La locura del arte

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LOCURA Y ... Ramón Rodríguez (pintor)

LA LOCURA DEL ARTE (Mi experiencia personal)

¡Loco, estás loco!; en dos ocasiones me dijo esta frase mi padre. La primera fue cuando le dije que me gustaría prepararme para estudiar Bellas Artes y me argumentó, tal como hacían muchos padres -y supongo que seguirán haciéndolo- ante la pretensión de cualquiera de sus hijos que tengan intenciones de seguir una carrera poco o nada productiva económicamente. Pasados un par de años, quizá tres, escuché la misma frase cuando de regreso de los exámenes de septiembre de mis iniciados estudios de Medicina volví a plantear la posibilidad de dedicarme a la pintura. ¡Loco, estás loco!, repitió con una energía desacostumbrada tratando de imponer lo que, acertadamente, ya consideraba un inevitable hundimiento de su autoridad y un irremediable cataclismo en el que iba a convertirse mi futuro. La frase, no obstante su dureza, apenas hizo mella en mi ánimo. Estar loco me parecía hasta algo bueno. Cosa distinta sería si me hubiese gritado algo parecido; por ejemplo, ¡Enfermo mental, que eres un enfermo mental! Por entonces, cosas de la juventud, mi ideal estético, alguien en quien me miraba y que no me hubiese importado lo más mínimo repetir su vida, era un pintor calificado de loco. Incluso llegaría a cortarme una oreja para hacérsela llegar a cualquier Gabrielle que me esperase en el Café de la Estación de Arlés. Hasta podría llegar a teñirme el pelo de rojo para remedar el título de la película de Vincente Minnelli que tantas veces había visto en aquellas interminables sesiones continuas de los cines en los años 50.

Vincent Van Gogh que no otro era el loco pintor del pelo rojo, era posiblemente el único artista loco que recordaba por más que conociese episodios aislados de otros no menos famosos. Sabía de los trastornos obsesivos compulsivos de Miguel Ángel que le hacían vivir casi en una pocilga, sin quitarse jamás las botas o exigiendo a sus esculturas –como hizo con el Moisésque le hablasen. O de las alucinaciones de Goya –de quien se decía que podía padecer sífilis o alguna perturbación cerebral que le conminaban a pintar brujas o fantasmas- para llegar a grabar claramente en uno de sus aguafuertes que “el sueño de la razón produce monstruos”. Y qué decir de otro paranoico sublime como Salvador Dalí de cuyas provocaciones, ocurrencias y posturas afectadas se nutrían frecuentemente, por supuesto que sin profundizar en sus propuestas artísticas y casi siempre en tono burlón aquel noticiario que precedía a las películas, el inefable “Nodo”, Y si antes hablaba de las repetitivas sesiones continuas, cómo no recordar la película “Un genio anda suelto” que retrataba maravillosamente la vida bohemia, libre y festivamente desordenada de otro pintor, Gulley Jimson, de quien poco importaba que fuese un personaje de ficción pero a quien veía tan loco como Van Gogh y tan obsesivo como Miguel Ángel o Goya. Lo cierto es que esas dos películas marcaron mi primera juventud y, aparte volátiles y ocasionales éxitos, puedo decir que influyeron bastante en mi decisión de dedicarme


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