sonríen siempre, como delfines no lunares. Se pasan la vida debajo del agua. Es la única forma de respirar donde no hay atmósfera. Menos mal que el océano en las fotografías parecía una masa de rocas. Bueno, no era un océano equiparable a los no lunares. El perro lunar miró a la pequeña tierra, y meneó el equivalente a su cola alegremente. Se sentía solo en la luna a menudo y ahora que sabía que le miraban, y hasta le sonreían, metió la cabeza en el océano y lo sacudió un poco con el equivalente a su cola. Por suerte los tsunamis lunares eran imperceptibles en los planetas no lunares. Sería muy largo describir cómo el perro lunar lo había descubierto. El caso es que desde entonces se divertía comprobándolo. Un perro lunar es activo como una ardilla no lunar. Probablemente se gastaría el océano antes de que se cansara él. Obviente, Sería aún más largo describir cómo había averiguado que el océano no se acababa, y hay demasiados elementos no lunares (entre ellos una caoba y una cosa parecida a una sardina lunar). Lisey realmente cogió el cuchillo y el tenedor con ganas justo antes de anunciar a la familia que iba a ser astrónoma. Su padre expuso con su razonable tono de padre razonable que no conocía a ningún astrónomo. Enchufes, Linsey, todo funciona así en el mundo (porque no irás a intentar cambiarlo, ¿verdad?). Especialmente si no eres especial como él estaba seguro de que ninguno sentado a aquella mesa lo era. Y no tenía amigos que la ayudaran. Era peliagudo. Peliagudo era una palabra de padre razonable. -No te preocupes, papá. -Linsey apartaba todas las noches el tazón del cubremanteles, y luego seguía contemplando su auperficie transparente como si ella viera algo allí, algo vivo. -Tengo un perro lunar.

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O eres rápida o te pierde el agua. (El credo de las cenizas) faroles, nebulosas. Los piececitos de los niños se hundían en el agua y aquello les hacía soltar algunos gritos de terror. Unos, porque eran las dos de la mañana y el agua no estaba muy caliente, otros, porque les daban miedo las micránguilas, y otros, porque las micránguilas tienen dientes de aguja. Aquellos bichos se movían como si tiritasen y con la luz blanca de los troncos como linterna, eran imperceptibles. O eres rápida o te pierde el agua. Sasá siguió corriendo. Sasá quería ganar la carrera, aunque lo que contaba era vivir hasta el final. Aquella vez Sasá quería dejar de ser "la huérfana", como mínimo. Un huracán rojizo pasó entre los árboles, y aunque Sasá apenas podía verla por la luz que emanaban los propios troncos, la intuyó. Giró unos pocos grados para ir en aquella dirección. Un farol. Sasá cogió aquella nube azulona de un salto, apretó los dedos para reducirlo hasta que le cupiese en una sola mano, cayó de rodillas y se levantó para seguir corriendo. Una nota de arpa detrás de ella, de todos los críos. La chispa rojiza interrumpió su señal a medio hacer, aterrada, pero Sasá no podía esperar a que se recuperara, así que eligió el camino a ojo y no se paró. Ante todo no podía parar. Los árboles se deshicieron, de repente ya no los había a uno y otro lado. Resollando Sasá se quedó quieta, recelosa, aunque había estudiado más de una vez que los árboles cierran los bosques con sorprendente rapidez. No se acostumbraba a esa brusquedad. Se cambió el farol de mano, y usó la libre para dar un suave silbido intentando meterse los dedos en la boca lo menos posible, solo le faltaba envenenarse con las reminiscencias del maldito farol. Pán entró en su campo visual. Sus escamas rojas parecían decoloridas, desgastadas de lanzar aquellos chispazos para llamar su atención sobre el camino correcto. Sasá saltó para recoger a Pán de un ala con la mano libre, y la dejó apoyada en su cuello. Luego, Sasá miró hacia la luna. Le quedaban pocos segundos más antes de que llegara alguien más. Arrulló a Pán inconscientemente mientras bajaba los ojos de la luna a la aldea en llamas. Por lo que Sasá sabía, Pán ni siquiera seguía la dirección de su mirada, pero dijo: -Al quemar la aldea el suelo rejuvenece y se puede cultivar otra vez en pocos años. Sasá aún estaba demasiado cansada para responder. Se sentó en el suelo, cerca del precipicio, y clavó las manos en el césped lleno de rocío. El farol seguía ahí para tener el honor de ser la primera semilla que rompiera las cenizas. Hasta repetir tres años después el credo de las cenizas. Pán se irguió en su cuello usando las alas para mantener el equilibrio. -Si no la quemasen cada tres años no habría suelo fértil. Y os descubrirían. Las arpas dejarían de tañir. La adulta la vio al fin, y se acercó a ella con una sonrisa. Le tendió el cuchillo y Sasá se cortó transversalmente la parte superior del lóbulo de la oreja hasta llegar al hélix. La 430


adulta recogió el cuchillo y le tendió lo que hacía falta para que empezase a cicatrizar. Sasá se vendó la oreja parcamente. -El suelo quemado revive. -Aunque nos llamen fenicios -dijo, despacio- no somos fénix. No podemos revivir para siempre. Yo no creo en las cenizas.

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Ya no valían flores.

Aquel ramillete tan poco científico mantuvo sus moléculas unidas. Thor sostuvo la mano en alto, obstinadamente. Recordaba las palabras de Ventaia, alto, tan alto que hasta le hacían daño. Ventaia le estrechó desde la espalda, porque su espíritu estaba aún en el aire. Las moléculas eran obstinadas, pero Thor era peor. Se pasó la mano por el pelo empapado, en sudor y sal, nunca había llegado a saber que a Ventaia le gustaba. Él lo odiaba y la forma que se electrizaba continuamente. Las caprichosas formas que habían sido el hazmerreír de unos capullos, sí, pero lo bastantes para hacerle mella hasta que alguien enterró ahí los dedos como quien está en la gloria. No apareció ningún pájaro. Como no apareció ningún pájaro el ramillete debería deshacerse. Thor alzaba la mano erguida. No había pájaros así que las flores tenían que deshacerse solas. Pero no lo hacían. Thor no sabía si estaba desilusionado, porque se aproximaba más al desconcierto. Los rituales a los dioses eran complicados pero no para gente como él. Él sabía lo sencillos que eran. Y estaba allí, levantando la mano que se empeñaba en no estar vacía como un estúpido. No había pájaros que se comieran las flores. Pero las flores no desaparecían. Ninguno de los dioses aceptaba aquello. Thor estaba solo. Bajó la mano lentamente, al comprenderlo. La ciencia había dado un giro de cien grados por lo menos, y él había quedado obsoleto. Bajó la mano. Cambió el ramillete de una mano a la otra para desentumecer los dedos cansados. Su libélula intentó animarle con un cabezazo y Thor la calmó suavemente con un roce de 432


la palma de la mano. Ventaia les había abandonado. Odín les había abandonado. ¿Sus héroes? Devorados, o como mínimo desaparecidos. ¿Sus dioses? Habían cambiado las leyes físicas de donde vivían -Thor cogió aire, pero apenas entró nada en los pulmones- y no se habían dignado a aparecer. Hola, nos llevamos los pájaros y te dejamos tus mierda de flores. Y si tenías dos opciones te quedas con cero. Diviértete descubriendo cómo van las cosas ahora por si no eran lo bastante complicadas antes. ¿Qué pasa cuando la música se para? No podía negarse cuánto miedo daba… Pero Thor era un explorador. Thor cogió a su libélula, cogió todo que aire que podía con el nudo de su garganta, y salió a buscar a mano un pájaro cuyo pico estuviera dispuesto a coger uno de sus pétalos. O un viento que se los llevara, le importaba bien poco. Pero Ventaia tenía poco tiempo y Thor, el jovencísimo Thor, no iba a ser, precisamente, dios de la paciencia.

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f El jarro había sido dispuesto allí en honor del difunto, aunque era de un difunto del que nadie sabía que odiaba las flores... Bueno. Incongruencias del periodo vital. Caún odió las flores desde el momento en que su hermana pequeña tuvo alergia. Miraba con sus ojillos traviesos confinados desde detrás del cristal y por tanto detrás del pólen. Caún murió a los cincuenta y siete mientras dormía bajo un pomelo. En sus facciones empezaba a parecer ya viejo, aunque aún estaba en el limbo de lo que lo era y no lo era. Era el anciano más rico del sudeste más lejano. Había usado todos sus fondos para comprar una hamaca, y financiar la investigación postmortem más exhaustiva desde que había mortem, no en iguales proporciones, claro. La investigación era ultrasecreta y no había tenido resultados. Oficialmente. Extraoficialmente ninguna inyección de dinero es infructuosa. Por extrañas paradojas legales que amigos bien cuidados desde la infancia habían tenido a bien explicarle Caún era el heredero de la fortuna Caún. Y, aunque esos mismos amigos a los que no había pateado tan a menudo como se merecían se habían metido mucho con él por ello, Caún nunca había estado en Cancún. Caún se puso las gafas de sol para disimular -¿disimular qué? si ahora tenía un ojo menos, la cara más afilada y las arrugas redistribuidas. La costumbre- y cogió las flores. Nunca había pensado en el resurgimiento del que son capaces las flores A ver si el tolerante Caún había dado un paso más de su excesiva tolerancia, y en su primera postmuerte se había vuelto incluso empático. Con una fingida mueca de asco, Caún dejó la flor entre el ramo. Las habían dejado en mitad de su casa y habían cerrado la puerta, y no volvería a entrar nadie hasta que la casa fuera derruida tres semanas y media tras su defunción porque no estaba muy claro cuánto le llevaría recobrarse de su postmuerte. Faltaban ocho días para ese momento-. No contaba con ese último regalo, y le habría gustado tirarlas a la basura o pisotearlas como le gustaba hacer para vengar un poco más el shock anafiláptico que había acabado con su hermana pequeña. Pero la dejó en su sitio, y luego se volvió hacia el patio, él había venido por una hamaca, le gustaba la forma adaptada a él de la vieja red y que acabara de heredar legalmente su propia fortuna no le obligaba a comprarse otra. Su vieja mujer no lo habría permitido, pero después de todo ella se había ido un año pre-postmuerte. La echaba de menos. Aquella vieja loca.

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Le miraban con reverencia porque tenía la Voz.

Era su primer día en la ciudad y no tenía idea de cómo había llegado. Vio carteles con su fotografía, pero no entendía el alfabeto que había. ¿Se busca, recompensa? ¿Héroe de la nación? ¿Mesías? ¿Capullo? Le miraban con reverencia en las calles porque tenía la Voz. Él no tenía ni idea. Ella le miraba con poco respeto. Ella tenía una línea de puntos poco resistente que seguir en su vida y menos principios, él era uno de ellos, el principio de no mirarle a la cara sin escupirle con los ojos. Él caminaba por las calles, rumbo a ninguna parte y con miedo de preguntar a cualquiera de ellos si podían ayudarle. Aún no había dilucidado si los carteles eran buenos o malos, y no sabía qué pensar de los ojos. Ella tenía la espalda cómodamente apoyada en una tubería con una forma tan caprichosa como la de sus vértebras. -Ni te acerques a mí, engendro prodigio. Él alzó las cejas, pero ella no le dejó tiempo de preguntar. -¿Te has olvidado de que así te llamamos aquí? -¿Dónde es 'aquí'? -lo dijo con una sonrisa de timidez. Ella se quedó boquiabierta, solo un momento. Sacudió la cabeza, demasiado despacio para deshacerse de su deje de sorpresa. -¿Te has olvidado también de lo que has venido a hacer? -lo dijo como una acusación, y su sonrisa fue su propia sentencia incriminatoria; no se acordaba de nada. Nada que ella pudiera considerar de su interés. Le sonaban aquellos ojos... -Eres peor de lo que temía, ¿te acuerdas al menos de cómo tocar? Era una especie de clave. Como una contraseña. Le cambió hasta la forma en que miraba 435


sus ojos familiares. Él cantaba antes allí. Y tocaba, pero eso daba igual. Eso no era lo que le hacía arder y que los demás vibraran, sonando exactamente en el mismo armónico. Era hijo de una fusa y una corchea y tenía pentagramas fluyendo por las cuerdas vocales. Empezó joven. Ahora mismo tampoco parecía más que un chiquillo. De los mejores conciertos pasó a los peores tugurios, porque decía cosas verdaderas. Tenía un talento para hacer que le oyeran. Y no alarmaba; solo describía lo que ocurría, y en eso tú intuías lo que podías hacer con una calma suave, Había que hacerlo, sin más opción. Su cara por eso estaba en todas partes de la ciudad. Nunca había llenado tanto en los conciertos como en los tugurios. La gente que quiere escuchar sabe dónde oír. Y aquella chica le daba palmas, pero le marcaba el compás. Todo eso apareció en sus pupilas tímidas en un segundo de afloramiento. Ella no le quitaba sus ojos desdeñosos de encima, así que asistió en primera fila a aquella kátharsis pasmosa. Y tan pasmosa. Boquiabierta, le miró de otra manera, como si cada parpadeo fuera un paso hacia él. -¿Todavía estás ahí? Se palpó las costillas. -Algo de mí queda, creo. [Ascuas, ascuas, cantó mentalmente. Sonrió, tímido. A lo mejor recordaba hasta algunas de las letras ahora que tenía metrónomo...] Ella se calló un momento. Había salido a recibir un chiste de lo que quedaba, un engendro medio vacío, y se había topado con un prodigio medio lleno. [Y no había pensado nunca que podían hacer fuego de un ascua. ] -Cuando te cogieron iba a decirte algo. Pero te hicieron añicos antes de que tuviera tiempo. Él cerró los párpados. - Eso creo. -Iba a decirte que tenías esperanza. De rehacerte. Lo has hecho... Como no te dije, pensé... -Ah, creía que ibas a decir que no muriera.

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f Se trataba de una excursión inocente a recoger setas. Meiller no solía dejar que su hijo hiciera aquellas cosas; en secreto le daba miedo el bosque. "Los" bosques siempre le habían dado cierto repelús, pero "el" bosque se trataba de algo distinto. Y arcaico. Meiller, rétor de la nueva lengua del nuevo mundo y cerebro oculto de lo bueno que tenía aquello, intentaba apartarse de aquellas cosas. Le recordaban a su familia paterna, y si tuviera poder nada que le recordara a ellos quedaría vivo en la faz de la tierra. Afortunadamente había conseguido no tenerlo. Meiller compartía la esperanza de la policía, que su hijo estuviera inconsciente intoxicado por setas. Los nuevos hijos del nuevo mundo eran rápidos y listos pero no fuertes. Las esporas podrían matarlos. Desde que solo había quedado Meiller para cuidar del chiquillo había tenido que empezar a permitirle cosas. Los bosques, dios, no tenían que ser una de ellas. Meiller sacó la pistola -era el hombre mejor considerado del nuevo mundo, paradójicamente también el más amenazado. Con mucha ventaja- y miró la extensión endeble que se erguía aún delante de él. El cuerpecito del niño no estaba allí. Con la certeza que había tenido un par de veces en su vida, Meiller lo supo. Pero no bajó el arma porque aun así se moría de ganas de meterle un tiro en el culo a alguien que pudiera saber dónde sí estaba. Meiler había tenido que aprender a vivir su vida basándose en probabilidades, y salvo por la costilla que le faltaba y un par de datos más no le había ido tan mal. Él, Meiller, el gran pensador, teólogo, lingüista, historiador, reformista y una serie de adjetivos positivos más, le temblaban las manos cuando apuntó a los ojos de esa criatura, bueno, sin ojos. En su lugar fueron las cavidades ovaladas las que se dilataron, suavemente interrogatorias. -¿Meiller? -dijo ella, porque era femenina. E indiscutiblemente parecida a Meiller, pero separada, muy separada en algún escalón de la evolución en el que nadie había recordado reparar. -Eres un genio, y por eso mismo estás equivocado en un montón de cosas. Meiller sabía, porque, joder, no tenía ojos, que la criatura era ciega, pero de todas formas colocó mejor la pistola. Ella sonrió vagamente, con una expresión que, de alguna manera, relajaba todas sus facciones de una manera casi contagiosa. -Tu hijo está donde tus teorías no pueden alcanzarle. Ni luz, ni sonido. Ni el lenguaje universal del que están tan orgullosos, el que has creado tú. Meiller bajó la pistola. Acababa de darse cuenta de que solo la necesitaba si tenía que defenderse, y en aquel momento había que defender al otro. -No hay nada que no ampare un lenguaje. -observó, desconcertado. Era su forma de decir que estaba tan preocupado que no había buena conexión entre el cerebro angustiado y la boca de lingüista. Ella le sonrió de nuevo, relajada. -Tiene un nombre que tu lengua nueva ha olvidado intencionada y desgraciadamente. Está ofendida. Está aquí. 437


Meiller alzó las cejas con cierto desdén hasta que la pistola salió volando de sus dedos, y aterrizó en una mano de la criatura que no la tenía extendida un segundo antes. Entonces su expresión se acompañó de sus ojos dilatados. - ¿Magia?

-¿Cómo pretendes que la gente se olvide de soñar? La criatura se apartó. Entonces Meiller se dio cuenta de la escalera que había tras ella, que seguía en pie, no como todas las del exterior. Corrió. Sería imposible decirlo. O jurarlo, o afirmarlo, o pensarlo si no hubiera ocurrido. Allí dentro pasaron siete años. Meiller llegó a la cúspide de la torre y allí estaba el niño. Y cuando le cogió en brazos, el niño abrió los ojos, como si no hubiera pasado dieciocho días desde que había desaparecido ni siete años desde que Meiller había encontrado su rastro. Como si el mundo hubiera estado parado y el tiempo, por solo siete años, hubiera sido exclusivamente todo para Meiller. -¿Cómo pudo el nuevo mundo olvidarse de soñar? Meiller le cogió en brazos y bajó pausadamente las escaleras. A la entrada de la cabaña infantil había tirada una piedra, cuyas dos cavidades huecas le seguían perfectamente pese a su evidente ceguera. Al lado había una pistola. Él sintió que empezaba a recuperar color tras su lividez. -No lo hice a propósito. No lo hice a propósito -insistió, con un hilo de voz firme-. Es solo que también yo lo había olvidado. La piedra asintió.

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f Las notas le llegaban incluso a ella, que era famosa por hacer oídos sordos a lo que no quería oír, por eso tanto éxito. “Las puertas del infierno se han abierto, se han abierto para ti.” Empezó a murmurar una oración, que mezclaba su latín natal con el alemán; de modo que dios no le habría hecho mucho caso, si hubiera existido y ella lo hubiera creído. Pero no, ninguna de las dos. Odiaba el silencio de unas puertas que habían sido obviamente hechas para chirriar. Odiaba la curva no muy pronunciada de la colina de la entrada. Odiaba la suavidad del frenazo del coche a la entrada, pero odiaba también la hojarasca que había que pisar sí o sí si se iba a pie. Odiaba la mirada poseída de mamá, desde el otro lado del cristal, aunque le había prometido que iría todas las semanas si así nunca tenía que ir Dodó, su hermana pequeña. Gegat había empezado sus viajes de pequeña. Finalmente había podido ir sola. Ahora no es que pudiera, es que papá había muerto y no había nadie más que quisiera poner un pie allí por ella o por mamá. O por Dodó. Solo Gegat, recién salida de la ducha, de la cama o de sus conciertos, iba directamente al manicomio y miraba con un punto de irreflexión el cristal tras el que ponían los ojos difusos de su madre. Y cada nota que tocaba, cada paso que acababa desembocando en la visita semanal, Gegat veía más parecidos sus ojos a los locos de mamá. De pequeña, Gegat no tenía miedo a la muerte, tenía solo miedo a los cristales. A veces mamá aparecía detrás, sobre su hombro, y aquellos ojos... Gegat cada vez los distinguía menos de los suyos. Finalmente resultaría que el problema sería Dodó. Pero eso cómo iba a saberlo. Gaget se sentó tras el cristal, y se dio cuenta de que las notas que había oído las cantaba su madre. Estaban en alemán, y ella solo hablaba latín, pero Gegat dudaba que no supiera lo que decía. -Pequeña Gregoire... -sonrió mamá. Gegat sacudió la cabeza. Solo escribía con ese nombre, no lo usaba para nada más y era consciente de que su madre no sabía leer partituras ni musicología en alemán. -¿Cómo estás, mamá? -Loca. -sonrió. -¿No es lo suficientemente triste para toda la vida? -Dodó no sabe tocar una cuerda. -improvisó Gegat. Tamborileó con los dedos sobre el metal de la repisa que tenía delante. -No se nos parece. Mamá sonrió de nuevo. -Sé que quieres que no esté loca, pero eso me entristece. -Dice que quiere dibujar. Mamá se echó hacia atrás sobre su silla. Verla tan normal le dolía a Gegat de tal forma, que estaba más segura que nunca de que 439


jamás permitiría que Dodó la viera. -A lo mejor la familia puede cambiar su tipo de talento. -observó, y Gegat sonrió. -¿Me enseñas las manos? Gegat lo hizo. Las apoyó en el cristal, pero casi sin rozarlo, porque eso deformaría las marcas de las cuerdas que su madre quería ver. -Te estás volviendo buena, Gregoire... Mamá frunció los labios. Gegat contó. Catorce segundos y medio. Mamá alzó los ojos, y su mirada había enloquecido. Pero su cerebro había combinado las notas de cuerda que había leído según la anrigüedad de las marcas para saber el orden y había deducido la sltura del mástil. Su cerebro roto que ya no oía musicalidad en ninguna armonía, a menos que, claro, enloqueciera. Mamá le miraba las yemas de los dedos, y su cerebro oía la música del violín. -¿La has escrito tú? -Gegat estaba intimidada ante aquellos ojos de una extraña, pero asintió. -Suena magnífica, cariño. Como mamá, que tras acunar a Dodó sentaba a Gegat en su regazo, masajeaba los pequeños dedos de Gegat, exhaustos de pelearse con las cuerdas, y le decía: -Has estado magnífica, cariño.

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f Élin, pensó frustrado. Se llamaba Élin y le había dado la vuelta a muchas cosas para estar con él. Fru oía su respiración agitada. Todo, para tan poco, porque Élin iba a morir. Solía pasar. La vida humana ya no llegaba nunca a la esperanza de vida. Y Élin era domadora de tigres, Élin sabía que cada función podía ser la última con dos manos, dos piernas y dieciocho dedos que hiciera. ¿El problema? Fru no. Y sabía cómo funciona la muerte, claro, todos lo sabían. En tu momento empezarías a apagarte y luego, sonreirías, y ya te habrías ido. Solo que Fru sospechaba que eso debía ocurrir a ancianos en sus lechos, no a chicas, y no a Élin. -Claude oculos -dijo, entrecortada. Ni siquiera había tenido tiempo de aprender su lengua, pero en aquella situación Fru le entendió y cerró los ojos. -Non tristis esto. -No digas tonterías - murmuró él. Élin apoyó sus dedos sobre sus párpados, y dejó la otra mano sobre los de Fru. -Volo osculum te dare, non vis? Élin hizo el esfuerzo de incorporarse, que era mayor en su situación, porque no estaba acostumbrada a la curiosa inversión de la gravedad del país de Fru; pero consiguió no caerse del techo, echarse sobre Fru y hacer como había dicho, darle un beso. -Non tristis, audivisti? -dijo, muy seria. Fru extendió la mano para taparle los ojos. La cogió de la cintura. Ahora que no tenía que preocuparse de la gravedad, relajó un poco la respiración. Quizá si no hubiera gravedad Élin no habría sucumbido. -Mei tigres... -susurró. -Credis tigres oblivere? -Siempre serán tus tigres. Audisti? -murmuró Fru. Se quedó callado. Fru iba a ser el gran descubridor de la muerte, toda la burla de la muerte se le debería a él pero solo porque sí expiró Élin. Solo escuchaba el aire sibilante de Élin, que empezaba a ser tan audible como la salida del sol, púrpura, bajo ellos dos.

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f El señor ciervo cerró los ojos esmeralda y, con una cornamenta pequeña para sus siglos de vida, inclinó suavemente su cabeza. El niño ya no era tan niño como cuando se habían encontrado. El señor ciervo se había dado cuenta de que hay pocas criaturas con sus ojos, pero aún ninguna que siguiera el mismo ritmo del tiempo que él. También sabía que los salvajes, incluso si eran salvajes con ojos esmeralda, tenían tendencia a acabar con el tiempo de los otros. No les gustaba ver el final a un ritmo que no era el de ellos. Y la flor blanca, la mancha de su pelaje, empezaba a volverse roja por primera vez en siglos. Parecía que se le había acabado el regalo de los dioses; bueno. Había sido divertido, había durado y, sobre todo, había sabido que acabaría. Los ojos del señor ciervo desde aquella posición gacha se hendieron en el niño (aunque ya no lo era). Rematarle era fácil y a los salvajes les gustaba rematar, y lo fácil. Incluso si no intuyera (y con aquellos ojos, el señor ciervo lo dudaba) que así conseguiría aquel poder. La flor blanca. El señor ciervo, que había cerrado los ojos, sintió que sujetaban su barbilla un momento, y, cuando dejaron caer su cabeza, se apoyó en algo blando, las rodillas de aquel niño crecido con plumas enredadas en el pelo, que le rozó el pelaje de la nuca, apoyada en su regazo.

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f Enýaloio miró las luces de la feria, por un momento, como si pudiese volver a creer que eran estrellas polares. Palpó los bolsillos de la gabardina, exhaustivamente uno derás de otro, hasta que localizó aquel bulto duro, pequeño y palpitante, frío como un cubo de hielo que no se desharía nunca. Luego dio un par de pasos y comenzó a descender la pronunciada cuesta de la ladera que llevaba a la feria nocturna. Enýa tenía que localizarlo por ella misma; él no podía arriesgarse a darle datos explícitos por si se trataba de una emboscada. Ella lo entendía, después de todo ella sería la última en fiarse de alguien como ella. Pero eso le daba un poco más de trabajo. Una hora más o una menos no significaba tampoco mucho. Se abrió paso sinuosamente entre la gente; de haber sido ella la que tenía que tomar precauciones seguro que no habría tenido mucho éxito. Pero no era el caso. Enýa clavó sus ojos en toda criatura a la vista, cada una atenta a uno de los diferentes mile stímulos luminosos y sonoros de la feria. Era una feria acogedora, pequeña y bonita y llena de atracciones, niños que molestaban lo menos posible y adultos que sonreían de manera contagiosa. Era un sitio espléndido y Enýa procuró no reparar en ello. Sus ojos se sintieron atraídos hacia el chico de sonrisa maligna que se comía un algodón de azúcar. De aquel tamaño Enýa solo los había visto como reclamo de los puestos, nunca nadie comiéndoselo despacio, sonriente y con los ojos clavados en la lenta oscilación de la noria. Enýa se acercó y le dijo: -Eres el ángel. Lo aseguró. Él se giró despacio, con su sonrisa de niño travieso un poco disminuida. No podía ser él si tenía aquella expresión de malicia. Al mirarla a la cara se deshizo por completo y, para cuando logró rearmarla, parecía haber perdido toda su alegría. -El intermediario. -especificó él, con voz tranquila. Bajó de nuevo los ojos hasta el rostro de su misma altura. Enýa juzgó que aquello le parecía nimio y anodino, y en consecuencia volvió a subir sus ojos hasta la noria. Eso pareció reanimarle un poco. -Tengo la piedra. -Una. -le dijo él automáticamente. Enýa cesó la búsqueda entre sus bolsillos. Él seguía mirando la noria, mientras con los dientes y la lengua arrancaba de vez en cuando pedazos de algodón rosa e hiperazucarado. Pero estaba serio. -Una de ellas. -asintió Enýa, la encontró al fondo de uno de los bolsillos y se la dio. Él no había colocado todavía la mano en posición, sino que Enýa introdujo el pequeño pedrusco mellado parecido a la obsidiana entre sus dedos. Al sentir el pálpito helado de la piedra él bajó los ojos rápidamente. Y se le iluminaron. A aquellas alturas Enýa ya tenía totalmente claro que no era ningún intermediario, era exactamente lo que había venido a buscar. La piedra comenzó a hacer su efecto y el veneno, activado, se coló por su piel hasta filtrarse a todas sus arterias. 443


Londôn cayó sobre sus rodillas, y su inmenso algodón de azúcar cayó al suelo y se llenó de tierra. Había algo en común entre aquel de sonrisa maligna que habría mirado impasible la caída de la noria, y todos los demás. Los ángeles eran buenos, pero sobre todo eran demasiado buenos. Al activar el veneno ninguno le devolvía las piedras falsas. El veneno la mataría a ella en su lugar. También es cierto que ninguno moría con aquella expresión pletórica en su presunta sonrisa malévola. Londôn abrió las manos y la piedra rodó al suelo. Las marcas aparecidas en sus muescas se iluminaron, del color de la sangre de Londôn. -Es una de las piedras de verdad -susurró Enýa. Los ángeles no se apartaban de las piedras falsas porque hasta que se morían creían en ellas. Las de verdad les mataban de todas maneras. Enýa saltó hacia Londôn y dio una patada a la piedra. El ángel aulló de dolor e intentó estirarse hacia ella. Enýa le agarró, y la vida escapaba de Londôn tan vertiginosamente que tampoco pudo resistirse. Londôn temblaba, como un niño aterido de frío. Las palmas de las manos sangraban por los puntos donde los había tocado la piedra, profusamente. Enýa se dio cuenta de que iba a morirse si seguía de aquella forma, de modo que, aprovechando que él perdía la consciencia, apretó sus palmas para intentar frenar la hemorragia. -Voy a conservarte vivo -le dijo Enýa, pensando en voz alta. La cabeza de Londôn cayó, inerte, hacia delante, sobre su regazo. ¿Aquello podía hacerse? No tenía muy claro el valor de uno de ellos vivo. Seguro que Chief sabía venderlo en condiciones. De allí podía sacarse pasta, estaba segura. Enýaloio estaba decidida. Se puso en pie y palpó los bolsillos, buscando la cuerda que siempre llevaba, para ayudarse a cargar con el cuerpo de Londôn. Entonces trastabilló unos pasos, se apoyó en una caseta y las náuseas ascendieron rápidamente por su garganta, y vomitó repugnada mientras el color de la sangre nívea del ángel cambiaba al escarlata.

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Sabía que necesitaban una minúscula ayuda, porque estaban en el limbo. Alobo había sido desterrada. En aquel momento los más pequeños de la aldea pertenecían a la generación en la que llevaban aún flores naranjas en el pelo. Alobo regresó cuando los campos habían cambiado; la tundra era ahora bosque, los ríos eran lagos o pantanos, y Alobo ya medía uno setenta y ocho y tenía ojos de cánido.

Alobo no había sido nunca bienvenida allí, ni de cría, (siempre supo que nunca lo sería) y honestamente en ese momento dudaba qué pintaba ahora. Se sentó a la entrada de la escalinata del templo y cogió la vara; cogió el círculo y deshizo las cuerdas. Luego tensó la red interna y rehizo la circunferencia alrededor. Para cuando alzó los ojos los pájaros y el perro joven que estaba sobre sus pies no eran los únicos que la miraban, había un corro de niños y adolescentes callados como tumbas. Alobo bajó los ojos y siguió a lo suyo. Pero a varios niños le faltaba un ojo, o lo tenían ciego. Si Alobo tenía un cuerno más perfecto que el otro y los ojos púrpura era porque tenía, al menos, una curiosidad igual de grande. De todas formas se le adelantaron. -¿Dicen que eres lobo? Ella torció la cabeza despacio. 445


-Alobo. -especificó. -¿La de la gravedad y los truenos? Alobo ahí sí se detuvo, y miró reflexivamente al grupo. -¿Qué parte de todo eso os han contado exactamente? Había hablado un chico que conservaba sus ojos, pero apretaba la mano de una niña que, escondiéndose tras él, no lo hacía. En aquel momento todos rompieron a explicarse. -Que podías leer ondas. -Veías las nubes reales. -¡Una vez casi venciste al Bóros! -Cogiste un rayo. Con eso último se hizo el silencio absoluto. Hasta que Alobo rompió en carcajadas. Sus carcajadas se habían vuelto relajadas con los años, era una expresión máxima de paz. Los niños abrieron un poco más los ojos con la peculiaridad de esos sonidos que no podían explicar. -Todo eso tiene parte de verdad y nada es cierto del todo. Nadie puede coger un relámpago. Pero os aseguro que estuve muy cerca. La niña que se escondía titubeó. -Más que ninguno. Alobo sintió debilidad de repente. A veces la sentía, desde su pelea con el rayo a los diecisiete, y sintió debilidad por esa niña y la forma en que su hermano mayor la protegía como si, de alguna forma, el ojo del que carecía fuera responsabilidad de ambos. -No se puede atrapar un rayo. No puedes atrapar aire en la boca, lo soltarás, se te escapará. Yo solté aquel rayo, cuando estaba en la parte del cielo más alta en la que había volado nunca, y en ese momento el rayo me cogió a mí. Se llama RI. Alobo siguió tejiendo, indiferente. La mayor parte de los niños no podían digerir aquella información. ¿Lo que led había tullido por desobedecer a los mayores podía hacerse? Alobo había crecido, lejos de allí, y sin duda había cambiado. Los niños reverenciaban la Alobo mítica, y tener un mito entre los dedos siempre parece poca cosa, y a la vez impone demasiado. Poco a poco perdieron el interés por ella. Pero Alobo era experta en continuar las cosas como si jamás hubiera existido un paréntesis. Levantó los ojos y les tendió el atrapasueños, que ya no coronaría su báculo. El chico y su hermana miraron la ofrenda con cuidado. Entonces Alobo averiguó con precisión por qué ni había sido bienvenida de niña, ni había dado media vuelta ahora. Cuando él extendió una de sus manos Alobo vio que aún tenía las manos vendadas, para tapar las quemaduras de los rayos. Al distraerse Alobo bajó unos centímetros la red circular. Sintió reflorecer aquella debilidad. Insistió. -Vuestra curiosidad ha estado a punto de mataros, ¡pero no lo ha hecho!

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La tristeza que inundó los periódicos. Hay dos cosas a las que no conviene acostumbrar a la gente. Una tristeza desmedida, porque podrían reaccionar, imprevisiblemente, y verdades chocantes e innegables. Las cosas hay que dosificárselas. Y si algo tienen los jóvenes es que no llevan bien seguir las pautas lógicas que se les han dado. No, hasta que no hacerlo les lleva a la catástrofe. Galve publicó su fotografía y redactó él mismo la noticia. Sería un insulto intentar reproducirla. Después de todo, poco a poco, acaparó la primera plana global. En resumen, decía cuatro cosas: Señores, Tamriel aún vive. Ahí comenzó la catástrofe. Galve lo dijo muy claro: Tamriel estaba viva. No habían podido con ella. Tal vez, algún día, las semillas volviesen a germinar. Por dios, la foto era irrefutable. Nadie sospechó nunca la forma de Tamriel, pero verla encajaba con cualquier idea preconcebida. Ante sí miraba, triste, la reina. Tamriel era tan innegable como la verdad. Que seguía viva y que, simplemente, había decidido dejarles creer lo contrario. La crudeza de aquello excedía la capacidad de comprensión humana. El joven Galve no pudo entender eso. Galve apoyaba la nuca en el cuello largo y plateado de Tamriel. Alguna de sus criaturas le había hecho una especie de trenza, con cuatro mechones. Al mesar su pelo Galve se topó con ella, y la miró sumido en el silencio. -Lo siento. Rozó sin querer un clavel. Uno de los pétalos de la flor, sencillamente, se desprendió y se había marchitado ya antes de caer al suelo. Galve contempló aquello con el corazón encogido. La criatura más arcaica de la galaxia, sencillamente, no quería seguir actuando en aquella pantomima. -No es culpa tuya. -le dijo ella, suspiró y enterró la cabeza en las flores que, como parásitos, resurgieron. -Las cosas habrían salido así de todos modos. Es lo que pasa cuando se sale del olvido. Si la gente olvida, Galve, es por algo. Lo que le gusta se les queda grabado. Tal vez, dijo Galve con cierto sueño. De todos modos él había olvidado por qué estaba triste en un lugar como aquel, que de fotografiarse estaría en primera plana. Después de todo era el preferido de Tamriel, y recordaba que lo había sido siempre.

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f Nighi siguió la peculiar forma de sus ojos con la yema de los dedos. Hasta hacía un rato había tenido las uñas largas, pero ahora, que acababa de cortárselas por primera vez en mucho tiempo, sentía la yema de los dedos muy sensibles. No estaba segura de que le gustase. Se volvió, con tanto ímpetu que la rasta dio toda la vuelta a su cuello y le golpeó la clavícula contraria. Éfes arrastraba el cadáver, pero se paró al ver que le miraban. -Viene Trino -advirtió Nighi, con sus hermosos rasgos exóticos tensos. Éfes hizo ademán de decir algo, pero luego se lo pensó mejor. Cogió de nuevo los brazos del cadáver y siguió arrastrándolo. Nighi salió fuera de la casa y bajó los dos peldaños que ls separaban de la altura de la calle. Era la primera noche helada del año. Deberían estar durmiendo. En su lugar, Nighi se frotó las manos entre sí e hizo el esfuerzo de mirar hacia las nubes. Tuvo que esperar minutos, pero poco a poco distinguió la silueta de Trin. Desplegó sus propias alas y se elevó hasta la azotea. Un par de pisos era mucho menos de lo que podía resistir, menos con aquel frío. Nighi volvió a frotarse las manos con fruición. Cuando cayó, Trin tenía expresión de estar a punto de llorar. Tosió un poco, intentando sacar aquella helada de sus pulmones. Nighi juzgó que no tenía demasiado éxito. Trin había sido muy grande. Se había hecho muy famoso, y lo mejor era que él no era consciente ni de cuánto, ni de por qué. Pero todo lo que sube, cae. Nighi miró aquella cosa lastimera cuyas alas siempre habían sido de un raro blanco, pero ahora lo eran de una forma que daba pena. Trin intentó arrastrarse para dejarse caer abajo, a la puerta. Nighi aleteó y se interpuso suavemente. -Déjame ayudarla... -Deberías comértela. -observó Nighi. Trin torció la cabeza y trató de empujarla para arrastrarlos a ambos. Nighi se limitó a dejar que cayera rendido. -Tengo que salvarla -le gritó. Nighi entrecerró sus ojos afilados. -¡Ya está muerta, Trino! Trin se quedó quieto al oírlo. Qué tierno, aún confiaba en Nighi. Puede que no estuviera tan hecho una pena como parecía. No había notado que ella ya había muerto pero, bueno, sabía perfectamente que Nighi aún no podía mentirle. Trin bajó la cabeza y pareció profundamente derrotado. Con sus alas retorcidas, prácticamente enredadas como si Trin planeara no volverlas a utilizar. Nighi se arrodilló a su lado, conmovida. -Éfes está abajo. -Supongo que aún tiene ganas de partirme el cuello, o un ala o dos por lo menos. -Trin rió, amarga y tristemente. -Que venga a hacerlo. Vamos. La última vez estaba mal y aún pude ganarle. Ya no puedes, se dijo Nighi. Si volvieran los que mataron a nuestros hijos, este sería más inútil que un polluelo. Y todo por... -Esta vez no podrías, Trino. 448


Trin solo sacudió la cabeza. Nighi miró con nerviosismo hacia abajo. Era verdad que Éfes había accedido a dejarles solos, pero oler a Trin a cuatro metros y medio sobre su cabeza acabaría por volverle loco. Y Trin tenía razón. Su hermano aún quería matarle. Y era evidente que se equivocaba en que vencería. Éfes le partiría como a un palito, si incluso ella podría, y aún no se había recuperado por completo del parto. -¿De quién te quieres vengar exactamente? -dijo con curiosidad. -No pretendo vengarme, Ni. Los que lo hicieron ya están muertos. -¿Entonces qué demonios estás haciendo? Trin alzó la cabeza, sintiéndola muy pesada en aquel momento. Contenía demasiadas cosas demasiado pesadas. Por eso Nighi no le dijo que no, no estaban muertos. Seguían vivos y coleando. Solo siguieron órdenes de la colmena. Los polluelos murieron porque eran una amenaza. Nighi chilló, aulló y lloró, pero eran responsabilidad suya. Eran su deber. Esa última parte era la que había hecho enloquecer a Trin. Nighi extendió sus alas, pensativa, pero había intuido hacía tiempo que Trin no tenía solución. La justicia había sido demasiado justa para él. El gran Trin había sucumbido a la sencilla verdad de que había un bien mayor que ellos dos y sus criaturas. -Voy a comer, Trin. Si quieres un plat.... -Para que otros siguieran comiendo cómodamente como tú los mataron. ¿Cómodamente? Nighi se estremeció. Tenía el cuerpo desgarrado de arañazos de la humana, que había enloquecido de pánico al ver un híbrido de cuervo intentando matarla. ¿Cómodamente? Trin era el que se acomodaba con su pena, con arrastrarse intentando salvar humanos hasta que aquel frío extirpase su último hálito de vida de cada una de sus plumas. Trin se dejaba, y Nighi estaba peleando todavía. -No te atrevas a hablarme de comocidad, Trino, o te parto yo el cuello -susurró entre dientes. Nighi desplegó sus hermosas alas y se dejó caer a la entrada. Éfes se volvió al oír la puerta. Pareció ligeramente decepcionado al no ver las alas blancas de Trin. Ya había partido el cuerpo y empezado a comer alguno de sus cachos. Nighi cogió uno de su montón. A nadie le gusta comerse una cosa que te mira con el mismo terror que podrías tener tú. Pero ella no había elegido nacer con una sola opción de supervivencia.

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f La coincidencia matemática perfecta había sido hallada precisamente la noche anterior. La perfecta consonancia cósmica, musical y matemática. ¿Era fantástico? Lo era. Pero el cuerpo en el lago no lo sabía. Se había dado pie a un milagro, un auténtico milagro, digamos que se habían descubierto los planes de dios y podía escribirse sabiendo qué iba en contra, y qué funcionaría. Infinidad de posibilidades desplegadas en abanico para un mundo mejor que manejar con la pluma de dios. El cadáver no era consciente de la revolución. Flotaba, frío, en la superficie grisácea del lago, estático e ignorante de que había llegado una nueva era. A él le daba igual. Ya estaba muerto.

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f -¿Tú crees que es éste? Ruth clavó el dedo en el estómago del felino, Zara echó las pulseras de sus muñecas hacia atrás. -No sé, parece un cadáver. -Harry Potter se equivocó en muchas cosas de magia, pero dijo que lo esencial es invisible a los ojos. -Eso lo dijo el principito. Puta novata -añadió Zara, con gesto de estar harta. Ruth le sonrió al gato, oh, Zara era tan fácil de picar. -Estará quieto como un cadáver, pero seguro que no tan frío como uno. Yo creo que sí que es. ¿Cómo nos lo vamos a llevar? ¿En una bolsa? Zara cruzó sus dedos índice delante de los labios, bajo la nariz, pensativa. -Nos vamos a meter en un lío con Fadua. De todas formas yo creo que no es. O magia, ¿no? -O podéis pedirme que ande. Lo esencial es invisible a los ciegos. Putas novatas -gruñó el gato.

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Las cenizas se cargaban en un avión de papel. El conferenciante tenía ese día su prueba más difícil aquel día. La Escuela de las Puertas ganaba siempre, pero nunca hacía prisioneros. Tampoco regalaba cátedras a quien no podía vencerla. Él relajó todos los músculos salvo los imprescindibles para mantenerle erguido. Luego miró al Cementerio, extendido por las noches por encima de todo el cielo. Despuebla la Tierra de los que no lo merezcan. Extírpalos como se hace con los errores. No dudes, como se hace con los errores. El conferenciante se sabía el dedillo al credo, y miró el cielo entrecerrando todo cuanto pudo los ojos, hasta formar en sus retinas una fina línea luminosa con apenas manchas brillantes. Se sabía el credo al dedillo, aunque le gustaba introducir gazapos propios cada par de versos. El credo era largo y había un sinfín de puntos chirriantes para hacerlo. El conferenciante quería llegar hasta allí también, siendo una estrella visible. Se sabía los nombres del noventa por ciento de estrellas brillantes, sabía qué camino había que seguir. Era solo que no quería hacerlo de aquella manera. Se pasó la mano por el pelo. Estaba sudando, aunque hacía un frío infernal, tenía miedo. Pero solía tener miedo. Esta vez también tenía una idea, fija, como se fija la estrella polar en el Cementerio, de tal manera que nadie ha logrado desplazarla para quedarse con su posición inmóvil. Oh, sí, la Escuela de Puertas iba a escucharle. Resulta que uno de sus combatidos revolucionarios -el símbolo era aún visible, oprimiendo ligeramente la tráquea, en gran parte porque él no había hecho ningún esfuerzo para remediarlohabía resuelto el problema de las Puertas. Él podía abrirlas donde le diera la gana. Y, lo que era mejor, tenía coartada. Estaba seguro de que alguien ya habría notado la ocasional estrella moviéndose, fugaz como un parpadeo, en la que se transformaba. Un fenómeno así no pasaba desapercibido para los diez astrónomos aburridos de la Escuela. Estuvo a punto de hacer que le mataran varias veces. Una vez se entra en la Escuela de Puertas, no se vuelve a salir; para saber si tuvo éxito hay que remontarse a la época de prácticas escolar, desde el 11 de agosto, que casualmente puebla el Cementerio de estrellas como aquella.

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f Alzó el gato en brazos y le miró a la cara. La pared gris estaba pelada, se habían llevado todos los cuadros. Habían cubierto hasta los agujeros de las chinchetas. El pelo de gato no se adhería de la misma manera a las paredes, pero era un cuadro más bonito. Lea se mordió las uñas, paró un segundo, calculó mentalmente que la mano correcta de aquella semana era esa, y siguió con ello. Mamá ciega le peinó el pelo, y mamá sastre acarició la cabeza del gato. -¿Preparada, niña? -dijo la sastre. La ciega apoyó la mano en sus paredes frías y crueles. -Nos han robado... Lea sabía que mamá se había quedado ciega por hacer aquellos cuadros. Por y para. -Cinco minutos más. -Lea apretó el gato. -Comprendedlo. Las dos madres lo comprendían. Habían nacido diosas; no habían tenido que hacerse. Y las dos madres eran madres. Claro que entendían el temor de su pequeña. Mamá ciega le acarició la frente, y se fueron. Lea redujo mentalmente los sesenta segundos que habían transcurrido de los 3000 que tenía de plazo. Entonces apretaría el felino, le abrazaría y les transformaría. Tenía la habilidad. ¿Y la capacidad? Eso lo dudaba. Apretó el gato. Lea tenía la edad de hacerse el héroe, de creerse la heroína. El problema es que a ella le habían contado las historias los inmortales. Los finales de las fábulas cambian.

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Las bengalas eran sus himnos de guerra, y sus banderas, porque tampoco había dinero para mucho. Las bengalas eran sus himnos de guerra, y sus banderas, porque tampoco había dinero para mucho. Todo lo que podían hacer era morirse de asco en una esquina, era el único vacío legal al que tenían derecho a acceder. Pero a Evelee no le daba la gana.

Evelee había crecido mucho últimamente, no físicamente, las calles le habían hecho un daño demasiado grande y demasiado dentro. Evelee había crecido por fuera. Evelee ignoraba que no había disminuido el número de ataques. Había disminuido el número de ataques contra ella. En las calles faltaban muchas cosas, y una de ellas eran figuras. Ella y Melle era lo mejor que tenían. Lo cual era poca cosa, pero al menos ahora lo tenían. Es decir, empezaban a cambiar las cosas. No podíamos permitirlo. Sabemos que siempre ha habido una élite más poderosa, es la primera vez en la historia de la humanidad que esa élite roza el 50% de la población mundial. No somos una aristocracia ni una oligarquía, ni somos despóticos. Probablemente seamos mayoría. Evelee no tenía derecho a cuestionarse nuestras decisiones. Evelee planteaba reescibir a qué tenía derechos. La vieron cogiendo de la mano a Melle, cuando ya había crecido tanto que daba la ilusión de ser varias veces mayor que él. Ellos eran algo para lo que no estábamos preparados, ¿no lo entienden? El mundo no estaba dispuesto a aceptar un giro de semejante calibre. Las cosas no estaban preparadas para el camino que ellos querían darle. Sus padres ya habían fracasado en su intento. Lo que les diferenciaba era que sus padres eran de los nuestros; no lo eran los 454


cuarentayochistas. No tiene vértigo un pájaro que nace volando. El error fue no dejarle ni un punto de apoyo. ¿Qué le queda por perder? Miro a Melle. Él tiene su típica cara de nudo en la garganta, pero no entiendo bien por qué. Miro otro par de veces el cartel. -¿Qué? ¿No te gusta? -Parece que te has metido en el cerebro de mi padre y le has sacado todos los miedos a flote. Sonrío con cautela. Todavía tengo náuseas al pensar en él como "el padre de Melle", pero eso es lo de menos. Melle no parecía contento. -¿Y eso es malo? Sonrió él, un poco esquivo, pero tampoco tenía dónde huir que no me hubiera enseñado como un bobo. -Eso es perfecto. Nunca una alegría me había parecido tan triste. -Se le borró la sonrisa. Joder. Le abracé, en el momento en el que él se giraba para besarme la frente. Hicimos algo más que eso, mientras Melle apartaba la bengala roja de nosotros. Las gaviotas también se alimentan de basura, y ahora son el símbolo del mar.

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Zeus los hizo brotar en la tierra. Los hizo brotar del agua y ahogarse en tierra. Difíciles, otra cosa no, pero eran difíciles. Eran hijos de otra estirpe, y no se conformaban. Por eso se chocaban con las piedras, olvidaban, no aprendían, o sí, a base de sangre, pero lo olvidaban un par de generaciones después. Nacidos de las piedras; una cosa muy triste, de veras que sí. Zeus los purgó, uno a uno, hasta que solo quedaron pequeñas islas de ellos, isolated, encerradas en núcleos al margen de todo lo demás. Poco a poco se integraron. Zeus nunca dejó de buscarlos. Poco a poco los encuentra. Algunos son cazados; como Troika. Otros, simplemente, persuadidos.

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f La enfermedad ascendía de los ventrículos a las aurículas y desalojaba a las pequeñas generaciones de gnomos que habían hecho su hogar allí. Y no una casa, un hogar, un lugar donde se está a gusto, no donde se está. Rénarde miró el pálpito del corazón arbóreo con preocupación. Tenía ante sí el primer resultado en años, y tenía también la expresión más infeliz en meses. ¿Corazón arbóreo? Estupendo. Se evitaba la enfermedad. Y solo había que matar un árbol por cada humano, desahuciar las criaturas -gnomos- que tuvieran hogar en él, fusionarlos y pretender que no era un problema el hecho de que ni los humanos se habían procurado nunca por salvar los árboles, ni los árboles distraídos se habían enterado de la existencia de aquellas cosas monótonas, ininteligibles y efímeras. Y era un problema. Rénarde miró los papeles, pero sabía que no había otra solución. Bastantes oraciones atrasadas debía ya por haber encontrado aquella. Rénarde cogió el corazón con lentitud, vaciló, pero finalmente no pudo romperlo. Hizo un rápido cálculo. Suponiendo que los árboles fueran una forma de vida que no comprendían, calculaba que tenía unos... tres años, casi, antes de que un investigador desarrollara una raíz humanoide. Eso le tranquilizó. Digamos que para alguien bueno es más facil actuar mal si sabe que la rama rota se venga.

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f Dewr ya tenía los tatuajes en la clavícula cuando alzaba aquella piedra que iba destinada a buscarle la muerte a uno de los dos. Alobo apareció en su mente, como un destello que provocó la contracción de sus pupilas. El corazón le latía despacio. Por eso el sonido llegó distorsionado a sus oídos. Los rayos parecieron tronar más lento. La respiración se acompasó con el rayo. La piel se erizó, y sus ojos se clavaron en Dewr. Surta le había apretado con fuerza, y mirado al suelo. -No podemos hacer nada por salvarla. Alobo creyó en los niños de la oscuridad. Y no podían hacer nada por salvarla. La guerra había inundado las venas de Dewr. Un conflicto viejo, un conflicto muy viejo que había pillado a dos generaciones en medio, y ni siquiera alguien como Alobo podía salvarlos. Pero ella lo intentaría de todos modos. Igual que los rayos partían el cielo, pero no podían romperlo, igual Alobo acabaría comprendiéndolo. El destello acabó anegando los ojos de Dewr que, ciego de ira, sintió el fuego eléctrico en la piel y lamiéndole el alma. -Hay algo especial en la gente a la que los rayos le atacaron un ojo. »Te aseguro que ninguno de esos rayos sobrevivió al encuentro.

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f Ésmirna se había pintado las uñas de la mano derecha precisamente esa misma mañana. Casi como si las cosas llegaran sin avisar. Como si la muerte no llamara a tu muerta, diciendo "eh, hola, vas a morir ya". Abrió los ojos, lentamente, y Ésmirna se dio cuenta de que había muerto. Como una verdad, simple y llana, que llevas en un possit en la frente. Pero habían hecho el círculo, y eso lo había impedido. Ésmirna se dejó caer de la pared hasta el suelo. Luego, se dio la vuelta y examinó muy de cerca el dibujo, hecho con tiza, pero que no se borró cuando le pasó la mano por encima. Claro, el círculo no podía borrarse. Si no, Ésmirna se borraría con la misma facilidad. Ésmirna se llevó la mano a los aros de la oreja, su recién estrenado tic. La melena corta le tapó la visión un momento. Ésmirna no recordaba aquellas montañas. De todas formas, tampoco tenía frío. Podía dedicarse a explorarlas. Salió de la cabaña, andando despacio. Fuera había un niño. Estaba jugando con un palo en el aire, pero lo bajó en cuanto la vio salir. -Nunca hace nada, pero te ha ayudado. -dijo el niño. -¿Quién? El niño se encogió vagamente de hombros. Le estaba mirando las alas. Ésmirne sonrió, incómoda, y las plegó cuanto pudo sobre su espalda. -¿Cómo puedo encontrarle? -preguntó suavemente. El niño dibujó un círculo casi completo con los ojos, recorriendo todo su campo visual. Como si fuera un actor tan cansado de sobreactuar que no puede evitarlo. -No te preocupes. Werner te necesitará, entonces te encontrará él. La vieja Ésmirne dentro de ella pugnó por asentir complacientemente. Pero aquella nueva creación que se había pintado las uñas no. -No, chaval. -dijo ella. -No le ayudaré cuando me necesite porque no le debo nada. Y quiero decírselo cuanto antes. ¿Dónde puedo encontrarlo? El niño pareció encogerse. Como si hubiera habido algún cambio, en sus alas, en su piel, en su gesto. Todo estaba exactamente igual. El aire cortante de la cumbre soplaba. Pero Ésmirne era profundamente diferente. -No lo sé. Y para cuando lo encuentres será muy difícil detenerlo. Ésmirne se indignó, dentro de sí. Como si ella no hubiera sobrevivido a lo difícil. Estuvo en Termópilas. Estuvo en Tera. Estuvo en Estabia. Estuvo en Lepanto. Estuvo en Normandía. Y en todos esos sitios, las cosas se pusieron no negras, tempestáticas. Y salió. Lo difícil era, ya aunque fuera solo por costumbre, su hábitat. -Por suerte soy la mayor experta en demostrarle al mundo que se equivoca. -escupió con desprecio. 459


La guerra de magenta "...Mueren sin saber de su magia concedida sin pedirlo mucho tiempo antes de nacer" El tirón del pelo aproximó sus labios a la superficie, y la rozaron, con mimo. Pero no llegaron. Le hundió la cabeza de nuevo, y ella sintió el pelo ardiendo de frío al rozarle la mejilla. Ya no importaba que al final estuviese tan frío. Una pena de verdad. Los puños le echaron hacia atrás, y como no podía acercarse, miró el tanque dispuesto a reventarlo y hacer olas con los ojos. - ¡¡Magenta!! -aulló él, realmente fuerte. La forma del tanque no se movía. El tipo que le acababa de partir el labio aún tenía el brazo en el tanque, en la cabeza de magenta. -¿Está muerta? -susurró. Hilos de sangre salían de sus talones casi rotos por las cadenas. -No, no creo que aún lo esté. Tampoco creo que te oiga. Entonces él le atacó con violencia, aprovechó que cayó para correr, trepar hasta el tanque y coger la fina barbilla de magenta. No pasó como debería, no boqueó, no estaba tan viva para hacerlo. Pero el último hálito no tuvo agua, sino aire. Eso la salvó. Él lo vio, sus ojos vieron la forma de resplandecer de su cuerpo. No con un color. Después de todo se trataba de un sentido distinto. Él también respiró, entre dientes. Tiró como pudo de magenta y colocó su brazo por fuera del tanque. Ella estaba desnuda. Él procuró no hacerle daño. Sacó suficiente de su cuerpo fuera para que permaneciera a flote. Oyó detrás de él los movimientos. Se estaba incorporando. En el tanque la guerra de magenta seguía viva. Con una mano deshizo los últimos nudos del pelo de magenta que se le habían hecho en la otra. Como magenta no estaba en condiciones de hacerlo él mismo se pasó el flequillo de un lado al otro. -Empieza el show -susurró, y cerró el puño.

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f

De las espinas surgirán los más fuertes. Que se asentarán sobre ellas hasta que llegue un momento en que no se distingan de ellas. Como caracoles, con el hogar fundido a la espalda. Las espinas, parte de ellos, serán la coraza. Pero tener coraza implica que tampoco pueden tocarte. Carin ya había oído hablar de ellos cuando era niña. Mucho antes de verlos aquel día. Con las espinas rodeándoles los cuerpos, su muralla y su cerco. Llevaban una marcha no demasiado rápida, pero inexorable. Al noreste. Ninguno sabía decir por qué, iban al noreste. Tal vez tampoco el conocimiento podía tocarles. Puede que las espinas les aislaran en ese estado para siempre. A ella no le parecieron los más fuertes que profetizaban. Le parecieron pequeños. Al día siguiente Carin se preguntó algo por primera vez en su vida. La curiosidad es inherente al ser humano, pero Carin nunca había sentido aquella clase de curiosidad, intensa, no vaga y aburrida. ¿Podían salir de las espinas? Como si pudieran deshacerse de sus partes. Como si meterse ahí por algo automáticamente te hacía capaz de salir.

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f No se puede hacer de todo algo memorable, Peet. Probablemente fue la única advertencia en todo el mundo que sus padres no dijeron, lástima que fuera la del error garrafal. Escribir épica, poemas solo para las chicas que se habían ido. Colorear la vajilla, hacer la primera casa 100% monocromática. Gafas para medida preventiva. El caramelo entre los dientes o tocar la flauta con un afinador. Teñirse el pelo de su color natural. Escribir a pilot o a Segoe, 11,5. Firmar en la ventana con vaho del tren porque ¿qué obra va a firmar si no? ¿Mejor que haber sobrevivido a ellos? Convencerse de que la llamada de la selva alimenta suficiente para vivir de sueños endebles (tener un corazón no apto para los grandes). Firmar el tratado de tu derrota con letras capitales, Segoe 11,5, como Supertrampa. Dedicársela a papá y mamá.

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f Arreglaron el tejado ayer, entre ellos dos, entonces vino un genio y se estrelló en su cima. Le bajaron con correas, estaba bastante hecho polvo. Se zarandeaba, era muy cómico. Una de sus zapatillas incluso se había desintegrado. -Mayú, quédate con él mientras llamamos a la policía. -me dijeron. Dejé de estudiar y bajé las escaleras. La verdad es que sí era cómico. Le desenredaron de las cuerdas y las poleas y le dejaron en la camilla. Entonces no tenía importancia si moría del frío esperando la ambulancia. De hecho solucionaba varios problemas. Estaba mirando cómo desmontaban las cuerdas cuando sentí el tirón. Parecía poco maltrecho para la forma en que había dejado el tejado. Su tráquea sí estaba un poco magullada, de momento le bastaba para respirar, aunque no para hablar. El único ojo profundamente azul, hielo, que podía abrir, me miraba. Sabía que quería lo que tenía yo, un tejado arreglado hasta hacía tres horas y media, una familia de siete en una casa de tres plantas, labios en la frente si hay fiebre, un cuento a media noche si lo pedía. Aún era obligación legal que lo preguntara, incluso con los genios, así que oí una voz: -¿Viene alguien? -Yo -levanté la barbilla, lo que no decían era que se trataba de Mayú, la del miocardio.

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f Letet, como buena tránsfuga de la realidad, interpuso el báculo entre ella y el lobo. El lobo la miró, rechinando los dientes. La suya era una buena estratagema. O bien le mataba porque él quería, o bien le mataba porque el lobo solo tenía instinto homicida. En cualquiera de los casos era engendro muerto y a él le parecía bien. Problema: a Lestet no. Y Lestet, aparte de primera transformista por naturaleza, era una experta tránsfuga de la realidad. Dicho de otra manera, interpuso el báculo para defenderse y no atacar. Aquello básicamente equivalía a poner la otra mejilla hasta que no quedaran dientes que pudieran partirte. El lobo aulló y en lo que aulló el lobo gritó él que espabilara y pusiera punto final después de los siete puntos suspensivos que era su historia. Mordió. El báculo se partió. Los poderes más fuertes de Letet se dispersaron. La última oportunidad se fue por el sumidero. El lobo mordió contra unas venas que no tenían parapeto, solo dos, los poderes y la transfugacidad. Lestet demostró cuán experta era, haciéndose mariposa. El lobo entreabrió las fauces para masticarla, la mariposa se escabulló y aleteó plácidamente, convencida de que una frase concatenada con ocho puntos suspensivos no acabaría cayendo encima de todos.

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Pi Antaño pasaba las noches en la calle, l a s u ñ a s p i n t a d a s, deseando pasárselo bien con el walkman de cinturón y el casette lleno de celofán. Los locales cerraron, uno a uno, pero ella al principio no lo sabía y aporreaba las puertas de acero, l o s d e d o s s o m b r í o s, contra la pintura negra recién puesta de CERRADO - NO VUELVAN MÁS. Ella aprendió a leer más tarde, y siempre leía "lo sentimos", "lo sentimos", "lo sentimos", pulgaresenguerra porque no vendían las chinchetas que usaban. Las cosas se fueron a la mierda, empezando porque las noches cambiaron de horario y significado, siguiendo porque le cambió la rutina, uñasdescascarilladas y ejercía como la única tan flaca que decían que por eso le pesaban los músculos del mero hecho de tener tendencia a la sonrisa, y que tenía el récord de haber pasado de los veintitrés sin ninguna bala. Que de hecho apartaba a los demás de las balas, u ñ a s r o t a s c r u z a d a s, como una ecuación cuya solución o no se conoce o no tiene límite.

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Sobre la luz que se entrevé Decía que a menudo sentía que la luz no calentaba justo en el punto donde la piel echaba en falta su presencia. Su figura tomando la fotografía de forma que también fuera parte. Decía que un experto notaría su silueta al palpar, la piel hendida en los puntos que se habían acomodado a ella. Sobre la luz que se entrevé . entre sus contornos, y no viceversa. La protagonista era ella. Quien hacía de él una novela con aspiraciones de tragedia. Decía que podía notar con exactitud dónde la luz se había rebelado a la física para siempre, y le había dejado frío, frío y marcado. Y el frío es de las cosas que no nos abandona nunca una vez se instaura, como una polilla hambrienta, como una fiebre con sed. Y él no sabía cómo no ser devorado por una silueta. Allá donde la epidermis se hundía porque la echaba de menos, y la dermis solo intentaba sentirla un poco más.

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-Pero y el demonio, ¿ha intentado hacerse con él? -Vaya que si lo ha intentado. Los dos pares de ojos y el par mudo se dirigieron todos hacia el tanque. Se llamaba Libertad y era un himno. Lo era, porque sus letras corrían por los labios de una o dos generaciones. Vaya que si lo había intentando, y aun así la única constante de todas las letras que la hacían himno era salir derrotada. Con heridas, cicatrices, magulladuras, escaras y vendas salía del fondo del mar hasta distinguirse como una ola de espuma espléndida sin ahogarse en la marejada. Aunque estaba apresada como un juguete para el hijo del más rico. Libertad había salido magullada de mil escaramuzas y todavía se la recordaba de cuando en cuando, después de todo, señores, trátenla con cuidado, es lo que nos mantuvo con vida. Ella cada vez salía más herida, pero más sabia, un pez jamás cae en un anzuelo por segunda vez, ¿no lo sabías? Nunca ganó pero nunca nadie pudo echarle a ella la culpa, a ella, que se abrazaba a la roca con el único contacto de las yemas de sus dedos mojados de sal y sangre. Y seguía como Atalanta, como un salmón: precaria y a contracorriente. Si aumentas cada vez que caes ¿estás seguro de que sabes dónde está el suelo?

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f -Vamos, Melle. Melle se pasó la mano por la cabeza y no tuvo muy claro en qué época de su vida estaba. Aquel puente le trasladaba a ambas. Sintió clavarse los dedos en su vértebra como antes. -Camina, Melle. Melle extendió los brazos. Nunca había podido mantener el equilibrio. Se cayó tantas veces que se hizo amigo de todas las especies de sanguijuelas, pirañas, rallas y sardinas que había bajo la espantosa agua estancada de mar sobre la que flotaba el puente. Melle le tenía fobia. A aquel sitio, a su padre, al condicionamiento allí hasta que le tomaron por inútil y le desecharon, y también a esa agua asquerosa que le había tocado los pulmones desde dentro tantas veces que en secreto estaba convencido de que habían adquirido algo de aquel color. Melle era incapaz de afrontar esa pasarela imposible, flotante tímidamente. Sintió el viejo musgo entre los dedos. Hasta hacía pocos años en aquel punto exacto aún eran visibles las marcas de sus dedos. Melle soltó un alarido, estiró los brazos hasta que le crujieron las clavículas, y echó a correr como si pudiese flotar como aquella madera hasta que llegó al otro lado, empapado en sudor, pero no en agua. -Lo conseguí -susurró, temblando; entonces se dio cuenta de quién era la persona ovillada en sangre y agua que había a sus pies.

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Tenemos las respuestas que no saben que están buscando Tres, dos, ún. Los elefantes se extinguen por décadas y las lunas se suceden cada vez por uno más pequeño. Solo que para un par de personas son más perceptivas a esto que a la sucesión de los días. En la cueva marina no tenían nada mejor que hacer. Asaban un pez cuando alguno salía a curiosear. La luna seguía su reducción en la niebla. De hecho cada vez había más niebla. Algunos sospechaban que se debía a la transformación de la luna realmente. Llevaba las flores lunares en el pelo al saltar. Las llamaba así, al menos, porque se reducían igual. Paso a paso, día tras día. Se reducían. Ella lo inventó. Hasta que solo quedaban tallos y cada vez era más difícil encontrar uno que siguiera entero. Como el mapa del mundo, horadado en las esquinas, restando nanómetros del folio hasta que el mundo quedara reducido como lo hacía. Él dejó a un lado el cuchillo y apoyó el pie sobre la esquina de la barca para que no se moviera. Sacó el rollo de tela de la cintura del pantalón y lo desplegó en el suelo. El perro acercó el hocico. Él le apartó el morro. -No puedes acercarte, chaval. Esto me lo dio mi madre. Saltaba… Y bailaba… ¿Te he contado cómo saltaba? -él miró los tallos de nuevo. -Seguro que sí, pero con esa memoria que tienes. Rozó el tallo de la derecha. Recordaba que su madre solo usaba tallos hasta que se gastaban. Luego los tiraba, en la cúspide de un salto. Si no había tirado aquel era porque había muerto antes. El perro arrugó las orejas. Él recogió el cuchillo, cerró el rollo de tela de una patada y lo enarboló en el aire. Por suerte no era un enjambre, sino solo un insecto. Saltó hacia un lado y se aseguró de cortarlo por la mitad. Cuando el bicho cayó muerto lo apartó de una patada del rollo. El perro se aseguró de empujarlo con el hocico hasta dejarlo caer por la borda. La barca se bamboleó, otra vez, él apretó la tela contra el pecho. Cuando el vaivén se detuvo se dejó caer sentado, con un suspiro. El perro le apoyó la barbilla sobre su rodilla. Él le dio con el rollo suavemente. -Esto es lo más importante que tenemos, ¿entiendes? Si queremos testimoniar lo que está pasando tenemos que guardar por lo que vivió mamá. El perro suspiró. Él también. -Mamá era difícil, chaval. Bueno, venga. El perro abrió los ojos y de sus orbes emanó una luz tan fuerte que alcanzaba a iluminar la parte más alta de la cueva. Él miró alrededor, asintió consigo mismo y remó suavemente. No recordaba mucho de fuera de la caverna. Pero sabía que era el único sitio que le interesaba, porque era el único sitio en el que, quizás, habría tallos, y quien pudiera estudiarlos. Mamá lo había sabido. Era la inventora o descubridora de algo grande. Que se la había llevado en el proceso. -Mamá era difícil. Si no no habría podido saltar de aquella manera en que lo hacía. -se

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frot贸 las manos y cogi贸 los remos. El perro entrecerr贸 los ojos. La luz se atenu贸. -Si todo lo que sube baja las cosas sin fin se acaban.

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-Quema la grasa del pino. -Quema la grasa del pino. -¿Qué gras...? -¡Quémala AHORA! Cogió la yesca y la frotó con fuerza. Consiguió una pequeña chispa, eléctrica exactamente. Se contuvo el gesto espontáneo de volverse hacia el maestro porque oyó el entrechocar de los metales. -¡Este no es! -puso mucho cuidado en colocar las palabras de aquella manera porque significaban que sí, lo era. El maestro le miró, intentando parecer impertérrita. -Te he dado una orden -aulló, y atacó de nuevo a su adversario. Él sabía que allí estaba la gema, pero en lugar de cogerla y huir se dio la vuelta, colocó ambas manos y sopló. El humo magenta se elevó en el aire, hasta estancarse justamente sobre los ojos. Él palpó en el aire, cogió el brazo del maestro y tiró de ella. El maestro cogió la gema del tronco y echó a correr. -¿Te olvidaste los códigos, aprendiz estúpido? -rugió en cuanto estuvieron lo bastante lejos. -No. 'Quema la grasa' es 'actúa solo' y eso es lo que he hecho. Los códigos sirven solo cuando uno no está dispuesto a reinventarlos. -Prohíben que me toques. -Quieren que te abandone. -puso los ojos en blanco. Ella sopló, hacia atrás, reavivando con facilidad la nube solo que tiñéndola de cian. -Quieren lo absurdo. Es como dejarme salir a coger flores y prohibirme toparme con la primavera. Qué bonito. Demasiado para ser algo entre los magos, aunque comenzara a cambiar a su propio maestro, demasiado para ser algo entre ellos. A menos que los reinventara a todos.

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f Zomas miró la larga senda que tenía por delante, y volvió a sorprenderse de no estar nervioso. Sus hermanos le tenían por un hipocondríaco y un manojo de nervios patológico, y él nunca se lo había custionado. Hasta aquel momento siempre habían acertado. Palpó la carga de la mochila y luego dio un par de pasos hacia la senda. Las farolas se apagaron. No fue al unísono. Una tras otra, en paralelo a ambos lado de la calle, sus luces se deshicieron como una infección concatenada. Zomas sacó la linterna que llevaba, como un anillo, y orientó el haz de luz hacia la calle, negra como se decía que debían ser los demonios. Ninguno de sus hermanos le había tenido nunca por cobarde, y en cambio en aquel momento estaba totalmente muerto de miedo. -¿Hay alguien? -gritó Zomas. Se llevó la mano a la sien, pero estaba ya bastante seguro de antemano de que unos pocos metros delante había alguien huyendo de él. Zomas alzó la mano e introdujo tanto aire en el pulmón derecho como eran capaces de abrirse las costillas. Su mano izquierda se incendió, mientras el calor hacíaque las puntas del pelo de Zomas se irguieran. -¡Para! -gritó. -¡Estoy buscando algo! En ese momento Zomas sintió en un riñón una descarga, con suavidad, justo antes de que el remolino se internara en todos sus miembros. Zomas cayó de rodillas al suelo. Y ni un quejido. -¡Este chico se incendia! -dijo una voz demasiado aguda aún para sonar tan adulta. -Aléjate. -dijo la sombra que había huido de él. Los dos se volieron alrededor, hacia las luces apagadas. -¿Le tienen alergia? -murmuró la chica. Los dos se dieron cuenta al mismo tiempo de que seguían viendo al margen de la linterna del dedo pulgar de Zomas. Bajaron los ojos hacia Zomas, que poco a poco comenzaba a iluminarse, demostrando dóne estaba toda la luz que había arrancado a las farolas. -Bus... co... algo... -resolló Zomas, dolorido. -Va a explotar -advirtió el chico alarmado. La niña le apoyó la mano en los labios y la nariz con firmeza, y el resplandor disminuyó un poco. -No, ¿ves? Es como los pajaritos, tiene truco. -la chica se volvió hacia él y le sonrió. -Nosotros también. Linternita, nos vas a ayudar a encontrarlo.

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El poder de las cosas dormidas. La criatura aprendió castellano. Tan vieja que la corteza de todos los árboles del mundo, comunicados a través de sus raíces y el subsuelo, había adoptado su patrón y su color. Eso hizo a los hijos de Tamriel imposibles de encontrar y crípticos, como hacía nuestra mamá. Porque esas eran todas las opciones de supervivencia. El bosque no era casa, era coto de caza. El cielo había dejado de ser el refugio y un tarro de estrellas. Las luciérnagas, desahuciadas, re-descubrieron que podían volar. Con el poder titilante de las cosas dormidas, la inmortalidad de los rayos de luz. Y todo a donde querían volar era a casa.

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f En el cristal se refleja media cara, de su cartel de "se busca", normalmente los atrifaces cubren menos pero ella está segura de que los rasgos de una persona caben en media cara. La tristeza de una persona cabe en su pómulo, ligeramente arqueado y mojado. Las olas de una persona caben solo en sus ojos mientras seguían con vida y en sus cuerdas vocales, mientras puedan pronunciarlas. Las mayores olas arrasan, desde dentro, con embistes, violencia y pasión, la terrible forma de actuar de las destrucciones en esta vida. A los pájaros no pueden aferrarlos las olas. Y luego está la propiedad transitiva del agua. Si te toca te mojas. Si te mojas te ahogas. Porque en cuanto lo hace no tienes voz en la que quepa la descripción de la marejada, y si no hay marejada a quién se le va a ocurrir arrojarte el salvavidas. Salvarte la vida. Y poco a poco lo que queda de ti es un hueco en el cristal, en el que falta media cara, con un cartel de "se busca" sin posibilidad de número de teléfono de rescate.

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f Había un camino sombrío y otro de fuego. Queda claro que no son exactamente opuestos: cada uno ofrecía su propia ventaja y llevaba por sus propios métodos. Eran dos destinos, pero en una encrucijada eso es lo de menos. ¿Quién decide qué camino coger solo porque el destino es mejor? ¡Nadie! La sesera no está hecha para eso. El anciano hablaba como si tuviera cinco años y creciera demasiado rápido, o como si se hubiera tomado algo que estimulara su imaginación. Que estimulara en general. Estaba en mitad del camino de fuego y el sombrío, más cerca del primero. Y se debatía en la duda. ¿Rojo o verde, dragones o ranas? ¿Más árboles o un poquito menos? ¿Levante o poniente? ¿Izquierda o derecha? ¿Y cuál es izquierda y cuál es derecha? El anciano había probablemente envejecido allí, y cuando llegó los árboles eran más en el otro lado y una parte de su cerebro aún pretendía explicarse en qué momento el parpadeo había sido tan largo para que todo gcambiara de aquella manera. Y el anciano tenía los ojos abiertos como una lechuza, y las pupilas ligeramente dilatadas. Llegó ella por el mismo camino que él y ni se paró un jodido instante, echó a andar hacia fuego, hacia derecha, hacia poniente, hacia unos poquitos menos árboles. El anciano rió. La chica le sonrió. Ah, que aquí hay gente que no leyó entre líneas. Traduzco: "¿Cómo lo has hecho?" "No sabía a dónde ir." "Pero fuiste". "Quieta no llegaré a ninguna parte". El niño de cinco años que hablaba como si creciera demasiado rápido se dirigió hacia sombrío, hacia levante, hacia más árboles, hacia izquierda, y, ¿por qué no?, de cuando en cuando daba un salto o una palmada, de alegría, que sonaban como su risa.

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Espíritu de volcán Etna, como una flor extinta, bailaba a menudo en la sombra de los arces. Bailaba, pero movida por la brisa más suave perceptible que apenas alivia un poco el ambiente de verano o que ni enfría más en invierno. También había un mito para Etna, pero se olvidó temprano, especialmente con toda la gente que mató. Etna no era una diosa ni la hija de unos. ¿Cómo iba a tener fuerza para evitar su tragedia o, lo que es peor, por qué demonios iba a querer? No tengo ni idea de de quién era hija, y ella pretendía que no le daba importancia. Etna era bastante habitual en cada pequeña cosa que la hacía y eso la volvía un conjunto raro. De las cosas raras no puede esperarse impetuosidad. Están demasiado ocupadas manteniendo unidas todas esas cosas diversas que forman parte de ellas. Etna amó con todo lo que puede un alma hasta hacerse añicos, que se los hizo, durante y después. Etna creyó con toda la fe que mantiene a los trémulos a flote a borde del ahogamiento. Luego los dioses demostraron que no tienen que ser honrados. Un perro se reiría de la plegaría de la hormiga. Y creo que luego se la comería. Etna y muchos otros no fueron arrancados del hormiguero, por los pelos, pero muchas hormigas sí. Estas hormigas jamás se confundieron con los nuevos hijos de los dioses que hicieron solamente por amor a hacer el amor. Luego Etna demostró que sus partes eran voluptuosas. Etna bailó. Crecía. Un milímetro al día, los cálculos modernos dicen que no más. 3 centímetros y medio al año no son visibles. Hasta que Etna fue el volcán que mató a millares de hijos. Etna quería carbonizar el Olimpo cuando no quedasen hijos y, en pasos de milímetro a milímetro, ¿quién podría pararla? Como una flor extinta, bailaba a menudo en la sombra de los arces. Bailaba, pero movida por la brisa más suave perceptible.

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uecordia Y qué frío hacía y cómo echaba de menos el picor de su barba. Sujetarla con las manos. Mesarla de vez en cuando. Besarla de vez en cuando, con todos los sueños en espiral que eran hasta visibles sobre su cabeza. Todas las circunstancias en contra. Amanecía. Y querían los dos más, querían y tenían mucho más y sin embargo ya no había nada que pudieran hacer. Habían perdido. Derrota en latín se decía repulsa. Habían caído en un charco de repulsa y derrota. Por eso no llevaba barba ni amanecía nunca más a las nueve y tres en punto como aquella vez, reloj en mano, besarla, la barba picaba, nunca más amaneció a aquella hora y nunca dejó de comprobarlo por si aparecía la casualidad de la mano de aquel frío y le decían de echarse unas copas, brindar por la barba y echarse unas flores al coleto por ella. Por si aparecía por casualidad ella de la mano de su espiral de sueños y en su lugar llevaba un sombrero de la barba él a la cabeza. ¿Borracho? Un rato, era la única manera de esperarla comprobando con alivio que nunca a las nueve y tres en punto exactamente. Nunca.

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rara auis -Retrocede. -¿O qué? -dijo, divertida, pero retrocedió -, ¿me tirarás? -No -resopló, y sus pausas eran tan predecibles y con tal resoplido que Raravís se rió -, te arrojaré. Me aseguraré de que llegues al suelo con la cabeza. Levanté la cara del suelo y vi a Raravís recuperar unos centímetros las alas. Crecieron. Ella clavó los pies en el suelo y agarró las puntas de las alas con los dedos. Las puntas de las alas volvían a llegarle hasta los dedos. Sentí el esfuerzo de las mías por recuperarse. El sol estaba nublado. Con nuestras alas cegadas no podría remontar. -Déjala -le grité, pero él fingió que no me oía, -¡ya no somos pájaros! Raravís dio un último paso hacia atrás. Él quiso empujarla. -Oh, claro que sí -dijo con una nota rara en la voz. Saltó hacia las nubes del sol con la elegancia de los vuelos en picado y los que se condenan a muerte.

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f Trasgo abrió los ojos en mitad de la tormenta. Sus pupilas eran esferas luminosas y sus iris se retorcieron en sus cuencas en busca desesperada de oxígeno. Una burbuja ascendió ante sus ojos. La cogió con dos dedos y se la lanzó a la boca con desesperación, y tragó. Ignoraba cómo, pero su organismo cogió el oxígeno por separado del agua estancada del lago. Respiró. Luego, Trasgo movió la mirada en búsqueda de presas. Recordó distraídamente que había hecho un pacto con el ángel. A partir de ahora, niña buena, a la cama con el pijamita puesto cuando se pone el sol. A ella le daba igual. No tenía bandera y los agujeros no se iban a cerrar siendo un troll. Ni Trasgo, atada de pies y manos y asustada de los duros golpes del ángel, ni el ángel que quería una victoria para el bando de los buenos por una vez, por una vez en la jodida historia universal, se dieron cuenta de que el pacto era para ellos. A los enemigos de Trasgo se la traía al pairo. Y ahora estaba metida en la mierda. Literalmente. El agua que había tragado sabía a metal. Trasgo apoyó las manos sobre la superficie del lago y se topó con el hielo grueso que se esperaba en aquella época del año. Intentó usar las manos, sus brazos de bailarina y los ojos se le ahogaron de lágrimas de dolor de las heridas abiertas de las cuerdas del ángel, o lo habrían hecho de no haber estado ya metidos en agua. Llega un momento en el que no importa el diámetro del agujero sino cuántos hubo antes que él. Trasgo solo tenía una opción, seguir nadando, y tal vez llegara a un puente bajo el que poder habitar.

El viejo dicho: troll en el agua, Trasgo sobre el puente.

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f Óberon y Damagio corrían con las flechas golpeando rítmicamente la aljaba. Era el ritmo de la magia. Damagio detuvo a Óberon con violencia. Óberon trató de recobrar el aire. El príncipe de las hadas miró un instante a la criatura que iba a reinar sobre lo mágico. Damagio se recuperaba poco a poco de la carrera. Movía los dedos. Óberon dejó caer las armas y observó cómo se levantaban las plantas al ritmo del tamborileo de Damagio. Pequeños hilos de viento volaban alrededor de esos dedos, que querían hacer magia. Nunca le había interesado que hacer magia estuviera prohibido para él, y era la última vez que lo hacía. Damagio disparó. La bola de fuego revoloteó, se erizó, se rizó en el aire y aceleró, desmedida, hasta romperse contra la espalda del fugitivo, con un rugido. Damagio se encogió, desfallecido. Óberon cargó una flecha y se acercó con cuidado al bulto. -Vas a ser el mejor mago, Damagio. -dijo Óberon relajando el arco. -Sois reyes. No podéis jugar con lo que gobiernen otros. Óberon le tendió la mano. Alberich la apartó de un golpe violento y se apoyó sobre los brazos, de rodillas, sintiendo un dolor tan intenso que el puñetero príncipe de la magia no debería ser capaz de hacer. No debería saber hacer cosquillas con eso y ahí estaba Damagio, con sus ojos glaucos dilatados, pendidos de Óberon. Siempre brillantes pendientes de Óberon. Damagio gritó con alarma cuando Alberich aulló y se levantó para lanzarse contra Óberon. Pero no iba contra Óberon. Aquella criatura que compartía el alma de Óberon se abatió contra Damagio. Las recentísimas heridas de la magia le hicieron aullar y caer derribado por Alberich. Óberon no dudó mientras oía cómo Damagio lloraba bajo los golpes de Alberich. Cargó la flecha y sopló sobre la cuerda tensa, con cuidado. Óberon se vistió de luto y no volvió más que a hacer pequeñas chispitas de magia, aprendida a escondidas. La flecha se hundió en la espalda de su hermano gemelo y quedó retenida en el aire un momento antes de caer. Alberich salió despedido y se estrelló contra un tronco antes de caer al suelo, e intentar levantarse. Alberich alzó los ojos, humedecidos. Óberon tenía el arco casi preparado, mientras, arrodillado, ayudaba a Damagio a ponerse en pie y le secaba las lágrimas con los labios y las yemas de los dedos, con una sonrisa calma y los ojos llorando por su hermano. Damagio, apoyado sobre el hombro de Óberon para mantenerse en pie, miraba el suelo, asustado. Se intentaba refugiar tras Óberon y su arco preparado. Óberon afrontaba a su hermano con los ojos chispeantes de rabia. Sentía el temblor atemorizado de Damagio sobre su hombro, débil, magullado y sobre todo triste y espantado.

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Por eso cargó una nueva flecha mágica contra aquel rostro gemelo que le miraba, levantándose. La noche anterior había soñado que Alberich intentaría destruirles, a los dos. Enfermo de odio y celos, no sabía bien si por Damagio o por él mismo. En el sueño Óberon sabía exactamente lo que decir. -No quiero el reino. Quiero a Damagio. -dijo sin pensar, tan solo sintiendo. Damagio estrechó su hombro por instinto. Los ojos de Alberich se inundaron de lágrimas inmediatamente. -Un día nos alzaremos. -murmuró. -Y no os quedará otra que caer derribados.

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401 tiros con la lengua entre los dientes.

-Tienes las medias rotas -y sonrió, con la lengua entre los huecos de sus dientes mal diseñados. -Es una carrera, paleto. Él sonrió más ampliamente. Ella las miró. Eran las medias de fiesta más desgastadas que tenía. Ah. y ninguna había pisado nunca una fiesta. Ni ella ni las medias. -¿Te vas a suicidar de esa guisa? Ella movió el arma hacia él con la naturalidad de quien gesticula con una mano de tres kilos de peso y de hierro forjado. -¿A mí qué me puto importa, tío? -Yo qué sé, tía. -se encogió de hombros, muy falsamente, casi parecía que en realidad estaba estirando los hombros. -Las tías sois muy raras. Ella entrecerró un solo ojo y le miró. Justo la luz de la farola le daba en la cara, de modo que apretó más el ojo entreabierto e intentó enfocar sus facciones difuminadas. Tampoco esta vez tuvo mucho éxito. Suspiró rápidamente, como si aquello fuera una prórroga innecesaria, y se cambió el revólver de mano. -Estás volviendo a hablar sola. -No es verdad. Él soltó un silbido. -Joder que no. -Bueno, y me importa una mierda si lo estoy. -tenía una voz naturalmente dulce, y las ondas del pelo resbalaron hacia delante, haciéndola parecer aún más dulce. - Ya sospechan que estoy loca. Y lo hacen por tu culpa he de decirte. -Coño, pues deja de hablar. Eres una bocazas. -Tú eres un puto pesado. Si no te mandara a la mierda me habrías vuelto loca. -Ya lo he hecho. -Pues eso. Él volvió a apoyar la lengua entre los huecos de sus dientes, con mucha fuerza y su sonrisa cómica, de hecho era probable que él mismo hubiera aumentado aquel hueco a propósito a base de presionar con la lengua. Adivinó que ella estaba pensando en él. -No. -¿No? -No. -O sea que yo me mato para deshacerme de ti y tú te vas a joder a otro. -se quejó ella. 482


Pues de puta madre. ¿Y si..? -No. -¿En la boca tampoco? -Pero a ver -se desesperó-, ya sé que tratar fantasmas no es lo tuyo, pero que no, coño, que no me muero si me disparas, estrangulas o lo que sea. Ni los 401 tiros que estabas pensando. A lo mejor hasta me duele, un poco, no mucho, no creas, como un par de pellizcos fuertes. -Ajá. Eso jode. -Pero no mata. -Claro que no. Bueno, empezaba a tener frío así que había que ir acabando. Apoyó la mano en el cañón de la pistola para calentar un poco el metal. Echó la cabeza hacia atrás, tan bruscamente que estuvo cerca de rompérselo, pero no hubo suerte, y miró al tío caballo. Le intuía unas orejas de caballo y desde luego la forma de sus dientes tenía parecido. -Eh, tío caballo -le llamó. Él había empezado a fingir que fumaba con el vaho y pareció francamente molesto. -¿Pero no te has matado aún? -tiró el ficticio cigarrillo al suelo, lo pisó con la punta del pie y la miró expectante. -¿Un beso? -¿Por? No me aguantas. -Ya lo sé, coño. Curiosidad. Por tus dientes. Entonces él empezó a reírse, con esas carcajadas silenciosas que tenía, y se palmeó las piernas. -¡La curiosidad mata! -Gilipollas, a mí me matas tú, la curiosidad me está manteniendo con vida. ¿Te importa cumplir? Él se arrodilló para besarla, ella todavía cabeza abajo para mirarle a contra luz de la farola, y se acercó el revólver a la barbilla y disparó.

483


.

InĂŠditas .

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cosas de la vida en tono celeste azul. Los monstruos aparecieron con un instrumento bajo el brazo. Cloroformo llevaba una trompeta; la pandereta era de Pizpireta; la armónica más empolvada que uno habría podido tocar sin que se disolviera la llevaba Síncope bajo el brazo. Había pasado la hora de gritar cuando salieron a la calle. Y como nadie les había dicho, olvidaron el cuero. Se llevaron las máscaras. Las gigantescas capuchas de colores vibrantes que solo daban miedo cuando se mezclaban con la oscuridad. Bajo las farolas se les veían los defectos de años de polvo y se les quitaba el hechizo de pelos de punta. Al salir junto al carrusel los monstruos se aseguraron de llevar bien puestos los trajes y empezaron a tocar, aunque ya había pasado la hora de gritar. Alguien les tiró una piedra que derribó a Neurón, pero los demás ni alteraron el compás cuya marcha llevaban los cascabeles atados en los pies de Síncope. Y los monstruos siguieron tocando. El primer niño que se acercó apenas sabía hablar y ningún padre chilló asustado cuando le vio acercarse a los monstruos, a la tintineante Síncope y su raro compás. Los cascabeles no dejaban de sonar ni cuando Síncope se agachó junto al infante y le miró tras la máscara. Y cuando no consiguió que el niño se fuera se quitó la monstruosa máscara púrpura. Le tendió su armónica y el niño hizo una nota extraña que ni Síncope habría podido repetir. Y se empezó a reír cogiendo la cajita con sus manos en las de Síncope mientras la música sonaba y el carrusel detrás no dejaba de girar en su baile. El niño se alejó de los monstruos con las manos llenas de algodón de azúcar y Síncope recuperó su máscara y se echó a tocar, siempre pateando el mismo compás. Los monstruos dejaron de tocar e hicieron reverencias y les llovió algún caramelo que los padres no pudieron evitar. Se fueron sin ruido mientras Cloroformo, Síncope y Pizpireta recogían a Neurón, y llovía y fallaba alguna que otra piedra.

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[Introducir aquí título de la entrada del blog] -No sabes cocinar. -Pero hago maquetas que da gusto. ¿No? -resopló. Davey dudó. Pasaba el peso de su cuerpo delgaducho de las puntas de los pies, como el bailarín que tenía que haber sido, a los talones. Él no lo hacía con impaciencia. Lo hacía porque, simplemente, estaba dispuesto a tener que salir corriendo. Y prefería tener los pies preparados porque nacer para correr no cambia el hecho de que la carrera no espera. -Ese es el problema, Sun. -dijo, muy suave. Con la suavidad con que se trata solo a las cosas que no parecían frágiles, pero, sorpresa, están a punto de romperse. -Tú piensas en formas que no entiendo y yo me muero por correr, por quemar, por comer, por ser espontáneo, que para mí es todo lo que es la vida. Sun había temido esos tonos desde que era pequeño. La seriedad de alguna gente justo antes de echar a reír, y aclarar: «es que ya no podemos más con esto, nos hace ser demasiado tristes». Y probablemente él no lo supiera, pero era, en el fondo, lo que amaba de Davey. La forma de reaccionar, de repente, de improviso. Solo que ahí le había pillado cuando aquello podía con él. -Sé rápido, por una vez, Sun. Davey sonó a derrumbamiento. Entonces la adrenalina le hizo reaccionar de un salto. Tiró al suelo el pastel, cogió en brazos a Davey como una niña pequeña cuando se reencuentra con papá, que viene del servicio militar. Primero le dio una bofetada y luego le besó con ímpetu, con fuego, con la tristeza del que cumple años en contra de lo que exigiría vivir. O debería. El problema que tenía el mesurable Sun era que, cuando se desataba, no sabía parar. Era, demasiado intensamente. Y confiar en que no haría falta replegar las llamas al consumido núcleo de una pequeña hoguera que desató el terrible incendio tiene demasiada magnitud. Pero Davey estaba listo para echar a correr y su especialidad era encontrar el camino a casa, siguiendo el humo que indica dónde está el fuego.

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Y eso que había olido otros vientos Un día chilló con tanta intensidad que se quedó para siempre atrapada en aquel daño. Siempre aquella sangre, siempre la misma ola, rizada, pero no tanto, el molusco abandonado junto al dedo gordo del pie izquierdo, el dolor sordo de uno de los oídos, la misma caída del telón perpendicular al miedo. Cícero estaba en la orilla con sus pensamientos y acababa de saber que tenía que dejarla, y no oyó aquel sonido áspero y sutil que embargó la inocencia del aire. Que quedó enjaulado, siempre en el mismo daño. ¿Nunca te has preguntado por qué el mar parece triste? Y eso que Cícero había visto otros vientos, otras tempestades. Y no vio el naufragio.

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f Me gustaría imaginarle llorando con las ganas acabadas en una pistola. -Sí, soy como los demonios. And all the devils are inside. Susurró tan suave. Rayé el disco al quitarle la aguja. Me miraban aquellos ojos quietos. Los labios de piedra repitieron bajos: -All humans are the devil. Me entraron ganas de llorar en sus ojos arrastrados, me quise morir con ellos. -Te has vuelto loca, pequeña hija de dios. -Me has vuelto loca. -Te he vuelto loca.

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f -Para no tener ni idea, eres buena, muchacha.

Recuperó su guitarra y arañó las cuerdas con la púa de metal que tenía un nombre impronunciable escrito en gaélico. Sonreía cuando lo hacía; era la única vez que se podía ver que sonreía. O quizá era que si no se le resbalaba la ceniza sobre las cuerdas de níquel. -Mi madre me enseñaba de noche, cuando no podía oírnos mi padre. -respondió. Agradeció el mechero que prendió su cigarro con un gesto adusto. -Pero no me enseñó de verdad. Solo me dejaba mirar. Murió, y entonces yo seguí haciendo lo mismo cada noche. Solo que tenía que tocar. Su frente estaba perlada de gotas de sudor; bajó la guitarra, se aseguró de que tenía la correa bien ajustada, y le mostró las cuerdas. Estaban oxidadas y desgastadas. -Ahora he tenido que hacerlo mejor, para sonar tan bien como ella, con estas cuerdas. Sonrió, pero solo porque estaba pensando en tocar. Fumaba mecánicamente mientras, y hacía lo mismo con todas las necesidades: no eran más que obstáculos breves y repetitivos. Por eso quiso darle un beso de repente, como un instinto o una necesidad que estalla de repente, acuciante, quería mancharse de aquel humo y aquella nicotina, y sentir la vibración de las cuerdas bajo su cintura. Se oyó su jadeo cuando vio que sonreía, por una segunda y nueva idea que tenía, que al parecer sabía igualmente bien. Se pasó la lengua por los labios, prometía.

f 489


Los primeros clavos en el mar eran casi imperceptibles, pero Elee los vio. Era imposible ver qué hacían allí. Puede que intentaran impedir el avance del mar. Sí, Elee casi pudo ver a los que lo habían hecho con la inocencia de los niños. Pero el mar siguió intentando engullirles. De hecho Elee había oído que en la capital -ahora había que ir ahí en barco- podía verse el mar por todos lados. Te giraras a donde te girases. Mar. Solo mar. ¿Por qué las cosas bonitas se vuelven monstruos?

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f

Es lo último que tenemos. La última esperanza de los animales. La última de los ángeles. El eslabón perdido de la guerra y la cordura, danzando en el límite de ellas dos. Haciendo temblar la vida. Con la pistola en modo ruleta rusa apuntándole a la boca. La Esperanza encarnada, y la vida es una puta humorista desquiciada, que la encarnó en una chica con más heridas que piel salida del manicomio de la mano de Chinchilla y Ride. Precisamente de dos que a duras podían mantener sus precarias piezas juntitas. Vaya una mierda de cartas.

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f -Fue exactamente aquí. -se tocó el nervio del corazón, que ascendía directamente por la clavícula. El chico se acercó para mirar más de cerca, porque aunque pareciera increíble era una especie de médico. Con demasiados conocimientos para ser un médico, hablando con precisión. -¿Ahí fue la punzada? -asintió. Los pendientes artesanales de su única oreja tintinearon con el movimiento. ¿Exactamente? -nuevo tintineo de metales. Él se puso el guante y rozó aquel punto exacto del hueso, donde pequeños vasos capilares se habían quemado ellos solos, con un epicentro muy claro para sus ojos. Ella no estaba preparada, y tenía tanta adrenalina irrigándole el cerebro que no lo sintió. Pero él sí lo hizo. No cabía duda, aquella niña tenía sangre híbrida y eso la hacía incompatible con la vida. Con la de los demás, quería decir. Y en unos instantes también con la suya propia. -¿Preparada para el test? Se apartó un mechón con apatía. Iba a salir mal de todas maneras. Era positivo. -Dispara. Se quitó el guante. Acercó la mano a la clavícula, y por instinto, o por corazonada, o por lo que pasen esas cosas, cerró los ojos un segundo antes porque sabía que iba a ser especialmente fuerte. Cerró los ojos con suma fuerza. El mundo inició su sacudida, como un rugido lento, lento, un gorgoteo profundo y gutural que ascendió su magnitud. Apretó la mano en el aire, tratando de encontrar un algo que le mantuviera en pie y le ayudara a sacar su suave cerebro con vida de aquel maremágnum. La chica le cogió el brazo, inconscientemente. 492


Él levantó las yemas de los dedos de la clavícula de la chica, por donde pasaba a flor de piel aquel nervio desviado. Se dejó caer en la silla, mudo. Aquello revolucionaba directamente la categoría de "positivo". Y él habría sido el primero en querer matarlo, si no hubiera sido una persona, lástima que no fuera precisamente médico. Se pasó la mano por el pelo intentando quitarse el sudor de la frente. -¿No tienes ni idea de qué ha pasado? La chica le miró lastimeramente. No era consciente de que volvía a tocarse las venas muertas de la marca. -No me acuerdo de nada. -Nadie sabe que te han traído aquí. -insistió. Bajó la barbilla y sacudió negativamente la cabeza. -No creo. -Vámonos. -buscó las llaves encima del escritorio revuelto, cogió algunos papeles y luego, previo guante, cogió la mano de la niña. -No sé por qué nací, sabes, pero no fue para matar cosas. Y si no te das prisa nos matarán a ambos. -le sonrió lastimeramente.

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f Dijeron que no era maquillaje sino que aquella cicatriz se la había abierto él mismo. Que alguna tía le habría arrancado aquel pedazo como parte natural de "aquellos" juegos, también. Quizá no sospecharon que le gustaban las medias sonrisas, las que eran polares como él. Porque o sonreía su alma, o lo hacía el burdo cuerpo. Una jodida dualidad que a veces gritaba por la calle. Múltiple, decían en el sitio de fuerza. Múltiple, quizás, no más que los demás. Como ellos no veían a él le llamaban loco. Uh, cuánto miedo da toparse de repente con lo que es tu frontera. Lo que tú alcanzas y ellos no y te encierran y prueban. Y cuando sus dos partes se enamoraron de alguien tan perdidamente loco como ellas... Ni bailes ni poemas ni besos a derechas. Era una guerra y ni muriendo por ella hubo tregua. Desde entonces, más fiera el alma. Más brutal cuerpo. Polalidad al máximo en sus sonrisas medias. Y cómo le gustaba sonreír solo a la mitad y sentir que se rompía. Y entonces la dualidad disfrutaba. Hasta que algo era ella. Entonces dolía la multiplicidad al coincidir. Y aun así las dos mitades odiadas a matar la querían..

494


continúa(rá)

495


Índice de etiquetas

(por orden de aparición)

(por orden alfabético)

Avel

12, 422, 428.

alobo

443, 456.

Cecé

12, 64.

Avel

12, 422, 428.

soül

16, 24, 85, 250.

badiel, munna

105.

Stockhölm

37.

bibi 174, 180, 184, 185, 189, 191, 327.

Steires 43, 73, 76, 77, 84, 102, 116, 124, 125, 132, 138, 139, 140, 149, 151, 152, 153, 155, 157, 193, 203, 206, 217, 241, 262, 264, 280, 282, 285, 301, 302, 316, 322, 355, 371, 383, 386, 395, 412, 418, 419, 425, 439, 441, 458, 482. Desvarío.

53, 249, 352.

Cecé

12, 64.

Criatura 378, 445.

288, 300, 291,

Cuente

118, 173.

Desvarío.

53, 249, 352.

Flamma

383, 400.

Fulgurente 73, 121, 124, 139, 145, 160, 162, 197, 225, 227, 260, 296, 314, 317, 336, 338, 365, 374, 380.

Fulgurente 73, 121, 124, 139, 145, 160, 162, 197, 225, 227, 260, 296, 314, 317, 336, 338, 365, 374, 380.

se.ne.d

78, 80, 265, 274.

gente del horizonte

badiel, munna

105.

griga

355, 398.

cuente

118, 173.

la dernière

151, 252.

la dernière

151, 252.

los que no son gigantes

bibi 191, 327. remnite.

174, 180, 184, 185, 189, 255.

los que no son gigantes

264.

Criatura 378, 445.

288, 300, 291,

momet

297, 308, 321.

341.

264.

momet

297, 308, 321.

remnite.

255.

se.ne.d

78, 80, 265, 274.

soül

16, 24, 85, 250.

griga

355, 398.

Steires 43, 73, 76, 77, 84, 102, 116, 124, 125, 132, 138, 139, 140, 149, 151, 152, 153, 155, 157, 193, 203, 206, 217, 241, 262, 264, 280, 282, 285, 301, 302, 316, 322, 355, 371, 383, 386, 395, 412, 418, 419, 425, 439, 441, 458, 482.

Flamma

383, 400.

Stockhölm

37.

Alobo

443, 456.

4y8

452, 465, 490.

4y8

452, 465, 490.

gente del horizonte 341.

496



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