Fuimos peces - Isa Gómez

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Fuimos peces



Fuimos peces

Isa Gómez

FÓSFORO


Colección de libros de la caja de cerillos 12 Isa Gómez | Fuimos peces Primera edición: marzo, 2022 Diseño editorial: Luis Fernando Rangel fosforocuu@gmail.com Fósforo. Literatura en breve. La literatura y las ideas son libres. ¡Que corra la voz! ¡Que ardan los fósforos! Editado y producido en Chihuahua, México.


Mayo. Mamá murió en un ahogo. En su mirada me ofreció disculpas por cosas que no le correspondían. Yo agarraba sus manos, enmudecido. Ella, se fue llorando. Afuera puedo escuchar la media tarde, la quietud de los árboles, la calle, su goteo. En el cuarto la luz camina sobre los muebles. El silencio se ha vuelto un susurro que sobre mi hombro me hace volver la mirada para saberme solo. Hace tiempo que no converso con nadie. Encontré varias notas y libretas con su letra, son cuentas de pagos y cobros caducos. Entre ellas hay una fotografía, se trata de mí, mi yo niño. La imagen fue enmicada en la vieja papelería a dos cuadras de aquí, 5


allí compraba las cintas negras —diez pesos cada una— que ponía en mi máquina de escribir, para resolver las tareas de la opción técnica que llevé durante la secundaria: secretariado. Ya no abre. La papelería era en realidad una casa; la dueña, una mujer de cabello abultado color cobrizo, abría una de sus ventanas que daba a la calle y a través de ella atendía. Mucho de lo que vendía estaba rancio, marcas inexistentes, monografías descontinuadas, bolígrafos secos; también unos bombones gigantes cubiertos de chocolate, que a pesar de estar rancios, yo los compraba porque me gustaba sentir que mi mano no alcanzaba para cubrirlos. Si yo le pagaba con un billete, me regresaba los centavos de mi cambio con monedas viejas. Había una de cobre que tenía la figura de un elote, era la única que 6


me gustaba; el resto, rostros de hombres desconocidos. Las tiraba al suelo. No valían. Me chupaba los dedos antes de llegar a casa, no quería que mi mamá se diera cuenta que me gastaba su dinero en cosas que no, pero el día que mi mamá llevó la fotografía yo iba con ella, la dueña me mostró el frasco de los gigantes y preguntó que si quería mi bombón, yo fingí no comprender, dije que no. No. Mamá se sonrío sin decirme nada. Olivetti lettera 20. Así se la vendieron a mamá cuando fuimos a comprarla. No falla. El vendedor tuvo razón. La más económica y más ligera para el trabajo escolar. Su color verdoso me recordaba a las hojas de los limones. Aún lo hace. Ahora las cintas, casi extintas, son difíciles de encontrar en la calle, es la seño7


ra Javiera quien me las consigue, las vende en el mismo mercado a donde voy por mi verdura, junto a los postres “Doña Edith”. Cincuenta pesos. Yo era el único del taller. Yo era el único hombre del taller de secretariado. Moisés, el otro, no asistía o al menos no lo recuerdo dentro del salón de clases durante los tres años que duró aquello, ni siquiera lo recuerdo en parte alguna. El taller era una amplia nave pintada de un grisáceo austero parecido al de una prisión, cada mesa tenía una gran máquina Omega, robustas y precisas, usarlas con perfección prometía una puerta abierta al campo laboral. Para mí no. En Internet no aparecen anuncios solicitando secretario con buena presentación. Tacones. Someten el pensamiento y la movilidad por medio de la in8


comodidad, ropa entallada, medias frágiles, zapatos dolorosos. La presencia de Moisés en la secundaria se basaba en no recordarlo con claridad en mi memoria. Sé un detalle, que era religioso. Con su voz aguda confesó haberme seguido hasta mi casa después de clases, dijo que en más de un domingo tocó a la puerta por la mañana. Nunca salí. Para ese entonces y durante muchos años más, cada fin de semana mi cuerpo recorría, como en nado, los amplios pasillos de la central de abastos donde mamá ponía su negocio de pan y café. Nosotros atendíamos a los carniceros, descargaban sus blancos camiones ensangrentados en grandes bodegas congeladas. —Ándale, llévale este al quince, ya lo pagó. 9


Reces y puercos muertos. —¡Apúrate! Ves cómo se ponen si les llega frío. Mamá vendía más que los otros carritos por la cantidad de azúcar y alcohol de caña que le ponía al café. Eso, a las cuatro de la mañana, era fuego de vida. Enrojecidos, los carniceros no paraban hasta arrear a la última muerta. Sus cuerpos terminaban oliendo a cebo, la sangre se les secaba en sus manos, sus miradas quedaban perdidas entre el cansancio y su peso de plomo. Se notaba que algo les dolía. Moisés fue la conjunta representación de la escuela, solo sabía compartir diálogos incómodos, se reía fuerte y sin sentido mientras yo escuchaba con una seriedad ensimismada: sin mirarle, sin atenderle, sin entenderle. Se burlaba a detalle del todo y 10


de sus partes, bromista sin serlo frente a las compañeras que lo veían con repulsión y miedo, frente al cansancio de las profesoras, frente al baño donde sacaba su pene para mostrarlo a cualquiera que le diera mirada, frente a los pasillos… frente a mi olvido. Le perdí de vista. El patio se tragó a sí mismo. No supe cuándo terminó, si hubo despedida, si en verdad existió como persona, lugar o fue un invento del desagrado colectivo de cada estudiante que cruzó sus años por ahí. Fue, entre todo lo oscuro, una no presencia. Como las notas de mi madre, mi memoria les guardó espacio en una hoja de papel y les puso en una caja, con la única intención de confirmar que alguna vez sucedió.

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Calurosos. El cuarto, la primavera. En la fotografía mi yo pequeño está sentado en el piso azul de la sala. Ahí el tapete ya no está, tampoco el comedor. El primero, de manera irreparable, se manchó un fin de año al repintar la casa. Alguien pateó la escalera, como una gran ola marina del color del cielo, la cubeta con pintura cayó envolviendo la alfombra de espuma y burbujas. Nadie intentó repararlo, era mejor así, más cristalino, menos irritante y arenisco. Vivíamos en una casa de dos niveles que mi abuelo construyó con materiales que robó de otras obras. Migrante, como la mayoría de los campesinos de la periferia, llegó a la ciudad con una niña que raptó de su pueblo. No tenía más de veinte. —Lo último que nació fue el amor — dijo la abuela alguna vez. 12


Primero nacieron sus seis hijas. Mamá era la más joven, la única que no se emparejó con alguien, también la primera en tener un hijo. —La más pecadora —diría su hermana, la mayor. Quitar el tapete retrasó el trabajo sobre las paredes, por poco la limpieza profunda de cada año se quedaba a medias, cayendo, según las hijas de mi abuelo, en una navidad inconclusa. Casa impura imposible de dar a luz a un hombre judío. Hubo una llamada. Pronto llegó un burro arrastrando a un hombre harapiento y a una carretilla de fierro. Enrollaron la pesada espuma sin darse cuenta que liberaban, debajo de su manto, ese gran azul de loseta que retrata la fotografía. En aquel ojo de agua se podía nadar sin gota de frío. El tapete se fue entre cajas, 13


tubos, colchones. Brotó el mar. Dos semanas más tarde pusimos el nacimiento en el patio, tenía un lago con sus peces, una cascada hecha de papel aluminio, musgo y heno, pastores que caminaban hacia el encuentro, animales desproporcionados a la escena. Un rey mago sin cabeza. Fue navidad. A inicios de enero anunciaron las siguientes elecciones estatales. Tuvimos una negra y ruidosa televisión que Cande y Lupe, las tías de en medio, consiguieron durante una campaña política. Pasaron todo el día formadas bajo el sol en una cola que rodeaba las canchas deportivas, que estaban frente a la empacadora de cementen en la que alguna vez trabajó el abuelo. Es nuestra, que a nadie se le ocurra prenderla. Nadie les hizo caso. 14


—Tú sí puedes, mi niño. Por las mañanas veía la televisión. Me sentaba en el sillón en el que bien apretadas cabían todas mis tías. Mamá me daba un plato con avena, fruta y pasas. Mi tiempo se iba repasando cada canal de memoria: los monótonos programas matutinos, los incomprensibles noticiarios, los aburridos debates, los infomerciales: dos presentadores vestidos de blanco bromean sobre el uso de un extractor, ríen con la fruta, con el fino corte de los cuchillos, con el olor de la cocina. Dicen que se puede extraer jugo de una manzana y que ese jugo es como el tacto de la miel. Yo les creía. A veces antes de terminar mi recorrido por los canales mamá me tomaba del brazo. Corríamos con tardanza. Yo a la escuela y ella a todos los lugares a los que debía llegar pero, sus pasos rápidos, el 15


cruce de las calles, los sonidos de los autos, no me separaban de la sensación profunda de la miel. Una oleada me revolcaba entre risas, olores, fruta y hombres vestidos de blanco. Denso y agotador algo me sentía cambiar, yo quería que mamá me comprara un extractor. Del comedor, ninguna de las hijas objetó la venta. Nadie en la casa objetaba nada de lo que mi abuelo hacía, ni mamá. Ella me ocultaba de esa voz que se respiraba en toda la casa, tan densa hasta el sofoco. Del abuelo, a su hijo el hombre, que también era el mayor de todas, fue a la única persona que se le permitió abrir una ventana de la casa para no ahogarse. Sobre una madrugada de noche creciente mi tío tomó aire, subió a una Tsuru blanca, que llegó a pegarle algu16


nas calcomanías para hacerla taxi y con ella respiró otra vida. No se volvió a mencionar su nombre después de irse, mis intentos por preguntar se enmudecían con un manotazo sobre los muebles de madera o con una mirada fija que evaporaba cualquier comentario de su presencia. De un momento a otro, como el huracán que arranca del suelo lo frágil, ya no había recuerdos. Mi tío, de mi abuelo su hijo, nunca nació. Pero yo lo recuerdo. Era moreno, delgado, con una piel tan gruesa y escamada como la de los hombres de la costa que bajan de su lancha después de un sol entero. Hacía ejercicio sobre una barra de metal que había colgado en el barandal que daba a la azotea. Siempre enojado. Cara triste. Escuchaba música sobre una tornamesa rojiza, tenía una guitarra de madera con la 17


que cantaba piezas de Óscar Chávez. Y de su antebrazo, como una estampa incolora de algún pirata, colgaba de él el dibujo de un sol y un pez vela. Las imaginaciones me llevaron a pensar que mi tío se volvió pescador, pero quién sabe, quizá sólo lo pensaba así porque fue él quien me regaló aquel pececito colorido cuando cumplí siete años. Sé que ambos, mamá y mi tío, conversaban mucho. La abuela: Una vez, durante la boda de la Chío, tu mamá llegó corriendo, estaba como asustada, ni hablaba bien. —Mamá. Mamá. Ahí está Ricardo. Yo no le entendía, aparte de que hablaba bajito para que su padre no la escuchara. Me decía que Ricardo estaba allá afuera. 18


Tú mamá estaba roja como si se hubiera asoleado y se apretaba las manos para que no le temblaran tanto. —Viene con una mujer y una criatura en brazos. Yo no podía escucharla, algo muy duro parecía que me obligaba a ya no querer saber de mi hijo, se sentía como una piedra, ay, Dios. Me tardé mucho en salir porque había así… de gente. Cuando me asomé, ya no estaba, no le supe más. Dios mío que me perdone, pero es que se la pasaba peleando con su papá. Una vez le pegó en la cara con una llave o un fierro no sé y no paraba de sangrar, había una gritadera… Mi muchacho. Mi abuela se puso a llorar mientras tomábamos el sol, me pidió que pusiera dos sillas en el patio porque le dolían sus manos, 19


recargó sus pies sobre una cubeta, le temblaba su voz. Su cabello era blanquecino. Ese es el recuerdo que tengo de ella y yo en el mismo sitio, sin que alguien se estuviera lastimando. Ser pez dentro de una pecera en la que no fluye el agua te ensucia por dentro, el cuerpo seca, se hace arena. No mucho tiempo después de que tomaran la fotografía alguien arrebató del mar al pececito, lo subió a la azotea, amarró sus aletas a un tubo, las roció con alcohol. Encendió su nado mientras amenazaba con lanzarlo al patio vecino que para ver si volaba. En ese momento mamá no estaba, no se enteró de lo sucedido hasta muy noche cuando llegó de trabajar. Mi yo pequeño lloró mucho, ese pececito colorido gustaba 20


de mí y yo de él. Desde la azotea de esa casa se podía ver un cielo que se confundía con el volcán. Un gran tinaco de asbesto era la perfecta torre para con los ojos rodearlo todo, las orillas, los vecinos, los grandes edificios que ya se veía como iban creciendo allá en el centro de la ciudad. En una de las esquinas, durante muchos años, permaneció un algo que el abuelo nunca borró, una maceta ya rota que mi tío había regalado a su mamá. Conservando allí la tierra, de su fondo crecieron yerbas y musgos estacionales, bichos, un diente de león. El volcán hizo fumarola. No hubo escuela en una semana. Las cosas se cubrieron de un delgado pañuelo de ceniza, del cielo sin nubes llovían algodones grises. El volcán sabía que la abuela acababa 21


de partir. La encontramos en el fondo del estanque, sin flotar. No supimos cuándo llegó ahí. Los peces se aíslan ante el presentimiento de su muerte, toman sus últimas bocanadas, nadan hasta la superficie para voltear su cuerpo, hacen del cielo su tierra hasta que por inercia llegan al fondo, carcomidos por el resto de los peces del estanque. Pierden su forma, su mirada no es suya, se liberan de las escamas, aflora la carne. Mamá incineró a la abuela, guardó sus cenizas bajo un limonero y del mueble, en el que estaban sus medicinas, puso un altar que sólo ella conocía. Ella y yo. En un alhajero había una fotografía con su rostro, camisa blanca, cabello rizado, de jóvenes mi mamá y mi abuela eran una. El abuelo deshizo todo, vendió lo vendible, quemó la ropa y no volvió a mencionar su nombre. Así hacía 22


siempre, quebraba presentes pasados para volverse dueño de la memoria. Su esposa nunca fue robada y su hijo nunca fue. Comencé a encerrarme en el baño. Mi propio estanque. Corría hasta la parte trasera de la casa y ahí me escondía. Temía ser atormentado de palabras y cuerpo. Me daba miedo el fuego, prefería la humedad de aquel angosto lugar de olor a moho y a orina en donde varias ocasiones encontré a mi tío fumando. Aseguraba la puerta de madera y me recostaba debajo del goteo de una llave, frente a una coladera que a veces, si me quedaba muy en silencio, sin moverme, me dejaba escuchar a las ratas que carcomían la tubería. Las imaginaba como viejas carpas llenas de secretos. Me inundaba un estado de duda, miedo, curiosidad. De la rendija de 23


la puerta entraba una línea de luz, yo cerraba mis ojos para solo sentirla. Con mucha fuerza encerraba detrás de mis párpados lo que se hacía inútil: lágrimas, gritos, pececito, por un profundo tiempo, mi cuerpo que no era mío, dejaba de ser débil, flaco y de panza agusanada como decía el abuelo. El día que quemaron al pececito, con mucho dolor en los brazos, me aferré al baño aunque afuera se escucharan los gritos, los golpes a la puerta. —¡Ya salte de ahí! Yo me quedé dormido. Mi mamá llegó en la noche, tocó a la puerta y me despertó, me miró partido, nos abrazamos fuerte. Por eso su ansia permanente de salir, siempre a prisa, en movimiento, en busca del afuera aunque eso implicara peligrar de otra forma. Como si ella y yo ya no viviéramos con el 24


abuelo, mamá comenzó a sacarme del mismo cuarto, no me dejaba escuchar, no me dejaba verlo. Temía que su voz me ahogara en aquel baño haciendo de sus palabras las mías. Nombradas por mí, yo y sus palabras seríamos el abuelo. Se culpó de abandonarme aunque ella siempre regresaba después del trabajo, aunque yo siempre le decía que la quería. Durante la madrugada la escuché llorar. A la mañana siguiente con los ojos hinchados volvía a bañarse, se maquillaba rápido, frente al espejo, cepillaba su pelo negro y grueso, siempre enredado, planchaba sus blusas, sus pantalones, preparaba mi avena con fruta y pasas. Volvía a irse a prisa con los ojos tristes a todos los lugares a los que tenía que llegar.

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Logramos irnos hasta que él se fue. La primera vez que vi llorar a alguien por un abrazo fue cuando mi abuelo murió. Nunca antes había sentido a alguien añorar el cuerpo de otra persona. Yo estaba sentado en una de esas sillas negras, rectas e incómodas, que algún vecino te renta para los eventos, como cuando alguna familia cierra una calle y contrata un sonido para festejar los quince años de su hija o una boda. La verdad es que muy pocos llegaron al velorio, la puerta y las ventanas de nuestra pecera siempre estuvieron bien atrancadas. El abuelo: Frente a mí, al otro lado del cuarto, en aquel gran sillón, estaban sentadas mis tías, hundidas en un hueco de dolor tan profundo que pensé infinito. Una de ellas, la del 26


pelo más rizado, tomaba entre sus manos las manos de la más joven. La más joven soltó un grito como el de una animala herida, con los brazos huecos, mirando hacia un horizonte inexistente, se aferró al sólido aire que estaba frente a ella y lo abrazó. De su boca como en rezo la escuché repetir muchas veces: papito. Papito. Pececito. Pececito. Con una punzada en el cuello pude sentir dentro de mis ojos el tacto del muerto. Vi un cuerpo sin cuerpo sabiéndolo allí. El llanto se evaporó cuando apareció el testamento. Los hombros de mis tías no se volvieron a apretar en el sillón. Comenzaron a verse con rencor, sus uñas largas se enterraban al saludar, sus espaldas encorvaron. Escuchar sus voces dolía. De las seis hijas mamá fue la única que decidió limpiar. Desempolvó cada mueble y 27


de una en una abrió las ventanas de nuestra pecera. Del suelo barrió años de recuerdos inconclusos, de la azotea recogió las cenizas que aún quedaban del pececito quemado y las vertió sobre la maceta rota que su mamá y su hermano habían dejado en una esquina muchos años atrás. Y ella, como cuando yo veía televisión en aquel mar de la sala, me tomó del brazo, tomó nuestras cosas y con la prisa del afuera nos sacó de allí. Hubo varias corrientes que nos llevaron por distintas orillas de la ciudad. Entré a la secundaría y ella a una escuela normalista, nadó fuerte. Vendíamos café y pan sobre un carrito de súper. Se matriculó, se volvió profesora. La recuerdo con la permanencia cariñosa de ser su hijo, su pececito diría ella, también con su angustiosa culpa de no habernos sacado antes del estanque que el 28


abuelo construyó. De sus hermanas no supimos, no quisimos; de mi tío tampoco, yo sí quería. Mayo. Caluroso, el cuarto, la primavera. Anoche casi no dormí, mientras la luz camina sobre los muebles comprendo que el afuera se anida en el adentro. Acomodo el librero. De las notas y libretas con cuentas de pagos y cobros caducos, decidí solo conservar la fotografía que mamá tomó. Se trata de mí, mi yo niño, que sentado sobre el azul del mar juega a ser pez.

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Isa Gómez

(CDMX, 1989) Dediqué mis estudios de grado en Diseño y Comu-

nicación Visual a procesos fotográficos y editoriales. En 2018 estudié una Especialización en Promoción de la Lectura donde enfoqué mi proyecto de intervención hacia el trabajo comunitario con jóvenes

de nivel bachillerato. He recibido algunos reconocimientos nacionales e internacionales en institu-

ciones como la Secretaría de Turismo; el Instituto Cultural de Aguascalientes; Secretaría de Cultura de la Ciudad de México; el Museo Universitario de

Arte Contemporáneo; el Ayuntamiento de Móstoles (Madrid, España); la Universidad Complutense de Madrid (España). El último libro que publiqué

se titula Ansiedades por Editorial Camelot América.


Fuimos peces de Isa Gómez se terminó de imprimir el mes de marzo de 2022 en la ciudad de Chihuahua en los talleres de Sangre ediciones por Fósforo dentro de la colección de libros de la caja de cerillos. El tiraje constó de 50 ejemplares.




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