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Hugo Oquendo Torres, pág. 80
from FIPGRA 2022. V Festival Internacional de Poesía Patria Grande Latinoamérica y el Caribe
by FIPGRA
Hugo Oquendo Torres
Hugo Oquendo-Torres, Chigorodó, 1982. Teólogo y profesor universitario del Programa de Español y Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha hecho estudios de teología con la Universidad Bíblica Latinoamericana de San José de Costa Rica. De poesía ha publicado los libros: Catarsis de la memoria y otros silencios (Medellín, 2011), Poesía del cuerpo desnudo (Metanoia, 2014). Y de cuento ha publicado Lo secreto (Klepsidra, 2018). Algunos de sus poemas aparecen en las antologías: Si después de la guerra hay un día (Escarabajo, 2020); y en la antología Morir en un país que amabas (Escarabajo, 2021). También ha escrito una serie de ensayos de teología y literatura, entre ellos: En la cama con mi madre: pensar y sentir la teología desde la piel (Revista Perseitas, 2014); Tengo el sexo marcado: erótica de la resistencia (Escuela Superior de Teología, 2016) y Soy un dios y, sin embargo, ¿qué trato he recibido de los dioses? Rasgos del héroe trágico en el Prometeo de Esquilo (Polilla. Revista literaria, 2016).
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TEQUILA DOBLE A Frida Kahlo y Chavela Vargas En el desierto de tu pintura rajada nacen muertos los soles y se erecta la carne. Tu cuerpo fracturado como agujas de maguey punza mi pellejo. Beso el reverso de tu oreja y remojo tu vientre con limón. La tierra seca coagula tu sangre, al cielo le abres tu carroña desnuda. Ven acá, Chavela, me tomas. Tus labios los engullo a mordiscos. Me incendio en tu gemido y hundo mi dedo en la herida de los dioses mexicas, donde lamo la sal de la orilla y bebo el tequila doble de tu clítoris.

Y EL VERBO SE HIZO LATEX Jesús cuando en el horizonte agonizaba la última brasa del sol, bajó del madero y entró al confesionario. Tomó de abajo del reclinatorio la cartera de maquillaje para transformar su rostro empalidecido. En el cajón puso los clavos y la corona de espinas. Con una banda plástica disimuló sus cojones, ajustó a sus caderas el pantalón con lentejuelas que su madre le había confeccionado. Se abultó los senos con dos formas de espuma, ocultando en su costado la herida de perro callejero, apretó su cintura con un corsé negro, luego cepilló su cabellera y se aplicó lápiz labial. Al ponerse las botas de cuero, guardó entre su pecho una navaja y tres condones como amuleto de suerte. Jesús levantó la mirada y lanzando un grito al cielo, encomendó su cuerpo al Padre y vivió. Ahora él, ella, mariposa púrpura que danza bajo los ojos azules de la noche, hasta las seis de la mañana, cuando acabe su jornada de piel, se llamará Samanta Ella con la cabellera suelta, salvaje, seduce las miradas ansiosas del cáliz de su sexo, su pan y su vino. Hoy querremos comulgar con su cuerpo bañado. En la esquina de la avenida, cerca al semáforo, Samanta fue abordada por una camioneta blanca, allí de nuevo la violaron con el falo de la razón. Una y otra vez la penetraron con la verdad. Su rostro fue torturado, masacrado fue su vientre y raída desde la espalda. Se repartieron su ropa y se sortearon la túnica. La muerte ha vuelto a tener otro orgasmo Treinta monedas de plata cayeron al pavimento que era mordido por la lluvia. La lluvia de agua-sangre se escurre entre las cloacas, alimentando el silencio de los ojos. El maquillaje, serpentina de la aurora, se hizo una acuarela en la boca magullada. Pero, ni una sola lágrima de sus ojos de gata medialuna fue derramada, pudo más el coraje que la locura. Samanta, al tercer día, después de la misa de seis, resucitará. El carnaval de su lápiz no se ha borrado de su boca.

ALABAO PARA MARINO LOPEZ MENA «// ¡Ay, salve!¡Ay, salve! ¡Ay, salve de Dios, reina y madre! //», así cantó la abuela Macumba y sollozando encendió los velones. Uno para el Cristo ahumado y cuatro para el retorno mío de las tierras de la sombra. Ay mama, ay yaya Macumba, en esta noche que invocas mi ánima en pena a tus ofrendas de viche de caña, acudo. Ay yaya, caramba, no te olvidaste de tu negro, de tu pobre pelao. Ay mama, mi abuela Macumba, se te pondría el corazón de piedra, ve, ve… si vieras cómo la rabia mordió mi carne. Hombres armados, que noches atrás los vimos aterrizar sobre el cerro Filo cuchillo, nos reunieron en la escuela. El comandante con lista en mano gritó mi nombre. Ay yaya, asustado alegué. «Ustedes saben que yo no soy, no. Ay, yo no soy, no, no». Y sin mediar palabras uno de ellos me abofeteó. Tenía la cara larga y los ojos endiablaos. La boca me quedó ardiendo, escupí sangre. «Malaya, ustedes saben que yo no soy, no. Yo no soy hombre de armas, no», «// ¡Ay, salve!¡Ay, salve! ¡Ay, salve de Dios, reina y madre! //», Ay yaya, abuela Macumba, y entonces dos hombres me llevaron aparte para que les tumbara unos cocos. El primero señaló con la macheta. Yo mecí la cabeza y los acompañé. «Ustedes saben que yo no soy, no. Yo no soy, no», renegué. Y me decían, «Tranquilo negro, tranquilo, tumbanos los cocos nada más». Con una estaca chucé la palma hasta hacerlos caer. Y al dar la espalda, el hombre me lanzó un machetazo al cuello y lo esquivé. Resuelto me zambullí en el río, mi hombro izquierdo sangraba. Días antes no había llovido y el cauce estaba seco. Seco, seco, ay el pobre. Yo sé que él me hubiese ayudado, pero no había llovido, mi yaya. Y no pude escaparme, no. Al no aguantar la respiración, salí. Ya el hombre y su compañero me apuntaban con el fusil. «Gonorrea», gritaron «si intentas huir, te va peor». «Ustedes saben que yo no soy, no», palmoteé el agua y mis ojos se encharcaron. «Ustedes saben que yo no soy, no», una lágrima cayó en mi boca, apreté los labios y caminé; como despidiéndome miré la selva alrededor, su silencio adivinaba mis pasos. El sol en la cuenca del Cacarica era todavía un niño. «Ustedes saben que yo no soy, no», insistí. Al llegar a la orilla estiré mi mano y el hombre con la macheta cortó mi cabeza. Ay yaya, se te pondría el corazón enyelado, enyelado, si vieras cómo caí intentando abrazar el aire. La bestia aquella, ese hombre malayerba, perro culo, pateó mi cabeza, lanzándosela a sus compañeros. Los bellacos, mandingas diablos, jugaron fútbol con ella. Aturdido cerré los ojos, mientras mi cuerpo chapaleaba allí. Ay yaya, yaya, abuela Macumba, se te pondría el corazón verde como hiel de pescao, al ver cómo ese hombre trozó mis piernas y brazos. Ay yaya, ese animalao con tres azotes abrió mis costillas. Ay yaya, se te pondría el corazón chiquito, chiquito, si supieras la orfandad que sentí al ser abandonado sobre las frías piedras. Días después rescataron mis despojos. Y un novenario recibí. Ay yaya, abuela Macumba, no llores, no. Qué aquí me tenés, caramba, enterito para bailar contigo este bembé.
