Gaceta Políticas 250

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empezar a sumar fuerzas y dejar de restarlas a causa de enfrentamientos internos ocacionados por la disputa por la supremacía o hegemonía de una u otra fracción dentro del campo de la izquierda. En el México de nuestros días se escuchan frecuentes llamados unitarios a partir de la contrarreforma energética, asumida como un despojo que afecta al país y un agravio compartido por sus integrantes. La tesis que circula es que en torno a la defensa del petróleo como patrimonio de todos los mexicanos debería unirse el pueblo y/o las izquierdas. ¿Qué pueblo? ¿Cuáles izquierdas? Me limitaré, para terminar esta breve reflexión, a problematizar la segunda pregunta, siendo que la primera implica una larga y compleja digresión sociológica que permita reconocer a lo popular como un recorte social políticamente pertinente. Las izquierdas mexicanas de las últimas décadas, desde la disolución de las principales organizaciones socialistas en el prd, giraron en torno al paradigma nacional-popular. Un paradigma que recupera en clave crítica y opositora la tradición de la ideología de la revolución mexicana, se traduce, a nivel organizacional, en la existencia de partidos de carácter frentista como el prd y el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y recurre a la mediación carismática o, si se quiere usar una fórmula más polémica, a la tradición política caudillista nacional. Al mismo tiempo, al margen de esta corriente central, antes con mucha fuerza y en la actualidad en una versión marginal y desdibujada, se plantó el neozapatismo surgido del levantamiento de 1994 que, desde la fuerza de su arraigo en Chiapas y su proyección internacional, formulaba una propuesta de transformación de alcance nacional. Esa propuesta se modificó de manera parcial y se radicalizó en La Otra Campaña a partir de 2005, adquiriendo tintes de manifiesta intención anticapitalista y revolucionaria, ocupando un espacio relativamente vacío desde la desaparición de las principales organizaciones socialistas en México. El fracaso de La Otra Campaña y el repliegue del zapatismo dejaron el campo del radicalismo anticapitalista disperso en una miríada de grupúsculos de distinta filiación marxista y anarquista. La aparición del movimiento #YoSoy132 oxigenó este espacio –caminando sobre el hilo del problema de la diversidad de posturas y perspectivas– pero su carácter coyuntural, efímero y esporádico, no permitió generar un ámbito permanente de participación y organización de la juventud mexicana.

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Por otra parte, una serie de experiencias más constantes y duraderas de lucha a nivel sectorial (tendencialmente bajo el formato sindical o de organización comunitaria o urbano-popular) se ubican en distintos puntos del espectro político manteniendo una relativa o estricta autonomía respecto del polo político nacional-popular. Este universo de organizaciones y movimientos sociales pertenece, sin duda, a la izquierda y podría denominarse izquierda “social” para distinguirla de la izquierda “política”, diferenciando el campo principal y fundamental de su actuación y de su interés. Al mismo tiempo, desde un criterio ideológico, esta demarcación no permite captar las variantes al interior del universo nacional popular como tampoco otros referentes más radicales inspirados en el socialismo, anarquismo u otras matrices emergentes que aparecieron en particular en experiencias juveniles (por ejemplo en el #YoSoy132) o comunitarias (en especial en el contexto de las múltiples y crecientes luchas socioambientales que proliferan en defensa del territorio, objeto de la intensificación del despojo ligado a la extracción de minerales, agua, energéticos, etc.). Como es evidente, inclusive en una descripción sumaria, se trata de grupos muy diversos entre sí por forma y orientaciones –sin mencionar las rivalidades propias de los grupos dirigentes en defensa de sus respectivos marcos organizacionales y, en ellos, de su liderazgo personal. Así que la unidad, en sentido estricto, no sería deseable en tanto atentaría contra el pluralismo, forzaría en un mismo molde formas objetivamente diversas, y violentaría una idea de democracia participativa, abierta a la diferencia y la disidencia que implica la autonomía –aunque sea relativa– de grupos y corrientes. Al mismo tiempo, subordinaría, como ha sucedido en el pasado, al archipiélago de movimientos y organizaciones sociales a la lógica centralizada de los partidos políticos. Por último, en el caso de las relaciones y los procesos concretos hoy en curso, la unidad no parece realizable por las inercias propias de las organizaciones y sus dirigentes. Sin embargo, hay que convenir que una convergencia táctica, respetando las identidades, las formas de agregación y participación, así como las apuestas estratégicas de mediano y largo plazo, sería indispensable para enfrentar la coyuntura actual que coloca a las clases subalternas, a las organizaciones populares y a las izquierdas a la defensiva y en resistencia frente a una ofensiva derechista que


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