Encuentro Internacional de Cuentistas 2023

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Ricardo Villanueva Lomelí Rector General Héctor Raúl Solís Gadea Vicerrector Ejecutivo Guillermo Arturo Gómez Mata Secretario General

José Francisco Muñoz Valle Rector del Centro Universitario de Ciencias de la Salud

Karla Alejandrina Planter Pérez Rectora del Centro Universitario de los Altos

Marco Antonio Pérez Cisneros Rector del Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías

Juan Manuel Durán Juárez Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

Ángel Igor Lozada Rivera Melo Coordinador General de Extensión y Difusión Cultural

Marisol Schulz Manaut Directora General

Carolina Tapia Luna Coordinadora de Programación

Militza Ledezma Aldrete Directora de Operaciones

Yolanda Herrera Paredes Coordinadora de Servicios de Viajes

Laura Niembro Díaz Directora de Contenidos

Isabel Islas Cervantes Coordinadora de Difusión

Ma. Del Socorro González García Administradora general

Mónica Rosete García Coordinadora de Alimentos y Bebidas

Mariño González Mariscal Coordinador general de Prensa y Difusión

Miriam Arias García Coordinadora de Recursos Humanos

Armando Montes de Santiago Coordinador general de Expositores y Profesionales

Leticia Cortés Navarro Coordinadora de Venta de Stands Nacionales

Ana Luelmo Álvarez Coordinadora general de FIL Niños

Angélica Gabriela Villaseñor Rivera Coordinadora de Venta de Stands Internacionales

Sergio Ramírez Cárdenas Productor Foro FIL

Erika Jiménez Novela Coordinadora de Cobranza

Leonardo Ureña Bailón Coordinador de Tecnologías de la Información

Elena Mondragón Villegas Contadora general

Dania Guzmán Torres Coordinadora de Diseño y Ambientación

Lourdes Rodríguez de la Torre Coordinadora de Protocolo

Adrián Lara Santoscoy Coordinador de Montaje

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Luis Gustavo Padilla Montes Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas

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Índice Sonia Budassi (Argentina). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 Claudia Cabrera Espinosa (México). . . . . . . . . . . . . . 12 Sofía Morfín Jean (México). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 Fernando Navarro (España). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 María José Navia (Chile). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38 Julia Rios (Estados Unidos). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 Jorge Volpi (México). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52 Alejandro von Düben (México). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60

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Curaduría: Alberto Chimal Proyecto editorial: Itzel Sánchez Agradecemos su valioso apoyo a Acción Cultural Española (AC/E), al Consulado General de los Estados Unidos en Guadalajara, al Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile, Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina, editorial Páginas de Espuma y editorial Pollo Blanco.

Todos los derechos reservados Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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nota para el lector Desde la tierra de Rulfo y Arreola y parados en el continente de Borges y Quiroga, seguimos saludando al cuento y a los fanáticos del género breve. Hoy, y desde hace 17 años, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara insiste en apostar con determinación por el cuento y organizar un encuentro que forme parte permanente de su programa, algo así como un santuario de especies literarias protegidas; una reserva ajena a las leyes del mercado, que propicie un acercamiento entre autores y lectores. Con orgullo podemos decir que hoy este espacio pasó de ser una pasión de minorías a ser una de las actividades más entrañables y concurridas de la Feria. Provenientes de diferentes latitudes y tradiciones literarias, por este espacio habrán desfilado 127 autores de 27 países, incluyendo los ocho participantes en esta edición. A lo largo de estos años, hemos escuchado de voz de sus autores cuentos conmovedores, asquerosos, de amor, de venganza, de furia y reconciliación, relatos breves que no nos han dejado indiferentes. En el anexo que el amable lector encontrará en las últimas páginas de esta antología, se listan todos los autores que han participado hasta ahora, sirva esto, como una brújula para seguir la ruta del cuento en distintas lenguas y una invitación a profundizar en la obra de cada uno de los autores. El afamado autor mexicano Alberto Chimal coordinó, esta edición del encuentro, regalándonos profusamente su amistad y conocimiento del género. Agradecemos asimismo a todas las instituciones que este año se sumaron este espacio abierto para el disfrute y promoción del cuento. Bienvenidos cuenteros y cuentistas.

Laura Niembro Directora de Contenidos

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Sonia Budassi ⧫ ARGENTINA

©Inés Budassi

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ací en Bahía Blanca, una ciudad ventosa al sur de la Provincia de Buenos Aires (Argentina). Soy escritora, editora, docente y crítica cultural. Mi más reciente libro de ficción Animales de compañía ganó el Primer Premio de Letras del Fondo Nacional de las Artes; en 2023 también publiqué Donde nada se detiene. Literatura y el resto del mundo, libro de crónicas y ensayos personales; relatos de viaje y crítica de arte y literaria. Antes, Los domingos son para dormir, Periodismo, Acto de fe, La frontera imposible: Israel-Palestina, Apache. En busca de Carlos Tevez y Mujeres de Dios. En breve publicaré la novela Realidad Artificial. Participé en antologías en México, Argentina, España, Francia y Estados Unidos. Dirijo la revista de Cultura de elDiarioAR; antes fui editora de Anfibia y de la revista Ñ del diario Clarín, y del sello literario Tamarisco. Obtuve una beca de AECID para una estancia en Madrid; otra para participar del Workshop NYF Academy y Harvard University. Fui invitada como visiting scholar en Shanghái University, y a la Universidad de Waseda. Escribo para las revistas Acción, Anfibia, Radar Libros, Panamá y elDiarioAr, Revista Crisis, Arcadia, Ñ, Rapto de Europa y 5 W, entre otros. Soy profesora en la maestría de periodismo narrativo en la Universidad Nacional de San Martín y en la Universidad Austral. Fui docente de crítica cultural en el posgrado en periodismo cultural de la Universidad Nacional de La Plata y jurado en distintos concursos literarios.

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El cuento: riesgo y búsqueda del aliado o enemigo perfecto 1. Una de las batallas más duras puede darse entre dos extremos: no debemos bajar la guardia cuando sus fuerzas aparecen. La más temida, en mi opinión, es el peligroso combate entre el hermetismo y la sobreexplicación. El lenguaje, se sabe, debería ser nuestro aliado pero, como en el amor, a veces puede convertirse en un hostil enemigo. 2. No confiar en lo primero que aparece como comienzo del relato: quizá no sea el mejor. La ya antigua magia de la tecnología del Word nos hace fácil el ejercicio de intercambiar párrafos, de tirar para atrás el comienzo, de suprimir e intercalar. 3. Antes de publicar, siempre es útil contar con lectores-editores no condescendientes, con una mirada crítica y confiable, que no cedan fácil a brindar simpáticas palmaditas en la espalda. Con perdón de la obviedad, a veces estamos tan metidos en la historia y el tono que damos cuestiones por supuestas, que una mirada ajena puede desmontar, lega o experta. 4. El cambio de registro no deliberado en un cuento puede arruinarlo todo, expulsar al lector de inmediato como esos dibujitos donde una nave sale disparada a la estratosfera de pronto. Por ejemplo, una palabra muy sofisticada, con pretensiones “cultas”, en medio de un tono coloquial, genera lo que una mosca en una taza de leche. También, un término vulgar entre palabras de registro ‘alto’. Desde ya, esto no corre cuando se busca adrede crear una mezcla; provocar rispideces como elección estética. 5. El lugar común y la frase remanida, uno de los peores enemigos de la literatura, andan siempre al acecho. 6. El ingenio puede ser una trampa, como una humorada que habla más de cierta jactancia del autor que de una buena contrucción literaria. 7. La noción mecánica de cuento cerrado y perfecto puede producir resultados geniales o ser solo una muestra de cierta técnica; si el cuento solo se centra en la fórmula como quien sabe reproducir las medidas exactas de los ingredientes en una receta, puede quedar banal, además de antiguo. 8. Un cuento debería generar preguntas al lector, pero no porque la información esté mal dosificada. 9. Cuidado con recursos poco nobles, como traficar datos centrales a partir de un diálogo forzado y explicativo, o revelar un rasgo del personaje, clave para el desarrollo de la trama, en el último párrafo. 10. Como decía el padre del oso de la película Kung Fu Panda, en otros términos: quizá el ingrediente secreto, es que no hay un ingrediente secreto.

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Seis menos dos Otra vez polenta, se queja mi hermano; mi hermano Guillermo, no Andrés. Andrés es mi otro hermano pero ahora no está, y si estaba seguro no decía nada pero Guillermo sí dice por qué no hacés otra cosa y mi hermana Clara, que es la única hermana mujer que tengo, avanza con la olla hasta la mesa de la matera donde estamos Guille y yo. Clara todavía tiene el pelo húmedo por la pileta, y parece que no le importa que Guillermo le critique la comida. Yo tampoco me hago problema porque a mí la polenta y el arroz me encantan, en especial si la hace mamá, pero ésta la hizo Clara que igual le sale bien. Traeme una cuchara, dice, y me doy cuenta de que faltan todos los cubiertos y tengo miedo de que me rete, pero en silencio se sacude el pelo rubio y me salpica un poco a propósito, cuando vuelve la cabeza para adelante se ríe y me mira y yo le digo basta sin enojarme del todo, mientras busco la cuchara de mango rojo de plástico que es la que usamos para servir. Andrés todavía no llegó del campo, ¿no lo vamos a esperar?, dice Guillermo y se levanta y va hasta la puerta. Tiene el short mojado, pero afuera hay viento y seguro que se seca enseguida, el sonido entra por las rendijas de los vidrios rajados de las ventanas y se escucha cómo crujen las ramas sobre el techo de chapa y siempre pienso que algún día el árbol va a caerse y va a hacer un agujero en el techo y entonces vamos a quedarnos sin la matera y sin la parrilla y la mesa larga de madera para cuando viene mucha gente pero eso si alcanzamos a salir, y puede que los recados también se rompan y entonces tendríamos que andar a caballo en pelo y eso sí es divertido, pienso y cuento seis y resto dos son cuatro, cuatro pares de cubiertos que faltan en la mesa, porque Andrés debe estar por llegar; más la cuchara para la polenta que ahora Clara revuelve y que ya no es amarilla porque se ve que tiene salsa. ¿Hay queso de rallar?, pregunta Guillermo desde afuera y le digo que no, que hay que comprar en el pueblo. Después le pregunto a Clara cuándo volvemos a casa y ella dice no sé, hay que esperar que lleguen mamá y papá de Buenos Aires, el fin de semana tal vez, dice y sigue revolviendo la polenta que ya revolvió como mil veces. Bueno, si van los chicos a comprar queso deciles que me traigan algo a mí, le digo a mi hermana y ella sabe que espero unos Palitos de la Selva o esas pastillitas que vienen con dibujos de animales. Cuando ya casi terminamos de comer se escucha la camioneta y el ladrido del Blanquito y del Negro. Andrés entra, Clara acaba de servirle el plato pero él dice vamos, Guille, vamos que una vaquillona está por parir, agarrá la caja de la veterinaria que está en el galpón, vamos rápido que si no hay que ir hasta el pueblo. Se lo ve nervioso, mira para todos lados como si se le hubiera perdido algo, me mira a mí, mira la olla, la cuchara, a Clara, mira para abajo, mira los salamines colgados del techo hasta que se pone los lentes oscuros y seguro que todavía los ojos azules, los más azules de la familia, se le mueven de acá para allá aunque ya no se los veo. ¿No vas a comer?, le pregunta Clara y él dice ahora no. ¿Voy a ayudarles?, dice mi hermana y Andrés, mientras Guille va para el galpón, le dice bueno, dale, vení que hay que hacer fuerza. ¿Qué hacemos con la nena?, pregunta Clara y Andrés dice traela también. Ahora es como una aventura: nos desviamos de la huella, cruzamos por el medio del campo y la camioneta salta todo el tiempo,

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casi me golpeo la cabeza con el techo; hay vacas por todos lados, trato de descubrir cuál está enferma pero todas parecen bien, como siempre paradas y comiendo el pasto amarillo, con cara de calor las pobres, siempre pienso que tienen calor, los chañares no dan mucha sombra y la aguada les queda lejos, pobrecitas, pienso eso y cuando estoy por bajar a abrir la tranquera porque estoy contra la ventanilla sentada sobre mi hermana y porque siempre soy yo la que tiene que abrir, ella me dice que no y se baja, cierra la puerta de un golpe y Andrés la reta por eso pero Clara no escucha porque ya llega a la tranquera, la abre corriendo, pasamos con la camioneta y la cierra también corriendo y al subir casi me aplasta, Andrés vuelve a arrancar y empieza a andar más rápido. La pobre vaquita me da impresión aunque tirada en el suelo la sangre no se le ve mucho porque es negra y parece mojada, pobre vaquita, muge sin parar, me da pena. Ahí se ve que está la cabeza, dice Andrés, mientras le toca la panza y Guille agarra a la vaca por las orejas para que no se mueva, igual parece que la pobre no tiene ni fuerza para levantarse, lo único que hace es quejarse porque seguro le duele y el ternerito seguro también sufre ahí en la panza. Trato de no mirar, meto las manos en los bolsillos de mi jardinero para hacer algo, me parece que a la mañana tenía un muñequito de los Playmobil granjeros pero no, no lo traje. Mientras veo a mi hermana que va a buscar la caja de la veterinaria me transpiran las manos en los bolsillos, Clara sube y baja de la camioneta de un salto, tiene el pelo atado con la gomita azul que le regalé, papá dice que para trabajar y para comer hay que atarse el pelo, la gomita le queda floja pe ro me parece que no se da cuenta que se le está cayendo, corre hasta donde estamos con la vaca y los chicos. Yo la miro porque no quiero mirar lo que le pasa a la vaca y entonces puedo ver justo cuando se le cae la gomita a mitad de camino y cuando ella llega voy a levantarla con pasos grandes para esquivar los yuyos que pinchan, hay cardos y pajas vizcacheras y tengo que saltar porque están muy altos hasta que escucho a Andrés que grita ¿podés quedarte un poco quieta? Y al final no sé para qué la trajimos, dice ¿no ves que estamos trabajando? y cuando lo dice justo salto un cardo. Me asusto, me quedo quieta, me pinché, siento una espina clavada en la rodilla y en las medias tengo más, me duele mucho. Entonces me doy vuelta y los veo: la vaca ya no grita, tiene la cabeza en el piso y resopla por la nariz y se le salen los mocos que son como agua, tiene los ojos bien abiertos y parece como que no mira a nadie, como que ya no le importa lo que le hagan. Andrés tiene las manos llenas de sangre y Clara ahora agarra a la vaca de las orejas y Guille le enlaza las patas. A mí nadie me mira. Vení para acá y dejate de joder, dice Andrés y tampoco me mira porque está curando a la vaca y además está enojado, y cuando él se enoja no me mira y a veces ni me habla. Una vez estuvo como un mes sin hablarme porque le conté a la novia lo de la chica que nos acompañó esa vez a cenar, creo que se llamaba Any o Andy, y que después fuimos a casa y no había nadie y yo me fui a dormir porque era tarde pero antes esa Any o Andy me contó un cuento y después se quedó con él, no era para tanto, pero él siempre se enoja por cualquier cosa. Miro el cardo y me da bronca, veo los pinches en las zapatillas y la florcita violeta en la punta del tallo y pienso que además de pinchudo es horrible y me duele más, pero más horrible es

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mirar a la vaca. Vení para acá a ayudar a tu hermano con el lazo, grita Andrés. Por lo menos me habla. La vaca empieza a mugir de nuevo pero más fuerte. Se parece a los bebotes esos de Yolly Bell que las chicas llevan a la escuela, más que un mugido parece un grito de esos que después te duele la garganta y de tanto que gritaste tenés que tomar un jarabe de frutilla, pero a mí esas muñecas me gustan. Camino despacio y cada vez me duele más pero tengo que apurarme y aunque tengo ganas de llorar no voy a llorar, porque por ahí me retan y por ahí Andrés piensa que lloro porque soy una maricona porque me da impresión la vaca toda llena de sangre y no. Así que mejor pienso en otra cosa, en que mamá por ahí me trae de Buenos Aires un bebote de Yolly Bell, y mirá si en una de ésas se vienen de sorpresa los dos hoy a la noche y podemos comer de nuevo todos juntos. Al final Andrés me mandó en penitencia a la camioneta. Mejor, así me saco las espinas y nadie me dice nada; igual ya no me duele, ya hace rato que no duele. Hay dos moscas. Me fijo a ver si se van pero se quedan, como tontas se golpean contra el vidrio del parabrisas y aunque abro la puerta no se dan cuenta y se quedan acá con el calor que hace, qué tontas son. Agarro una con la mano y le arranco un ala, total nadie me ve, y se queda haciendo un zumbido suavecito, la suelto y anda como renga por arriba del asiento y después se cae al piso y no la veo más, me saco las espinas despacio para no pincharme los dedos y no me los pincho. Después todos vienen para la camioneta y suben; Guillermo es el primero que entra y dice y ahora qué hacemos la puta que lo parió y no me gusta que diga eso porque yo nunca digo malas palabras, después entra Clara y último Andrés que dice a Clara te dejamos a vos y a la nena en la casa y vamos a buscar al veterinario. Cuando la camioneta arranca nadie dice nada pero Guille enciende la radio. Pasan una canción triste, un tango o algo así, de esa música que parece vieja y todos seguimos sin hablar hasta que termina la canción y la radio dice treinta grados la temperatura, sensación térmica treinta y cuatro. Tengo ganas de preguntarle a Andrés si eso es mucho, él seguro que sabe porque ya casi termina la universidad, pero me acuerdo de que estamos peleados y no le pregunto nada a nadie porque aunque le pregunte a Clara o a Guille igual va a contestar él, no importa, total seguro que treinta grados es mucho calor. Clara me pide que la ayude a llevar las cosas de la matera a la casa, los platos sucios, la comida que sobró que está en la olla toda llena de moscas chiquitas y Clara dice es una lástima, hay que tirarla. También quedan los repasadores a cuadritos para lavar, los huevos que están sobre la mesada y un montón de cosas más, son como dos viajes cada una. Cuando ya está todo me pregunta si quiero tomar la leche, ¿café con leche o Nesquick frío?, dice y me acaricia la cabeza como hace mamá. Estás toda despeinada, andá y traeme un chuflo y el peine grueso que te peino, pero al final no me dijiste qué querés, dice Clara y le digo Nesquick y cuando le miro la cara está seria. Ella casi nunca se enoja conmigo, pero cuando jugamos se aburre enseguida. Yo a veces sí me enojo con Clara porque no me gusta que me peine cuando está mamá, y tampoco que me mire el cuaderno, porque las mamás sí tienen que mirar el cuaderno, o los papás, pero las hermanas no, igual

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ahora no importa porque ellos deben estar por venir y además para que empiecen las clases de nuevo todavía falta. Cuando se hace de noche vienen los chicos, Andrés va directo al lavadero y se lava las manos con detergente y Guille me grita desde la puerta que vaya a darle un beso y cuando voy tiene las manos escondidas atrás de la espalda. Se inclina y le doy un beso y pienso que seguro tiene algo para mí. Elegí una mano, me dice. Ésta, digo y cuando le toco el brazo muestra una mano vacía. No, no vale, le digo y dice que ahora es todo para él, le grita a Andrés que las golosinas las van a comer ellos solos y cuando sale corriendo para adentro yo lo persigo, lo alcanzo y él dice está bien, ganaste y me da una bolsa gigante llena de golosinas y un muñequito vestido de astronauta. Lo compramos Andrés y yo, ¿te gusta?, dice y me alza y escucho a Andrés que habla con Clara en la cocina y le dice hay que decirle, Clara, hay que decirle de una vez y ahora yo estoy altísima. De la cocina viene un olor rico de fideos con salsa blanca. Le pregunto a Guille qué pasó con la vaca y dice se murió, pobrecita, pero me sienta en sus hombros para hacerme caballito y empieza a correr, que es lo que más me gusta de jugar con Guille. Quiero comer un palito de la selva y le grito a Clara si me deja, yo sé que me va a decir que no hay que comer golosinas antes de comer pero le pregunto igual y me dice bueno, comé pero no muchos y dice Guille, vengan para acá. Guille me baja, me da la mano y vamos a la cocina mientras como mi palito de la selva. En la cocina Clara está sentada en la silla de mimbre y me sienta en sus rodillas y Andrés, que se queda parado enfrente mío, enciende un cigarrillo, respira fuerte, me mira y dice papá y mamá no van a volver. Guille se sienta junto a él y me mira. Sí, ya sé, le digo y leo el papelito del caramelo. Las jirafas tienen un cuello que mide más de un metro y medio. Papá y mamá no van a volver más, ¿entendés?, repite Andrés y pienso que es un pesado, Clara me abraza y el papelito se me arruga y pienso que es una bruta. Andrés sigue con eso de que no van a volver más. Nunca más. Papá y mamá están muertos, dice Clara. Yo no digo nada y se me cae el papelito y me levanto de las rodillas de Clara para agarrarlo del piso y busco otro caramelo en la bolsa, ahora elijo el del buitre y pienso que ya es hora de poner la mesa. El buitre es un ave de gran tamaño y tiene la vista muy desarrollada. Abro el cajón de los cubiertos, pienso qué ricos los fideos con salsa blanca y cuento seis y resto dos son cuatro, cuatro pares de cubiertos que faltan en la mesa, y los vasos, son seis vasos, menos dos también, uno, dos, tres, cuatro. Tomado del libro Los domingos son para dormir Entropía. Argentina, 2008

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claudia cabrera

⧫ MÉXICO

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ací en la Ciudad de México en 1984, en donde he vivido siempre, salvo por un año que pasé en Marsella trabajando en el Lycée Michelet, cerca del puerto, y un par de años en los que residí en Madrid haciendo un máster en edición literaria y algunas estancias de investigación. Soy doctora en letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en donde doy clases de literatura española, e investigadora posdoctoral en El Colegio de México; disfruto ambas cosas profundamente. Paso buena parte de mi tiempo escribiendo ensayos sobre literatura de irrealidad de autores como Emilia Pardo Bazán, José María Merino o Amparo Dávila. Viajo todo lo que puedo y me gusta incorporar la sensación de extrañeza de lo novedoso en mis narraciones, así como las historias que voy cazando en lugares lejanos. Soy autora de los libros de cuentos Los desterrados (2023), Las ondulaciones del mar (2020) y Posibilidad de los mundos (2019), con el que obtuve el Premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, y de los libros para niños El cuaderno de Ana y Una historia de aventis. He publicado cuentos en las antologías Siglo que sueña. Narrativa mexicana actual de imaginación fantástica; El espejo de Beatriz, vol. II y Acapulco en su tinta II, entre otras, y en la revista Este País, en donde fui columnista cinco años.

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Los diez mandamientos del cuentista 1. Leerás mucho y de todo. En el metro, en la casa, en el café y, sobre todo, en los aviones. 2. Te subirás a muchos aviones, trenes, barcos y autobuses. 3. Hablarás poco y escucharás mucho. 4. Tomarás nota de todo lo que pueda servir de material de escritura. 5. No perderás las notas y las usarás para contar historias. 6. Cuando creas que no tienes nada que decir, escribirás. 7. No temerás los juicios de los lectores. No importa si son críticos literarios o tus amigos y familiares. Nunca escribirás con miedo. 8. Corregirás tus cuentos. 9. No robarás. 10.No matarás. Si tienes ganas de matar a alguien, escríbelo.

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La Galera Marcel salió de Alejandría un domingo por la mañana con la firme intención de llegar a La Galera, una bahía al sur de México de apenas 150 metros flanqueados por peñascos y cerros. De camino a América, Marcel pasó por París, adonde llegó tres días antes de cumplir 23 años. Se hospedó en casa de Cédric, un primo suyo al que no había visto en tres años y quien trabajaba de camarero en una tetería de Belleville. Ahí, los clientes bebían infusiones servidas en delicadas tazas de cobre sentados en taburetes acojinados de distintos colores dispuestos alrededor de mesas bajas sobre la acera, mientras daban profundas caladas a una pipa de chicha. Después de un par de semanas de ver faldas volantes sobre bicicletas, conciertos al aire libre y las piernas de las jovencitas que paseaban junto al Sena, Marcel decidió permanecer ahí una temporada, sin perder de vista ni por un segundo su objetivo: llegar a La Galera. Aquella temporada duró dos años y medio. El tercer invierno que pasó ahí, una mañana en que el frío hacía que le dolieran los dedos de las manos cuando se quitaba los guantes para encender un cigarrillo, dirigió sus pasos a una agencia de viajes y compró un boleto de avión a México. Se despidió de una chica eslovaca con lágrimas en los ojos, y de su primo Cédric con la promesa de dar noticias pronto y de no volver nunca. Le dejó a él sus pocas pertenencias: una cafetera, unas bocinas, algunos platos, cubiertos y su único abrigo. Al llegar al aeropuerto tiró a la basura el par de guantes que traía puestos, dio una última calada a un cigarrillo liado por él mismo y lo apagó en el cenicero deshaciendo la colilla casi por completo. Observó la Ciudad de México desde el avión y sintió un escalofrío al darse cuenta de que su mirada no podía abarcarla. Estuvo un par de días recorriendo calles, avenidas, parques y plazas sin hablar prácticamente con nadie. Pasó una tarde observando a un grupo de gente mayor bailando danzón en una plaza, mientras se comía unos esquites, y la noche siguiente se subió a un autobús cuyo trayecto duró once horas. Al llegar a su destino sintió la piel pegajosa y un olor ácido proveniente de su propio cuerpo; esbozó una sonrisa y respiró profundamente. Abordó un autobús más y, finalmente, un taxi que lo dejó sobre un camino de terracería en medio de un paraje selvático. Entró a una posada con su mochila al hombro, pagó una habitación por adelantado, comió un filete de pescado con arroz y guacamole y se tumbó en la cama. Se quedó dormido mientras trataba de seguir con la mirada el recorrido de las aspas de un ventilador en el techo. Al día siguiente por la mañana preguntó por Nicho Gómez. Le indicaron el camino unos muchachitos que se rieron de su acento extranjero, y tras andar unos quince minutos bajo un sol inclemente, lo encontró en una casa pequeña,

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en un cerro y rodeado por un montón de pollos, gallinas y perros. Nicho no podía creer que Marcel estuviera ahí, de pie, frente a él, junto a su huerta, con sus menos de 60 kilos y una sonrisa de pájaro en los labios. Llevaba una camiseta holgada de cuyas mangas salían unos brazos delgadísimos enrojecidos por el sol. —¡Franchute! —exclamó Nicho al verlo— ¿Qué chingaos haces aquí? —Tú me dijiste que viniera, y vine —contestó Marcel con seriedad pero sin dejar de sonreír. —¡Pues qué bien! —dijo Nicho al cabo de unos segundos— Pásale, pues. Nicho y Marcel se habían conocido trabajando en un crucero cuatro años antes. Algunas noches jugaban al cubilete y bebían ron mientras Nicho le hablaba de La Galera, su pueblo natal. Le contaba de los terrenos que tenía su padre en los cerros, de cómo habían tratado de quitárselos y había perdido más de la mitad de ellos. De un muro de piedra que estaba levantando para que no se les fuera la tierra encima con los deslaves. Le hablaba también de Eva, su mujer, y de sus hijos, siempre con una nostalgia y un brillo en los ojos que haría pensar a cualquiera que lo habían expulsado del paraíso. Marcel, por su parte, le hablaba de su infancia en Egipto, de la desolación del desierto y las siluetas de los perros famélicos escarbando en la basura que encontraban entre la arena. Parecía que al fin había logrado salir del infierno, y que ahora se encontraba en una especie de limbo a bordo de aquel barco en altamar que no lo llevaba a ningún lado. Marcel entró a casa de Nicho sacudiéndose las sandalias y se sentó en una silla tipo Acapulco frente a una mesa cubierta por un hule con dibujos de flores. Nicho le ofreció una cerveza y se sentó frente a él. Dieron varios tragos a sendas botellas sin pronunciar palabra. Nicho dijo, finalmente: —No viniste hasta acá a tomarte una Victoria, ¿verdad? —No, vine porque quiero tener un terruño, como tú, y un muro de piedra, y gallinas y una mujer. —¿Y en tu pueblo no hay tierras, muros, gallinas ni mujeres? —Sí hay, pero no como de los que tú me hablaste. Aún recuerdo lo que dijiste sobre caminos con serpientes de dos metros y almendros y papayas. —Y yo recuerdo tu alberca olímpica sin agua en Aluminium City —dijo Nicho. —Yo recuerdo las parvadas de aves sobrevolando el mar azul turquesa. —Y yo los hombres con tatuajes en los brazos en los que se veía a San Jorge matando dragones. Ésos que según tú no eran reconocidos por el Vaticano. —Yo casi recuerdo el sabor del tasajo que prepara Eva y el café de olla y las tlayudas con asiento. —Y yo recuerdo los perros muertos de hambre caminando por las calles de la ciudad de los alabados. —Yo recuerdo las noches de pesca, las cañas y las redes —dijo Marcel.

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—Yo recuerdo la refinería, la fábrica de cerveza y la ceniza imposible de limpiar de la entrada de las casas por la quema de la caña de azúcar —continuó Nicho. —Yo recuerdo que te despertaba el llanto de Tomás en la madrugada y de cómo Eva lo tomaba en sus brazos para darle pecho con esos pezones casi negros. —Yo recuerdo que los egipcios te llamaban Abdullah porque no podían pronunciar tu nombre. —Yo recuerdo las rocas afiladas y el agua de mar chocando contra ellas mientras buscabas conchas. Así te hiciste esa cicatriz —dijo Marcel señalando la pantorrilla de Nicho. —Yo recuerdo el enorme estadio de Aluminium City y el sol calentando las cabezas del público, que gritaba bañado en sudor por un penalti mal marcado. —Yo recuerdo el tono de la piel de los muslos de Eva —dijo Marcel. En ese momento, Nicho dio el último trago a su cerveza y miró fijamente al recién llegado. —Pues sí que recuerdas muchas cosas, chamaco. Casi más que yo. Bienvenido a tu casa. Marcel se instaló en un cuarto junto a la casa de Nicho. Desde los primeros días lo acompañó a pescar entre las rocas, y Nicho lo instruyó en el uso del arpón y las redes. Algunas noches iban a una playa cercana en busca de conchas: callo de hacha, callo de margarita, caracoles. Para llegar debían atravesar un cerro plagado de grillos, lagartijas, aves, arañas, alacranes, sapos y viborillas. Pero la fauna se alejaba pronto al escuchar el ruido de sus pasos y los observaba expectante desde los troncos de los árboles u oculta tras las rocas. Nicho llevaba una gran linterna envuelta en bolsas de plástico a falta de una lámpara sumergible, pero con eso le bastaba. Primero observaban la corriente y después se iban metiendo entre las rocas procurando evitar a los erizos. Cuando las olas se alejaban, aprovechaban para recolectar todas las conchas que tenían a la mano. Luego se sujetaban con firmeza para que la ola siguiente no los embistiera. Una de las primeras veces, Marcel no pudo con la fuerza del agua, que lo arrojó varios metros atrás hasta que su espalda chocó con una roca. Aunque el ardor le duró varios días, los arañazos no menguaron su ánimo. Otras veces Nicho se sumergía en el agua, cerca de las rocas, y nadaba varios metros adentro, siempre con la lámpara bien sujeta en la cabeza. Cuando veía peces grandes les disparaba con el arpón, que salía a una velocidad tal que no dejaba oportunidad a su presa. Al cabo de poco tiempo Marcel estuvo listo para ir solo a estas expediciones. Disfrutaba imaginando a los animales que se escondían a su paso, los buscaba, los llamaba. Una vez en la playa, le gustaba sentir la aspereza

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de las conchas vivas entre sus manos. En ciertas ocasiones, al sumergirse en el agua, tras descender unos diez metros apagaba la lámpara y sentía una profunda soledad. Conocer a la familia de Nicho fue para Marcel la confirmación de que no había viajado hasta allá en balde. Los ojos negros y ligeramente rasgados de Eva eran una invitación a la calma. Le gustaba mirar su vientre y sus caderas redondeadas mientras abrazaba a Tomás, que ya había cumplido cinco años. La hija de Nicho, María, era una niña de ocho años que pasaba los días alimentando a las gallinas y mirando cómo protegían a sus polluelos de los perros. Después iba al corral en el que criaban a los cuyos, los alimentaba también y los veía subirse unos encima de otros. Al mediodía María ayudaba a su madre a preparar la comida. Deshebraba el queso para las tlayudas, cortaba el jitomate y la cebolla o pelaba los camarones. Marcel observaba a los niños con satisfacción y ternura. Y ellos, que en un principio habían mostrado cierta reserva ante aquel extranjero raquítico y rubio cuyo nombre nunca habían escuchado, a las pocas semanas se acostumbraron a su presencia y comenzaron a llamarlo “tío”. Los amigos de María le preguntaban que cómo podía tener un tío güero que no se parecía nada a ellos y hablaba tan raro, a lo que ella contestaba: —Pues porque Marcel no es mi tío tío, sino mi tío de cariño. Y es güero porque viene de Alejandría. ¿Saben dónde queda? Pues claro que no, porque ustedes no saben casi nada. Es una ciudad en Egipto, que está en África, que es un continente muy grande, debajo de Europa. En Europa, que es otro continente, hay un país que se llama Francia, de donde son los papás de Marcel. Por eso, cuando cumpla diez años él va a enseñarme francés. Y un día, pero todavía no sé cuándo, me va a llevar a París, que es una ciudad muy grande y muy bonita. Los amigos de María sonreían incrédulos, y luego decían a sus espaldas que estaba un poco zafada, como todo el pueblo decía de Marcel, a quien muchos se referían como el franchute loco. Desde la llegada de Marcel, Nicho y Eva habían procurado presentarle a todas sus primas y vecinas para encontrarle una compañera. Y aunque muchas de ellas se habían interesado en él, Marcel siempre les encontraba defectos. Unas hablaban mucho, otras muy alto, algunas cocinaban muy mal, otras estaban pasadas de peso o muy flacas. Y así transcurrió un año. Una noche de enero en que la luna estaba oculta detrás de las nubes, Marcel y Nicho dirigieron sus pasos hacia la playa en la que recogían las conchas. Nicho estaba emocionado por la adquisición de una lámpara sumergible y había invitado a su amigo para que la probaran juntos. Así, Marcel podría usar la antigua, envuelta en bolsas de plástico, y harían juntos el descenso.

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Caminaron entre los animales del cerro, luego sobre la arena de la playa y finalmente atravesaron las rocas. Marcel cargaba el arpón mientras Nicho dirigía la luz de la lámpara que llevaba en la cabeza. Se sumergieron algunos metros y entonces lo vieron. Usualmente pescaban boboyanes que medían como mucho unos cincuenta centímetros, pero éste era un espécimen que ninguno de los dos había visto antes. Se trataba de un pez azulado con manchas negras de casi un metro de largo. Nicho lo señaló bajo el agua para que Marcel lo viera y le hizo un ademán con la mano para que no disparara aún. Quería contemplarlo un momento más. Entonces se volvió hacia el pez dándole la espalda a Marcel, y al cabo de unos segundos le hizo la seña de que era el momento. Marcel tomó el arpón, le apuntó al pez y disparó. Pero antes de hacerlo lo desvió unos centímetros. El pez huyó al sentir el brusco movimiento del agua. Nicho volteó a ver a Marcel, a quien deslumbró con la luz de la lámpara, se llevó la mano al estómago y tocó el metal de la varilla que le atravesaba el cuerpo. Marcel subió rápido a la superficie y respiró frenéticamente. Jaló la cuerda con todas sus fuerzas, pero el cuerpo de Nicho era demasiado pesado; tenía que liberar el arpón. Los días que siguieron a la muerte de Nicho fueron de luto para todo el pueblo. Buscaron su cuerpo durante días, pero sabían que el mar es caprichoso y que el oleaje podía habérselo llevado a cualquier otra playa. Marcel les explicó que a la lámpara nueva se le había metido el agua; que su amigo, en la oscuridad, quiso subirse a una roca para intentar repararla, y que antes de que Marcel pudiera reunirse con él, Nicho resbaló y cayó. Por más que trató de dar con él —explicó—, el oleaje era tan fuerte, que cuando llegó al sitio adonde había caído no pudo ver más que espuma. Los habitantes del pueblo estaban acostumbrados a este tipo de accidentes y no dudaron de la historia de Marcel. Eva maldijo la afición de su marido a ir de pesca durante la noche, lloró durante semanas, pero después de un tiempo todo volvió a la normalidad. Marcel abastecía la casa como antes lo había hecho su amigo. Salía a pescar por las noches y visitaba con frecuencia el sitio en donde habían encontrado al pez azul, al que nunca volvió a ver. Se sumergía lo más que podía, apagaba la lámpara y se quedaba ahí hasta que no podía contener más la respiración. Luego echaba en su red todas las conchas que encontraba y las dejaba en la cocina de Eva. Meses más tarde se dispuso a terminar el muro de piedra que Nicho comenzara años atrás para evitar el derrumbe de la casa. Cada dos o tres días bajaba al río con un pico para romper las piedras y luego las subía poco a poco

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en una carretilla. Cuando había juntado las suficientes, las unía con cemento para continuar la barda. Por las mañanas, Marcel ayudaba a Tomás y a María a alimentar a las gallinas y a los cuyos, y luego los acompañaba a la escuela contándoles historias de su vida en Alejandría. Y una tarde de otoño, después de terminar una de las secciones del muro, Eva finalmente lo llevó a su lecho. Un par de semanas después, Marcel se mudó a la casa.

Tomado del libro Las ondulaciones del mar Editorial Eolas. México/España, 2020

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Sofía Morfín Jean ⧫ MÉXICO

©Ieve González

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oy Sofía Morfín Jean, nací en 1992 y soy chilanga de nacimiento y por elección. Creo firmemente que no existe un mejor lugar dónde pasar los años riendo y llorando, que la caótica Ciudad de México. Mi primer compendio de cuentos Big Bang Bermellón ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2023 y se publicará este mismo año con la Editorial Pollo Blanco (adquiera su copia cuanto antes). También he publicado cuentos y textos de opinión en Tierra Adentro, C de Cultura y Mi Valedor. En 2021 me gradué del diplomado de escritura creativa por la Escuela de Escritores Sogem, y actualmente trabajo como guionista de cine y televisión. Lo que más me gusta en la vida es la literatura. Después del dinero. Y de comprar libros que no me alcanza el tiempo para leer.

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Actores de la noche El antro está oscuro, iluminado apenas por luces moradas y rojas que salen de las antorchas que cuelgan de las paredes. La barra en uno de sus costados es lo único que expide una luz cálida, entre amarilla y naranja, y lo vuelve el punto más agradable a pesar de que la música retumba con la misma intensidad en el resto del lugar. Es uno de esos espacios con cortinas viejas, cuadros de antílopes vestidos de época y telégrafos de apartamento vintage tan atractivo para a la horda de neohipsters, neopunks, neohippis y neoemos que infestan la colonia Roma. Runi está recargada en una de las esquinas de la barra. Tiene el pelo casi blanco con destellos azules y trenzas con listones rosa pastel le rozan los codos, un flequillo recto un centímetro por arriba de las cejas y la boca pintada de lila. Las orejas puntiagudas le sobresalen de la melena. Su vestido de terciopelo celeste le deja la espalda al descubierto hasta la cintura, así que no trae brasier y, mientras examina la oferta de la noche, una parte de su cerebro está al tanto de mantener sus pezones erectos, ya sea por frío o excitación, para evitar la apariencia amorfa que les produce el calor. El conjunto de elementos le da un aire de animal mitológico y el resto de los presentes, incluso los artistillas y mayores de veinticinco que se creen por encima de ese espectáculo, tienen al menos una vaga consciencia de ella ahí parada, sola y mirándolos mientras bebe una Indio en punto de congelación. Un joven con traje tornasol, entre azul marino y aqua, se le acerca. Está rapado y su cara es asombrosamente simétrica, atribuible a trazas de sangre asiática en su linaje. Sus pómulos marcados lo hacen muy atractivo. –No pude evitar notar… –Ajá. –Los pezones que te cargas. Runi suelta una risita que deja entrever su verdadera edad. –¿Hace cuánto llegaste? –Como una hora. –¿Y ya encontraste algo bueno? –El joven se voltea hacia el barista y le pide dos mezcales. Ella indica con la cabeza en dirección a una chaparra de peluquín de pixie, morena y con curvas radicales enmarcadas en unos pantalones de lentejuelas y una blusa casi transparente. Baila una canción de Hercules & Love Affair, sexy y con clase. –Ufff

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–Pero no estoy segura. –¿Por? –Me da una vibra de fresita bien cuidada. –Con esa ropa y esas tetas, lo dudo. –Viene disfrazada. Es su “noche de loca”, la acaban de cortar o algo. –Y lo sabes con verla desde aquí… con razón. Bueno, “noche de loca” a mí me funciona. Es más, es perfecto para cualquiera de los dos… –No sé, no creo que esté para estrenarse con mujeres y tú eres demasiado intimidante. –Si no te convence, sigamos buscando. –Es que algo me gusta. –Ja, son dos cosas las que te gustan. ¡Salud! Brindan y se toman el mezcal de un trago. Runi la sigue mirando y la desconocida se da cuenta de que es observada y lo disfruta; entonces baila con más intensidad. –Apesta a vulnerabilidad. –Venga pues, démosle. –Todavía no, espérate a que encuentre el mío. –¿Entonces me la estás cediendo? A quién le debo este buen humor, me pregunto–. Al decir esto acerca su cara a los labios de Runi, pero ella lo ignora y toma un trago a su cerveza. Él se reacomoda para recargarse en la barra en una postura estudiada y metódicamente relajada–. Pero chíngale, que ya traigo un ajo encima. Ella escanea el cuarto, él pide otra ronda y pega su cuerpo contra el de Runi una vez más. Empieza a bailar “Gronlandic Edit” frotándose contra su costado; ella lo ignora y sigue buscando. Él la pisa. –Au, Joaquín, contrólate carajo–, dice en una voz un par de octavas más aguda que antes y pierde, por un segundo, la contención. El chico mira los pies de ambos y sigue bailando. –No te salgas, concéntrate–. Y ajusta la voz al tono sobrado que usaba poco antes para agregar:– ¿Qué pedo con tus botas de Sailor Moon? –¿Qué pedo con tu jeta de refugiado? Joaquín sonríe de lado, satisfecho. Runi ve a un hombre alto y fuerte de facciones indias que voltea furtivamente en su dirección cada treinta segundos desde el lado opuesto de la pista. Se acaba lo que queda de la cerveza y mantiene la botella en su mano. –Listo. Uno, dos, tres. Joaquín se acerca y le susurra al oído “me encantas” al tiempo que le agarra las nalgas por abajo del vestido hasta insertarle dos dedos entre las piernas.

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–¡Verga, wei! ¡Quítate! – grita Runi. –No te hice nada, psicótica–, contesta apretando los dientes. La gente los mira. –¡¿Y qué fue eso?!–, grita Runi con más fuerza. Joaquín se sigue inclinando sobre ella, pero finge que es culpa del atasque del antro. Ella intenta apartarlo con las dos manos–. ¡Hazte para allá! Joaquín le manosea la otra nalga del lado pegado a la barra, de forma que sus crecientes espectadores no lo ven. –ANIMAL–. Runi le agarra el brazo y se lo tuerce. Él se la sacude, retrocede y levanta ambas manos para demostrar que hay fair play. –Esta zorra me está pegando. Varios de los sujetos que antes se divertían se acercan dispuestos a detener la violencia. Se les distingue el antojo en la cara. Entre ellos está el indio. –¡ZORRA TU PUTA MADRE! Runi rompe la botella de cerveza contra la esquina de la barra y, con un pedazo del vidrio le hace un corte a Joaquín en uno de sus hermosos pómulos. Ya no hay un sólo borracho o bailarín que no los mire. Dos guardias pretzelean a Runi y la sacan; un par de consternados samaritanos salen detrás para asegurarse de que no la lastimen, por supuesto. Afuera, antes de que a los mirones se les ocurra cualquier improperio, ya hay tres caballeros al pendiente de la damisela. Aunque se incomodan con la competencia, los tres la abruman con palabras de preocupación y consuelo, pero ella agradece con la atención fija en el tipo que, bien mirado, parece más libanés que indio. Los vencidos dan cuenta de esto y regresan al antro con la cabeza en alto. Hace frío, Runi ya no tendrá que preocuparse por la consistencia de sus pezones. Él hombre no puede dejar de verla. Se llama Alexis, tiene treinta y esa clase de lugares no son su estilo, ¿ella cómo se llama? –Runi. –¿Y de dónde eres? –De Marte. –Como Ziggy Stardust. La chica sonríe forzadamente ante el cliché con el que Alexis pretende mostrar una personalidad de muchachito culto y sensiblón contrastante con su apariencia de luchador grecoromano. En minutos estará hablando de la importancia de Radiohead en la historia de la música y de la falta de difusión del cine japonés en México, y será discreto en su enorme deseo de tocarla. Ella

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accede a soportar estas discurrencias en alguna taquería de la zona, de las que cierran a las cinco de la mañana o no cierran nunca. Inmersos en el humo de los tacos al pastor sostienen una conversación que va desde el grunge noventero hasta la situación actual en Afganistán. Runi está entrenada para esto: arroja sus álbumes favoritos de Arcade Fire, un ranking de las películas de Tarantino y un pequeño soliloquio en contra del capitalismo yanki. Alexis cree que ha encontrado el amor. Piden la cuenta y, tras un breve forcejeo, él paga. Alexis le pide el número de celular, un gesto vacío porque las fichas están claras y ya se jugaron. Runi toma su teléfono para anotarlo ella misma, pone la cámara en selfie, se recorre los tirantes hacia los hombros exhibiendo la parte superior de sus pechos y se toma una foto sacando la lengua. –Mejor te dejo un recuerdo–, le dice. El pobre no sabe qué contestar ni cómo disimular la excitación que le contorsiona el rostro. –Por favor, vente conmigo. Vamos a mi casa. Runi hace la pausa obligatoria, para acrecentar la expectativa y para que él no pierda las ganas de cogérsela por fácil. Hay un pequeño intercambio de mentiras y finalmente ella accede. –Pero yo pido el Uber, no vayas a ser un secuestrador–. Los dos ríen. En un tiempo corto aparece un coche negro de vidrios oscuros y ambos se suben sin dudar. Runi le hace la plática al conductor, mientras con su mano izquierda le baja el zipper del pantalón a Alexis con impactante agilidad. Sopesa el miembro cálido en su mano, es así como le gusta, cuando está seco, su mano y el pene libres de sudor y humedades. No deja de pensar una y otra vez en el “me encantas” susurrado en la voz también seca de Joaquín hace apenas dos horas y trata de recordar por qué hace esto. Le gusta, sí, pero por qué lo hace. Podría estar haciendo algo distinto, en un universo paralelo, saliendo en una cita tal vez. Encontrando el amor o alguna de esas pendejadas, pero que el concepto de romance la haga pensar en Joaquín le parece tan enfermo que toda la vida escogería la soledad sin importar lo avasallante. Sale de su ensimismamiento cuando escucha a Alexis gimiendo despacio; es el momento de zanjar la cuestión. Encuentra la mirada del chofer en el espejo: –Joven, ¿tiene alguna fantasía voyerista? El tipo ríe con una risa vulgar. –Bueno, si no le interesa, no voltee. Runi se monta sobre Alexis y con un gesto le da permiso de desvestirla, tocarla, darse por bien servido. Por el retrovisor el tipo ve la espalda desnuda

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de Runi, sus movimientos de serpiente y las manos inquietas del pobre tipo que no puede creer su suerte. Lo que el chofer no ve es la cajita que Runi trae atada a la muñeca y de dónde saca una pequeña pastilla blanca. Se la coloca en la punta del dedo índice a la vista del recién amante y le pregunta al oído si quiere divertirse un poco más esta noche. –Sí–, contesta, ya sin aliento, sin pensamiento alguno. El coche negro de vidrios oscuros recorre el Periférico a 90 kilómetros por hora, prácticamente el único vehículo a la vista. Las respiraciones agitadas y los ruidos en la parte trasera no tardarán en acallarse… –Porfa mete el coche cuando lleguemos–, le indica Runi al conductor voyerista. Éste sólo sonríe. Mientras, en el bar, Joaquín se queda con la cara sangrante y un poco adolorida. Un mesero le pone hielos en un vaso y, entre los presentes, evalúan si es necesario ir por suturas al hospital o ignorarlo todo en favor del desenfreno nocturno. Alentados por la calma de la víctima, el grupo se dispersa para continuar la peda. La pixie curvilínea no se acercó, pero está atenta sin dejar de moverse al ritmo de la música. Se apoya en uno de los tubos que decoran la pista y que ya nadie usa; en un tiempo remoto el lugar fue un teibol. El barista le obsequia a Joaquín un shot de tequila para los nervios, pues no todos los días te agrede una vieja histérica, y esto lo anima a acercarse por fin a bailar con su presa. Con un par de canciones se calientan y ya parece una escena de Dirty Dancing. El joven la conduce al oscuro pasillo que une la pista con la salida de emergencia y es poco frecuentada. Ahí empieza la acción. Ella le mete las manos por debajo de la camisa, él le pellizca las piernas y los besos son tantos que les da la sensación de ya haberse besado antes. El aliento del muchacho viaja de la clavícula hasta la nuca de ella, le da una mordida suave, de reconocimiento, después otra y otra, hasta que siente la piel morena erizarse en sus labios. Revisa el reloj sin que ella lo note y, sólo entonces, la invita a su casa. –No–, responden las curvas en el exacto timbre que él se imaginó. –Mira, sé que vas a venir, ¿por qué no me ahorras la vergüenza de rogarte? –continúa con voz ronca, jugueteando con el lóbulo izquierdo. –No–, insisten los ojitos pispiretos–, no quiero estar a solas contigo. Esto lo detiene de golpe. –¿Por? –Los he visto antes. –¿A quiénes? –A ti y a tu amiguita–. Sabe que sonó infantil, hasta celosa, y agrega

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rápidamente: –no sé qué trip se traen, pero me da miedo. –Mucho miedo no debe darte. –Aquí me da un miedo… interesante. A solas es otra cosa. –Doy el mejor sexo oral que te van a ofrecer en tu vida. Ella se ríe, de sorpresa y de nervio. –¿Quién dice eso? Esto no es una película. –Es en serio–, recalca sus palabras subiendo una mano por su entrepierna. Ella se estremece, pero no lo quita. –¿De qué se conocen? Tú y ella. –Es mi hermana. –Cómo, pervertido, siempre la estás tocando. –Ok, es mi roomie. –¿Y es un juego entre ustedes o qué? Ven a quién se ligan y luego llegan a su casa a coger entre ustedes. Joaquín suelta la sonrisa ladeada que le ha granjeado más conquistas de las que puede recordar. Ella insiste. –O son socios… ¿no trabajan para alguien? Joaquín se ríe. –Un pedo tipo narcosatánicos o algo así. –¿Y ahora quién cree que esto es una película? Sí, sí, somos secuestradores. Ya ves que las desaparecidas normalmente son niñitas fresas como tú–, se ríe irónico. –Los vi en el Freaks, el pelo de tu amiga era rojo y tu tenías bigote. –¿Cómo sabes que éramos nosotros? Stalker. La pixie duda entre retomar los besos o regresar a la pista. –No te pongas celosa, hoy no me llevo a nadie más que a ti. Le acaricia un pecho y con la otra mano busca el seguro de su brasier. Ella cede a unos impulsos que otro día, en otro momento, hubiera reprimido sin miramientos. Pero nada va bien últimamente, con los fracasos amorosos acumulándose como polvo en una esquina, y las amigas doblecara que en nada ayudan y el trabajo donde nadie reconoce su talento. Ligarse al único wei con apariencia de modelo en ese antro parece un gusto que puede darse, aunque sea sólo una vez, y se deja llevar. Joaquín recorre con su lengua el escote, desciende al ombligo; le empieza a bajar los pantalones. Ella reacciona: –Estamos en público. –Pues sí, no te quieres venir a mi casa–, se pone en pie. –No me das confianza. Joaquín se alza de hombros y en ese momento detecta la vulnerabilidad que Runi cachó de un vistazo, así que le espeta antes de irse:

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–Ya, qué hueva me das. Ahí te ves. La chica se queda inmóvil, con la ropa desacomodada y llena de vergüenza, preguntándose si debería ir tras él. Joaquín va en un taxi que también apareció muy pronto. Se asoma por la ventana, entrecierra los ojos y las luces de la calle se le mezclan con los tonos grisáceos de los edificios. Escribe Joaquín: “Ya vamos” Runi: “Te tardaste mucho” Con una mano, Joaquín acaricia el peluquín de la bella pixie y con la otra aprieta un kleenex húmedo contra su mejilla herida. Desvía sus pensamientos en otra dirección, en cualquier dirección. Revisa su cajita atada a la muñeca, ya está vacía: la muchacha duerme. Vibra el celular. Runi: “Voy sacando las camillas”

Tomado del libro Big Bang Bermellón Pollo Blanco. México, 2023

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fernando navarro ⧫ españa

©Alfredo Arias

E

scritor y guionista nacido en Granada. Como guionista de cine ha colaborado con cineastas como Álex de la Iglesia, Rodrigo Cortés, Paco Plaza, Jonás Trueba o Jaume Balagueró. Ha sido dos veces nominado a los Premios Goya, en las categorías de Mejor Guion Original y Mejor Guion Adaptado. Entre su filmografía destacan Toro (2016), Verónica (2018) o Cosmética del enemigo (2020). Su más reciente guion hasta la fecha es Bajocero (2021), un thriller para Netflix que llegó a posicionarse como número 1 en más de 55 países.

Es miembro del Writers Guild of America y ha impartido talleres de Escritura Creativa en la Universidad de Siracusa y en Le Moyne College, ambos en Nueva York. Ha colaborado con medios como Radio 3, Cadena SER, MondoSonoro o Letras Libres. Su colección de relatos Malaventura (Impedimenta) es su primer libro.

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Exorcismos, ceremonias, cantes y taconeos Diez pasos en la escritura de un cuento 1. La primera frase: la llama que prende el fuego. Pienso en ella de manera obsesiva. Es siempre una imagen. A veces es un sonido. Y lo detona todo. ¡Bum! Lo hace explotar. 2. La escritura diaria como un alimento más. Imprescindible para seguir en pie. Escribo todos los días. Por la mañana con los balcones abiertos. Antes de comer. Cocinando. En la siesta. Después de comer. Cenando. Escribo dormido. Sueño. Y escribo y sueño. 3. Escribo mirando la postal de un lugar que no existe. Y esa mirada configura el territorio donde nacerán los personajes que ahí nacieron. El territorio imaginario es lugar de culto para el cuento. Es el templo. 4. Es sobre todo un exorcismo. Un cuento es una oración. Una ceremonia para dejar atrás los males. En la hoguera del cuento arden las tristezas y melancolías pasadas. Con suerte las futuras. 5. Escribes un cuento que ya existe, aunque no estuviera escrito. Es algo sobre lo que alguien ha escrito antes. Por supuesto. ¿Se puede ser original? No. Los temas siempre son los mismos. Se trata de darle un poco de vida a esos temas y que parezcan nuevos. O viejos, pero con arte. 6. Muevo al personaje. Se transforma. El personaje va de un sitio a otro. Lo transformo. Cambia de aspecto. Se ensucia. Si tiene la nariz recta alguien se la partirá. Si la tiene rota... espero por dios que alguien lo bese. 7. Qué dejar fuera. Cuánto no contar. Por qué tiene esa dimensión concreta y exacta este cuento. Un cuento es quizá un poema que cuenta una historia. Un fogonazo leve de luz que ilumina algo un instante. Quiero, busco que sea un misterio. Y que no lo complete sino cada lector. 8. Uso para escribir clac el ritmo preciso de un taconeo flamenco. Clac. La escritura abordada igual que se planta el flamenco en el tablao: con un punto de locura y valentía e improvisación; con algo de estudio o quizá recuerdo de lo que pasó en ese lugar antes de que lo pisara él. 9. La reescritura. La ceremonia definitiva. Escribir es reescribir igual que querer es volver a querer. El mejor momento. El más dichoso. Dale. Quita. Pon. Añade. Pon. Quita. Lee. Relee. Imprimo y tacho. 10. Y por supuesto, como el sonido de la aguja en el vinilo cuando el disco ha terminado. Más importante casi que la primera es, de todas, la última frase.

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Yace el cuerpo de un hombre enamorado Lo que me despertó por la noche no fueron sus gritos. Era raro que Dieguico el Morato levantara la voz. De hecho, algunos no recuerdan cómo era. Grave como si hablara dentro de una campana. Aguda como un aullido. Nada. Imposible. Yo sé muchas cosas de él. Sé que tenía la voz cascada, como de viejo, aunque era un hombre joven. Sé que era una voz que daba miedo. Sé que usaba palabras raras y rebuscadas, palabras antiguas. Y que como nadie había cogido un libro en este pueblo, no podían entenderlas. No hacía falta que escuchasen su voz. Si Dieguico el Morato quería algo solo tenía que pedirlo una vez. Nadie estaba tan loco o era tan valiente como para hacerle repetir las cosas. Por eso nadie recuerda su voz. Era delgado, eso sí lo recuerdan todos. Tenía los ojos negros. Oscuros y profundos. Daban miedo. Le salían dos patillas negras de debajo del sombrero de fieltro que siempre llevaba puesto. Si alguien lo miraba de cerca podía fijarse en los dientes verdosos. En los labios grandes, un poco cuarteados. Y en una cicatriz que sobresalía un poco por debajo de una de las orejas, como si alguien hubiera intentado rajarle el cuello. La piel estaba acostumbrada a la solina y al frío y era de un color casi amarillo por culpa del vino que tomaba. Su sudor olía a meaos. Nadie sabe cuándo empezó a beber vino. Se contaba que lo hacía desde que era zagalico. Aprendió a beber antes que a gatear. Qué exagerá es la gente en este sitio. Tampoco nadie sabe cuándo le cambió la cara. Porque Dieguico el Morato había sido guapo como el demonio y ahora era más bien feo. Feo y grande y sucio. Todo el mundo sabía que iba a pasar lo que acabó pasando. Nadie pareció sorprendido y nadie volvió a hablar de eso, excepto cuando venía gente de fuera a preguntar. Cotillas, que es lo único que viene a este pueblo después de aquello. Dieguico el Morato bajaba de su casa, en las cuevas del monte, de vez en cuando. Se paseaba por la calle mirando de reojo, maldiciendo y jurando con esa manera de hablar tan rarica que tenía. Las manos bien sujetas a dos pistolones amarrados al cinto que, decían, le había robado a un soldado medio muerto de sed que se encontró en el desierto. Como mi padre me había sacado del colegio y yo me escaqueaba del trabajo en los bancales, me ponía a seguirlo cuando venía al pueblo. A veces durante todo el día. Era lo único que hacía. Sin que se diera cuenta. Yo era pequeñico y escurridizo entonces y podía esconderme en cualquier sitio. Me escondía tan bien que ganaba a mis primicos jugando al escondite. La mayoría

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de las veces acababan cansados de buscarme y se olvidaban de mí. Cuando yo volvía ya estaban a otra cosa o incluso liando sus primeros cigarros. Yo también era rápido, podía correr mucho y dejarlos a todos atrás. Y mi padre decía que tenía una cara tan normal que nadie se acordaba si me había visto o me había saludado. Aún hoy me pasa eso. Así que es posible que Dieguico el Morato sí que me viera seguirlo por las calles, pero que pensara, como decía mi padre, que era un niño distinto en cada ocasión. Solo una vez me puso la mano en el pelo, lo revolvió un poco con una sonrisa, me llamó rubio y siguió su camino. Iba siempre vestido de blanco, con un traje que perteneció a su padre: un gran hombre, buen aficionao al cante jondo, poeta y bohemio y que había dejado un montón de hijos y un montón de deudas. En el pueblo no vivía ninguno de sus hermanos. El Morato era el único que había llevado la mala vida de los caminos. Los demás o habían muerto de zagales o se habían ido a trabajar a Málaga e incluso a Barcelona. Así iba el Morato: vestido de blanco y con su sombrero de fieltro. Serio y tosiendo las últimas veces. Con alguna mancha morá oscura en el traje blanco. Sin saludar y con los dos pistolones en el cinturón. Yo lo seguía desde que llegaba al pueblo. Me escondía bien cuando iba a hablar con las fulanas de la Petro, que lo conocían mucho y le daban cariño. Me escondía cuando se subía con alguna de ellas al campanario a cambio de un par de gallinas que le traía al cura. Siempre me he preguntado qué haría el cura con tanta gallina. El Morato recorría primero los tenderetes del mercado en medio de la rambla. Luego los bares. En algunos se le veía contento y cantaba. Fandangos, farrucas, tarantos. En otros había peleas. Compraba tabaco, cañaduz y balas. Los días buenos bebía jumilla. Los malos, mistela y palomicas de anís. Comía cualquier cosa frita en mucho aceite. Cuando pasaba de medianoche se le podía ver su sonrisa verde en las fondas. Mientras se hacía de día vomitaba el vinazo. Y siempre, antes de perderse en los bares o desaparecer del pueblo camino de su cueva en el monte, cuando aún era de día, en silencio, iba a casa de la maestra que estaba en las afueras. Dieguico el Morato se sentaba en el salón de la casa de la maestra. Y los dos se abrazaban al fuego cuando era invierno y al lado del granero cuando era verano. Os juro que nunca he visto a nadie abrazarse así. Luego se daban besos. Él le acariciaba el pelo. A veces ella lloraba de alegría. Y se decían cosas que yo no conseguía oír. Una noche él se quedó a dormir en lugar de irse por ahí de tascas. Fue la misma noche en la que mi padre y mi madre me buscaron como unos locos por todo el pueblo, preocupaícos perdíos. Yo tendría ya trece o catorce

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años y sabía lo que hacían los hombres y las mujeres cuando estaban juntos en una cama. Lo sabía. Pero nunca lo había visto. La maestra preparó un caldo con los restos del pollo. De vez en cuando sacaba el cucharón y lo probaba y se le escapaba un mmmm qué rico o a lo mejor echaba un puñao más de sal con un gesto de disgusto. El Morato había llegado muy cansado. Ella terminó de apañar el caldo y se acercó a él. Se lo bebieron en silencio. Comieron luego unas migas que ella había cocinado al mediodía, con su tocino, su grasa y su chorizo. Agotado, él se sentó en la mecedora, mirando el fuego, mientras ella recogía los restos de esa cena tan extraña. Dejó los platos en remojo. Se quitaron la ropa. Yo nunca había visto a una mujer desnuda. O medio desnuda, porque en cuanto ella se soltó el pelo, le cayó por delante de los pechos que apenas pude intuir. Los recuerdo como si fuera ayer mismo. El cuerpo del hombre estaba lleno de heridas y magulladuras, de cicatrices y señales de golpes, de quemaduras. Dieguico el Morato la besaba. Ella sonreía. Luego ella lo cogió de la mano y lo llevó hasta el dormitorio. Di una vuelta completa a la casa. Y a través de los listones de madera cerrados, pude entrever algo. Poco. En la cama se abrazaron primero y luego se enroscaron las piernas, como si fueran alacranes entre besos y susurros y gemidos. Aún me acuerdo de la expresión de paz en el rostro del Morato y del pelo largo de la maestra, tendido como si fuera una mujer ahogá en el río y tapándole el pecho. Al rato, con la piel de las mejillas enrojecía, acalorao perdío, me fui. Se ha contado muchas veces. De muchas maneras. Se ha exagerado. Y se han dicho muchos embustes. Tela de embustes y trolas se han contado. Hay una parte de lo que pasó que nunca pasó. Cosas que se dicen solo por hablar. La gente habla mucho, dice mi padre. La lengua siempre mejor dentro del paladar, grita como le gusta gritar, los dedos amarillos de liar tabaco cuando vuelve de los bancales. Manía de hablar por los codos y pa decir ná más que mierdas, repite mi padre y mi marecica le dice que le va a lavar la boca con jabón mientras se santigua como hacen todas las mujeres de este pueblo de mierda. Entre lo que se cuenta: que los Guzmanes, hijos y nietos de Guzmán, eran tres. Dos rubiascos con mu mala uva y un zagalico rubicundo con pecas no mucho mayor que yo. En las últimas semanas se les veía por las ventas y las aldeas preguntando a unos y a otros. Venían del oeste los tres rubios montados en tres cimarrones marismeños de los que estaban bien orgullosos y a los que nadie podía acercarse sin que se ganara un coscorrón lo menos. Una paliza lo más. Se pasaron los rubios semanas preguntando en las fondas y en las eras

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por un cabrón del que no querían decir el nombre. Los Guzmanes ya habían montado gresca en su búsqueda del cabrón y la gente los veía aparecer y se los negaba entre dientes: qué querrán los cabrones estos sevillanos que buscan al cabrón. Eso era lo que escuchaba yo, agazapao debajo de la mesa de mi padre cuando venían algunos de los titos a largar lo que se decía afuera del pueblo. Sus castas los Guzmanes, se mordía mi padre la lengua antes de decir más. No vayan a tener orejas en las paredes, sus castas los Guzmanes, que van a buscar la ruina del pueblico este. Están muy lejos de su casa estos rubios para andar tan subidos. Un día tú verás. Y venga hablar de los Guzmanes, hijos y nietos de Guzmán. Qué buscan. Qué quieren. A qué tanta bulla ahora estos Guzmanes aquí, se preguntaba la gente de los pueblos cercanos. Y por los caminos. Y en los bancales. Y en las fondas. Y todos se hacían los tontos porque sabían lo que buscaban los Guzmanes. Y nadie quería relatarles ni mirarlos a los ojos y a veces hacían como que no estaban, porque estaba claro cómo iba a terminar tó. Mal. Que es como siempre terminan las cosas. El Tío Guzmán era dueño de medio Ubrique. Tenía más parné del que uno podría ver en toda su puta vida. Tenía las mejores mulas de la zona, carros y cerdos; tierras todas las tierras que quisieras; tenía un montón de vacas y ternericos, cobras de yeguas que vendía para trillar, barricas de un vino con su nombre que le hacían en Sanlúcar, caballos de todas las razas, una mujer, ningún hermano vivo, una querida y tres zagales: dos rubios grandes a cuál más bruto y el pequeñajo rubicundo que era casi el peor de los tres por mu enano que fuera. Todo esto pasó hace mucho tiempo. A veces los que lo narran son tan viejos que ya no saben si soñaron o imaginaron todas esas aventuras. Y es que se contaba que el Morato antes de ser el Morato y esconderse en las cuevas y pasearse por el pueblo se había dejado la vida recorriendo esos caminos sevillanos tan lejos del desierto. Sacándoles los jurdeles a los que tuvieran la mala suerte de cruzarse con él. Muchas veces me he imaginado la estampa. Un pañuelico que le tapaba media cara, el sombrero encalao tapando la otra media. Con la voz cascá de viejo aunque era joven: anda dame tó lo que tengas y asín no tiro de estas dos, señalando los pistolones. Y a correr sin mirar atrás cuando acababa la faena. Era muy vivo y aprovechaba las vísperas y los caminos de las ferias de bestias. Los ganaderos menestrales, los tratantes y los artesanos, algunos labradores, iban con la bolsa llenetica pesetas para comprar o volvían con la

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bolsa llenetica pesetas de vender. Y ahí que se llevaba el Morato su buena tajá. Una vez, incluso cuentan que dejó limpio al recaudador de Morón, que venía de ponerse agustico de manzanilla y de chicharrones en una feria y que, bueno, dejó de ser recaudador de Morón después de ese día. Al Morato lo acompañaba uno al que llamaban el Yiyo Bazán. He escuchado que era un cordobés bajico y malencarao que tiraba de navaja con la facilidad con la que ladran los perros. Se llamaban compare entre ellos. No les gustaban los retratos ni que se les mentara. Compraban las gacetas en las que salían las noticias de sus asaltos y sus robos. No para leerlas, sino para prenderles fuego y ver las cenizas volar en el frío de los campos. Algunas veces se les veía contentos después de pegar los palos, ciegos de vino y rodeados de mujeronas de los pueblos. Ay, la buena vida, pensaría Dieguico el Morato en aquellos años tan lejanos y en los que no tenía amor pero sí parné. Al Yiyo Bazán un cabo de la Guardia Civil le pegó cuatro tiros por la espalda en una huida. Y ahí que se murió el desgraciao: abierto por la espalda como una gallineta a la brasa, sobre una encina. Bajo la solina sevillana y el aire ese molesto que se llena de mosquitos. Fue el mismo cabo que, en una celda de Jerez, se encerró con el Morato esposado. El que le dejó de recuerdo la cicatriz en el cuello y algunas de las quemaduras del cuerpo. El mismo cabo al que el Morato perdonó la vida cuando lo tuvo a tiro el día que huyó de allí para no volver a ser atrapado nunca más. Lo contaba el civil años después, borracho por las barras de las ventas, orgulloso: el primero en marcar bien a ese hijoputa fui yo. El Morato escapó de la celda abriendo un bujero en el techo. Y a correr por los tejados, que si lo imagino ni me lo creo. Igualico que un gato montés. Costaba creer que fuera el mismo hombre vestido de blanco, silencioso y extraño que se perdía por las calles cerca de donde yo vivía y que se jartaba de mistela y anís noche sí noche también. El Morato estuvo una época dando tumbos por América. A ser bueno, dicen que decía. Y al final lo de siempre. Ni bueno ni ná. Que si timando a unos gachós de la Argentina, que si regentando una fonda en Cuba, que si viviendo a costa de una cupletera venida a menos en Buenos Aires, que si llevando un puesto de chacinas en México. Se llegó a contar, aunque yo sé que era mentira, que había sido picaor de toros en Ancho de Lima y que lo había revoloneao un toro, y que por eso la dichosa cicatriz del cuello. Al final de tanto trajín llegó de vuelta. Sin nada que hacer y otra vez pobre como lo son las pitas y los nopales. Igualico que un árbol seco. Al llegar de las Américas, el Morato se las había agenciado para vender paños y telas que traía de Gibraltar. La cosa ya no daba más de sí. ¿Quién se ha hecho rico de vivir vendiendo paños? Las mañanas después de la farra, mientras echaba todo el vinazo soplado durante la noche, se acababa acordando del Yiyo. 34

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Acabó, está claro, volviendo a los caminos. Fue en una vereda de la ruta que llevaba a la feria de Mairena del Alcor, que era la feria más importante que había entonces. Se escuchaba a lo lejos a un fulano tarareando contento unas sevillanas corraleras. La venta de las bestias se había dado bien, imaginó el Morato. Como todos los Guzmanes de esa rama, el Tío Guzmán era rubio con los ojos azules de gato. El pelo gris ya mezclado con el amarillo y el color de los ojos le daba el aspecto de un fantasma cansado. A pesar de la viruta que manejaba, se empeñaba en ir por los caminos a vender. Se fían de mí más que de nadie, le juraba a su mujer antes de coger la mula y el carro y tirar. Ocurre así. Es casi de noche. El Morato saca los pistolones. El Tío Guzmán no levanta las manos. No va con él ese asalto. El Morato no quiere tiros. Ha perdido el gusto por la pólvora en América. Intenta de buenas maneras que el sevillano recule. El Guzmán nada. Como quien oye llover. Hay un forcejeo entre los dos. Feo. Incómodo. Guzmán es un señor mayor y el Morato ni busca líos ni quiere sangre. Al final un culatazo mal dado en la frente del viejo: una herida grande. El Tío Guzmán cae al suelo. El Morato se mueve rápido. En la faltriquera del Guzmán encuentra una sorpresa en forma de oro en onzas. Dicen que cincuenta kilos. Otros dicen que eran diez. Cómo lleva tanto peso el viejo en el cinto es algo que suena a trola. A lo mejor fueron solo tres o cuatro onzas. Tuvieron que ser pocas porque Dieguico el Morato nunca tuvo mucho de nada después de este palo. Y con diez onzas de oro hay para vivir toda una vida dice mi padre. El Morato se gira. No le gusta ver al viejo tirado en el suelo. Se imagina que es su padre que en paz descanse o alguno de sus hermanos. Quiere ayudarlo a levantarse. No lo hace, por prudencia: no se fía del viejo, que tiene cara de bicho rubio y que de joven ha sido un animal salvaje que ha hecho lo que ha querío y con quien ha querío. Piensa el Morato rápido: vale, con este oro puedo tirar. No me hace falta. No coge el resto de las cosas. No busca más dinero. No le roba nada más. Se va de allí. En la huida, larga, de semanas, de la que tanto se ha hablado, usa relevos de caballos. Hasta Antequera los tenía preparaos. No era tonto el Morato en aquellos años. Nunca lo fue. No vuelve a los caminos jamás. Ni pisa más Sevilla. Es el último palo. En qué hora, Morato. Y es que resultó que el Guzmán además de viejo, rico y engurruñío era un avinagrao. Y al llegar de vuelta a Ubrique se encerró en su despacho. Cerró las contraventanas y dejó la estancia a oscuras. Ni comió ni durmió en tres días. No habló con nadie. Ni curarse la herida de la frente quiso. Otros dicen todo

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lo contrario: que maldijo y juró y mentó a los muertos del Morato a grito pelao durante esos tres días y que se pegó un festín con ternera y viandas traídas para eso. Fuera como fuera, unos días después hizo llamar a una gitana que se llamaba la Galga Montoya. La Galga era la mujer de uno de los barqueros salineros de la bahía. Se contaba que el Guzmán y la Montoya tenían más que palabras. En otros sitios dicen que era otra de sus queridas. Cuentan que era una vieja fea sin dientes con las orejas llenas de aros de plata y que no podía ser la querida de nadie. So pena de excomunión, Guzmán le pidió rezos y favores. El maleficio empezó con una oración a santa Marta. Luego aquella que dice: Blas Blas Blas encomiéndate a Barrabás y no te detengas a mi mandato. Arrebujó en una mesa huesos secos de abubilla. Tierra de las cárceles cercanas. Cardos y retama. Pidió a Guzmán que saliera a la puerta de la calle con un pie descalzo en el umbral y el otro calzado. La Galga Montoya puso los ojos en blanco. Y expulsó de su garganta con un gargajo dos culebras negras que se fueron repartiendo por los caminos. El malfario se extendió por el campo. Y se vieron luces en el cielo cuando era muy de madrugada. Y pasaron los años. El Morato vivía confiado en sus cuevas. Y a lo mejor nunca pensó que alguien aguantase tantos años de mala hostia por un par de trozos de oro, pero así son los terratenientes, que no olvidan ni una sola de las mierdas que les haces, pues si lo sabrá mi padre que ha tenido que estar en los bancales de uno de estos doblando el lomo por una deuda de juego que no ha podido pagar ná más que con sudor y no con dinero. A veces pienso en el Morato: ¿y si nunca hubiera conocido a la maestra? ¿Y si nunca hubiera bajado de las cuevas a pasearse por las calles como si nada? ¿Y si no le gustaran los besos de esa mujer tanto como le gustaban? Llegó la noche feroz: el crimen. La maestra no apareció por la escuela el lunes siguiente. Ni el martes. Dicen que cuando fueron a su casa al final de la semana encontraron unos libros de poesía tirados por el suelo, algunas páginas arrancadas. Los cazos en remojo, los restos de un caldo, un par de lebrillos con agua sucia. La cama hecha. Un par de limones podridos. Unas tijeras. En la mesa y en el suelo y en la cama pelo cortao a jirones. Por toda la casa. En montones. Y al lado de la pila en la que se enjuagaba. Y en montoncitos en la tierra. Y bajo el marco de la puerta. Y entre las páginas de algunos poemas que había subrayado. Había tanto y en tantos montones que uno podía pensar que toda la melena que una vez le cubrió el pecho había desaparecido de su cabeza.

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Nadie volvió a verla nunca más. Lo que pasó: al asomarme desde mi ventana vi a Dieguico el Morato tirado en el suelo. Escupía sangre y un par de dientes se le habían caído, dejando un reguero de babas entre el cuello y la arena. Los Guzmanes le daban patadas con fuerza en el estómago, lo que hacía que tosiera aún con más violencia. El más zagal le dio una patada en la cabeza, dejándole la forma de la suela marcada en la cara y abriéndole pequeñas heridas en la cabeza. Uno de los Guzmanes usaba un látigo, que blandía sobre la espalda del Morato. La camisa ya dejaba a la vista tiras de piel. Intentaba levantarse, pero las patadas lo obligaban a seguir tirado en el suelo. Sus pistolones estaban a unos pocos metros de él. Era incapaz de moverse un poco para cogerlos. A pesar de los continuos golpes, que cada vez eran más fuertes, el Morato no perdía el conocimiento. Miraba a los hombres, como intentando recordar quiénes eran, pero un derrame en el ojo le había hecho perder la visión; y las lágrimas, cuando le rompieron la nariz, le inundaban el otro. Como pudo se levantó, intentando mantener la dignidad. El labio, la nariz, la mejilla y el ojo empapados en sangre, otros dos dientes menos. Se tambaleó en pie. Iba a decir algo cuando al infeliz le pegaron un tiro en la cabeza, dejando al descubierto, tras la piel del cuero cabelludo abierto, la pulpa roja y algunos cabellos pegados al poste de madera de una de las casas. El cuerpo se desplomó. Quedó tendido en el suelo y no se movió más. Las moscas no tardaron en venir. Los pocos que estaban allí se fueron. Después de una llantina falsa, una niña feíca que conocía de cuando yo iba al colegio salió corriendo. Riéndose. Antes de que empezara a pudrirse, el cura y el Guzmán del látigo enterraron su cuerpo debajo de una pita. Limpiaron un poco el polvo de la ropa. Le colocaron bien la camisa. No sé por qué se molestaron en eso. A veces paso por esa pita y quiero ver debajo de la tierra para comprobar cómo se pudre el cuerpo de un hombre. Yo me quedé dormido enseguida. Soñé con algo que no tenía nada que ver con Dieguico el Morato. Al día siguiente, como hacía todos los domingos después de ir a misa, me fui a cazar liebres. Tomado del libro Malaventura Impedimenta. España, 2022

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maría josé navia ⧫ chile

©Isabel Wagemann

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ací en Santiago de Chile, en 1982. Escribo del amor profundo que siento por los libros. La felicidad de leerlos, ese deslumbramiento, me levanta hasta dejarme frente al teclado para escribir mis historias. He armado mi vida alrededor de ellos: soy escritora, profesora en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile, coordinadora de dos clubes de lectura, columnista en el diario El Mercurio, y entusiasta recomendadora de lecturas en mis redes sociales. Mi género preferido es el cuento, especialmente las colecciones de cuentos conectados. Mi abuelo paterno era un lector muy feliz que me enseñó a ir con un libro a todas partes; mi abuela materna no era tan lectora, pero grababa libros para ciegos y mis primeros acercamientos a las historias fueron gracias a su voz grabada. En mi infancia, mi abuelo me regaló los libros de Jules Verne y Mujercitas; mi abuela, a los quince, me regaló Cumbres borrascosas.

He publicado la novela SANT (2010), la novela-en-cuentos Kintsugi (2018) y la novela infantil El mapa secreto de las cosas (2020, Premio Medalla Colibrí IBBY Chile). Como cuentista he publicado Instrucciones para ser feliz (2015), Lugar (2017, finalista del Premio Municipal de Literatura), Una música futura (finalista del Premio Municipal de Literatura y ganador del Premio Mejores Obras Literarias 2019) y Todo lo que aprendimos de las películas (2023, finalista del Premio Internacional Ribera del Duero 2022). He grabado la versión audiolibro de tres de mis obras: Lugar (para Leolento), Kintsugi (para Storytel) y Una música futura (para Scribd). 38

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Decálogo 1. Quieres escribir un cuento. ¿Cuál es tu favorito? ¿El primero que recuerdas, el que trae envuelta, como un regalo, esa escena a la que siempre vuelves? Regresa a él. El camino de escritura puede ser largo y hay que nutrirse antes. 2. Leíste tu cuento favorito y te deslumbraste. Hay imágenes que se quedaron en ti, te pican los dedos, todavía no sabes qué quieres escribir, pero sí sabes, con un sí definitivo, que quieres escribir. Busca entonces otros favoritos tuyos, o de quienes admiras: Para Esmé con amor y sordidez o El marido rural. The Ice Wagon Going Down the Street o Wakefield. 3. Sientes un zumbido. Quizás incluso piensas que ese cuento tuyo (que todavía no escribes) puede ser el primero de una colección. Hay un problema: todavía no sabes cómo empezarlo. No te preocupes. Para tu suerte hay tantos libros de cuentos geniales. Historia argentina y La velocidad de las cosas, de Rodrigo Fresán, o los cuentos completos de Amy Hempel, Deborah Eisenberg, Joy Williams. 4. Ahora sí. Tienes en la punta de la lengua esa primera oración. Imagina que el teclado es en realidad un piano y recurre a ellos: a Glenn Gould, a Keith Jarrett, a Philip Glass. 5. Qué difícil es concentrarse. Distráete, entonces: lee/escucha una entrevista de alguien que admires. Sigue las pistas de lo que mencione. Tira de ese hilo. Googleas insectos, fotos de tornados. Excelente. 6. Ya está. Las teclas suenan. La oración avanza. Quizá recuerdas los otros cuentos. No te preocupes: no te contaminan; te alientan. Escribir es seguir conversando con todo lo que has leído. 7. Punto… ¿final? Por ahora. Intentas corregir, pero tus ojos ya no ven errores. Prepara la voz entonces y graba en el teléfono tu relato. 8. Vamos a dar un paseo. Afuera de tu casa y adentro de tu cuento. PLAY. 9. No está mal, pero hay palabras que se repiten. En el último párrafo te cansas. Deja pasar el tiempo, pero vuelve siempre a tu cuento. 10. La pantalla encandila con su brillo. Tu historia te está esperando. Que la canción te ayude a volver a verlo.

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Escenas borradas After the first few whirls around, and one other time when the house tipped badly, she felt as is she were being rocked gently, like a baby in a cradle. The Wonderful Wizard of Oz L.FRANK BAUM El tornado no tiene nombre pero podría llamarse Dorothy. O, al menos, Diana no lo recuerda. Seguro que sí tiene. Y seguro que es aburrido. Seguro que ni siquiera alcanza a ser tornado. Una tormenta nada más. Pero ahí llegó la alerta, ahí están todos en sus casas con las ventanas cerradas para que no se golpeen. O casi todos. Falta Constance. No, Diana no se acuerda del nombre, aunque tampoco se trata de un tornado, sino de un huracán. Las ventanas crujen y afuera nadie anda ya por las calles. Constance llamó hace un rato para decir que está algo atrasada (para variar) pero que ya pronto comienza el camino de regreso. Diana no la apuró. No la apura. Sabe que necesita estos momentos sola, en su oficina pequeña de la biblioteca, sabe que, cuando cruza las rejas de la universidad su respiración cambia y algo en ella se alinea, algo que no tiene en casa. No importa. A Diana tampoco le molesta cuidar a Laura. Roberto está en Chile; viajó al funeral de su mamá. Constance prefirió quedarse. Laura ahora la ve desde su cama. Tranquila. Desde donde está probablemente no distingue las ramas agitarse. A Diana le queda poco tiempo de permiso para seguir en el país pero no tiene ganas – no todavía – de empezar a despedirse de las cosas. De las personas y los lugares. De las calles. Sus profesores piensan que es un fracaso y se lo han dicho de las formas más elegantes que han encontrado. Su familia también lo piensa pero no se lo dicen. No todavía, al menos. Laura toma su leche y se le van entrecerrando los ojos. El departamento de Constance es pequeño así que su habitación está en lo que alguna vez fue la sala. El sillón queda al frente de ella y más o menos al mismo nivel. A Laura le gusta que Diana se recueste igual que ella y mirarla. Por momentos cierra los ojos y vuelve a abrirlos como para cerciorarse de que sigue allí. Y sí: ahí está.

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Tornado no es la palabra correcta. Tal vez es solo una tormenta. Hay ruido. Hay mucho ruido. Pero Diana la mira y el mundo está en orden. Ella renunció al doctorado hace poco. Le quedaban solo dos capítulos para terminar la tesis pero a quién quería engañar. Ella no deseaba dedicarse a esto. A veces hay que decirle que no a las cosas que queremos a medias. Porque ese peso fantasma del amor que no está realmente puede llegar a doler más que nada. Romperte. Constance, en cambio, nació para esto. Nada le cuesta. O sí: le cuesta estar en su casa y la vida que se armó en ella. Le cuesta ver las horas de sus días consumirse junto a una hija con quien todavía no puede hablar mucho y que se distrae cuando ella intenta contarle un cuento. Ya se va a acostumbrar. Todas lo hacen. Diana piensa que la vida sería más simple si las personas pudieran completarse. Si ella pudiera quedarse con Laura parte de su semana para que así Constance lograra ser una madre feliz en el tiempo que le queda. Pero se le hace raro. Ya bastante le costó convencerla de que la dejara cuidar a su hija. Es tan chiquitita. Le gusta sacarla al parque y que los demás piensen, aunque sea por una fracción de segundo, que ella es su madre. Se parecen algo, o esa es su fantasía. Y Laura casi no llegó y ahí también estuvo Diana. Entonces eran compañeras de doctorado. La sentencia de Bed rest les sonó de lo más victoriana pero el ceño fruncido del ginecólogo no había dejado espacio para dudas o ironías. Trate de levantarse lo menos posible. Diana le llevaba la comida, hacía las compras. A Roberto el miedo se le notaba en sus movimientos por la casa, como de tigre encerrado. Les había costado mucho. Eso también se lo había dicho, mientras veían por enésima vez The Wizard of Oz. En sus días tristes era lo único que podía ver. Ella le había contagiado la adicción cuando trajo un día su cajita de películas. Constance había pasado la vista por los títulos, ausente, hasta que dio con esa edición aniversario de color verde esmeralda y algo hizo click, algo cambió de lugar: off to see the Wizard. De a poco fueron saliendo los recuerdos y confesiones. De los tratamientos en Chile, de la sangre, la sangre, la sangre, y ahora por fin. La voz de Constance se cortaba. Decía que no podía escribir. Que no se atrevía a contar historias de hijas ni madres, que una vez publicó un cuento en inglés (le daba miedo decirlo en su idioma) que se había transformado en un conjuro. Miscarriage.

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(A Diana la palabra le sonaba a descarrilamiento). Lo publicó y la sangre no dejó de llegar. Siempre a las pocas semanas de esas dos líneas que inauguraban una alegría siempre también demasiado breve. Pero acá, en medio de sus estudios, había pasado distinto. El cuerpo cambiaba y Laura iba creciendo dentro de ella. La siento. (Decía Constance) Mira. Escucha. (Insistía). Y yo escuchaba con las manos la historia que a mí nunca me iba a llegar. Una infección había hecho que me vaciaran, muy joven aún para entenderlo. Y ahora hacía mi duelo en su compañía, intentando conjurar lejos ese que a ella la sobrevolaba. Pero yo no estoy contando esta historia. No ahora. Se le hundieron los ojos. Temblaba cada vez que salía de la cama para ducharse. Cada dolor era el mal augurio de una despedida. La madre de Roberto ya estaba enferma y a veces nos dejaba solas para viajar a verla. Aprendí a vivir con los ritmos de Constance. La acompañé a hacerse ecografías y exámenes siempre con miedo y una sonrisa en la cara. En más de una ocasión creyeron que éramos pareja. Tal vez, en cierto modo, lo éramos. Dicen que el cielo se pone verde cuando se aproxima un tornado. Diana ha visto fotos. Y ha leído también a científicos desdecirse. Pero el cielo sí cambia de color cuando se avecina una tormenta y salen unas nubes raras en el cielo. Ya casi nadie camina allá afuera. Laura da vueltas en su camita. A veces se la queda mirando fijo. Lo hace a menudo. De pronto, cuando está en los juegos del parque, se para y la mira, sin hacer nada más. Como si quisiera guardarla, piensa, quiere pensar, Diana. Ella también quisiera hacerlo. Pero se va a ir, se va a ir pronto. Laura no va a acordarse de ella. Es muy chica. Todo lo que está pasando, estas alegrías, estas calmas, no se quedan, se borran. Nada se guarda. O quizás sí, como una canción de fondo, una melodía en una película que la hace pensar que todo va a estar bien. O una escena borrada que deja una marca, aunque se piense que se la ha quitado para siempre. Un nombre escrito sobre la nieve. Diana quiere llevarse esos momentos y por eso los apunta. Mientras la niña juega con arena, ella toma notas en una libreta o en el teléfono; a veces incluso se graba. Cosas como: la felicidad puede ser esto. Una niña a la que le han regalado unos caballos de plástico y que ella alimenta con pedacitos de pasto que saca del suelo para meterlos en ese agujerito que es su boca.

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Luego les mueve la cabeza para simular que mastican. Ella quiere alimentar a sus juguetes, los cuida. Aunque después también vaya a olvidarlos, como a ella. Porque ahora tiene otra muñeca, otros stickers, otro libro de cuentos con sonidos. Ella también ha olvidado cosas. Como todas esas horas junto a Constance. Cuando se recostaba con a ella a ver películas, o a trabajar en su computadora. Era difícil acordarse de que había otro cuerpo creciendo. Que ahí dentro algo estaba luchando por quedarse. A Constance no le gustaba hablar mucho del tema. Ya lo habían pasado muy mal con Roberto. La esperanza era grande y daba miedo. Había perdido varios embarazos. Uno bastante avanzado. Un niño. Nunca había querido decir su nombre y Diana no se había atrevido a preguntar. Otro nombre escrito en el aire. En una ocasión tuvo que acompañarla a Urgencias. Estaban en la universidad y de pronto Constance salió de uno de los baños temblando. Roberto llegó al rato y esperó con Diana mientras la examinaban. Él tampoco era de muchas palabras. Con sus ojos le decía que estaba agradecido de su ayuda, con el café que le preparaba en las mañanas cuando ella llegaba bien temprano a su turno de cuidados. Laura estira una de sus manos. Diana hace lo mismo y los dedos se tocan. La niña abre los ojos bien grandes como si quisiera guardarlo todo en ellos. Pero no va a hacerlo. Los cierra. Constance podía ser rara a veces. Se acercaba hasta compartir secretos muy íntimos y luego podía desaparecer por semanas sin hablar. Cuando nació Laura, Constance estaba en una de sus temporadas de silencio. Diana se enteró, al pasar, en uno de los pasillos del Departamento de Español. Le había contado a su director de tesis y él a su vez se lo comentaba a otra de las profesoras. No había foto, Constance no era de esas. Guardar secretos era su manera de cuidar las cosas, de protegerse. Porque tal vez si no contabas algo, entonces nadie te lo podría quitar. Estuvo un rato esperando a la salida del hospital a ver si encontraba a Roberto. Sabía que ninguno de sus padres viajaría desde Chile a conocer a la niña. Pero no pasó nada y a Diana le tocó devolverse a su estudio bajo la lluvia y sin paraguas, protegiendo una bolsa con regalos, llevándolos bajo el abrigo. Constance la llamó un par de semanas después para que fuera a conocer a Laura. Y esa primera vez no la dejó tocarla ni acercarse. Eran tiempos de gripe,

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se excusó, era mejor ser precavida. Constance tampoco se atrevía a sostenerla por mucho rato. Ese verbo era el que había usado: atreverse. Roberto estaba feliz y conmovido pero su rostro parecía no poder expresarlo. Era él quien se quedaba durmiendo junto a la pequeña, quien se levantaba a calmar su llanto o a mudarla. Mientras: Constance se hundía. Está llorando, le decía Roberto al teléfono. Otra vez. ¿Podrías venir a acompañarla? Diana tardó en contarle (Diana tampoco contaba a veces) que ya no quería seguir. Le parecía algo ridículo al lado del reposo de Constance. Ese reposo tenso, esa alerta a cada pequeño dolor, a cada mancha. Diana se guardaba su miedo a haber perdido para siempre su lugar en el mundo. En su cuento favorito de Nathaniel Hawthorne, un hombre, que tal vez se llama Wakefield, o así le dice el narrador, decide dar un paso al costado de su vida. Un hombre normal y corriente, del que nadie esperaba nada, un día le dice a su mujer de veinte años que se irá de viaje. Que vuelve pronto. Pero no. No regresa. Y se va a vivir a solo un par de cuadras de su casa y se dedica a mirar su vida desde afuera. Pasan años hasta que un día en que está espiando por la ventana a su mujer, comienza a llover y Wakefield decide, de improviso, regresar. No sabemos más, el narrador nos deja del otro lado de la puerta, pero nos despide diciendo que, con ese gesto ridículo, ese viaje de solo un par de pasos, Wakefield se arriesgó a convertirse en “the Outcast of the Universe”. Así se sentía Diana ahora. A punto de volver sobre sus pasos, a ver si la realidad de antes seguía allí esperándola. No estaba segura. En la película de El Mago de Oz hay una escena que luego cortaron. Un número musical de unos insectos que cantan. Ya no está y nadie la echa de menos, pero hay una continuidad allí como desarmada. Algo que no sigue como debiera. Una pieza que no calza del todo. Diana mira a su teléfono, pero no hay nuevos mensajes. Es probable que la red no esté funcionando. Imagina que Constance camina bajo su paraguas. Que pisa las hojas de los árboles que se acumulan en las veredas, como un largo camino amarillo.

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En la televisión, una periodista transmite desde la lluvia en vivo y en directo. El viento hace aletear su abrigo, amenaza con levantar su falda. En su camita, allí tan cerca, Laura duerme tranquila. A ratos Diana acerca su oreja a la nariz de la niña para asegurarse de que respira. Nada la aterra más que la posibilidad de que le pase algo mientras se encuentra a su cargo. Cierra los ojos: la felicidad es esto. La voz de la periodista se escucha bajito. Como un zumbido. Una canción de cuna para un tornado sin nombre. Tomado del libro Todo lo que aprendimos de las películas Páginas de Espuma. España, 2023

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julia rios

⧫ ESTADOS UNIDOS

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ací en 1978 en Los Ángeles, California. Mi padre vino a los Estados Unidos de América, desde Yucatán, cuando era un adolescente, y eventualmente se convirtió en psicólogo. Él amaba leer y comentar acerca de todo, desde cuentos populares y literatura hasta ciencia y filosofía. Mi madre es también una lectora voraz, así que tal vez no es sorpresivo que siempre me haya atraído el contar historias. Comencé a editar narrativa breve para la revista electrónica de ciencia ficción y fantasía Strange Horizons en 2012. Desde entonces lo sigo haciendo tanto para revistas como para antologías. Gané el Premio Hugo en 2017 y en 2018 por mi trabajo como editora de reimpresión y poesía en Uncanny Magazine; también fui finalista de los Premios Hugo por otros trabajos de edición en 2013, 2014, 2016, 2018 y 2019. Mi proyecto actual es editar y publicar historias, poemas y arte que inspire al mundo de la ciencia ficción y la fantasía en Worlds of Possibility.

Además, escribo mis propias historias, poemas y ensayos. Mis relatos han sido publicados en distintos lugares, incluyendo Speculative Fiction for Dreamers (The Ohio State University Press, 2021, Alex Hernandez, Steve Goodwin, y Sara Rafael García, editores) y Shadow Atlas (Hex Publishers, 2021, Carina Bissett, Hillary Dodge, y Josh Viola, editores). “A Truth Universally Acknowledged” (A Larger Reality, 2018, Libia Brenda, editor) fue reimpreso en Latin American Literature Today.

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Ingredientes para una historia 1. Una persona a la que podamos seguir. Lo ideal es que sea interesante o simpática. Un personaje que sea tanto interesante como simpático está bien. Si no tiene ninguno de los dos probablemente perderá el interés del lector. 2. Una pregunta temática. O tal vez dos: una primaria y una secundaria. Algo que puedas masticar a medida que avanzas por la trama. 3. Un sentido de transformación, ya sea implícito o mostrado directamente. 4. Un escenario que encarna vívidamente el(los) tema(s) central(es). La historiasson transportadoras y los escenarios vívidos nos ayudan a intensificar ese sentimiento. 5. Una situación interesante. Esto debería ser algo que haga sentir un poco de suspenso, incluso en una historia que no forma parte de los géneros de misterio o terror. Una situación interesante atrae al lector a seguir adelante para que pueda descubrir qué sucede a continuación. 6. Un estado de ánimo o tono específico. ¿Corazonada? ¿Dolor? ¿Asombro? ¿Alegría? Este tono debe ser claro desde el principio y debe desarrollarse con cada nueva oración. 7. Algunas pepitas de verdad. Podrían ser cositas fácticas o conocimientos sobre la condición humana. Algo que hará que el lector se aleje de la historia sintiéndose como si hubiera aprendido algo nuevo o haya visto algo familiar de una manera nueva. 8. La voluntad de romper cualquiera o todas estas reglas si no satisfacen tu visión. Puedes seguir una receta y hacer un gran platillo, pero también puedes armar algo único con los trastes que hay en tu cocina. ¡Ambas opciones son válidas! 9. Un lector imaginario muy específico, el que asentirá con entusiasmo a todas tus mejores líneas. 10. Un mensaje para ti. Las historias son cápsulas del tiempo. Puedes abrirlas décadas después y descubrir su pasado con una nueva perspectiva.

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Ama de casa La noche antes de su revisión trimestral, Aletheia sueña con Manderley. Es el de la película de Hitchcock, enmarcado en ese particular estilo visual que Dorothea Redmond trajo a las películas, a los bocetos conceptuales y a las atracciones de Disneyland. Nadie le ha preguntado, pero si alguna vez lo hacen, Aletheia podría contarles todo sobre la vida de Dorothea Redmond, su larga y variada carrera, el hogar que co-diseñó con su esposo en Hollywood Hills: dos artistas que llevaron su arte a todo lo que tocaron y compartieron. Aletheia recuerda estas cosas como recuerda el número de teléfono de su infancia o la ruta a su cafetería favorita. Podría recitarlas dormida. Esta no es la primera vez que Aletheia sueña con Manderley. Ciertamente no será la última. Danielle entra primero y cuando termina, sale de la oficina de Ed en una ola de risas. Su cabello es un corte asimétrico elegante, y su suéter de cashmere y sus pantalones perfectamente planchados parecen haber costado una fortuna. A Danielle apenas la contrataron en la primavera, pero ya encaja mejor que Aletheia, que ha estado ahí desde diciembre. Tal vez sea porque ella de verdad estudió mercadotecnia, a diferencia de Aletheia, que soñaba con convertirse en profesora antes de ser aplastada por el peso del mundo académico. Cuando no le ofrecieron nada mejor que un puesto adjunto de medio tiempo, tuvo que pivotar. Esto no es un signo de su fracaso personal. Le pasa a mucha gente. Aletheia se dice esto a sí misma mientras observa a Danielle tomar un café del carrito en la esquina. La oficina abierta hace que incluso los movimientos más pequeños sean asunto de todos. Danielle mira hacia arriba y le guiña un ojo a Aletheia, diciendo: “¡Tú puedes!” Y luego “¿Comemos juntas más tarde?” Aletheia intenta usar la sonrisa confiada que sabe que Danielle espera. Empodérate, piensa. Su vestido es de tela sintética barata, y hace eso de quedarse pegado en arrugas extrañas cuando se pone de pie. Trata de suavizarlo discretamente antes de cruzar la gigantesca sala. Ed la invita a su oficina y cierra la puerta, supuestamente para darles privacidad, pero por supuesto, todos pueden verlos, incluso si no pueden escuchar la conversación. Aletheia siente las paredes de las ventanas implacablemente transparentes que la magnifican como si fuera un espécimen clavado a una tabla. “Aletheia. No te hemos visto brillar de verdad”, dice Ed. “La calidad de tu trabajo es competente, pero esperábamos ver algo más para este punto. Revisemos el próximo mes y reevaluemos si este puesto sigue siendo una buena opción. Queremos que florezcas aquí, pero si no funciona, querremos hacer lo mejor para ti, incluso si eso significa dejarte ir. “

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“Gracias”, dice Aletheia. “Buena conversación”, dice Ed. “Si puedes firmar este formulario reconociendo lo que hemos discutido hoy, creo que hemos terminado por hoy”. Hace un espectáculo de verificar la hora en su reloj de diseñador, a pesar de que hay un reloj de pared que ambos pueden ver. “Dije que almorzaría con Steve. “ Steve es el Vicepresidente de Mercadotecnia. Es la cara del departamento. Un recordatorio más de que Ed está bien conectado. Ed tiene el poder de llevar a Aletheia al éxito o al fracaso. No que no lo supiera ya. La euforia y el alivio luchan con la ansiedad y la desesperación. Euforia: Ed no le está diciendo que se vaya hoy. Alivio: Todavía tiene un salario. Ansiedad: De alguna manera debe encontrar el más que Ed quiere ver, a pesar de que no le ha dado ninguna idea concreta de cómo hacerlo y sabe que preguntar la hará parecer más débil, más incompetente. Una mala opción. Desesperación: No puede irse. No puede darse el lujo de quitarse de la franja de luz solar que atraviesa la oficina y le quema la cara. Necesita este trabajo, incluso si la atrapa en su lugar como una mariposa bajo un cristal, con las alas chamuscadas. Tan rápido como llega ese pensamiento, Aletheia lo hace a un lado. Tonto. Frívolo. Tiene que pagar la renta y los préstamos estudiantiles, y si quiere conservar su salario, será mejor que se concentre en lo práctico. Hay copy por probar, fotos de productos para ordenar. Diseño quiere nuevas especificaciones de contenido hoy. Con la mañana desperdiciada en su revisión, tendrá que aplicarse el doble esta tarde. No hay tiempo ni siquiera para salir a comer y mucho menos para aceptar la invitación de Danielle. Comerá un puñado de almendras en su escritorio y dirá que es suficiente hasta la cena. De todos modos, es mejor morirse de hambre que comerte tus sentimientos. Eso es lo que su madre siempre dice. ¿Cómo puedes conseguir un hombre si comes todo el tiempo? A Aletheia nunca le ha importado mucho conseguir un hombre, pero ese es el principio, sin duda. La exhibición de la voluntad. Aletheia sí se preocupa por eso. Cuando Dorothea Redmond (entonces Dorothea Holt) comenzó a trabajar en Hollywood en 1938, sus compañeros de trabajo masculinos la obligaron a sentarse en un área separada y amurallada. Pero no dejó que eso la detuviera, con su título de arquitectura, con su pasión y su talento. Empleó su fuerza de voluntad y se convirtió en un elemento fijo en el campo. Murió a la edad de 98 años, celebrada por su trabajo. Aletheia no sale de la oficina hasta después de que se ha puesto el sol. Las ventanas a esta hora son espejos gigantes que reflejan la estación de trabajo donde se ha sentado con la cabeza inclinada en concentración hasta que casi todos los demás se han ido. Cuando levanta la vista, no ve esa imagen, por supuesto, pero puede vislumbrar el fantasma de la misma, tal como aparecería en el guión gráfico gótico de Dorothea Redmond sobre su vida.

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Lo cual es ridículo. Dorothea Redmond no imaginaría esta oficina moderna y en tendencia, llena de fluorescentes hostiles. Dorothea Redmond imaginaba palacios ornamentados, pasadizos oscuros y sombríos, cada cuadro impregnado de misterio, de asombro. Aletheia se sacude ese pensamiento mientras toma su autobús. Revisa sus redes sociales en el viaje a casa. Todos los demás en su cohorte de doctorado parecen estar pasándola bien. Algunos han renunciado para dedicarse a otros campos, una de ellas ahora se dedica a la crianza de los hijos, utilizando su título de estudios en inglés para escribir un blog cautivante para mamás. ¿Y los que se quedaron? Claro, publican sobre estar en la bancarrota, pero asisten a lecturas, conferencias y salones todo el tiempo. Aletheia no ha ido a ningún evento literario desde que se mudó para tomar este trabajo. En casa, saca una copia maltratada de Rebeca del librero. Tiene sus notas al margen y sus apuntes de la universidad. El Manderley del libro tiene ventanas con parteluces, y Aletheia había resaltado esa palabra y la había subrayado tres veces. Desde entonces, ha memorizado la definición, no puede ver la palabra sin estar tentada de trazar una forma de diamante en el aire con un dedo. Las ventanas de Manderley se anidan en paredes de piedra fría. No hay grandes páneles lisos de vidrio templado, sino cientos de pequeños cristales brillantes entrecruzados por gruesas líneas oscuras. Implican más expresamente una jaula que las ventanas de la oficina de Aletheia, pero no puede deshacerse de la analogía: la imponente oficina como una gigantesca estructura que promete cobijar a las mujeres siempre que acepten ser devoradas por ella. ¿Y quién es Aletheia en esta adaptación moderna? ¿Es la desventurada segunda Sra. de Winter? Ciertamente no es Rebeca, ni la señora Danvers, quienes tienen plena confianza en su derecho a habitar una casa tan grande. Aletheia traza la palabra con el dedo y luego la dice en voz alta. “Parteluces” El sonido de su voz la asusta. Es la primera palabra que pronuncia desde que salió de la sala de conferencias al final de su revisión, cuando había dicho: “Gracias”. Gracias por juzgarme. Tal vez sea realmente la segunda señora de Winter, siempre en busca de aprobación, nunca convencida de tener la autoridad que la casa espera de ella. ¿Cómo lo hizo Dorothea Redmond? Dorothea, cuyo nombre significaba “regalo”. Dorothea, cuyo don era la visión, y que dio su visión a tantas cosas. ¿Había sido feliz? Debió haberlo sido, ¿no? El nombre de Aletheia significa “verdad”. ¿Qué significa eso para su vida y legado? ¿Qué significa para las casas que la retienen? ¿Para su apartamento estrecho y su jaula brillante de oficina? Lee la descripción de Manderley de nuevo y su nota al margen junto a ella: “¿Un hogar es una jaula?” ¿Una jaula es un hogar?

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Piensa en las puertas de la oficina, demasiado pesadas para abrirlas con la mano. Uno debe activar el sistema automático para salir del edificio. A veces, cuando se queda demasiado tarde se cierran con llave y tiene que llamar a Joe, el guardia de seguridad, para que la deje salir. Pensar en la oficina le recuerda que no ha comido nada desde ese puñado de almendras. Devuelve el libro a su estante y se mueve, lenta y silenciosamente, hacia la cocina. Primero al congelador, luego al microondas. Al final, la segunda señora de Winter dejó Manderley para vivir en el exilio en una isla en algún lugar cálido. Al final, la Sra. Danvers quemó todo hasta los cimientos. Al final, ¿qué hicieron todos los sirvientes? ¿Qué fue de su hogar? ¿O de su jaula? ¿Encontraron nuevos trabajos en otras grandes casas? ¿Nuevas formas de nutrir y ser nutrido? ¿De retener y ser retenido? Dorothea Redmond diseñó su propia casa. No se quedó en una casa hecha por otros. Habría conocido todas las entradas, todos los rincones seguros y protegidos, todas las vías de escape. Habrían sido hechos para ella, regalos de ella misma. Aletheia saca la bandeja de plástico del microondas, su película plástica nublada por la condensación hace que la comida quede oculta. Cuando la descubre, escapa una ráfaga de vapor. Debajo de ella, color. Calidez. Brócoli verde exuberante, puré de papas reconfortante, una pequeña porción de pollo. Sustento. Sustancia. ¿Qué tan deprimente es que esto es lo más importante de su día? Piensa en espejos y reflejos, superficies y profundidades. Había soñado con mucho más que esto. Piensa en Ed diciendo: “Querremos hacer lo mejor para ti, incluso si eso significa dejarte ir”. Tal vez es hora de otro cambio. Puede volver a la casa de sus padres por un tiempo. Muchos jóvenes de 26 años lo están haciendo en estos días. Pero inmediatamente, la vergüenza se apodera de ella. Ya no puede pensar en eso esta noche. Mañana, piensa, despegará su propia película plástica y verá lo que hay debajo. Descubrirá si puede comprometerse a florecer en la redacción de copy de productos, o si su verdad la llevará a quemarlo todo, exiliarse a una isla desierta o encontrar la manera de construir su propia jaula, donde las puertas nunca la encierren, donde las ventanas solo sirvan para mantener alejado el clima más severo. Homemaker Spider Road Press. Estados Unidos, 2019

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©Isabel Wagemann

jorge volpi

⧫ méxico

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s autor de quince novelas, entre las que destacan A pesar del oscuro silencio (1993), la Trilogía del sigo XX conformada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve, 1999), El fin de la locura (2003) y Tiempo de cenizas (2006); La tejedora de sombras (Premio Planeta-América, 2011), Oscuro bosque oscuro (2010), Memorial del engaño (2013), Las elegidas (2014) y Una novela criminal (Premio Alfaguara, 2018), a partir de la cual se realizó la serie documental homónima de Netflix, Partes de guerra (2022). Ha escrito también los ensayos La imaginación y el poder (1998), La guerra y las palabras (2004), Mentiras contagiosas (Premio Mazatlán, 2008), El insomnio de Bolívar (Premio Debate-Casa de América, 2009), Leer la mente (2011) y Examen de mi padre (2016) y la obra de teatro Las agujas dementes (2020). Su libro más reciente, el de relatos Enrabiados (2023). En 2008 recibió el Premio José Donoso al conjunto de su obra, y la Medalla de la Orden de Isabel la Católica de España. Es Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia. Sus libros han sido traducidos a 30 idiomas.

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Antidecálogo cuentístico 1. No venerarás a ningún dios —ni a Chéjov, ni a Hemingway, ni a Borges, ni a Arredondo, ni siquiera a Kafka— sobre todas las cosas. El cuento ha de ser politeísta. 2. Jurarás en vano que has tramado un texto perfecto hasta que reconozcas que el mejor cuento procede de mil fracasos. 3. No descansarás hasta que sepas que tu cuento no podría haber sido escrito de ningún otro modo. 4. Deshonrarás a tus predecesores, retorciéndolos y despedazándolos con saña, para así honrarlos. 5. Matarás cada cliché. 6. Fornicarás con cada palabra, cada línea, cada párrafo para dar a luz un monstruo cuya paternidad reconocerás. 7. Robarás los mejores recursos de tus predecesores y contemporáneos, mezclándolos y mutándolos hasta que sean solo tuyos. 8. Levantarás falsos testimonios y mentirás: tu obligación es hacer que tus miserables lectores confíen a ciegas en un estafador como tú. 9. Codiciarás los cuentos de tus prójimos y harás hasta lo imposible por arrebatárselos. Luego, antes de escribir, los abandonarás. 10. Le arrebatarás a los demás lo más preciado que tienen, su tiempo y su espacio mental, para infestarlos con tus historias. No lo olvides. A los que se añade uno adicional: 11. Odiarás a tus lectores como a ti mismo. Cada cuento será una batalla contra ellos y contra ti.

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El Gato de Schrödinger ¡Hola! ¿Hay alguien allí afuera? ¡Auxilio, por favor! ¿Alguien me escucha? Estoy aquí adentro, encerrado. No puedo salir. Ya lo he intentado todo, pero tengo las garras hechas añicos por culpa de estas malditas paredes a prueba de escape. Supongo, profesor Schrö, que le parecerá muy divertido mantenerme en esta caja... ¿Se trata de otro de sus experimentos? Porque, de ser así, al menos debió pedir mi opinión. Está usted violando todos los preceptos internacionales sobre estudios científicos con seres vivos. ¿O es que yo no le parezco lo suficientemente vivo como para consultarme? Está bien que mi raza se caracterice por su capacidad para ver en la noche, pero esto es ridículo... No distingo más que los muros, el suelo, el techo y uno de sus extraños artefactos aquí, justo a mi lado. ¿Se trata de un test de habilidad? ¿Debería yo actuar de cierta forma? ¿Está usted midiendo ni coeficiente intelectual, profe? Pues no me parece divertido. ¡Auxilio! ¡Un demente me ha secuestrado, contra mi voluntad, en esta horrible pecera negra! ¡Policía, socorro! Estoy agotado. Llevo horas tratando de encontrar una salida, y nada. Y ni siquiera ha tenido la decencia de dejarme un pescado seco o un plato con leche. ¿Es que ya no recuerda cuando éramos amigos, cuando usted me consentía con golosinas y yo me enredaba en torno a sus zapatos? Los seres humanos... No hay especie más voluble sobre la tierra: un día te tratan bien, te miman y te consienten y al otro, ¡pum!, sin ninguna advertencia, piensan que eres un... animal. Le advierto, profesor, que si no me deja salir de aquí voy a revelar todo lo que sé sobre usted. No quiero tomar medidas tan extremas como ésta, en recuerdo de nuestra amistad pasada, pero si no abre la puerta en este instante sabrá de lo que soy capaz. Estoy esperando. De acuerdo, voy a contar hasta diez. No, hasta siete, mi número favorito. Uno, dos, tres... Profesor, le advierto, cuatro, cinco... Querido maestro, prócer de la ciencia, seis... Amadísimo patrón, suma de perfecciones, homo sapientissimus, se lo imploro... ¡De acuerdo! Usted se lo ha buscado... Oficial, quiero denunciar a este hombre. Adúltero, pederasta, violador, estuprador... Sí, tengo pruebas de todas estas acusaciones. Yo estaba ahí cuando desvirgó por la fuerza a aquella niña de ojos verdes y cuando se acostó con dos de sus alumnas en el mismo día, una tras otra, sin que ellas se enterasen... Y aquella tarde, ¿se acuerda?, cuando sedujo a la dependienta de

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la panadería, en Viena... ¿Quiere que siga? Ella le suplicó que la dejase en paz, y usted no le hizo caso y le arrancó la ropa por la fuerza... Yo lo vi, señoras y señores del jurado, sí, aquél hombrecito de gafas ridículas y nariz de gancho, ése que está sentado allá, donde dice Banquillo de los Acusados... Lo juro por la Biblia, el Corán, la Constitución o por lo que ustedes gusten y manden. Este hombre, ese sujeto es un sádico, un torturador de pobres criaturas indefensas, como yo. Siempre supe que, detrás de su apariencia tímida y retraída, el profesor Schrö era una bestia de malos instintos. Debí suponerlo desde que se le ocurrió bautizarme con el aberrante nombre que llevo. Cheshire. Otra de sus bromitas, je, je, mire cómo me río. Si yo fuera como el personaje de Carroll ya me habría largado de aquí, ¿no le parece? Y ni siquiera le hubiese dejado mi sonrisa de recuerdo, puede tenerlo por seguro. Y además, señoras y señores del jurado, tengo que decir que este acto de impunidad y tortura sicológica no es el primero que lleva a la práctica el acusado. Yo tenía una hermana y un abuelo que también vivieron con él y corrieron la misma suerte. ¡Dios mío! Profesor, profesorcito, ¿no estará usted pensando? No sería capaz, ¿verdad? Dígame que no es cierto, que no planea hacerme lo mismo que a los otros. Por favor, dígalo sólo para tranquilizarme. Usted siempre me hizo creer que yo era su favorito, que no correría la suerte de los otros, ¿no es así? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Auxilio! S.O.S. ¡Mayday! ¿Saben lo que les hizo a los otros? Los campos de concentración, las cámaras de gas, las ejecuciones sumarias son tonterías comparadas con los métodos empleados por el profesor Schrö contra individuos de mi especie. ¿Quieren que lo cuente? Eh, profesor, ¿quiere que les cuente a todos los que les hizo a esos infelices? ¿Eso quiere? Muy bien, allá usted. Yo había prometido guardar silencio, pero no lo seguiré haciendo porque temo por su salud mental... y por mi suerte. Alguien tiene que enterarse de sus experimentos. No deben quedar impunes, señoras y señores, este hombre debe ser castigado por planear y ejecutar las dolorosas muertes de decenas de inocentes cuyo único pecado consistía en ser distintos a él. ¡Racista! Esa es la palabra. ¡Nazi! Señoras y señores del jurado, voy a explicarles detalladamente lo que hizo este asesino. Como ustedes sabrán, el profesor Schrö es, en apariencia, un tímido e inofensivo físico teórico cuyos descubrimientos han sido reconocidos con el Premio Nóbel y otras distinciones similares, miembro de la Academia de Ciencias de Prusia y de la Academia de Ciencia del Vaticano, un hombre respetable y normal. No se

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dejen engañar, por favor, ésa es sólo una máscara de su verdadera naturaleza, salvaje y mortífera. Vean esto. El profesor Schrö es el inventor de una cosa que mi mente felina aún no ha alcanzado a comprender del todo, cuyo nombre es mecánica ondulatoria. No sé muy bien de qué trata, pero es algo relacionado con los átomos. Sí, esas cositas que están en todas partes, como los recaudadores de impuestos. Electrones y protones y esas tonterías, sí, sí... Y, si no he comprendido mal, la intención de la susodicha mecánica ondulatoria es poder determinar el movimiento de los electrones. Suena fácil, pero no lo es, puedo asegurarlo. Yo vi cómo el profe trabajaba horas y horas hasta conseguirlo. ¿Y qué fue lo que halló? ¡Una fórmula, señoras y señores! Una fórmula mágica que, en su opinión, resolvía todos los problemas físicos de su tiempo, ¡Vaya orgullo! Pues bien, imaginen ustedes cuál será la calidad investigadora del profe que, en medio de su formulita, aparecía un extraño símbolo, una especie de media lucha cruzada por un palito, dejen que la dibuje: Y. ¿Extraña, verdad? Pues aquí está lo más grave del asunto: el propio profesor Schrö, su inventor, no tenía ni la más remota idea de lo que significaba este signito. ¿Cómo pueden conferirle el premio Nóbel a un científico que ni siquiera sabe con precisión lo que ha descubierto? Supongo que la Academia Sueca habrá tenido peores decisiones, pero... El asunto es como sigue. De acuerdo con el principio de incertidumbre de Heisenberg, otro de esos físicos rimbombantes, uno no puede determinar, al mismo tiempo, la posición y el momento de un electrón. Por favor, no me pregunten por qué razón esto sucede así, el caso es que es lo que hay. Si uno mide la posición, q, el momento, p, se desvanece, y viceversa... Las locuras de la física moderna, señoras y señores. Todo un problema. ¿Y entonces que se le ocurre al profe? Que su maravilloso símbolo va a resolver el problema. ¿Cómo? Muy sencillo. Para él, representa el estado de onda de todo el sistema, es decir, un catálogo con todos los posibles lugares donde puede hallarse el maldito electrón. No sé si me han comprendido, señoras y señores del jurado. Trataré de ponerlo más claro. Según el profe, el electrón –que a mí se me figura, quizá porque ya tengo hambre, como un ratón esquivo– puede estar en muchas partes al mismo tiempo: detrás de la nevera, abajo de la estufa, junto a las tuberías de la ducha incluso en la bolsa de un abrigo colgado del armario. Por desgracia, la mecánica cuántica no es capaz de decir claramente en cuál de todos esos escondites hay que buscar –de hacerlo, hace mucho que yo sería mecánico cuántico–, sino que se limita a decir dónde es

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más probable que esté. En este sentido, la famosa Y representa al conjunto de todos los posibles lugares en que se oculta el suculento y malicioso roedor. Si le hacemos caso a la torcida mente del profesor Schrö, existen tantos universos como posibilidades y sólo cuando uno verdaderamente encuentra al electrón en un lugar específico –o a Mickey Mouse en medio del gruyère– los otros universos desaparecen y nosotros nos quedamos en el que hemos elegido. Pero, ¿de veras alguien ha comprobado que el profe no es un sicópata en potencia o un esquizofrénico peligroso? Su idea suena cuando menos curiosa, ¿no les parece? Vivimos con incontables universos al acecho que, en cada decisión que tomamos, se bifurcan o trifurcan de acuerdo con el número de posibilidades. Parece ciencia ficción, pero el prole jura y perjura que su teoría es cierta. De este modo, mientras nosotros permanecemos en este mundo en el cual el electrón fue observado en tal coordenada y Mickey apareció en medio del gruyère, miles de otros nosotros se dedican a hallar, en universos paralelos, electrones en otras coordenadas y a Mickey en la nevera, en el baño o en el armario. ¡Qué idea tan perturbadora! La verdad, yo sé que soy hábil, y muchas veces me han dicho que tengo siete vidas, pero ni aún así me creo capaz de subdividirme a tal grado. Después de esta breve introducción, señoras y señores del jurado, hemos llegado al quid del asunto que hoy nos reúne aquí. Para comprobar su teoría, para demostrar que no está equivocado y que es mejor que otros físicos, ese hombre que ustedes ven sentado allí con cara de inocencia, ha sido capaz de cometer los crímenes más horrendos que sus cerebros puedan imaginar. Una verdadera sala de los horrores salida de la peor novela gótica o de la peor película de Bela Lugosi. Prueba número 1 de la fiscalía. Voy a leer las palabras que el propio profesor Schrö escribió al respecto en un artículo titulado “La situación actual de la mecánica cuántica”, escrito en 1935: “Se pueden construir casos bastante burlescos. Se encierra un gato en una cámara de acero junto con los siguientes aparatos diabólicos (que hay que mantener fuera del alcance de las garras del gato); en un tubo Geiger hay una pequeña masa radioactiva, tan pequeña que en una hora quizá se desintegre uno de sus átomos pero también, y con la misma probabilidad, que esto no llegue a suceder. En caso de desintegrarse, el contador Geiger, a través de un transmisor, accionaría un martillo que en ese momento aplastaría un frasco de ácido prúsico. Si se deja este sistema solo durante una hora, podremos decir que el gato sigue con vida si en ese espacio de tiempo no se ha desintegrado ningún

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átomo. En cambio, la primera desintegración atómica se habrá encargado de envenenarlo. La función Y del sistema completo expresaría la situación de mezclar o machacar (perdonen la expresión) al gato vivo con el gato muerto en partes iguales hasta el momento en que alguien abra la caja y observe el resultado.” ¿Habían ustedes escuchado un plan más perverso pronunciado por el propio criminal? ¿No les parece la declaración de un monstruo, de una criatura –valga el término– inhumana? Observen la meticulosidad con la cual describe los tormentos de la pobre criatura encerrada en su mefistofélico aparato, la premeditación, la alevosía y la ventaja con las cuales utiliza a un inocente sólo por el placer de comprobar una teoría científica. ¡Oh, Dios mío! ¡No puede ser! Profe, no, por lo que más quiera. ¡Pero sí! ¡Lo ha hecho de nuevo! Ahora lo comprendo: este extraño dispositivo que está junto a mí es uno de esos tubos Geiger que usted describe. ¿Cómo no me di cuenta antes? ¡Auxilio! ¡Sálvenme! Ya lo veo con claridad: ahí, detrás del vidrio –y fuera del alcance de mis garras, como maliciosamente escribió–, distingo un material extraño y arriba veo los números de un contador y más allá un martillo y abajo de éste, ¡no!, una capsulita que en su interior debe contener el ácido prúsico. Pro... Profesor Schrö, ¿cómo pudo? ¿Cómo pudo hacerme esto a mí? Dejar que mi destino dependa del azar, dependiendo de si el maldito elemento radioactivo se desintegra o no en el lapso de una hora... Una hora. ¿Cuánto tiempo llevo aquí adentro? ¿Ya se habrá cumplido el lapso? Quizá no falte mucho y, la verdad, no me siento como si ya hubiese muerto. Leámoslo de nuevo, con cuidado: “La función Y del sistema completo expresaría la situación de mezclar o machacar (perdonen la expresión) al gato vivo con el gato muerto en partes iguales hasta el momento en que alguien abra la caja y observe el resultado”. ¡Qué tontería! ¿Eso quiere decir que yo estoy vivo y muerto al mismo tiempo, ahora, hasta que al prole se le ocurra mirar lo que ha ocurrido aquí adentro? No creo estar muy mezclado con mi cadáver, ¿o sí? Nunca lo he estado antes, de modo que cómo puedo ser capaz de distinguirlo. ¿Estoy medio vivo o medio muerto? ¡No! lo que el profe dice es que estoy vivo y muerto a la vez. Caramba, qué extraño. No parece algo tan malo. ¿Una hora ha dicho? Está bien, profe, acepto jugar con usted sólo para que no se cabree. Mientras todo siga como hasta ahora, creo que podré soportarlo. Ya sólo faltan unos minutos y luego vendrá usted a sacarme de aquí y a devolverme a su universo en el cual seguiré vivo, ¿no es cierto? Incluso creo que, si todo termina bien, estoy dispuesto a darle un lengüetazo en la mejilla, como muestra de cariño hacia usted. ¿Cómo dice? No

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lo escucho bien. Hable un poco más fuerte. ¿Que no es exactamente así? ¿Entonces, profesor Schrö? Ah, ya lo he entendido. Cuando usted abra la caja, yo me dividiré en dos: en un universo, mi yo vivo se irá a lamerle la mejilla mientras que en el otro usted se encargará de enterrar, con todo cuidado, el cuerpo agónico de mi yo muerto. ¡Qué tranquilizador! Sólo espero que a mí me toque quedarme en el mundo en el cual, en vez de acariciarle la cara con mi lengua, pueda darle un brutal rasguño en la nariz.

* Este cuento autónomo formaba parte de la versión original de En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999), pero fue eliminado por el autor en la edición definitiva.

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ALEJANDRO Von düben

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icen que me llamo Alejandro von Düben y que nací en Chapala, un pedazo de tierra jalisciense que se encharcó de cielo. Cuentan, también, que desde pequeño era el niño que todavía creen que soy: leyendo a escondidas, coleccionando años y disfrazándome de mi propia sombra. Las gentes de mi alrededor tienen la sospecha de que me encantan los chilaquiles, el canto de las chicharras y de Bob Dylan, el collage, los pasos en mis zapatos, Marosa di Giorgio, el pan dulce, la nostalgia, Juan Rulfo, los peces lunares, el café tres veces al día, y que daría mi vida por tres gatos: Bruno, Mia y Saga Lund.

Además, he escuchado que de vez en cuando escribo y, no sólo eso, que he publicado tres libros de poesía —Los poemas de la noche insomne (PuertAbierta Editores, 2017), 20 poemas para construir una casa (FOEM, 2018), Palabras como de otro mundo (Alas de Lagartija, 2022)—, dos libros de cuentos —Dar a luz (Serpiente de Papel, 2017), En todo cuerpo hay vacío (Editorial Universidad de Guadalajara, 2023)— y una novela —Clara como un fantasma (UNAM, 2022)—. No sé qué tan cierto sea. Pero si acaso hay alguna verdad en las palabras, me gustaría creer que, en resumen, yo leo, vivo y escribo; sí, en ese orden.

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Decálogo del no 1. Cree en los decálogos, la literatura no se encuentra en otra parte. 2. Pero si para ti esto no es suficiente, entonces te recomendaría que no leas a Chéjov, a Kafka, a Felisberto, a Lispector, a Ribeyro, a Elena Garro, a Carver, a Berlin, a Schweblin, a Hiram Ruvalcaba y, en fin, esa clase de cuentistas que pueden contaminar tu escritura, minar tus palabras. 3. En especial, te prohíbo leer poesía: asalta los sentidos, desata imágenes y ritmos que desentonan con la tónica de la narrativa. 4. Y no dejes que alguien te lea antes de publicar o que sean críticos con tu obra; no la comprenden, es materia de otro universo, material para el futuro. 5. Por lo tanto, no escribas desde la perspectiva de alguien más, de quien pueda parecerte extraño, distante. Escribe sobre ti, desde ti, para ti, sin la necedad de reconocer al otro para conocerte mejor; sólo ten la necesidad de obtener premios, likes y una mirada más diáfana frente al espejo de tus páginas. 6. Y no seas nada sensible, haz todo lo posible para que los textos no despierten emoción alguna; olvida la tensión narrativa, la psicología de los personajes, la construcción de la atmósfera, la perspectiva de la voz que cuenta: hazle al cuento sin tocarte el corazón. 7. Tampoco importa la (re)presentación del tema ni la estructura del cuento, ni cuestiones de estilo, así como volver a leer, reescribir y releer lo que has escrito; debes confiar en que tu labor no es terrenal, que cualquier letra ha sido dictada por algún ser divino. 8. En resumen, no le des un sentido ético a lo que escribes y, de preferencia, tampoco estético; no te corresponde eso. 9. Tú sólo dedícate a escribir como si en ti radicara el don de la palabra, como si fueras el verbo hecho carne. 10. No dejes que la vida te distraiga.

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Todo lo que era firme Se vendrá abajo. Casandra lo presiente. Escucha cómo crujen las paredes de la casa, el techo retumba y los cristales de las ventanas traquetean con insistencia, mientras Héctor —encima de ella— resopla igual que un animal enfermo. Hace ya siete días que Casandra no reconoce el silencio. Aquella noche, en cuanto despertaron por las sacudidas y oyeron el bullicio de los vecinos, salieron de casa a toda prisa, sin mirar hacia atrás. No se pusieron los zapatos. Tampoco tomaron la billetera o las llaves o los celulares. Ni siquiera fueron hacia la cuna para recoger al bebé. No pensaron en nada más que en ponerse a salvo bajo el cielo estrellado. Fue de magnitud ocho punto dos. En la calle encontraron una multitud de gente en pijama o en ropa interior, cada uno con la misma cara de espanto. Miraban hacia todas partes, temerosos ante la danza pendular de las construcciones. Las luces del alumbrado público parpadeaban como sirenas. No había lugar a donde hacerse: la tierra se movía bajo los pies con una violencia inusitada, como si quisiera quitarse la ciudad de encima. Después se quedaron a oscuras. Creció el ruido de un sinfín de formas agitándose, quebrándose. El bebé. Héctor fue quien se acordó. Sin decir una palabra corrió hacia el interior de la casa dando zancadas extrañas, de una manera un tanto ridícula debido a las pantuflas. En cambio, Casandra aún tardó algunos segundos en comprender la situación, en reconocer lo que hacía falta. Apenas tenía dos semanas de nacido y, según amistades, la cara idéntica a la del padre. Hectorcito, le decían. Fue un parto natural, sin complicaciones. Ni siquiera lloró, lo cual —aseguró el médico— no significaba nada malo. De inmediato lo dirigieron hacia los brazos de mami, aunque ella, sin llegar a sostenerlo, pidió que mejor papi lo cargara, pues se encontraba exhausta. Necesitaba acostumbrarse nuevamente a su cuerpo, después de haber desalojado una vida. Héctor, gustoso, lo acunó entre sus brazos y pudo sentir el peso de la paternidad por primera vez. Casandra los miró con cansancio, esbozó un intento de sonrisa y cerró los ojos. Dejaron el hospital y volvieron a casa después del atardecer. Hectorcito dormía. Dormía mucho y no lloraba. Resultaba difícil saber si tenía hambre. La única señal era una mirada gris un poco inquieta, como si con ella quisiera palpar la profundidad de lo que tuviera en frente. Casandra descubría su pecho y lo acercaba con lentitud y nerviosismo, aún sin echar de ver los deseos de ese pequeño hombre formado en su útero. A veces succionaba y otras no. Su hijo le era un auténtico misterio. —Es normal, Casy, sólo es cosa de acostumbrarse —le decía Héctor con voz paternal, haciendo un gesto que pretendía ser tierno: alzaba las cejas, sonreía y después mordía su labio inferior.

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Casandra detestaba que hiciera esa cara, le parecía falsa, prefabricada, y sentía que, de tal manera, con cierta sutileza, también le reprochaba su escasa habilidad para ser madre. Además, le hacía recordar sus intenciones ocultas. La invadían deseos de alejarse lo más posible y estar sola, completamente sola, sin nadie al interior de su cuerpo ni a su alrededor. Aquella noche fue diferente. Cuando lo vio regresar con el bebé en brazos y con aquel gesto dibujado en el rostro, Casandra quiso que Héctor estuviera cerca o, al menos, que no desapareciera. El temblor ya había pasado y su hijo se encontraba bien, con los ojos muy abiertos, pero tan tranquilo como si la rotación del planeta lo arrullara. No tenía un sólo rasguño. —Míralo —mencionó Héctor—, ni siquiera le asusta el escándalo que hay en la calle. Cerca pitaban las alarmas de los carros, a la distancia ululaban las ambulancias y, al lado de ellos, los vecinos decían cosas como “qué alivio”, “estuvo fuerte” o “a ver hasta qué hora vuelve la luz”. Casandra no los escuchaba, ahora tenía los oídos en otra parte. Uno en el silencio de su hijo y el otro en su propio corazón. Le palpitaba igual que una locomotora, de un modo tan acelerado y fuerte que cada latido hacía eco en cada parte de su cuerpo, provocándole sacudidas involuntarias. Quería cargar a Hectorcito, pero sus brazos le temblaban. Podría caérsele, causarle algún daño. Se volvería la madre que olvidó a su bebé durante un sismo y, peor aún, que le rompió el cráneo por culpa de sus nervios, de sus manos torpes. No, no quería ser esa clase de madre. Se limitó a inspeccionarlo, a darle caricias con la mirada, mientras Héctor lo movía hacia arriba y abajo diciendo ya, ya, ya, como si el temblor no hubiera sido suficiente. —¿De verdad no escuchas? —Le pregunta Casandra, a pesar de que sabe la respuesta. Si pregunta, en realidad, es para que se quite de encima, deje de besar su cuello, de meter la mano bajo su blusa y de restregarse contra su entrepierna. Desde hace varios meses no tenían sexo. Héctor se lo recordaba una vez al día. Sobre todo por las noches. Después de cenar, cuando Casandra lavaba los trastes, él se acercaba por detrás, la cubría con su cuerpo mucho más grande de tamaño y de edad, le susurraba al oído lo caliente que estaba y hacía movimientos pélvicos de los que Casandra rehuía con cuidado, pues no quería que se enojara y, al mismo tiempo, tampoco darle un atisbo de esperanza. Si no era en la cocina, sucedía en la cama y, ahí, en la intimidad de las sábanas, el rechazo se volvía mucho más complejo. Casandra lo esquivaba con apuro porque el espacio era reducido y Héctor se abalanzaba sobre ella. No tenía más alternativa que fingir algún malestar o decir, a secas, que no quería, que esa noche no, que tuviera un poco de paciencia hasta que pudiera satisfacerlo de tal manera. Las caricias de Héctor regresaban a sus manos como palomas cuyo mensaje no fue entregado. Su gesto de ternura forzada se

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transformaba en una cara de mal genio, evidenciando su molestia en cada uno de sus movimientos intencionadamente bruscos, lo cual hacía más incómoda esa distancia habida entre un cuerpo y otro. La última vez que tuvieron sexo los dos estaban borrachos. Casandra no recuerda mucho. Habían invitado a varias amistades para celebrar la mudanza. Estaban felices. Él por haber adquirido esa casa nueva a un precio no tan desorbitado, y ella por dejar en el pasado aquel barrio humilde donde creció. Cuando se fue el último de los invitados, ambos siguieron bebiendo, después acariciándose y yendo hacia la habitación. Al recostarse sobre la cama, a Casandra le pareció que la casa era un barco en plena tormenta. Se mareó, tuvo náuseas y un olor a sudor y a cerveza tibia lo inundó todo. Héctor la besaba con una intensidad casi violenta. Enseguida lo vio de pie, con sus manos sosteniéndole las piernas, alzándolas. Casandra le dijo que no —o recuerda haber dicho que no—, que sin preservativo no, hasta que sintió un líquido caliente recorriéndola por dentro. Despertó a mediodía, cobijada y con su vestido aún puesto, únicamente con un tirante abajo. Fue a orinar y no percibió nada extraño, quizá sólo el color más amarillento de lo usual y un ligero ardor que no le preocupó demasiado, pues apenas y era perceptible. Héctor estaba en la sala viendo fútbol, desentendiéndose de los pendientes de la oficina. Sin ningún rodeo, Casandra se puso delante del televisor y le preguntó si anoche eyaculó dentro de ella. Él —con ese gesto que desde entonces se volvió tan desagradable e impostado— le dijo que no, pero ahora que vivían juntos… A partir del embarazo, Casandra sintió que su cuerpo dejaba de ser suyo. Incluso le daba miedo saber que había una vida habitando su carne, una que no le pertenecía y que, no obstante, se alimentaba de cada parte suya mientras crecía en su interior. Se le figuraba como una civilización que conforme se desarrolla, se va adueñando de la naturaleza hasta consumirla. En muchas ocasiones se sorprendió pensando que era un tumor o un alien o simplemente un sueño que terminaría en cuanto diera a luz. Y por pensamientos como estos, Casandra se deprimía. No sólo había perdido su cuerpo para dárselo a Héctor y a Hectorcito y mantenerse más o menos a flote, ahora también le parecía que poco a poco perdía la razón. Lo bueno del embarazo fue que le sirvió de excusa para no acostarse con Héctor durante ese tiempo. Que las náuseas, los malestares físicos, el cansancio, su humor y, por supuesto, el bienestar del hijo: ¿a poco no sería perturbador que el niño estuviera presente mientras cogían y, no sólo eso, desde las entrañas de ella y a escasos centímetros del miembro erecto de su padre? Héctor, durante el día, lo aceptaba mostrando apenas alguna queja, pues de cualquier modo pasaba muchas horas en la oficina. Pero en cuanto volvía a casa y se iba a la cama, le ganaban sus ganas y hacía intentos apasionados sin ningún éxito. Casandra volvía a sus achaques de embarazada y ni cómo convencerla.

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Una noche, sin voltearlo a ver, se dio cuenta que Héctor se masturbaba a su lado. La respiración era inconfundible, tan agitada como la de un bulldog yendo detrás de un hueso. Además, Héctor emanaba un olor agrio cada que se dejaba llevar por sus pulsiones sexuales. A Casandra la invadieron las náuseas y no precisamente por el embarazo. Una mano le rozó la pierna y ella permaneció quieta, tensa, cerrando los ojos y deseando estar en otro cuerpo, uno que no fuera de nadie más. —Es en serio, la casa se va a venir abajo —Le dice aprisionada entre caricias, cada vez más desesperada por escaparse de ahí, insistiendo en que no quiere, ahorita no, el bebé, el bebé, el bebé, sin que Héctor la escuche o haga caso de los ruidos que ella cree escuchar. Es como si temblara, pero sin que Casandra perciba algún movimiento; sólo el ruido de las cosas, de la casa, un silencio haciéndose pedazos. —De todo te quejas —opinó Héctor la primera vez que ella le habló sobre tales ruidos. Fue a la noche siguiente del temblor. Según él, Casandra no tenía motivos para alarmarse. Le dijo lo que ya sabía: es una residencia nueva dentro de un fraccionamiento confiable. El temblor no movió nada. Es más, a ninguno de los vecinos se les agrietó una sola pared, le aseguró con despreocupación, soberbia y certeza. Héctor tenía buenos argumentos, pues —a pesar de la magnitud del sismo— no se percibieron daños visibles en ese conjunto de viviendas de dos pisos, tres habitaciones, dos baños, suelo de cerámica, patio interior y cochera para dos autos. La casa había sido irreprochablemente diseñada, hecha con finos y sólidos materiales, le costó una fortuna pero a un precio razonable y, por si no fuera suficiente, estaba muy bien resguardada en un entorno privado, ubicada casi a las afueras de Oaxaca. Héctor tiene razón, se lo decía Casandra a sí misma a ver si en algún momento lo daba por hecho. Posiblemente se estaba volviendo loca o se preocupaba de más por su hijo; a un grado que —a raíz del temblor— oscilaba entre la ansiedad y la exigencia de ser madre. Después de todo, había sido ella la que convenció a Héctor de que dejara Puebla y comprara esa casa. Además, nadie la obligó a mudarse. Tomó por sí sola esa decisión sin pensarlo con detenimiento, creyendo que estaría mucho mejor que en la pobreza donde vivió tantos años. Hasta se entusiasmó cuando Héctor le propuso vivir juntos, sin considerar la gran diferencia de edad entre uno y otro—dos décadas—, ni el poco tiempo de conocerse —cinco meses—. El contraste con esas casas era lo que últimamente aparecía en los noticieros, todas las zonas marginales que fueron afectadas por el temblor.

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En un minuto con treinta segundos el movimiento sísmico hizo ruinas lo que el paso del tiempo, la mala planeación urbana y la nula restructuración ya tenía en parte arruinado, dejando sin hogar a comunidades enteras. Incluso apareció en televisión el barrio donde creció Casandra. Pudo ver, de paso, su antigua calle, con cada casa marcada por fisuras difíciles de resanar y, casi fuera de cámara, a su mamá y a su padrastro, confundidos entre la multitud y los escombros. Al instante cambió de canal. Ya sólo debía pensar en su hijo. Era su única prioridad. Ahora sí le prestaría toda la atención necesaria. Si la tierra volvía a sacudirse o si había algún incendio o una revuelta social o el principio del fin del mundo, ella lo protegería como a nadie. Le era imperdonable haberlo olvidado aquella noche. ¿Cuántas mamás —se preguntaba a sí misma— olvidan a sus bebés en una situación de riesgo? Al tercer día del temblor, hasta realizó una búsqueda por internet. Se arrepintió enseguida. Terminó leyendo una página donde se describían crímenes inhumanos, encontrando similitudes entre ella y las más famosas filicidas norteamericanas. A esa edad, aunque no lo recuerde, seguramente ya le quedó un trauma, pensaba sin comentarlo con nadie y a pesar de que su hijo pareciera estar bien. Incluso Héctor lo llamaba, de cariño, “mi budita”, tanto por su aspecto como por su intachable serenidad. Ni siquiera lloraba por las noches. Esto no evitaba que —por más que Héctor hiciera el intento de retenerla— Casandra se levantara y se dirigiera a la habitación de su hijo. Le preocupaban los ruidos, que tuviera hambre, que estuviera bocabajo y, por otra parte, así podría distanciarse de aquella cama compartida. A veces intentaba darle pecho, lo paseaba entre sus brazos o únicamente lo miraba en la cuna, permaneciendo a su lado una o dos horas más, recostada en el suelo, buscando el sueño en otra parte. Tiembla. Casandra tiembla, aunque siente que cada vibración está afuera de ella. Cree que es la casa, el país, el mundo que se agita. Los ruidos crecen, pero ya no dice nada al respecto. Está muda, sin ninguna palabra, mientras Héctor —como una ciudad que se expande sobre la tierra— la abarca por completo, resoplando fuerte y con prisa; le baja la ropa, le abre las piernas y la penetra lanzando un bramido que nadie más oye. La cabecera de la cama pega contra la pared una y otra vez. Casandra cierra los ojos e intenta hacer lo mismo con los oídos. Está aturdida. Le parece que habita otro cuerpo, que tiene un dolor ajeno cada que la embisten. —¿Así te gusta, verdad? —Murmura Héctor cerca de su oreja y después le pega su boca al pecho para alimentarse de ella. No hay respuesta. Casandra sólo espera a que la casa se derrumbe. Sin embargo, después de un minuto o de una hora o de una eternidad que se confunde con la noche, corre un líquido caliente en su interior, los ruidos cesan

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y Héctor se hace a un lado, le dice algo que ella no escucha, le da un beso de buenas noches en la frente y se voltea, listo para dormir. Casandra abre los ojos. El silencio no la deja descansar. Es un silencio que la rodea, como si alrededor sólo quedaran las ruinas de una civilización donde antes hubo un valle. Es tanto el silencio que hasta cree escuchar pensamientos más allá de su cabeza, los cuales son un tejido sin hilo, grietas que nadie ve. Casandra se levanta, va hacia el baño, se lava la entrepierna y deja la llave abierta. Escucha el agua cayendo en el lavamanos como un eco, una distancia que se pronuncia. Sigue aturdida, en una realidad que no le concierne, donde la tranquilidad exterior no da ningún consuelo interno. Después va hacia la habitación de su hijo. Está dormido, al igual que su papá. Casandra lo mira en la oscuridad, lo alza con ambas manos e intenta acercarlo a su pecho, pero no puede. Un temblor cada vez más violento la recorre, hasta que pierde el control de los brazos, el silencio se rompe y todo su mundo se viene abajo. Tomado del libro En todo cuerpo hay vacío Editorial Universidad de Guadalajara. México, 2023

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HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN Alemania • Schulze, Ingo ~ 2012 Argentina • Birmajer, Marcelo ~ 2009, 2016 • Consiglio, Jorge ~ 2019 • Correa Fiz, Valeria ~ 2018 • Cozarinsky, Edgardo ~ 2018 • Enríquez, Mariana ~ 2020 • Giardinelli, Mempo ~ 2016 • Heker, Liliana ~ 2014 • Luján, Marcelo ~ 2020 • Mairal, Pedro ~ 2008 • Neuman, Andrés ~ 2007 • Obligado, Clara ~ 2022 • Olszanski, Fernando ~ 2022 • +Piglia, Ricardo ~ 2010 • Schweblin, Samanta ~ 2008 • Shua, Ana María ~ 2013 • +Uhart, Hebe ~ 2014 Valenzuela, Luisa ~ 2007 Bolivia • Baudoin, Magela ~ 2021 • Colanzi, Liliana ~ 2022 • Paz Soldán, Edmundo ~ 2013 • Rivero, Giovanna ~ 2011 Brasil • Bracher, Beatriz ~ 2016 • +Fonseca, Rubem ~ 2007 • Torres, Mariana ~ 2015 Canadá • Proulx, Monique ~ 2008 Chile • Costamagna, Alejandra ~ 2013 • Franz, Carlos ~ 2009 • Jeftanovic, Andrea ~ 2015 • Mellado, Isabel ~ 2011 • Mellado, Marcelo ~ 2012 • Mihovilovich, Juan ~ 2022 • Muñoz Valenzuela, Diego ~ 2019 • +Sepúlveda, Luis ~ 2008

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Colombia • Aguilera, Marco Tulio ~ 2007 • Mejía, Andrea ~ 2021 • Montoya, Pablo ~ 2016 • Rosero, Evelio ~ 2012, 2017 • Rubiano, Roberto ~ 2007 Corea • Young, Ha Kim ~ 2012 Croacia • Simic, Roman ~ 2012 Ecuador • Alemán, Gabriela ~ 2016 • Ampuero, María Fernanda ~ 2020 • Ojeda, Mónica ~ 2021 • Rodríguez, Solange ~ 2019 El Salvador • Hernández, Claudia ~ 2015 España • Bagunyá, Borja ~ 2011 • Calcedo, Gonzalo ~ 2010 • Castán, Carlos ~ 2021 • Cebrián, Mercedes ~ 2017 • Cerrada, Cristina ~ 2017 • Escapa, Pablo Andrés ~ 2010 • Esteban, Patricia ~ 2010 • Freire, Espido ~ 2009 • Giralt, Marcos ~ 2011 • Lara, Jordi ~ 2018 • Karmele, Jaio ~ 2013 • Marse, Berta ~ 2009 • Merino, José María ~ 2010 • Mesquida, Biel ~ 2011 • Morellón, Alejandro ~ 2017 • Palma, Felix ~ 2019 • Perezagua, Marina ~ 2015 • Puntí, Jordí ~ 2012 • Rodríguez, Eider ~ 2019 • Tizón, Eloy ~ 2014 • Viejo, Paul ~ 2013 Eslovenia • Kumerdej, Mojca ~ 2012


Francia • +Saumont, Annie ~ 2007 Guatemala • Fuentes, Rodrigo ~ 2022 • Halfon, Eduardo ~ 2020 • Rey Rosa, Rodrigo ~ 2016 Inglaterra • Hadley, Tessa ~ 2015 • Welsh, Irvine ~ 2015 Irak • Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007 Israel • Adaf, Shimon ~ 2018 • Keret, Etgar ~ 2012 Italia • Bonvicini, Caterina ~ 2008 • Cavazzoni, Ermanno ~ 2008 México • Aguilar, Elvira ~ 2019 • Beltrán, Rosa ~ 2007 • Boone, Luis Jorge ~ 2014 • Briceño Martín, Carlos ~ 2019 • Canché, Luis Antonio ~ 2022 • Chimal, Alberto ~ 2014, 2017 • Clavel, Ana ~ 2010, 2016 • Conde, Rosina ~ 2019 • Eudave, Cecilia ~ 2021 • Espejo, Beatriz ~ 2017 • Esquinca, Bernardo ~ 2015, 2020 • García, Elpidia ~ 2018 • García Bergua, Ana ~ 2010 • García-Galiano, Javier ~ 2010 • Garrido, Felipe ~ 2014 • Herbert, Julián ~ 2013 • Hernández, Jorge F. ~ 2008 • Lavín, Mónica ~ 2010 • Martín Briceño, Carlos ~ 2019 • Monge, Emiliano ~ 2009 • Montiel, Mauricio ~ 2015 • Morábito, Fabio ~ 2010 • Murguía, Verónica ~ 2017

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Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013 Ortuño, Antonio ~ 2009, 2017 +Padilla, Ignacio ~ 2016 Parra, Eduardo Antonio ~ 2008, 2021 +Pitol, Sergio ~ 2007 Raphael, Pablo ~ 2011 Rivera Garza, Cristina ~ 2009 Salinas Basave, Daniel ~ 2018 +Samperio, Guillermo ~ 2010 Tinoco, Paola ~ 2010 +Uribe, Álvaro ~ 2013 Villegas, Rafael ~ 2022 Villoro, Juan ~ 2012 +Zepeda, Eraclio ~ 2007

Nicaragua • Ramírez, Sergio ~ 2022 Noruega • Koritzinsky, Roskva ~ 2022 Perú • Ampuero, Fernando ~ 2016 • Iwasaki, Fernando ~ 2011 • Yushimito, Carlos ~ 2017 Portugal • Cruz, Afonso ~ 2018 • Jorge, Lidia ~ 2020 Reino Unido • Hadley, Tessa ~ 2015 • Welsh, Irvine ~ 2015 Serbia • Petrovic, Goran ~ 2008 Suiza • Stamm, Peter ~ 2011 Uruguay • Delgado Aparaín, Mario ~ 2014 Venezuela • Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009 • Quintero, Ednodio ~ 2007 • Vall, Keila ~ 2022 ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2023 ●

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HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR ORDEN ALFABÉTICO • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •

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Adaf, Shimon ~ Israel Aguilar, Elvira ~ México Aguilera, Marco Tulio ~ Colombia Alemán, Gabriela ~ Ecuador Ampuero, Fernando ~ Perú Ampuero, María Fernanda ~ Ecuador Bagunyá, Borja ~ España Barrera Tyszka, Alberto ~ Venezuela Baudoin, Magela ~ Bolivia Beltrán, Rosa ~ México Birmajer, Marcelo ~ Argentina Bonvicini, Caterina ~ Italia Boone, Luis Jorge ~ México Bracher, Beatriz ~ Brasil Briceño Martín, Carlos ~ México Canché, Luis Antonio ~ México Calcedo, Gonzalo ~ España Castán, Carlos ~ España Cavazzoni, Ermanno ~ Italia Cebrián, Mercedes ~ España Cerrada, Cristina ~ España Chimal, Alberto ~ México Clavel, Ana ~ México Colanzi, Liliana ~ Bolivia Conde, Rosina ~ México Consiglio, Jorge ~ Argentina Correa Fiz, Valeria ~ Argentina Costamagna, Alejandra ~ Chile Cozarinsky, Edgardo ~ Argentina Cruz, Afonso ~ Portugal Delgado Aparaín, Mario ~ Uruguay Enríquez, Mariana ~ Argentina Escapa, Pablo Andrés ~ España Espejo, Beatriz ~ México Esquinca, Bernardo ~ México Esteban, Patricia ~ España Eudave, Cecilia ~ México

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+Fonseca, Rubem ~ Brasil Franz, Carlos ~ Chile Freire, Espido ~ España Fuentes, Rodrigo ~ Guatemala García Bergua, Ana ~ México García, Elpidia ~ México García-Galiano, Javier ~ México Garrido, Felipe ~ México Giardinelli, Mempo ~ Argentina Giralt, Marcos ~ España Hadley, Tessa ~ Reino Unido Halfon, Eduardo ~ Guatemala Heker, Liliana ~ Argentina Herbert, Julián ~ México Hernández, Claudia ~ El Salvador Hernández, Jorge F. ~ México Hussin, Jabbar Yassin ~ Irak Iwasaki, Fernando ~ Perú Jeftanovic, Andrea ~ Chile Jorge, Lidia ~ Portugal Karmele, Jaio ~ España Keret, Etgar ~ Israel Koritzinsky, Roskva ~ Noruega Kumerdej, Mojca ~ Eslovenia Lara, Jordi ~ España Lavín, Mónica ~ México Luján, Marcelo ~ Argentina Mairal, Pedro ~ Argentina Marse, Berta ~ España Martín Briceño, Carlos ~ México Mejía, Andrea ~ Colombia Mellado, Isabel ~ Chile Mellado, Marcelo ~ Chile Merino, José María ~ España Mesquida, Biel ~ España Mihovilovich, Juan ~ Chile Monge, Emiliano ~ México


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Montiel, Mauricio ~ México Montoya, Pablo ~ Colombia Morábito, Fabio ~ México Morellón, Alejandro ~ España Muñoz Valenzuela, Diego ~ Chile Murguía, Verónica ~ México Nettel, Guadalupe ~ México Neuman, Andrés ~ Argentina Obligado, Clara ~ Argentina Ojeda, Mónica ~ Ecuador Olszanski, Fernando ~ Argentina Ortuño, Antonio ~ México +Padilla, Ignacio ~ México Palma, Felix ~ España Parra, Eduardo Antonio ~ México Paz Soldán, Edmundo ~ Bolivia Perezagua, Marina ~ España Petrovic, Goran ~ Serbia +Piglia, Ricardo ~ Argentina +Pitol, Sergio ~ México Proulx, Monique ~ Canadá Puntí, Jordí ~ España Quintero, Ednodio ~ Venezuela Ramírez, Sergio ~ Nicaragua Raphael, Pablo ~ México Rey Rosa, Rodrigo ~ Guatemala Rivera Garza, Cristina ~ México Rivero, Giovanna ~ Bolivia Rodríguez, Eider ~ España Rodríguez, Solange ~ Ecuador Rosero, Evelio ~ Colombia Rubiano, Roberto ~ Colombia Salinas Basave, Daniel ~ México +Samperio, Guillermo ~ México +Saumont, Annie ~ Francia Schulze, Ingo ~ Alemania Schweblin, Samanta ~ Argentina

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+Sepúlveda, Luis ~ Chile Shua, Ana María ~ Argentina Simic, Roman ~ Croacia Stamm, Peter ~ Suiza Tinoco, Paola ~ México Tizón, Eloy ~ España Torres, Mariana ~ Brasil +Uhart, Hebe ~ Argentina +Uribe, Álvaro ~ México Valenzuela, Luisa ~ Argentina Vall, Keila ~ Venezuela Viejo, Paul ~ España Villegas, Rafael ~ México Villoro, Juan ~ México Welsh, Irvine ~ Reino Unido Young, Ha Kim ~ Corea Yushimito, Carlos ~ Perú +Zepeda, Eraclio ~ México

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