Etiqueta Negra - 64

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De venta en ALDO & Co. T: (511) 444-1100.



02_ MAPA

VÁMONOS DE AQUÍ

SUPERMERCADO

DOSSIER: EN CONTRA

BONUS TRACK

12_

28_

46_

60_

Daniel Titinger

Álvaro Sialer

Alberto Fuguet

Roy Kesey

32_

30_

48_

96_

ADIÓS AL HUÁSCAR

¿DÓNDE ESTÁ MI MALETA? Pablo de Santis

40_

EL CABALLERO DEL BOLSO Jonathan Franklin

54_

EL BARCO DEL AMOR Katy Krause

RECETARIO DE COCINA

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Fritz Berger Ch.

CONTRA LOS DIRECTORES

CONTRA LOS PUBLICISTAS

CARTA A MI CENSOR

AFORISMOS Invitado: Fito Espinosa

Gustavo Rodríguez

50_

CONTRA LOS CRÍTICOS

66_

PORTAFOLIO Matías Costa

Hernán Migoya

52_

CONTRA LOS VIAJEROS Jorge Carrión

76_

CÓMO ATROPELLAR PERROS Lizzy Cantú

82_

EL INVENTOR DEL MOTOR Leonardo Haberkorn

99_ Ficcionario

por Martín Kohan

Inspiración



04_ QUIÉNES SOMOS

64 AÑO 7 - SETIEMBE 2008

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S E T I E M B E

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DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

S E G U N D O

T I E M P O

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EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

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06_ CARTA

HOMBRES CON RUEDAS

El mundo es de ellos, de los que se obstinan en quedarse. Quedarse jóvenes. Quedarse vivos. O, simplemente, quedarse en casa de sus padres. Tarde o temprano todos queremos retardar o negar el mandato ineludible de la biología. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Somos una trayectoria con un principio, algunas estaciones y una

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meta única e idéntica para todos (y casi siempre hay público o hay instrucciones para morir como

alrededor que –a veces cuesta comprenderlo– llora y va de

tampoco las hay para vivir, para cre-

luto en lugar de aplaudir el final de una carrera). Somos un

cer, para dejar la casa de tus padres o para

vehículo, y quizá dentro de nuestro cuerpo haya también un

asumir que ya eres un anciano y que por lo

piloto, eso que algunos llaman espíritu. O quizá no. Algu-

tanto debes agradecer que te cedan el asiento

nos querrán debatir sobre ello, pero es mucho más difícil

en el autobús. No hay instrucciones para de-

aceptar la evidencia principal: somos, por encima de todas

jar de ser un niño y convertirte, paso a paso,

las contradicciones aparentes (de las guerras con que nos

en un adulto productivo. O para hacerte pa-

matamos, del aire que envenenamos y del estrés que propa-

dre responsable o abuelo generoso o para,

gamos), un simple medio de transporte: portamos el ADN

llegado el momento en que te

de una especie. No hay instrucciones para

hartas de ser grande, volver a

vivir, es cierto, pero hay algo que los ani-

ser un niño. No hay manuales

males saben y que los hombres hemos ol-

para tomar decisiones bioló-

vidado en algún momento de esta absurda

gicas porque nadie puede con-

Historia con mayúsculas. Ellos, los anima-

tradecir a su propio cuerpo,

les, jamás destruyen el lugar donde nacerán

que no es una simple vitrina

sus hijos. Ésa es la garantía de continuidad

de la edad, sino puro tiempo

de sus especies. En cambio, las ansias de

recorrido: una máquina san-

acumular de los seres humanos (armarios

guínea que registra los kiló-

llenos de ropa, empresas, montañas y paí-

metros acumulados en lo más

ses enteros) sólo demuestran nuestro triste

profundo de los huesos. A lo

desarraigo de la naturaleza. Nos llenamos

mucho, aquella señora podrá engañarse a sí

de cosas como si fuésemos a quedarnos (solos, solteros, an-

misma ante el espejo y sentirse joven otra vez

clados) para siempre en esta vida. Pero lo cierto es que este

mientras agradece a su cirujano plástico. Pero

mundo que contribuimos a destruir con nuestra gula chic

un rostro viejo manipulado por la tecnología

es el mismo lugar donde mañana transitarán perplejos los

siempre será un rostro viejo engañado por

hijos de tus hijos. Eso. Sólo vamos de paso. Sería más fácil

la publicidad. O por las falsas ilusiones que

de explicar si tuviésemos ruedas.

uno se forma en un mundo donde ya casi no existen instrucciones importantes y sinceras. Hay gente que no quiere crecer, que detesta envejecer y que se escandaliza ante la idea de

marco avilés

que un día habrá llegado al final. A su final.

ma@etiquetanegra.com.pe



08_ CÓMPLICES

ALBERTO FUGUET HERNÁN MIGOYA

juan lafita

Chile. Escritor y cineasta. Entre sus últimos libros destacan Apuntes AutistAs y la novela gráfica RoAd stoRy.

España. Guionista de cómics, escritor y director de cine. ¡soy un pelele! es su primera película. QuítAme tus suciAs mAnos de encimA, una historia de aventuras y fantasía que se desarrolla en el Perú, será su próxima novela.

MATÍAS COSTA Argentina. Periodista y fotógrafo. Es colaborador habitual en the new yoRk times. Ha ganado el World Press Photo y ha expuesto su obra en París, Moscú, México D.F., Milán, Tokio, Nueva York y Madrid, donde vive. Es miembro fundador del colectivo artístico NOPHOTO.

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El viaje, el verdadero viaje, tiene que hacerse en soledad. Hay un modo de llegar a los lugares cuando uno viaja solo que tiene que ver con un proceso de búsqueda personal. Es un modo de interiorizar el lugar al que se va; una manera de ensamblar ese destino con nuestro recorrido vital.

la república

Para mí, los transportes siempre han sido posibilidad de conocer mujeres. El tren, el bus, el subterráneo… son desfiles improvisados de cientos de hembras. Uno va escogiendo mentalmente. A veces las abordas, a veces no, dependiendo de su hermosura y tu valor. No siempre llegas a destino con la más bella.

Me gusta andar en taxi pero tengo mi etiqueta y muchas veces los taxistas la entienden sin tener que poner las reglas. No hablar. Cero preguntas, cero hablar del tiempo. No tolero que escuchen radio. A veces me coloco mi iPod. Me gusta andar en taxi rumbo o de vuelta al aeropuerto en silencio, por los túneles de la Costanera Norte. Me gusta andar en taxi porque es como manejar sin tener que manejar. A veces leo, a veces anoto cosas, siempre miro por la ventana.

GUSTAVO RODRÍGUEZ

Perú. Escritor, publicista y comunicador. Ha publicado las novelas lA fuRiA de AQuiles y lA RisA de tu mAdRe, ambas con Alfaguara, y tRAducciones peRuAnAs, un compendio de artículos periodísticos. Es director de Toronja, Agencia de Comunicación. «Maneja bien, bruta». «Que Dios te dé el doble de lo que tú me deseas». «Yo amo mi tierra, por eso no lavo mi carro». Los autobuses y colectivos de las ciudades no sólo transportan gente: en sus parachoques y ventanas posteriores también llevan pintadas las voces de nuestro imaginario. ¿Será por eso que al imaginario se le dice colectivo?

MORTEN ANDERSEN Dinamarca. Fotógrafo. Colabora con GQ, mAxim y esQuiRe, entre otras revistas, donde publica reportajes y portafolios de moda. Vive y trabaja en Sudamérica desde 1995. Un día El caballero del bolso debía dejar mucho dinero en una escuela de samba. Llevaba el monto en una bolsa de plástico. Podía imaginar la locura de esa negociación en medio de la locura del carnaval. Y en medio de ese desenfreno, un hombre llevando una bolsa de plástico repleta de dinero para liberar a un rehén.


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PABLO DE SANTIS Argentina. Escritor. Ha publicado lA sextA lámpARA y el eniGmA de pARís, entre otros libros (Premio Planeta-Casamérica 2007).

JORGE CARRIÓN

robert juan cantavela

Me encanta la línea A de subterráneos de Buenos Aires, con sus vagones de madera y sus espejos biselados. Viajar en esos trenes es viajar al pasado. De noche los vagones salen a la superficie, y los veo pasar, iluminados y somnolientos, por las calles de mi barrio.

España. Turista sistemático y escritor de viajes. Su último libro es lA piel de lA BocA. Lo más impactante de viajar dieciocho horas en tren por China no son las grandes extensiones de arrozales ni las aldeas aisladas ni el atardecer incandescente, sino ser despertado, a las seis de la mañana, por el olor de los fideos con carne que desayuna el de la litera de abajo. Y sus sorbidos.

FITO ESPINOSA Perú. Pintor, ilustrador y docente. En el 2008 expuso su sétima individual y ha publicado el libro luz ARtificiAl. La mente y el amor son los mejores medios de transporte.

JONATHAN FRANKLIN Estados Unidos. Periodista. Dejó su país para ser un freelance en Sudamérica. Escribe en GQ y the GuARdiAn. Su centro de operaciones está en Chile (chilefranklin2000@yahoo.com). El caballero del bolso, ese temerario negociador de secuestros, es un personaje del mundo secreto dentro de la fiesta gloriosa y hedonista que es Brasil. Allí no hay muchos que tengan la cabeza fría como él: sólo se relaja cuando la puerta se ha cerrado y el rehén ha sido liberado.

LEONARDO HABERKORN Uruguay. Periodista. Ha publicado los libros 9 histoRiAs uRuGuAyAs y lA clAse del pRofesoR. Ha trabajado en varios medios de prensa uruguayos. A veces piensa que en demasiados. También publica en la revista GAtopARdo. Recomiendo tomar el tren turístico entre Cuzco y Machu Picchu. Los tripulantes en determinado momento dejan su ropa de fajina ferroviaria y realizan un desfile de modas entre los pasajeros, con ropa y música andina. Los japoneses sacan fotos. Los argentinos les dicen cosas a las azafatas. Inolvidable.


10_ CÓMPLICES

ROY KESEY Estados Unidos. Escritor. Ha publicado tres libros: la novela nothinG in the WoRld, la colección de relatos All oveR y una guía de viajes a Nanjing, China. Sus historias han aparecido en más de sesenta revistas. Vive en Siracusa.

SANTIAGO PORTER Argentina. Fotógrafo. Ha recibido la beca Guggenheim, la beca Antorchas y la beca Intercampos III de la Fundación Telefónica. Es autor de los libros piezAs y lA AusenciA. Minutos después de enterarme, en el aeropuerto de la ciudad de Tucumán, que mi vuelo a Buenos Aires está demorado apenas nueve horas, leo mis correos y en uno se me invita a reflexionar sobre el transporte. Parece a propósito, pienso, mientras en un televisor juegan River y Vélez. Hago un esfuerzo por aceptar el curso de los acontecimientos y pienso en otra anécdota sobre transportes, pero hoy no hay caso: gol de Vélez.

LIZZY CANTÚ

Nací en una camioneta en marcha. Eran las dos de la mañana, en una carretera perdida entre Chico y Oroville, en California. Los únicos presentes eran mi padre de unos veinte años, mi madre de diecinueve, y, claro, yo. Mi padre estudiaba para ingeniero, pero pudo haber sido partero, pues él me sacó del vientre de mi mamá sin parar la camioneta. Nice one, Dad!

KATI KRAUSE Alemania. Periodista. Es la editora general de la revista linG en Barcelona. Ha colaborado en die zeit online, süddeutsche zeitunG mAGAzin, the oBseRveR y d, lA RepuBBlicA delle donne, entre otras revistas de Europa. Mi medio de transporte favorito es la bici, porque no hay otro que te permita vivir en un estado de superioridad moral constante mientras rompes las reglas todo el tiempo.

México. Internacionalista con maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Nueva York. Es profesora en el Instituto Tecnológico de Monterrey. (Y una blogger de clóset).

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Mi único encuentro con la Policía en Nueva York fue a causa de un malentendido en el metro. Un oficial me acusó de entrar sin pagar a la estación en Union Square. Varios gritos más tarde probé mi inocencia y quedé libre. El tren se había ido.

SHEILA ALVARADO Perú. Artista plástica e ilustradora. Publica en el diario peRú.21 y en la revista peRú económico. Ha escrito e ilustrado los libros pelilARGo y tomAndo té (Santillana). En vez de la típica fiesta de quince años, yo pedí una moto de regalo. Íbamos al colegio en ella, yo con uniforme gris y mi hermana menor con un mandil celeste, raudas y sonrientes. No recuerdo una mejor sensación.



12_ BUQUES


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El Huáscar es ese buque que peleó por el Perú, en la Guerra del Pacífico, hasta que se lo quitó Chile, donde aún permanece. Hoy es un museo flotante. Para algunos, es un símbolo de la victoria. Para otros, un espacio donde se honra a los héroes de ambos países. ¿Pueden durar tanto las consecuencias de una guerra del siglo XIX?

una crónica de daniel titinger fotografías de

santiago porter

«En la guerra el que puede más le quita todo al que puede menos» Enrique López Albújar


14_ BUQUES

IRA COMO MATO PERUANOS,

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papá, mira. El niño, de unos siete años, capucha naranja que le cubre la cabeza, se detiene detrás del cañón que ya no dispara, sostiene unas manijas largas de madera que son puro adorno, ya no sirven para nada, pero sí: al menos para que el niño cierre apenas los ojos como buscando un blanco a través de una mirilla y «ta-ta-ta-ta», haga un ruido furioso con la boca, como si disparase una ametralladora y no un cañón. El niño tiene siete años y mata peruanos en su cándida imaginación. El papá se ríe, el hijo es muy bromista. Es el mismo papá que hace unos minutos, en el piso de abajo que aquí en el barco llaman «segunda cubierta» y huele insoportablemente a barniz, estuvo tan gracioso que hasta hizo sonreír a un joven marinero de gorrita blanca, encargado de cuidar que nadie toque nada y de responder preguntas que casi siempre son la misma: ¿Y esto qué es? Sobre un estante de madera hay un proyectil enano y al lado una inscripción: «Proyectil donado por el almirante don Miguel Grau a la srta. Carmencita Pomareda».

–Se ve que Grau era mujeriego –dice el papá en voz alta, cantando las sílabas como hacen los chilenos. Fue chistoso para algunos. Miguel Grau, el héroe máximo del Perú, el Caballero de los Mares, el comandante del monitor Huáscar hasta que le cayó la noche –era de día–, y murió combatiendo contra Chile, 1879, cuando las guerras eran más nobles, pero guerras al fin y al cabo, es ahora mujeriego en la versión (visión) anacrónica del padre. Grau, decía, murió en el Huáscar, y no quedó casi nada de él luego de un cañonazo del enemigo de ese entonces, y del Huáscar, al Perú, no le quedó nada. Estamos, obvio, en Chile, ciento veintiocho años después abordo del Huáscar. Un día antes, en Viña del Mar, el almirante en retiro Jorge Patricio Arancibia, ex edecán de Pinochet, senador, calvicie avanzada, pulóver marrón, me había advertido que al pisar el Huáscar se me iban a poner los pelos de punta. De emoción, claro. Eso dijo: «Vas a pisar el Huáscar y te vas a dar cuenta de que es un santuario». No sé, quizá vine un mal día. Es domingo, once de la mañana, y el puerto de Talcahuano, al sur del país del sur, es, visto desde esta orilla, un conjunto de cerros verdes –pinos y casitas– que dan al mar: una bahía en medialuna, una lengua, casi una laguna de mar. En el mar, el Huáscar. Las visitas al Huáscar son grupales, mil pesos por cabeza, un frío que atraviesa dos casacas, avancen hasta el muelle de la Base Naval, por favor, y en ese destino que también pudo no ser me tocó en el grupo esta familia de chilenos: un cañón para matar peruanos, ta-ta-ta-ta, el mujeriego almirante Grau. Mala suerte. Desde el muelle, una balsita de madera nos lleva hasta el buque, inofensivo, bonito como el juguete de un coleccionista, recién pintado, sesenta metros de largo que aquí le dicen «eslora» y que lo hacen bastante más chico de lo que imaginé: la realidad echando por la borda todos esos años de remota imaginación escolar, con el inmenso, imponente, majestuoso Huáscar que luchó contra los crueles enemigos chilenos en esa guerra de los libros de Historia del Perú, y que de pronto, unos metros más allá, era (sólo) eso. –Ve cómo flota sin ayuda –es el consuelo de un marinero que empuja la balsa a través de unas sogas que van del muelle al Huáscar y del Huáscar al muelle, de martes a domingo, dice un letrero, desde las 09.30 a 12.30 horas y desde 13.30 a 19.30 horas. El Huáscar es el segundo museo más visitado de Chile. Ahora estoy, entonces, en un museo flotante, y no se me erizan



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los pelos, no lloro de emoción, no grito: «Chile, devuélvenos el Huáscar», que es casi una muletilla en el Perú, mi país, desde sabe dios cuándo. Se escucha un disparo. Hay unos altavoces en distintos lugares del buque. He visto uno frente a la torre giratoria de dos cañones, lo último de la tecnología bélica allá por mil ochocientos sesenta y tantos, cuando el Huáscar se construyó en Inglaterra y se le bautizó así en honor al inca Huáscar, hijo de Huayna Cápac y Ráhuac Ocllo. Los disparos salen de allí. No de esos cañones estáticos que ni siquiera son los originales –para desilusión de los turistas hay otro ejemplo: un veinte por ciento del casco del buque no es original–, sino de allí: de los altavoces. Se trata de una grabación, la recreación de un combate naval en la agitada voz de un periodista que supuestamente es de guerra, despachando supuestamente desde el mismo epicentro del combate naval, que no es cualquier combate, sino el de Iquique. 21 de mayo de 1879. Iquique, Perú. Flameaba en el Huáscar la bandera peruana. (Dato al margen: Iquique y el Huáscar tienen hoy nacionalidad chilena). Grau estaba al mando. En la otra esquina, la Esmeralda, buque de Chile comandado por Arturo Prat. Ocho de la mañana. El Huáscar dispara el primer tiro. Mala puntería. Cae en el agua. La Esmeralda, en una maniobra bien estudiada, se pega mucho a la orilla para que el adversario deje de disparar. El almirante Grau era conocido por su caballerosidad y jamás iba a poner en riesgo a la población de enfrente. Entonces el Caballero de los Mares deja de hacer ruido con su cañonería y embiste a la Esmeralda con su espolón de proa, que es como se le dice aquí a la parte de adelante del buque. Diez de la mañana. Tan pegados estaban el Huáscar y la Esmeralda que Prat se lanza al abordaje del buque peruano. –¿Qué pasa con el comandante Prat? ¿Dónde lo ves? –grita una voz por los altavoces. Decía que es bonito el Huáscar. Los chilenos lo han cuidado bien, después de todo. El camarote del comandante hasta tiene la foto de Grau, «es un cabro flaco, Grau», dice el papá y el hijo se ríe. Jorge Figueroa, ex publicista, alargado y viejo como el Quijote, presidente de la Corporación de Defensa de la Soberanía de Chile, me dijo hace unos días que «se visita el Huáscar como una capilla, como un convento».


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Desde el muelle, una balsita de madera nos lleva hasta el Huáscar, inofensivo, bonito como el juguete de un coleccionista, recién pintado; sesenta metros de eslora que lo hacen bastante más chico de lo que uno imagina: la realidad echando por la borda todos esos años de imaginación escolar, con el imponente y magestuoso Huáscar de los libros de Historia del Perú Mientras que Sergio Villalobos, Premio Nacional de Historia de Chile, nacionalista al extremo, según cuentan, lentes anchos como fondos de botella, dice que «el Huáscar es parte de la gloria nacional». La de Chile. «No sólo por habérselo quitado al Perú, sino por los actos heroicos que hubo en él». Prat saltando al Huáscar es, dice Villalobos, un acto heroico. Lo confirma la historia. La de Chile. –¡Muerto! ¡Muerto! –se escucha ahora por los altavoces–. ¡El comandante Prat tiene la frente destrozada! El supuesto periodista llora a mares e inunda el Huáscar –el de hoy– con su propio melodrama. Eso parece. –¿Y esto qué es? –le pregunto a un marinero, señalándole otro altavoz en la parte trasera del barco, que aquí llaman «popa». El marinero escucha: «¡Muerto! ¡Muerto!». –Es para que la gente entienda mejor –dice. Pero han pasado ciento veintiocho años y la gente no entiende nada. Prat murió por su patria y Chile, al final, ganó la guerra. Grau, meses después, moriría también por su propio bando. El Perú perdió. Vencedores y vencidos se encargarían de crear sus propios héroes, y «desgraciado el país que necesita héroes», dijo Brecht. Ciento veintiocho años y un cliché: parece que fue ayer. Cada tanto, Chile y el Perú pelean una guerra que podría ser la misma o no ser, y esas voces grabadas que se escuchan en el Huáscar le dejan al visitante la extraña sensación de que todo sucede en el momento, en tiempo real. Y el tiempo real puede ser hostil. Se crean héroes, se inventan historias, se vene-

ran símbolos como si el patriotismo fuese una religión: el Huáscar es entonces un convento, y el santoral, un producto de la fusilería. Al final, lo más devastador de una guerra son las esquirlas que deja. El día después. Lo raro es que este después dure tanto y que sea tan distinto, dependiendo del mirador de cada país. Hay una versión de los vencidos: Grau, el Caballero de los Mares, el Huáscar que nos quitó Chile, la frontera que estaba más al sur, el pisco es peruano y no chileno, el enemigo es soberbio, expansionista, el resquemor. Hay una versión de los vencedores. La historia es cíclica, circular, se muerde la cola: –Mira cómo mato peruanos, papá, mira.

Jura que es el sobrino bisnieto de Miguel Grau y dice que su máximo sueño es trabajar en el Huáscar, pararse en la cubierta del monitor todos los días y recibir visitantes como si fuera el mismo Grau quien lo hiciera. «¿Te imaginas? –me dice, muy serio–, porque sólo yo tengo la cara para hacerlo». Es verdad: el tipo es idéntico a Grau, el rostro abultado, la barba gruesa, exagerada como el retrato de un caballero antiguo, una barba tupida que sólo deja al descubierto el mentón circular, algo tosco, pasadísimo de moda. Es idéntico: tiene una calva prominente, una nariz como estrellada en la pared, ojos claros, hasta una insospechada voz de niño que no hace juego con su cara de Grau, o sí: «voz de timbre femenino», decía un cronista que tenía el héroe del Perú, y este supuesto sobrino bisnieto lo copia también en un gabán azul oscuro que casi le llega a los talones en esta noche helada, en Lima, frente al mar. Al mar, aquí en el Perú, se le llama Mar de Grau. –Yo podría ir al Huáscar como enviado del Perú –dice Germán Seminario, el sobrino bisnieto–, ya estuve tres veces allí y cuando me ven va mucha gente.



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E l p r e s i d e n t e de la Corporación de Defensa de la Soberanía de Chile dice que «se v i s i t a e l H u á s c ar c omo una capilla, como un convento». «El Huáscar es parte de la gloria na c i o n al » , di c e u n P r e mio Nacional de Historia de Chile. «No sólo por habérselo quitado al Perú s i n o p o r l o s ac t os h eróicos que hubo en él». Prat saltando al Huáscar es, dice él, un acto he r ó i c o No es muy alto, Grau tampoco lo era. El sobrino bisnieto tiene cincuenta y tres años, una barba pintada de negro, el tiempo no pasa en vano y «Grau murió joven, qué puedo hacer». Hoy ha llegado hasta el malecón con vista al mar en el distrito de Miraflores, que en el espejo retrovisor de la historia sólo puede ser la batalla de Miraflores, un 15 de enero de 1881, Perú versus Chile. Ganó Chile. Primero, habían conquistado el mar, que era el mar de Grau pero ya era de Chile, y aquél era un mundo sin aviones invisibles ni bombas a control remoto ni guerras en el cielo. Las guerras se ganaban en el mar. 8 de octubre de 1879. «Falleció Grau. Murió mucha gente», decía un telegrama publicado entonces, en letras pequeñitas, en el diario El ComErCio de Lima. «Cuando perdimos el Huáscar perdimos la guerra», me había dicho el historiador peruano Joseph Dager, en su oficina azul de la Universidad Católica de Lima. Perdimos el Huáscar, ganaron el mar, y luego avanzaron de sur a norte hasta Lima, veinte mil soldados chilenos, saqueos, violaciones, robos que Sergio Villalobos, ultranacionalista, dice que nunca hubo, y ahora Germán Seminario, el sobrino bisnieto, carga un maletín negro lleno de papeles: recortes de prensa con su fotografía y titulares del tipo «Soy la reencarnación de Miguel Grau»; invitaciones a colegios en el Perú y en Chile, a ceremonias de la Marina de Guerra del Perú, de la Policía Nacional del Perú, un diploma, algunas cartas, y una hoja desteñida con el árbol genealógico de su familia. Mira. «Éstos son los Seminario, éstos los Grau, y éste de la izquierda es Miguel Grau Seminario, ¿ves?».

–Ése no es nada de Grau –me había advertido un día antes, en su oficina del Museo Naval del Perú, en el Callao, el contralmirante en retiro y director del museo, Fernando Casaretto. Son las diez de la mañana con un cielo sin cielo y el contralmirante Fernando Casaretto, historiador naval, es un hombre flaco de corbata azul que tiene ganas de conversar sobre la guerra. Primero, que ese «Grau» no es nada de Grau sino un farsante, óyelo bien, que en realidad nadie puede ser Grau, «porque ese hombre era un genio –dice Casaretto–. No puedo aspirar a hacer cosas que hacía Grau, no me siento capaz, por ejemplo, de salvar náufragos chilenos tirados en el mar». Iquique, Perú. Habíamos dicho que el Huáscar hunde a la Esmeralda, muere Prat gritando «¡Viva Chile!», se crea un héroe, sesenta y dos chilenos quedan flotando en el mar y Grau ordena arriar sus botes y recogerlos, imagínate: salvar chilenos. El sobrino bisnieto, o quién sabe qué, no ve por el ojo izquierdo. Esa falla genética truncó, dice él, su «brillante futuro» en la Marina de Guerra del Perú. Resignación. Germán Seminario sueña con trabajar en el Huáscar pero hoy camina por el malecón de Miraflores, pasos cortos, mirada al frente, «buenas noches, caballero», la espalda tan recta que parece que tuviera un dolor muscular, y los transeúntes –«te juro que siempre es así, me ven y me quieren»– se le acercan sin miedo, «buenas noches», «yo lo he visto en televisión, mis respetos, señor», «caballero, cuánto gusto», le dan la mano, una palmada en la espalda, lo señalan de lejos, «habla, Bolognesi», le gritan, y es que los jóvenes de ahora, qué pena, no saben nada de los héroes de antes. La misma heroicidad es una ligereza de la tele, un producto del azar, de atrapar a un ladrón robando una cartera o cosas así. Ya nadie es tan valiente de morir por su país. Ya nadie es tan idiota de morir por su país. Como el chileno Prat, o como Grau, porque nadie puede aspirar a ser Grau, óyelo bien, o como ese otro héroe peruano, Francisco Bolognesi, «habla, Bolognesi», le gritan, y en Chile, cuenta Germán Seminario, a él hasta lo han confundido con Prat.



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Toda guerra es absurda y decir eso es tan obvio como disfrazarse de Grau. Perú, Bolivia, Chile, el salitre, a quién diablos le importa. ¿Por qué fuimos a la guerra? ¿Por qué peleamos? ¿Por qué hay peruanos que odian a los chilenos? ¿Por qué hay chilenos que se sienten superiores a los peruanos? ¿En verdad es así? ¿Tan logevas pueden ser las consecuencias de una guerra? Algunos libros de Historia, en el Perú, dicen que Arturo Prat jamás saltó al abordaje del Huáscar, sino que cayó allí luego del espolonazo, y que hasta gritó: «¡Viva el Perú!» en señal de rendición. Algunos libros de Historia, en Chile, aseguran que Miguel Grau había sido un traficante de chinos. Todo puede ser verdad, todo es cuestión de matices, siempre, y «cualquier versión oficial es dudosa», me había dicho, en Santiago, el historiador chileno Alfredo Jocelyn-Holt. Lo único cierto, en los libros de historia de ambos países, es que hubo una guerra. Febrero, 1879. El Perú limitaba, al sur, con Bolivia. Bolivia tenía casas con vista al mar, pero «el boliviano es un ser que tiende a irse a las alturas –dice el supernacionalista Sergio Villalobos–, allí está su realidad cultural, el litoral nunca representó nada para ellos». El litoral era Antofagasta y estaba lleno de chilenos, quizá por lo que dice Villalobos o quizá por eso otro que me dijo, en el Museo Naval, el contralmirante Fernando Casaretto: «Chile siempre quiso dominar el Pacífico». Había mucho salitre en Antofagasta, y el salitre era como el petróleo de hoy, todos babeaban por el salitre. Bolivia le subió el impuesto, Chile dijo no, no pago, y al rato llegó con su ejército al que ahora ellos llaman «Ejército vencedor, jamás vencido». Fue entonces que el Perú metió las narices en el lío ajeno, que de alguna forma era suyo por ese extraño afán de firmar acuerdos, de formar alianzas, y Chile otra vez dijo no y al rato nos declaró la guerra. Algunos libros de Historia, en el Perú, dicen que el Perú no deseaba la guerra y que Chile la preparaba. Algunos libros de Historia, en Chile, dicen que el Perú y Bolivia se habían aliado para atacarlos. –Creo que en cualquier situación de conflicto,

incluso entre dos personas, hay mucha razón y sinrazón de ambos lados –me dijo Alfredo Jocelyn-Holt. Es una mañana fría en Santiago y Jocelyn-Holt está sentado en su biblioteca de estanterías blancas, una barba alargada, un cigarro Drum extinguiéndose en su mano derecha, una alfombra kilim y un busto de piedra. –Los historiadores tienen que jugar un papel racionalizador –dice él–. Tienen que escuchar los dos lados y tratar de encontrar un sentido. Pero cuidado, ésa es tarea de los historiadores. El intelectual es consciente de que el pasado nos condena; el ciudadano de la calle, el hombre de a pie, sólo vive el día a día y está donde le acomoda mejor. En las portadas de prensa, por ejemplo, en la TV, en los políticos que amenazan con invadir el país de enfrente, en los símbolos, en internet, asolapado en la seguridad del anonimato, diciendo lo que le da la gana, lo que realmente piensa. Usted no cierre los ojos. Lea estos comentarios del ciberespacio, en voz alta, y no se tape los oídos: no le de la espalda a la realidad. –Muerte a los rotos, bloquiemos la frontera… Chile es Caín. –A ya po’ a weonao, manda tu wea de submarino para que la coloquemos al lado del Huáscar gil culiao. Y otra cosa, la nana que tengo pa’ lo mandados en la casa seguramente es familiar tuyo. –Los chilenos se mueren de miedo y no pueden dormir por miedo a que en cualquier momento el glorioso Imperio incaico les vaya a cobrar las cuentas pendientes. –No son los chilenos los que los tienen por debajo de sus zapatos, sino la mente de perdedores que llevan y SIEMPRE llevarán. –Creo que nos falta mucho como continente para ser desarrollados, pero indiscutiblemente a Chile le falta menos. –Los chilenos son cruce de payaso y prostituta. –Chile devuélvenos el Huáscar. –Viva Chile, ejército vencedor, jamás vencido. El sobrino bisnieto, o imitador de Grau, o lo que fuera, dice que no quiere hablar de la guerra. Que todo el mundo quiere hacerlo pero él no,


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que no le importa la guerra, dice, que nunca ha leído los foros en internet pero que hasta su madre tiene algo que decirle sobre eso, «ten cuidado, no te vayan a matar los chilenos», muerta de miedo cuando él viaja a ese país para visitar colegios, museos, el Huáscar, y siempre para hablar de lo mismo. –A mí lo que me gusta es hablar de los valores, no de la guerra –dice Germán Seminario. También dice que el gobierno del Perú debería pagarle un sueldo decente para trabajar en Chile –que lo apunte en mi libreta, por favor, que lo diga en el artículo– y huir por fin de su trabajo de oficina, sellando papeles en el Ministerio de Transportes, y huir de su casa sin desagüe –¿acaso a nadie le importan ya los héroes?–, y huir de los medios que lo tratan de loco, de que quiere parecerse a Grau, «pero yo no quiero parecerme a Grau, yo me parezco». Luego, al supuesto familiar de Grau le gustaría instalarse en Talcahuano, ir directo al Huáscar, «ese buque me llama», y desde allí iniciar su propia cruzada de valores. –Los niños sienten que soy un clon de Grau y hay que aprovecharlo. En las guerras, cuenta el sobrino bisnieto, peleaban caballeros. No existía internet. Miguel Grau, su tío bisabuelo, según el árbol genealógico personal, rescataba náufragos, le escribía una carta linda a la viuda de Arturo Prat, le mostraba sus condolencias, le devolvía la espada con la que murió su esposo, y la viuda le respondía «profundamente reconocida por la caballerosidad de su procedimiento», dice la carta. Eran otros tiempos, claro. Toda guerra es absurda y decir eso es tan obvio como disfrazarse de Grau. El Perú, Bolivia, Chile, el salitre, a quién diablos le importa y a ver quién lanza la primera piedra de la historia: ¿Por qué fuimos a la guerra? ¿Por qué peleamos? ¿Por qué hay peruanos que odian a los chilenos? ¿Por qué hay chilenos que se sienten superiores a los peruanos? ¿En verdad es así? ¿Tan longevas pueden ser las consecuencias de una guerra? «Es que las guerras hacen mucho daño», dice por fin, sobre la guerra, Germán Seminario, idéntico a Grau, «pero lo que hay que rescatar son los valores», continúa con su monólogo antes de cruzar una calle, «buenas noches, señor», un auto que se aproxima y él que se detiene para dejarlo pasar, la mano derecha dentro del gabán azul, como Napoleón, el auto que ahora se detiene y el chofer haciéndole una señal con la mano: «Pase». El sobrino

bisnieto me mira, como para que lo entienda de una vez por todas: lo importante que son los héroes. –¿Ves? –dice Germán Seminario, antes de desaparecer en la noche–. Ésos son los privilegios que uno tiene.

Es feriado en Chile. En Talcahuano decían que iba a llover, pero amaneció despejado. Pasa siempre. Hoy, el puerto tiene la apariencia disipada de un domingo y el olor a buñuelo de una feria. Es lunes. Es 21 de mayo. Es el combate de Iquique, el Día de las Glorias Navales, le dicen aquí, y las calles han sido tomadas por ambulantes que ofrecen cualquier cosa: flores artificiales sin espinas, banderitas de papel, ratones verdes de peluche, hombres araña montando patinetas, ande, llévelo, el Huáscar en miniatura. –Cuatro mil pesos –dice un vendedor sin dientes, señalando con los ojos el barquito de plástico. El hombre sospecha que la venta es inminente. El cliente evalúa el producto, no sé, está algo dañado por estribor. –Me lo llevo al Perú, por si acaso. –Oye, gallo, éste te lo llevai a donde quieras –me dice–, pero el otro ya ni navega. El otro sólo puede ser uno. El vendedor sonríe, con suerte le quedan tres muelas, amablemente. Al final de la calle, en las faldas del Cerro Alegre, hay un estrado azul con hombres uniformados: un militar envuelto en una capa gris me recuerda a Pinochet. –¿Pinochet no quería mucho al Perú, no? –le había preguntado antes, en Viña del Mar, al edecán de Pinochet. –No, no es que fuese antiperuano, sino que quería mucho a Ecuador –fue lo que dijo. No sé si odiaba al Perú. No sé si le importaba el Huáscar. Lo que sí sé es que el otro día me llegó el correo de un amigo chileno. Allí me contaba un detalle curioso. Eran los tiempos de protestas en contra de Pinochet, y él, mi amigo, era un asiduo en esas marchas. A mediados de los años ochenta, dice en su correo, apareció un vehículo represivo para correr manifestantes, «un lanza agua muy grande, con una torreta en la cabina, desde donde se lanzaba agua con una presión increíble». A ese carro lo llamaban «el Huáscar», pero no sabe por qué. «Todavía se me ponen los pelos de punta –dice– cuando escucho a mis amigos gritar en la universidad: “Viene el Huáscar, viene el Huáscar”». Supongo que algo así se gritaba, en Chile, cuando Grau era el capitán del Huáscar. La historia siempre es circular y la simbología de una guerra sólo se transforma. Al lado del estrado azul va a empezar un desfile militar, pero antes, como suele pasar en las ceremonias castrenses, alguien dará un discurso,


24_ BUQUES

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Eran los tiempos de protestas contra Pinochet en Chile. A mediados de los ochenta apareció un vehículo represivo para correr manifestantes: un lanza agua muy grande, con una torreta en la cabina, que expulsaba agua con mucha presión. A ese carro lo llamaban el Huáscar. Los manifestantes corrían cuando se escuchaba el grito: «Viene el Huáscar, viene el Huáscar» porque «vale la pena hacer un alto en el camino y recordar qué es lo que nos convoca», grita al micrófono el comandante de la Segunda Zona Naval. Presenten armas. Bayonetas. Himno nacional. Hay mucha gente en los cerros, los cerros son muy verdes y hay niños detrás de una valla sacudiendo, felices, sus banderitas de Chile recién compradas. Talcahuano es un puerto, una ciudad, una congeladora en el invierno y un teatro importante para la Armada de Chile. A veces es el cementerio de algunos barcos. A veces sólo es el taller de mantenimiento. A veces es las dos cosas y entonces Talcahuano es el Huáscar y el Huáscar es, dicen aquí, un museo flotante para honrar a los héroes del Perú y de Chile. No sé, quizá vine un mal día, otra vez. Hoy es feriado en todo el país y «en la corbeta Esmeralda brillaba la serenidad de don Arturo Prat», continúa el discurso del comandante. «Si el enemigo era superior, no importaba». «En medio del fragor del combate, el comandante salta al abordaje e inicia su inmortal viaje a la gloria». «Los chilenos celebramos el 21 de mayo, pues nos sentimos interpretados por las acciones de los hombres». Viva Chile. Aplausos. Empieza el desfile militar. Siempre detesté la altanería de los desfiles militares, pero éste dura poco. Más aplausos. Banderitas al viento: los chilenos han aprendido a celebrar su victoria conmemorando una derrota. En el Perú sucede algo tibiamente parecido: se recuerda la derrota conmemorando las derrotas. Es extraño el porvenir de los héroes. Pero «ya va a empezar lo importante y vamos rápido al Huáscar», me dice la encargada de prensa de la Segunda Zona Naval. –¿Y si le digo que Chile devuelva el Huáscar? –le había preguntado al edecán de Pinochet–. ¿Sería un gesto importante?

–Es impensable –contestó con la rapidez de una metralleta–, allí murió Prat. El Huáscar ya no puede navegar. Sólo flota, como una maderita. Hoy han maquillado al Huáscar, lo han dejado más lindo, con banderas de colores que van de la proa a la popa, como en la carpa de un circo, porque «cada país tiene derecho a hacer su circo». Ahora sale un sol estridente, inesperado pero frío, el clima perfecto para conversar sobre el clima cuando otro periodista te pregunta: «¿Y qué hace un peruano aquí?». La balsa de madera se aproxima al buque y aparecen unas escalinatas para subir. «Huáscar», dice en un cartel: los símbolos tienden a ser redundantes. Sobre el puente de mando –que no es el original– todo resulta más claro: el mundo siempre se ve mejor desde arriba. El piso de madera vieja, la torre giratoria con orificios parchados e inscripciones que dicen, por ejemplo, «Rasmilladuras causadas por fragmentos de granadas», o «Perforación de la coraza. Angamos, 8-X-1879», justo del día en que murió Miguel Grau y aquí hay un monolito de bronce en honor a Miguel Grau. Más allá, una placa dice: «Han rodado en mis entrañas minutos eternos de eterno heroísmo». Hay un par de salvavidas con las palabras «Huáscar» y «Chile» estampadas una sobre otra. Hay una campana que dice «Huáscar». Hay tres banderas de Chile y anotaciones por todos lados que dicen «Armada de Chile». A mí no me parece mucho un museo, con Grau y todo, es como pelear para arranchar una cartera y honrar, con el tiempo, a la mujer perjudicada. Pero quién soy yo para hablar de eso; mi posición es parcial y un periodista debe mantener la imparcialidad, ser objetivo. Hay otro monolito que indica el punto exacto donde Arturo Prat recibió el disparo en la frente y justo adelante están paradas las autoridades de Talcahuano, que han empezado a colocar ofrendas florales. –Corneta, toque silencio –grita alguien, y un marinero aprieta los ojos, se lleva una corneta a la boca y la hace sonar en toda la bahía. No entiendo bien cómo es eso de tocar silencio, pero ahora no se escucha nada, salvo el ruido destemplado de la corneta. Es una quietud extraña, improbable: lo que el Huáscar suele generar es mucho ruido. Chile, devuélvenos el Huáscar, dicen los foros en internet, los nacionalistas



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acalorados, «es un trofeo de guerra», dicen, «es un símbolo de su soberbia», «es un buque peruano». Se pide la devolución del Huáscar con la misma obstinación con la que nos acercamos a una sección de «objetos perdidos». Allí murió Grau, y la devolución del Huáscar sería, dicen algunos, «un imperativo moral», una forma de curar heridas. Chile, devuélvenos el Huáscar. Devuélvenos los libros de la Biblioteca Nacional del Perú, saqueos, incendios, dicen, y los leones de la avenida Providencia, en Santiago, también son peruanos, y la Pila de Ganso, esa estatua de la alameda Bernardo O’Higgins, y los adornos del cerro Santa Lucía, y muchos monumentos de Valparaíso, devuélvenos, etcétera. La guerra con Chile nos mató. «Se llevaron cuanto hay –dijo Francisco Miró Quesada en El ComErCio de Lima–. El paseo Colón estaba lleno de leones, se los llevaron. Fue terrible». Pero siempre hay dos versiones, ya se sabe, y a mí me toca ser imparcial: en el Huáscar murió Prat, su monolito de bronce, el combate de Iquique, y la corneta que toca silencio, en este instante, en homenaje a todo eso. –Yo no se lo devolvería a nadie –me había dicho el ex publicista chileno Jorge Figueroa–, el Huáscar es un barco maravilloso, elegante, finísimo, no es un trofeo de guerra sino un santuario. Hay chilenos que pensaron distinto. Era 1968 y al senador Tomás Pablo Elorza se le ocurrió decir que su país, Chile, en un gesto de hermandad debería devolver el Huáscar al Perú. Indignación. Cómo se le pudo ocurrir eso. Pablo Elorza sí se hundió, políticamente, y El senador que quiso devolver el Huáscar fue su largo sobrenombre desde ese momento. «No lo eligieron nunca más nunca», me dijo en Viña del Mar el edecán de Pinochet. El psicólogo chileno Jaime Collyer escribe en una página de opinión del diario Últimas NotiCias, de Chile: «Esa reliquia oxidada a ras de agua, proveniente de una contienda infame con nuestros vecinos». Un doctor en derecho, de Chile, pide devolver el Huáscar y reemplazar el 21 de mayo «por su carácter militarista y triunfalista», y el escritor chileno Pablo Huneeus escribe en un libro: «Hace muchas décadas que [el Huáscar] se encuentra inactivo en Talcahuano, cumpliendo funciones de reliquia [...]. Visitarlo es una decepción. Luego de los trámites y controles propios del ingreso a una Base Naval, uno se encuentra ante un pontón de fierro, sin la gracia de los veleros antiguos». Existe un Comité Chileno por la

Devolución del Huáscar al Perú, y todo bien, salvo que estos ejemplos son aislados, peticiones imposibles, manotazos de ahogado. –Los peruanos consideran al Huáscar como peruano –me dijo el nacionalistísimo Sergio Villalobos–, pero también fue chileno y es parte de nuestra gloria nacional. El Huáscar, incluso, peleó en la guerra contra el Perú, a favor de Chile. Fue peruano quince años. Angamos, 8-X-1879. Granadas, disparos, cañonazos, muere Grau, se crea un héroe, cadáveres y cuerpos mutilados por todas partes, y los sobrevivientes del Huáscar quisieron hundirlo antes de que lo tome el enemigo. No pudieron, obvio, el Huáscar está aquí, en Talcahuano, ciento veintiocho años después porque los chilenos llegaron a tiempo. –Corneta, toque romper el fuego –grita alguien, y el mismo marinero de antes hace sonar la corneta en toda la bahía. Se escucha un disparo. Luego otro, y otro. –¿Por qué los disparos? –le pregunto a un marinero que tengo al lado. Nadie habla, hay una inmovilidad absoluta, hay un minuto de silencio y mi pregunta suena como un lunar en la cara. –Es el momento en que murió Prat –me dice, incómodo, el marinero. Semanas después, el historiador peruano Joseph Dager, en su oficina azul de la Universidad Católica de Lima, un estante con unos cuantos libros, Qué Es la historia, dice un título, camisa verde, dice que no tiene mucho sentido que el Perú pida la devolución del Huáscar. «Fue importante para el Perú y hoy es un museo en Chile que para mi gusto es un poco destemplado, descomedido. Podría ser un poco menos pedante en recrear el triunfo». Claro, luego Dager se da cuenta de que puede estar hablando desde la derrota (yo también). «Para ellos es una forma de crear identidad», da el tiro de gracia Joseph Dager. Un ejército jamás vencido y un buque para demostrarlo. ¿Qué hubiese pasado si el Perú ganaba esa guerra? ¿Acaso no sería todo al revés? Los chilenos organizan una lectura de poesía a bordo del Huáscar entre poetas de ambos países, marzo, 2007, y Rocío Silva Santisteban, poetisa peruana, no quiso ir por tratarse de «un espacio simbólicamente denso –opinó–, un lugar donde la herida de nuestra nación sigue palpitando». –Es indigno pedir el Huáscar –me diría también el contralmirante Fernando Casaretto, en su oficina del Museo Naval–. Es un trofeo de guerra que ellos ganaron, yo no lo podría aceptar, tendría que hundirlo. Pero son casos aislados, las mismas peticiones imposibles desde el otro bando. Chile, devuélvenos el Huáscar. Es la única verdad. A veces los complejos de la historia son inmensos y hasta Alan García, el presidente del Perú, ha dicho que no descarta que la repatriación del Huáscar pueda darse «en algún momento». ¿Qué hubiese pasado si el Perú ganaba la guerra? La improbabilidad de cambiar ese pasado hace


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que pensemos en otra cosa, «y yo siempre le digo a mis alumnos –dice el chileno Joselyn-Holt– que de llegar a tener una guerra, las probabilidades son de casi noventa por ciento que será con el Perú». –En el nombre del padre, del hijo... –un sacerdote termina la ceremonia en el Huáscar y dice que Jesucristo, El Señor de los Mares, le otorgue a Prat «el descanso eterno». Ahora el monolito a Prat está lleno de flores, muy colorido, así es todos los años, luego nos piden abandonar el buque porque le toca ingresar a la gente, al ciudadano de la calle que hace fila, afuera, desde muy temprano. A la gente le gusta estas cosas, por suerte no llueve, está lindo el clima. Otros años han tenido que suspender la ceremonia en el Huáscar y hacer el desfile militar bajo techo, sólo con invitados oficiales, «da pena», dice la encargada de prensa de la Segunda Zona Naval, «esto es importante para ellos». Un sargento a cargo del Huáscar me invita a un último recorrido antes de bajar. Estoy

mareado y me duele la cabeza, el Huáscar flota por sí solo y se mueve de un lado a otro así sea imperceptible. Vamos. Aquí estaban las calderas que ya no existen, estos son los cañones que no son los originales, éste el puente de mando que tampoco, esta capillita antes no existía, y abajo se le ha dado más peso al buque para que no se dé vuelta. Pero flota solo. –¿Puede navegar? –No –intuye la trayectoria de mi duda, la esquiva, se defiende–: cuando se lleva a mantenimiento, cada tres años, se necesitan dos remolcadoras. Es un buque viejo, el Huáscar. Collyer, el psicólogo chileno, habló de «esa reliquia oxidada a ras de agua» y luego propuso que una comisión de los dos países «vaya un día a pararse en el muelle y hunda, de común acuerdo, el Huáscar». Adiós al Huáscar, sí. O mejor: que se remolque hasta la frontera de los dos países, que la Armada de Chile y la Marina de Guerra del Perú le rindan honores, Grau, Prat, la importancia de los símbolos, que una corneta toque silencio, que no se escuche nada salvo eso y el ruido de una nave atravesando el agua, por fin, adiós al Huáscar, lentamente, que la corneta toque romper el fuego. Que se escuche un disparo y que sea el último.


28_ RECETARIO DE COCINA Los secretos del toro

de las reses para que les cocinara tripulina, que era un preparado de chon-

Zeus– tuvo que convertirse en un toro muy

cholí (intestino delgado), bofes (pulmones), riñones y criadillas, todo ser-

majo para seducir a Europa. En el día que

vido en un plato hondo, en medio del jugo del guiso. Y con dudosa higiene,

corremos, yo –que no soy dios olímpico– deberé ha-

además, pues Ena Bazalar recuerda la falta de paciencia que había para lim-

cer lo mismo para seducir a una europea.

piar aquellas vísceras, sobre todo el choncholí y los bofes, que ella excluyó Para servir un plato individual y hacerte más hombre –o mejor niño–

discreto; el carácter manso y tierno, pero oportuna-

dos toros deben dejar de serlo. Ena Baltazar toma un testículo con una

mente agresivo; la devoción serena, pero apasiona-

mano, y con la otra lo abre con un cuchillo; luego introduce un pulgar en-

da; el gesto agraciado, pero vulgarmente explícito;

tre cada mitad y la cubierta que las protegía, hasta que libera a las criadi-

el corazón incólume, noble, inmaculado? No lo sé,

llas y las deja como fruta sin cáscara. Pone en la olla los testículos picados,

pero un taxista me habló de un

un cuarto de kilo de riñón y doscientos

plato del camal de Yerbateros de

gramos de carne de res, junto con to-

Lima que «te pone toro». Es la tri-

mate, ajo, kión, cebolla cortada en tiras

pulina, y se hace con las criadillas

y pimienta, y agrega una cucharada de

o testículos del toro.

vinagre. Nada de agua. Y nada de chon-

A falta de huevos de mi parte,

cholí ni bofe, claro. Tras veinte minutos

vengan los del toro, pensé, y fui

al fuego, el guiso suelta un sabroso jugo

por criadillas al supermercado. Se

entre rosado y marrón. Entonces la co-

habían agotado. «Pero llegan más

cinera separa los alimentos del jugo: lo

mañana por la tarde», me dijo un

sólido va en un plato llano, con perejil,

empleado de la sección de carni-

culantro, papa o yuca; aparte sirve, en

cería, y añadió que las venden en

plato hondo, el jugo. Y en otro recipien-

paquetes de tres, que valen casi

te, el ají. Así uno puede ir construyendo

un dólar o tres soles –un sol por

sus sabores en la boca, combinando la

testículo–. El toro. El testículo. El

frescura del tomate, lo crujiente de la

Sol. Zeus. Me convencí: la poten-

cebolla, el picor del ají, el calor del jugo

cia sexual del toro es divina. Pero

y la exquisitez del perejil con la mitolo-

el vendedor reveló algo más: «La

gía de las criadillas, más suaves que el

gente compra las criadillas para los

riñón y la carne. Ante la mudez de los

hijos porque tienen calcio, dicen».

diccionarios, diré que la tripulina es un

Me confundí: ¿la tripulina me haría

combinado de «tripas» de res. Ante la

más hombre o me ayudaría a cre-

locuacidad de la mano de Ena Baltazar,

Atribulado, acudí a los diccionarios, pero ni siquiera 2 0 0 8

de la tripulina para facilitar su preparación y hacerla más limpia.

se hace para tener el porte vistoso y guapo, pero

cer sano y fuerte como buen niño?

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álvaro sialer cuevas

n la noche de los tiempos, Zeus –que era

¿Y cómo se vuelve uno un toro muy majo? ¿Qué

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un ingrediente de

ellos sabían qué era la tripulina ni sus secretos. Era hora de ir al camal de Yerbateros. Llegué en la mañana de un sábado, acompañado por mi amiga europea. Nos recomendaron el restau-

diré que la tripulina puede hacerse con menos vísceras, pero con mucho talento. «It tastes like mint», dijo mi amiga esa mañana cuando bebimos una chicha morada muy especial, y le creí. Ena Baltazar dijo después que hay mujeres que dicen que gracias a la tripulina han tenido bebés, y hombres que dicen tener mayor deseo sexual. ¿Y yo qué diré?

rante de Ena Bazalar Falcón, una mujer de provin-

Cuando Europa murió, Zeus puso en el cielo la constelación de Tauro

cias que había llegado a Lima hacía más de cuarenta

para recordarla –la nostalgia es divina–. Ignoro si sobreviviré a mi amiga,

años. Cocinaba tan bien desde entonces que su her-

pero si eso sucede, volveré a ese mismo restaurante, pediré tripulina, daré

mano la convenció de ir al camal, donde él trabajaba.

un sorbo a mi chicha y recordaré el día en que los ojos de mi amiga sabían a

Pronto los matarifes acudieron a ella con las vísceras

anís y eran el azul que el cielo limeño no tendrá jamás.


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30_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para hacer vida social con su mascota

2. Honrar a los muertos.- El cimiento natural de cualquier vida en sociedad pasa

más quiero a mi perro. Pero mientras conozco a

por el culto a los ancestros. Toda mascota que pretenda incorporarse a una comunidad

mi perro, más extraño a un gato. Y cuando em-

deberá observar necesariamente el respeto debido. Una tarde un amigo llevó a su pe-

piezo a identificarme con el fino individualismo del feli-

queño goldfish Tobías a almorzar a una cebichería. La cita comenzó con altas cuotas de

no, añoro la simple dulzura doméstica de un roedor. Y del

tensión y dramatismo. El pez giraba sin control dentro de una bolsa ante la desgarradora

roedor al invertebrado, del invertebrado a la hormiga, de

visión de corvinas, atunes y demás congéneres desmembrados y trajinados a extremos

la hormiga a la pulga, de la pulga a la ameba hasta llegar

inenarrables. Mientras tanto, su dueño, que con una mano asía la bolsa plástica, con la

a la molécula, la más sutil y leal de las mascotas que nos

otra mano procuraba dar cuenta de un cebiche. Esto me duele más que a ti, alcanzó a

acompañan en el día a día.

decir. La cosa se compuso eventualmente cuando debido al ají y al penoso conflicto, el

No hay afecto más incondicional ni sincero que el que

dueño derramó una lágrima dentro de la bolsa donde su pez hacía taquicardia. Recién

nuestros hermanos menores –las mascotas– profesan por

entonces la mascota se tranquilizó, al perderle el miedo al aroma cítrico que entre su

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especie es el olor de la muerte.

a cambio, salvo minucias como papel

3. No hay imposibles sino incapa-

periódico fresco sobre el cual evacuar sus

ces.- Nadie puede robarnos los sueños por

inquietudes fisiológicas o agüita tibia que

más imposibles que parezcan. Y recuerdo

alivie su deshidratación por ansiedad de

aquella vez, cuando por no querer dejar a mis

incomunicación afectiva entre especies.

pulgas amaestradas solas en casa durante

¿Tan nobles seres no merecerían

unas vacaciones, decidí llevármelas a Disney.

participar más activamente en nuestra

Las complicaciones propias de viajar acom-

vida diaria? ¿Les bastan las displicentes

pañado de unos setecientos insectos afanípte-

y contadas palmaditas que a veces des-

ros parasitarios no fueron en realidad lo más

cargamos sobre sus cabezas? ¿Hay ma-

difícil. Lo peor fue asumir la pérdida inevita-

nera de incorporar plenamente a una

ble de por lo menos la mitad de ellas durante

mascota a nuestra vida social?

los paseos en montañas rusas y atracciones

He aquí el cómo.

de alta velocidad. Tan noble acto de despren-

1. La oportunidad detrás de

dimiento, y el saber que lo hicieron por sus

la crisis.- Hay perros tan feos que

hermanas, reconforta. Ésos son los recuerdos

parecen humanos. Pienso en el drá-

que perduran por siempre.

matico caso de la raza pug, especie

4. Perder el miedo al ridículo.- Lle-

miniatura y deforme, de rostro ma-

vemos con dignidad la incomprensión y bur-

cizo, mirada estrábica y rostro pleno

la ajenas cuando nos sorprendan almorzan-

de pliegues que reverberan caverno-

do con un loro o acudiendo a un karaoke con

samente la respiración porcina de

nuestro cactus favorito. En circunstancias de

este pobre y contrahecho animalillo.

S E T I E M B R E

fritz berger ch.

s cierto, mientras más conozco a los hombres

nuestra naturaleza egoísta. Nada piden

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un consejo de

una luna de miel de un primer y fallido ma-

Su fealdad amerita mucho amor compensatorio. Pero lo

trimonio sobre el cual no quisiera explayarme, me resistí a emprender el viaje si es

que podría ser una desventaja es un punto a favor (in-

que no nos acompañaba mi pequeño hamster Ramsés. La fresca brisa marina del

clúyanse también todas las horribles razas enanas boxer

hotel vitalizó a mi mascota, que en una de las más intensas noches de himeneo deci-

y/o de origen chino). Bien arropadito como si fuera un

diera sumarse –con todo derecho– al rito amatorio de su amo. Prefiero evitar deta-

bebé, con su gorrito de lana cubriéndole las orejas, y

lles innecesarios, pero en todo caso me precio de haber regresado a casa con Ramsés

dejándole fluir los mocos para efectos de verosimilitud

en lo más hondo de mis sentimientos. Lo que has aguantado sólo puede obedecer a

alérgica, este can desfavorecido pasará por un neona-

un afecto muy hondo, Fritz, me dijo mi médico tras un fascinante proceso de extrac-

to fruto de un parto con prolapso del cordón umbilical.

ción que se prolongó durante cuatro días. Y, es cierto, perdí una esposa. Pero gané

Llévelo a ver cine de terror, de ciencia ficción, algo así

un travieso y tierno amiguito de cuatro patas que nunca podré olvidar.

donde pueda ver cosas más feas que él.

Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe



32_ EQUIPAJES

¿Y DÓNDE ESTÁ MI

MALETA? Extraviar una valija es un riesgo probable cuando vas de aeropuerto en aeropuerto. ¿Pero qué hacen los equipajes cuando están perdidos? ¿Adónde se van?


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tis an ado s e r

d va blo ila al a p e

de sh to n de x te ci贸

un stra lu i


34_ EQUIPAJES

l equipaje perdido se

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recuerda mucho mejor que el que llega a destino. En mi familia todavía se comenta, por ejemplo, que a mis padres les robaron las valijas en su viaje de bodas a Europa (las habían dejado en un auto alquilado, en la puerta de un hotel del sur de Italia). Ahí estaba el vestido de novia de mi madre, así que cada vez que aparece una foto de aquella boda, surge intacto el recuerdo de las valijas perdidas. Con las maletas que llegaron a destino somos injustos: nadie se acuerda. En el mundo del equipaje, las valijas perdidas son los hijos pródigos: cuando llegan se hace una fiesta. Mi experiencia en el tema es más bien pobre, a pesar de que viajo bastante. Cuando era joven fantaseaba con viajar; ahora fantaseo con quedarme en casa. Recuerdo haber perdido una valija en Francia; en el aeropuerto me mostraron unas hojas plastificadas con el catálogo de todas las maletas habidas y por haber para que la identificara; una especie de identikit de maletas. Yo pensé: que curioso que esté tan organizado algo que es tan accidental; es como organizar los tropiezos que uno se da en la calle. Pero quizá tenga el récord

temporal de valijas perdidas, ya que una de mis maletas estuvo ausente durante casi un año. Era una valija negra y la perdí en el tramo aéreo Quito-Lima. Habíamos viajado con Alonso Cueto a Quito como parte de una gira donde se presentaban nuestras novelas; compartimos viajes, demoras, vuelos cancelados, repetidas presentaciones de los mismos libros (a veces ante auditorios llenos, otras ante un desierto hecho de sillas o butacas). Alguna vez había escrito en una novela que después de los treinta ya no se hacen nuevos amigos, pero tuve que corregir ese grave error, porque con Alonso sí nos hicimos amigos. Cuando no estábamos repitiendo el argumento de nuestras novelas, con sucesivas variantes que hacían que las historias se fueran convirtiendo en algo distinto, conversábamos largamente entre nosotros. Pude así disfrutar de la inteligencia y el fantástico humor de Alonso. Frente a la cinta transportadora uno espera al principio con una mezcla de fastidio y ansiedad; pero después, cuando la esperanza se atempera, cuando la valija no aparece, uno sufre una conversión religiosa y se limita a rezarle al dios que rige las repeticiones, las cosas que giran, los hallazgos y las pérdidas. Uno también se pregunta por qué no compró, en vez de una maleta negra, una rosa y con rayas violetas, o por qué no le puso, como aquella antipática señora que con tanta facilidad ha encontrado lo que buscaba, una cinta amarilla. A la noche todos los gatos son pardos y en la cinta todas las maletas descubren que son hermanas. La cinta del aeropuerto de Lima giró y giró, contagiando mi espíritu en general positivo con ese sentimiento nihilista que siempre provoca la idea del eterno retorno. Luego de consultar con el personal del aeropuerto (uno nunca encuentra a la persona indicada, que justo ese día ha dado parte de enfermo) partimos rumbo a la presentación de nuestros libros (en la que hablaría, con toda simpatía, Fernando Ampuero) sin la maleta. Alonso Cueto despertaba en la feria un verdadero fervor y la sala, enorme, estaba llena: aquellas butacas colmadas nos redimían de algún que otro auditorio oscuro, vacío, deprimente. Pero yo seguía con la ropa del viaje, impresentable. Al día siguiente la maleta apareció en el aeropuerto: había llegado en otro vuelo. Pero como había quedado a nombre de Alonso Cueto, no pude retirarla y me fui de Lima sin la maleta. Pasaríamos largo tiempo sin volver a verla.

De las cosas que había en la valija sólo me preocupaban unos zapatos negros, nuevos, brillantes, caros, que mi esposa me había regalado (yo,



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lamento confesarlo, soy de comprar ofertas) y unos papeles. En los papeles tenía el borrador de un cuento, un cuento que no sabía muy bien cómo terminar. Ahora que estaba perdido, y que era el recuerdo de una sombra, menos podía encontrarle un final. El cuento también hablaba de maletas extraviadas, o mejor, trocadas. La idea me había venido de una anécdota: en un viaje reciente Madrid-Buenos Aires había observado que entre los pasajeros estaba el músico argentino Fito Páez. Fue uno de los primeros en encontrar su maleta y salir corriendo con ella. Siempre me habían gustado los discos de Fito Páez, tal vez en parte porque no sólo es del 63, como yo, sino que hizo una canción dedicada a los de ese año. Y lo admiraba también porque había hecho, en un momento de crisis personal, un disco extraordinario: Ciudad de pobres Corazones. A menudo, en arte el caos se expresa a través del caos, y todo fracasa.

en las posibilidades narrativas que tienen las valijas trocadas. Imaginaba a Fito Páez abriendo la valija y encontrando cosas completamente distintas a las que esperaba. Quizá hasta hiciera una canción sobre el episodio. Es una de las ventajas del arte: uno puede encargarle a alguna musa que se ocupe de dar forma a percances, tropiezos, pequeñas catástrofes. A la señora, que no escribía canciones, el contratiempo no le servía de nada. En el cuento que había empezado a escribir a propósito de esa anécdota un escritor de novelas, llamémoslo Páez, ya que ofició de inspirador, se lleva una valija del aeropuerto. Cuando está solo en su casa abre sin dificultad el candado (he comprobado que todos los candados, a los que confiamos nuestra seguridad, se abren con cualquier llave) y encontraba ropa de mujer, perfumes, algún libro, papeles. Primero la indignación, la llamada a la compañía aérea. Ya nos ocuparemos, hoy es sábado pero el lunes a más tardar… Después, el fastidio. Por último, la curiosidad. ¿Quién era la misteriosa pasajera a la que él accidentalmente le había birlado los bienes? Al principio el escritor Páez se asomaba a los objetos ajenos sólo

Frente a la cinta transportadora de equipajes del aeropuerto uno espera con una mezcla de fastidio y ansiedad; cuando la esperanza se atempera, cuando la valija no aparece, uno sufre una conversión religiosa y le reza al dios de las repeticiones, las cosas que giran y las pérdidas. Uno también se pregunta por qué no compró, en vez de una maleta negra, una rosa. A la noche todos los gatos son pardos y en la cinta todas

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las maletas son hermanas

Fito Paéz, en cambio, en ese viejo disco había expresado el caos y el dolor que le había tocado vivir a través del orden y del equilibrio, lo que hizo que esas canciones fueran inolvidables para mí. La cosa es que mientras esperaba mi maleta, una de las últimas, una señora indignada le gritaba a los empleados de la compañía: –¡No sigan buscando mi valija! Ya sé lo que pasó: mi valija se la llevó Fito Páez. Las dos son iguales, y él se confundió. –No, señora –dijo la empleada a cargo–. A la salida se le pide a todos el comprobante. –No, a Fito Páez, como es famoso, nadie le pidió el comprobante del equipaje. Y ahora yo tengo que volver otro día a buscar mi valija. La señora posiblemente tenía razón: Fito Paéz se había ido con una valija, y la única que quedaba, olvidada y sin dueño, dejaba leer en la etiqueta el apellido Páez. Ese episodio me había hecho pensar

con los ojos, sin tocar; después de a poco iba desplazando las cosas para ver qué había debajo, con esa delicadeza que tienen los especialistas de la serie CSI en la escena del crimen. Así encontraba una gruesa novela, La deCisión de sofía, de William Styron, un libro que alguien le había recomendado alguna vez pero que nunca se había decidido a leer. También había papeles escritos a mano, en hojas de un hotel español. Qué lindas que son para escribir las hojas de los hoteles, con el membrete arriba, le da un aire de importancia a cualquier tontería que uno escriba. Los papeles de la mujer parecían el borrador de un cuento. Faltaba la primera página, faltaba también el final, pero la historia, a pesar de lagunas, letras indescifrables, palabras sueltas que indicaban algo que la escritora sabía pero el furtivo lector no, se entendía. La historia que había trazado la mujer con su caligrafía diminuta contaba lo siguiente: un hombre de negocios, acostumbrado a los viajes y a las noches de hotel, traía de regalo a su hija una Barbie azafata. La muñeca vestía un uniforme exactamente igual al de la compañía aérea (tela azul, vivos rojos) y además tenía una pequeña valija idéntica a las que usa la tripulación. Al hombre le gustaba la pequeña valija. Era azul, tenía rueditas que



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giraban e inclusive un mecanismo tubular extensible, como en las maletas de verdad. Cuando pasaba entre los juguetes tirados en el piso siempre la levantaba para que los niños no la pisaran, y la ponía a salvo en una casita de juguete; también probaba que los mecanismos siguieran intactos. En una de esas ocasiones, el hombre encontró algo en su interior: pedazos de papel de lo que parecían ser los restos de una carta. Al principio no le dio importancia; su esposa siempre guardaba papeles en un pequeño maletín de cuero negro, que llevaba todos los días al trabajo, y seguramente su hija había hecho lo mismo, imitando los gestos de la madre. Había juntado algunos papeles del piso o del cesto y los había puesto en la valija. Pero ahora que veía los papeles se daba cuenta de que era una carta personal. La letra era la de un desconocido. Palabras sueltas y frases interrumpidas no

páginas. Después de decir «Te llamo después», secó como pudo los papeles y los volvió a su lugar.

Mi propia valija estuvo varada en Lima durante meses. Al día siguiente de mi partida Alonso Cueto la recuperó del aeropuerto y la llevó a la editorial Planeta. Como una valija no puede volar sin pasajero quedó en las oficinas de la editorial, decorando el lugar, a la espera de que yo fuera hacia Lima o algún amigo volara hacia Buenos Aires. Meses después el bueno de Alonso me la trajo, y así me encontré con los zapatos negros, que seguían brillantes, y con el cuento inconcluso. ¿Cómo terminarlo? Ya lo tenía medio olvidado y a veces es difícil volver a un cuento viejo: uno siente que entra en un lugar ajeno. Pero después de mucho pensar, me decidí por este final, que aún no he escrito: El escritor del relato, Páez, recibe por fin su valija. Se reecuentra con camisas arrugadas, con una novela que de todas maneras

En un viaje Madrid-Buenos Aires el músico Fito Páez fue uno de los primeros en encontrar su maleta y salir corriendo con ella. Poco después, una señora gritaba: «¡Mi valija se la llevó Fito Páez. Él se confundió». Imaginaba al músico abriendo aquella valija y encontrando cosas distintas a las que esperaba. Quizá hasta hiciera una canción sobre ella. A la señora, que no escribía canciones, el contratiempo

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no le servía de nada

dejaban dudas: era una carta de amor. Entonces el hombre del cuento guardaba esos pedazos y a escondidas los miraba una y otra vez. No se atrevía a decir nada a su mujer. ¿Tenía su esposa un enamorado? ¿O aquellos papeles tenían otra explicación? A las dudas del hombre de negocios, Páez agregaba las suyas: ¿La mujer de la valija había narrado un episodio autobiográfico? ¿Había engañado a su esposo o tal vez ella misma había sido engañada y por eso había decidido alterar los roles? (La ficción todo lo permite). El cuento estaba sin terminar; tal vez algo la había interrumpido (señora, hablo de la recepción, un coche la espera en la puerta), tal vez se había quedado sin ganas de seguir, sin inspiración. Paéz no tenía modo de saber cómo terminaba la historia, debía devolver los papeles a su dueña. Pero mientras los leía por última vez, antes de devolverlos a la valija y perderlos para siempre, estiró la mano para atender el teléfono y volcó el café sobre las

ya le había aburrido (qué gran placer es dejar libros en los hoteles) y con sus propios papeles. Encuentra también un cuento que había empezado a bocetar, pasa las hojas sin mayor entusiasmo hasta que descubre algo que le interesa mucho más que sus propias palabras apiladas al tuntún: una mancha de café extendida por toda la página. Aquellas hojas habían encontrado también su lectora secreta. ¿Y la historia de la carta de amor? Ésa le corresponde terminarla al personaje del relato, a la mujer sin nombre, no a mí. Yo prefiero pensar que en la pérdida de equipajes no gravitan el azar ni la ineficacia de los empleados; se trata de una conspiración mundial cuyo propósito es hacernos ver, por unos instantes, un fragmento secreto de la vida de los otros. Cada valija que se pierde es un trueque que por alguna razón ha fallado; el verdadero propósito de este contratiempo es que nos encontremos con lo que los otros esconden. En los cuentos tradicionales siempre ha habidos cofres del tesoro, cuartos cerrados, escondites, donde se guarda el secreto del cuento; las valijas son el cofre del tesoro de nuestra época. Así perdemos lo que no necesitamos tener para atisbar por un rato aquello que sí nos hace falta: recordar el misterio que siempre son los demás.



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Zildo Santos anda por la calle llevando un millón de dólares en un bolso de gimnasio. Es un negociador de secuestros que detesta los maletines de cuero, pero sobre todo es alguien que ha hecho una empresa de su talento para no dejarse robar y para no huir con el dinero ajeno, ése que los secuestradores esperan para liberar a su víctima. ¿En qué cree alguien cuyo trabajo consiste en no cometer errores?

una texto de jonathan franklin fotografías de

morten andersen

www.mortenphoto.com


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y ocho de la autopista y recoge una nota en el cementerio». El mensaje llegó dentro de un ramo de flores hasta un elegante hotel de Buenos Aires. El destinatario era Zildo Santos, un policía brasileño y retirado que a fines de los años noventa dejó su trabajo por otro más peligroso: el mundo de los negociadores de secuestros. Él es un hombre sociable y atlético de sesenta y dos años que luce como un centinela de discoteca chic más que como un recio guardaespaldas. Luego pidió un taxi. Una hora después estaba parado en un jardín de flores del cementerio de la ciudad y desplegó el recado que el secuestrador le había enviado. El segundo mensaje fue crucial: «Consigue seiscientos mil dólares y espera nuestra llamada». Después de cada una de esas comunicaciones, Santos suele desenfundar uno de sus celulares y llamar a su cliente. (Los profesionales nunca usan el mismo celular para hablar con los familiares de las víctimas y con los captores). Él pide instrucciones a los delincuentes. Zildo

Santos, que está en el medio de los secuestros más delicados en Sudamérica, siempre piensa en los intereses de sus clientes. ¿Cuál es la mejor manera de regresar una víctima a su casa (sin «incidentes»)? ¿Cómo trasladar el dinero sin que los policías (sus antiguos colegas) sigan sus huellas? Santos sabe que el momento más peligroso de cualquier secuestro es cuando la Policía interviene. En algunos países de Sudamérica, la Policía también organiza esos delitos, de manera que nunca sabes en quién confiar. En Brasil, la Policía antisecuestros es muy pequeña: sólo hay ciento veinte oficiales para una ciudad de dieciocho millones de personas como Sao Paulo. Así que la respuesta lógica ante un rapto de «gran riqueza individual» es llamar a El caballero del bolso, Zildo Santos, un hombre en el mundo de los secuestros de Sudamérica que ha hecho una carrera negociando y transportando rescates de varios millones de dólares. Hasta el 2007, su hoja de vida incluía sesenta y cinco trabajos con final feliz. El caballero del bolso exige una cifra redonda por sus servicios: mil dólares al día. En el caso de Buenos Aires, la víctima era un ejecutivo de un banco latinoamericano. Los secuestradores también eran parte de una élite profesional. Como miembros antiguos de una guerrilla, ellos tenían experiencia realizando operaciones en Argentina, Chile, Panamá y Uruguay. (El entrenamiento cubano que han recibido le otorga más rentabilidad a este tipo de bandas). «Prefiero negociar con la banda que pide un millón de dólares que con el tipo que pide diez mil», explica Santos. «Cuando el monto del rescate es pequeño y las víctimas no son tan ricas todo resulta peor. Él [secuestrador] no está organizado, no tiene habilidades y es muy estúpido y es posible que las cosas terminen mal». En estos casos, «mal» puede significar que te corten partes del cuerpo en trozos del tamaño de cajitas de fósforos. Un dedo. Un fragmento de oreja. Ese resto sangriento podría ser enviado por correo a tu familia, en una caja de regalo o en un ramo de flores. Los secuestradores sólo esperan que el pago se realice pronto. Santos luce como un extra de C hips , la serie de televisión que en los años setenta inmortalizó a las patrullas de policías de carreteras de California como muchachos amigables con frondosas cabelleras rubias, motocicletas Harley, helicópteros y lentes de aviador. Pero él no intenta perseguir o atrapar a los captores.


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Su trabajo sólo consiste en pagarles y en terminar así con la tragedia. Como confidente de la familia de la víctima, Santos tiene acceso al dinero y al poder. En el caso de Buenos Aires, él organizó de inmediato un retiro de seiscientos mil dólares de un banco local. Siempre es igual. Cuando el efectivo es contado, clasificado y apilado, Santos entra en la agencia, con la adrenalina fluyendo. «Alguien en el banco sabe que tú eres el courier. No lo cuentan, sólo te entregan una bolsa», dice Santos. Luego él caminó nervioso fuera del local. Llevaba un bolso de gimnasio lleno de billetes de cien dólares. Al salir, observó a dos sospechosos que encendieron sus radiotransmisores, sólo para darle a entender que lo estaban observando. De vuelta en el hotel, Santos esperó. Una llamada telefónica siempre trae un nuevo mensaje. «Ve al zoológico, a la jaula del cóndor y deja el dinero allí». En la jaula del cóndor, Santos encontró una cajetilla de cigarrillos Marlboro. En el interior había una nota con las instrucciones finales: «Deja la bolsa aquí. No mires atrás. Márchate». Santos es un profesional: dejó el bolso, después observó cómo los secuestradores recogían el dinero. «No puedo soportar el término dejar porque: ¿quién va a dejar una bolsa con seiscientos mil dólares? Tu no dejas nada», dice Santos mucho después de ese recuerdo. Suena irritado ante la versión barata de lo que considera una noble vocación. Zildo Santos tiene una superstición, rituales y un código de conducta. Se viste como un turista: camisa de mangas cortas («así ellos no piensan que tienes un arma bajo la manga»), blue jeans, un reloj («los secuestradores son tardones por costumbre») y un gran bolso («¿Por qué Hollywood usa siempre una maleta? Ellos lucen importantes y llaman tu atención»). Sus gafas rosas de aviador son un toque personal, tal como su humor cáustico y su amor por vivir en ese límite donde no es víctima ni victimario. Santos siempre conduce un automóvil pequeño –rápido para llegar cerca de las locaciones, lue-

go lento en exageración para dejar un mensaje–. Así llega El caballero del bolso. Zildo Santos ha recorrido Sudamérica haciendo esos pagos secretos durante casi una década. Lo ha hecho en una escuela de samba. También en espigones solitarios. Él ha pactado esos encuentros más de cincuenta veces –cada aventura, una mezcla de Bourne y Bond–. Sus clientes son altos ejecutivos de multinacionales o familias ricas o cualquier millonario que ha tenido la mala fortuna de caer en las manos de una pandilla profesional de secuestradores en Sudamérica. Cada día, alguien es raptado. La gente es capturada y encerrada en una celda hasta que sus familias compran su libertad. La mayoría de secuestros en Sudamérica se conocen como «relámpago», pues la víctima es retenida durante menos de doce horas. Pero Santos prefiere trabajar en los «secuestros tradicionales», aquellos en los que la víctima es escondida durante semanas o meses. El caso del zoológico de Buenos Aires, por ejemplo, duró dos años y medio. Pero el delito suele rendirse ante el dinero. Por lo general, todas las víctimas pagan, algunos venden el automóvil, otros reúnen dinero de la familia. Los multimillonarios firman un cheque. Los montos suelen ser grandes en Sudamérica, tanto como quince millones de dólares para tener a ese ser querido de vuelta en casa. «Ellos le dicen a la víctima que esto no ocurrirá de nuevo, que ahora él tiene un seguro o una especie de vacuna contra los secuestros», dice Zildo Santos. «Son estupideces. No hay un remedio contra el secuestro. Siempre te puede raptar otra banda». La familia del banquero de Buenos Aires había aceptado pagar cinco millones de dólares en efectivo a cambio de su libertad. Para garantizar el envío del dinero, los antiguos guerrilleros pidieron que éste fuera dividido en cinco remesas a lo largo de treinta meses. Para evadir la vigilancia, los secuestradores siempre están cambiando las ocasiones. Santos hizo dos envíos sólo en un fin de semana. Salió de Buenos Aires con rumbo a Montevideo. Al salir del aeropuerto, él hizo un recorrido a lo largo de la costa. Buscaba un bote pequeño anclado en la arena. Santos localizó la embarcación, saltó en ella y esperó. Asumía que los secuestradores estaban por allí, observándolo desde los juncos, asegurándose de que nadie lo siguiera. «Vinieron desde la vegetación y llevaban la cara descubierta, de manera que los veías y ellos te veían. Siempre dicen lo mismo: “No espíes”. Mira abajo y no los observes. Debes darles a entender que no eres peligroso. ¿Si piensan que eres peligroso? Estás muerto».


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La noche siguiente, Santos tomó otros cuatrocientos mil dólares y se fue a los muelles de Montevideo. Cuando estaba en una zona desierta cerca del puerto, recibió la indicación de subir a un taxi. Luego caminó hacia una pendiente. Las instrucciones contenían la mitad de un mapa y, allí, la locación de la entrega encerrada en un círculo rojo. Santos conoce la rutina. Dejó el dinero sobre la otra mitad del mapa y se marchó. De inmediato, escuchó el ruido de un motor encendido que venía desde un almacén. Dos hombres en scuters se balancearon delante de él. «Uno tenía una ametralladora», recuerda Santos. «La razón por la que te muestran el arma es para decir “No lo intentes y sé listo”. Recuerda que ellos siempre están bajo mucho estrés. Siempre temen que la

Policía llegue de un momento a otro». A media cuadra de distancia de ese lugar, dos hombres armados estaban parados afuera de un automóvil robado. Parecían estar allí sólo por si acaso. En segundos, el dinero y los hombres habían desaparecido y Zildo Santos se quedó solo. Caminó cuarenta minutos antes de encontrar un autobús que lo sacaría del lugar. Finalmente, llegó a su hotel y entonces pudo relajarse y deshacerse de la tensión de una semana. Cuando la víctima es rescatada, las familias de Brasil –el país de Zildo Santos– suelen darles un gran recibimiento. Allí El caballero del bolso también es un invitado, un invitado VIP; pero en el fondo sabe que este estatus es efímero. «Un año después, si les das una llamada, no te debería sorprender que digan que están ocupados –dice él–. La gente quiere olvidarse de ti. Tú representas algo malo. Representas parte de esa historia mala. Ellos quieren librarse de esa pesadilla y tú eres parte de esa pesadilla».


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SEGUIMOS EN CONTRA

contra los directores de cine_alberto fuguet contra los publicistas_gustavo rodríguez contra los críticos_hernán migoya contra los viajeros_jorge carrión


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Atacar/asesinar/descuerar a los directores de cine? ¿Por qué? ¿Qué me han hecho? ¿Atacar directores de cine cuando hay tanto crítico-blogger sin vida por ahí que creen que ellos lo hubieran hecho mejor? No creo que pueda: mal que mal, el cine es mi norte, es lo que me llena, es lo que hago o deseo hacer y, más allá de los chistes del equipo de filmación, lo cierto es que sin un director no hay una película. Pero también es cierto que si hubieran menos, o si los buenos pudieran dirigir cinco o seis al año, otro gallo cantaría. Porque ahora que he «pasado al otro lado» y he conocido algunos de cerca, la verdad es que he llegado a la conclusión que hay muchos directores repelentes, sonsos, tarados, chantas, vulgares, poco iluminados que han arruinado historias sencillas o no necesariamente indignas simplemente por su ineptitud, falta de mundo y analfabetismo. Billy Wilder ya lo dijo: No es necesario que un director sepa escribir, pero sería bueno que supieran leer. Conozco a varios que quizá saben leer pero no leen. No leen ni el guión o, peor, no lo entienden. Y muchas veces lo entienden, pero no les interesa, que puede ser peor. Sí, es cierto, los directores, aquellos que nos han hecho literalmente tocar el cielo, también tienen hermanos, primos y colegas B y éstos pueden ser una raza repudiable o, al menos, lastimosa. Y ahí es cuando uno empieza a odiar: cuando ves que tu templo sagrado se vuelve un mall, cuando los tipos que plagan las salas son ineptos esquizofrénicos. Pero el enemigo no está en ni es Hollywood; el verdadero enemigo, el verdadero mal (el diablo, se sabe, usa boina y anteojos oscuros y se viste en Zara) anda pululando por ahí: tal como el moho, la oscuridad de las salas de arte y la lubricidad que generan al mirarse al espejo, son el clima ideal para crear el cineasta cool del Tercer Mundo. Digan lo que digan, las cintas reflejan el mundo interior de su director (qué miedo). Las películas casi siempre triunfan o naufragan meses antes de filmarse y es por una razón sencilla: son las opciones morales que se tomaron a la hora de concebir la idea. ¿Qué se puede esperar de niños ricos que filman a los pobres? ¿O directores que no son cinéfilos y siempre responden que Cinema Paradiso es su película favorita? ¿Cómo respetar aquellos que

CONTRA LOS DIRECTORES DE CINE una diatriba de

alberto fuguet

Conozco a varios directores de cine que quizá saben leer pero no leen. No leen ni el guión o, peor, no lo entienden. Y muchas veces lo entienden, pero no les interesa. Los directores, aquellos que nos han hecho literalmente tocar el cielo, también tienen colegas B y éstos pueden ser una raza repudiable o, al menos, lastimosa. Y ahí es cuando uno empieza a odiar

se cuelgan de los escritores con marca para tener una marca? ¿O aquellos que se demoran siete años entre estrenos porque la publicidad de papel higiénico no puede esperar? ¿Se puede respetar a seres que partieron haciendo cintas (im)personales para luego lanzarse a comedias chatarras? ¿O aquellos que no les interesa el público de su país sino los cuatro exiliados-apátridas que van a los festivales de Berlín, Toulousse o, esa cuna del mal, el festival de Rotterdam, suerte de BID de la sensibilidad creadora de los países «en desarrollo». Así es: son los que más detesto, los que más me agotan y provocan vergüenza ajena, aquellos sospechosos de siempre que no tienen talento pero sí agallas, energías, títulos de ingenieros, familias de derecha con plata o simplemente una seguridad en sí mismo aterradora que compensa todo el resto de sus inseguridades. Son, lo admito, los que más que envidio porque me ganan siempre: fondos, premios, invitaciones, alianzas internacionales. Estoy hablando por la herida, sí, pero cuando uno escribe en contra, ¿desde qué otro puto lugar se puede hablar?


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Atacar/asesinar/descuerar a los directores de cine? ¿Por qué? ¿Qué me han hecho? ¿Atacar directores de cine cuando hay tanto crítico-blogger sin vida por ahí que creen que ellos lo hubieran hecho mejor? No creo que pueda: mal que mal, el cine es mi norte, es lo que me llena, es lo que hago o deseo hacer y, más allá de los chistes del equipo de filmación, lo cierto es que sin un director no hay una película. Pero también es cierto que si hubieran menos, o si los buenos pudieran dirigir cinco o seis al año, otro gallo cantaría. Porque ahora que he «pasado al otro lado» y he conocido algunos de cerca, la verdad es que he llegado a la conclusión que hay muchos directores repelentes, sonsos, tarados, chantas, vulgares, poco iluminados que han arruinado historias sencillas o no necesariamente indignas simplemente por su ineptitud, falta de mundo y analfabetismo. Billy Wilder ya lo dijo: No es necesario que un director sepa escribir, pero sería bueno que supieran leer. Conozco a varios que quizá saben leer pero no leen. No leen ni el guión o, peor, no lo entienden. Y muchas veces lo entienden, pero no les interesa, que puede ser peor. Sí, es cierto, los directores, aquellos que nos han hecho literalmente tocar el cielo, también tienen hermanos, primos y colegas B y éstos pueden ser una raza repudiable o, al menos, lastimosa. Y ahí es cuando uno empieza a odiar: cuando ves que tu templo sagrado se vuelve un mall, cuando los tipos que plagan las salas son ineptos esquizofrénicos. Pero el enemigo no está en ni es Hollywood; el verdadero enemigo, el verdadero mal (el diablo, se sabe, usa boina y anteojos oscuros y se viste en Zara) anda pululando por ahí: tal como el moho, la oscuridad de las salas de arte y la lubricidad que generan al mirarse al espejo, son el clima ideal para crear el cineasta cool del Tercer Mundo. Digan lo que digan, las cintas reflejan el mundo interior de su director (qué miedo). Las películas casi siempre triunfan o naufragan meses antes de filmarse y es por una razón sencilla: son las opciones morales que se tomaron a la hora de concebir la idea. ¿Qué se puede esperar de niños ricos que filman a los pobres? ¿O directores que no son cinéfilos y siempre responden que Cinema Paradiso es su película favorita? ¿Cómo respetar aquellos que

CONTRA LOS DIRECTORES DE CINE una diatriba de

alberto fuguet

Conozco a varios directores de cine que quizá saben leer pero no leen. No leen ni el guión o, peor, no lo entienden. Y muchas veces lo entienden, pero no les interesa. Los directores, aquellos que nos han hecho literalmente tocar el cielo, también tienen colegas B y éstos pueden ser una raza repudiable o, al menos, lastimosa. Y ahí es cuando uno empieza a odiar

se cuelgan de los escritores con marca para tener una marca? ¿O aquellos que se demoran siete años entre estrenos porque la publicidad de papel higiénico no puede esperar? ¿Se puede respetar a seres que partieron haciendo cintas (im)personales para luego lanzarse a comedias chatarras? ¿O aquellos que no les interesa el público de su país sino los cuatro exiliados-apátridas que van a los festivales de Berlín, Toulousse o, esa cuna del mal, el festival de Rotterdam, suerte de BID de la sensibilidad creadora de los países «en desarrollo». Así es: son los que más detesto, los que más me agotan y provocan vergüenza ajena, aquellos sospechosos de siempre que no tienen talento pero sí agallas, energías, títulos de ingenieros, familias de derecha con plata o simplemente una seguridad en sí mismo aterradora que compensa todo el resto de sus inseguridades. Son, lo admito, los que más que envidio porque me ganan siempre: fondos, premios, invitaciones, alianzas internacionales. Estoy hablando por la herida, sí, pero cuando uno escribe en contra, ¿desde qué otro puto lugar se puede hablar?


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agué mi casa con mi sueldo de publicista. Gracias a mis viajes como publicista he conocido a gente famosa. El amigo al que abrazo con más fuerza es publicista. ¿Por qué escribir, entonces, en contra de los publicistas? ¿Es que soy un malagradecido? ¿Es que soy autodestructivo? Cuando empecé a ganarme la vida en esa profesión tenía dieciocho. Era un chiquillo que un día se topó en la calle con su primer anuncio a toda página, envolviendo la basura de su vecino, y fui feliz a pesar de eso. Esta noción de que la publicidad era más importante de lo que en verdad es me acompañó durante mucho tiempo. Hasta que llegó el día en que ya no me gustaron muchos de los recuerdos que me habían acompañado durante los últimos años. Place comercial here. Como en un zapping que busca escapar de la publicidad, acciono el control remoto y me encuentro con uno de ellos: un publicista puede ser un tipo que oculta con su ingenio la superficialidad de sus conocimientos. Cualquier joven que crea avisos puede relacionar conceptos con facilidad. El problema es que éstos suelen ser sacados de otros comerciales, de chistes escuchados, de ojear revistas, de pescar vídeos en YouTube. Qué desperdicio es que este talento de conexión no se use también para relacionar contenidos más profundos. La mayoría de publicistas no suele mostrar ambición intelectual, y aquellos que sí la tienen probablemente sueñan con ser reconocidos en otro oficio. Cambio de canal y soy testigo de cómo las autopistas al sur de Lima se han llenado, en solo unos años, de carteles y más carteles, y no se me ocurre denunciar que el paisaje costero ha ido desapareciendo detrás de esas enormes sábanas impresas. Alguien dijo que el aire que respiramos se compone de oxígeno, nitrógeno y publicidad. ¿No es una ironía que los publicistas hagan campañas contra la contaminación y que a la vez plaguen nuestro ambiente de anuncios? Clic. Ahora escucho al dueño de una agencia que, orgulloso, disfraza de pasión lo que en verdad es ineficiencia: pase usted por la fachada de una agencia publicitaria a las once de la noche y verá las luces encendidas y varios automóviles estacionados afuera. Sus ocupantes estarán trabajando vertiginosamente para cumplir con los pedidos de sus clientes, dejando de lado hijos, novios, cumpleaños. El dueño dirá que su gente es apasionada, que se exprime para alcanzar una mejor idea, que viven como suyos los retos de sus clientes. Y la triste verdad es que tienen que trabajar más horas al día porque este oficio, en su esquema tradicional, ha ido perdiendo su valor: el déficit tiene

CONTRA LOS PUBLICISTAS

una diatriba de

gustavo rodríguez

Cualquier joven que crea avisos tiene el poder de relacionar conceptos con facilidad. El problema es que éstos suelen ser sacados de otros comerciales, de chistes escuchados, de ojear revistas, de pescar videos en YouTube. Qué desperdicio es que este talento de conexión no se use para relacionar contenidos más profundos

que ser pagado con la vida personal. No soporto esta imagen y paso a otra que me gusta menos: estoy tenso, aguardando a que el maestro de ceremonias anuncie el premio a la campaña más creativa del año. Mi taquicardia no es normal, es como si mi vida dependiera de aquello. Tuve que transitar por un largo túnel de autocrítica para entender de que algunos empresarios astutos se dieron cuenta de que la vanidad y la falta de autoestima hacen de los publicistas frutos fáciles de cosechar: convenza a algunos publicistas célebres para que sean jurados, asóciese a un medio, y así tendrá el gran negocio de un concurso publicitario. No se entrega plata, se entregan trofeos. Pero ellos simbolizan el reconocimiento que no te dieron de niño, la envidia de quienes te odian, la foto central en esa revista para publicistas creada por los mismos publicistas. En suma, un remolino bien organizado que, al engullirte, te aleja de la verdadera recompensa que existe en todo oficio: saber que tu trabajo le hace bien a otros antes que a ti mismo. Cambio nuevamente de canal y me encuentro a un gremio hispanohablante que habla de target group, briefing, rating, disruption: es verdad que la publicidad moderna nació en Estados Unidos. Pero también es cierto que hablar en difícil es una forma de sentirse en un club privado donde sólo entran los que entienden. Si dices media planning puedes cobrar un veinte por ciento más que si dices planificación de medios, tal como ocurre con los screwdrivers, que no son otra cosa que vodka mezclado con naranja. Sí, quizá soy autodestructivo, aunque de una manera parcial. Quisiera eliminar partes que no me gustan de mí y volver a edificar encima. Quisiera anunciar en horario estelar esas prácticas que he avalado como publicista y que ahora me avergüenzan. Place redemption here.


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50_ 51 «Todo lo que anhelo es que me mimen, pensó Eleanor, y heme aquí diciéndole monsergas a un narciso». Shirley Jackson. The haunTing of hill house

omo escritor de no «no ficción»1, me ha tocado vivir todos los grados de forzada clasificación por parte de la crítica especializada: empecé siendo un «no escritor» para la mayoría de críticos, para muchos ni siquiera ameritaba el calificativo de mi propio oficio; luego pasé una segunda fase de magnanimidad erudita en la que se me perdonaba la vida, o en la que incluso arrancaba alguna elogiosa esplendidez o se me concedía cierta inocua valía; y ahora de repente funambulo entre los que me lanzan parabienes sin cesar y los que no pueden verme ni en pintura (y mucho menos en tinta). Lo curioso es que, como ocurre con casi todos los escritores, es el tiempo y no la crítica el que me ha establecido como autor. Ser dogmático no forma parte del problema del mal crítico: se puede aparentar dogmatismo dando por sentado que el lector es suficientemente inteligente como para discrepar o enviar al teórico y su teoría a freír espárragos. Pues el crítico –al igual que el escritor– debe aceptar, incluso alentar la confrontación de ideas. Contrariar la expectativa y la opinión del lector –así como saber renunciar a las propias– constituye también una forma de hacerle evolucionar; ese concepto no es entendido muy bien por parte de un porrón de especialistas que quiere tener la razón a toda costa, aunque tener la razón sea lo de menos. El auténtico problema con muchos críticos es que anteponen la conservación de su supuesto prestigio a la función real de su cometido: supeditan la originalidad, visión y riesgo del texto a la descarada manutención de su estatus como ordenador oficial de la jerarquía de calidades literarias. Se sienten tan preocupados por dejar asentada su categoría de pensadores, por imponer su reputación y complacer su ego, que establecen su criterio, casi siempre prudente y miedoso, en base a lugares paradójicamente comunes, antes que a la generación de ideas en verdad estimulantes y consecuentes. Como en todos los gremios, el peor enemigo de los críticos también es la mediocridad. Es más: la mayoría de ellos se siente tan frustrada ante la constatación de su falta de talento creativo que se aferra a su inteligencia como sola arma de legitimación: como demostración desesperada de su unicidad, de su aberrante deseo elitista… de SU posición por encima de la inteligencia de la obra juzgada. Sin embargo, cualquiera puede ser inteligente. Pero artista… Para ser artista se necesita respetar la magia del

CONTRA LOS CRÍTICOS

una diatriba de

hernán migoya

El peor enemigo de los críticos es la mediocridad. Es más: la mayoría de ellos se siente tan frustrada ante la constatación de su falta de talento creativo, que se aferra a su inteligencia como sola arma de legitimación: como demostración desesperada de su unicidad, de su aberrante deseo elitista

proceso creativo; la inteligencia analítica muchas veces resulta un antídoto para dicha magia: al pretenderla explicar, la invalida. Al crítico de libros hay que darle de comer aparte. Mientras el de cómic es bastante consciente de que le leen dos personas, y el de música ha asimilado con entereza que por mucho que defenestre un disco de David Bisbal, millones de personas no le van a hacer caso, el literario continúa escribiendo como si sus análisis fueran a modificar el rumbo del planeta: como si la mayoría de fenómenos de la historia de la literatura no hubieran sido ignorados en su momento por la crítica coetánea. Ello ocurre porque el submundo literario, sobre todo el que no vende, se cree más importante e indispensable que el musical, el comiquero, el televisivo o el porno. Y, sin embargo, en el fondo muchos deciden que no escriben la crítica de un libro para los miles de lectores de libros: ¡la escriben para el escritor de ese libro! Para muchos críticos, su oficio es una venganza2. Que se jodan. Y yo también. 1. Abomino de esa (negra) etiqueta de la no ficción: exhibe la misma redundante inutilidad que el Dogma cinematográfico «ficcionado» por Lars von Trier: un invento publicitario para endosarnos por delante el supuesto de veracidad, como si la veracidad fuera una cualidad en sí misma, un garante previo de lo genuino; cuando cualquiera con dos dedos de frente sabe que todo, absolutamente todo, es ficción: sobre todo la realidad latina; y por eso abundan tanto los autores latinos de no ficción, incapaces de competir con su propia increíble cotidianeidad: la realidad latina está tan bien inventada que supera la capacidad ficcionadora de sus escritores (pero ése sí es otro tema). Por otro lado, ¡qué fácil es mentir en la no ficción! 2. Y cuando descubres que, como muchos escritores, muchos críticos TAMPOCO son inteligentes, uno empieza ya a no entender nada... Claro que si NO cualquiera puede ser artista, ¿cómo se explica que haya muchos más artistas que críticos? (De comprobarse este desconcertante dato, echaría por tierra la hipótesis principal de mi texto: por eso lo expongo en la letra pequeña).


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n una encrucijada, en las inmediaciones del Salar de Uyuni, tres tipos de viajeros. Por un camino llega un vehículo todoterreno que cuatro turistas italianos cuarentones han alquilado, con chofer y guía incluido, para un acelerado recorrido de dos días por la zona. Por el otro, llega simultáneamente un viejo jeep con un heterogéneo grupo de jóvenes argentinos, australianos y españoles, que está viajando por la región durante cuatro días. Un río anima la encrucijada. Los todoterrenos activan la tracción a las cuatro ruedas; pero se detienen: una ciclista norteamericana está atravesando, a pie y con la bicicleta a cuestas, el río. Ahora, la pregunta del millón: ¿quiénes son viajeros y quiénes son turistas? Desde la ventanilla de los mochileros (estudiantes de escasa economía y largo recorrido), los italianos tienen todo el aspecto de turistas (con dinero y poco tiempo). Pero los italianos se ven a sí mismos como viajeros (el dinero lo han ganado en trabajos dignos y, además, en su juventud fueron mochileros de recursos limitados). La ciclista, por su lado, los ve a todos como turistas. Ella es vista, desde la comodidad de los asientos, como una viajera intrépida (y mojada y un poco loca). ¿Alguien tiene razón? Los italianos son geólogos y han estudiado durante décadas la formación de depósitos de litio en esa vasta área. En su décimo tercera visita a la región; a causa de que Alitalia les perdió las maletas, sólo han podido dedicar dos días a la excursión, que aprovecharán para recoger muestras. En cambio, en el grupo de mochileros hay de todo: la española ha venido a olvidar a un novio; los australianos se acaban de enamorar y sólo tienen ojos el uno para el otro; la pareja de argentinos estudia quechua y se dirige a Cochabamba; por último, el español (que podría ser yo) se pasa las horas hablando con el chofer, de origen indígena, y leyendo un libro en japonés para mejorar su dominio del idioma (no soy yo). Quiero decir que las actitudes, las motivaciones y los conocimientos de los mochileros son variopintos, mientras que los de los italianos son bastante uniformes; no creo que haya ninguna etiqueta que los pueda englobar. Y menos oponer. Y aun menos etiquetar mediante la ya caduca –y un poco estúpida– polarización entre viajeros y turistas. Ni siquiera podemos hacerlo con la ciclista, cuya existencia es la excusa para cuestionar

CONTRA LOS VIAJEROS

una diatriba de

jorge carrión

–en la encrucijada de marras– la famosa oposición. ¿Viajera intrépida o turista de aventura? Más bien deportista. Se ha marcado como objetivo ochenta kilómetros diarios. Lleva una tienda de campaña y un saco de dormir de última tecnología, GPS, teléfono satelital, una novela de Dan Brown y alforjas de goretex para la bicicleta. Es decir, ha conseguido impermeabilizarse al paisaje (la velocidad), a la gente (el lenguaje), a los pueblos (el camping), a la desorientación (el satélite), a la cultura (El código da Vinci) y hasta al agua (el bendito goretex). Lo mismo ha hecho en los cinco continentes. Está a punto de entrar en el libro guinnEss, donde, efectivamente, hablan de ella como de «la intrépida viajera...». Travel proviene de travail: viajar significa realizar un esfuerzo. Más que físico, intelectual. Lo contrario de viajar es vacacionar, palabra ya incorporada al diccionario. Así, el antónimo de viajero es vacacionante, término aún ilegal. Habrá que buscar otro. Podría ser «veraneante». La ambigüedad es útil. Los italianos y los mochileros europeos están en sus vacaciones de verano (pleno agosto); pero los argentinos están en sus vacaciones de invierno (en el mismo mes). La verdad del vocablo, por tanto, depende de la perspectiva. Lo mismo ocurre con «viajero». El esfuerzo intelectual no es objetivable. La atención, el intercambio, el respeto, el conocimiento: las características del viajar son variables y constituyen estados de conciencia que no se pueden comparar ni contrastar. Nadie puede estar siempre atento; ni ser eternamente tolerante y respetuoso; ni mantener un estado constante de esfuerzo. Nadie –tampoco– puede escapar de las rutas aéreas de vocación turística, de los centros históricos, de las jornadas de puertas abiertas, de los hoteles, de las rutas predeterminadas. Nuestra propia ciudad la vivimos a través de políticas urbanas decididas por el turismo. Todos somos turistas en un grado u otro, según la circunstancia, el cansancio, el sentido del humor, el lugar, el ánimo. Aunque no nos guste, hay que rendirse a la evidencia: el viajero es un turista, y viceversa. Supuestos viajeros del mundo: dejen de pavonearse y de creerse especiales y de esgrimir argumentos fácilmente rebatibles. El siglo XXI es el del turismo. Una vez que asumáis esa evidencia podréis experimentar –tanto al contemplar el amanecer en Uyuni junto a cincuenta jeeps como ante La Gioconda asediada por japoneses– un mayor grado de felicidad.


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¿Qué gana una pareja de esposos cuyo negocio es navegar para acostarse con extraños?

un texto de kati krause


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a tarde en que llegué al

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Aphrodite, una mujer joven arreglaba una mesa en la cubierta de ese barco célebre por la excéntrica vida social y sexual que se desata a bordo. Vestía una camiseta top translúcida, no llevaba ropa interior y el vello público le asomaba por los shorts desabotonados. Entonces elevó la mirada y saludó con una sonrisa protocolar. Para la estrella porno Salma de Nora, daba lo mismo si los invitados eran amigos que llegaban para almorzar o clientes que pagaban para estar en alguna de sus famosas fiestas swingers: todos recibían la misma bienvenida cálida. Después de todo, ella es una profesional. El Aphrodite es un lujurioso barco para swingers o libertinos, pero también una empresa rentable para su anfitriona. La nave, de dos mástiles de quince metros cada uno, había sido restaurada con cariño y esa tarde estaba amarrada al puerto del municipio de Andratx, en la isla española de Mallorca, entre veleros medianos y barcos de pescadores. En ese lugar del Mediterráneo hay una ordinaria y bien conocida búsqueda de fama y ésta yace entre yates motorizados que cuestan millones de

dólares. También es notoria la persecución del placer. Allí sólo hacen falta unos cuatrocientos euros para que hombres o parejas puedan pasar un día navegando alrededor de la isla junto con Salma de Nora y sus amigas «marineras». Lo que ellas prometen es nada menos que el cumplimento de un sueño: chicas morenas y desnudas se divierten, se ríen, abren las piernas y comen todo lo que uno introduce en sus dulces bocas –al fin y al cabo, ellas también son profesionales–. Y todo esto con la preciosa costa mallorquina de fondo. El capitán del barco se llama Peter Schmidt y es el esposo de Salma, un alemán cincuentón con un gusto por las camisas plagadas de colores. Había comprado y restaurado el Aphrodite con su hermano hacía unos veinte años y llevaba una década usándolo para organizar fiestas swinger. Primero había llevado el negocio con María, su antigua mujer, y ahora lo hacía con Salma. En el mundo del porno, también los negocios suelen ser más duraderos que las relaciones de amor. Y el Aphrodite resistía bien a dos matrimonios en los que el sexo era mucho más importante que en cualquiera de las discretas uniones de tierra firme. Pero durante mi estadía allí no habría ninguna fiesta. Y en lugar de un barco para swingers, aquello sería en verdad un insólito barco del amor, con escenas de afecto y devoción en un matrimonio cuyo oficio es brindar placer a los demás.

Esa tarde de agosto, Salma de Nora preparaba el almuerzo con ayuda de Noelia, una estudiante de cerámica que había sido contratada durante el verano para servir como apoyo extra en el barco. Sirvieron jamón en un plato, cortaron una tortilla de papas en lonjas y esparcieron gazpacho en unos vasos. Con una sonrisa brillante, Salma llevó la bandeja hacia la terraza ubicada en la popa, donde estaban sentados sus cinco invitados. Se movía con delicadeza y sus pechos se balanceaban de abajo hacia arriba bajo la camiseta. Una colega suya de origen dominicano creaba un alboroto alrededor de Dopi, su silky terrier australiano de cinco meses, que le había costado ochocientos cincuenta euros. Se llamaba Evelyn Pink, tenía el cabello ensortijado y sujeto en la espalda con una cinta de pelo rosada, y llevaba sandalias amarradas en los pies también con cintas rosadas. Ella le gritaba histéricamente a su mascota, tratando sin éxito de que ésta siguiera sus órdenes. –Evelyn, así nunca funcionará –le aconsejó Salma, toda razonable y madura–. Lo que le hace falta a ese perro es un poco de educación. Cuando lo tengo yo no se comporta así.



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Poco después, Peter Schmidt salió de la cabina y se sentó en el lugar que le habían reservado bajo la sombra. –Peter, ¿qué quieres beber? ¿Agua con gas? –Como si fuera la primera vez que tome agua con gas –refunfuñó él. Salma ignoró el tono de la respuesta y se apresuró hacia la nevera. Schmidt miró su teléfono. El equipo de la compañía productora alemana de porno Inflagranti debía llegar esa noche para rodar durante dos días en una finca ostentosa de propiedad de un financista suizo. Salma tenía un papel en la película junto con la starlet alemana Jana Bach y una muchacha de diecinueve años llamada Susana Abril, que entonces apenas tenía cuatro meses dentro de la industria. Peter lo había organizado todo, como siempre: la locación, el transporte, las actrices extra, incluso el maquillaje de las chicas. Ahora le preocupaba que algo saliera mal. –¡Pues llámalos! –lo presionó Salma. –Si ellos quieren algo, me pueden llamar a mí, ¿no? –Peter replico encogiéndose de hombros– ¿Por qué los tengo que llamar yo? Salma de Nora suspiró, se dirigió a sus invitados y preguntó si alguien quería café. Ella y Peter Schmidt consideraban su matrimonio como un acuerdo comercial que les había deparado un gran éxito así como una alianza de amor. El trato era claro: él era el manager, controlaba la página web, editaba los videos, hacía las llamadas y los compromisos. Ella conducía la casa, atendía todas sus necesidades (y abría las piernas). Se complementaban el uno a la otra y estaban orgullosos por ello. Salma era el alma de las fiestas, conversaba y sonreía, daba consejos y nunca rechazaba un pedido. Él hablaba poco, permanecía invisible, pero cumplía su parte. Una pareja que escribió sobre su experiencia en el Aphrodite en el verano del 2000 recordaba haber visto escenas de sexo salvaje entre varias parejas, María (la ex esposa), y algunas personas que recogían en el barco mientras navegaban. Sólo mencionaban a Schmidt muy de pasada, como quien recuerda a un capitán atento y profesional. Hasta se diría que es alguien a quien no le gusta mezclar los negocios con el placer. Salma de Nora no encuentra extraño que su esposo-manager acuerde citas para que ella tenga sexo con otros hombres. «A Peter –me dijo– no le importa mientras sea por trabajo». En sus comienzos, ella había

apuntado a construirse una carrera en el cine, pero terminó protagonizando producciones digitales, de ésas que se descargan en computadoras, después de ser descubierta por Torbe, el rey del porno-freak. Cuando se casó con Peter Schmidt fue éste quien la motivó a perseguir su propia carrera, con la promesa de que la convertiría en una estrella. Por lo tanto, el barco no sólo sirve como un club swinger móvil, sino también como localización para rodajes de películas porno. La primera vez que escuché sobre el Aphrodite fue a través de un rodaje del productor catalán Conrad Son, quien también dirige, actúa y hace las bandas sonoras de sus películas. Conrad Son se construyó un nombre haciendo «porno para mujeres» y ha recibido generosos subsidios del gobierno español por hacer películas en catalán. En el 2005, él y su equipo rodaron en el barco El mar no Es azul, otra de sus obras dirigidas a la audiencia femenina: había amor, ternura e incluso un argumento. El guión podía haber sido tomado de una novela romántica, como revela el resumen comercial de la película: «El mar no Es azul nos muestra que cambiar es un desafío, un viaje largo y emocionante, un viaje hacia nuestro interior. Con un lenguaje sencillo, franco, vivirás una historia romántica, sensual y trágica de una protagonista que, como tú, tampoco es perfecta». El rodaje duró dos semanas y, a pesar de las buenas intenciones del argumento, fue un desastre. Salma y su esposo estaban contrariados porque sentían que no habían recibido suficiente dinero (básicamente habían alquilado el barco para obtener el papel protagónico de Salma). Mientras que el equipo de producción estaba consternado porque consideraba que la pareja tenía una conducta infantil e insoportable. El equipo quiso mantener feliz a Schmidt tratando de que el refrigerador estuviera siempre lleno de sus cervezas, una ordinaria marca alemana. Pero el problema era otro con Salma. Cuando compraron un tipo diferente de café del que ella solía tomar, se enfadó: «Ahora Peter no podrá tomar café porque esa mezcla no le gusta». Como muchas actrices de renombre, las estrellas del porno disfrutan comportándose como divas. Son adictas a la atención y para conseguirla son capaces de desarrollar varios papeles: por ejemplo, la niña ingenua que se ríe en voz muy alta o la seductora compulsiva. Con Salma de Nora ocurre algo distinto: ella va por allí como una mujer desenfadada, madura y casada. Y es justamente su matrimonio –para no decir, la devoción a su obstinado marido– lo que a veces complica su trabajo.

Al día siguiente de mi llegada al Aphrodite, Peter Schmidt nos dejó en la finca donde iba a realizarse la grabación. Jana Bach estaba haciendo una escena en el jacuzzi con un actor. Ella y Salma se saludaron con exuberancia. Schmidt dijo «hola» a todos, comprobó que las cosas estuvieran bien y se marchó. Salma, a su vez, parecía disfrutar mucho la situación. Mientras Jana volvía al trabajo, ella cuidó de Susana –la novata actriz de diecinueve años–. También se bañó, se afeitó y alistó todo para que la maquillara una


58_ 59 El capitán del barco, Peter Schmidt, había comprado y restaurado el Aphrodite y llevaba una década usándolo para organizar fiestas swinger. Primero había llevado el negocio con su antigua mujer, y ahora lo hacía con una nueva esposa. En el mundo del porno, los negocios suelen ser más duraderos que las relaciones de amor. El Aphrodite resistía a dos matrimonios en los que el sexo era más importante que en cualquiera de las discretas uniones de tierra firme joven estilista a la que no habían advertido sobre la naturaleza del set donde iba a trabajar. Estaban probando diferentes tenidas para la primera escena cuando la toma tuvo que ser interrumpida: había niños en el balcón de la casa vecina. El director de la compañía productora, que tenía dos hijos pequeños, estaba preocupado. Si segundos antes todo ese mundo de actrices desnudas, penes erectos y cámaras atentas parecía tan natural y profesional, la imprevista aparición de esos chicos lo había alborotado todo como si en lugar de mirones hubieran sido policías de una moral olvidada. De pronto, la actitud de Salma cambió y se volvió muy callada. –También me gustaría tener niños –dijo. –Entonces, ¿por qué no los tienes? –Ahora mismo tengo mucho trabajo –suspiró. Un chica-contra-chica y un trío después, Schmidt vino a recogernos en su coche. Había pasado el día «ocupándose de negocios». En el asiento del pasajero había muchas hojas de papel: detalles de la agenda para un festival porno. Salma empezó a revisarlos. –¿Qué? ¿Que me tendré que pelear con esa chica? ¡Pero si es mucho más fuerte que yo! –¿Quién te ha dicho que puedes mirar estos papeles? –replicó Peter aparentemente molesto–. ¡Era una sorpresa! –¡Muchas gracias! Salma rió, extendió los brazos alrededor de su esposo y lo besó. –El porno es más duro para chicas que para chicos –explicó ella–. Porque nosotras somos las que tenemos que poner el culo. –Pero, ¿qué estás diciendo? –contestó su marido–. Cualquier chica puede hacer porno, pero el hombre tiene que saber mantenerla dura durante horas. Salma de Nora abrió la boca, lista para ir a la carga, pero lo pensó mejor. Volteó hacia mí y sonrió como si pidiera disculpas. –Nunca nos pondremos de acuerdo en esto. Viéndolo de manera objetiva, ella no pertenecía al grupo de las estrellas más populares del porno. Pero si lo

sabía, tampoco lo dijo. Salma de Nora se consideraba una veterana. Había trabajado muy duro para llegar donde estaba ahora, y lo consiguió en poco tiempo. Entró en la industria algo tarde, a los veintiocho años. A diferencia de lo que ocurre en Hollywood con las actrices maduras y longevas, en el mundo del porno los treinta ya son una edad para retirarse. Entonces las chicas más listas se dedican a los negocios (del sexo, claro). Las demás intentan cazar a un hombre con dinero. A Salma la edad no se le notaba –tenía treinta y tres años durante ese viaje– y quizá por eso seguía ejerciendo su oficio. Pero también ella era consciente de que el tiempo se le acababa, así que intentaba aprovecharlo ganando dinero y creándose una reputación. «Estoy rediseñando mi página», dijo en el barco una de esas tardes. «Ya tengo todos los dominios: el .com, el .es, .ch, .de. En Google estoy entre las primeras». Luego suspiró. «Hay que pensar en el negocio. Es que ya tenemos una edad».

Al tercer día en el barco, Salma, sus compañeras y yo almorzábamos cuando toqué con cuidado un tema que había estado en mi mente todo ese tiempo. –¿No crees... puede parecerle a cierta gente... que tu relación con tu esposo se parece un poco a la que tiene un proxeneta con su prostituta? Hubo un momento de silencio. Una de las muchachas observaba el litoral. El tenedor de otra se quedó suspendido en el aire. Salma dejó sus cubiertos con escándalo. Por primera vez en esos tres días la vi abandonar sus maneras joviales. –Lo que hacemos nosotras no tiene nada –¡nada!– que ver con la prostitución. No nos follamos a cualquiera por dinero. ¡Hay estándares! ¡Somos actrices! Dime, ¿qué actriz no hace escenas de sexo? No había necesidad de seguir hurgando en el asunto a menos que no me importase arriesgar mi salud física. Esa misma tarde, Peter Schmidt y yo estuvimos solos en el barco por un momento. Le pregunté cómo lidiaba con la profesión de su esposa. –En verdad, no me importa –me contestó secamente–. Siempre he estado liado con putas. Salma de Nora apareció de debajo de la cubierta, sonrió y besó a su esposo en la mejilla. Luego le dijo: –Te quiero. Como en muchos matrimonios corrientes, la base de la felicidad de esa pareja parecía ser la negación de la verdad.


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unca me encontré con mi censor cara a cara, y él ya no existe más. Es lo mejor en muchos sentidos, pienso, pero también significa que ahora debo imaginarlo, debo inventarlo, y esto es lo que veo: Un sesentón, flaco de hombros, un tanto panzón. Una calva mal llevada. Traje gris grasoso, medias blancas y brillantes zapatos negros. Un miembro del Partido Comunista, por supuesto, y un retirado reciente de uno de los más grandes diarios o revistas de China. Ha fumado dos cajetillas diarias desde la secundaria y tiene los dientes amarillos y una tos entrecortada para demostrarlo. Se sienta en la esquina del laberinto de cubículos de la revista de Beijing para la que durante los últimos cinco años colaboré enviando una columna mensual, y en la mayoría de días –en los buenos días– él no hace nada más que fumar un cigarrillo tras otro y dormitar. Los días malos son aquéllos en los que él sí hace su trabajo. Hay dos o tres de esos días así cada mes. Él reúne las pruebas impresas a su alrededor, murmura y menea la cabeza, destapa su lapicero rojo. Entonces empieza la mutilación: es la única palabra posible. Él corta todo lo que considera adverso: cualquier cosa, digamos, alusiva a las Cuatro Eternas Innombrables (Tiananmen, el Tíbet, Taiwan, Falung Gong), o sobre cualquiera de los muchos Temas-NoAptos-para-Discusión-Hasta-Nuevo-Aviso-y-Hastala-Subsecuente-Emisión-de-Líneas-Guías (por ejemplo, los fondos desaparecidos que debían aliviar los efectos del terremoto de Sichuán o el hecho de que dicho terremoto tumbara varias escuelas pero no los edificios del Gobierno que las rodeaban). Y si usted, querido lector, desea ironía en este punto, aquí hay un poco: La revista le paga a este hombre por destruir los artículos que ella intenta publicar. No hay alternativa, por supuesto –cada publicación en China está legalmente obligada a contratar y mantener a un hombre como él, un hombre que sirve como primer filtro para los comités de censura del Gobierno, y como un enlace entre éstos y la citada publicación–, y aquí va el sentido en el que él ya no existe: ahora las revistas y periódicos con sede en China tratan directamente con el comité. Como toda la logística y las otras técnicas editoriales permanecen invariables, aquella situación es por

supuesto trivial para la mayoría de personas, pero no para mí: es más difícil odiar a un comité que a un individuo; así que me quedo con mi fumador sexagenario. Esos dos o tres días en los que el censor hace su trabajo siempre ocurren poco antes de la fecha programada para que la revista vaya a prensa: él no quiere que los escritores y editores tengan el tiempo suficiente para reescribir cualquier fragmento de texto observado. Lo que quiere es que ellos simplemente acaten sus cortes sugeridos. Esta estrategia suele funcionar, pero también puede ser usada contra él: si el editor y los escritores se las arreglan para mejorar el texto justo sobre el plazo de publicación, el censor no tendrá tiempo de volver a revisarlo y supongo que eso lo mantiene despierto toda la noche, la certeza de que simplemente hemos reformulado la frase y trasladado los puntos objetables en el texto a cualquier parte posible. Y él… Pero ¿por qué sigo hablando de mi censor en tercera persona? Escúchame, viejo amargado hijo de puta. En primer lugar, soy consciente de que cualquier ejemplo de censura descrito a partir de mi experiencia en mi pequeña columna en inglés de mi lustrosa y forastera revista palidecerá inevitablemente, se sentirá y será minúscula e insignificante comparada con lo que tú y los tuyos le hacen cada día a textos escritos en chino o a temas mucho más importantes para el público del continente. También soy consciente de la extrema improbabilidad de que alguna vez leas este artículo, lo que hace un poco inútil que lo dirija hacia ti. Por último, soy consciente de que todo el mundo tiene que comer, que al censurar mi columna sólo estás haciendo tu trabajo, sólo sigues las reglas, y etcétera, etcétera. Pero el asunto se mantiene: tú mutilaste mi columna incluso mucho más de lo que tu jefe la habría mutilado, porque sabías que no había repercusiones por hacerlo, mientras que si cortabas menos de lo que tu jefe habría cortado, bien podrías haber tenido que explicarte ante él. Y simplemente no querías aburrirte. Y por eso –acércate, acerca tu oreja bien hacia mi boca y escúchame, escucha– jódete. Y también jódete por insistir en que las cosas que me pasaron en China (digamos, un conflicto vecinal que duró meses y que fue provocado por un mal casero) no pudieron pasar en China, y de este modo impedirme decir la verdad. Y por prohibirme llamar las cosas por su nombre: por hacerme pretender, por ejemplo, que las tiendas de accesorios para policías de Zhengyi Lu que no tenían licencia en realidad no carecían de licencia y que en verdad no tenían a la Policía como su clientela principal. Y por privarme del derecho de observar que hay algo realmente aterrador en la personalidad robótica que la mayoría de los niños está obligada a asumir durante las ceremonias y programas culturales oficiales, o que en realidad existen dos sistemas de túneles separados bajo Beijing, uno para el partido y la élite militar, y otro para todos los demás.



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Los días malos en la revista son aquellos en los que el censor hace su trabajo. Dos o tres cada mes. Él reúne las pruebas impresas, murmura y menea la cabeza, destapa su lapicero rojo. Entonces empieza la mutilación. Él corta todo lo que considera adverso: cualquier cosa alusiva a Tiananmen, el Tíbet, Taiwan, Falung Gong o sobre cualquiera de los muchos TemasNo-Aptos-para-Discusión-Hasta-Nuevo-Aviso

Sí, jódete, y a la mierda tu calvicie mal disimulada, y a la mierda tu lapicero rojo. Jódete si eres lo suficientemente ingenuo para creer en la corrección de tu empresa, y jódete dos veces si tienes una idea de cuán estúpida es y si aun así lo haces de todos modos. Jódete por cortar mi artículo sobre el fútbol porque pensaste que era sobre religión y por atribuir a otros esa ignorancia en lugar de reconocerla como propia. Jódete por tu estudiada agresión pasiva, y en particular por tu manera de nunca declarar enfáticamente los cortes que debían hacerse en los textos o cuán profundas debían ser esas mutilaciones, con la amenaza pendiente sobre nosotros de que eliminarías la historia completa si ésta no era editada a tu completa satisfacción, amenaza de la que nunca se hablaba hasta el momento exacto en que pasaba de amenaza a asalto (léase, el momento en que la historia era eliminada). Porque así nos involucrabas a los escritores y editores en el proceso, nos hacías autores parciales de nuestra propia vergüenza y extinción, ya que de esa manera hacíamos el trabajo por ti cortando nuestros textos por ti, y cortábamos mucho más de lo que tú habrías cortado para evitar que la tácita amenaza se convirtiera en un asalto. Escucha, escucha, escucha: jódete otra vez por la mayoría de cortes sin sentido que hiciste –por permitirme decir que una tienda vendía esposas pero no que también vendía grilletes–, porque hiciste esos cortes sólo para recordarme tu poder sobre mí. Jódete, y entérate de que conozco el secreto que tú nunca admitiste, ni siquiera ante ti mismo: pudo haberte costado el puesto si yo hubiera querido. Y no porque yo fuera más inteligente que tú, sino porque yo trabajaba en mi lengua materna y tú no: un día cualquiera, en una columna cualquiera, pude haber escrito algo sobre las Cuatro-Eternas-

Innombrables o los No-Hasta-Nuevo-Aviso. Pude haberlo hecho como un anagrama o en clave de crucigrama, y nunca lo habrías notado, pero tu jefe sí, o el jefe de tu jefe, o el jefe de éste, y tú habrías terminado censurando boletines de la industria capilar para caballos en Hohhot. Pero ésa, por supuesto, era la opción nuclear. Yo habría disfrutado la venganza, te habría ayudado a empacar tus cosas, pero entonces habría visto cómo tu jefe o el jefe de tu jefe o el jefe del jefe de tu jefe cancelaba la licencia de mi revista y le ponía candado a las puertas principales. Y yo no estaba dispuesto a eso. Y tú debiste saberlo. Y me pregunto: ¿es la única razón por la que no lo hice? Y me pregunto: ¿por qué aquí y ahora –años después de que desaparecieras literalmente de mi vida y meses después de que dejara China y sus obsesiones– todavía me siento impelido a escribir este ensayo, esta carta, que debía ser una carta de odio pero que ahora está a punto de convertirse en algo más? Usted, señor, mi enemigo, mi reverso, mi compañero en ese estúpido ballet: durante cinco años nunca escribí una palabra sin imaginarme qué pensarías de ella, y ahora, ¿voy a olvidarte simplemente porque no estamos ni legal ni geográficamente atados? Creo que no. Y, por supuesto, está el tema mayor: nunca nadie se ha preocupado tanto sobre mis escritos como tú. Por todas las razones equivocadas, es cierto. Pero aun así. Y, entonces, jódete, sí, pero entérate de que en algún sentido psicológicamente perverso te voy a extrañar. Y me refiero sólo en parte a la pérdida de autodefinición que sigue a la pérdida de un enemigo concreto. La pérdida, en este caso, de mi capacidad de saberme «El hombre que es ocasionalmente oprimido por su censor». Es decir, al hecho de que tú fuiste, digamos, el endecasilabamiento obligatorio de mi terceto encadenado de cinco años; tú me empujaste a lo más profundo del lenguaje, me hiciste buscar siempre nuevas formas de decir lo que importaba, mediante fraseos y música alternativos, y ése es un hábito que quedará a buen recaudo en mí de aquí en adelante. No fue tu intención, por supuesto, así que no puedo agradecerte por ello. Pero no lo olvidaré, y tampoco te olvidaré, mi enemigo, mi compañero, mi querido endecasilabamiento.



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LOS BARCOS FANTASMAS DE LA UNIÓN SOVIÉTICA [Y LOS MARINEROS QUE NO PODÍAN IRSE]

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LA UNIÓN SOVIÉTICA ERA EL SEGUNDO IMPERIO MÁS PODEROSO EN LA TIERRA Y EL MAR HASTA QUE SE DESINTEGRÓ, A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS NOVENTA. ENTONCES SUS BARCOS QUEDARON ABANDONADOS EN DISTINTOS PUERTOS DEL PLANETA Y, CON ELLOS, SUS TRIPULANTES. ¿QUIÉN LES PAGARÍA SUS SUELDOS? ¿QUÉ PAÍS SE HARÍA CARGO DE LAS NAVES? ¿POR QUÉ DESERTAR NO ERA UNA POSIBILIDAD RAZONABLE PARA ELLOS? SEGÚN LAS LEYES BAJO LAS QUE ESOS TRIPULANTES SE REGÍAN, UN MARINERO QUE ABANDONA SU PUESTO PIERDE EL DERECHO A RECLAMAR SU PAGA. Así que muchos años después, esos antiguos ciudadanos soviéticos aún permanecen en sus barcos como prisioneros de un tiempo perdido. La mayor cantidad de hombres y naves flotan en Las Palmas de Gran Canaria, en el Atlántico europeo. Pero oficialmente no están en territorio de ese continente ni pueden acogerse a las leyes de asilo o protección. Por eso, viven en sus barcos, esperando una solución que nunca llega. A veces, algunos marineros arrancan pedazos de las naves para venderlos como chatarra. Otros se hartan de esperar y vuelven a sus ciudades tomando un autobús desde tierra firme. Pero los que se quedan saben que si abandonan el barco lo pierden todo.


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JE UN NE I RO O 2 20 00 08 8

Sergio Livingstone parecía ofendido. «Ahí apareció el chiquitín, ese», dijo regañando al vacío. Otros periodistas que se mostraron enfadados en ese momento, ahora dicen haber aprendido varias cosas. «Pasó de ser una barbarie fotográfica (porque le restó protagonismo a los jugadores y un desconocido se convirtió en la reina) a una foto que concentra la esencia del fútbol: el deporte y el fervor», dice el fotógrafo José Alvújar. Al arrojarse hacia la fotografía, Luis Mauricio López Recabarren, el Monito, no buscaba figuración ni fama. Se contentaba con disfrutar del privilegio de estar allí. El resto debía importarle un carajo.

María Recabarren, la madre de El hincha fantasma, arregla un bolso con bebidas y un par de chalecos para ella y su marido. Son las tres de la tarde de un lunes de julio, y la pareja está un poco retrasada para visitar el cementerio, como hacen al principio de cada semana. Un día, dice Recabarren, su hijo le confesó su mala conducta: «Mamita, yo nací ladrón y voy a morir ladrón. Pero eso no quita que no te quiera y te adore», recuerda que él le dijo. La mujer está convencida de que, a pesar de todo, Luis Mauricio fue una persona maravillosa. Después de aquella final de la Copa Libertadores, el Monito era famoso en su barrio. Sus vecinos le reconocieron de inmediato en las imágenes de televisión y lo felicitaron. Sus amigos se sentían orgullosos de él y pronto supieron que un equipo de televisión lo buscaba para entrevistarlo. Alguien había contado que el niño de la fotografía era el Monito y que lo podían ubicar en la calle Guillermo Mann. Pero él no quería que lo encontraran. «Hubiera tenido problemas altiro», explica su padre. En su caso, aceptar la fama habría traído a su vida no sólo periodistas, sino policías. Durante su vida, el Monito entró y salió varias veces de los reformatorios de menores y de la penitenciaria. También tuvo problemas con las drogas. «Cuando se empezó a meter con la pasta base [de cocaína] la cosa se puso más incontrolable», dice su padre; pero luego vuelve a seleccionar los mejores recuerdos. «Mi hijo era rebuena persona. Si usted hubiera visto las pololas que tuvo, todas bonitas. Siempre lo quisieron ellas. Nunca lo abandonaron, hasta el final».

Aquella noche de la Copa Libertadores Luis Mauricio entró a un campo de fútbol por penúltima vez. La última fue en el partido que la selección de Chile jugó contra la de Argentina. Copa América de 1991. «Esa vez dio una tremenda vuelta –dice la madre–. Se dio el gusto de estar como diez minutos adentro y, antes de que lo sacaran, hizo gritar a todo el estadio porque no estaba el señor de la trompeta, y un capitán de Carabineros lo sacó». Ya fuera del campo, el oficial le invitó un sándwich y después lo detuvo. En la comisaría le contaron que, por su culpa, al oficial encargado de la seguridad de la final de la Copa Libertadores lo habían suspendido. Así que le prohibieron volver a entrar a un campo de fútbol de nuevo. «Mi cabro cumplió –dice la madre–. No apareció nunca más». Ahora los padres de El hincha fantasma llegan al Cementerio General, el más grande de Santiago de Chile. Caminan lento entre tumbas, nichos y mausoleos. Luis Mauricio murió de leucemia en el Centro de Detención Preventiva Santiago Sur, mientras cumplía una condena por «robo con intimidación». Durante ese asalto recibió un balazo en la cabeza y casi murió. Sus padres creen que esa herida pudo haberle provocado la enfermedad. Su salud declinó poco a poco. El 30 de julio de 1999, a los veinticuatro años, Luis Mauricio murió en una cama del hospital de la Penitenciaría. Según su madre, sus compañeros de la prisión guardaron cinco minutos de silencio en su honor. Ella también selecciona los mejores recuerdos. Dice que él compartía sus ropas con los reclusos que no tenían nada. «“No importa porque mi mamita me va a traer ropa y no me va a faltar a mí”. Todos lo querían y respetaban», añade mientras se acerca a la tumba. «A veces él conversaba de ese momento en el Monumental, cuando tenía quince años», dice Recabarren. «Y le gustaba acordarse. A veces se veía en los pósters, en la tele. Seguramente fue una de las cosas más bonitas que le pasaron en la vida». –Seguramente –añade su esposo. –Aquí está mi hijo –dice la mujer frente a una lápida de mármol blanco, llena de flores rojas y amarillas, y con la cara de Luis Mauricio grabada sobre una loza–. ¿Cómo estás, amor de mi vida? Hay un silencio breve. En al nicho hay flores de muchos colores y un adorno con la insignia del Colo Colo. Allí está el nombre de Luis Mauricio y las fechas de su nacimiento y muerte. Abajo, un epitafio firmado por sus padres, hermanos y sobrinos. De pronto, María Recabarren saca del bolso la fotografía enmarcada del equipo titular del Colo Colo de 1991, el mismo que ganó la Copa Libertadores de ese año. Los once jugadores formados en dos filas: los del fondo parados; los de adelante, en cuclillas. Debajo de ellos, El hincha fantasma se recuesta en el pasto del estadio. –Hijo mío –dice la mujer–. Te traje tu foto. Luego besa esa imagen y cierra los ojos.



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Atropellar a una mascota es una tragedia cotidiana. Entonces por que nos produce tanto horror? apuntes de lizzy cant煤 ilustraci贸n de pando


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E PRONTO EL PERRO ESTABA

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debajo de mi automóvil. Su cuerpo parecía hacerse añicos contra las ruedas y sus huesos crujían bajo las dos toneladas de hierro del chasis. Lo había atropellado. A cuarenta kilómetros por hora: una velocidad adecuada para recorrer un parque, pero sádica si es que aplastas un cuerpo. Era una tarde de abril en una esquina del barrio de las Mitras, en Monterrey, México, cuando el labrador amarillo y fornido emergió de sabe dios dónde corriendo más rápido que mi vehículo y mis reflejos. Fue tan veloz como inesperado. Antes de que yo pudiera pisar el freno con toda mi fuerza, él ya lamentaba su mala suerte o lo que fuese que nos había reunido allí, en el mismo metro cuadrado de la ciudad, en ese segundo exacto de la tarde, yo en un coche, él distraído. Crash. Todo accidente de tránsito es una coincidencia que produce malos recuerdos. Una relación violenta donde sólo existe el desenlace. Esa tarde, desde la vereda, un grupo de albañiles observaba sorprendido el encuentro. Detuvieron su chacota, voltearon a mirar. Una muchacha en panta-

lones cortos y sostén negro se precipitó inútilmente detrás del animal. (¿Estaría vistiéndose cuando tuvo que salir de casa?). Unos segundos después, el perro aún aullando se liberó de la presión del coche y escapó calle abajo dando vueltas como un loco. Nadie se movió. Ni los albañiles ni las hojas de los árboles. Sólo la muchacha del sostén negro corría en pos de su mascota. No sé cuándo volví a respirar con normalidad. Al rato, ella regresó igual de atolondrada y desvestida, sin aliento, aunque sonriente. Todo estaba bien, me dijo, y ya podía irme. Había encerrado al sobreviviente. Luego se despidió como un juez que absuelve, magnánimo, al culpable. Pero el recuerdo era tan fuerte y castigador que me pregunto si es que acaso no había sido yo la verdadera víctima de ese accidente.

Hay una fotografía antigua donde los primeros duques de Windsor tienen la expresión terrorífica de quienes acaban de verse cara a cara con la muerte. Están abrazados. Wallis Simpson tiene el semblante apesadumbrado y sombrío. A Eduardo VIII lo domina el rictus de quien contiene el horror dentro de sí. Pero aquella imagen sólo es una prueba de estudio del espanto que puede causar en algunos la simple idea de que un perro acaba de ser atropellado. El día que los iba a fotografiar, el célebre Richard Avedon creyó que aquellos miembros de la realeza británica tenían un aspecto demasiado amoroso como para acceder a la inmortalidad de un retrato. Así que les contó una mentira apropiada. Inventó que el taxi en el que había llegado a la sesión acababa de atropellar a un perro en la calle. Los rostros de los modelos se transformaron. «Porque amaban a los perros mucho más de lo que amaban a los judíos», diría después el fotógrafo. Un perro atropellado es una tragedia incluso cuando ésta ni siquiera ha ocurrido. Poco importa que la mascota sea propia o ajena o imaginaria, como la que afligió tanto a los duques. Avedon lo sabía. «Si no reconociéramos [en la fotografía] a los Windsor, y nos dijeran que se trata de los padres de una víctima del 11/9, leeríamos estos rostros de otra manera», escribió un crítico de The New York Times cuando se expuso esa imagen en un museo de aquella ciudad. Pero en sus rostros la noticia era otra. Había muerto un perro.

Dos horas después de haber atropellado al labrador amarillo, recién se me pasaron la tembladera y los nervios. Entonces todo



80_ ACCIDENTES Nada puede ser igual después de que un perro ha sido atropellado. En la pelicula Dead Dog, el romance de una pareja fracasa luego de que el perro de él es atropellado mientras ella lo cuidaba. Un can muerto es un amor muerto. Demasiado simbolico. Demasiado doméstico. Ningun noticiero cuenta historias asi, por mas que cada dia la sangre y la fragilidad de decenas de perros en la via publica evidencien ese discreto horror que solo parece tener sentido en las conversaciones familiares

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parecía otra vez normal, excepto por esa sensación que aún revive en mi estómago cuando recuerdo lo frágiles que son los cuerpos ante los fierros de un coche. En un mundo castigado por la superpoblación (de personas, de vehículos, de perros) es inevitable que unos y otros colisionen entre sí como piedras en el espacio. En México, por ejemplo, donde hay casi trece automóviles por cada diez perros ya existe un monumento al perro callejero. El lugar debe de ser un catalizador de recuerdos sangrientos y culposos. Atropellar a una mascota (o ser testigo de ese hecho) es una tragedia vulgar, recurrente, cotidiana. ¿Entonces por qué nos sigue produciendo tanto horror?

Un antiguo novio todavía recuerda con rencor el día en que un automóvil atropelló a su perra Dalila frente a su casa, hacia fines de los años ochenta. Entonces él era un niño regordete y vio cómo pasaban sobre su mascota todas las llantas del arma en movimiento. Dalila se libró de ese incidente, pero no de uno posterior. El suyo parece uno de esos casos perfectos para atribuirle la culpa a lo que suele llamarse «el destino», si no fuera porque se trata de una historia demasiado corriente. Lo trágico, en aquel suceso, más bien podría ser que un niño haya tenido que crecer con esa escena cruenta marcando sus recuerdos de infancia. Nada puede ser igual después de que un perro ha sido atropellado. En la película DeAD Dog, el romance de una pareja fracasa luego de que el perro de él

es atropellado mientras ella lo cuidaba. Un can muerto es un amor muerto. Demasiado simbólico. Demasiado doméstico. Quizá por eso ningún noticiero cuenta historias así, por más que cada día la sangre y la fragilidad de decenas de perros en la vía pública evidencien ese discreto horror que sólo parece tener sentido en las conversaciones entre familiares y amigos. Esta semana, al ir y volver de mi oficina, pasé al menos ocho veces frente al cadáver despanzurrado de un perro sin que nadie hubiera hecho nada por retirarlo. Por lo menos en algunas regiones de la superpoblada China, donde la carne de ese animal forma parte de la canasta básica familiar y donde los automóviles reemplazan a las omnipresentes bicicletas, quienes atropellan a un perro suelen tener la delicadeza de llevarse el cadáver para cocinarlo en la cena1. Pero nadie podría acusarlos de salvajes o indolentes. Les ahorran el horror de ser testigos de la escena a los que viajan por esa vía. Les ahorran el castigo de tener que recordar lo que jamás pensaron que podrían ver.

Hay un protocolo de urbanidad y buenas maneras que se aplica cuando se ha atropellado a un perro. «Deténgase, sea precavido, pero humano. Los animales heridos pueden morder», dice el Lewisboro ANswer book, una guía suburbana publicada en Connecticut. Después, se agregan los teléfonos de la Policía estatal y de la perrera. Pero el libro se reserva los consejos sobre asuntos de mayor importancia. ¿Cómo comportarse ante los dueños ofendidos? ¿No son ellos capaces de ejecutar venganzas terribles? Mi madre, una perricida accidental y fugitiva, tuvo que cambiar la ruta por la que iba a su trabajo durante meses luego de haber atropellado involuntariamente a una mascota y de que su dueño la persiguiera enfurecido durante 1. La referencia es de Peter Hessler, en The New Yorker: «Letter from China: Wheels of Fortune». Noviembre del 2007.


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más de cuatro calles. «Imagínate si me hubiera detenido», decía ella. Pero ¿qué pasa si atropellas un perro?, le pregunté a un abogado de México. ¿Hay que pagar una indemnización? ¿Te pueden enviar a la cárcel? «En caso de que te demanden los dueños –me dijo–, reparas el daño y ya está. El perro es considerado como propiedad ajena». ¿Y cómo le pones precio a una mascota? ¿Qué pasa con el «daño moral» causado a sus propietarios? El abogado reformuló mi pregunta con un poco de sorna: «¿Quieres saber si podrías reclamar el valor sentimental de un perro en un juicio? Los daños morales –añadió– son cosas de países desarrollados». Y en Estados Unidos, ese paraíso de la demanda civil, una familia de Oregon demandó a su vecino por poco más de un millón y medio de dólares porque éste había atropellado a Grizz. Grizz era un labrador cruzado con cocker spaniel que fue sacrificado luego del accidente, en el 2004. Los Greenup, como se apellidaban los deudos, buscaban una indemnización por «pérdida de compañía». El juez descartó ese cargo, pero en el proceso quedó bien claro que un perro estaba muy lejos de ser una simple propiedad. «Las personas tratan a sus mascotas de manera diferente que a sus televisores o automóviles […]; quienes no se alterarían frente a la pérdida de un auto, lo harían ante la pérdida de un perro», explicó el abogado de los agraviados por esos días. Pero acaso la tragedia sea otra. Pues nos resistimos a aceptar que, aun cuando se trate de una mascota, lo que en verdad nos aterra es que allí, enfrente del automóvil o debajo del chasis o aún elevado por los aires a causa del golpe, hay un cuerpo que ha sido tocado por la muerte. Una muerte que hemos provocado los que nos consideramos «inocentes».

La víctima canina más famosa de la era de la internet murió en una pista de carreras. Ocurrió en mayo del 2008, durante el Gran Premio de Turquía, cuando el piloto Bruno Senna arrolló ante cientos de espectadores a un perro que había invadido el circuito. Un mes después del accidente, medio millón de internautas habían visto el video y dividían sus simpatías entre el piloto y el anónimo difunto.

«Debió hacerse a un lado para no matarlo», opinaba un usuario que ignoraba que, a más de doscientos cuarenta kilómetros por hora, cualquier cambio de dirección es muy riesgoso. «No hay perros inocentes –escribió otro–. En mi caso, yendo en moto vi a un perro en la cuneta y reduje la velocidad para no asustarlo. ¿Qué hizo? Cruzó la carretera delante de mí y me partí una pierna por no pillar al sarnoso de mierda». Bruno Senna, cuyo tío murió en un accidente, debió abandonar esa carrera cuando iba en el sexto puesto. «Es irreal que algo así pueda suceder en un evento de Fórmula Uno –dijo esa vez–. Uno espera que un accidente o la jubilación te elimine. No esto». ¿Pero acaso el conductor cuenta con muchas alternativas?, me pregunto al recordar la manera en que yo misma atropellé a ese labrador amarillo, en Monterrey. «Detrás de una pelota viene un niño», advertía mi padre cuando mis hermanos y yo aprendimos a conducir. ¿Y los perros? ¿Qué advertencia los precede? Esos locos intempestivos que terminan muertos o lisiados provienen, por lo general, de una reja mal cerrada o de una correa que alguien no sujetó con fuerza (cuando no se trata de animales que alguien abandonó). El conductor casi nunca tiene oportunidad de ver si se abrió un portón o si se soltó un bozal. Todo perro encerrado es un suicida en potencia, un candidato a colisionar con esos cuerpos más fuertes que repletan el mundo. La culpa nunca es del animal. En Inglaterra lo saben. Allí el propietario debe cargar con una multa por negligencia y, por lo tanto, con la culpa de ser el responsable de lo que hace su mascota. Y así debo considerar a aquella muchacha del sostén negro que iba tras su labrador amarillo la tarde en que mi coche y yo pasamos por allí. El perro sólo era víctima de su propia dueña. Lo habría sido aun si un automóvil jamás se cruzaba en su camino.

Anoche estuve otra vez a punto de estrellar mi automóvil. Iba a toda velocidad rumbo a casa de mi mejor amiga para ver si alcanzábamos a regresar de nuestra escapada antes de que su marido volviera del trabajo, cuando tuve que pisar el freno muy fuerte. Encendí las luces intermitentes y maldije en voz baja. ¿Qué diablos tenía que ocurrir para que a las once de la noche de un miércoles el tráfico se detuviera en la avenida de mayor velocidad de Monterrey? Un accidente. En el asfalto había un cuerpo grande y macizo iluminado por el brillo de los postes y los automóviles. Era un hombre. Lo habían atropellado. Por allí también estaba un joven que se estrujaba las sienes con violencia. Era el responsable y su actitud sólo demostraba su desesperación. Es terrible morir cuando se va a cruzar una avenida. También lo es matar cuando ése no era tu objetivo. La víctima muere. Tú vives para recordarlo.


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una cr贸nica de

leonardo haberkorn

fotograf铆as de

ricardo figueredo


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NA TARDE DE TORMENTA,

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el inventor Armando Regusci estaba parado con la mirada fija en uno de los ventanales de un bar del centro de Montevideo. Llovía, soplaba un viento helado y la temperatura había descendido a cerca de cero grados. Era inusual que alguien prefiriera estar a la intemperie con ese clima. Pero él, que tenía sesenta y ocho años, permanecía ahí, apenas protegido por un toldo, muy concentrado en algún pensamiento. Quizá miraba el reflejo de la avenida. A sus espaldas, desfilaban automóviles, autobuses, camiones y motocicletas, la coreografía diaria de una capital de trescientos cincuenta mil vehículos: un paisaje sucio y ruidoso como el que padecen los ciudadanos de todo el mundo. Pero el inventor Regusci, como un superhéroe secreto, tenía un remedio para ese mal. «Estaba pensando en el motor», me dijo cuando lo alcancé en ese lugar. «¡Y se me acaba de ocurrir una idea muy buena!». Hablaba del motor a aire comprimido, un invento capaz de impulsar a los automóviles sin usar una gota de petróleo.

Esa tarde el inventor no lucía fatigado a pesar de su edad y de las varias décadas que llevaba en busca de un mecenas que auspiciara la producción en serie de su motor. Apenas se sentó en el bar, sacó de su mochila papel, lápiz y goma de borrar, y dibujó con entusiasmo: pistones, válvulas electromagnéticas, cremalleras y piñones. «Yo me duermo y me despierto pensando en mi motor», me dijo. El principio parece sencillo y él lo explica en su página web: «Un pistón conectado a un eje de tal forma que cuando le inyectamos un gas a presión éste empuja el pistón el cual está unido a una cadena que hace girar una rueda libre». Ahora se le acababa de ocurrir un mecanismo de «doble cremallera» que aprovecharía mejor la energía que llega al pistón y mueve el motor. En el dibujo, parecía sencillo. Pero la pasión no le permitía ver que sus explicaciones excedían en mucho los pobres conocimientos de mecánica de un periodista. Y a pesar de ello la cuestión era otra. En un mundo donde todo parece moverse gracias al petróleo y a la costosa contaminación, ¿acaso alguien creería que los automóviles podrían funcionar usando algo tan gratuito y puro como el aire? ¿Algún empresario querría invertir en ello su fortuna? ¿Estaría loco Armando Regusci? Aquella tarde él sólo parecía un hombre común y corriente. No lucía como un académico prestigioso: su ropa era informal, de marcas no reconocidas y de colores que no combinaban (camisa entre rojo y violeta, suéter marrón, campera azul, pantalón gris y zapatos marrones). No llevaba un maletín sino una mochila como la que usan los estudiantes. No tenía una laptop sino un cuaderno donde lo anotaba todo. Su cabellera cana, todavía abundante, estaba peinada con prolijidad y no con el meticuloso descuido de un Einstein. Regusci ni siquiera vive en la capital y única gran ciudad de Uruguay, como se esperaría de un científico agobiado por la vida moderna, sino en Maldonado: una provincia costera ideal para vivir la jubilación. Pero Regusci, que no piensa en el retiro, suele salir de ese pueblo casi siempre por culpa de ese motor. Esa tarde había llegado a Montevideo para reunirse con Aldo Lamorte, un arquitecto y poderoso empresario constructor que había decidido financiar la fabricación industrial de automóviles movidos a aire comprimido. ¿Acaso ese empresario también estaba loco?

El inventor Armando Regusci ni siquiera es un ingeniero graduado en la universidad; por eso muchos desconfían de la seriedad de sus proyectos. Él sólo es un mecánico y un profesor de ciencias básicas. Hasta


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hace unos años también daba clases de tenis. Lo de inventor le viene de familia, pues dice que su tatarabuelo fue Alejandro Volta, el sabio que inventó la pila eléctrica. En todo caso, él también tiene una trayectoria propia. Patentó su primer invento en 1983: un automóvil que, según me explicó muy serio, funcionaba como los coches a fricción con que juegan los niños. Lo bautizó Hidrosvol y su prototipo aún existe. El vehículo llevaba por debajo del chasis un disco de un metro y medio de diámetro llamado giróscopo, que era tensado por un motor eléctrico. La energía que liberaba ese disco cuando se iba destensando impulsaba el automóvil, que no usaba nada de petróleo y sólo requería de una escasa cuota de electricidad para funcionar. Regusci cuenta que la compañía francesa Renault le entregó cien mil dólares para que fabricara el prototipo. Ambas partes formaron una sociedad anónima en la que la compañía tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones. El inventor dice que cumplió su parte y que el prototipo funcionó. El modelo debía ser perfeccionado, pero luego la Renault no consiguió capitalistas interesados. «Y como yo les había dado la mayoría de la

sociedad anónima –recuerda Regusci–, ellos decidieron dejar el proyecto allí y yo nunca pude seguir adelante con ese auto». En la complicada ingeniería de las finanzas y las corporaciones, un inventor siempre será una pequeña pieza de recambio. Alguien puede inventar un prototipo eficiente de un vehículo que se mueva sin petróleo, pero siempre necesitará muchos millones de dólares para transformar ese fruto de la imaginación en un modelo posible de ser fabricado a escala industrial. Las compañías automotrices, que viven del petróleo y para el petróleo, tampoco parecen interesadas en darle un giro radical a su tan rentable negocio. Sólo un fabricante como Toyota proyectaba ganar en el 2008 casi trece mil millones de dólares, más de lo que todas las industrias, negocios y trabajadores producen cada año en un país como Jamaica. Inventar no es sencillo, pero más difícil aun es conseguir el dinero para vender lo que se inventa. Resgusci ya ha patentado varios de sus motores a aire comprimido. El último, el más desarrollado, lo registró en Uruguay en febrero del 2008, lo que le confirió un año de plazo para extender la patente al resto del mundo. Para conseguir un verdadero socio. Regusci nunca ha tenido capital propio. «Hasta ahora nadie me ha dado bolilla –reflexiona–, y los gobiernos y las grandes empresas están llevando al mundo a un crack espantoso». Regusci cuenta sus idas y venidas con un dejo apenas perceptible de rabia. Lleva casi la mitad de su vida luchando para que sus automóviles que no necesitan gasolina lleguen al mercado, pero la pelea se ha revelado muy desigual. Es un combate contra la industria petrolera. En el mundo hay más de seiscientos millones de


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S E T I E M B R E

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ARMANDO REGUSCI TIENE UNA TRAYECTORIA DE INVENTOR. SU PRIMER INVENTO LO PATENTÓ EN 1983: UN AUTOMÓVIL QUE FUNCIONABA COMO LOS COCHES A FRICCIÓN CON QUE JUEGAN LOS NIÑOS. LO BAUTIZÓ HIDROSVOL Y SU PROTOTIPO AÚN EXISTE. NO REQUERÍA DE PETRÓLEO, COMO SU MODELO CON MOTOR DE AIRE, SÓLO DE UNA ESCASA CUOTA DE ELECTRICIDAD PARA FUNCIONAR

vehículos recorriendo las calles gracias a ese combustible. Reunidos en un solo lugar, ocuparían más espacio que todos los hombres del mundo juntos. El despegue económico de India y China provoca un aumento explosivo en la cantidad de coches. Cada segundo, dos autos nuevos nacen en el mundo como bebés hambrientos de combustible. Mientras tanto, las fuentes de petróleo se agotan y una muestra de ello es que el precio no deja de subir. Y aun si el petróleo jamás se acabara, quemarlo para alimentar a tantos automóviles está recalentando el planeta. Los casquetes polares se derriten. El mar crece. La costa se inunda. Y Regusci está seguro de que es el mundo –y no él– quien ha perdido la razón. Un mes después de que la Renault decidió cancelar el proyecto del Hidrosvol, Armando Regusci diseñó su primer motor a aire comprimido. La diferencia con su primer modelo era notable. El Hidrosvol necesitaba un poco de electricidad para tensar su mecanismo y esa operación tardaba treinta minutos. Además, la energía cargada se perdía a los tres días, incluso si el coche no se usaba. El nuevo motor a aire comprimido no gastaba prácticamente nada: la electricidad que se necesitaba para comprimir el aire era muy poca, y la operación no tarda más de un minuto, casi lo mismo que uno demora en una estación de abastecimiento de gasolina. Además, la energía del aire comprimido no se pierde nunca. El modelo de Regusci representa una gran ventaja sobre el mucho más promocionado automóvil movido a hidrógeno. Regusci se enfurece cuando habla de ese competidor rico: «El auto a hidrógeno es inviable. El prototipo costó más de un millón y medio de dólares. El hidrógeno es tres veces más caro que el petróleo. Y destruye la capa de ozono». Desde el punto de vista del inventor, algunas fábricas de automóviles están haciendo estos prototipos para desalentar cualquier otro desarrollo, seguras de que el hidrógeno jamás podrá desplazar al petróleo dado su altísimo costo. En el 2008, la fábrica japonesa Honda presentó un modelo

de automóvil a hidrógeno que no saldrá al mercado. Su precio sería de un millón de dólares. Contaminar el planeta, por supuesto, siempre será un negocio más viable.

El inventor Armando Regusci tiene una página en internet, modesta y prolija. Allí hay una sección de videos, en la que se pueden observar ocho filmaciones relacionadas con sus motores ecológicos que no usan petróleo. Hay algo inquietante en esa secuencia. El primer video, cuando Regusci prueba el Hidrosvol, es de 1978. Catorce años después, se exhibe un prototipo de automóvil a aire comprimido en una grabación realizada por un canal de televisión. En 1993, Regusci recorre las calles de alguna ciudad uruguaya con una bicimoto a aire comprimido. Seis años después, presenta una motocicleta a aire comprimido. Y seis años más tarde, exhibe otra motocicleta. Al fin, en el 2006, se ve un nuevo automóvil a aire comprimido. Lo inquietante es que los años pasan, a Regusci se lo ve cada vez más viejo y la humanidad sigue sin enterarse de que todo el carísimo y sucio petróleo podría sustituirse con aire, limpio y gratis. Maricler Silveira, la esposa del inventor, ha vivido todo ese desgastante proceso. Ella es asistente social, pero se ha desempeñado como piloto de pruebas de varios de los prototipos a aire comprimido. De hecho, desde que se casó con Armando Regusci toda su vida ha girado alrededor de ese invento como si juntos formaran un excéntrico triángulo de amor. Silveira recuerda que en dos ocasiones hasta vendieron su casa y todo lo que había en ella para viajar a Estados Unidos. «Armando creía que en un país tan industrializado se le iban a abrir todas las puertas. Gastamos la herencia de mi familia. No hubo persona, institución, gobierno al que no hayamos golpeado la puerta. Muchas veces creyeron que Armando estaba loco. Todo ha tenido un costo moral, psicológico y económico muy grande para nuestra familia», me contó con un hablar pausado, como tratando de que uno comprendiera la magnitud de lo padecido. Sin embargo, no se arrepiente. Durante treinta años todos le dijeron «no» a Regusci y a su motor de aire. La lista de sus detractores es larga e incluye al gobierno de Uruguay (nunca le dio ningún apoyo), a los principales diarios de Estados Unidos (no encontraron interés periodístico en su invento), a importantes



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EL DESPEGUE ECONÓMICO DE INDIA Y CHINA PROVOCA UN AUMENTO EN LA CANTIDAD DE COCHES. CADA SEGUNDO, DOS AUTOS NUEVOS NACEN EN EL MUNDO. MIENTRAS TANTO, LAS FUENTES DE PETRÓLEO SE AGOTAN. LOS CASQUETES POLARES SE DERRITEN. EL MAR CRECE. LA COSTA SE INUNDA. Y EL INVENTOR DEL MOTOR DE AIRE ESTÁ SEGURO DE QUE ES EL MUNDO (Y NO ÉL) QUIEN HA PERDIDO LA RAZÓN

organizaciones ecologistas (no vieron la relación entre el motor a aire comprimido y la protección ambiental) y también a su propia familia (nunca puso un peso para apoyar sus inventos). Armando Regusci es hijo de una familia adinerada. Su padre fue dueño del mayor dique y astillero de Uruguay hasta 1974. Su familia materna, los Campomar, eran dueños de una de las mayores industrias textiles del país. De chico vivió en una mansión en el mejor barrio de Montevideo, veraneaba en la exclusiva Punta del Este, sus padres tenían yate y hasta un avión privado. Pero él fue renunciando a esos privilegios para apostarlo todo a sus motores sin petróleo. Y en ese empecinado camino terminó siendo pobre, ganándose la vida como profesor de tenis (un deporte que aprendió en su juventud aristocrática) y de matemáticas, física y biología. Muchas veces Maricler Silveira vio a su esposo abatido por tanta indiferencia y hasta le oyó decir: «Hasta aquí llegué». Pero un día después, él estaba de vuelta en su taller, trabajando con su motor y soñando con un transporte limpio y barato al alcance de todo el mundo. Porque Regusci asocia el triunfo de su motor con la llegada de un tiempo más justo. «Soy un hombre de ideas más bien socialistas. Y sé que mi invento puede sacar de la pobreza a millones. Eso es lo más desesperante de todo esto». El socialista Regusci la pasó peor en Estados Unidos, hacia donde emigró en el año 2000, cuando un profesor de la universidad de North Texas se interesó en sus inventos y lo invitó a trabajar allí. Los Regusci vendieron todo, incluyendo su casa, y allá fueron. Pero la universidad no le ofreció dar clases, ni ser su investigador, ni un sueldo o un puesto de trabajo. Ni siquiera lo ayudaron a conseguir los documentos de residencia. Apenas le dieron quinientos dólares. Regusci terminó cargando cajas

en el depósito de una tienda de artículos de computación. Aun así, construyó un nuevo prototipo de su automóvil a aire comprimido para que lo examinaran los ingenieros y profesores texanos. El prototipo funcionó, pero esa universidad de Texas, el estado petrolero de Estados Unidos, detuvo allí el proyecto. Tras ese nuevo fracaso y de regreso en Uruguay, Regusci decidió salir a recorrer las calles en una bicicleta impulsada a aire comprimido. Era su manera de reponerse, de divulgar su invento y, sobre todo, de encontrar gente dispuesta a comprar acciones de su compañía. «Tengo etapas depresivas, de mucha tristeza –me dijo Regusci como un publicista de sí mismo esa tarde en el bar–. Pero nunca me he rendido». A veces también se detenía frente a la sede del gobierno municipal, enarbolaba carteles y pedía apoyo para su invento. En cuanto a las autoridades, el plan de Regusci no funcionó. Hubiera sido raro que lo hiciera. La clase política uruguaya tiene un problema con la energía. El subsuelo del país nunca fue relevado a fondo en busca de petróleo y hoy Uruguay es (con Paraguay) el único país de América del Sur que no tiene siquiera un yacimiento. Todo el dinero que obtiene con sus exportaciones de carne vacuna, la principal riqueza nacional, se gasta en importar combustible. El Estado no usa ni fomenta el uso de energías alternativas. A principios del siglo XX, el presidente José Batlle y Ordóñez encomendó a una dependencia pública que desarrollara un combustible a base de alcohol. Nunca lo lograron, pero con el alcohol hicieron whisky. Hoy el Estado uruguayo debe ser el único del mundo que fabrica whisky oficial con el dinero de sus ciudadanos. La aventura de Regusci en bicicleta fue un éxito de público. Cientos de personas se interesaron en su empresa y compraron cinco mil acciones que él vendía al costo de un dólar cada una. En el 2008, cada acción ya valía cien dólares. «La gente de la calle fue la primera que nos apoyó», recordó Maricler Silveira, sin disimular el orgullo. Luego, con las noticias sobre el recalentamiento del planeta y el aumento del precio del petróleo, los periodistas también le prestaron atención. Y entonces, un día de mediados del 2007, el inventor Armando Regusci supo que un empresario muy adinerado quería financiar su locura. Pero Aldo Lamorte, como se llama su mecenas, es sobre todo un inversionista y confía en el futuro comercial del motor a aire. «Esto no es un invento loco –me dijo Lamorte–. El aire comprimido ya se usa



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para mover muchas máquinas, es algo muy estudiado. Lo que se trata es de adaptarlo al transporte». Lamorte es dueño de uno de los hoteles más importantes de Montevideo y también presidente de un pequeño partido político conservador. Él compró un terreno que el inventor convirtió en su taller y también contrató a un equipo de seis ingenieros y físicos para que lo apoyaran. «Están haciendo el desarrollo teórico de lo que Armando ha hecho en forma práctica –me explicó Lamorte–. Y han creado un software para el manejo de las válvulas del motor». La tarea reduce la distancia que separa a los solitarios prototipos de Regusci de un modelo industrial. Porque los automóviles de aire no pasan de ser unos rústicos armazones de hierro con cuatro ruedas que logran el milagro futurista de rodar sin petróleo. Pero en cuanto a su aspecto y diseño se parecen mucho al troncomóvil de los Picapiedras. Al menos por ahora. A fines del 2007, Regusci recibió un correo electrónico de un célebre desconocido. El remitente era un millonario nacido en isla Mauricio pero radicado en los Emiratos Árabes. Nassir Arzamkhan, como se llama, es dueño de una fábrica de fertilizantes en Dubai, un hotel de cinco estrellas, explotaciones agrícolas y fábricas de alimentos en Mozambique y el Chad, y también es cónsul honorario de India en ese país. Unos meses después, la hoja de vida de ese extraño empresario incluía también intereses en una industria de automóviles a aire comprimido de Uruguay, la Regusci Air.

Hoy es un viernes de fines de junio del 2008 y el inventor Armando Regusci luce muy elegante. No lleva campera ni mochila. Por el contrario, va en traje y corbata y lleva una impecable gabardina como abrigo, en una sala del hotel de Aldo Lamorte. Allí están este empresario y unos diez pequeños accionistas de la Regusci Air, la compañía que promete cambiar el mundo. En el centro de todas las miradas está Nassir Arzamkhan en persona. Terminadas las presentaciones, Lamorte resume los avances realizados por los ingenieros de la empresa y dice que en un par de meses se construirá un prototipo de ómnibus a aire compri-

mido. Arzamkhan habla en inglés, mientras el hijo del inventor, un adolescente tímido y educado, hace de intérprete. «Esto es algo importante no sólo para Uruguay, sino para todo el mundo. Por eso voy a dar toda la ayuda que me sea posible», dice el lejano visitante. «No hay que perder tiempo, porque la Humanidad necesita de este proyecto». Y hasta llama a Regusci «my brother». Arzamkhan es un hombre pequeño, viste con discreción (zapatos negros, pantalón negro, camisa blanca con rayitas rosadas), pero habla con una enorme seguridad. Tiene cincuenta y un años y dice que siempre estuvo interesado en el medio ambiente y las energías renovables, y que fue navegando en internet como supo de Armando Regusci y de Guy Nègre, un francés que también busca desarrollar un automóvil a aire comprimido aunque nunca ha mostrado un prototipo en funcionamiento. A Arzamkhan el proyecto de Regusci le pareció el más serio y, además, le gustó la idea de ayudar a alguien de otro país del sur y no del Primer Mundo. Ahora abandona la sala por un momento y resuelve algunas preguntas. ¿Cuánto dinero está dispuesto a invertir en el motor a aire comprimido? «Lo que se necesite lo voy a dar», responde. ¿Cuándo estará funcionando el automóvil? «Rápido. El año que viene tiene que estar listo». «Es una necesidad urgente. Si no hacemos algo por el ambiente ya mismo, nuestros nietos pagarán por nuestros errores». ¿Por qué le interesa el motor de Regusci? «Soy un hombre de negocios y esto es un negocio. Pero esto también es un desafío: quiero poner mi granito de arena en esta causa que es importante para toda la Humanidad». Unas semanas antes, Regusci se preguntó en voz alta: «¿Será que Nassir es un mentiroso? ¿De verdad vendrá a Uruguay a apoyarme?». Tantas veces lo habían engañado que entonces le costaba creer que la suerte, por fin, estaba de su lado. Entonces se enojó al repasar todos los años de frustraciones: «Los petroleros no quieren que esto salga. Pero yo no estoy mintiendo. ¡Yo puedo fabricar este auto!». ¿Qué dirán los jeques petroleros de Dubai de este motor que no usa petróleo?, le pregunto a Nassir Arzamkhan. «En Dubai hay una enorme preocupación por el medio ambiente», dice él y enumera una lista de emprendimientos ecológicos que el gobierno de los Emiratos Árabes financia. Por ejemplo, añade, el Sky Tower, un rascacielos de trescientos metros de altura que será alimentado con energías renovables. Ahora Nassir Arzamkhan vuelve a la sala de reuniones. El pequeño grupo de inversores de la Regusci Air escucha a su líder. Salvo un hombre mayor, todos los socios son jóvenes. Uno de ellos sugiere instalar un panel de energía solar en el techo del automóvil a aire; así éste no tendrá que usar ni un poco de electricidad. A Regusci le parece una buena idea. Al verlo así, en el centro de ese lugar tan elegante y rodeado de sus seguidores, el inventor parece un profeta expandiendo un nuevo credo. Ahora tiene dinero. Es posible que también empiece a tener la razón.


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asadas las dos de la mañana, Benetti cometió lo que fue, o pareció ser, su primer error de la noche, el primero visible por lo menos, de los varios que habría de cometer: agregó, con gesto decidido, algo de hielo en el vaso de whisky del Gato. El Gato pedía el whisky siempre sin hielo (y además no decía whisky: decía scotch). No obstante, no se alteró; procedió como si el hielo no le hubiese caído de lo alto, en una rara y diminuta tormenta de granizo que le estuviera personalmente dirigida: un solo hielo, un solo pedazo de hielo, para él, en su vaso. Se limitó a tomar la pinza de metal, esa misma que Benetti acababa de usar, pero como si el otro no la hubiera usado, y aun más, como si el otro no hubiera estado ahí; atenazó el hielo, lo sacó del vaso y lo dejó caer en la mesa, cerca del cenicero, sobre la parte bordó del mantel. De inmediato la tela se oscureció. Se fue formando una mancha opaca, no muy llamativa, pero perceptible para quien se fijase, cuyo tamaño, como no podía ser de otro modo, aumentaba en la misma medida en que decrecía el tamaño del hielo menguante. No dio la impresión de que Benetti llegase a advertir nada; para cuando el hielo empezó a deshacerse, y aun cuando la pinza resonó al chocar con el balde metálico, su atención estaba ya en otra parte: cabeceaba con desprecio un saludo entusiasta hacia la puerta del cabaret. Tal vez porque se reía, sopló el humo hacia el costado, y la voluta agria que él soltaba me lastimó la cara. No lo miré. Me fijé en Federico, en cambio, lo vi mantenerse callado y acaso a punto de irse; lo vi al Gato revisar su whisky, como si quisiese verificar hasta qué punto el contacto con el agua congelada, aunque breve, lo había llegado a afectar. Berlinga hacía silencio. Nadie en la mesa decía nada; estábamos esperando. –¿El Buda a qué hora viene? El Polaco había dejado su silla vacía. Estaba en la barra, insinuando evidencias a una de las chicas del lugar. Se arrimaba un tanto para hablarle, como si le estuviese consultando por la prolijidad de su bigote: si estaba parejo de un lado y del otro. La chica se reía, probablemente sacaba

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cuentas. Torcí la vista en dirección a esa escena para pasar por alto la pregunta que Benetti acababa de gritar. Los demás buscaron, era muy claro, la manera de hacer eso mismo. Nadie le decía Buda al Gordo: solamente Zita. Nadie, ni los más próximos, ninguno de nosotros: solamente Zita. Y Zita esta noche no estaba. –El Buda, che –insistió Benetti: no se daba cuenta–, ¿a qué hora viene? Nadie le contestó. Esta vez el Gato prefirió no contener cierto aire de fastidio, pero no hubo indicios de que surtiera algún efecto. Benetti se reía, no se sabe de qué. Alzando las cejas y la voz, porque no quería levantarse, o porque quería hacerse ver, se dirigió a un conocido que se frotaba las manos en la cara dos o tres mesas más allá. Benetti le reclamó, con un grito jocoso, que le pagara lo que le debía; fingía enojarse, pero había en todo eso demasiada risa. Alcancé a retener sólo dos o tres de sus visajes más notorios. Me pareció que la boca se le torcía sola. Dejé la mesa, urgido, casi tropezando, porque las sienes, poderosas, me empezaban a latir. Pasé entre las otras mesas, las otras caras; crucé un vacío despejado de habitués; bajé una escalera que gimió, abrí y cerré una puerta, y después lo mismo con otra. Escupí por fastidio, más que por necesidad, en uno de los cuatro urinarios que me quedaron a la derecha. A la vez también los omití; lo que precisaba no era eso sino meterme en una de las cajitas de madera con tabiques frágiles que procuraban, serviciales, algo más de discreción al que acudiera. Sentado en la tapa negra, me bajé los pantalones tan sólo para mantener las apariencias, y empecé a ocuparme de lo mío. En eso estaba, cuando entraron las risas. La primera era una risa de mujer; la otra, lo distinguí en seguida, era la que usaba Benetti. Los sentí entrar y acomodarse, pero pronto me desentendí de eso y de todo. No apuré el respirar, tampoco lo demoré; salí cuando tenía que salir, en todo caso después de dejar reposar un poco mi cabeza ya fría sobre los azulejos blancos. Al salir vi a la mujer: era la chica que antes hablaba con el Polaco en la barra. Me guiñó un ojo al ver que la miraba, mientras se pasaba


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un pañuelo blanco por la boca ocupada. Ya se había ido del lugar, taconeando, perfumada, cuando Benetti apareció desde atrás de la puerta blanca casi libre de inscripciones. Benetti, enrojecido, con sus tristes ropas sin arreglo, relucía. –Correte, pibe –dijo–. No estorbés. Estiró un brazo para apartarme, y me apartó. Salió pegándole tirones a su pantalón en la parte de adelante. No esperaba que yo fuera detrás de él. La puerta chocó sin hacer ruido.

uando volví, justo el Gordo llegaba. Imposible no advertirlo: al instante el mundo entero se daba vuelta hacia él. De todos lados le llegaban palmadas y apretones; incluso manos estiradas que ni alcanzaban a tocarlo. El Gordo avanzaba a través de esas capas sucesivas de entusiasmo, como si estuviese saliendo del mar hacia una playa. Había una regla: una vez que el Gordo llegara a la mesa había que dejarlo en paz

Lo primero que hice al salir, sin perder del todo de vista a Benetti, fue fijarme si allá, en nuestra mesa, había llegado el Gordo. El Gordo no había llegado. Benetti, mientras tanto, se encontraba con un conocido muy cerca de la puerta del cabaret. El conocido algo le estaba diciendo, con su brazo puesto encima de los hombros y torciéndole con fuerza su cabeza hacia el pecho; casi al oído le hablaba, en improvisada intimidad. Por mi parte, en medio del brillo, calculé que el Gordo estaría por llegar. El Gordo sí, pero Zita no. Zita no iba a aparecer esa noche en el cabaret; si ella hubiese llegado a ir, yo habría dejado las cosas como estaban. Pero no iba a ir, y yo lo sabía. Entonces me acerqué, por detrás, a Benetti, no bien vi que el desconocido se había marchado; copié su gesto, el del abrazo en apariencia amistoso que al abarcar envolvía y al envolver encerraba, y valiéndome,

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repentino, de la cercanía de la puerta de salida en parte, y en parte de la distracción de Benetti, lo saqué bastante a empujones hasta el aire de la calle. La calle, cosa extraña, resultaba menos fría ahora que al momento de llegar, aunque ya estaba más entrada la noche y era casi de madrugada. Además, en las veredas, o cruzando las calles, se veía más gente, y no menos, como se podía esperar, que un rato antes, a la hora en que se sale de los restaurantes y empiezan a cerrar los cafés. Viento no había, ni antes ni ahora. Policías tampoco. Me sorprendió, y bastante, el cielo de la noche, esos otros brillos que tampoco me hicieron parpadear (el que vive en la noche puede llegar a conocerle todo, pero raramente el cielo). Cuando volví, justo el Gordo llegaba. Imposible no advertirlo: al instante el mundo entero se daba vuelta hacia él. De todos lados le llegaban palmadas y apretones; incluso manos estiradas que ni alcanzaban a tocarlo. El Gordo avanzaba despaciosamente a través de esas capas sucesivas de entusiasmo y de fervor, como si estuviese saliendo del mar hacia una playa, y no entrando, como de hecho entraba, desde la calle al cabaret. Se fue abriendo paso por en medio del afecto, a brazada limpia, entre el rumor de los que reverenciaban su llegada y en apuradas lo llamaban Maestro. Eso sí: todos conocían la regla, y la acataban, de que una vez que el Gordo llegara a la mesa no había que molestarlo más. Estaba bien esa especie de procesión de todas las bienvenidas; pero después, una vez que se sentara, cuando iniciara sus ritos, cuando encorvara la vista, querría estar tranquilo, y había que dejarlo en paz. Para muchos, recién ahora la noche empezaba (así habría sido, normalmente, también para mí). Quise meterme detrás del Gordo, en la brecha que suponía que iba abriendo con su paso; pero lo que el Gordo, en su espesa entrada, dejaba a espaldas, no era una brecha, sino una especie de estela, esas estelas alborotadas que dejan los barcos si navegan con vigor. Nadie habría, claro está, de salirme al paso a mí, pero tampoco me lo abriría como se lo habían ido abriendo al Gordo, al tiempo que lo interceptaban. Por eso me fui rezagando, exigido por


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los empujones, y al arrimarme por fin a nuestra mesa, el Gordo ya había acomodado el saco en el respaldo de la silla, y sobre el borde de la mesa sus manos tiernas se encimaban una con otra. Les contaba a los otros, despacioso como en su llegada, una tristeza de Fiore; al verme no se interrumpió y tan sólo me saludó con una parte de la frente (una parte que, no obstante, vi brillar). El Gordo contaba un poco como amigo y otro poco, a mí me parecía, preocupado por la grabación. Fiore triste, nadie lo ignoraba, cantaba incluso mejor, a veces hasta daban ganas de ponerlo triste si estaba por cantar; pero Fiore triste también podía no aparecer en la radio, ausentarse sin excusas y perderse por ahí, en asuntos que después nadie preguntaba, y entonces no cantaba ni mejor ni peor y aparecía, mucho más tarde, con la voz atontada y una gran falta de explicaciones. Al Gordo lo preocupaba no dejar el día en banda: había, dijo, que preparar los instrumentales. Pocos saben lo lindo que tarareaba el Gordo; no por lo que pudiese valer para las notas su consabida ronquera amarga, sino porque al oírlo dejaba entrever lo que después, ya milagroso, iba a hacer con los dedos. Los dedos siempre limpios del Gordo ahora en la mesa se quedaban quietos; él tarareaba; eran los planes para el día incipiente si por acaso Fiore triste duraba. Hasta el Gato sonreía. Y en eso el Gordo levantó la cabeza. –¿Benetti no vino todavía? Nadie dijo nada, pero el Gordo, inquieto, insistió. –Benetti, che, el amigo mío, ¿no lo vieron por acá? Todos, excepto yo, echaron un vistazo atento al paisaje turbio del lugar ya repleto. Benetti no estaba. –Anduvo, sí, hace un rato –titubeó Federico–. Pero se fue. El Gordo bueno se puso violento. –¿Cómo que se fue? ¿Qué quiere decir que se fue? Nadie contestaba. –¿Qué hora tienen ustedes? ¿Qué quiere decir que se fue? Lo buscaban, todavía, otro poco, sin convicción, entre las mesas del cabaret.

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–Andaba por acá, Pichuco –tanteó el Gato–. Pero ahora no lo distingo. El Gordo tembloroso masticaba la furia, los ojos más chicos, el pelo brilloso; solamente las manos le quedaban buenas. –¿Cómo que se fue? Manoteaba el saco que, a espaldas, se le negaba, y yo tuve miedo de que me mirase. –Si Benetti se fue, yo no toco. No puedo tocar, y no quiero. Dijo y se paró, y de las otras mesas miraron. –Me cache en dié. El Gordo se fue a la barra a preguntar por Benetti. Le menearon la cabeza también ahí, pero por lo menos, a cambio de esa nada, le acomodaron un vaso de whisky entre las manos. El Gordo, acodado y sombrío, parecía más frágil que al tocar. Me le acerqué despacito. –Y a vos qué te pasa, pendejo. Rajá de acá. Yo al Gordo lo quería, como todos; hay que ver la gente que ahora se amucha y forma fila en la puerta del Teatro San Martín. Yo al Gordo lo quería y no quería verlo mal. Pero le decía Gordo, le decía Pichuco, le decía Maestro y le decía don Aníbal; Buda nunca jamás le dije, ni tampoco Japonés. –¿Sabe qué, don Aníbal? –me animé–. Benetti se fue, yo creo que ya no vuelve; pero antes de irse se entendió conmigo y me dejó una cosa para usted. El Gordo afanoso me apretó las manos, estaba lindo porque empezó a reírse, y después de apretarlas, con los mismos dedos, con sus propios dedos acariciadores, me las despejó hasta dejarlas bien abiertas. Tuvo lo que quería y supe que esa noche, y ese día, no iban a quedar en nada: el Gordo iba a tocar. –¿Te digo una cosa? –me dijo–. Vos sos un pibe bueno. Me arrimó la cara con una mano suave puesta en la nuca, y me dio un beso en la frente. Yo estaba ya sosegado y muy contento: era la primera vez que el Gordo me hablaba solamente a mí.



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artista invitado: fito espinosa




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