Etiqueta Negra - 64

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Su trabajo sólo consiste en pagarles y en terminar así con la tragedia. Como confidente de la familia de la víctima, Santos tiene acceso al dinero y al poder. En el caso de Buenos Aires, él organizó de inmediato un retiro de seiscientos mil dólares de un banco local. Siempre es igual. Cuando el efectivo es contado, clasificado y apilado, Santos entra en la agencia, con la adrenalina fluyendo. «Alguien en el banco sabe que tú eres el courier. No lo cuentan, sólo te entregan una bolsa», dice Santos. Luego él caminó nervioso fuera del local. Llevaba un bolso de gimnasio lleno de billetes de cien dólares. Al salir, observó a dos sospechosos que encendieron sus radiotransmisores, sólo para darle a entender que lo estaban observando. De vuelta en el hotel, Santos esperó. Una llamada telefónica siempre trae un nuevo mensaje. «Ve al zoológico, a la jaula del cóndor y deja el dinero allí». En la jaula del cóndor, Santos encontró una cajetilla de cigarrillos Marlboro. En el interior había una nota con las instrucciones finales: «Deja la bolsa aquí. No mires atrás. Márchate». Santos es un profesional: dejó el bolso, después observó cómo los secuestradores recogían el dinero. «No puedo soportar el término dejar porque: ¿quién va a dejar una bolsa con seiscientos mil dólares? Tu no dejas nada», dice Santos mucho después de ese recuerdo. Suena irritado ante la versión barata de lo que considera una noble vocación. Zildo Santos tiene una superstición, rituales y un código de conducta. Se viste como un turista: camisa de mangas cortas («así ellos no piensan que tienes un arma bajo la manga»), blue jeans, un reloj («los secuestradores son tardones por costumbre») y un gran bolso («¿Por qué Hollywood usa siempre una maleta? Ellos lucen importantes y llaman tu atención»). Sus gafas rosas de aviador son un toque personal, tal como su humor cáustico y su amor por vivir en ese límite donde no es víctima ni victimario. Santos siempre conduce un automóvil pequeño –rápido para llegar cerca de las locaciones, lue-

go lento en exageración para dejar un mensaje–. Así llega El caballero del bolso. Zildo Santos ha recorrido Sudamérica haciendo esos pagos secretos durante casi una década. Lo ha hecho en una escuela de samba. También en espigones solitarios. Él ha pactado esos encuentros más de cincuenta veces –cada aventura, una mezcla de Bourne y Bond–. Sus clientes son altos ejecutivos de multinacionales o familias ricas o cualquier millonario que ha tenido la mala fortuna de caer en las manos de una pandilla profesional de secuestradores en Sudamérica. Cada día, alguien es raptado. La gente es capturada y encerrada en una celda hasta que sus familias compran su libertad. La mayoría de secuestros en Sudamérica se conocen como «relámpago», pues la víctima es retenida durante menos de doce horas. Pero Santos prefiere trabajar en los «secuestros tradicionales», aquellos en los que la víctima es escondida durante semanas o meses. El caso del zoológico de Buenos Aires, por ejemplo, duró dos años y medio. Pero el delito suele rendirse ante el dinero. Por lo general, todas las víctimas pagan, algunos venden el automóvil, otros reúnen dinero de la familia. Los multimillonarios firman un cheque. Los montos suelen ser grandes en Sudamérica, tanto como quince millones de dólares para tener a ese ser querido de vuelta en casa. «Ellos le dicen a la víctima que esto no ocurrirá de nuevo, que ahora él tiene un seguro o una especie de vacuna contra los secuestros», dice Zildo Santos. «Son estupideces. No hay un remedio contra el secuestro. Siempre te puede raptar otra banda». La familia del banquero de Buenos Aires había aceptado pagar cinco millones de dólares en efectivo a cambio de su libertad. Para garantizar el envío del dinero, los antiguos guerrilleros pidieron que éste fuera dividido en cinco remesas a lo largo de treinta meses. Para evadir la vigilancia, los secuestradores siempre están cambiando las ocasiones. Santos hizo dos envíos sólo en un fin de semana. Salió de Buenos Aires con rumbo a Montevideo. Al salir del aeropuerto, él hizo un recorrido a lo largo de la costa. Buscaba un bote pequeño anclado en la arena. Santos localizó la embarcación, saltó en ella y esperó. Asumía que los secuestradores estaban por allí, observándolo desde los juncos, asegurándose de que nadie lo siguiera. «Vinieron desde la vegetación y llevaban la cara descubierta, de manera que los veías y ellos te veían. Siempre dicen lo mismo: “No espíes”. Mira abajo y no los observes. Debes darles a entender que no eres peligroso. ¿Si piensan que eres peligroso? Estás muerto».


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