Debutantes

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FUCSIA

opinión

ilustración: ©ivO/13.

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l año en que cumplimos los 15, las chicas de mi colegio se alborotaron como palomas por una fiesta llamada “el debut”. Las debutantes, supe, eran chicas que protagonizaban —con vestido blanco y demás parafernalia nupcial— un desfile frente a sus familiares y a un buen número de chicos elegidos rigurosamente entre la nobleza guayaquileña para la ocasión. El marco para el encuentro entre las pequeñas novias y los púberes en esmoquin era un club que se caracterizaba por no permitir que sus socios comieran en jeans, y por escatimar a algunos sus ansiadas membresías, hasta el punto de negarlas a varios presidentes de la república. O sea, lo más de lo más. Recuerdo haber sufrido —la adolescencia es puro adolecer— por estar tan lejos de ser una debutante como Guayaquil de Plutón: vivíamos en una casa de las del Banco Ecuatoriano de la Vivienda y nos movíamos en un Volkswagen escarabajo que se pagó en cuotas. No, rotundamente yo no era una de esas niñas que debutarían, pero tuve que escuchar —entre la envidia y el desprecio— conversaciones sobre “caballeros”, vestidos, vals, peluquerías y demás frivolidades que las futuras debutantes consideraban más importantes que la vida misma. Hoy sé que la tradición de las debutantes se remonta a los años 1600 y 1700, y que tenía fines prácticos: las aristocracias europeas debían asegurarse su dominio emparejando a los herederos de sus reinos como se cruzan perros de raza para que den cachorritos con pedigrí. El baile de las debutantes, por así decirlo, permitía a los nobles ofrecer a sus hijas en edad de celo para que los hijos de otros nobles las olfatearan.

A finales del siglo XX, es decir, cuando yo tenía quince años, esto seguía pasando en el recargado salón de un club segregacionista. Nadie pensaba entonces —¿lo piensan ahora?— lo negativo de mantener una tradición patriarcal en la que las chicas se ofrecen —de blanco, por lo de la pureza— a los chicos como si fueran mercancía: una propiedad del padre que luego será propiedad del marido. Un mercadillo de mujeres engalanado —enmascarado— como fiesta de alta sociedad. Niñas ricas “entregadas” a niños ricos. Hijas de papá en proceso de convertirse en “señoras de”. Me viene todo esto a la cabeza después de una conversación con mi mamá en la que me mencionó a una conocida de muchos años con su apellido de casada —Chichí de Miumú— y cuando le pregunté qué apellido tenía esa señora, contestó que no lo sabía, que jamás lo había sabido. Analizándolo después, me dijo que con muchas otras mujeres le pasaba eso: que no sabía cuál era el apellido que tuvieron durante veinte, veinticinco o más años de su vida. Demencial. ¿Por qué eliminar nuestro apellido y adoptar el del hombre

y, para redondear el perfecto machismo, precedido del “de”, como si fuéramos propiedad suya? He visto cosas increíbles: mujeres que se presentan a sí mismas como Fulana “de” Tal o que, aun después de divorciadas, siguen diciendo el apellido del exmarido para que los demás las reconozcan. El mensaje implícito es: lo importante no soy yo, sino con quién estoy casada. La preposición “de” en gramática significa, entre otras cosas, pertenencia. Es tradición, dirán ustedes, el debut de las quinceañeras y llevar el apellido del marido, y sí, es verdad. Pero también es tradición en otras partes, yo qué sé, que las mujeres se cubran la cabeza y la cara para salir a la calle o que caminen diez pasos atrás del marido o que no puedan viajar solas. Quiero decir, la tradición no valida todo. Un día, mientras esperaba mi turno en un consultorio médico en Guayaquil, la enfermera empezó a llamar a una tal señora de V., cada vez más alto: “La señora de V. ¿Está la señora de V.?”. Como yo no soy esa, ni me inmuté. Supe que se refería a mí cuando dijo mi nombre y mi apellido reales. Esta anécdota sorprende mucho a mi suegra, quien tampoco ha sido nunca la señora de V. En España, afortunadamente, el único que lleva un “de” en su apellido es Juan Carlos “de” Borbón. Pero calma, calma, que en nuestra tierra poco a poco también va desapareciendo este rezago machista. Ninguna de mis amigas, por ejemplo, usa su apellido de casada y eso a pesar de que en su día algunas de ellas fueron debutantes. =

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Existen todavía tradiciones que recuerdan los años oscuros en los que las mujeres éramos una mercancía que pasaba de manos del padre al marido. Por María Fernanda Ampuero

foto: ©Edu León.

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