Revista, junio 2014

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No todas las niñas son nínfulas según H. H., ni la belleza canónica occidental es su rasgo distintivo: La vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue […] el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar.2

“Apenas tenue”, “Toda fuente” y “Después del paraíso” son los capítulos del libro, podríamos decir, pero más importante, son también los momentos de desarrollo de Ada, la nínfula de la novela de Ana Clavel. En el primero la nínfula es un fluir de emociones que comienza a descubrirse en el reino del padre omnipotente. Todo es un juego y todo es parte de esa eterna fábula que de niños nos contamos: la vecindad y sus patios es el castillo, y más allá de estos límites el territorio de lo que está por conocerse con sus riesgos y peligros, la aventura. Aunque la autora no precise de llevar a sus personajes más allá de fronteras

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Ibid., p. 10.

geográficas para ese riesgo y aventura: el propio cuerpo de Ada es espacio de novedad permanente, la mirada insistente que horada el espejo revelando una jugosa boca de labios gruesos y rojos a fuerza de morderlos, los ojos rasgados con algo de exotismo; o los escarceos y tentaciones con los amigos y primos donde todo límite es difuso. Todo borde irregular y pálido. No hay línea de interdicción, o la hay solamente para ser infringida. El dulce cosquilleo de franquear lo prohibido. El eterno tabú de la manzana territorio vedado. Y Ada se para ahí con la soberana impudicia de la inocencia. Inocencia perturbadora.


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