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Agradecemos su valioso apoyo al Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina, la Embajada de Brasil en México, el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile, la Embajada de Irlanda en México, el Ministerio de Cultura de Indonesia-Manajemen Talenta Nasional (MTN), el Ministerio de Cultura del Perú, Ruxue International Media Inc., Acción Cultural Española (AC/E), Barcelona, Invitada de Honor, Revista Banipal y Editorial Planeta.
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Nota para el lector
Durante 18 años, el Encuentro Internacional de Cuentistas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha sido un espacio privilegiado para celebrar la brevedad, la magia y la intensidad del cuento. En esta decimonovena edición, el encuentro congrega a autores de distintas lenguas, tradiciones y geografías que comparten una misma pasión: narrar lo esencial con pocas y poderosas palabras.
Esta antología reúne historias, ideas y creaciones de once escritoras y escritores provenientes de distintos rincones del mundo: Katya Adaui, de Perú; Huda Al-Naemi, de Qatar; Liliana Blum, de México; Jan Carson, de Irlanda del Norte; Carlota Gurt, de Barcelona; Alejandra Kamiya, de Argentina; Monique Malcher, de Brasil; Xue Mo, de China; Andrés Montero, de Chile; Laksmi Pamuntjak, de Indonesia e Irene Reyes-Noguerol, de España. Voces que revelan la vitalidad y la diversidad del cuento contemporáneo y nos invitan a recorrer mundos únicos, a explorar lo íntimo, lo social, lo imaginado y lo vivido, todo en el espacio preciso y poderoso del cuento.
Los relatos contenidos en estas páginas abordan temas tan diversos como universales: los vínculos familiares, la memoria, la indiferencia, el hogar, el deseo, el cuerpo, el duelo, la maternidad, la pérdida y el extrañamiento ante lo cotidiano. Cada cuento propone una mirada aguda sobre lo humano, desde lo lírico hasta lo descarnado, lo introspectivo o lo fantástico.
Esta antología es, también, una muestra del espíritu del encuentro: diálogo, escucha, descubrimiento. Cada texto aquí reunido es un umbral hacia una literatura que no deja de transformarse, de cuestionar y de emocionar. En estas páginas los lectores entusiastas del género conocerán a los autores como ellos desearon mostrarse; conocerán lo que para cada uno es el cuento, los pasos firmes que los dirigen a escribir relatos breves y las claves esenciales para crearlos. Encontrarán también, al final de este impreso, una guía de voces imperdibles que han transitado las ediciones de nuestro querido Encuentro Internacional de Cuentistas, y a cuyas historias siempre valdrá la pena volver.
Una vez más, ¡los invitamos a celebrar y disfrutar del cuento!
PERÚ Katya Adaui
Adoro los cuentos porque son viajes cortos, pero de largo plazo.
Aun cuando no estoy escribiendo, estoy escribiendo. Encuentro consuelo en el lenguaje y en pensar al otro desde sus contradicciones.
Soy autora de los libros de cuentos Un nombre para tu isla y Geografía de la oscuridad, con Páginas de Espuma; Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado. Y de las novelas Quiénes somos ahora y Nunca sabré lo que entiendo. También escribí cuatro libros infantiles, entre ellos, Otra cosa.
Vivo en Buenos Aires: hay más librerías que McDonald´s. Dicto talleres. Y enseño en la carrera Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes (UNA).
Escribir como alegría pendular
Escribir, como toda alegría, es pendular: un estado que roza la gracia. Rara vez es la gracia. Te tienta, te punza, y a la vez te sobrepasa pidiéndote que desesperes. Que abandones y no vuelvas. Un verbo que podría acompañar la alegría: sostener. En la escritura, ¿qué sería sostener la alegría? ¿Saber esperar y lograr alguna vez transformar el propio dolor en curiosidad, belleza y vértigo?
En un mundo que exige celeridad y sustitución y descarte, el resultado medible, elegimos cada vez quedarnos. Quedarnos, pese a todo. Aunque perdidos frente a nuestra intemperie, incómodos, en perpetua extranjería.
Ante el propio texto, uno comparece. Resistimos apenas, intentando pensar mejor, nombrar lo que no sabemos, entre imaginación y memoria, en un tiempo abolido. Terquedad, decisión de vida, pura voluntad, ensimismamiento. Un elogio de la lentitud. Escribir es todo eso.
Al mismo tiempo, como pasaje y como acto, como artesanía, un oficio, escribir no tiene nada de excepcional. Hebe Uhart, una escritora notable que murió haciendo lo que amaba, decía: “No se nace escritor, se nace bebé”.
¿Y si fracasamos? Nada. No pasa absolutamente nada. El mayor entrenamiento de nuestra vida es comenzar de nuevo. Como un fondista que desea rebajar unos segundos a su marca, hacer una pausa, padecer el intervalo, abrazar torpeza y riesgo, insistimos desde otro lugar. El tachado, el remiendo hacen bien. Pienso en el escritor Haroldo Conti y su manifiesto entre los escombros. Durante la última dictadura argentina lo arrancaron de su casa, lo desaparecieron. Pero en su mesa de trabajo se leía: “Este es mi lugar de combate y de aquí no me voy”.
Los animales en los cuerpos de mis hijos
Huelen a sudor antiguo. Los trajes de gomaespuma corresponden a otros cuerpos. Arrancamos una malla de licra atorada en uno de los pies. Puaj, dicen, ¡qué asco! ¡Yo no me voy a poner eso!
Mi hija es un elefante. Mi hijo, un ratón.
Los ayudo a vestirse, los llevo frente al espejo y sonríen, se sienten de gala. Han elegido a sus propios animales. La zoología de nuestra casa es peculiar, el ratón no le teme al elefante.
Mi hija se ha convertido en mi animal favorito.
Y hay algo que no puedo contarle: a los elefantes que perdieron a la madre se les amarra una colcha alrededor del lomo. El peso reemplaza la trompa, adonde van a refugiarse. Aunque la colcha sea lavada y mezclada con otras, siempre reconocerán su olor. Si cargan la misma colcha, semana tras semana, mes tras mes, durante sus primeros cinco años de vida, sobrevivirán.
Debo extremar el cuidado.
Te volteas y ya no están. Alguien los tomó de la mano y no fuiste tú. Te volteas y renacen en otra familia. Tienen nuevos nombres y apellidos y apodos entrecomillados. No voy a privarme de ver a mis hijos transformados en seres sin preguntas. Hoy no.
Ella, una burbuja gris acolchada. Él mordisquea, aburrido, un trozo de queso. No te lo comas todo, es parte del disfraz. Los cepillo y les amarro el pelo. En sus ojos hay la voluntad de una estampida. ¿Debo pintarme manchas, pegarme bigotes y embestir? Yo no me puedo convertir en otra cosa.
Me pongo las medias y lustro los zapatos con los pies. Me tomo mi tiempo.
Antes de abrir la puerta de calle:
Solo tocaremos los timbres de las casas, nada de edificios. ¡¿Por qué?!: ella.
Él es un no.
Si se pierden por los pasillos, ¿qué sería de ustedes sin mí?
Toda la cuadra es un silencio. Las ventanas oscuras, como tapiadas. Cuando yo era chico a los tacaños les lanzábamos huevos contra la fachada. Claras y yemas en mescolanza, se chorreaban y quedaban pasmadas. Les imaginábamos una vida horrible. Romperles las ventanas. No nos atrevimos. Puerta marcada, casa detestada, era la contraseña. No es momento de andar desperdiciando.
Como un domador, mantengo a dos animales amaestrados avanzando junto a mí.
Tocamos los timbres de las casas. Delante de las puertas chillan su impaciencia.Escucho algo. ¡Ya vienen!
Observo las puertas y a los niños. Siento un pavor hondo. ¿Qué puedo hacer? Soy alguien que espera.
Saltan poderosos y despabilados y exigentes. ¡Ahorita, ahorita!
Los animales en los cuerpos de mis hijos se ven baratos, tal cual, de reventa. Los ratones son la segunda especie en poblar la tierra; el elefante africano está en peligro de extinción.
Es terrible saber que nunca podré hacer algo por ellos.
Los niños ríen y esta noche. Ríen y la vida.
Tocamos todos los timbres, de casas y edificios. Rííín, suenan, urgidos, coreados. De nuevo, rííín. Les advierto, una vez más:
No ingresaremos a los pasadizos. Afuera. ¿Está bien?
Desearía ser un tigre. Mi agilidad es de tortuga. Voy recogiendo del suelo, una a una, las golosinas morosas. Nos esquivan y mis hijos me siguen o yo. Bajo la luz ámbar de los postes, la vereda brilla color caramelo. Deberíamos dejar algunas aquí y volver mañana temprano, atestiguar las faces, los chisporroteos al sol.
Corremos y maravilla y acumulamos, debajo de las ventanas altísimas y de los ojos recién llegados que nos calculan.
Observo a mis hijos una vez más y deseo para ellos la memoria de los peces, doce largos días, no la memoria eterna del elefante, no la mía.
Adaui, Katya Geografía de la oscuridad Páginas de Espuma, España, 2021
Al inicio no pensé en convertirme en escritora: era una niña árabe, musulmana, criada en Qatar, un país minúsculo sumido en un desierto fascinante y playas llenas de vida, en una familia y sociedad profundamente conservadoras. Mi máxima aspiración era labrarme un futuro profesional sólido. Al contrario que la generación de mi madre, yo sí tuve la oportunidad de estudiar en la universidad, donde me matriculé en medicina física. Me convertí en la primera médica física de mi país. Gracias a mi dedicación he obtenido diversos premios; sin embargo, escribir siempre fue mi verdadera pasión. Nunca dejé de hacerlo, en especial relatos cortos, que comencé a redactar en mis años de estudios. Esto me permitió permanecer siempre al tanto de la efervescente escena cultural. En Egipto, conocí a novelistas árabes, egipcios y extranjeros; publiqué mi primera colección de cuentos, le siguió la segunda y la tercera. Regresé a mi tierra, con el título de doctora bajo el brazo, y me repartí entre mis obligaciones laborales y la implicación en actividades culturales. Mandaba columnas de opinión a varios periódicos, al-Raya qatarí, al-Yawm saudí o al-Zaman, periódico en árabe con sede en Londres. Las antologías de relatos breves pasaron a sumar seis, se sumaron obras de teatro para niños, ensayos de crítica y la novela Zaafarana, que obtuvo el Premio nacional Katara en 2024. Para finales de 2025 esperamos la aparición de la segunda.
QATAR Huda
Al-Naemi
Los diez mandamientos del relato breve
1. Leer sobre el arte del relato breve y leer más relatos breves todavía, ya sea de escritores árabes o de autores extranjeros traducidos al árabe
2. Trabajar una forma de narrar adecuada a la forma de ser y ver el mundo del autor, desde un enfoque realista, surrealista, clásico, ficcional, etcétera
3. Elegir una imagen, una semblanza o una idea y estructurar la narración a partir de ella
4. Definir muy bien el personaje central del cuento, ya se trate de una persona, un animal o un objeto
5. Leer e informarse sobre ese personaje central y sus atributos principales. Por ejemplo, si hemos tomado a una madre como eje del texto, documentarse sobre el significado de ser madre, la maternidad en sí; y lo mismo si vamos a hablar sobre el mar, el viento, las nubes o cualquier otra cosa
6. Permanecer un buen tiempo, antes de escribir, dándole vueltas en la cabeza a cuáles han de ser las características de este personaje central, convivir con él o con ellos (si son varios) día y noche, durante semanas si es preciso, hasta moldear una imagen fidedigna y convincente
7. Durante este proceso, grabar las ideas, frases y esbozos argumentales que se nos ocurran, para trabajar con ellas después
8. Comenzar a escribir en un lugar y momento que elijamos con esmero, a salvo de molestias e interrupciones
9. Revisar y corregir el texto las veces que sean necesarias, sin urgencia ni apremios
10. Permitir que alguien en quien confiamos, bien porque pertenece a nuestro entorno bien porque apreciamos su criterio literario, lea el borrador, y analizar sus valoraciones con sosiego
A dónde vas, perro fiel
La playa que había elegido para pasar el verano era tranquila y cómoda. La arena, blanca y suave, la costa, desierta, el paisaje, sumido en el silencio más allá del cadencioso rugir de las olas, cuya espuma blanca, sin provecho aparente para nadie, se consumía fugaz en la orilla.
Además, estaba relativamente lejos del pueblo más cercano. Me había instalado en la única cabaña que había a pie del mar, un lugar de residencia temporal, para escribir mi nueva novela, que tanto se me estaba resistiendo. Las palabras me resultaban esquivas, dispersas como las olas blancas que rompían ante mí.
Me sentía afortunado por estar en ese lugar que nadie parecía conocer, lejos de las ondas magnéticas de los teléfonos o las antenas parabólicas, omnipresentes todas ellas en cualquier rincón, que tanto me habían impedido avanzar en el proyecto de mi nueva novela. Hacía seis meses que le había prometido al editor que me pondría con ella y a los tres ya me estaba pidiendo el borrador de los capítulos acabados. No me quedó otra que poner tierra de por medio alegando que tenía un compromiso familiar ineludible durante el verano entero. Frunció el ceño y salió diciendo que me podía olvidar de publicar la novela si no recibía el manuscrito completo al volver del verano.
La primera noche en el bungalow fue tranquila y agradable. Tenía todo lo necesario. Una tetera, utensilios de cocina, un horno de gas y una cama espaciosa frente a la ventana, más bien un ventanal, sin cortinas para ver en su plenitud el espectáculo de un mar plácido y quedo. Imposible ceder a la tristeza o la depresión. Me animé tanto que, pensé, sería capaz de escribir aquí todo lo que la ciudad me había negado. Imposible concentrarme en la urbe: el ruido de las calles, el alboroto de los vecinos, la gente misma que tenía alrededor, incapaces de apreciar el valor de la escritura y del escritor. Una familia ignorante de mi mérito literario y de la suerte de tener a alguien con su sangre y apellidos que era, probablemente, el escritor más importante del país. No debían de ser conscientes porque resultaba imposible concentrarse con ellos alrededor. Yo necesitaba silencio y quietud para crear las obras de calidad que se esperaban de un autor como yo. Por eso me vine aquí, lejos de su bullicio. A este habitáculo, a este mar.
Un sol dorado se asomó a la playa. Preparé el rimero de cuartillas para iniciar la tarea, pero el dulce tañido del mar me incitó a dar un paseo por la orilla. Me quité las zapatillas y eché a andar descalzo. La arena suave y húmeda me transmitió una frescura peculiar, como el mordisco de una fruta recién arrancada de la rama del árbol que se derrite dentro de la boca con una explosión de dulzura y sabor. Así me sentía yo paseando por aquella playa que ninguna otra persona conocía.
Estuve caminando un buen rato, no sé cuánto, acariciando las palabras con las que habría de iniciar mi nueva novela, un título para enganchar al lector desde el primer momento porque, de lo contrario, lo perdería.
- ¿Adónde?
Me pregunté en voz alta. Una cuestión esencial, adónde quería llevar al lector, cómo hacerle comprender el porqué de la pregunta y la esencia de la respuesta. No podía haber mejor título. Pero cuando ya creía haber puesto la piedra fundacional de mi nueva obra vi algo en la arena. Las huellas de un perro, las señales de unas pezuñas bien hundidas cerca de la orilla. Sólo estaban las suyas, de nadie más. Un perro solitario caminó de la aldea situada al sur, procedente quizás de la que estaba detrás de mí, hacia el norte. El bungalow que había alquilado se hallaba, precisamente, en la mitad de la ruta entre las dos aldeas. Las huellas caninas revelaban un paso lento, pero sin pausa, constante. Andaba, no corría ni trotaba. ¿Venía en efecto del norte? ¿Regresaría allí al caer la tarde?
Al llegar a la cabaña me hice un café. Aspiré el aroma y me puse a escribir las primeras líneas de “¿Adónde?” Pero las huellas del perro que el mar terminó borrando antes de volverme a la cabaña demandaban toda mi atención. No había oído nada por la noche, ni pasos ni ladridos, ni ruidos que pudieran delatar su presencia. ¿De dónde había salido? Me pasé el resto del día garabateando el título con letras gruesas, “¿Adónde?”, borrándolo y volviendo a garabatearlo, sin dejar de mirar hacia la ventana asomada al mar, esperando toparme con él a cada instante, o con alguien que estuviera buscando a su animal, diciéndome que si así fuera le indicaría de inmediato en qué dirección iban las huellas. Pero ni el perro ni su dueño aparecieron y yo, al final, lo único que escribí fue una palabra. La pregunta fundamental.
Cuando ya decaía la tarde salí de nuevo a indagar en la arena. No había ninguna huella. A la mañana siguiente, hundí los pies desnudos en la arena húmeda para experimentar esa plácida sensación de frescor húmedo, una sensación placentera que sólo podía competir con el placer del primer café del día al resguardo de una madrugada que despunta. Me acerqué a las olas y el frescor del agua en los tobillos generó un suave escalofrío que me recorrió el cuerpo de arriba abajo. Sentía que aquella descarga haría que las palabras brotasen como un manantial desde el cerebro y formaran un caudal de frases y párrafos. Sí, me decía, hoy va a fluir, hoy voy a llenar varias hojas.
Pero, a lo largo de la mañana, volvieron a aparecer las huellas del perro. Con la misma nitidez y persistencia de la jornada anterior. Pasos firmes, confiados, armónicos, el mismo tamaño, idéntico espacio entre una y otra, una vez más en dirección hacia la aldea meridional, procedentes de la septentrional. Esta vez seguí los trazos en la arena, sin detenerme, hasta llegar a los confines de la aldea. El sol había alcanzado ya su punto álgido en el cielo. Justo allí, compro-
bé que la marea había borrado las señales y no pude saber qué dirección había tomado. Tampoco me decidí a adentrarme en el pueblo y preguntarle a alguien si había visto un perro que se había paseado por allí el día anterior y había hecho lo propio hoy. ¿Dónde se habrá metido?
Me acordé entonces de mi novela y regresé al bungalow. Las hojas estaban desparramadas por encima de la mesa, pero ni me molesté en colocarlas: estaba cansado de andar por la orilla tras las huellas del perro invisible y silencioso que surcaba la playa sin emitir sonidos ni ladrar, sin acercarse siquiera a mi cabaña. Me sentía fatigado y decidí irme pronto a dormir para retomar la escritura al día siguiente.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en el perro y me levanté temprano para buscar más huellas. Allí estaban, dirigiéndose de nuevo hacia la aldea del sur, en el mismo sitio e idéntica trayectoria que los días anteriores, la forma, el tamaño, la profundidad de la marca, todo indicaba que se trataba del mismo perro. Algunos trazos los había borrado el agua, pero volvían a aparecer pasados unos metros. También como el día anterior, se detenían justo a la entrada de la aldea.
A partir de la noche siguiente dormí apostado ante la ventana del bungalow, sin apartar los ojos de la orilla por si veía pasar a aquel animal furtivo de paso firme. Lo mismo por las mañanas, apoyado en el quicio, hasta que dominado por tan tensa vigilancia y el pensamiento obsesivo en las huellas, me tumbaba un rato en la cama y me dejaba vencer por el sueño. Cuando despertaba unas horas después, me acercaba, nervioso, a la orilla y allí estaban de nuevo. ¿Cómo? Procedentes una vez más del norte, dirigiéndose hacia el sur, el patrón consabido, el guion de siempre. Daba la impresión de que el animal venía hasta aquí volando, bajaba al suelo para surcar un tramo a pie sobre una ruta invisible, y luego volvía a emprender el vuelo al llegar a la aldea sureña, lejos de aquellas olas coronadas de espuma que se descomponían en la orilla con la misma vaporosidad con la que se me fueron a mí los días de verano sin rellenar un solo folio de mi pobre novela.
Al cabo decidí visitar la aldea del sur, para preguntar a los inquilinos de la cabaña más cercana al lugar donde dejaban de verse las huellas. A lo mejor ellos estaban en condiciones de resolver el enigma del perro solitario que no tenía dueño ni acompañante, pero parecía tener muy claro siempre adónde, desde dónde y por dónde tenía que caminar.
El aldeano a quien pregunté por el perro errante sin amo suspiró y me invitó a un vaso de té que, a decir verdad, me estaba apeteciendo mucho en aquellos momentos. Luego me contó la historia del animal. Pertenecía a un viejo pescador que había muerto un par de meses antes. Lo enterraron en el cementerio del pueblo y el perro se quedó plantado ante la tumba sin moverse ni ladrar ni responder a nadie que lo llamara por su nombre o de cualquier otro modo. El pescador tenía un hijo, joven, que vivía en el pueblo del norte y venía por las
tardes con su coche a rezar ante la tumba de su padre. Después se llevaba al can a su casa y le ponía comida y bebida mientras le hablaba tal y como hacía el hombre. Pero en cuanto se iba a dormir, el perro se levantaba y salía de la casa, en dirección al sur, a través de la playa, cruzando por donde la cabaña, hasta llegar a la aldea y tumbarse a dormir sobre la lápida.
Expiré un suspiro cálido que no se rebajó con la frescura del agua marina en los pies. Pregunté al aldeano por el perro, si podía ir a verlo. Llevaba varios días sin hallar rastro de sus pasos en la arena; seguro que la marea lo había borrado antes de que pudiera ir en su busca. Él movió la cabeza en señal de abatimiento y me informó de que no volvería a ver las huellas nunca más porque el perro había muerto sobre la tumba del pescador hacía dos días. El hijo recogió su cuerpo, lo enterró y después lloró sobre sus restos con el mismo pesar con el que llorara a su padre. Los dos pueblos también lloraron la partida del pescador y su perro. Una historia triste como nunca habrá otra igual.
Volví a la choza arrastrando los pies, vencido por el abatimiento. Recogí las hojas de una novela que nunca llegué ni llegaré a escribir. Ya no había huellas en la arena ni un camino que seguir rumbo al sur. Lamentaba no haber llegado a conocer aquel ser que había mostrado a las gentes de las dos aldeas una fidelidad y un amor que ningún humano sería capaz de albergar. Guardé las cuartillas y decidí regresar adonde mi gente. No tenía tiempo que perder, debía estar con ellos el mayor tiempo posible, antes de que cualquiera de nosotros emprendiera el viaje final. Sí, por mucho decía que me molestaran sus injerencias y contratiempos, era mi gente. No debía irritarme que no fueran capaces de desentrañar los secretos de una nueva novela que algún día, quien sabe, escribiré con el título de “¿Adónde vas, perro fiel?”.
Nota de la autora sobre los cuentos de esta colección:
Estos relatos no pretenden mostrar verdades científicas, realidades contrastadas ni nada por el estilo. La belleza de la literatura reside en su simbolismo, por lo que no conviene proyectar los datos científicos, o las teorías pedagógicas, a estos cuentos, cuyos personajes disponen de plena libertad para expresar sus puntos de vista y opiniones particulares sobre los seres con quienes conviven, ya sea de buen grado o no. Patrones diversos de una existencia que gana en belleza cuanto más diversa y variada resulta y cuántos más puntos de vista e ideas confluyen en ella.
Al-Naemi, Huda Kalila y Huda
Editorial de la Universidad de Khalifa Bin Hamad, Qatar, 2025.
Había una vez una pelirrojita muy tímida que no era el amor imposible de Charly Brown, sino que sufría violencia física y emocional en la escuela, y también en casa. Desarrolló su propio personaje no como víctima, sino como escapista, una Houdini colorada, y sus herramientas favoritas fueron los perros, los libros y las historias en su cabeza. Tuvo una abuelita llamada María que le contaba cuentos que inventaba sobre la marcha, y ella lo supo después cuando se dio cuenta de que ningún otro niño conocía esos cuentos ni tampoco se encontraban en libros. A lo mejor fue un regalo de abuelita, ese don, que la niña después ejercitó con sus animales de peluche: historias con más lágrimas y dramas que Remy y Candy Candy juntos. Mientras leía cualquier libro que le cayera en las manos, aunque no siempre para su edad, como El vampiro de la colonia Roma, y se refugiaba en sus perros amados, fue creciendo como suele hacer la gente cuando no muere. Para cuando salió de la preparatoria ya había escrito algunos cuentos, ganado unos pequeños concursos, y decidido que se convertiría en escritora. Para ello, tomó el camino largo y hoy por hoy, muchos años y perros después, su cabello rojo ha perdido lustre y ganado canas, y puede contar ocho libros de cuentos y seis novelas. No se lo digan a la novela, pero el cuento siempre ha sido el gran amor de la pelirrojita, porque basta con que se haga una pregunta, y el cuento brota de la imaginación, en automático, como un hongo después de la lluvia. Nadie vive feliz para siempre, pero este personaje en cuestión planea seguir escribiendo más cuentos, solo por la alegría del breve instante en que sucede.
@Sandra Ortega
MÉXICO Liliana Blum
Decálogo
1. Escribe como si nadie te fuera a leer. Eso te libera de la autocensura
2. Escribe primero para ti y tu lector ideal imaginario. no trates de congraciarte con influencers, lectores, amigos, enemigos, familia o críticos
3. Procura que el protagonista de tu historia sea un personaje. Ni la ciudad ni el lenguaje ni el tema puede reemplazar a un buen personaje
4. Los inicios importan, y mucho. Las primeras líneas son como la planta carnívora que atrapa a su presa. Si no lo hace, el lector se va a leer otra cosa, mariposa
5. Olvídate de los personajes perfectos (caen mal y además no existen) y sin objetivo claro en el cuento. Sin objetivo no hay conflicto, y sin conflicto tampoco hay cuento
6. No olvides que lo que importa es el texto, no los likes, las selfies del autor, reels, o seguidores. Siempre se trata del texto para los escritores
7. Planea un poco en tu mente o en papel, pero permítete improvisar y cambiar de rumbo sobre la marcha. A veces es bueno dejarse guiar por el duende
8. Evita los cuentos sobre escritores, en particular aquellos que no pueden escribir y sus rutinas, vicios o amoríos. Casi todos tenemos vidas aburridas: no dejes que la soberbia te haga pensar que no es así
9. Revisa tu cuento como si fuera el cuento de tu peor enemigo. Regresa con un rastrillo para quitar toda la paja. Nada puede sobrar en el cuento: cada palabra será tomada seriamente por el lector como una señal
10. Ten siempre un amigo amoroso, de preferencia otro escritor, y siempre buen lector, que te estime tanto como para decirte la verdad sobre tu cuento, aunque no sea la que quieras escuchar
Jan Carson
IRLANDA DEL NORTE
Me llamo Jan Carson. Soy una escritora que vive en el este de Belfast, Irlanda del Norte. Crecí en un hogar extremadamente religioso donde realmente no se fomentaba el arte, pero pasé mucho tiempo en la biblioteca local y siempre he sido una lectora furiosa. Los libros y la lectura fueron un verdadero consuelo para mí, pero no comencé a escribir hasta los 25 años.
En 2005 me mudé a Oregón, en los Estados Unidos, por trabajo y pensé en dedicarme a un nuevo pasatiempo: escribir cuentos cortos. A las pocas semanas estaba absolutamente obsesionada con escribir. No era muy buena, pero disfrutaba tanto escribiendo historias que perseveré y lentamente mejoré un poco. Publiqué mi primera novela en 2014 y desde entonces he publicado tres novelas más, dos colecciones de microficción y tres colecciones de cuentos. En Irlanda tenemos una relación muy larga y rica con el cuento y, aunque disfruto del largo compromiso de escribir una novela, he descubierto que el cuento es la mejor forma para explorar mis ideas y experimentos más extraños en la forma. Es maravilloso ser parte de una comunidad literaria que valora tanto el cuento y le da espacio en la radio, en revistas literarias y en festivales bespoke.
Decálogo
1. No hay reglas para escribir una historia corta. Si alguien intenta decirte que las hay, ignóralos
2. Una novela es una bestia flácida con espacio para ocultar digresiones. En un cuento corto, cada palabra debe hacer doble tiempo, avanzar en la historia, desarrollar el carácter y establecer la escena
3. La voz es integral. Una vez que hayas encontrado una sección de tu historia en la que hayas capturado la voz de manera efectiva, sostén esto como un diapasón contra el resto de la pieza
4. Entrométete y observa a personas reales, cómo actúan y hablan, si quieres crear personajes creíbles y diálogos convincentes
5. Evita los clichés cuando se trata de símiles y metáforas. Los clichés son un buen punto de partida para un primer borrador, pero siempre busca formas más frescas de expresarte a medida que avanzas en el proceso de edición
6. Una oración debe cantar y también significar. Lee en voz alta para escuchar cómo suena su historia
7. Cuanto antes puedas orientar a un lector al contexto del mundo al que lo estás invitando, más rápido podrá perderse en su historia
8. Toma riesgos. Si bien es difícil mantener una idea loca o una forma experimental en una novela, un cuento es el vehículo perfecto para probar nuevas ideas y arriesgarse con su escritura
9. Ten cuidado de no ser condescendiente con tu lector. Elimina todo el andamiaje que puedas, apóyate en la ambigüedad y los matices para que el lector pueda decidir qué significa una historia por sí mismo
10. Escribe historias que tú mismo querrías leer. Si no estás interesado en la historia que estás contando, es probable que tu lector también se aburra
Cierto grado de propiedad
Sean dice que no es seguro nadar sola.
—Nadie se dará cuenta si te estás ahogando—, dice.
—Si voy a morir sin dignidad—, digo, — preferiría no tener audiencia.
Sean no cree que la muerte sea algo de lo que bromear. Sean se preocupa fácil; es el tipo de hombre que limpia con una toallita húmeda cada manzana que se come, solo para estar seguro. Sean preferiría que no nadara al aire libre. Si es absolutamente necesario —en palabras de Sean— preferiría que nadara en la playa principal, con cautela, a la vista de la estación de salvavidas.
En cambio, nado aquí, en una pequeña caleta interrumpida por rocas por un lado y un acantilado escarpado por el otro. Una gruesa franja de algas separa la arena del mar. En verano huele a salsa de soya y a orina tibia. Las moscas marinas se elevan consternadas de los quelpos cuando me abro paso. En invierno es menos punzante, pero más resbaladizo. Uso botines de neopreno y piso con cuidado. Mis pies son ridículos: dos babosas gordas retorciéndose al final de mis espinillas. Con la marea alta, las algas nadan conmigo. Sus suaves lenguas envuelven mis brazos y piernas. Pienso en Jonás en el vientre de la ballena; todos esos intestinos resbaladizos deslizándose contra su piel. Me siento pequeña en mí misma y sostenida.
Elijo nadar aquí porque siempre está vacío. Las algas desalientan a la gente. Es una buena caminata desde la carretera, atraviesa campos y un pequeño bosque. Una vez traje a Sean conmigo. Se suponía que iba a leer mientras yo nadaba. Sean no podía concentrarse por estar mirándome. Yo no podía nadar fácilmente con sus ojos puestos en mí. Después tuvimos una discusión en el coche. Discutimos sobre qué se debía preparar para la cena, conscientes de que esto representa una frustración mucho más profunda. Sean no volvió a venir a la playa.
Hoy hace calor. La playa murmura con el calor. Dejo mi toalla, botella de agua y libro en una piscina de sombra junto a las rocas. Me deslizo el vestido de verano sobre la cabeza, me quito los tenis y nado mis seis vueltas habituales a la bahía. Aunque apenas hay viento, el mar está agitado. Hacia el final de la quinta vuelta, los músculos de mis brazos comienzan a arder. Para la sexta, estoy agotada. El sol es estridente en mis ojos mientras me muevo torpemente por las aguas poco profundas. Estoy pensando en la barra de granola que podría haber traído de casa. Cuando los noto, ya estoy en la playa.
Hay tres de ellos, o más bien dos y medio. Cualquier cosa menor a los dieciséis años para mí cuenta como la mitad. Sean no está de acuerdo. A Sean le gustan los niños. Ocasionalmente, menciona la posibilidad de adquirir algu-
nos. Le he dicho que no estoy interesada. Sospecho que Sean tampoco tiene un interés específico. Él ve a los niños como algo que debería hacerse a nuestra edad. Tiene sentimientos similares sobre los entrenadores personales.
Subo por la playa, exprimiendo el agua de mi cabello. Los miro fijamente. No me han puesto atención. Ella está hojeando una revista de papel brilloso, haciendo una pausa entre páginas para arrojar la ceniza de su cigarro a la arena. Él está dormitando boca abajo, con una mano envolviendo pesadamente el muslo de ella como si temiera que se escaparía con alguien mientras duerme. Su muslo es del color caoba falso de un escritorio listo para armar. El traje de baño de él es color rosa Barbie con estampado de piñas antropomórficas. Las piñas bailan sobre la curva de su trasero, agitando sus diminutas maracas y panderetas como billy-o. El bebé no lleva nada más que un pañal desechable blanco. Se está metiendo arena en la boca en puñados codiciosos. La arena está pegada a los mocos que le salen por la nariz. Miro la cara del bebé. Me recuerda a un helado cubierto en cientos y miles de chispas, pero más sucio.
Debería sentir pena por el bebé. No es así.
La persona por la que siento pena soy yo misma. No debería tener que compartir mi playa con ellos.
Podría irme. Si Sean estuviera aquí, diría, déjalos. Solo vas a pasar corajes si te quedas. No me voy a ir. Esta es mi playa. En los dos años desde que comencé a nadar aquí, no me había encontrado con otros seres humanos. He asumido un cierto grado de propiedad. La playa es como esa delgada línea de parterres entre nuestro jardín y el de al lado. ¿Nos pertenece? ¿Les pertenece? ¿Quién sabe? Sean dijo que deberíamos consultar los planos del arquitecto. Yo dije —Al diablo con eso—, y metí un par de rododendros. Ahora el parterre es nuestro. El mismo principio se aplica a esta playa.
Me acerco a mis cosas. Trato de parecer imperturbable. Extiendo la toalla y me acuesto, luego recuerdo la barra de granola. Busco dentro de los bolsillos de mi vestido y encuentro dos pañuelos usados y un bolígrafo. Ninguna barra de granola. Miro al bebé. El bebé me está mirando atentamente. Parece registrar mi decepción. Los bebés pueden ser muy perceptivos. A veces los bebés me miran y no parecen bebés. Parecen adultos atrapados en caras de bebés. No me gusta cuando los bebés me miran así. Me parece inquietante. Finjo estar buscando un pañuelo. Saco el menos arrugado de los dos del bolsillo de mi vestidoy me sueno la nariz dramáticamente. Hago esto para el beneficio del bebé. No quiero que sepa que no he encontrado lo que busco. Le sonrío al bebé. El bebé vuelve a comer arena.
Abro mi libro y empiezo a leer. Leo el primer párrafo cuatro veces y no recuerdo nada de lo que leí. Sigo leyendo. El segundo párrafo no tiene sentido al estar divorciado del primero. Vuelvo al primer párrafo. Es incómodo sostener el
libro con una mano y protegerse los ojos con la otra. Pienso en mis lentes de sol sobre la mesita del teléfono en casa. Pienso en Sean gritando desde la sala: — Tus lentes de sol están en la mesita del teléfono—, y cómo le respondí: —Estoy bien así. Apenas hay sol—. Reacomodo el libro para que su sombra caiga sobre mi cara. Estás bien así sin lentes de sol, me digo a mí misma. Empiezo a leer el primer párrafo de nuevo.
Algo se sacude en el rabillo de mi ojo. Miro sobre el borde de mi libro. El bebé ha dejado de comer arena. Se arrastra por la playa hacia el mar. El hombre y la mujer no se han dado cuenta. El hombre desliza su mano arriba y abajo del muslo de la mujer. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Como si fuera un coche que necesita encerar. La mujer se ha llevado la mano a la cara para examinarse las uñas. Sus uñas son de un tono rojo tan vibrante que puedo verlas gritando desde el otro lado de la playa. La cara del hombre está presionada contra su toalla de playa. La mujer está enfocada en sus dedos. Ninguno de los dos se ha dado cuenta de que el bebé ya ha llegado a la trinchera de algas.
El bebé considera las algas marinas. Mira hacia atrás como si esperara a que alguien lo detenga, luego cava con las manos y las rodillas recorriendo las algas ásperas. El bebé hace un ruido como de papel arrugado cuando gatea hacia el frente. Seguramente el hombre y la mujer lo escucharán. Levantarán la mirada y verán al bebé yendo hacia el mar. Yo puedo escuchar al bebé. Puedo ver al bebé. La bandera blanca de su pañal floreciendo contra las algas negras. Las moscas negras brillando alrededor de sus hombros gorditos. La copa limpia de sus plantas hacia arriba como un par de paréntesis surcando las algas marinas. Puedo ver al bebé. Pero no es mi bebé. No lo traje aquí a esta playa tranquila. El hombre me ha dado la espalda. Ahora se acuesta sobre un hombro, de frente a la mujer. Empuja la boca hacia su cuello. La acaricia con el hocico como un perro. Las piñas antropomórficas de su bañador se estiran con él. Sus rostros felices y sonrientes se distorsionan cuando arroja una sola pierna sobre los muslos de la mujer. La mujer continúa leyendo, parpadeando indiferente mientras él se aferra a su costado como un bebé gigante. Es feo mirarlos. Su distancia. Su necesidad. Momentos como este no deberían ser vistos. Sean y yo solo nos tocamos en privado. A veces, cuando estamos fuera de casa, tomando café o visitando un centro de jardinería, él se acerca a mí. Siempre lo detengo. No quiero que nadie vea la cara que pongo cuando me besa. La terrible suavidad. La necesidad.
El bebé ha llegado a las aguas poco profundas. Se sienta a la orilla del mar, su sucio pañal blanco comienza a hincharse. Miro al bebé desde detrás de mi libro. Creo que este es el tipo de escenas de las que la gente toma fotografías: bebés, playas, días soleados. También creo que alguien debería levantar a ese bebé antes de que llegue más lejos. Mantengo ambos pensamientos a cierta distancia. Por ejemplo, no pienso: Ojalá tuviera un teléfono con el que pudiera
tomar fotos para capturar este hermoso momento. Tampoco pienso: Debería levantarme de mi toalla de playa y agarrar a ese bebé antes de que gatee al mar. Sean dice que soy excepcionalmente buena para alejarme de la responsabilidad. Como cuando digo que alguien debería hacer algo con los glaciares polares o los adolescentes que están parados bebiendo al final de nuestra calle y lo que realmente quiero decir es alguien que no soy yo.
No quiero que el bebé gatee hasta al mar. Pero no creo que sea mi trabajo detener al bebé que gatea hacia el mar. Yo no hice al bebé. No lo traje aquí a esta playa. Ciertamente no dejé que el bebé comiera arena y se arrastrara entre algas mientras leía Cosmopolitan o me restregaba en la pierna de mi novia. No quiero que el bebé gatee hacia el mar, pero una pequeña y mezquina parte de mí piensa que sería muy apropiado que el hombre y la mujer levantaran la vista, en los siguientes segundos, y vieran al bebé a punto de gatear hacia el mar y en ese breve momento de infarto, se darían cuenta, quizás por primera vez, de que son personas horribles y egoístas que no merecen este bebé ni esta playa.
He abandonado mi libro. Es imposible concentrarse con el momento tambaleándose frente a mí, como un bebé con la marea subida hasta las axilas. He renunciado a mi libro, aunque todavía lo sostengo como un escudo frente a mi cara. Estoy mirando de reojo al hombre y a la mujer. Estoy esperando, esperando, todavía esperando a que levanten la vista y noten al bebé, cuando la ola se estrelle. No veo la ola hasta que la escucho. La ola suena como puñados de guijarros caídos desde una gran altura. El bebé grita. Luego la mujer. Después el hombre.
Levanto la vista de mi libro. Arreglo mi cara apropiadamente. Esta es la cara de alguien que acaba de notar que un bebé es arrastrado al mar. Me pongo de pie. Corro por la playa, a través de las algas, hasta la orilla del mar. Mi boca dice todas las palabras correctas. Improperios, principalmente. Mi cabeza está mucho más ordenada. Ya está reorganizando los últimos minutos, moviéndome al borde de la imagen. Más tarde, cuando le cuente los eventos de la tarde a Sean, estaré casi ausente. Diré, fue muy triste, de tal manera que Sean entienda que el bebé no tuvo nada que ver conmigo.
“A Certain Degree of Ownership”— (“Cierto grado de propiedad”) fue finalista en el Premio Desperate Literature 2022 y posteriormente se incluyó en la colección de cuentos Quickly, While They Still Have Horses.
Carson, Jan Quickly, While They Still Have Horses Doubleday, Reino Unido, 2024. Scribner, Estados Unidos, 2024
Carlota Gurt
ESPAÑA
Soy Carlota Gurt y escribo. Lo digo casi como una declaración de adictos anónimos. A veces pienso que escribir es una enfermedad, un trastorno. Escribir es mi manera de procesar la vida, de digerir el mundo. Empecé a escribir el día que recordé que hacerlo me ordenaba la vida mental. Escribir no me hace feliz, pero me sosiega.
Mi primer libro de cuentos, Cabalgar toda la noche (2020) ganó el Premio Mercè Rodoreda. Después he escrito una novela (Sola), otro libro de cuentos (Biografía del fuego), una novela infantil (La teoría de los agujeros), un libreto para ópera (Estética y masacre) y un monólogo sobre la libido femenina a lo largo de la historia (Una aniquilación fallida), un monólogo que yo misma he interpretado sobre el escenario. También traduzco obras literarias al catalán (Woolf, Goethe, Freud y muchos otros) y colaboro regularmente con varios periódicos, radios y una televisión. En definitiva, trabajo demasiado. Soy voraz, dudo de mis méritos y me cuesta estar satisfecha.
Antes tuve otras vidas. Estudié cinco carreras universitarias y varios idiomas. Fui jefa de producción en el campo de las artes escénicas. Traduje textos técnicos y corporativos. Parí tres hijos. Todo eso forma parte de quién soy y, por tanto, de lo que escribo.
Mi lengua natural es el catalán. Adoro la lengua porque es lo único que nos permite expresarnos plenamente. Sin palabras no somos nada. Pero las palabras nunca bastan.
Decálogo
1. Antes de escribir, vivir. Es decir, anotar objetos, paisajes, palabras, personas, imágenes con las que me voy topando y que funcionan como un espejo metafórico de una idea (un ancla perdida, un cerdo degollado, un camión cargado con balas de paja que va perdiendo briznas por una carretera tortuosa)
2. Escribir rápido, de un tirón, con una idea obsesiva en la cabeza. Revisar despacio, esculpiendo la prosa, hasta aborrecer el texto
3. Acabar de escribir un cuento, aunque a medio camino te parezca una porquería. Hasta que no acabas no sabes qué has escrito
4. El cuento agota. El escritor debe inventar todo un mundo cada vez; el lector debe descifrarlo. Por eso los dos deben dosificarse
5. La prosa del cuento es más densa, no debe dejar respirar al lector para contrarrestar la frustración de que termine tan pronto. El cuento es un ejercicio de seducción
6. Un cuento termina cuando termina la idea que hay detrás de él, no cuando termina la acción de los personajes
7. Sea o no autoficción, todo texto literario contiene al autor y a su verdad. Un cuento es una extensión más de mi persona. Un cuento es una extremidad
8. No hay una sola manera de entender un cuento. El significado del cuento se crea entre el lector y el escritor. No tener miedo de que el lector no lo entienda
9. Mis libros de cuentos hay que leerlos en orden porque proponen un viaje. Mis libros de cuentos son más que la suma de sus cuentos
10. A veces un cuento se saltará los puntos anteriores. Hay que ser flexible. El escritor evoluciona, cambia. Permítete cambiar
Balas de paja
We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw. Alas! Our dried voices, when We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar.
T. S. Eliot, The Hollow Men
Todo viene de un camión cargado de balas de paja que remontaba la carretera. Era rojo; me gusta fijarme en los colores de las cosas y convertir la memoria en una galería de cuadros llenos de manchas. La vida, los recuerdos, la gran pinacoteca: clasicismo junto a arte degenerado. Pero el camión, decía.
Detrás iba un coche, el mío, con las ventanillas bajadas. Las briznas de paja revoloteaban y se me metían primero en el habitáculo, después en los ojos. Ojos llenos de paja. Pero cuando se nos mete una viga no la vemos. Y a mí la paja se me coló dentro de la cabeza. Por eso estamos aquí.
Sea como sea: el camión, el coche, las cosas que se te meten dentro, subir las ventanillas.
Mi madre, a la que ese día iba a visitar en mi coche por una carretera tortuosa persiguiendo un camión cargado de pacas, también se está volviendo de paja, pensé. Con las piernecitas que se le están quedando todo huesos, ligera y hueca por dentro. Como una cáscara. Reseca, muerta, inútil. Mamá.
Podría empezar diciendo: Paja.
Primero hay que plantar el cereal, el que sea, lo que nos importa no es el grano, aquí hemos venido a hablar de la paja. Y como en mi cabeza lo puedo ver todo — el ojo interior, lo llaman los alemanes — contemplo las semillas germinar a miles en la tierra esponjada por el arado, todas apiñadas bajo ese campo de tierra marrón y rojiza, del color de las heces ensangrentadas. Dentro del útero terrestre, el ejército de siembra se desarrolla en la clandestinidad. En las tinieblas, la membrana se les rasga y por la rendija —la vida siempre sale de las rendijas— asoma un hilillo blanco, un gusano finísimo, que cada día se alarga un poco.
Así arranca la coreografía de una legión de semillas haciendo contorsiones y desgarrándose. Pequeñas criaturas mutantes. Parece una conspiración multitudinaria. O un espectáculo de Pina Bausch. Todas estirando sus bracitos de futura paja para alcanzar la luz, el sol, el oxígeno. ¿Acaso no es eso también lo que hacemos los humanos a todas horas: estirar los brazos hacia la luz y procurar no morir asfixiados? Personitas de paja, sin más voluntad que la de obedecer a la naturaleza que nos empuja. Alentar es nuestra fotosíntesis. O amar. De hecho, vienen a ser lo mismo.
Amar, digo, y pienso en mi madre, a la que ese día estaba yendo a ver, mi madre que se desbrizna. Yo también soy madre y algún día me desbriznaré.
En Italia una vez nos alojamos en una finca llamada Il Fienile del Colle, «el pajar de la colina». Yo entonces no sabía que escribiría un relato sobre la paja, esas cosas no se pueden saber. El nonno de la familia tiraba con arco apuntando a una diana sujeta en una bala de paja. Yo me sentaba en la hierba, bajo un castaño, y me embelesaba mirando cómo ese hombre de cuerpo enjuto y piel tostada tensaba el arco. Era bello. La flecha potencialmente mortal —yo no perdía a los niños de vista— se clavaba con un ruido seco y grave. Definitivo. No me dejó probar.
Los niños, la paja.
Otro verano fui a Francia con mis hijos, sola por primera vez; de día rondábamos por ahí y cada noche cumplíamos un ritual. Caminábamos cinco minutos. A medio camino nos cruzábamos con dos caballos que comían ya sabéis qué en un comedero, y los mirábamos fijamente, como esperando que nos revelaran algo. Qué ojazos tenían. Un trecho más allá, en una pequeña explanada, había una hilera de veinte o treinta balas de paja plastificadas en negro y verde descolorido, y mientras el sol se ponía, nos encaramábamos, saltábamos rápido de una a otra, a veces bailando desaforadamente, hasta que anochecía y volvíamos a casa corriendo, brincando, riendo, yo a veces llorando —de alivio, de tristeza, de felicidad: qué difícil distinguirlo— , con los miedos exorcizados, porque era esa la finalidad del ritual vespertino: ahuyentar las incertidumbres terroríficas que poblaban nuestra nueva vida y reivindicar que sabíamos reír y ser felices pese a las desgracias.
Cuando ahora evocamos ese viaje, lo único que recordamos son las balas de paja.
Pero os estaba hablando de los sembrados. Siempre son campos: ¿por qué? ¿Por qué nadie planta una semilla de cereal en una maceta y la cuida con la delicadeza con la que se cuida una orquídea? Ponerla en el centro de la mesa, sobre un tapete de ganchillo tricotado por la bisabuela y admirar la espiga solitaria cada mañana.
Yo a mamá tampoco la cuido como a una orquídea. La tengo encerrada en una residencia con otras personas de paja y ya solo espero que se muera.
Pero volvamos a la biografía del cereal. La paja embrionaria de repente ya tiene los brazos bastante largos, pronto serán verdes; el color extraterrestre, el color de la bilis, de la envidia y de los viejos repugnantes; sin embargo, a mí me encanta el verde. Una mañana, con el primer brote de sol, las hojas despuntan, y a los campos les crece vello, como si estuvieran mal afeitados. Después, ya no hay quien detenga la rebelión vegetal contra la gravedad, y se alzan, desafiándola. Por eso me gusta el verde: es el color de la insubordinación.
Hasta que un día la planta se espiga y se llena de flechas; de pequeños, cuando huíamos de la ciudad al mismo pueblo donde ahora tengo a mi madre encerrada, al mismo pueblo hacia donde ese día me dirigía en mi coche, tras el camión que tiene la culpa de todo esto, en ese tiempo, de pequeños, nos tirábamos las espigas y luego corríamos por ahí con ellas prendidas en los jerséis sin saberlo. Cuántas cosas llevamos prendidas sin saberlo.
A vista de pájaro, en días de viento los campos ondean como las crines de un caballo verde al galope, un caballo alienígena. Cuando llueve, las espigas resisten los embates y se vengan haciéndose más grandes y turgentes. Alimentarse de tormentas: ¿Cómo se lo puedo enseñar a mis hijos? ¿Cómo me lo transmitió mi madre?
Más paja personal: ya que estamos, quemémoslo todo.
Fue el camión con las pacas el que me fecundó las neuronas, pero hasta el otro día, cuando crucé el país en coche (siempre los coches: vivo en una road movie), no empecé a obsesionarme con la paja.
¿Por qué?
Porque pasé muy cerca de mi Chernóbil particular, ese lugar tan bien indicado, repetidamente señalizado, mortificantemente rotulado, en la autopista. Los demás solo leéis el nombre de una población cualquiera, para mí en cambio pone: Prohibido el paso, Peligro de muerte, Zona radiactiva. No creo que pueda pisar nunca más sus paisajes: las vastas extensiones de cultivo, los tractores por las carreteras sin arcén de rectas sin fin, el horizonte liso y lejano, el aire de desolación, de abandono, el río que de vez en cuando lo inunda todo, la niebla, la niebla, la niebla, los extremos: siempre demasiado frío o demasiado calor, los toldos naranjas de las terrazas, las casas a orillas del río, apoyadas unas en otras, dormidas, torcidas como dientes sin ortodoncia. Y como conducía con el cerebro preñado de paja e instigada por la visión de los campos rubios de mi Chernóbil, di el salto mortal a la idea de la paja radiactiva.
Cereales mutantes, harina que puede matarte, caballos muriendo de cáncer. El asesinato silencioso de los átomos de cesio. Cesio matrimonial. Demasiadas negligencias y el núcleo se fundió. Nadie tuvo la culpa. La culpa la tuvimos todos. Luego, años para curar las quemaduras.
Pero estábamos con los campos y las espigas. Unas semanas después, el verde muere tostado bajo la tiranía del sol y todo se tiñe de un amarillo adusto (dorado, lo llaman los optimistas y los románticos) que se agrieta con solo mirarlo.
Llega el campesino montado en una cosechadora monstruosa, una New Holland que parece un vehículo de Star Wars haciendo prospecciones del terreno con metralletas láser escondidas bajo la carrocería; si a una cosechadora le pones una música épica parece una máquina que haya venido a salvarnos la vida. Y comienza a afeitar el campo. En las entrañas del artefacto se separa el grano, y nuestra paja queda esparcida sobre la tierra, tirada de cualquier modo, sin sentido estético: a la manera propia de los cadáveres. Abandonada. Porque la paja es lo que no sirve para nada, los desperdicios, las sobras. Como este texto, que es todo paja y carece de sustancia. Como mi madre, que ya no va a ninguna parte ni sirve para nada.
¿Y cómo decir que no sirve para nada si con la paja podemos criar bestias de media tonelada, como los caballos? Carne nacida de los restos de una planta muerta. Paja hecha carne, hecha sangre. ¿Qué pesa más: una tonelada de carne o una tonelada de paja? Galope propulsado por heno. Una máquina de correr alimentada con desechos. La vida se ríe de nosotros en nuestras narices. Podría escribir un cuento sobre matar caballos.
¿De dónde salen los cuentos?, me preguntan a menudo. De una obsesión, de una grieta, de un camión que no pude adelantar porque había demasiadas curvas: para deshacerme de las briznas de paja podría haberme matado, y no valía la pena.
Al cabo de unos días, una empacadora profana el campo de batalla para recoger los despojos vegetales, ahora ya secos. A veces la observo desde mi casa. Oigo un motor, me asomo para ver qué pasa y me la encuentro allí, peinando el campo, esnifando los restos. De vez en cuando se detiene y el vientre gestante que lleva enganchado detrás se abre muy despacio y aparece una bala, que, de lejos, envuelta en plástico blanco, dirías que es un huevo colosal, o un saco vitelino, hasta que un mecanismo en la parte superior corta el plástico como se corta un cordón umbilical, y la bala cae a plomo al suelo. La gallina mecánica continúa su labor hasta que toda la paja está confinada, controlada, asfixiada.
Me gustan más las balas sin plastificar, libres, las balas de paja que, como yo, van perdiendo briznas y dejan un rastro allí por donde pasan, un rastro que conlleva la propia extinción gradual.
Las balas de paja dormitarán días o semanas sobre el campo pelado. De vez en cuando, un coche se detendrá en el arcén y los pasajeros se harán ridículas fotos bucólicas, o se encaramarán a una bala con pose de conquistadores. No saben que dentro habitan arañas, pulgas, garrapatas. También se retratarán parejas de recién casados y después partirán hacia su nueva vida matrimonial con la cabeza llena de bichos y picaduras, y la comezón los martirizará esa primera noche mientras follen hasta que la muerte, o más probablemente un juez, los separe.
Y mi Chernóbil, que no calla. Un gorrión construye su nido con paja contaminada y cuando la vida eclosiona: cabezas sin pico, ojos ciegos, alas demasia-
do pequeñas para aprender jamás a volar.
Ya lo veis, vehículos y pájaros, pájaros y vehículos.
Animales mecánicos y aviones orgánicos. Pero ¿adónde van? Volar… ya me dirás. Mi madre no puede ni andar.
La maquinaria agrícola regresa al cabo de unos meses para plantar futura paja, o colza, o girasoles que acabarán cabizbajos por el excesivo peso de las pipas o del tiempo vivido. Volverán los tractores, pues, y con ellos, los caminos destrozados por los neumáticos de metro y medio o más, tan altos como tú, roderas que crearán baches y socavones, surcos donde caerás una y otra vez. El surco donde ha caído mi madre es oscuro y profundo como una fosa abisal.
Camiones y tractores, coches y empacadoras. Y, como llegué a la ciudad donde ella me crio con la paja metida dentro, empecé a delirar en el metro, solo veía balas humanas abarrotando los vagones, exprimidas, sin grano, paja humana metida en camiones de metro para alimentar a las bestias del capitalismo, empresas que van al galope y relinchan con cada centavo. En Amazon, una bala cuadrada de paja vale dieciocho euros. Vaya estafa.
Regresé a casa, pensativa. Las calles estaban atestadas de gente. Me agobiaba ver tantos ojos que escondían a personas detrás, manos cargadas de gestos inacabados, todos esos pasos que no iban a ninguna parte. Una mujer de zafiro, tan azul que te entraban ganas de llorar. Muñecos de silicona y títeres de granito. Mientras un viento furioso desmenuzaba los hombres de paja y las mujeres de barro se resquebrajaban, los transeúntes miraban hacia otro lado. La intemperie nos destruye a todos.
Pero no te desvíes. ¿Adónde iba? A veces no recuerdo adónde voy.
Ah, sí, quería hablar de todo lo que me evoca la paja rubia, muerta, inflamable —podría estar hablando de Marilyn: rubia, muerta, inflamable—, porque este verano perseguí un camión cargado de balas y las briznas se metieron dentro del coche y de mí, y me pareció que también yo voy perdiendo briznas, que me han segado y me han arrancado el grano, y ahora ya solo me deslizo de acá para allá, fragmentos de mí volando, esperando que una bestia de media tonelada me coma o, al menos, ser alimento suficiente para mis hijos, que son de una nueva cosecha, todavía verde y exuberante. Ningún tractor les ha pasado por encima ni saben que todo empezó con una contorsión subterránea y un gusano que se estiraba hacia la luz.
Todo esto viene de ese camión cargado de balas que remontaba la carretera el día que yo iba a visitar a mi madre de paja. La encontré encogida. Sonrió sin motivo. Lloró sin motivo. Las palabras le salían muertas, sin grano, frases trituradas, las letras desordenadas formaban vocablos inexistentes. No se puede pretender hablar con una brizna de paja. Tiene el cerebro yermo: no se puede plantar nada en él. Es tierra baldía. Asiento. Le cojo la mano huesuda. La abrazo. Abrazo a una muerta que sonríe.
Mira la parte buena de las cosas.
Una paja es también una cánula para sorber hasta la última gota de jugo.
Una paja te vivifica el coño.
Paja.
Cuatro letras, tres fonemas, dos vocales y consonantes, una palabra. Paja. Una palabra capaz de matar, como cualquier otra. Balas de paja disparadas al corazón, y las briznas que se te quedan dentro como fragmentos de metralla.
Las palabras matan, deberían ponerlo en las fajas de los diccionarios, junto a la foto de un literato muerto, del detalle de un cerebro negruzco y podrido de palabras, de un suicida con la casa llena de libros. Sílabas con la punta envenenada. Si fuese tan fácil como decir algo para que se cumpliera: Mamá, muérete, por favor. Actos de habla performativos. Os declaro marido y mujer. Pero también: Ya no te quiero.
Paja. Paja. Paja. Una palabra. O un mundo. Mi mundo de paja. Madres, hijos, familias, futuros, orgasmos, muerte. Y a veces viene el lobo y ya puedes correr a buscar otro techo que te cobije; no sufras: siempre encontrarás algún cerdo que te quiera. Pero en mi caso el lobo fui yo.
Monigotes de paja, espantajos con ropa holgada que solo ahuyentan a los pájaros más ingenuos, el viento los va desbriznando, y si se les acerca una cerilla encendida... Pero las llamas, qué bonitas.
Todos llevamos un pirómano dentro.
Gurt, Carlota Biografía del fuego Libros del Asteroide, España, 2023
A Abelardo Castillo, mi maestro, le gustaba la anécdota de cómo gané un concurso de cuentos de una cadena de supermercados porque deseaba el premio, un premio banal, y de cómo a partir de ganarlo pensé que podía tomarme la escritura seriamente. Luego de aquel episodio pasé por su taller y antes por el de Inés Fernández Moreno, y la publicación de mis libros llegó como por añadidura, sin que yo interviniera prácticamente. Cada paso que di fue tan natural que siento que no hubo una intención detrás, anduve como quien pasea.
Pero lo necesario y esencial no está ahí, sino en la niña callada que fui, en el hecho de que cuento entre mi familia y amigos íntimos a Borges, a Clarice Lispector, a Fernando Pessoa, a Akutagawa y desde hace unos años a Annie Ernaux, en una relación extraña y extrañada con el lenguaje, en algo que siento como avidez por el mundo y otros llaman “mirada”, y en que no puedo pensarme sin leer y escribir.
Ahora, que miro hacia atrás para escribir estas líneas, veo que es como si paseando hubiera llegado finalmente a donde debía ir.
ARGENTINA
Alejandra Kamiya
@Jinivi Irazabal
Decálogo
1. La antesala de la escritura es la lectura. Quien quiera escribir deberá primero, leer. Leer hasta encontrar aquello que parece escrito para uno. Pasar de lo que no
2. Construir el narrador, el punto de partida, el saber estar de pie de manera firme antes de querer hacer cualquier movimiento
3. Cuidar la música, la belleza del sonido del texto que va a llegar al lector como un perfume
4. Escribir como si se estuviera leyendo el texto propio: sin controlar, dejando que ocurra, prestándose a lo inevitable. Escribir con curiosidad
5. Trabajar lo no dicho en el texto tanto o más que el texto mismo, los siete octavos sumergidos del iceberg de Hemingway que le dan solidez al movimiento
6. Dejar que la escritura se derrame por la propia vida, por los momentos en los que parece que uno no está escribiendo. Vivir en estado de escritura. Llevar el texto con uno todo el tiempo
7. Saber que uno elige a su lector cuando escribe. Subestimarlo es bajar la vara del texto.
8. Buscar las reglas que rigen la escritura propia. Son diferentes a las de todos los demás escritores
9. Además de leer, releer
10. Ponerse al servicio del texto
Partir
Amanezco antes que el sol. Camino descalza por la casa y me siento frente a la ventana. El verano se está yendo.
Ahora, todo parece quieto. Como pasos, algo late. Miro la palabra “parto” por todos lados, como si fuera un cubo.
De un lado, veo a mi papá, en kimono, empacando trajes. Las valijas son de cuero y tienen correas como cinturones. Las paredes son de papel de arroz y las puertas, corredizas. Puedo ver la escena completa. Es suave.
Doy vuelta el cubo y pienso que él partió no cuando salió de Japón sino cuando decidió quedarse en Argentina. De esa escena me falta una pieza. Hay algo en esa decisión que no entiendo.
Miro el otro lado de la palabra. “Parto” también es el acto de llegar a la vida.
Una sabe cuándo es el momento. No por los cálculos del médico, sino porque una lo reconoce, como se reconoce a alguien a quien se espera apenas se dibuja su silueta. O antes.
Una acepta lo que siente. El médico “da” una fecha, como una sentencia.
Decido no ir a trabajar. Me quedo todo el día en casa. No como y camino de un lado al otro, como los leones en las jaulas. Soy el león y soy la jaula que lo encierra.
Pienso en mi infancia.
Me di cuenta de que éramos diferentes cuando fui al colegio.
Los otros chicos se estiraban los ojos con los índices y me decían “china”. Yo les decía que era japonesa y ellos decían que era lo mismo. Yo no les respondía. No entendía por qué decían eso, ni muchas otras cosas. Me gritaron, me empujaron y algunos me golpearon. Todos ellos parecían muy enojados conmigo.
Cuando creí que todo había pasado, como pasan los terremotos, dos chicos más grandes que yo, en el baño de varones del colegio, hicieron llorar a mi hermano. Nunca supe por qué.
Desde ese día empecé a hablar en primera persona del plural.
Los terremotos no son solo el temblor de la tierra y una de las primeras palabras que aprendió a decir mi papá. Para los japoneses, son una posibilidad. Ellos, los otros chicos, estaban enojados con nosotros. Yo no decía nada sobre otros gestos que veía. Como por ejemplo que no agradecían. Como si las cosas hubiesen estado siempre donde las encontraban, y nadie las hubiese puesto ahí para ellos. La comida, la ropa, los juguetes.
También dejaban los zapatos tirados. No los acomodaban paralelos como los pies, y de modo que no quedaran en el paso o desalineados. A veces quedaban con la suela hacia arriba y los cordones atados, y ellos demoraban cuando querían volver a ponérselos.
Después conocí a sus familias y sus casas. También eran diferentes. O éramos nosotros los diferentes. Yo no sabía.
La comida que más me gustaba era huevas de salmón. Mi papá las traía a veces, de los barcos. Los otros chicos no las conocían. Tampoco sabían dónde estaba Japón, y que había habido una guerra fuera de las películas.
Siendo adolescente me enojé con el cine porque embellece la guerra. La guerra no es así, pensé. Cuando le pregunté a mi papá, él me habló del miedo, me describió las noches de apagón y el intento de esconderse en la oscuridad. De repente algo que rasga el silencio y crece. Después, un desfile de pájaros blancos enormes. El ruido es una vibración en el cuerpo. El silencio está hecho pedazos en el suelo. Él despliega los brazos. Tiene los ojos muy abiertos y mira al cielo que afuera es celeste y él y yo vemos negro, sentados en el comedor de casa. Los aviones que venían a bombardearlos. Me dijo que eran bellos. Espantosamente bellos.
Dejo de mirar los cubos de las palabras y las imágenes.
Mi cuerpo me llama.
Reconozco una de las señales que me enseñaron en el curso. Es el momento. Son más de las once de la noche. Hago las llamadas de aviso. Mis padres me dicen que vienen a buscarme. Estoy tranquila y espero. Estoy sentada en el living de mi casa. Todavía suena la música que había puesto. Bach. Hay cosas que son universales. La mayoría recorremos más o menos los mismos caminos. Con algunas diferencias.
No tengo televisión. Cuando era chica tampoco teníamos. Por elección. Es difícil explicar por qué uno elige algunas cosas cuando lo hace desde un lugar donde no hay palabras. Mi papá cuando era niño se dormía mirando las vetas de la madera en las vigas de la casa. La televisión no es necesaria. El cubo muestra otro de sus lados.
Sigo esperando. Las piernas cruzadas en posición de loto, una mano por encima y otra por debajo de la panza.
El futuro irrumpe en mí y es casi un reflejo mirar hacia el pasado. Insiste mi infancia: los otros chicos no corregían nunca a sus papás como yo, que a veces le decía al mío que se decía “vaso” y no “taso”, que yo me imaginaba que era el masculino de taza. Adopté ese lugar que es la diferencia como mío.
Algún lugar tenía que adoptar: el país en el que vivía me consideraba extranjera y al otro ni se me ocurría ir.
Veinte años después fui. Y también fui extranjera. Me dolió como duele un golpe dado en una herida. Sufrir, amar, partir, dice el tango. A mi papá no le interesa el tango, ni el fútbol. Se quedó por otras cosas. No veo un lado del cubo, como si estuviera incompleto.
Al conocer Japón conocí más a mi padre. No tanto por lo que tenían en común sino por lo que los diferenciaba. La rebeldía, prolija y tenaz, por ejemplo.
Levanto el cubo y miro otro lado. Partir es hacer mitades, dice el diccionario.
Mitad: half. Así se llama en Japón a los hijos de un japonés con una persona de otra raza.
Antes se usaba la palabra “ainoko”, que significa algo así como hijo del amor, pero después de la guerra esa palabra empezó a tener una carga despectiva porque se usaba para los hijos de las japonesas con soldados estadounidenses. Hijos del enemigo.
Así que yo soy half. Soy japonesa en Argentina y argentina en Japón, así, con las minúsculas para mí y las mayúsculas para el país.
Partir también es romper, agrega el diccionario. Romper, separar partes. Otro lado del cubo. Mi papá dejó en Japón a su madre, viuda desde que él tenía dos años y a su hermano, enfermo desde la guerra.
Mi abuela se llamaba Katsu y dicen que yo me parezco a ella.
No la conocí salvo por historias que contaba mi papá y una foto que vi una vez en la que busqué a la mujer fuerte que mantuvo sola a su familia y a la de su marido, perdiéndolo todo varias veces durante la guerra.
En la foto había una viejita que parecía una ciruela de esas que en Japón se llaman umeboshi. Chiquita y arrugada, incómoda ante la cámara.
Sobre todo ahora dicen que me parezco a ella. Ahora que voy a tener a mi hijo sola. Sola a los cuarenta. Dijeron que soy “añosa” y a mí me sonó a árbol. Los árboles no paren. Algunas conjugaciones del verbo “parir” parecen más relacionadas con detenerse o estar de pie que con dar a luz. Los árboles no dan a luz. Dan sombra.
En lo que sí me siento parecida a un árbol, más ahora que a los veinte años, es en la solidez. Cierta forma de fortaleza. Una de las formas de decir fuerte en japonés es Kenta.
Qué palabra tan bella...
Llega el dolor del que me habían hablado. Interrumpe y devora todo. No grito como en las películas. La casa está en silencio.
Llegan mis padres, juntos, como en los últimos cuarenta y dos años.
Se casaron a los pocos meses de conocerse. Mi papá tuvo un solo invitado a su casamiento: un empleado de la empresa para la que había venido a trabajar. Mi mamá en cambio tuvo cientos, porque estaba en su ciudad y esa ciudad era chica.
Casarse con un japonés era lo más raro que alguien podía hacer en Necochea. Una vez leí que la forma más extrema de la exogamia es casarse con alguien de otra raza.
Después vinieron a vivir a Buenos Aires. La oficina en la que trabajaba mi padre estaba en La Boca, cerca del puerto, en el que entraban los barcos pesqueros que atendía.
Él tenía dos jefes. Para un japonés un jefe no es lo mismo que para un argentino. Las jerarquías se graban de un modo profundo. No es un orden caprichoso, es algo férreo. Los jefes le dijeron un día que llevara a su mujer para cenar juntos. Mi papá le dijo a ella el día y la hora. Iban a esperarla en la puerta de la agencia. Ella tomó dos subtes y llegó seis minutos tarde. Cinco minutos después del horario acordado, los jefes dijeron que iban a ir caminando hacia el lugar, que ella fuera cuando llegara. Mi papá se quedó a esperarla. Ella llegó unos segundos después. Los jefes caminaron unos metros por delante sin darse vuelta. Mis padres, detrás. Los jefes estaban ofendidos por la demora, mi madre, por sus modales.
Mi papá estaba entre ambos, partido. O multiplicado. Ella siempre lo acompañó. Como acompañan las paredes de una casa al techo. Siempre estuvo de un modo casi invisible, como en esto que escribo. Y a veces me parecía más japonesa que él.
Ella toma el tiempo entre un dolor y el otro. Mi papá maneja.
Recostada en el auto veo pasar plátanos, tipas, arces. El dolor los borra. En su lugar deja un desierto sin árboles.
Partir es dividir. Dividir es saber cuántas veces cabe un número en otro.
Cuánto cabe en uno. Uno, punto de partida. Allí cabe todo.
Mi padre eligió quedarse en esta tierra por mi mamá, y otros motivos. Los busco.
Una vez me dijo que se había quedado por el puente que está frente a la Facultad de Derecho en la avenida Figueroa Alcorta, y porque en un bosque del sur (creo que en Bariloche) los árboles que se caen no son retirados sino que se dejan para que formen parte del paisaje.
Los árboles caídos también son el bosque.
La idea de la muerte siempre fue diferente en mi casa. No era lo opuesto a la vida, sino una parte de ella.
Puedo hacer una lista de las palabras que en mi casa tenían un significado diferente al que tenían afuera: muerte, yo, invierno, otro, sal, esfuerzo, palabra, beso, honor, abuelo, espera, té, trabajo, comer, silencio, aceptar, dolor. La partera dice que no debo tener contracciones porque si no estaría quejándome. Mi madre le dice que yo no me quejo, y me da la mano.
Mucha gente se queja del tiempo. Jamás escuché en casa de mis padres quejas sobre el sol o la lluvia, el viento, el rocío, la escarcha.
La partera hace el control y antes de terminarlo llama al anestesista y al obstetra de urgencia.
Suelto la mano de mi madre.
Una hora después mi bebé está en mis brazos.
Solo puedo decir las mismas frases ya dichas por todas las mujeres al ver a su hijo.
El médico llena una planilla sin mirarme. “¿El nombre?”, pregunta, ahora mirándome.
Veo mi sangre en los guantes que aún tiene puestos.
Busco adentro. “Kenta”, respondo.
Vuelvo a decir el nombre para dárselo a mi hijo. Suave y firme, repito: Kenta. Siento que soy una parte de algo mucho más grande.
Algo que empezó del otro lado del mundo, donde la gente acomoda los zapatos cuando se los saca, y sigue acá, donde la gente los deja como quiere.
Kamiya, Alejandra Los árboles caídos también son el bosque
Bajo la Luna, Argentina, 2014. Eterna Cadencia, Argentina, 2024
BRASIL Monique Malcher
Nací en Santarém, Brasil, una ciudad bañada por los caudalosos ríos del Amazonas. Soy escritora, periodista, artista visual y tengo una maestría y un doctorado en antropología. Escribo ficción como etnóloga; la investigación antropológica es muy importante para mí en este proceso creativo.
Siempre me han apasionado los cuentos. Recuerdo robarle libros a mi abuelo, a quien también le encantaban, y pasar tardes interminables bajo un árbol en el jardín comiendo fruta y leyendo sin parar. Este amor por la lectura me invadió por completo hasta que comencé a escribir mis propios cuentos.
Así escribí mi primer libro, Flor de Filo, que ganó el premio literario más importante de Brasil en 2021, el Premio Jabuti. Además, recientemente publiqué mi primera novela, Degola. Mi escritura combina lirismo y denuncia social, abordando temas como la violencia, la lucha social, la memoria y la ascendencia.
@Renato
Parada
Decálogo
1. Siempre anoto temas que me inquietan o me atraen en un cuaderno de campo
2. En mi cuaderno de campo, también dibujo objetos y escenarios para mis historias. Dibujar me ayuda a ver la belleza y el misterio de los elementos de la historia
3. A menudo hablo con personas que tienen profesiones, sentimientos o gestos que pueden ayudarme a desarrollar un personaje
4. Escribo sin preocuparme por la puntuación ni por si tengo la historia completa; es solo el primer borrador.
5. Para mí, escribir es restar. Después del primer borrador, me pongo a esculpir sin piedad
6. Dejo reposar la historia unos días o semanas antes de retomar la edición
7. No sigo manuales de lo que se espera de un cuento; experimentar es vital
8. Siempre escribo mientras escucho música, así que imagino las escenas como si estuviera viendo una película
9. Creo que escribir un cuento es como tener un buen chisme para compartir en un autobús, y hay que terminarlo antes de la parada
10. Me grabo leyendo y escucho repetidamente para notar cualquier error de ritmo en la historia
Por entre las piedras las aguas lloran
No voy a morir, voy a matar. La escopeta en la mano pesaba menos que las ganas de no empuñarla. Mientras arreglaba las botellas caídas, me mostraba la espalda y mi mirada se encendía en la oscuridad de los dolores. Mis músculos, todavía tan pequeños, se iban acostumbrando sin temblar. Ajusté el arma y sentí que tiraba en su cabeza, sin fallar y los pájaros volaban en bandada por el susto.
—¿Vas a tirar o no? ¿Hija? —mientras hablaba suave, intentó mostrar un cariño que nunca tuvo.
—Tienes que saber defenderte, niña. —Rio.
Lloré mucho. Aquel día, él me presionó. Tener el poder de matar sin necesidad era algo que satisfacía mucho su ego. Maté un armadillo, comimos el animal asado, fue la peor comida que he tenido, no por el armadillo, sino por todo lo que significaba. Engullía mi rabia a cada pedazo del animal que entraba en mi boca. Tenía unos nueve años y nunca me habían introducido al tema muerte.
En esa época, mi papá vivía del dinero de una señora rica, que creía locamente en él. Después vinieron otras épocas en que la fuente se secó. Con el dinero de la señora, él, como magnífico estafador-emprendedor compró una pequeña finca en Ponta de Pedras, una ciudad pequeña y muy bonita en el interior de Pará. No tenía agua entubada todavía, tampoco tenía prisa, era un lugar adonde él sólo iba el fin de semana.
Nada de lo que conseguía duraba mucho, siempre prestaba dinero y no pagaba o engañaba a la hija de alguien. Yo estaba siempre conociendo lugares diferentes y pasando por los más diversos tipos de situaciones, algunas muy peligrosas. Era un hombre que tenía su simpatía, no era muy guapo, pero era comunicativo. Siempre elegía involucrarse con mujeres viejas o que tenían hijos y daba la impresión de disminuirme frente a ellas. Sabía crear el abismo para evitar su propia ruina.
Cuando viajábamos, le gustaba contar la historia de cuando su padrastro puso una pistola en la boca de su abuelita. Lloraba un poquito, pero era fácil darse cuenta que le daba placer detallar cómo quedó paralizada. Por lo general, contaba esas historias después de que me hacía algo malo y a mamá, como si tuviéramos que sentir pena por él.
João. Nunca pude salir con un hombre que se llamara igual. Mi papá era de esas personas que siempre repetía sus historias de la infancia. “Nunca olvidaré las veces en que mi padrastro me golpeaba en el igarapé*. ¿Cómo era capaz?”, decía casi lagrimeando. Y un día en la finca hizo lo mismo conmigo y nunca más dejó de hacerlo. Sentía mucho placer mientras lo hacía, se podía ver cómo se retorcía maravillado con mis gritos, que se mezclaban con la partida de futbol en la radio.
Antes de oscurecer, era necesario hacer un sendero que daba al igarapé, era la única forma de bañarse. Una caminata de veinte minutos. Al regreso, llevaba dos baldes para lavar la loza y lavarme por la mañana. El igarapé era triste, sentía que allí era un agujero con lágrimas de una mujer gigante que yo veía en sueños durante las noches que pasaba en la estancia. Ella me llamaba, quería decirme algo al oído.
Cuando andaba en bicicleta, a la carrera por la callecita de arena y grava, parecía que ella me empujaba riendo, y yo sabía que nuestro corazón lloraba igual, dentro de la selva cerrada. Me frotaba con sebo de holanda para curar el dolor de piernas.
Al lado opuesto de la hoguera, mi padre, que avivaba el fuego, pensaba dominar la naturaleza, pero ella estaba dentro de mis entrañas, estábamos en conversación directa. Y la mujer gigante bailaba girando la falda en las brasas, soplando ideas y fuerzas que un niño jamás debería necesitar tener. En el igarapé ella lloraba para producir el agua que me bañaba a mí y a tantas niñas que no sabían hasta cuando tendrían que vivir algo así, ¿cuánto tiempo aguantaba el dolor? Me zambullía, glu, glu, glu, tan triste e inundada de odio.
Era una niña que quería cambiar el curso del mundo, al menos del mío.
Papá me llevaba a la estancia siempre que quería castigar a mi madre, porque era su derecho estar conmigo, derecho escrito quién sabe por quién. Nunca me preguntaron si yo quería estar con él. Después de un tiempo, yendo casi todos los fines de semana, conocí a Luzia, una señora bajita, con olor a pachulí, me recordaba a mi abuela, madre de mi madre.
Luzia cantaba muy afinada. Comíamos pescado con las manos y ella despiojaba mi cabeza. Ella tenía una hija, Dalila, tan cariñosa y graciosa, diferente de mis compañeros de la escuela. Y yo amaba esa mitad de la finca tan profundamente como las bellezas en el río. A veces, lloraba y Luzia me preguntaba:
—¿Qué pasó, pequeña? —levantaba mi mentón.
—No vale la pena llorar tanto —me aconsejaba, con sentimiento.
En mi pecho, una cadena de cuentas para protegerme. Un regalo bonito. Y, a veces, se regresaba riendo a su casa, algo dentro de mi corazón decía que frente a casa me esperaban mi padre y un cinturón. Azotaba la rabia que sentía por las mujeres en mi espalda, quedaba derrotada de rodillas, mirando la escopeta apoyada en la pared, quería tomarla de nuevo, esta vez para acertar al animal correcto.
Vendió la finca y nunca más me subí a una bicicleta, volví al igarapé o abracé a la señorita Luzia. La muchacha del igarapé lloraba, cosiendo su falda. El dolor se volvió una vela derritiéndose en el plato y endureciéndose al derramarse.
A mis diez años recibí una visita en sueños. Saludé a la primera mujer que lloró en las aguas y la finca se hundió entre las piedras, que tenían puntas como lanzas.
* Forma tradicional amazónica de nombrar a los riachuelos o arroyos. [t.]
Las palabras por debajo de la puerta
La puerta entreabierta. Un niño que necesitaba desesperadamente un farol. Los comentarios bajitos sobre la novela que se iban transformando en gigantes.
Se rompían los obstáculos, de repente, nacían los gritos que pedían socorro. No era una tragedia, era un crimen. Cada día no sabía qué hacer conmigo misma, buscaba diversas formas de volverme Silvia la sorda, porque me dolía imaginar que había gritos. Que tenían imagen, rostro. El sufrimiento no es un desastre natural, es tramado por quien tiene poder.
—Está desequilibrada, se le va a pasar, regresa al cuarto, hija —me dijo riendo y con calma.
Me iba alejando de las lágrimas de mi madre, cada vez más delgada y sin fuerzas para luchar. Oía aquel grito de rabia y llanto, aceptaba mi miedo y fingía creer que eso era todo, ella se estaba volviendo loca cuando mordió su mano.
—Todas las mujeres de la familia de tu madre están locas o murieron de retraso, tu tía, ésa que amas, toma cajas y cajas de medicamentos. Tu madre no tiene las condiciones mínimas para cuidarte, para empezar, ella nunca te quiso. Cuídate, tienes esa sangre. Entonces, Silvinha, alguien tiene que estar controlado en esta casa —dijo mientras tomaba a mi mamá por atrás, en eso que le dicen “abrazo de oso”. En el sofá detrás de ellos, mi osito, Beto, era café claro y tenía una lágrima pegada en la cara.
Cuando me lo gané, pensé que era mi versión en peluche, inmediatamente toqué la lágrima. Era el animal de nuestra familia.
—Está bien —dije entre dientes.
Mi padre tenía una forma muy eficaz de convencerme, conocía mis meandros, a veces sentía que me leía la mente. No es que le creyera, pero era más fácil elegir creerle. Tenía un vacío en aquel universo que me abrigaba, un cuarto con libros, discos de Siouxsie and The Banshees, pósteres de Nirvana en la pared y muñecos de peluche —algunos eran conejillos de Indias que yo besaba en la boca, entrenando para el primer beso que sólo sucedió cinco años después, en una fiesta, en la casa de algún pariente— que mostraban que yo estaba a término medio entre querer jugar y gritar. Mi grito estaba hecho de la argamasa del silencio. Dolía.
Me colocaba los audífonos, escogía una canción en el discman —qué lástima no conocer a Gal Costa a esa edad—, escribía en el cuaderno negro escondido debajo del colchón. Las hojas estaban llenas de frases y poemas románticos —qué desgracia— inventaba una pasión colegial por un muchacho cualquiera, como si eligiera aleatoriamente cualquier pedazo de mierda para adorarlo. Y así me inclinaba sobre esa imagen para escribir.
Tenía once años, a veces se me olvida que sentía tanto con tan poco tiempo en el mundo. Dicen que las niñas maduran antes, pero nadie me lo enseñó ni siquiera lo necesité. Creía que la escritura tenía que ser sobre amor, pero no el propio, ése ni me pasaba por el pensamiento. No había mujeres para platicar, porque ninguna tenía otras mujeres para platicar.
Las peleas de mis padres eran un mundo paralelo, por mucho tiempo fui una chica que ignoraba todas las situaciones que le causaban miedo y eran fruto de la violencia o la generaban. En la fase adulta decidí que ser golpeada durante el sexo era placentero.
De quinto a octavo grado le escribí cartas de amor a Fernando, el chico más cool de la escuela. Era blanco, rubio y carioca —era un riquito esnob— y eso ya era el inicio del pensamiento que me destruyó muchas veces. Si yo podía lograr ser la salvadora de hombres malos o si hiciera que ellos se dieran cuenta de que yo era digna de su amor, sería posible que mi padre cambiara.
Miraba compulsivamente las fotos de la boda de mis padres. Escribí en esa época una redacción, muy elogiada por la profesora de portugués, sobre mi foto favorita del álbum. Era una en la que, dentro de un taxi, saludaban por la ventana trasera. Tal vez si mamá se esforzara, siguiendo mi ejemplo de creer en el amor, podrían ser felices.
Cuando regresé de la escuela, sentí un fuerte olor a quemado cuando abrí el portón de la casa. Fui corriendo con miedo de que fuera una tragedia. Ella, con un pedazo de palo, movía una hoguera al fondo del patio. El papel fotográfico se iba enrollando.
¿Sabes? Aquel día mi madre me dijo que podía echarme para atrás, pero era tarde. Alentaba el fuego.
Estaba aprisionada en aquel vestido, con un labial rosa, yo estaba pálida, con el color de muerta, pero pensaba que no podríamos. Respiró profundo. Las mujeres saben que en el fondo sólo están sobreviviendo.
—¿Qué no íbamos a poder tú y yo, mamá? —le pregunté, triste.
—No, el otro niño —se tocó el estómago—, al que nunca le vi la cara —dijo, cuando ya entraba a casa.
Y cómo apestaba aquella humareda.
Esa noche me fue difícil dormir, el miedo a la oscuridad era real. Me hacía mucha falta la puerta abierta, la luz prendida. El miedo tal vez no era a la oscuridad total, sino a no poder oír los gritos, ver las peleas.
Algunas veces quería interferir, otras retrocedía y no era una estrategia. En la oscuridad también sucedían cosas de las cuales ninguna mujer se recupera, la puerta de su cuarto casi siempre estaba cerrada, como guardaban silencio en algunos momentos no parecía urgente preocuparme, pero yo sentía que era el infierno entre cuatro paredes.
Sentía que yo era débil por no interferir.
Aprendí a mirar en la oscuridad, dentro de cajas y ataúdes, soy la adulta que cierra la puerta, apaga la luz y duerme sola bañada en sangre de loca.
Malcher, Monique
Flor de Filo
Editora Moinhos, Brasil, 2020. Fondo de Cultura Económica, México, 2025
Xue Mo es una de las voces más singulares de la literatura china contemporánea y un profundo conocedor de las tradiciones culturales y espirituales de su país. A lo largo de su trayectoria ha consagrado su labor intelectual al estudio de las corrientes filosóficas y místicas que atraviesan la historia de China, con especial atención a la sabiduría popular del Oeste chino, su tierra natal.
Su obra literaria refleja una intensa conexión con las tradiciones ancestrales y desarrolla un estilo propio que fusiona elementos del realismo mágico con una aguda observación de la vida rural y la psicología del pueblo chino. Su prosa, lírica y reflexiva, integra proverbios, parábolas y enseñanzas antiguas. En su obra aborda temas universales como el amor, la libertad, la muerte, el sentido de la existencia y la relación entre el ser humano y la naturaleza, construyendo un puente entre el pensamiento tradicional y la sensibilidad actual.
Ha publicado más de 70 obras, su extensa producción literaria abarca narrativa breve, novela, poesía y ensayo. El cuento El anciano de Xinjiang fue seleccionado por el diario The Guardian como uno de los cinco cuentos contemporáneos más hermosos de la literatura china, lo que subraya la universalidad y belleza de su escritura.
CHINA Xue Mo
Decálogo de creación literaria
1. Reconoce la chispa divina: cuando la inspiración cruce fugazmente la conciencia, atesórala como una madre acuna a su recién nacido. Este destello puede iluminar todo tu camino creativo —el primer regalo del cielo a todo verdadero creador
2. Cultiva el sueño de la vida: extrae tesoros del fértil terreno de la existencia: el sufrimiento fertiliza, la alegría nutre, cada experiencia contribuye a tu crecimiento. La auténtica escritura trasciende la mera composición, transformando la vida en un campo sagrado de práctica mediante las palabras
3. Selecciona con visión matizada: elige detalles y eventos que sean frescos, representativos y expresivos. Un detalle distintivo a menudo revela carácter o transmitir una emoción con más fuerza que una larga exposición
4. Compón desde la quietud: antes de escribir, aquieta la mente en la tranquilidad. Cuando el corazón se vuelve un espejo claro, las historias revelan su verdadera esencia, permitiendo a las palabras trascender el ser limitado y conectar con la verdad universal
5. Teje con gracia estructural: construye la estructura como un fino tapiz—cada elemento armoniosamente ordenado, cada personaje y punto de la trama cumpliendo su propósito. Una arquitectura excelente refleja el progreso espiritual, guiando al lector hacia una comprensión más profunda
6. Fluye en unión creativa: escribe desde la unidad entre el ser y la creación. Deja que las palabras surjan como el deshielo de las montañas: no estás “escribiendo”, sino convirtiéndote en el conducto de la historia
7. Escucha el latido del lenguaje: revisa prestando atención al ritmo interior del texto. La torpeza revela falta de atención; la fluidez demuestra la presencia radiante de la mente
8. Refina palabra y espíritu: pulir el lenguaje significa purificar la conciencia. Remueve toda impureza hasta que las palabras se vuelvan cristalinas—sólo entonces podrán reflejar el rostro original de la verdad
9. Trasciende el ego: Por medio de la escritura, rompe la prisión del yo. Cuando el “yo” desaparece, la sabiduría y la compasión surgen naturalmente, dando lugar a obras que unen la conciencia humana con la conciencia cósmica
10. Las palabras como iluminación: comprende que el propósito último de la escritura radica no en la fama, sino en iluminar la conciencia. Las obras más grandes no se escriben, se cultivan. Cuando te conviertes en luz, tus palabras iluminan naturalmente el mundo
El ruido de las habas al crujir
Cuando finalmente salió de las profundidades del monte, Yu se percató de que todo era distinto. El cambio tenía un aroma a fideos fritos que, traído por el viento, se abalanzó contra su rostro.
Era imposible no notar la diferencia. Los barrancos estaban infestados de pálidos huesos y una jauría de lobos roía la poca carne que aún quedaba en ellos. Al verla aproximarse, los lobos enseñaron sus colmillos con un gruñido. Yu extrajo su arma: una suerte de soga compuesta por un nailon de seis metros de largo con un dardo atado en la punta. Era una evolución del instrumento que usaban los aldeanos para mantener a los perros a raya y un arma creada por ella para protegerse de sus salvajes antepasados.
Los lobos, perros del espíritu de la montaña, le tenían pavor a las sogas. En cuanto vieron a Yu extraer su arma, sus gruñidos se transformaron en pusilánimes chillidos.
Yu percibió un olor particular en el aire. Ante ella se desplegó el paisaje que su madre llamaba “estufa de ceniza muerta”: una desolada intemperie carente de todo signo de vida o, lo que es lo mismo, pudriéndose en el hedor de la muerte. Hasta los rayos del abuelo sol eran de un blanco cadavérico, carentes de brillo y de toda vitalidad.
Hizo un rápido cálculo. No llevaba en las montañas tantos días, pero sentía como si hubiera pasado una eternidad. A veces siete días en una cueva se sienten como mil años.
Aún quedaba un buen trecho hasta la aldea Vajra, pero en los pueblos a lo largo del camino no aparecían más que vestigios de cadáveres destrozados por perros y lobos. Una hediondez repugnante envolvía el aire, y el viento, lóbrego, soplaba entre las montañas infestadas de espíritus aullando invocaciones malignas y gemidos famélicos. Yu cantó sus mantras protectores, pero los espíritus se aferraban a los cadáveres expuestos a la intemperie.
La lluvia podrá ser mucha, pero nunca llegará a nutrir los pastos sin raíz. En otras palabras, Yu no podía ayudar a los muertos, por más que quisiera. “Allá ustedes. Si quieren quedarse velando sus cuerpos marchitos, problema suyo”, pensó.
Sobre el camino encontró a un hombre. Estaba pelando la corteza de un olmo. El tronco estaba casi desnudo, revelando una blancura semejante a los huesos de los cadáveres sobre el camino.
Sólo sobre algunas ramas quedaba un poco de corteza, que el hombre cuidadosamente pelaba y colocaba sobre un plato. Estaba escuálido y apenas si podía mantenerse en pie sin tambalearse.
Parecía que fuera a desfallecer en cualquier instante. Yu cortó un pedazo de carne de lobo y se la extendió. Sus ojos se iluminaron de alegría. Agarró la carne y la mordió con avidez, sacudiendo la cabeza de lado a lado, como un perro salvaje luchando contra el terco tendón de una res.
—¿Qué le pasó? —preguntó Yu.
El hombre, absorto en su lucha con la carne, hizo caso omiso a la pregunta. Tras un par de bocados, finalmente respondió:
—Muerte y más muerte. Pronto a todos nos llevará la muerte.
—¿Y la aldea Vajra?
—No sé. Todos dicen que no pasa nada, pero… quien entra no sale. Dicen que los aldeanos se los comen.
—Qué va —respondió Yu con desgana—. En Vajra no son caníbales.
Sin embargo, se le escapó un largo suspiro. Comprendió que el triste camino era sólo la antesala de lo que le esperaba en la aldea.
Al mediodía finalmente divisó la entrada de ésta. Unos militares golpeaban salvajemente a un hombre.
—Sólo quería salvar mi vida —decía el vapuleado en medio de sollozos.
—De aquí nadie se va. Si morimos, morimos todos —respondieron los militares arrastrándolo nuevamente al interior de la aldea.
Yu tomó una callejuela paralela que subía a la montaña Zhaobi, donde se veía Vajra desde las alturas. La aldea también era un paisaje de estufa de cenizas muertas. El barranco despedía el hedor de un sinfín de cadáveres descompuestos. A la lejanía, en la cara septentrional, muchos puntos negros densamente aglomerados se movían de acá para allá: perros, o lobos, quizás.
Descendió a lo largo de la cresta de la montaña hasta llegar a la aldea. En las faldas estaba la casa de su tío, quien tenía un ojo bizco y solía ir a casa de Yu cuando la gula le ganaba al hambre, a ser alimentado por su hermana, la madre de Yu. Su comida preferida eran fideos de ñame en salsa de vinagre, que su madre templaba con agua fría y luego aderezaba con vinagre. El tío se los tragaba sorbiéndolos como si no hubiera mañana y, al terminar, dejaba tirados los palillos y comenzaba a insultar a su hermana, acusándola de haber dañado la reputación de toda la familia. La madre de Yu ya ni le prestaba atención. Al fin y al cabo, él era el único familiar que le quedaba y, convencida de que la sangre es más espesa que el agua, prefería no pelear. Cuando Yu la agarraba contra él, su madre solía decirle que, le gustara o no, él era el hombre de la familia, y que sin su tío ella no estaría en ningún lugar. Por fortuna, el bizco la quería. El mal olor fue transformándose en una fetidez nauseabunda. Yu se tapaba la nariz al caminar. Pensó en todas las equivocaciones de los aldeanos. No quería interactuar con nadie; en realidad, no quería ni siquiera pensar. El abuelo Jiu le reprochaba que podría intentar ser un poco más compasiva, pero lo cierto es que, aunque en sus oraciones rezaba por el bienestar de todos los seres
vivientes, los aldeanos no figuraban entre ellos. Sentía una ira sin nombre hacia los que habían hecho sufrir de tal manera a su madre. De sólo recordarlo, se enardecía. El abuelo Jiu solía decirle:
—Lo primordial que hay que erradicar en esta vida es la ira.
Recuerda que sus llamas queman los bosques de la sabiduría. La puerta que daba a la pequeña parcela de su tío estaba cerrada, pero a Yu le bastó con deslizar el pestillo y correr el candado.
San Zhuan se asoleaba en el jardín. En cuanto ésta la vio, la recibió con una sonrisa. Su piel colgaba flácida sobre su estómago, pero su sonrisa no había perdido el brillo de antaño.
—Madre, ¡llegó la prima! —gritó exultante.
Poco después apareció su tía. Tenía la cara tan hinchada que sus ojos parecían apenas dos diminutas fisuras. Saludó a Yu con un gruñido y la invitó a entrar. Una gruesa capa de polvo cubría la casa entera; parecía que nadie hubiera limpiado en días. Su tío estaba tendido sobre el kang1. Al ver a Yu entrar, tuvo que luchar con su cuerpo para ponerse en pie. No le dijo nada, pero el silencio era elocuente.
Yu se preguntó si el lío en que se había metido la vez pasada había terminado afectando a su tío y por eso estaba enojado. Era un hombre educado, pero, por ser pobre, nadie en la aldea lo respetaba.
Para colmo, de ser ciertos los rumores, a su tía le picaba la ropa frente a cualquier hombre, y ellos aprovechaban los momentos de ocio para explorar los resquicios de su cuerpo femenino bajo la sombra escondida de una esquina en la muralla sur. También se rumoreaba que ella solía moler a palos al flacucho de su esposo, tirándolo al piso y aposentándose con su gigantesco trasero encima de él hasta hacerlo vomitar del llanto.
Pero la tía tenía sus cosas buenas. Por ejemplo, era una trabajadora incansable. Cuando llegaba la época de la cosecha, se anunciaba a todos que quien cortara un mu2 de trigo recibiría tres días de salario. Su tía podía segar desde el ocaso hasta la mañana del día siguiente sin parar y, en un solo día, recoger un mu y medio de trigo, con lo cual ganaba cuatro días y medio de salario. Durante el otoño, era quien más ganaba en toda la aldea, lo suficiente para comprar grano y mantener a la familia los siguientes seis meses.
El tío se levantó del kang sin decir nada. Yu extrajo un pedazo de carne de lobo y los tres niños se abalanzaron sobre ella, ganándose un par de bofetadas de su madre. Ellos gimotearon en protesta, pero dado su estado de inanición no les salió más que un susurro ahogado. Yu agarró el cuchillo, partió varios pedazos y los repartió entre todos. San Zhuan engulló el suyo, luego arrebató el de su hermano y salió corriendo. Lao Er se echó a lloriquear. Yu cortó otro pedazo para él.
—Mira nada más. No tienen vergüenza —exclamó su tía.
Yu no dijo nada. Su tía le caía mal, no sólo por su cara asquerosamente hin-
chada, sino porque aprovechaba cada vez que su tío no estaba en casa para poblarla de desagradables libertinos.
Una vez, durante un Año Nuevo, su madre le pidió ir a casa de su tío a recoger algo. En cuanto entró vio a su tía, demasiado ocupada agasajando a varios hombres sobre el kang como para saludarla.
Desde aquella vez casi nunca los visitaba.
—¿Por qué hay tantos cadáveres? —preguntó Yu a su tío—. ¿Se acabaron los granos?
—Son provisiones para la guerra —respondió éste. Y los militares los tienen vigilados. De cada familia de la aldea ha muerto por lo menos un miembro y no pocas familias han desaparecido por completo. A este paso, pronto nos extinguiremos.
—Si nos morimos, pues mejor hacerlo todos de una buena vez—intervino su tía. Su mirada emanaba un odio escalofriante. Cuánto había cambiado. Cierto, siempre fue sucia e inmoral, pero Yu no recordaba ese aire turbio que ahora emanaba de sus poros.
“El odio realmente jode a la gente”, pensó.
Yu cortó otro pedazo de carne de lobo y se lo extendió a su tío.
Él lo engulló ruidosamente. Sus pupilas vidriosas se hundían en sus cuencas marchitas.
—Nos jodimos —dijo tras tragarse la carne—. Se me hace que no llegamos a este invierno.
—El trigo aún no se puede cosechar, pero vi que ya tiene algunas espigas —añadió Yu.
Tras escucharla, su tía comenzó a mirar paranoica alrededor.
—Cállate, niña, no digas tonterías —le advirtió su tía—. Si te atrapan, te matan a golpes. Los cadáveres en los barrancos no son sólo de muertos de hambre. Trae un poco de agua. Esta carne está tan dura que, si no la hervimos un poco, no se puede tragar. —Yu salió, agarró un poco de paja para hacer el fuego y destapó la olla, pero al hacerlo se percató de unos pelos verdes en su interior.
Un hedor familiar le golpeó el rostro. En cuanto volteó a ver el interior, se percató de que su tía la estaba mirando a hurtadillas.
Cuando agarró la espátula y raspó los pelos de la olla se dio cuenta de que el hedor provenía de unos pegotes de carne del interior.
Pero ¿de dónde habían sacado carne?
—Fue un poco de cabra que nos trajo un monje —se apresuró a explicar su tío. Yu, aguantándose las náuseas, raspó esas excrecencias y las metió en un balde que situó tan lejos del fuego como pudo. Mientras lo hacía, un dedo saltó a la vista. La uña aún brillaba, hasta parecía mirarla con una risita socarrona. La tía se rio avergonzada.
—Hay que tener recursos en la vida —se justificó.
Conteniendo el asco, Yu lavó la olla, le puso un poco de agua y luego metió la carne de lobo. Percibía la mirada de su tía barriéndola de pies a cabeza. No quiso voltear, pero la sentía como si fuera un mendigo contemplando un pedazo de pan. Atizó el fuego y salió del patio. Los tres críos miraban la olla desde lejos. “Son sólo niños, los pobres”, pensó. “Con algo en el estómago les volverá el alma al cuerpo”. De pronto se dio cuenta de que San Zhuan también la observaba… con la misma expresión de su tía. Otro escalofrío le recorrió el cuerpo. El humo de la estufa emergió, se elevó y se asentó en el espacio, creando una oscura neblina alrededor del jardín. Sintió que aquel humo tenía también un aire a conspiración. Las miradas furtivas la envolvieron. La sensación ilusoria se recrudeció.
Abrazada a un montón de paja, volvió a entrar a la casa.
—¿Y ella cómo está? —le preguntó su tío. Con “ella” se refería a su hermana. Yu volvió a atizar el fuego. El vapor de la olla inundó el aire. Las llamas se desprendieron de la estufa y el calor le sacó una sonrisa. De pronto pensó que era una auténtica neurótica, que en los ojos de su tía no había sino agradecimiento, más allá de que no lo expresara de forma abierta. Era una mujer orgullosa y ciertamente no quería que la sobrina fuera testigo de los aprietos por los que la familia estaba pasando. Yu iba a decir que la escasez no era exclusiva de ellos, sino de todos, pero no quiso hacer sentir mal a nadie y optó por quedarse callada.
Pasado un rato, Yu palpó la carne de lobo con los palillos, ahora mucho más tierna. Pescó un pedazo y lo partió en largas tiras.
Echó más agua y preguntó por la sal.
—Hace más de seis meses que no probamos sal —le respondió su tía.
Yu tomó el tazón y se lo dio a su tío. Él sorbió un par de tragos de caldo. Yu vio en su rostro la sombra de las facciones de su madre y sintió una infinita compasión; un calorcito brotó en su interior.
Agarró un trozo de carne y se lo puso en la boca. A su lado escuchó un chasquido estridente, era su tía sorbiendo el caldo con una cuchara.
Los chicos se abalanzaron. La tía los empujó y ellos cayeron al suelo, pero ninguno lloró. Se fueron gateando hasta quedar a los pies de sus padres. Los miraban comer. Yu sintió un nudo en la garganta.
—Bueno, suficiente —dijo ella tras haberse acabado medio tazón—, no me quiero hinchar de carne. —Llamó a los niños, que corrieron exultantes a su encuentro. Yu comenzó a darles en la boca un trozo a cada uno. Pensó que debió haber traído más carne de lobo.
—Niña, no te vayas. Ya es tarde y está oscuro. Además, hay algo de lo que quiero hablarte —le dijo su tía.
Yu frunció el ceño al ver el kang polvoriento.
—No, gracias, mi madre se va a preocupar si no llego.
En realidad, ésta le había dicho que, si se le hacía muy tarde, mejor volviera al otro día, y que bajo ninguna circunstancia regresara sola de noche. El panorama de caminar en la oscuridad tampoco le llamaba en absoluto la atención, sólo pensar en los cadáveres le ponía la piel de gallina. Pero, por otro lado, la perspectiva de dormir en aquel kang tampoco era muy atractiva.
—Quédate —le pidió el tío— y te cuento una historia de tu madre.
Además, creo que mis días en este mundo están contados. “Por quedarme una noche no me voy a morir”, pensó Yu. [...]
1 Cama de adobe con fogón.
2 Medida de superficie china que equivale a 0.06667 hectáreas
Mo, Xue
Fragmento del relato “El ruido de las habas al crujir” El ruido de las habas al crujir y otros cuentos
Siglo XXI Editores, México, 2021
Montero
CHILE Andrés
Uno de mis recuerdos más antiguos es el de la voz de mi padre contando historias, una voz que subía desde mi cama o la de mis hermanos y que llenaba toda la oscuridad de la pieza en la que dormíamos o debíamos dormir. Mi padre no lo sabía, pero me estaba dando el mejor regalo que le puede dar alguien a su hijo: una vocación. Fue cosa de tiempo que empezara a inventar mis propias historias. Las enviaba a los concursos del colegio, que invariablemente ganaba porque solía ser el único postulante. Cuando hubo que pensar qué hacer con la vida, a eso de los 18 o 19 años, yo ya tenía la decisión tomada de que quería dedicarla a las historias. Como no podía vivir de mis cuentos escritos, empecé a contarlos oralmente y encontré un oficio. Desde entonces viajo por Chile y otros países buscando historias para escuchar, contar y alimentar un universo narrativo que crece en cada conversación. Mis libros (La muerte viene estilando, Tony Ninguno, El año en que hablamos con el mar o Taguada) se han publicado en varios países y han recibido premios en los que sospecho no haber sido el único postulante. Creo en el poder de las historias para cambiar el mundo o para que no me cambien a mí. Cuento y escribo porque toda comunidad necesita narradores. Y tal vez porque, en el fondo, escribir y contar no son más que caminos que me pueden llevar otra vez a esa pieza oscura que se llenaba cada noche con la voz de mi padre.
Siete colinas del cuento
1. Un cuento es la narración de sucesos concatenados que transforman el mundo de un personaje
2. En el cuento literario contemporáneo, esa transformación se hace evidente en un único momento de revelación, que por lo general se encuentra en las últimas líneas
3. La revelación es una acción concreta que obliga al personaje a comprender que ha habido una transformación del mundo propio o exterior. Es una epifanía
4. La diferencia central del cuento con la novela es que el primero persigue una única y notable revelación. Para llegar a ella, sigue un camino sin digresiones. La novela, en cambio, se construye en la digresión y puede tener revelaciones múltiples
5. El modo en que el personaje reacciona a su epifanía revela el camino que seguirá su mundo propio. Si no está narrada, el lector debe imaginarla
6. Si un lector termina de leer un cuento y se queda con la incómoda sensación de no haber entendido nada, puede ser porque:
a) Se le ha pasado de largo el momento de epifanía porque estaba leyendo el cuento como quien lee una agradable novela en la playa (pero el lector de cuentos debe ser un sabueso)
b) El cuentista escondió con tanto esmero la epifanía que se terminó por perder (pero el cuentista debe ser como el criminal que deja pistas porque en el fondo quiere que lo descubran)
c) La epifanía debía suceder dentro del lector, que lamentablemente no se dio por enterado (la verdad es que la comunicación entre cuentistas y lectores nunca ha sido muy fluida)
d) No ha habido epifanía (y entonces no hablamos de un cuento, sino de un relato)
7. Los relatos y las anécdotas son historias sin epifanía, porque no transforman ningún mundo. Son el tipo de historias que queremos escuchar en la sobremesa
El Pahueldún
Los hombres le pegan por turnos al Pahueldún. Están borrachos y risueños, pero el conjunto destila algo parecido a la solemnidad. La cosa fue así: uno de ellos se alejó un poco para mear y ahí se lo encontró, camuflado en la tierra, aparentando no ser nada más que un palo retorcido y grueso recién caído de un árbol. Lo tuvo que mirar dos veces antes de reconocerlo como lo que era: el bastón del Trauco.
—Chucha —dijo.
Y dio el aviso.
Los hombres se levantaron tambaleantes de las mesas y se repartieron las palas, los fierros donde ensartaron al cordero, los palos de escoba, algún remo olvidado: lo que estuviera a mano para poder aforrarle al Pahueldún, que por fuerza de tradición —o por intención ritual, o por metonimia de borrachos— ya no era un palo sino el mismísimo Trauco. Así que hay que pegarle al condenado, al enano, al brujo maldito que embaraza a las mujeres de Chiloé, que las hechiza con su aliento y ya no tiene ni que forzarlas, ah mierda, si podrían ser sus hijas, sus esposas, sus hermanas, pero ahora se las va a ver con ellos, el diablo este, que no por diablo y viejo deja de ser bien hueón a veces, si los antiguos decían que para espantarlo había que dejar un montoncito de arroz sobre la mesa, porque no se aguanta de contar los granos uno por uno y así se le va la noche sin hacer de las suyas, ¡bien ahueonao, el diablo este! Cómo se le ocurre venir a merodear en plena tarde justo cuando están todos los hombres juntos; tienen que aprovechar que está mansito, indefenso, ahí tendido sobre una roca, el pobre, si parece apenas un palito recién caído de un árbol. Pero no se van a dejar engañar, los hombres, no: lo que van a hacer es sacarle la cresta al Trauco, para que no se olvide nunca que en esta parte de la isla le dan cancha, tiro y lado.
Hace diez minutos que los hombres rodearon la roca, levantaron las armas por sobre las cabezas, asintieron unos a otros y empezó la descarga. Las camisas ya están mojadas por la transpiración, pero no parece que ninguno esté dispuesto a rendirse. Se diría que están ganando la lucha. Tal vez no falte demasiado.
—¿Es un rito o un juego? —pregunta Camila a las primas. Ya no está tan segura de que haya valido la pena subir corriendo desde la playa cuando oyeron los gritos de los hombres. Más encima dejó tirada una cola.
—Es que se supone que es el Trauco pos, prima —responde Claudia.
—Cómo va a ser el Trauco, si es un palo.
—Es el Pahueldún. Su bastón.
—Entonces no es el Trauco, es su bastón.
—Ya, sí, pero a veces el Trauco se convierte en su bastón cuando no quiere que lo pillen. Es medio enredado.
Isabel asiente con la cabeza, sin dejar de mirar la escena. Las tres están algo apartadas, mientras que el resto de los invitados se ha acercado a animar a los hombres. La familia del novio, casi toda santiaguina, es la más entusiasta.
—Vale. Pero igual no entiendo. ¿Por qué le pegan?
—Para que se haga pipí —explica Isabel—. Es que el Pahueldún tiene como una bolsita con agua adentro, o savia, no sé. Después de pegarle harto se rompe y cuando se pone al fuego sale el líquido, ¿cachái? Entonces es como que el Trauco se hace pipí de miedo. Es para que no ande por aquí.
—Y menos ahora que tenemos matri y la novia no puede quedar embarazada antes —se ríe Claudia. Isabel se pone roja.
—¿Estái nerviosa, prima? —le pregunta Camila a Isabel.
—Un poco. Normal, ¿no cierto?
—No sé, nunca me he casado.
Las primas se ríen.
—Cami, ¿pero de verdad no te acordabai de lo del Pahueldún?
—De verdad. Y todavía no entiendo si es un rito o un juego.
Las primas se miran y se encogen de hombros. Allá, entre toda la gente, el más viejo de los hombres toma el tronco apaleado y lo lleva hasta la fogata, cerca del cordero. Lo cuelga de los fierros y lo deja asándose. Hay un silencio de treinta, cuarenta segundos, hasta que se escucha el chisporroteo del agua cayendo desde el Pahueldún al fuego.
Entonces viene la algarabía general. El Trauco se meó. Se meó de miedo. El hombre trapea las mismas palabras que escuchó de los abuelos, cerrando el ritual:
—¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!
Así termina. Todos aplauden y se ríen. El Pahueldún agoniza deshidratado e inútil. Los hombres vuelven a la fiesta, repitiendo entre risas “¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!”.
Todavía queda vino y la mitad del corderito que mataron para dar la bienvenida a la familia del novio y también a Camila, que durante todo el día no ha hecho otra cosa que preguntarse por qué se vino una semana antes de la boda, si con un día bastaba. Se habría evitado las preguntas de los tíos: ¿por qué, si es periodista, no sale en la tele? ¿Por qué, si es mujer, no se afeita las axilas? ¿Y por qué no viene nunca a ver a su mamá? ¿Cómo es eso de que no va a querer cordero?
En la mañana su madre la abrazó con tanto cariño. Se le cayeron las lágrimas de alegría y Camila se sintió culpable por no ir a verla nunca, por no llamarla nunca. Pero luego la madre, alejándose un poco:
—Hija, vino toda de rojo. Usted sabe que es mejor no andar de rojo en la isla.
Y entonces Camila recordó por qué se fue hace quince años de la isla a vivir a Santiago con los abuelos paternos, por qué no llama a su mamá jamás.
—Pucha, mamá. No cambiai nada.
—Se lo digo para cuidarla.
—Tengo treinta años, me cuido sola. Vengo recién llegando y lo primero que me decís es esto.
—Tiene razón. Es que… Bueno, le tengo su camita hecha, ¿quiere pasar a dejar la mochila?
—Ya. Gracias, mamá.
—De nada, hijita, estoy tan contenta.
Y más tarde el cordero, el vino, la guitarra, los juegos, el Pahueldún botando agua, los breves momentos de risa con Isabel, la sorpresa de ver a la sobrina Martina tan grande, la escapada a la playa con las primas, la agujita de marihuana que se sacó y que solo la Claudia quiso probar, y al fin las despedidas, las invitaciones para ir a tomar tecito a todas las casas, el silencio del sur, la tarde que se hace noche.
Se toma una agüita de boldo con la madre en la cocina. Se anima a contarle lo que investiga en el doctorado. A ratos cree que en el fondo sí la entiende, sí, está de acuerdo, claro que hay cosas que cambiar, ella se acuerda de cómo trataba el tata a su abuela, sí, qué bueno que le importan esas cosas. Pero luego se calla, como si no pudiera ir más allá. Y cambia el tema. No sabe qué ponerse para la boda de la Isabelita. Vienen esos chicos que tocaban acordeón, ¿se acuerda? El cura también es de Santiago. Los abuelos, ¿cómo están?
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, hijita.
Hace calor. Demasiado para Chiloé, incluso siendo febrero. La ventana está abierta y prefiere no cerrarla. Se mete bajo las sábanas. Lee un rato, el sueño la atrapa, después de todo no durmió nada en el bus. Alcanza a apagar la luz antes de caer rendida.
La ventana sigue abierta.
No le importa la lluvia, no sabe a qué hora pasa el bus que la puede dejar en Chacao para tomar el ferry y volver al continente. No le importa nada más que salir de la isla y olvidarse de todo. Las nubes son negras, sabe que se va a empapar. La última discusión con su madre la dejó nerviosa. Cruza temblando el potrero, empuja la cerca, no se molesta en cerrarla otra vez.
Entonces distingue la silueta de la sobrina Martina, que viene hacia ella haciendo raspar un palito contra la cerca. Siente el peso de la mochila en la espalda, delatándola.
—¿Se va, tía?
—No tiene que ver contigo, Martinita.
—Venía a decirle que yo sí le creo.
—Y a lo mejor todos me creen. Ese no es el problema. El problema es que están seguros de que fue el Trauco y que si no pasó nada fue porque le habían pegado al Pahueldún. Que yo andaba de rojo, que menos mal que encontraron su bastón a tiempo y lo aforraron, por eso andaba maltrecho antenoche, cuando se metió a la pieza. ¿Te dai cuenta, Martina?
—Yo no creo que el Trauco exista, tía
—Obvio que no existe. Lo que existe son los hombres. Pero yo sé defenderme. Le pegué en el cuello y grité. No lo alcancé a agarrar. Saltó por la ventana y se perdió.
—Entonces, ¿puede que siga por aquí?
La pregunta la desarma. Al mirar a Martina, se fija en que sus pezones ya se empiezan a marcar sobre la ropa, y algo se le revuelve dentro. Y sí, seguirá por aquí. A lo mejor hasta va a estar en la boda.
Martina la mira con esos ojos grandes. ¿Seguirá por aquí, o no? La pregunta retumba en la tierra.
—Ven —le dice a su sobrina—. Vamos a la casa, que se larga la lluvia otra vez.
—¿No se iba?
Camila niega con la cabeza. Se quita la mochila para descansar un segundo, antes de remontar los cien metros que separan la cerca de la casa.
La madre se desvive en atenderla. Le parece estupendo que la Martinita se quede con ellas esos días, se ve que le gusta mucho conversar con su tía, es tan inteligente como ella. Prepara papas rellenas, sopaipillas, harto pescado porque eso sí que come la Camilita. No deja que se apague el fuego porque ahora que llovió se vino todo el frío de nuevo, increíble que hace tres días nomás la Camila dejó la ventana abierta porque hacía calor, pero no, de eso no vamos a hablar, ella no insiste más con el Trauco y al final lo importante es que no pasó nada. Lo último que quiere es que se vaya la Camilita de vuelta a Santiago, más encima justo antes de la fiesta, la Isabel se muere de pena si se va. Pero tan bien que se llevan Camila y Martina, se la pasan jugando en la pieza a no sabe qué.
—A ver, Martina, recapitulemos. Estaban todos los tíos menos Gabriel, que vive en Puerto Montt. Estaba el Marcelo, que no se separó casi de la Isabel, y algunos hombres de su familia. También cuatro amigos del tío Raúl, dos de ellos con sus hijos, ese flaco alto que tenía como veinte y el otro maceteado que tenía unos veinticinco. El flaco no creo, no estoy segura, pero no era tan alto, o tal vez entró agachado. Es que vi la pura sombra.
—Y si lo descubrimos, ¿qué hacemos?
—Eso lo vemos después —responde, porque no tiene la menor idea.
Quisiera sentirse feliz por la prima Isabel, pero en la capilla no hace más que mirar de reojo a todo el mundo. Aplaude por inercia cuando salen los novios. A Isabel, pobre, no le contaron nada, para qué estresarla más. Se ve contenta. La fiesta es ahí mismo, en el patio. Está todo engalanado con guirnaldas blancas. El lugar es hermoso: bajando la colina se cruza un bosquecito y luego se llega a una playa donde nunca hay nadie.
Se toma una cerveza. Nadie le saca el tema, no está segura si por evitar incomodarla o porque no le terminan de creer. Cada tanto su madre viene y la abraza. Después se va a conversar. Con todo el mundo. La ve hablando animada con los invitados del novio, seguro que contándole lo bonita que es la isla en invierno. La gente baila. No son muchos, unas cincuenta personas más o menos. La tarde avanza y la borrachera también. Todos se ven contentos.
—Oye Mila, y si te sacai alguna cosita como el otro día.
Le cae muy bien su prima Claudia. Es una mujer fuerte, acostumbrada a los trabajos del campo.
—Es que no tengo ganas —responde, y no puede evitar que se le caigan las lágrimas.
—Puta prima… —Claudia la abraza.
—Ya, es que no quiero que cache la Isabel.
Cuando está a punto de oscurecer siente ganas de abandonar la fiesta, aunque no se atreve a irse sola. No quiere molestar a la Claudia, y tampoco quiere obligarla a que tenga que regresar sola a la boda después de dejarla a ella en la casa. Le va a preguntar a su mamá hasta qué hora se queda, pero no la encuentra por ninguna parte.
De pronto alguien levanta la voz. Algo pasa más allá, casi en el bosque. Los músicos dudan, luego se detienen. La novia, copa en mano, pregunta qué pasa con la música. La gente gira hacia el lugar de los gritos. Mierda, es su mamá. Le está gritando a un primo del novio. Ahora lo recuerda: conversó con él en su bienvenida, también es de Santiago. Lo había olvidado completamente. ¿No era el que se emborrachó temprano y se fue a dormir?
—¡Mamá!
—¡Este fue, Camila!
Su madre está fuera de sí. Toma al hombre del cuello, que aúlla de dolor. La empuja, algunas personas intentan intervenir, en la confusión el tipo sale corriendo.
—¡Que no se escape!
Los hombres se quedan detenidos, dudosos; son las mujeres las que lo persiguen. Camila no entiende nada, pero baja la colina detrás de ellas. Cruza el bosque y se araña entera. Recién en la playa, la Claudia lo alcanza y lo bota. Llegan las primas, su madre y sus tías. Una de ellas sostiene una antorcha de la decoración de la boda, única luz en medio de la oscuridad de la playa. Las mujeres levantan los palos, un remo olvidado, lo que encuentran en la playa. Y empieza la descarga. Aunque ahora nadie celebra.
—¡Lo van a matar!
—¡Este fue, hija, este fue!
—¡Lo van a matar!
Pero están descontroladas. Camila debe meterse en la mitad de la trifulca, y aunque recibe dos golpes, logra detener el ajusticiamiento.
—Mamá, ¡cómo vai a saber si fue él, por la chucha!
La madre resopla. Nunca la había visto así. El primo del novio logra ponerse de pie, pero ya no puede escapar. Entre cinco o seis mujeres lo sujetan.
—Cómo, mamá, cómo vai a saber.
—¡Porque la vida me enseñó a reconocerlo, Camila! ¡A los doce años la primera vez!
—¿A quién?
—Al Trauco —dice la madre y apunta con el mentón al hombre.
Los ojos de Camila van de la madre al pobre diablo, que le devuelve una mirada suplicante. El resto de los tíos viene bajando la colina, preguntando qué cresta pasa. Entonces Camila se fija en el pantalón del hombre, iluminado por la luz de la antorcha: una mancha líquida y oscura lo baña desde su entrepierna y hasta los zapatos.
—¡Se meó! —grita alguien.
Algo, algo que se parece mucho al silencio le nace en las entrañas, le quema la garganta y sale, incontrolable, por la boca, en un susurro que no sabe si alguien más alcanza a oír.
—¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!
Publicado originalmente en Revista Granta en español, 2023 https://www.granta.com.es/2023/01/el-pahueldun/
Crecí en Yakarta en la década de 1970, hija única en una casa llena de libros. Mi abuelo era editor, mis padres eran lectores serios y, a los seis años, ya llevaba un diario y escribía cuentos cortos de una página inspirados en cuentos de hadas, dibujos animados wayang y clásicos ilustrados.
Una tarde, hojeando un libro sobre Leonardo da Vinci, mi madre me pidió que comparara su original. Virgen de las rocas con imitaciones de sus discípulos. Incluso de niña, noté en la versión de Leonardo una vivacidad, una fluidez de luz que transformó a la Virgen en alguien que parecía sentir y pensar, cualidades ausentes en las réplicas. Ese descubrimiento, que el arte puede dar vida a la verdad, que siempre hay una forma de ver debajo de la superficie, ha dado forma a la forma en que escribo sobre las mujeres desde entonces.
A lo largo de los años, seguí escribiendo en el modo ecfrástico, a menudo sobre mujeres en pinturas. Mujer con cabeza de flor, de Dalí; Niño enfermo, de Munch y las madres y los hijos de Käthe Kollwitz siguen siendo amores eternos. Aunque más tarde me di a conocer por mis novelas, poesía, escritura gastronómica y periodismo, el cuento siempre se ha sentido más cercano a mi esencia, lo que me ha permitido aprovechar mis propias multiplicidades.
En mi primera colección, The Diary of R.S.: Musings on Art (2006), imaginé la vida interior de las mujeres sobre lienzo, en mi segunda, Kitab Kawin (El libro del apareamiento), ganadora del Premio Humanities in Translation 2025, dirijo la mirada a las mujeres extraídas de la vida.
INDONESIA Laksmi Pamuntjak
Del gancho al hogar: diez notas sobre el cuento
Mis cuentos a menudo comienzan como una pequeña rebelión: un intento de escabullirme de mí misma, de mi propia vida. Pero casi siempre vuelven en círculo, devolviéndome a las razones por las que me siento obligada a escribir. Las pinturas son a menudo mis cómplices, cada lienzo susurra una historia, esperando ser persuadido a decir palabras. La vida real también tiene su forma de sorprenderme con la guardia baja: una confesión repentina, un momento fugaz de reconocimiento. Pocas cosas nos acercan más a nuestra humanidad que vislumbrar la de otra persona.
No creo en fórmulas, pero sí en estas diez invitaciones:
1. Comprométete con un tema que te despierte, que te mantenga despierto por la noche, que amplíe la conversación humana
2. Elige una premisa que sea pequeña pero inagotable: una gota de agua que de alguna manera sostenga el mar
3. Comienza con un gancho que no te deje ir: una pregunta, una línea de verso, una imagen que insista en quedarse
4. Danos un protagonista que nos interese. Que sus deseos y contradicciones valgan nuestro tiempo
5. Deja que el tono sea tu brújula. Escucha a tus personajes como si fueran música; te dirá cómo moverte
6. Conoce el mundo por el que se mueven tus personajes. Huélelo, tócalo, camina por sus calles en la página y, si es posible, en la vida
7. Escucha conversaciones sin vergüenza. El lenguaje vive en la boca de otras personas
8. Mantén el conflicto vivo y visible. Sorpréndenos, sí, pero haz que el final se sienta inevitable
9. Deja que la luz roce contra la sombra. La tragedia canta con más verdad con un toque de alivio cómico
10. Cuando las palabras se detengan, confía en el cuerpo. Camina, camina, camina hasta que la historia te siga a casa
Anna y la pareja de su hija
Tres meses antes de volar a Londres, su hija les había enviado a ti y a tu esposo un WhatsApp: Mamá, papá, ¿podemos hacer FaceTime mañana por la mañana, hora de Yakarta? Tengo noticias felices.
Tu corazón latía con fuerza, pero como de costumbre respondiste con una alegría simulada.: Claroooo. ¿A qué hora? y agregaste un emoji alegre al final de la oración. Casi pudiste sentir la sonrisa de Brenda tan pronto como presionaste enviar.
Al día siguiente, tú y tu esposo estaban sentados impacientes frente a las respectivas pantallas de sus computadoras (tú en la sala del frente, tu esposo en su biblioteca) cuando apareció su preciosa hija única; alguien a quien conocías tan bien y al mismo tiempo no conocías en absoluto. Su cabello ahora estaba hasta los hombros, su acento sonaba a la realeza inglesa, pero era como siempre había sido, fruncía los labios cada vez que terminaba de decir algo serio, como si quisiera asegurarse de que todos entendieran completamente lo que quería decir.
Ya no aparecía sola, sino con un hombre joven, tan fresco como tu propia hija, el mismo joven que había sido presentado a través de la misma pantalla hace unos meses. (Mamá, este es Paul). Un joven cuyo brazo ahora estaba envuelto alrededor de tu hija con cierta rigidez, aparentemente sin saber si molestaría a estos padres de mediana edad de alguna aldea del Este.
Casi no podías mirarlo a la cara, y mucho menos buscar qué había hecho exactamente que tu hija estuviera dispuesta a poner su vida en sus manos, a la misma edad que le habías entregado la tuya a tu esposo, veintiséis años atrás, con todas las cargas y presiones que ella no tuvo que soportar porque la habías liberado de ellas. Sabías lo que ibas a escuchar y no querías escucharlo. Pero no podías simplemente desconectarte.
"Mamá, papá", les había dicho su hija con una voz que te sonaba mesuradamente educada. "Paul y yo vamos a hacer nuestros votos."
Intentaste sonreír, ¿no es eso lo que quieren todos los niños cuando están ansiosos por que sus padres los dejen ir? Pero el latido de tu corazón ahogó todo lo demás. Apenas podías escuchar a tu esposo saltar: "¡Bueno, bueno, estas son noticias extraordinariamente buenas! ¡Bastante inesperado, pero, felicitaciones!"
Al principio no dijiste nada, porque no sentías que la noticia mereciera felicitaciones, y mucho menos algo extraordinario. No estabas feliz, y más que eso,
no te pareció cómo a tu hija no veía nada malo en hacer un anuncio como ese sin antes pedir tu bendición. Literalmente te habías arrodillado ante tus padres hace tantos años para pedirles permiso para casarte con tu esposo, quien resultó ser nada más que un cobarde pretencioso.
Después de que volviera tu voz, preguntaste "¿Entonces, cuándo está planeado? ¿Cuándo volverán a casa?"
"Oh, mamá", dijo tu hija con cuidado, tratando de suavizar su reprimenda. "Recuerda, no nos vamos a casar. Vamos a hacer nuestros votos en un persatuan sipil, una unión civil."
"Oh", dijiste.
En los minutos siguientes, mientras tu esposo parloteaba sin parar, dominando la conversación, no estabas segura de estar aliviada de que tu hija no se casara y entregara su vida y su futuro a este joven que apenas conoces o resentida de que tu hija estuviera tan lejos de su propia cultura (de tu cultura, de ti) que estaba profanando los valores y tradiciones de sus antepasados, ¡y ni siquiera le importaba! También estabas furiosa con tu esposo porque era tan cobarde, tan falto de autoridad, como si ambos todavía tuvieran una mentalidad colonial y estuvieran orgullosos de su nuevo ascenso de estatus ahora que su hija se había enganchado a un hombre blanco.
Cuando unas semanas después tu hija te dijo que habían fijado una fecha para la ceremonia civil, no le preguntaste si realmente pensaba que no casarse fortalecería su vínculo, ni si ella realmente creía que su amor sería más honesto sin todas las trampas de la institución que lo agobiaran. Porque, secretamente, temías que tuviera razón.
Toda la semana en Londres, estuviste como sonámbula, sin saber si la niebla en tus ojos era producto del clima o de tu cerebro revuelto. Cada vez que estabas en la misma habitación que Paul, era como si se desplegara inmediatamente un velo entre ustedes. No sabías cómo actuar, ¿como suegra, casi suegra o amiga? Todavía ni siquiera podías recordar su rostro, los detalles de sus ojos, nariz y boca o el color de su cabello o piel, a pesar de que habías hablado con él en numerosas ocasiones. Solo registraste cómo su impresionante presencia llenaba el espacio.
Cuando te sentaste con sus padres, ¿eran familiares, casi familiares o amigos?, en la primera fila de esa habitación rígida y fría, querías llorar. Todos fueron testigos de ese vínculo formal e informal, pero no se conocían y estabas ahí sola. Sentiste que hacías mal tercio. No sabías si tu hija realmente te había dejado por su propia voluntad, si su hijo te la había robado o si todo era solo
una actuación. También querías llorar cuando te llamaron una de los invitados, como si entregar a tu hija no fuera tu derecho de nacimiento, como si estar ahí sola hiciera que tú y tu identidad como su madre fueran, de cierto modo, no oficiales. Pero no derramaste lágrimas. En realidad, no sabías si estabas triste o feliz. No sabías si debías sentirte abandonada o liberada.
Solo sabías que habías sido puesta en libertad de la prisión, aliviada del mayor regalo de tu vida: ser madre.
Finalmente lo viste de verdad, a la pareja de tu hija, cuando se tomó medio día libre del trabajo para llevarte al aeropuerto. Se acababa la mañana y tu hija no estaba porque no podía salir de la oficina. No estás segura exactamente de cuándo llegó el momento, pero sabes que cuando lo miraste, tal vez le movía algo al calentador o buscaba una canción en su lista de reproducción, de repente te sorprendió lo guapo que era. Podrías imaginarlo dentro de veinticinco años, a tu edad: su mandíbula latina, sus vivos ojos azules, su ondulado cabello negro ya sal y pimienta.
Durante el abrazo de despedida en inmigración, antes de tomar caminos separados, captaste el aroma del vetiver y el pachulí en su cuello, con toques de naranja y pino.
En el avión, en el viaje de regreso a Yakarta, te sentías como un pájaro que acababa de ser recapturado y encerrado de nuevo en su jaula.
Cuando llega el momento, cuando Brenda y Paul llegan a tu casa, más como invitados que como familiares, estás nerviosa y no puedes ver a Paul a los ojos. Sigues echando miradas a tu esposo, temerosa de que note el cambio en tu comportamiento. Pero rápidamente te das cuenta de que a tu esposo no le importaría una mierda, incluso si te tiñeras el cabello de azul y te acostaras desnuda a su lado, o si se abriera un enorme agujero a sus pies y desaparecieras en el abismo para siempre. Algo acerca de su continua santurronería te hace querer parecer moderna e igualitaria, así que cuando el conductor pregunta dónde debe poner las maletas de la señorita Brenda, tú respondes: no se moleste, no
se moleste, ellos mismos pueden llevarlas a la habitación. Sabes que tu hija considera que la ayuda doméstica en el hogar es una forma de feudalismo obsoleto que debería erradicarse, y tan pronto como tu conductor salga de la habitación, le susurras a tu hija, ¿okay, ustedes dos, dormirán en la habitación de invitados, ¿de acuerdo?
Esa noche, cuando tu esposo y tu hija están charlando en la sala, te animas a acercarte a la pareja de tu hija, que está fumando en la terraza. Paul todavía te llama Anna, no tía o Sra. Effendi. Intentas entablar una pequeña charla y los dos intercambian banalidades brevemente: la comida del avión, sus impresiones del tráfico de Yakarta, su trabajo profundamente satisfactorio e idealista. Evitas preguntarle entonces, ¿cuánto ganas al mes? Estás segura de que puede sentir la extraña incomodidad de la situación, pero captas ese aroma cada vez que se inclina hacia adelante, pachulí y vetiver y algo extraño pero familiar, tal vez sea su sudor que se eleva con el calor, mezclándose con la humedad tropical, y hace que tu corazón se tambalee.
De repente, tu mano agarra un pañuelo que encuentras en el bolsillo de tu pantalón. Te acercas y le limpias el sudor del cuello.
"Me temo que es cierto lo que dicen, Yakarta es realmente bastante caliente". Sientes que se hace un poco a un lado, pero no te alejas. "Y húmedo."
Aunque se nota que estaba un poco sorprendido, una vez que das un paso atrás y el momento pasa, no parece demasiado avergonzado. Sólo sonríe y dice: "Claro."
Mientras tanto, estás racionalizando internamente tu comportamiento. Escucha, Anna. Eres su suegra. En la cosmología de las relaciones hombre-mujer, absolutamente tienes derecho a limpiarle el sudor. No seas tan cuadrada.
Se quedan los dos en la terraza cinco minutos más, prolongando la plática. Mientras hablan sobre los lugares turísticos imperdibles, sientes una intimidad en su mirada.
Luego, en medio de la noche, te cruzas de nuevo en la cocina, sin querer. La casa está quieta.
"Hola", dices. Tu voz suena extraña, aguda, casi estridente.
"Hola, Anna", dice. Tu propio nombre suena extraño en tus oídos. Solo tu esposo y amigos cercanos te llaman así.
"¿Qué necesitas, Paul?"
"Tengo sed. Solo iba a conseguir un poco de agua . . ."
"Ah, ¿no puse una jarra de agua en tu habitación?"
"Sí, pero ya está vacía."
Por un momento te paras cara a cara, como si el destino los hubiera reunido. En el tenue resplandor que emana del dispensador de agua, ves el suave movimiento de su estómago duro bajo de la camiseta blanca, que sube y baja con la respiración. No puedes hablar. Lo dejas que llene su vaso sin interrupción.
Hay un crujido y una lagartija salta de detrás del bote de basura. Los dos están asustados: el joven porque ha pasado toda su vida en un clima templado y no está acostumbrado a ver reptiles dentro de la casa, y tú porque de la nada eres como una mujer poseída por el diablo.
Paul se aclara la garganta.
"Buenas noches, Anna", dice, luego comienza a caminar de regreso a su habitación, donde tu hija espera, tal vez llena de anticipación, tal vez sin ropa puesta. Tu corazón comienza a latir con fuerza nuevamente, pero esta vez con un dolor que te apuñala en el intestino. No sabes lo que estás pensando, pero esas dos palabras, buenas noches, suenan tan gentiles y tan amorosas, y motivada por algún tipo de locura, lo tomas del brazo para que se quede allí. Luego te inclinas hacia él, tu beso aterriza en la comisura izquierda de su boca.
Por un momento, ambos se congelan. El pánico se propaga como una descarga eléctrica por todo el cuerpo hasta la coronilla.
"Lo siento", tragas, aunque no hay necesidad de disculparte por un beso de buenas noches, solo deberías reírte porque no dio en el blanco, —ja, ja, sucede Tu hija a menudo te ha dicho que si cometes un error, debes simplemente admitirlo y la gente te perdonará. No importa lo que hayas hecho, me diría, siempre y cuando tomes el control de la narrativa.
Pero en este momento, eso no es lo que haces. Y no sueltas su brazo.
Paul salta hacia atrás, como si le hubiera picado una abeja, dejando escapar un murmullo ininteligible. Su expresión es ilegible mientras maniobra para salir de tu alcance. No dice nada, pero cuando intentas acercarte a él, levanta la mano para mantenerte alejada.
"Buenas noches, Paul", dices derrotada, mientras lo ves regresar a su habitación sin respuesta.
*
A la mañana siguiente, cuando entras a la cocina, Brenda está desayunando sola. Su cara se ve un poco rara, como si se aguantara de decir algo. Piensas para ti misma: si alguna vez hubo un momento para rendirse, es ahora.
"Mamá, hay algo que quiero decirte."
Te mentalizas.
"Paul también debería estar aquí, pero lo lamenta, no se siente bien."
Todavía contienes la respiración.
"Mamá, he tenido la intención de decirte", ella dice de nuevo. "Aku hamil."
No entiendes.
O tal vez realmente no estabas escuchando. Estás un poco desorientada mientras Brenda camina hacia ti, con ambos brazos tímidamente extendidos. Entonces te das cuenta. Tu hija quiere y necesita un abrazo maternal, tu abrazo. Está embarazada, bueno, dice que lo está, y no es el tipo de cosa sobre la que bromea. Son momentos como este los que forman a una madre.
Pamuntjak, Laksmi
Kitab Kawin (traducido al inglés bajo el título The Book of Mating, traducción premiada de Annie Tucker) Gramedia Pustaka Utama, Indonesia, 2021 Publicado en Words Without Borders
ESPAÑA Irene
Reyes-Noguerol
Nací en Sevilla en noviembre de 1997. Tuve la suerte de encontrarme muy pronto con la literatura gracias a los cuentos de mi madre, donde se mezclaban narraciones tradicionales, mitos e historias de antepasados. Ya entonces sentía desdibujada la frontera entre la realidad y la ficción: las aventuras de Ulises o las recopilaciones de los hermanos Grimm eran la materia que daba pie a inventar juegos que recreaban los clásicos sin saberlo. Solo en la infancia se comprende verdaderamente que leer es concederle nueva vida a la literatura, reencarnar lo ya contado.
Siendo una niña particularmente tímida, nunca me había atrevido a escribir, pero a partir de los siete años me tocó presenciar varios problemas familiares de salud y sentir por primera vez (desde entonces me acompaña cada día) el miedo a perder lo que se ama. Casi sin ser consciente, en la adolescencia conocí en la escritura una vía de catarsis y comunicación.
Años después, llegaron las colecciones de cuentos Caleidoscopios (de tema social), De Homero y otros dioses (una revisitación de la mitología griega) y Alcaravea (un homenaje a la memoria universal e íntima, reconocido con los premios Andalucía de la Crítica, Cálamo, TodosTusLibros y Brutal). La revista Granta tuvo la generosidad de incluirme en su lista de los 25 mejores narradores jóvenes en español.
@Isabel Wagemann
Apuntes para (sobre)vivir del cuento
1. Cualquier tentativa de categorizar el cuento responde al capricho de su autor. Como el DNI, cada visión es personal e intransferible. Sería un error prestar atención a este decálogo
2. El cuento es intenso, no extenso. No se frustre intentando detallar cada día de cada mes de cada año de la vida de sus personajes. Céntrese en un instante, como si escribiera un poema. Si sufre de incontinencia verbal, mejor dedíquese a la novela
3. La novela es una travesía en barco; el cuento, un ejercicio de inmersión. Frente a la horizontalidad cronológica, defendemos la indagación vertical
4. El cuento no necesita principio ni fin. Puede contar con ellos, pero no son obligatorios. Basta una imagen para empezar a escribir, algo así como un misterio, que diría Lorca. Hay magia y belleza en lo truncado
5. No se empeñe en tenerlo todo programado y bajo control. Más que ingenieros, somos pintores impresionistas
6. Aléjese del maniqueísmo y el panfleto ideológico. Si no puede evitarlo, la política le saldrá más rentable que la literatura
7. El cuento es una labor de orfebrería: la forma es tan importante como la trama (si es que la hay). No reduzca su esfuerzo al mero contenido; lo que le interese narrar ya lo han hecho muchos otros mejor que usted y que yo. Explore y disfrute de las posibilidades del estilo
8. No busque agradar a nadie. Escriba lo que desee. Un cuento no es un artículo; puede escudarse en la ficción si vienen a pedirle cuentas
9. Evite, al mismo tiempo, provocar por provocar. Nos dedicamos a escribir porque normalmente no se nos da bien discutir en voz alta. No busque peleas que sabe que va a perder. Céntrese en la literatura y deje que el mundo, como siempre, vaya por otro lado
El repartío
Saber que existes. Que en alguna parte existes y respiras y te mueves como si fueras cuerpo. Como cuerpo que eres. Que tienes manos que ven, ojos que tocan. Que habitas en los vacíos, en los silencios, en alguna coordenada de la geografía de la ausencia.
Y estás aunque no estés, a lo lejos, donde solo alcanzan el pensamiento o la imaginación, muros de contención contra la nada, defensa última de la pupila que busca y no encuentra, que desea como solo se puede desear lo que nunca se tuvo, lo que escapa a los dedos que se cierran como una trampa inútil, como un diente chocando contra otro, masticando la distancia, esa medida que no existe pero es siempre superior a cualquier otra. No la contienen kilómetros ni millas, se estira y se expande y es un cordel que da la vuelta al mundo, una madeja que se desenreda sin límites, un hilo que sube montañas y bucea arroyos sin hallar nunca su extremo, el final que eres tú y que no me llega a la boca, muela contra muela hasta destrozar el hueso, hasta descascarillarlo como una costra seca, piel muerta que arranco y que no sangra.
Me llevo a la lengua el surco como río de piedras, el hueco, la quebrada, el espacio que dejas, arena en la garganta que hay que moler y tragar como se tragan los grandes dolores, a solas, sin público, como si la vida no fuera un golpe que nos tira al suelo del escenario y nos dobl(eg)a, nos saca a empellones el aire hasta el ahogo. Porque eso eres, un golpe involuntario, la mala puntería de quien hiere y nunca mata, una torpeza sin culpa. Lo repito como un rezo. No tienes culpa.
Y aquí estoy, con tu fantasma a hombros, buscándote en los momentos que hace meses que son tuyos. En los paseos. En las hojas que caen, pesadas de otoño, borrachas de rojo y bronce. En las lecturas empezadas a medianoche, párrafos que leo y ahora entiendo, no como antes, cuando el lenguaje era un pozo o un ojo cerrado, las letras guardaban un misterio blanco y negro, su ondular tenía algo de diosa muda. Entonces la palabra era divina, divina y lejana, una entelequia, un milagro. Nada comprendíamos los hijos del campo, nueve hermanos que no descifraban el jeroglífico inventado por otros y para otros. Pero llegaste tú y contigo el verbo, que nos enseñaste como quien muestra una luciérnaga atrapada entre las manos, desvelándola poco a poco, separando los dedos, para que no se espante.
Viniste con la siembra del trigo, la chaqueta raída, las manos finas. Los días se acortaban, pero traías la luz. Nueve niños en fila a la puerta del rancho. Con los ojos bajos y en silencio, esperábamos al Maestro, con Madre al lado, siempre pendiente –notefíesdeloshombresencarnita-. Padre, en la era desde el alba – elrepartíoqueduermafuera-. Pero no me pareciste peligroso. Solo tenías los ojos más hermosos, los más tristes del mundo. Una maleta vieja llena de libros y una historia repetida. Nos traías la luz y aún no sabíamos.
Este es tu Nombre, dijiste donde no había más que trazos. Escríbelo tú misma. Y dictabas: la E, la N, la C, la A. Ahora tú sola. Y el lápiz temblaba ante el prodigio, se estremecía como si supiera desde muy hondo que nunca antes me habían nombrado, que fuiste el primero, que no fui nadie hasta que no me escribiste en una página. Bien grande, en mayúsculas, para que pudiera copiarlo debajo. Nadie hasta que no me encarné en una palabra.
Que lo que no puede nombrarse no existe. Se queda en un yermo donde pasado y futuro se confunden, pero la lengua es presente, es ahora, eso que traías y que nos regalaste a cambio de pan y un techo. Y no hicimos preguntas, no, porque Madre dijo que no se cuestiona a quien ha pasado hambre, a quien se le ve el ansia al engullir el guiso, que ahí somos todos iguales: nos delatan las manos rápidas, la necesidad, la prisa. En esos momentos no hay educación que valga, desaparecen la dignidad y las excusas que inventamos para distinguirnos de las bestias. Estalla un país un día y todo cambia, hasta los maestros comen pringándose la camisa que hace días que no lavan, avergonzándose de sus cuerpos huesudos, filosos, como de niño, el pantalón apenas sostenido en las caderas, y tardan semanas en volver a ser lo que eran, hombres de letras y de números, la mirada brillante de nuevo. El sol y el aire los acarician a diario, las espaldas se yerguen y las penas se alejan cuando vuelven a sentir el respeto, la admiración en los ojos vírgenes de esos alumnos-esponja, curiosos, inteligentes, deseosos de aprenderlo todo de golpe.
Y ahí estabas tú, enseñabas las portadas como quien descubre un continente, nos las ofrecías, nos mostrabas el placer de oler una novela, y poco a poco llegaron las letras y las sílabas, el triunfo de una frase completa, el misterio que se fue acercando hasta hacerse comprensible. Lo divino se vuelve humano, y quiero o necesito más. Más palabras con tu voz que sabe nombrar el mundo, más libros para conocer qué me está creciendo aquí dentro: un río de agujas como peces furiosos, una estampida, una bandada de halcones a contracorriente. No sé de dónde vinieron pero se me suben por la garganta, me cosquillean las encías, se me quieren salir por la boca. No lo harán. No los dejaré.
Yo, la discreta, la sensata. Hierro frente a un aire que, sin armas ni embestidas, me tumba. Sin defensas por primera vez, partida en dos, hecha mosaico de mí misma ante unos hoyuelos, una sonrisa entre comillas, unos ojos que ven más allá de las cosas. Ante el hombre que se sienta a mi lado –tan cerca- con un libro que ninguno de los dos lee, una página que no termina –tu perfil noble-, un párrafo por el que paso los ojos una y otra vez pero no acaba, las palabras se quedan siempre a medias. No llegan a ninguna parte porque antes, mucho antes, están tus manos, aquellas pecas, una cicatriz, y de nuevo este sentirme analfabeta, no entender los renglones que me muestras, mirar sin ver las letras que vuelven a no significar nada porque de repente soy solo piel, sangre que corre y que no deja pensar, rompe la lógica, no hay literatura posible cuando se desmiembra el lenguaje. Cuando el verbo se hace carne.
Puedo escribir ahora, que eres pasado, pero no entonces. Entonces solo el cuerpo, la espera, el deseo de algo que nunca viene porque no es posible, pero también porque es mejor vivir un ansia que satisfacerla, es el único modo de amarrarla a la memoria: tensar un arco hasta sus límites, soportar la cuerda a punto de romperse, rechinar los dientes y al fin soltar la flecha, que tampoco es manos ni bocas ni espaldas sino solo palabra, esto que me enseñaste y que ahora te devuelvo porque nunca pasó nada, nada más que la idea de tenerte, de tenernos. Eso basta.
Pero entonces dime, Maestro, cómo llamar a esta nostalgia sin motivo. Qué manera hay de nombrar estas ganas de verte, no de tocarte, solo de verte, de mirarte mirándome mientras plancho o limpio o leo, tareas pequeñas, sin importancia, pero de una intimidad de puertas adentro, vedadas para quien viene de fuera, como tú, que sin embargo ahora comes con nosotros, te hiciste parte de mi familia, y en el desayuno o la cena levanto los ojos y sé que voy a encontrar los tuyos. Ojos vivos, risueños, de una inteligencia que alumbra. Ojos-candil que imagino por las noches, cuando el ulular del búho, iluminando las sombras.
Estás cerca y es suficiente, aunque no lo sea. Al otro lado del tabique el cobertizo donde duermes. Ahí te pienso sin miedo, ya a solas, lejos de los demás que perciben y juzgan, de los reproches silenciosos que deberían importarme y no lo hacen, porque estás apenas a unos metros. Si me levantara, diera unos pasos y abriese la puerta podría verte, solo verte, como un niño rendido al sueño.
No hace falta más, no lo necesito. Ni eres mío ni soy tuya, solo una coincidencia en el orden de los días. Lo repito hasta que llego a creerlo, hasta que se graba en esta cabeza-armazón, cabeza-coraza, que planea siempre sus defensas de antemano, sin que haya habido ataque, como esos erizos de los que te gustaba hablar porque había algo tierno en su miedo al mundo, algo inocente y desesperado en su encerrarse tras un escudo de espinas. Y así me veo, armada de distancia, un cuerpo que no está hecho para ser tocado, que aparta todo lo ajeno, lo expulsa, lo destierra.
Un cuerpo-abismo y de repente tú, que llegas con tus poemas, con versos que no deben pronunciarse porque arden si se dicen en voz alta, me los dejas por escrito enterrados junto al rosal de mi ventana. Encontrarlos y leer tu letra es encontrarte y leerte a ti, que debes guardar silencio, que desde el principio me viste y me nombraste, y ahora existo, me ha tocado la palabra, he dejado entrar al verbo, más poderoso que los dedos y los labios, más grande porque permanece, no hay fuerza humana que lo borre.
Y aun así cómo llamar a esta tormenta. No es todavía amor ni solo deseo o cariño o afecto. No existe un término que nos abarque, ninguno hay para esta borrasca que arrasa vertical con todo, al margen de las ternuras lentas, horizontales, propias de lo cotidiano. Vertical esta pasión rabiosa -un rayo o un colmillo-. Este reconocerme en alguien que no me pertenece, esta comunión de verme reflejada en otro, y todo a escondidas, como si realmente sucediera algo más que mirarnos y escribirnos, oculta la sangre que hierve y bulle pero no rebosa. Un simulacro, una proyección de lo que no seremos porque no hay tiempo ni futuro: las paredes escuchan, los techos saben.
La voz de Padre se abre paso entonces para devolver el orden de las cosas, aunque no haya habido ni un reproche. No hizo falta. Es la razón, es la decencia, es la moral que te deja con tus libros en la calle, cuando la lechuza y el murciélago cazan, para evitar despedidas y miradas curiosas.
A la mañana siguiente no hay más que ausencia, sin preguntas que hacer ni respuestas que dar porque no ha pasado nada. Nunca pasó nada.
Solo nos trajiste la luz y la palabra.
Desayuno y me obligo a tragar lo que se me atasca en la garganta, el pan que no mastico y que engullo sin ganas, empujándolo hacia abajo con la lengua. Veo tu hueco y no lloro. Hablo de ti y no lloro. Te deseo suerte y no lloro. E imagino que ahí vas, recorriendo los caminos de nuevo.
Pero luego, a solas, el olor que has dejado en los pasillos, tu caligrafía: versos como agua nueva, agua de lluvia sobre el pasto abandonado, tu letra clara, limpia, tan opuesta a mis vocales torcidas. Te convertiste en recuerdo y ahora solo puedo tocarte por escrito. No eres más que una imagen que camina no sé adónde, ampliando siempre la distancia, volviéndote otra vez desconocido porque ya solo queda la memoria, aquellos que fuimos y no seremos.
Te transformarás en otro al que no escucharé hablar ni reír ni pedirme que lea en voz alta, y siendo el mismo ya no serás el de antes, no más el que casi tuve en un tiempo entre paréntesis.
Y habitarás otros cuerpos y otros nombres, mirarás otros labios y otros ojos, ya no los míos, que se quedarán aquí y tampoco serán los que fueron, porque nos borrarán los meses, nos convertirán en sombras, esquirlas de cristal que a la vez brillan y escuecen. Y te sabré lejos, en algún rincón de un mundo donde no tengo lugar, donde acaso seré un recuerdo breve, hundido en la marea de los días que no esperan ni se detienen, como tampoco haremos nosotros, que ya no creemos en los amores de una vida, que nos hemos dejado arrebatar por esta belleza triste que antes o después dejará de dolernos, los años destruyen lo que tocan.
Y no vale la pena resistirse, para nada este echarte de menos, esta nostalgia, este dedicarte lo que no llegarás a leer nunca. Tú, que tanto me enseñaste.
Y sé que algún día no recordaré tu rostro, sin darme cuenta se irá difuminando hasta ser solo estela, solo un nombre que quizás lastime de improviso, como una herida antigua y ya cerrada. Cicatriz.
Pero antes, antes del olvido, esta tempestad que araña la garganta y lija la boca que no puede decirte a viva voz y se conforma con escribirte, gracias al don que me has legado. Ahora mi lengua-saeta puede revivirte: un tiro en medio del vacío, que rasga el viento y no llega a ninguna parte, pero tampoco
cae, como un final abierto, como todo lo que está sin concluir, como esto que no es tú y yo y no es nosotros. No existe un pronombre intermedio. Ninguno de tus libros lo explicaba.
Así que hoy aprendo sola qué es tenerte desde lejos, mirarte desde donde no me ves, hablarte sin esperar respuesta, como nada espera este cuerpo que regresa a su silencio, a no sentirte, a no tocarte, a despedirte como quien deja atrás la memoria de sí mismo. Este pensarte o imaginarte o recordarte. Este temblor de cerilla consumida.
Esta palabra que lucha contra el tiempo en que saber que existes baste.
Reyes-Noguerol, Irene Alcaravea
Páginas de Espuma, España, 2025
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN