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VOLVER A EMPEZAR Eugenio Ibarzabal


Volver a empezar – 2013 Eugenio Ibarzabal Todos los derechos reservados


Ilustraci贸n de la portada: Irati Fern谩ndez Gabarain


A Sarah, mi chica


Él le preguntó: ¿Qué quieres de mí? y el ciego le contestó: Maestro, que vea Lc. 18,4


INDICE PRIMERA CONVERSACIÓN I-El perro negro. II. Luchando con un hostil. III. Una carta. IV. Tres historias y media. V. Encuentro con la paz. VI. Los clavos del faquir. VII. No era eso. VIII. Vuelta atrás. IX. ¿Personas racionales?... X. Caras, trayectorias y vidas. XI. En el Palacio de Belvedere. XII. Repasando una vida. XIII. Historia de Esther. XIV. La escuadra de barcos. XV. En el Museo de la Ciencia. XVI. Jerusalem. XVII. Alguien con quien hablar. XVIII. No eran dos sino tres. SEGUNDA CONVERSACIÓN. XIX. Otra carta. XX. Final del libro. XXI. Volviendo al principio. XXII. No era ella, era yo. …Y UN MONÓLOGO FINAL XXIII. El alcohol y la soda.


PRIMERA CONVERSACIÓN


I-El perro negro.

Me llamo Nik, en realidad soy Nicolás, luego fui Nikola y ahora me he quedado simplemente en Nik, y como tengo que poner un inicio a mi historia, he pensado que lo que ocurrió aquel día podría ser un buen comienzo. Volvía de dar un seminario y me sentía muy cansado. Pero, al observarlo, recuerdo que pocas veces había tenido una impresión tan clara de que era un cansancio exclusivamente mental. Sí. Traté de describirlo en el momento en que lo descubrí: era como si algo material ocupara por completo mi cerebro y no dejara, luego, entrar nada en él. Y lo que era peor: ese algo sólido chocaba y se restregaba contra las paredes de mi cerebro, produciéndome un dolor constante. Lo de siempre, me dije: Cansancio Mental Continuo, o dicho de otra manera, C.M.C. Pero aquel día me sentí todavía más exhausto. Hay cansancios y cansancios. Existe un cansancio que considero relajante: puesta la atención sobre mis piernas, puedo observar un cierto hormigueo amable. Esto me hace bien. Pero lo de aquel día, no. Recordé haberlo sufrido en algunos momentos anteriores. En cualquier caso, no tan grave. Le suelo llamar C.M.C., y con eso, al menos yo, me entiendo. Me ayudó a identificarlo algo que descubrí en una de las tantas biografías de Churchill que había leído a lo largo de los años. Aquél decía sufrir de lo que denominaba el “perro negro”. Era un leve ataque depresivo. Pero lo mío, sin ser originalmente eso, al final, se había convertido en algo muy parecido a eso. Poco a poco, una fuerza interior brutal que yo no podía controlar me fue obligando a fijarme sólo en lo malo que en ese momento había en mí. ¿Que qué era eso malo?... Primeramente, lo malo que había sucedido en el propio día, y, más en concreto, los momentos desagradables del seminario que había ofrecido a un grupo de profesores. Tenía las encuestas de satisfacción a mi lado, pero sabía que no era el momento de leerlas. En aquel preciso momento, lo sabía, sólo me fijaría en sus críticas. Y en segundo lugar, observé que eso malo del día se iba convirtiendo, paulatinamente, en acusaciones hacia los demás. Era como si, de repente, sólo me fijara en lo que el resto de la humanidad debería haber hecho y, sin embargo, no hizo, empezando por aquella mujer a la que no sabía muy bien entonces si yo todavía quería o no. Comenzó a brotar en mí un cúmulo de amargura hacia todos; un sentimiento viscoso que yo conocía muy bien. Me iba acercando poco a poco al pozo, donde, curiosamente, tan bien me encontraba a veces. Inexplicable, ya lo sé. Finalmente, me llegó una pregunta a la que no fui capaz de responder: “¿Qué hago yo trabajando en esto?... ¿Para qué?”... Recordé cómo había elaborado en su momento mi propio proyecto personal, y lo traje, con mucho esfuerzo, eso sí, hasta la mente, pero me sonó a hueco. Solía yo decir que el proyecto era como una “percha” de la cual uno podía agarrarse para no perder la perspectiva en los momentos malos; una “percha” para poder acotar lo que uno hacía, ayudar a situarse a uno mismo y lo que hacemos en un contexto más sólido y más seguro.


Pero, esta vez, no me sirvió de nada. No me podía “colgar de esa percha”. Ni de ninguna. Es más: lo único real era lo que en ese momento sentía, y no el proyecto que años atrás yo había escrito. ¿Sería que entraba en una nueva etapa?... ¿No valdría ya lo de atrás?... ¡Si supieran los que tan solo unas pocas horas antes me escuchaban lo que ahora estaba pensando, esos a los que había animado a rehacer su trabajo, a cambiar su manera de ver y, en definitiva, a vivir en conformidad con un cierto sentido que dar a cada mañana!… Felizmente, no lo sabrían nunca. O quizás, sí. ¿Qué iba a decirles en el caso de que no pudiera ocultarlo y llegaran a descubrirlo?... Una sensación de impostura generalizada me invadía, tan sólo atemperada por un rayo de luz que llegó a mi mente al pensar que, al menos, felizmente, no sería hasta la próxima semana cuando me tendría que enfrentar de nuevo a ellos. Cabía, pues, espera y confiar en que también esto pasara. Pensé también que tal vez podría ser algo físico: falta de azúcar o algo así, un bajón, aunque nada sabía yo de la necesidad de azúcar; tan sólo que tomaba muy poco, porque me habían dicho -no sabía muy bien quién-, que no era nada bueno. Desde ese momento, había dejado de disfrutar del café que tanto me gustaba, y ahora pensaba que tal vez el azúcar se estaba vengando de mí. Tonterías, obviamente. ¿Cómo había terminado pensando en el azúcar y en el café?... No me podía fiar ni de mí mismo ni de lo que pensaba: no controlaba, no me controlaba. Era evidente. En todo caso, ¿por qué seguía haciéndome preguntas que no tenían respuesta, o que, al menos yo, no sabía darles respuesta?... Estaba, una vez más, perdiendo el tiempo. Volví a fijarme en la carretera. Eso, al menos, me centró un poco. Y tratando de no perder aún más la perspectiva, procuré recordar momentos buenos, del seminario primero y de mi vida después. Pero no pude. Definitivamente, algo imparable se había apoderado de mí.


II. Luchando con un hostil.

“Me está mintiendo, todo el mundo miente... El hombre es un ser que miente constantemente”, pensé para mí cuando uno de los miembros del equipo de mejora con el que estaba trabajando me planteó la quinta dificultad consecutiva, muy a pesar de haber yo respondido a las cuatro anteriores y observar que no había sido capaz de lograr cambiarle de actitud, como parecía obvio. ¿Qué sentido tenía que le respondiera y argumentara una vez más, cuando, a los pocos minutos, tendría que hacer frente a la sexta dificultad de la misma persona, dificultad mostrada, además, con el mismo cinismo de las cinco anteriores?... Esta vez sí, pensaría tal vez aquél, habría encontrado finalmente la pregunta que el consultor no podría contestar y que, a su vez, demostraría que sus alternativas de mejora no servían para nada, porque el que preguntaba hacía tiempo que había decidido no hacer nada que no fuera quejarse y atacar a la dirección correspondiente, la que fuera: la de antes, la de ahora y la que pudiera existir el día de mañana. ¿No había comenzado por manifestar en la primera sesión, que había oído decir que un proceso parecido, y que se había efectuado en otra organización –no se creyó en la obligación de ofrecer ni su nombre como prueba–, había acabado, como consecuencia del supuesto stress producido por el cambio que yo proponía, con el suicidio de dos de sus empleados?... ¿Cómo creer, pues, en su buena intención?... Me vino a la cabeza la misma pregunta: “¿Pero qué hago yo aquí?... ¿Por qué utiliza este imbécil este tipo de argumentos cuando, en realidad, su verdadera razón es que no quiere hacer absolutamente nada, ni cambiar su manera de trabajar, ni su actitud ante los demás, en lo más mínimo?... Es mentira todo lo que dice: no se lo cree y, sin embargo, yo estoy aquí, respondiendo a sus mentiras y entrando en su innoble juego”... Tratando de distanciarme, y no sabiendo muy bien qué hacer, me apoyé primero en el respaldo de la silla y, al tiempo, me puse en pie. Comencé a andar a lo largo de la sala, generando silencio entre los allí presentes. En realidad, fijé la atención en mis pies, mientras andaba, cabizbajo y despacio. Observé primero mi talón tocando el suelo, luego la planta bien pegada y, finalmente, los dedos de los pies, hasta que, nuevamente, levanté el talón y efectué luego el mismo ejercicio pero con el otro pie. Por fin conseguí centrarme de nuevo. En ese momento me detuve en el centro de la sala y pregunté a todos los miembros del equipo de trabajo: – ¿Quién piensa como él?.... ¿Podrían por favor levantar la mano los que están de acuerdo con lo que está diciendo?... Un violento silencio se adueñó de la sala, un silencio que resultaría lo único agradable de aquel día. “Jódete”, pensé. Funcionó. Nadie levantó la mano, el hostil quedó arrinconado y callado, y el trabajo del equipo pudo proseguir. Pero yo había tenido que forzar mucho la situación y las consecuencias se advertirían, imaginé, en la siguiente sesión. El hostil trataría seguramente de agrupar adeptos para vengarse de mí. Mi única posibilidad era la de obtener


resultados lo antes posible, reforzar a la gente buena –una o dos, nada más, posiblemente– y seguir adelante. Necesitaba tiempo para conseguir un pequeño éxito visible, y ese éxito debería producirse, además, en el menor plazo posible. Mi trabajo era como pedalear en una bicicleta, temiendo que, si la bicicleta se detenía, me caería definitivamente al suelo, y lo que es peor, me haría mucho daño, daño de verdad. ¿Acaso a esto se le podía llamar trabajar?... Me salvó la hora del café, momento en que yo solía aprovechar para, con cualquier excusa, escapar de los clientes, olvidar sus caras y evitar su conversación. En un tiempo acudía con ellos a la cafetería, en el afán de congeniar con ellos, conocerles un poco mejor, ver quién era quién y captar así cómo se estaba produciendo la recepción de mi trabajo. Hasta que me di cuenta de que lo que yo realmente buscaba era el reconocimiento y la afirmación. Y en pocos casos los encontraba, esa es la verdad, porque muchos de los clientes no eran claros ni transparentes en sus juicios, salvo los contrarios al cambio, muy a pesar de que su contrariedad se mostraba más bien a través de su lenguaje corporal que por lo que, de una manera clara, me decían. Unos parecían vigilar a otros, y una oscura complicidad reinaba, de hecho, para evitar decirme, a la postre, algo de verdadero interés. Con el tiempo, renuncié. Solía quedarme en la sala, comiendo un poco de fruta, pedía si era posible que me trajeran un café o, simplemente, salía a la calle y me iba a otra cafetería. “¡Necesito un descanso, Dios!”, me solía decir a mí mismo. Pero esta vez, como no conocía bien el lugar, aunque hice un recorrido diferente, me topé de frente con ellos. Ya no les podía evitar. Ese fue el día en que la conocí. – ¿Y tú, qué vas a tomar? –me dijo, mientras observé que la que me preguntaba estaba haciendo también lo mismo con el resto del grupo–. – Cortado, o mejor… descafeinado cortado –contesté–. – ¿Cansado?... ¿Somos guerreros, eh? –preguntó, sin dar tiempo a que yo pudiera contestar a su primera pregunta–. Pensé, o más bien quise pensar, que se trataría de la “positiva” del equipo. Siempre la había, en todos los lugares y circunstancias, por difícil que fuera la situación. Y ella sonreía, como hacen siempre los “positivos”. Dudé al contestar. No sabía si responder en serio o a través de una mera frase de cortesía. Tampoco ahora me dio tiempo de hacerlo. – Me llamo Esther –y me dio la mano. Se había presentado también antes, al inicio de la sesión, pero yo no recordaba su nombre, aunque sí su cara. Era preciosa. Me sorprendió que se presentara con tanta facilidad. No era muy habitual en personas con tan escasas habilidades sociales como parecían ser los componentes de aquel equipo–. – No le hagas mucho caso. Es un poco así… No es mala gente, pero tiene que llamar la atención, y siempre lo hace del mismo modo. No es mal profesional, no creas; pero tiene problemas desde hace un tiempo. – ¿Y por qué las paga conmigo?...


Ella rió, y a mí me gustó cómo se reía. Era morena, tenía el pelo largo y rizado, y sus ojos eran hermosos, como de color cocacola. Pero lo que más me llamó la atención fue sobre todo que era muy morena. Además, vestía de negro, o al menos, de muy oscuro. Ésa fue mi primera impresión, con la que me quedé. Intuí, sin saber muy bien porqué, que tal vez sería catalana. Últimamente me parecía que todos los catalanes a los que había conocido vestían de negro. Me dio un poco de reparo mirarla con más atención otra vez. Volví a mi papel. – ¿Crees que vamos avanzando? –le pregunté, volviendo a mi actitud habitual en estas circunstancias–. – Creo que sí, lo que ocurre es que todo esto es nuevo para nosotros. Un poco de aire fresco. Lo necesitaba. Vendía necesidad de reconocimiento para los demás en mis seminarios y era yo quien, en ese momento, más necesitaba ser reconocido. “No eres capaz de distanciarte, pensé. Dices que hay que hacerlo, que no hay que personalizar, pero no eres capaz de hacerlo. Ya no”. Lo malo era que se trataba tan sólo de la segunda sesión; el trabajo no había hecho sino empezar y el suelo no parecía nada fijo todavía. Al menos estaba ella, apunté en el diario aquella noche.


III. Una carta.

“He pensado muy bien lo que vas a leer. En realidad llevo meses, o incluso todo el último año, pensando sobre lo mismo. Al principio fue una intuición, pero lo he terminado de ver claro. Muy claro. Me voy de casa. Creo tener derecho a poder empezar de nuevo. Me he esforzado por continuar, tal vez menos de lo que debía, pero creo que el que tiene realmente que cambiar eres tú. He pensado mucho sobre lo que es el amor, y he creído que si se ama a una persona, si hubiera una prueba al respecto, tendría que ser la del interés por esa persona. Difícilmente se puede amar de verdad a una persona y no sentir interés real por ella. Y el interés se nota en que cuando alguien dice algo, la otra persona no responde de inmediato. La persona que siente verdadero interés por alguien, cuando escucha algo de ese alguien, se para a reflexionar sobre lo que la otra persona le ha dicho. El silencio inmediato que se produce antes de responder es la prueba del interés. Y la respuesta de la persona que ama, viene siempre cargada de buena intención. Con eso basta. A ti, que te interesan tanto los procesos, te diría que la buena intención es la clave de una respuesta, la buena respuesta es fruto de la reflexión sobre lo que la otra persona ha dicho, la reflexión es consecuencia del silencio, el silencio es lo que sigue al interés, y el interés es la prueba del amor. En los últimos tiempos no ha habido buenas respuestas por tu parte porque no te intereso, y no te intereso porque ya no me amas. “Hoy llegamos al final, al menos por mi parte. Me dirás que podía habértelo dicho en persona, pero creo habértelo dicho ya, de una u otra manera, muchas veces. De hacerlo nuevamente, hubiéramos empezado nuestra mutua colección de agravios. Una vez más. Para nada. “¿Sabes?, habrás notado que últimamente apenas hablábamos. Incluso has podido llegar a pensar que estábamos mejor, que habíamos asumido las cosas como son, y que eso es la madurez en una pareja. Pero no era así. No podía más. Hubo un tiempo en que observé que no te gustaba revolver lo que nos sucedía. Yo te planteaba preguntas y te mostraba mis quejas, mis expectativas y mis deseos. Te dolía y rehuías la conversación. Al principio no te entendía. Ahora sí. Ahora lo entiendo. Se rehuye cuando se constata que ya no hay nada que hacer. Y ahora soy yo la que me doy cuenta de que no hay nada que hacer; no deseo hablar más porque hablar me duele mucho. Lo he entendido todo, y ya no puedo aguantar que, en lugar de hablar, solo me hagas frases. “Me llevo lo que creo que es mío después de pensar en lo que puedes necesitar tú. No creo que la división que he efectuado sea motivo de discusión, porque no creo haberme aprovechado de nada. Pero si tienes algo que decirme, no dudes en escribir. Puedo asegurarte que llegaremos a un acuerdo. Por otra parte, como la separación de bienes era muy clara, el margen es el que es. Ésa fue una muy buena decisión. Y aunque me dolió entonces, porque lo consideré como un mensaje por tu parte, tengo que reconocer que ahora nos ha venido muy bien.


“No hay nadie más, aunque hay amistades con las que a lo largo de estos meses he podido hablar más y mejor de lo que he podido hablar contigo. He llegado a pensar que podía estar enamorándome de alguna de ellas. Pero no es así, o al menos en este momento, creo que no es así. El tiempo lo dirá. No te dejo por otra persona, puedes tenerlo claro. Te dejo porque no puedo hablar contigo, que era lo que más me gustaba de ti. “No me llames. Si hay algo que me tengas que decir, escríbeme. Aquí tienes la dirección. Es la casa de una amiga. No sé muy bien lo que voy a hacer. La vida me enseñará. Estoy harta de luchar y necesito descansar. No siento paz en este momento, pero sí la necesidad de que el agua empiece de nuevo a correr, porque hasta ahora estaba estancada y el agua estancada huele muy mal”. Lola.

Leí la carta al volver de un viaje de trabajo, días después. Estaba encima de la mesa de la cocina, cuidadosamente doblada, en un sobre a mi nombre. Había sido colocada de una manera discreta, pero como si, al mismo tiempo, fuera imposible no darse cuenta de su existencia. Me levanté de la silla y bebí un vaso de agua. Cuando abrí de par en par los armarios de nuestra habitación, vi que faltaba la ropa de mi mujer. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que lo que acababa de leer era cierto y de que no había ya vuelta atrás. Volví a introducir la carta en el sobre y la guardé en un sitio que consideré más seguro. Luego me quité la ropa, cuidadosamente, la dejé en su sitio habitual y me acosté. Era lo único que en ese momento supe hacer.


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