Fósforo número ocho

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FÓSFORO

Del latín phosph ŏrus (lucero del alba) y del griego φωσφόρος — phōsphóros— (portador de luz)

1.

m. Elemento químico de núm. atóm. 15, muy abundante en la corteza terrestre, de gran importancia biológica, constituyente de huesos, dientes y tejidos vivos, que se usan en pirotecnia y en la fabricación de cerillas, fertilizantes agrícolas y detergentes. (Símbolo P).

2.

m. Trozo de cerilla, madera o cartón, con cabeza de fósforo y un cuerpo oxidante, que sirve para encender fuego.

3.

m. Lucero (planeta Venus).

4. Revista literaria. Quémese en caso de emergencia.

FÓSFORO

Director general:

Luis Fernando Rangel

Directora de redes sociales y comunicación social: Rebeca Favila Montana

Director editorial: Luis Fernando Rangel

Directora de contenidos: Johana Rascón

Director administrativo: José Arturo Santillanes

Consejo consultivo: La caja de cerillos

Consejo editorial: Cerillo azul, Cerillo rojo, Cerillo verde, Rebeca Favila Montana, Luis Fernando Rangel, Johana Rascón y José Arturo Santillanes

Portada: Watcha Wa (usada bajo licencia del sitio Raw Pixel) a partir de la invervención de una ilustración de Mariela de la Peña por Juan Ramón Flores

Material gráfico en interiores: David Lara, Tania Solis, Mariela de la Peña, Valeria Loera y Luis Fernando Rangel

Fósforo. Literatura en breve. Año dos, número ocho, octubre -diciembre de 2022. Es una publicación trimestral editada por cuatro fósforos y una caja de cerillos. Contacto: fosforocuu@ gmail.com. Editor responsable: cerillo rojo. Este número se terminó de imprimir en Chihuahua, Chihuahua, México, en el mes de diciembre con un tiraje de 100 ejemplares. El diseño estuvo a cargo de Sangre ediciones y la impresión se realizó en los talleres de Ediciones Arboreto

Los textos y obras son responsabilidad de sus autores y las opiniones expresadas por ellos no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación.

Queda estrictamente prohibido no disfrutar. La literatura y las ideas son libres: comparte, pero da crédito. ¡Que corra la voz! ¡Que ardan los fósforos! #LiteraturaQueArde

Poesía II. (Proyecto Manhattan, fragmento…) Elisa Díaz Castelo Piedra Christian Kent Imagen Fabricio Gutiérrez Melón de Lavalle Aldana Giménez Cuatro piedras en la calle Arturo Loera Sonido de estrellas Valeria Loera Narrativa Mojovisión Raúl Aníbal Sánchez Satélites Lola Ancira Ensayo Strauss quería pastel Adrián Chávez Híbridos Certeza de un futuro mejor Valeria Loera 8 11 13 15 16 18 24 29 36 4, 18, 19, 20, 21, 35 y 43
CONTENIDO

Intervención gráfica: Valeria Loera.

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Las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos números.

Fósforo nació hace muchísimos años, pero no vio la luz inmediatamente. Duró mucho tiempo como una idea guardada en una carpeta de una computadora y como un folleto mal impreso olvidado en un cajón.

El entusiasmo con el que se gestó la idea era tan grande como nuestro idealismo y nuestras ganas de querer cambiar al mundo. Es comprensible, éramos jóvenes, teníamos veinte años o quizá menos y pensábamos que de verdad se podía cambiar el mundo desde las grandes acciones con las letras. Ahora pensamos que las pequeñas acciones son las que importan y con las que se logran esos cambios. Es por eso que seguimos con el entusiasmo y el amor.

Desde que se dio el primer chispazo, sabíamos que algún día todo tendría que arder. Eso queríamos. Incendiar. Crear un espacio que sirviera como combustible y ser parte del fuego. Quizá ese tiempo en el que el proyecto estuvo a la sombra le ayudó a madurar y crecer, a tomar la forma adecuada, hasta que la idea —como ese mismo chispazo del fósforo al encender— nos tomó por sorpresa y decidimos retomar aquel proyecto que tanto nos gustaba.

Hoy, a dos años (ya casi tres años) y ocho números de publicar esta revista, estamos llenos de orgullo y satisfacción con el resultado y con la comunidad que se ha creado, con la forma en la que hemos entablado relación con otros proyectos, otras revistas y otras editoriales, estando en constante diálogo, apoyándonos en esta red autogestiva e independiente.

No nos queda sino agradecer y arder. Por eso, ardamos.

Gracias totales.

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editorial
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¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. ¿Qué es poesía?

Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

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Poeta, ya no escriba, mejor lea estos poemas.

Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía eres tú. ¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. ¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. ¿Qué es poesía?

Dices mientras clavas en mi pupila wtu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía eres tú. ¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. ¿Qué es poesía? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú. ¿Qué es poesía?

Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

II. (Proyecto Manhattan, fragmento…)

Señales del fin del mundo: cambiaron de color mis tres orquídeas, el vencejo trocó su canto luminoso por un quejido atrofiado, como si ya conociera el dolor efervescente de los heridos. Mi perra se comió a sus siete hijos.

Y en el centro de estos malos agüeros, mi hijo Peter comienza a escribir su nombre, se acaba la leche y en la noche su respiración es lo único que mantiene en pie la casa.

Cosas que están a punto de suceder: luz en todas partes, toda muerta, la quemadura más fría. El llanto nuevo de mi hija incendiará la madrugada. Las mutaciones nos cambiarán el rostro. Vi una estrella que cayó del cielo a la tierra y me dieron las llaves del abismo y de la cava más grande de Los Álamos.

Un sol en cada herida, deletreado. En el aire, el olor a piel cuerpo a cuerpo con el fuego

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Elisa Díaz Castelo

Se acabará una tercera parte de los reinos: monera, protista, fungi, platae, animalia.

Al niño de la vecina nunca le saldrán dientes.

El número de muertos será de 140 mil. Yo oí su número. Pero no importa.

Mi abuela me enseñó cómo olvidar a Dios: se acostó

bajo tierra y no se levantó nunca.

De marzo a negro, del dicho al hecho.

El olvido empieza y no termina. En este lugar todo es idéntico a sí mismo o casi.

Este fragmento pertenece a la voz de Kitty Oppenheimer, Proyecto Manhattan (Antílope, 2021)

(Ciudad de México, 1986.). Poeta y traductora. Con el apoyo de las becas Fulbright-comexus y Goldwater, cursó la Maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York. Autora de Principia (Tierra Adentro, 2018; Elefanta del sur, 2021; Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017), El reino de lo no lineal (FCE, 2020; Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020) y Proyecto Manhattan (Ediciones Antílope, 2021). Fue primer lugar en el Premio Poetry International 2016; segundo lugar del Premio Literal Latté 2015 y semifinalista del Premio Tupelo Quarterly 2016. Ganadora del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019. Poemas suyos en español aparecen en Letras Libres, Hispamérica, Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País y Periódico de Poesía, entre otras publicaciones periódicas. Ha sido becaria del FONCA (2015-2016, 2018- 2019) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2016-2018).

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Ilustración: Augurio | Tania Solis.
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El astrónomo levanta la piedra y dice un camino de fuego y de nieve.

El geólogo levanta la piedra y dice cientos millones de años.

El sacerdote levanta la piedra y dice tú no edificarás mi templo, hay sangre en tus manos.

El poeta levanta la piedra y dice

¡qué silencio!

El escultor levanta la piedra y dice haré que la luna flote

El que está libre de pecado levanta la piedra y comienza la guerra.

El niño levanta la piedra y la mira, perplejo.

El anciano levanta la piedra y comienza el río. La muerte levanta la piedra y estamos en casa.

(Asunción, Paraguay, 1983). Publicó Lieutenant (Felicita Cartonera, Asunción, 2011; edición virtual: La Calle Passy 061 Ediciones, Buenos Aires, 2011), El Conde Orloff (Okara Japu, Asunción, 2013) y Ave Lira (Medusa Editores, 2021). Fue incluido en la antología 10 poetas paraguayensis (Ediciones Vox, Bahía Blanca, 2014) y en 1.000 millones. Poesía en lengua española del siglo xxi (es, emr y ccpe/aecid, Rosario, 2014). Colabora en el blog de literatura La Calle Passy 061, en el suplemento cultural del periódico ABC Color y en el blog Kirirïsis (kiririsis.blogspot.com). Es editor de la revista de gastronomía Alacarta.

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Piedra
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Ilustración: David Lara.

Imagen

Fabricio Gutiérrez

Cerca del bosque hay un estanque de agua donde se quedó para siempre el reflejo de un cazador apuntando con su escopeta a un jabalí. Después de la escuela, los niños vamos a contemplar esa imagen. Es inquietante y a la vez hipnótica. Por más que arrojamos piedras al agua nunca desaparece.

(Ciudad de México, 1985). Ha estudiado Filosofía y Letras en la unam. Es autor de Escuela de levitación (2020), Las cartas de amor que no alcanzaron a escribir mis muertos (2021) y Nadie me verá dormir en el jardín (2022). Su libro Rastrillar la zona fue el ganador de la cuarta edición del Premio de Poesía Centrifugados Pueblo de San Gil (Cáceres, España). Este poema forma parte del libro Mapa con niebla, que obtuvo el mención honorífica en el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press.

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Ilustración: Nacimiento | Tania Solis.

(Mendoza, Argentina, 1994). Diseñadora de interiores, tejedora y estudiante de Auxiliar de farmacia. Ha tomado talleres de poesía, experimentación poética, poesía perceptual y poesía creativa peruana-mexicana. Tiene un blog, Mirada de poeta, en donde publica sus escritos. También ha publicado en la revista española Valencia escribe, en la web Falsaria, en el periódico La verdad Michoacán en México, así como la revista Fósforo y el blog La letra sangra de Sangre ediciones. Participó en el 3er Festival Internacional de Poesía de FEIPOLL (Argentina) y fue parte del Festival 60 segundos para enamorarte de la poesía, transmitido vía YouTube.

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Donde fuiste feliz alguna vez, no deberías volver. Félix Grande

Canchitas de cuyo alguien cortó la tela romboidal que todos cruzamos arrastrándonos, al otro lado, nuestros ojos diseñaron un parque de diversiones, creamos campos de batalla, pistas de baile, escenarios para actuaciones con público, circos al aire libre, espectáculos matutinos, y los de afuera hubieran podido jurar, que era solo un campo de tierra.

Domingos en familia, Manuela sirvió fideos con pesto, fue mi primer sabor favorito. Al otro lado, hice amigos que rebalsaban bondad, su jardín tenía columpios, inventamos más vidas que un escritor, comimos melón de Lavalle, y exprimimos granada con cabernet para los jugadores de cartas. No sé bien si el quincho medía 20 pasos o 200, pero un simple mortal hubiera dicho, que esos fueron los días de oro.

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Cuatro piedras en la calle

Arturo Loera

Volvemos a la calle. Siempre es mejor otro resultado. Los viejos escuchan, frente a la peluquería, por el radio, el béisbol. Tratan de enseñarnos, de darnos el ejemplo.

En esta ciudad el futbol no es deporte, sin embargo nosotros buscamos cuatro piedras en el lote baldío. Cuatro piedras que dividan la apacible geometría de la calle. La madre de un amigo le grita que no se vaya a ensuciar, quiere decir: he trabajado mucho, sé un poco agradecido. Nos burlamos del amigo porque no sabemos hacer otra cosa.

Finalmente encontramos cuatro piedras perfectas. Cuatro piedras que se convertirán en postes, el viento una red infinita.

Rueda el balón que pocas veces es un balón: rueda una bola de unicel cubierta con cinta negra como contrapeso; rueda una pelota de plástico olvidada por algún primo y cubierta

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con alguna caricatura y cruzamos después el Hofgarten, bañados por el sol.

Alguien ha cuidado bien su regalo de cumpleaños y en este momento jugamos con un balón. Nos dividimos. Reclamamos y nos dividimos.

El juego no es la guerra pero casi.

Apenas se lanza el primer pase, los vecinos se asoman por ventanas y puertas para cuidar sus automóviles. Pero creemos que quieren vernos jugar y nos olvidamos.

El público es factor también en cancha.

Doña Trinidad libera a Bruto y tenemos un espontáneo canino en el estadio. Oh, aparta de allí al perro, que es amigo de los hombres, y se vuelve uno más del equipo.

Contra vecinos, contra perros y cristales jugamos.

Cuatro piedras en la calle nos regresan al origen. Nosotros nos iremos algún día. Las banquetas, en cambio, no saben despedirse.

(Chihuahua, 1987) Su último libro es Algunos sueños contra el capitalismo (FCE-FETA, 2022; Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2021).

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Sonido de estrellas Valeria

Loera

Cuando era niña miraba al cielo con mi padre y creía que el canto de los grillos era el sonido que hacían las estrellas al titilar. Cuando era niña también creía que mi padre era e t e r n o. Ahora que soy grande y miro al cielo sola, las estrellas ya no grillan.

(Chihuahua, 1993). Dramaturga y actriz. Es Licenciada en Teatro por la UACH. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del FONCA. Ha obtenido el Premio Chihuahua de Literatura en 2022, el Premio Municipal a la Juventud otorgado por el Ayuntamiento de Chihuahua y el Premio Nacional de Dramaturgia Joven “Gerardo Mancebo del Castillo” 2020. Obra suya se encuentra en diferentes medios como Tierra Adentro, Este País, Pliego 16 y Aborde, entre otros. Autora de ¡Violencia! (FCE, 2022), Las aventuras del pequeño Moser (Secretaría de Cultura, Alas y raíces, 2020), Planeta Kepler o los datos inútiles | Auroras boreales o nos vemos en alaska (PECH, 2019) y Búnker (Sangre ediciones y Poetazos, 2020), entre otros. Como actriz ha participado en más de una veintena de obras.

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Intervención gráfica: Valeria Loera.

Intervención gráfica: Valeria Loera.

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Mojovisión

Raúl Aníbal Sánchez

Desde los 10 años tengo un sueño recurrente. Aparece casi siempre en los momentos de estrés o soledad irreconciliable, pero a veces también se presenta de la nada, en medio de la mayor calma vital posible, después de una cena con amigos o de una cita amorosa con buen término. Esta última vez creí vencer la pesadilla. Por su culpa, aunque no exclusivamente, he ido a terapia, tenido regresiones hipnóticas, practicado la meditación, leído a los estoicos, tomado pastillas, y en fin, hecho todo lo posible para tener una mente sana como lo dictan estos tiempos. La representación de mi persona en el sueño cambia con el paso de los años, los giros y la trama del sueño también cambian un poco, pero el lugar del desenlace casi siempre el mismo.

Sueño que estoy en Mojovisión, el mundo creado por Ann Nocenti para la serie de historietas Longshot, en 1985, apenas un año después de que yo naciera. El escenario es una dimensión paralela a la tierra en donde Mojo, un perverso dictador perteneciente a una especie de seres sin espina dorsal que se desplaza mediante implantes biónicos, gobierna con bota de hierro gracias al poder de la televisión y un reality show interminable. Día con día esclavos cultivados genéticamente mueren atravesando pruebas imposibles de superar para conquistar su libertad mientras millones de telespectadores babean hipnotizados. Solo Longshot, el gladiador dotado por la ciencia con un aura de buena suerte para desafiar las probabilidades, puede ser capaz de derrotar a Mojo algún día y así devolver la libertad a sus hermanos oprimidos.

En 1994 Mojovisión saltó a la televisión de esta dimensión y esta realidad, en el capítulo 11 de la segunda temporada de X-Men, la serie animada. Probablemente ahí fue cuando Mojo el dictador abrió un hoyo en mi cuerpo y mi cabeza, instalando para siempre su terrible maquinaria. Pero en ese momento yo no soy Longshot, no soy alto, rubio, genial, con un corte de cabello que sería la envidia de cualquier estrella de rock. No, yo no poseo el ritual místico que me imbuirá de buena suerte para desafiar la brutal tecnología del dictador. No tengo siquiera una suerte normal. En ese momento yo soy un niño pequeño y delgado, diría más bien pálido y

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de labios rojos, con las facciones de una niña y el absurdo corte de cabello del príncipe valiente.

Siempre que llego a Mojovisión estoy consciente, más de lo normal para tratarse de un sueño. Tengo una intuición clarividente de las trampas y los aparatos, de los espectadores que me observan con codicia y avidez desde sus casas. Primero una arena o plancha fría de concreto, poco a poco el escenario va tomando la forma del mundo real. Siento la presencia de Mojo en mi espalda, respirando sobre mi oído con su sonrisa siniestra. A partir de ese momento cada una de mis decisiones cuenta. ¿Cuál de las tres puertas que se abren frente a ti debes atravesar? La perversidad de Mojo consiste en hacerte creer que tienes poder sobre tu destino. Que este laberinto que ahora es tu vida es una cuestión de probabilidades, que sólo se trata de tomar las decisiones correctas en el momento correcto para triunfar, mitad sabiduría, mitad gracia concedida.

Esta vez escojo la puerta 2, del otro lado me esperan fantasmas grises haciéndose pasar por personas normales. Mi pareja sentimental camina a mi lado y me toma de la mano, pero un viento que surge de las paredes la aparta con fuerza, mi mente me dice que ir tras ella es una trampa y sigo avanzando. Me digo a mí mismo que cuando encuentre la salida podré redimir a este mundo de sus males. Atravieso el pasillo entre murmullos para encontrar al final un campo verde, un espacio abierto lleno de flores blancas que parecen asfódelos en donde se erige un monumento que intuyo un mausoleo. Mientras más me acerco a la edificación noto que las flores resuman una savia espesa y erotizada. Puedo quedarme en el campo y esperar a que llegue la noche, en donde me atacarán los lobos de tres ojos o puedo entrar al mausoleo.

Abro la reja para encontrarme en medio del transporte público. A partir de aquí he entrado de nuevo a la cadena de eventos con el fatal desenlace, mi cerebro lo sabe pero aún se esfuerza en tomar decisiones o por lo menos, tener posturas ante lo que sucede. Mi vida de más de dos décadas a la fecha comienza a entrometerse al Mojoverso. Las veces que robé dinero a mis padres, la decepción de los maestros, los corazones

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que he roto, las burlas de los amigos al mostrar debilidad, los recuerdos de haber sido engañado. Sueño a un hombre travestido riéndose de mis sentimientos, entretenido con la maldad que puedo desplegar cuando estoy ebrio e insulto sutilmente a las personas. Veo de nuevo a mi pareja sentimental del otro lado de un cristal, tomada de la mano de otro hombre y sintiendo lástima por mi recorrido. Un ave negra, que llamaremos fracaso, brinca en un árbol maltrecho. En otra escena yo mismo visto una máscara y susurro versos lascivos a un niño pequeño

Atravieso caminos de ciudades medianas, pierdo billetes que cargaba en los bolsillos de los pantalones de los que después alguien pedirá cuentas que yo no sabré dar, a sabiendas de que mi pasado como ladronzuelo me delata. Si me enfermo: miento. Si estoy triste: miento. Si estoy feliz: miento. Me veo abandonar escuelas perpetuamente, perpetuamente esconderme debajo de las camas.

Pero esta vez es diferente. Esta vez me convenzo de que así deben de ser las cosas, que cada prueba exalta una virtud, que cada mala decisión debía de ser tomada. Si Mojo controla mi cuerpo y su destino, no puede controlar mi mente. Cuando hablo y la gente decide no creerme, yo decido que esto me perfecciona moralmente pues he sufrido el tiempo necesario para hablar con la verdad en la mano.

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Ilustración: Parvada
| Tania Solis.

Mi exnovia de la adolescencia me confronta en una encrucijada, ya no siento culpa, le digo: las cosas son como tenían que ser. Todo fue absolutamente necesario ¿Qué he fracasado a mi edad? Eso no importa, porque sigo entero. ¿Que vendrá la enfermedad y me apartará de todo lo que amo? Me tendré a mí mismo.

Llego al elevador de plata que marca casi siempre el final del sueño. La única decisión que se puede tomar ya es entrar en él. En su interior cuatro hombres más altos y más fuertes que yo (que no es algo muy difícil) me esperan y yo me adentro quedando en medio de ellos. El elevador comienza a ascender. Sé que en el último piso se encuentra Mojo y que por fin podré confrontarlo.

Sucede lo que siempre sucede, lo que siempre me hace despertar. Los cuatro hombres comienzan a abusar de mí, siento sus manos, sus lenguas y sus sexos recorriendo mis oídos, mis piernas y hasta la superficie cristalina de mis ojos. Cierro mis párpados, ésta vez decido que no tengo miedo, que yo deseo que esto suceda, que mi cuerpo no puede entonces ser violentado. Los hombres se sirven de él a discreción y yo lo disfruto dejándome llevar por la languidez de lo que ocurre, ser arcilla, ser agua, un carrizo, me repito. Sonrío porque sé que he encontrado el secreto para terminar el sueño, llegar a concluirlo y desterrarlo de mí. Y mientras uno de los hombres me besa en el cuello, con la satisfacción de haberlos derrotado, siento de pronto cómo se introducen en mi carne un par de colmillos afilados y las caricias antes toscas del resto comienzan a volverse simplemente violentas. Cuando alcanzamos la cima y escucho el timbre que anuncia que el elevador ha llegado a su destino, los cuatro voltean a verme con los ojos encendidos, y con uñas largas y verdes que han crecido de repente, introducen su mano en mi vientre y miembro a miembro en un segundo me desgarran en sangrientos pedazos. Un viento negro y rojo esparce con violencia mi carne derrotada. No ha llegado el día en que pueda ver qué hay detrás de la puerta del elevador de plata.

(Chihuahua, 1984) Ha publicado libros los libros de cuento La comida está en el congelador (CONAFE, 2012), El genio de la familia (Tierra Adentro, 2014), No es el amor quien muere (Instituto Sinaloense de Cultura, 2019), los libros de poemas Los dones subterráneos (Posdata, 2016) y Curación por la Palabra (Buenos Aires Poetry, 2021), así como la novela Matagatos (Caballo de Troya, 2017). Es coautor, junto a Daniel Espartaco Sánchez, de la novela La muerte del pelícano (Ediciones B, 2014). Ha sido becario del FONCA, del FOMAC y ha recibido distintos premios nacionales. Recientemente obtuvo el Premio Chihuahua de Literatura.

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Ilustración: David Lara.

Satélites1

Ha pasado una semana desde nuestro último viaje anual. Nosotros también vamos a la playa, aunque cuando nadie más lo hace. Papá siempre ha dicho que las vacaciones se disfrutan mejor así, únicamente con nuestra compañía, y nos tiene prohibido hablar entre nosotros. En algún punto dejé de pedir explicaciones; ahora las deduzco, aunque sólo sean coherentes para mí. Darle sentido a la realidad tal como la conozco es suficiente, sin importar cuántas veces ha sido rescatada ni de dónde o por quién.

Cada vez que regresamos, encuentro un nuevo astro en alguna de las constelaciones que identifico tan bien; me obligo a transformar la aflicción en un nuevo resplandor eterno, igual de desolado y distante.

Mis padres me mostraron, desde pequeño, la necesidad egoísta de adueñarse y controlar la existencia hasta del más ínfimo ser vivo. Pero olvidaron lo esencial: no es suficiente con poseerla, hay que conservarla. Y esto lo entendí porque éramos los únicos que cambiaban de mascota cada año. Es un acontecimiento ligado a nuestros viajes desde que tengo memoria, pues siempre llevamos al perro en turno. No supe, sino hasta mucho después, por qué regresábamos con una cadena inútil y un collar vacío.

Papá es alguien que se define a sí mismo como “aferrado a su pasado”. Esas palabras tienen un significado que nunca entenderé por completo. Esperó a que mi hermano y yo cumpliéramos diez y nueve años para platicar de su singular costumbre con nosotros; quería explicarnos a detalle una de sus principales responsabilidades.

Nos contó que su mundo cambió por completo algún domingo de un remoto noviembre, cuando el satélite Sputnik 2 fue puesto en órbita. La noticia se divulgó ampliamente. La particularidad del satélite era que llevaba a bordo a Laika, una perra mestiza de tres años de edad. A las cinco horas del despegue, dejó de ladrar y emitir signos vitales. Se especuló que su muerte fue ocasionada por falta de oxígeno o eutanasia. La nave rusa se desintegró en cuanto llegó a la atmósfera terrestre, luego de cuatro meses de haber despegado. Papá fue testigo del viaje sin retorno y sólo imaginó su desaparición en la adversa inmensidad.

1 Este cuento forma parte del libro El vals de los monstruos (Fondo Editorial Tierra Adentro / Fondo Editorial de Querétaro, 2018) y ha aparecido en la revista Punto de Partida de la UNAM.

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Desde la confesión, ésa se convirtió en nuestra historia para dormir; en las siguientes noches ya no hubo cuentos, mentiras, ficción ni monstruos en el armario o debajo de la cama. Le profesaba a ese fantasma un amor tal que parecía que se la habían arrebatado de sus propios brazos para nunca devolverla, como si hubiera sido un acto premeditado y lleno de saña con la única finalidad de destrozarle la vida. Le extirparon una parte del corazón y otra de cordura. Ahora comprendo que su trastorno se propaga a todo lo que entra en contacto con él.

Nos ha contado infinidad de veces cómo, luego de esa profunda y remota pérdida, tomó al perro de la familia y se dirigió al único lugar ilimitado al que podía llegar: el océano. Rentó una embarcación pequeña y aguardó a que anocheciera, pues debía recrear el ambiente lo mejor posible. Cerca de la medianoche, remó hasta agotar sus fuerzas y después lanzó al perro al agua; se alejó a toda prisa, tras gritarle que buscara a Laika. A pesar de

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Ilustración: David Lara.

la semioscuridad y de su terror por el negro líquido, el papel del can como Caronte fue impecable. Ese enviado era un destello, una mínima esperanza de redención.

En cada aniversario de la cosmonauta ha repetido la misma ceremonia con exactitud, sumándonos como cómplices y testigos mudos. Se ha dedicado a adoptar perros callejeros sin importar su sexo o edad, los alimenta y cuida durante un año entero, y cada 3 de noviembre realizamos el viaje de liberación en el que los perros se convierten en emisarios. Por nuestro voto de silencio en esas travesías, he comprendido que el mejor compañero de la nostalgia es el mutismo.

Papá conoció después a mamá, quien comprendió sus motivos y contribuyó a la causa. El rito se sofisticó un poco: compraban pequeñas balsas de madera, colocaban al perro en ellas y le dejaban comida para algunos días.

A los tres años llegó mi hermano, y casi dos más tarde aparecí yo. Formamos un grupo de rescate, menguado hace unos días y que hasta el momento no ha logrado recuperar nada, pero que cada año regala meses de afecto y felicidad. Y eso, por lo pronto, es suficiente.

A pesar de no conservarlos, la relación que tiene papá con ellos demuestra algo más que un simple interés por disponer de su presencia para su beneficio personal: descubre sus gustos y les brinda comodidades y la felicidad que quizá jamás encontrarían. Conversa con ellos, e incluso lo escuché decirle a uno en particular que al mirar sus ojos hallaba la simpatía y el cariño que nunca encontró de forma tan sincera en ningún ser humano, incluida su esposa, con quien tenía ensayado un juego mordaz de miradas furtivas acompañadas de frases condescendientes.

El peso de las vidas tomadas es cada vez más opresivo. Ninguno ha regresado nunca, ni solo ni acompañado. Ninguno ha encontrado a Laika. Hemos pensado que, al ver en blanco y negro, no logran distinguirla entre los otros viajeros, o quizá perciben a todos como entes, como manchas idénticas que les demuestran afecto o aversión, que los atemorizan o reconfortan. Su única opción sería huir, cerrar los ojos hasta que las espantosas visiones desaparezcan. Aunque es difícil escapar cuando el propio abismo decide la velocidad de la fuga y puede ser tan insolente que no los transporte ni un metro durante horas, y eso es más abrumador que la eternidad, que el amenazante líquido.

Papá confía en la seguridad de la nada, en una unión que no se puede romper porque no existe. Ve en ellos el agradecimiento, el cariño que pue-

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de surgir de una repentina y arriesgada amistad de la que sólo una parte saldrá a salvo.

Las hembras son su debilidad y hubo una en específico, con las patas traseras paralizadas, que lo mantenía fascinado durante horas. Ella se arrastraba con lentitud en círculos por el jardín posterior, y solían compartir bocadillos por turnos. Al llegar la fecha acordada, lo miró alejarse con resignación desde su ridículo y perverso navío, como si supiera que eso era todo y que el mundo humano le había ofrecido demasiado. No ladró ni aulló, como la mayoría. Simplemente se recostó y bajó la cabeza.

He comprendido que un perro obedece siempre ignorando los riesgos. Su misión es servir a su dueño, por más infame que éste sea, y es noble y cariñoso porque es la única forma de mantener un equilibrio entre ambos mundos. No juzgan, no aconsejan, mucho menos tratan de comprender. Escuchan y miran; ofrecen su presencia muda como generosa ofrenda.

Mamá me enseñó a dejarlos ir junto con todo el amor que les pudiera tener, a no retener sentimientos, a vaciarme y volver a llenarlo todo con la llegada de un nuevo rostro y nuevas experiencias. Papá, por su parte, siempre ha señalado que ninguna fase del rito debe ser de sufrimiento, pues es sólo una evasión, por decisión propia, de lo inevitable; así elude el enfrentamiento de una situación no planeada y que resultaría muy dolorosa. Nos anticipamos al desconsuelo.

Sólo una vez vi a papá quebrarse, perder el temple y la fortaleza. Cuando volvimos de ese viaje, lo espié. El suyo era un llanto tímido, profundo, que estremecía su existencia colosal y que mostraba un dolor que lo opacaba por completo. Fui el único testigo de esa derrota que duró unos minutos, los suficientes para que él recobrara su brío habitual. En ese instante comprendí otra parte del absurdo enigma que lo conformaba.

Hace siete días el equipo se dividió por primera vez. Mamá se rehusó a ir con nosotros y le prohibió a mi hermano acompañarnos. Papá me aseguró que estaban muy atareados con sus labores y nos marchamos. Decidimos acortar la excursión, y a los dos días regresamos a casa al anochecer. No había un alma. El auto de mamá no estaba en la cochera, pero sus pertenencias se hallaban donde siempre: abundante ropa colgada en el armario, collares y perfumes en el tocador y la argolla de matrimonio en la jabonera del lavabo. En la habitación que yo compartía con mi hermano las cosas estaban intactas. Papá realizó un par de llamadas y me pidió que esperáramos. Su ser entero reflejaba una angustia mal disimulada.

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El teléfono sonó al día siguiente a las cinco de la mañana; los encontraron. El auto de mamá estaba orillado en una carretera cercana. Papá fue a reconocer los cuerpos. Las autopsias fueron terminantes: intoxicación intencional con raticida anticoagulante. Debido al estado en que hallaron los cadáveres, decidió que los incineraran enseguida.

Él asegura que no tardaremos en tener compañía. Ha empezado a vestirse con algunas prendas holgadas, usa unos tacones viejos, se peina y maquilla con mucho cuidado y usa joyas. Se ha convertido en una grotesca copia que logra aliviar el vacío.

Ha planeado cada detalle de la nueva misión: será la primera con dos emisarios. En caso de que no volvamos en el tiempo estimado, tenemos una última oportunidad: él.

Y, si todo falla, al menos ya estaremos todos reunidos. Quizá ninguno ha regresado porque es mucho mejor aquel lado, esa otra realidad.

Sé de casos en los que las mascotas, tras las muertes accidentales de sus dueños y varios días sin alimento, devoran los rostros y partes del cuerpo que no están cubiertas por ropa. Mi futura única compañía es capaz de darme un fin similar.

Ahora debemos cenar. Mis padres en un mismo cuerpo entran en la sala con dos bandejas de comida, y con una misma mano encienden el televisor.

Sólo abre la boca para decirme que ha cambiado de parecer: él no será la última opción, me dejará su lugar porque necesita que alguien continúe mandando emisarios para traerlo de vuelta junto con todos los anteriores, para perpetuar la búsqueda.

Es la primera vez que advierto en el tono de su voz la conciencia de quien percibe lo inútil de su cometido. Hasta ahora comprende lo absurdo de su anhelo y lo imposible del retorno.

(Querétaro, 1987) Ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en diversos medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, Laberinto, El Cultural, La Jornada Semanal y Punto de Partida. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Autora de Tusitala de óbitos (Pictographia Editorial, 2013) El vals de los monstruos (Fondo Editorial Tierra Adentro / Fondo Editorial de Querétaro, 2018; Fondo Blanco, 2020), Tristes sombras (Paraíso Perdido Editorial, 2021) y Despojos (FOEM, 2022; Premio Nacional de Literatura “Laura Méndez de Cuenca”). Oficio de difuntos recibió mención honorífica en el XLIX Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.

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Intervención gráfica: Valeria Loera.

Adrián Chávez

Andantino

Padezco una enfermedad, todavía inexplorada por la ciencia, que me predispone a una voluntad de repostería en todo momento, con la única e invariable excepción de los cumpleaños. “Pastelfobia intermitente”, podríamos bautizarla. La sintomatología se limita a la anulación del antojo y de la común salivación espontánea siempre que el pastel se impone como protocolo de la fiesta. En las celebraciones de cumpleaños, el bizcocho antecede a las ganas. Se lo come uno movido por una obediencia secular, pero con tan poca sinceridad que da tristeza. Es de preguntarse, al menos, cuándo se volvió imperativo el maridaje entre el festejo y los carbohidratos. Es cierto que los fenicios y los egipcios fueron los primeros en solemnizar el por demás arbitrario hecho de existir; cierto que a los griegos se les ocurrió luego hornear un soporte de harina y miel para las velas que le prendían a Artemisa; sin embargo el inicio de su obligatoriedad me evade. Hoy en día, las velas nos sirven para contabilizar los años, además de para poner en duda la capacidad soplatoria del festejado. La convención dicta que el aire que uno es capaz de emitir por la boca para apagarlas (a), en función de la fuerza con la cual se expulsa de los pulmones (f), es inversamente proporcional a los años vividos (edad = a/f). El soplo, de ser exitoso —a veces se concede más de un intento; después de todo, se trata del cumpleañero— inaugura la repartición del pastel. O casi, porque la repartición, al menos en esta parte del mundo, tiene restricciones.

Junto a “Las mañanitas”, el soundtrack nacional de la vuelta al propio Sol incluye un sencillo en apariencia más modesto pero igual de perentorio. Tengo un recuerdo —en realidad una criatura mnemónica armada con estampas de diversos cumpleaños a los que he asistido a lo largo de la vida, incluidos los míos— en el cual una de mis tías, devenida directora coral, azuza a los presentes para no dejar caer la melodía ni el ritmo de “Queremos pastel”, amenazándolos con privarlos de su porción correspondiente si se niegan a participar. “Al que no cante no le toca pastel”, dice la impartidora de justicia, toda ella un tribunal del entusiasmo. (Ignoro también si

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Strauss quería pastel 1

haya otro pueblo en la tierra que deba trabajar su derecho a una rebanada con un canto ritual.) Salvo en los ocasionales apóstatas y pastelófobos no diagnosticados, la amenaza surte efecto: helos ahí, jóvenes y viejos de todos los géneros y credos, construyendo a ritmo de vals un lugar en la mesa, su derecho al trofeo de pan. Que no nos quepa duda de que Octavio Paz, Leonora Carrington y, en una de ésas, hasta León Trotsky se vieron un día en la circunstancia de cantar “queremos pastel, pastel, pastel”. La melodía es generosa e igual se pasea desnuda en las versiones a capella que se envuelve en los instrumentos del grupo versátil: la batería al compás de tres cuartos, el bajo como un columpio de una nota a otra y un teclado Yamaha con demasiado eco completando la armonía. La mexicanidad, esa hidra de tantas cabezas, parece alcanzar algo parecido a la homogeneidad sólo cuando se trata de exigirle al cumpleañero, no sin cierta soberbia pueril, un poco del pastel que en honor a sí mismo mandó a hacer o compró en la panadería del Wal-Mart.

Tempo di vals

Es 1868. El sonido que hace la batuta cuando Johann Strauss la levanta del atril es el único que se escucha en toda la sala de conciertos de la Exposición Universal de París. A kilómetros de ahí, en su país, Austria, todos siguen cariacontecidos porque apenas el año pasado Prusia les puso una arrastrada por toda Europa Central. Fue una guerra que duró poco más de un mes, pero tuvo grandes consecuencias, como el nacimiento de Alemania; la anexión del Véneto al Reino de Italia, y la conversión de la Austria centralista en una monarquía dual, el imperio Austrohúngaro, que encabezaría la casa de Habsburgo hasta la Primera Guerra Mundial. Fue precisamente ésa la razón de que el gobierno austriaco le haya encargado a Strauss la composición de un vals que ayudara a sanar las almas de la nación.

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1 Este ensayo forma parte del libro Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018; Premio Nacional de Ensayo Joven “José Luis Martínez” 2018) y se puede descargar gratuitamente en el sitio de la revista Tierra Adentro.

Strauss está de pie frente a la orquesta, con sus cuarenta años y la fama de haber transformado el género del vals de un entretenimiento campirano en un desfile de compases digno de la corte imperial; no en vano lo llaman El Rey del Vals. Suerte que no se dejó amilanar por su padre, Johann Strauss I, cuando éste se negó a apoyar su carrera en la música, pues prefería evitarle una vida llena de sinsabores. Suerte que, si el encargo recayó en él, se debió sólo a que su popularidad superó las de Josef y Edward, sus hermanos, ambos futuros miembros del salón de la fama del clasicismo musical. Suerte que le alcanzaron la inspiración y el trabajo para componer lo que la orquesta en pleno está a punto de ejecutar.

Al tempo, comienza a sonar el trémolo de los violines y el corno sugiere la melodía. Es éste el vals que eclipsará los otros cuatrocientos que Johann Strauss escribirá durante su vida: “An der schönen blauen Donau”, “El bello Danubio azul”, aunque por lo general será conocido sólo como “El Danubio azul”, quizá por economía verbal o quizá porque, en concesión al nacionalismo austriaco, se advirtió entre “bello” y “Danubio” un pleonasmo.

Es ésta, también, una reconciliación entre creador y creatura: no es la primera vez que dicho vals se toca en público. Su debut y algunas otras interpretaciones corrieron a cargo de la orquesta que regentaban los hermanos de Johann, pero la recepción fue pobre, y el propio compositor se permitió mandarlo al diablo. No será sino hasta después, con él mismo a la batuta, en París, cuando recibirá su primera y estruendosa ovación. Más tarde se presentará en Inglaterra, y pronto su popularidad hará necesaria la construcción de nuevas planchas de impresión para multiplicar la partitura original.

Pasarán muchos años, caerá el imperio de los Habsburgo, y sus acordes seguirán oyéndose en las celebraciones de año nuevo en Viena. De la mano de Johann Strauss, Austria acaba de dar a luz un segundo himno nacional.

Crescendo

Por aquel tiempo, México vivía una época un poco embarazosa —quizá el único episodio glamoroso de la inmigración ilegal—, en la que un emperador extranjero gobernaba desde el Castillo de Chapultepec, y la presidencia desplazada operaba desde una carroza en eterna persecución con la versión itinerante de Benito Juárez en el asiento de atrás. Maximiliano I se hacía llamar “de México” y cada 15 de septiembre se vestía de charro para con-

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memorar la Independencia; sabe Dios cómo serían los retratos que de él quedan en el Museo de Historia si le hubiera dado tiempo de descubrir que en Acapulco, con mucho gusto, le hubieran hecho unas trencitas a su rubia barba doble. Antes de venir a gobernar México por obra y gracia de Napoleón III de Francia, a quien le debíamos gran cantidad de dinero, ostentaba el título de archiduque de Austria, mientras que su hermano, Francisco José, era emperador de toda Austria-Hungría.

Los grandes hits del Segundo Imperio mexicano incluyen éxitos nacionales de importación, como es el caso de “Adiós, mamá Carlota”, una parodia que Vicente Riva Palacio hizo del poema “Adiós, oh patria mía” para despedir a la emperatriz cuando la debacle comenzó a cernirse sobre el imperio de papel —dicen los conocedores que Maximiliano salió más liberal que Juárez, lo cual no le gustó ni a Napoleón ni a la mochada mexicana, quienes le retiraron su apoyo—.

De la remota playa te mira con tristeza la estúpida nobleza del mocho y del traidor.

En lo hondo de su pecho ya sienten su derrota; adiós, mamá Carlota, adiós mi tierno amor.

No obstante, es probable que, durante el periodo de este vínculo retorcido con el Primer Mundo, llegaran a México productos culturales de ultramar, en particular de los grandes imperios, como el que regía la casa de Habsburgo. No resulta inverosímil afirmar que esa cruzada monárquica, emprendida por el gobierno francés para extender su poderío a América y estrechar sus lazos con Austria-Hungría, haya facilitado el desembarco de “El Danubio azul” a tierras mexicanas.

Andante

Cuando se estrenó, “El Danubio azul” tenía letra. Al inicio, el vals de Strauss era un marco musical vacío, una oportunidad que el jefe de la policía austriaca, Josef Weyl, hombre de férreas convicciones, no iba a dejar pasar. Weyl acometió un panfleto político en verso, el cual provocó la incomodidad y las subsecuentes protestas de los integrantes del coro que

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lo interpretaría —ésta fue, de hecho, una de las razones para que el propio autor volviera la espalda a su creatura—. No fue sino hasta después de la Exposición Universal de París, cuando obra y creador ya habían hecho las paces, que Franz Edler von Gernerth, abogado, músico y letrista, le confeccionó un nuevo rostro —menos feo—, nuevas rimas que en efecto hablaran del Danubio, de los valles, de las praderas germánicas y demás melcocha patriótica disfrazada de descripción del paisaje:

Donau so blau, so schön und blau, durch Tal und Au wogst ruhig du hin, dich grüßt unser Wien, dein silbernes Band knüpft Land an Land und fröhliche Herzen schlagen an deinem schönen Strand. [...] Hier quillt aus voller Brust der Zauber heit’rer Lust, und treuer, deutscher Sinn streut aus seine Saat von hier weithin.

Danubio tan azul, tan bello y azul, a través del valle y el campo se desplaza hacia abajo aún, nuestra Viena te saluda, su cinta de plata une todas las tierras y la alegría del corazón golpea la hermosa ribera. [...] Aquí vierte de sus pulmones la magia de deseos felices y fiel extiende el sentimiento germánico sembrándolo a lo largo de sus aguas.

Ésta es la traducción literal que encontré en internet, dado que mi dominio del alemán se limita a los números del uno al nueve. Más tarde esta letra tuvo sus versiones en inglés y francés, mas no he logrado dar hasta ahora con nada que tenga siquiera intenciones de ser la oficial en español.

Pero está, claro, la adaptación mexicana:

Queremos pastel (pastel, pastel).

Queremos pastel (pastel, pastel).

Queremos pastel. Queremos pastel.

Queremos pastel. Más pastel. Un pedazo de pastel.

Coda (pastel ma non troppo)

Es cumpleaños de otra de mis tías. No de la que supervisa la logística del canto ritual, sino otra, más callada, una que se basta ella misma —quizá por eso nunca se casó ni se interesó en reproducirse—. En mis cumplea-

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ños de un solo dígito, ella solía hornear los pasteles arquitectónicamente más increíbles que haya visto o probado. Gracias a la evidencia fotográfica que sustituye mis lagunas, conozco el pastel carrusel y el pastel balón de futbol, por ejemplo; pero recuerdo sin necesidad de muletas documentales el enorme castillo revestido de merengue color adobe y M&M’s en las almenas del cual fui absoluto soberano un día de octubre de 1992, antes de que fuera desmantelado para repartirlo entre los invitados. Mi hermano menor también disfrutó un par de años de sus construcciones, hasta que un día, sin mayor explicación, anunció que no las volvería a hacer. La versión más socorrida entre mis padres era que mi tía abandonó la ingeniería repostera porque mis otros primos no gozaban del mismo privilegio, lo cual levantaba envidias indeseables, así que ella optó por no favorecer a nadie, pues favorecer a todos implicaba el montaje de una industria unipersonal sostenida en la gratuidad. La verdadera razón, no obstante, permaneció como un misterio al menos para mí. Los pasteles que eran arte, que eran míos, se volvieron pasado y, como todo pasado, un poco ficción. A partir de entonces esos de la realidad, incluso los de mis cumpleaños, ya no eran míos sino de todos, y con ese derecho los reclamaban. A pesar de ello, recuerdo la insurrección de mi tía, su desdén por la expectativa, con algo que, si no es admiración, me acomoda muy bien confundirla con tal.

La pastelfobia intermitente acecha. Su único síntoma se cierne sobre mí apenas se sugiere la exigencia de comer. Y de cantar. Entonamos “queremos pastel” probablemente en el único momento en el que querer pastel no es espontáneo sino normativo. A veces, pensando en cosas así, me sorprenden menos otras más importantes.

Si pusimos harina, huevos y merengue donde había la reconstrucción de un país en guerra, de qué más no seremos capaces. Este tipo de acciones tamizan el escándalo de fundar una ciudad sobre un lago, instaurar un imperio extranjero en un país adolescente y convulso, institucionalizar una revolución, dejarla gobernar casi un siglo, votar un presidente que dé su informe de éxitos frente a un país desigual y empobrecido. Es lugar común decir que los mexicanos se ríen de la muerte, sin embargo se trata de una risa histérica, de una contradicción festiva que, por lo demás, México sí es. La muerte nos aterra como a todos, pero la inconsecuencia nos seduce como a nadie. Con un poderoso vals a manera de arma a la vanguardia, entonamos “Queremos pastel” con una vehemencia que dejaría

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más estupefacta que satisfecha a María Antonieta. “Que coman pasteles”, proclama la reina y luego camina confundidísima al cadalso, porque el pueblo sin pan, en lugar de ofenderse, pide en efecto pastel, más pastel, y aún más pastel cuando el motivo más famoso de Strauss despliega la frase musical climática. Por lo demás, difícilmente María Antonieta habría tenido en México un final diferente al que tuvo en Francia; después de todo, Maximiliano I terminó, no decapitado, pero sí agujereado como regadera de porcelana vienesa en el Cerro de las Campanas, por meterse con un país que le puso letra al “Danubio azul”.

Mi tía canta sin muchas ganas, y yo igual. No es que nos falte alegría, sino que la nuestra proviene de la pequeña revolución de no querer pastel. Somos apátridas de la fiesta. Nuestro mover los labios sin realmente cantar es lo más parecido que tenemos a bailar el vals que ahora duerme bajo el betún. Entre todos hemos llevado el ejercicio de extirparle el alma a una melodía y rellenarla con el postre a cucharadas a niveles de profesionalización, pero por ahora mi tía y yo, aunque ella no lo sepa, somos cómplices en una marginalidad feliz. Nos une y nos explica la duda de si de verdad Strauss quería pastel.

(Estado de México, 1989). Escritor y traductor. Autor de la novela Señales de vida (Fá Editorial, 2015), la obra de teatro El donador de almas (Teatro La Capilla, 2018; La Teatrería, 2019) y el volumen de ensayos Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018; Premio Nacional de Ensayo Joven “José Luis Martínez” 2018). Ha publicado en la revista Tierra Adentro, la Revista de la Universidad de México, Punto de Partida, entre otras. Ha sido becario del FONCA. Actualmente hace divulgación en redes sociales y Tik Tok como @nochaveznada.

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Intervención gráfica: Valeria Loera.

Ilustración: Mariela de la Peña.
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