N.57

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RESTO DEL MUNDO US$ 10,00

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AÑO 6 - NÚMERO 57 S/. 18,00

Qué cocinero ES CAPAZ DE TRANSFORMAR BURBUJA DE AIRE?

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UN PAÍS EN LA BOCA

DAVID REYES DESCUBRE CÓMO HACEN FORTUNA LOS COCINEROS CHINOS EN LIMA. EL CHILENO JUAN PABLO SUTHERLAND ESCRIBE SOBRE EL PISCO SOUR (PERUANO). CINCO ESCRITORES CELEBRAN EL MEJOR CEBICHE. EL CUENTO INÉDITO ES DE ALONSO CUETO

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02_ MENÚ DEL MES

UN PAÍS EN LA BOCA

SUPERMERCADO

DOSSIER: COMÍ EN EL PERÚ

BONUS TRACK

12_

28_

34_

59_

Juan Bonilla

Larv.

36_

44_

UN AJÍ EN UN TUBO DE ENSAYO

DICCIONARIO DE LA LENGUA

Juan Manuel Robles

Jorge Eduardo Benavides

23_

30_

VIEJAS RECETAS DE LA ABUELA María Teresa Santos

RECETARIO DE COCINA

LOMO SALTADO

TACU TACU Ricardo Cayuela

Nguyen Chávez Granadino

AUTOPUBLICIDAD

EL INVENTOR DEL TURISMO EXPERIMENTAL Renée Kantor

60_

32_

38_

96_

Varios autores

Fritz Berger Ch.

Vivian Jiménez

Liniers

84_

40_

CINCO SECRETOS DE UN CEBICHE

74_

LA REVOLUCIÓN CHINA EN LIMA David Reyes y Miguel Bellido

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

TALLER DE MECÁNICA

CHUPE DE CAMARONES

COSAS QUE TE PASAN SI ESTÁS VIVO

PISCO SOUR Juan Pablo Sutherland

Michael Kohl K.

86_

42_

Fernando Cárdenas Frias

Leonardo Haberkorn

MANUAL DE INSTRUCCIONES

SUDADO DE CANGREJO

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88_

CONSULTORIO SEXUAL Toño Angulo Daneri

89_ Ficcionario

por Alonso Cueto

Incidente en primera



04_ QUIÉNES SOMOS

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AÑO 6 - FEBRERO 2008 DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

EDITOR FICCIÓN Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe

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PRODUCTORA Isa Chirinos isa@etiquetanegra.com.pe DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán ASESORES DE ARTE Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos Sergio Urday

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CORRESPONSALES BARCELONA / Gabriela Wiener BUENOS AIRES / Juan Pablo Meneses WASHINGTON D. C. / Wilbert Torre CIUDAD DE MÉXICO / Carlos Paredes BARRANQUILLA / José Alejandro Castaño TRADUCTORES Jorge Cornejo Calle jorgecornejo@terra.com.pe César Ballón CORRECTOR DE ESTILO Jorge Coaguila jorge.coaguila@gmail.com PREPRENSA Zetta Comunicadores IMPRESIÓN Empresa Editora El Comercio Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 Etiqueta Negra www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Pool Producciones Federico Villareal 581, San Isidro Lima 27 – Perú Telefax (511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502 Hecho en el Perú

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06_ CARTA

BREVE ELOGIO DE LA PANZA PERUANA

como la política, se erige así como uno de los símbolos que forman la identidad de la Nación. Si eres peruano, no lo pongas en duda: la prominencia de tu panza mide tu amor por el país. Debido a las constantes derrotas deportivas (son casi tres décadas sin poder entrar a la zona VIP del fútbol), supimos buscar un lugar en el mapa sentimental de los pueblos heridos en su amor propio: nuestro chovinismo es sólo estomacal, ante lo cual no hinchamos

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el pecho sino, obvio, la barriga. El patriotismo se expoa comida sólo es una delicia cuan-

ne en las calles envuelto en telares de todo calibre bajo

do empacha. Eso lo sabe todo el

el peculiar sobrenombre de guata, del mapuche huata,

mundo, pero es el pecado mejor guardado

que en algunos países andinos quiere decir, justamente,

en tiempos de tostadas integrales y agua sin

panza, barriga, vientre. O incluso mejor: se expone al aire

gas al gusto. Las dietas de verduras y soyas

libre, con una dignidad que sólo es posible en un mun-

parecen la doctrina moderna de la felicidad,

do babeante de carbohidratos, especias y grasas llamado,

ante la cual he fallado mil veces, de modo

a la sazón, comida peruana. No hay diferencia entre la

irresponsable, seducido ante los primeros

guata del hombre y de la mujer: la comida peruana no

vapores de una olla hirviendo. He sido débil

es sexista ni racista ni se va fácilmente con el ejercicio.

y, por consiguiente, he sido

La mesa es la democracia perfecta, deci-

gordo: imposible guardar la

mos, y nos limpiamos la boca. El gusto

compostura digestiva si uno

nacional tiende por la mujer entrada en

vive en el Perú, país del cebi-

carnes, fotografiada al dente para perió-

che y del lomo saltado, del ají

dicos y afiches que luego empapelan las

de gallina y del Alka-Seltzer.

esquinas. La panza da estatus, belleza y

Ahora bien, desabróchese

bienestar. En cuestiones de salud más

los cinturones que estamos

sabe el diablo por viejo, y en la cocina de

a punto de despegar. Ya lo

mi abuela un atracón de comida es bueno

decía en los efluvios de una

para la salud. La anorexia es un invento

sobremesa peruana un escritor mexicano

foráneo, como los abdominales marcados. No hay nada

al que sacábamos a comer seis veces al día

más peruano que lucir la panza sin pudor, y darle de co-

sin contar el desayuno: «No entiendo cómo

mer para la envidia de nuestros vecinos: en cuestiones

no son un país de gordos». Gordos no, pero

de la mesa, somos el primer mundo del tercer mundo.

sí panzones, que en la definición de un país

Duerma una siesta y digiéralo.

en constante avanzada (económica, cultural, gastronómica) sería una suerte de gordura hacia delante. La panza peruana,

daniel titinger

cuya curvatura horizontal tiende al vacío,

dt@etiquetanegra.com.pe



08_ CÓMPLICES

ANTONIO CISNEROS Perú. Poeta. Es director ejecutivo del Centro Cultural Inca Garcilaso de la Cancillería y director de la revista Gourmet Latino.

RENÉE KANTOR Argentina. Periodista. Ha publicado en el diario páGina 12 (Argentina), y en las revistas eL maLpensante (Colombia), tHe ecoLoGist y LinG (Barcelona). Vive en Francia. La bouillabaisse es un plato tradicional marsellés. Una sabrosa mezcla de pescados de roca. Lo comí en Marsella en un célebre restaurante de nombre insólito para una clienta argentina: Perón.

RICARDO CAYUELA

He probado de todo, o casi todo, a lo largo de mi estrafalaria vida. Ballenas y ranas y hormigas y lagartos y sajinos y gusanos y ronsocos. Sin embargo, ningún sabor logra pasar la valla de nuestra barrera cultural. Todo exotismo voluntarioso termina casi siempre en un «qué rico, hasta parece chancho». Y las hormigas culonas y tostadas, con un poco de sal, son, patitas más, patitas menos, igual que la canchita.

CARLOS HERRERA Perú. Escritor y diplomático. Autor de varias novelas y cuentos, entre ellos Historia de manueL de masías, eL Hombre que creó eL rocoto reLLeno y cocinó para eL diabLo y crónicas deL arGonauta cieGo. ¿Cuál es mi mejor plato? Ese plato es utópico. De ahí el seguir buscándolo, con afán religioso, en cada mesa, en cada país, en cada circunstancia.

México. Editor. Jefe de redacción de Letras Libres de México. Fue director editorial de Letras Libres de España. Platillo favorito: el huevo frito. Si la gallina estuviera en peligro de extinción sería una delicia más en manos del narcotráfico. Estéticamente es una obra de arte bicolor que supera toda la moderna experimentación culinaria: es líquido y sólido, suntuoso y anónimo.

SOLEDAD CISNEROS

TOÑO ANGULO DANERI Perú. Escritor. Editor general de la revista LinG en Barcelona y editor asociado de etiqueta neGra. Ha publicado los libros de crónicas LLámaLo amor, si quieres y nada que decLarar. Mi mejor plato es siempre el que voy a comer, sea en un restaurante conocido, en uno que hasta ahora no he visto ni en sueños o en casa de mi madre. Los placeres del cuerpo sólo se conjugan en tiempo presente. O futuro. El pasado no se come.

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Perú. Fotógrafa. Trabajó en las revistas once y etecé. Es colaboradora de la revista puente. Enseña en el Taller de Fotografía Periodística en la UPC. El chupe de camarones de mi abuela América es el mejor recuerdo que tengo de un manjar inolvidable. Sabroso de principio a fin y triple ración de camarones si es que era el día de tu cumpleaños.

MARÍA LUCÍA ZEVALLOS C. Perú. Diseñadora gráfica e ilustradora. Trabajó en la agencia de publicidad de la USIL. Realiza páginas web para empresas extranjeras. La sopa de cushuro siempre ha sido un juego: pequeñas bolitas cristalinas, que crecen y emergen de los riachuelos de los Andes, se introducen en un líquido con leche. Se añaden motes (maíz), quesos y otros amigos pequeños e invisibles que le dan un sabor especial y único. El juego que termina rápido dentro de mí.


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JUAN BONILLA España. Escritor. Sus cuentos han sido recogidos en la antología basado en HecHos reaLes. Ganó el Premio Biblioteca Breve-Seix Barral por la novela Los príncipes nubios. ¿Mi mejor plato en treinta palabras? Mi respuesta a la pregunta del número es: no lo sé. Ya ven, en vez de treinta palabras, sólo tres.

JUAN PABLO SUTHERLAND Chile. Escritor. Trabaja en su primera novela y en una recopilación de sus textos de ensayos (literatura, sexo, arte y activismo). Ha publicado a corazón abierto, GeoGrafía Literaria de La HomosexuaLidad en cHiLe (Editorial Sudamericana). Mejor plato alguna vez: tengo el recuerdo de mi adolescencia de haber comido los mejores platos en casa de mi abuela. Pastel de choclo, maíz con carne y pastel de papas.

JUAN MANUEL ROBLES Perú. Escritor. Ha publicado el libro de perfiles Lima freak. Vidas insóLitas en una ciudad perturbada. Tiene a su cargo el blog «Santa Lima», de eL comercio.com.pe. La cocina gourmet nos ha privado de uno de los placeres limeños más preciados: la glotonería. Comer fino es comer sin llenarse, es degustar y no atragantarse. Protesto: prefiero el baguette de la gula al diminuto pan nuestro de cada día. La siesta viene después.

DAVID REYES Perú. Periodista. Reportero del magazín de televisión reporte semanaL. Antes trabajó en el diario perú.21 de Lima. Nunca comí obscenamente tanta carne como lo hice una noche en un grill de Brasil. Tampoco imaginé que una vaca tuviera tantos cortes, olores y sabores. Parecía que habían sacrificado una entera para mí. Muito obrigado.

JORGE EDUARDO BENAVIDES Perú. Escritor. Dirige un taller de literatura que imparte en varios países. Entre sus novelas, la última es un miLLón de soLes (Alfaguara). Vive en España. Pulpo guisado con papas arrugadas, guindillas y aceite de oliva. Acompañado de áspero vino canario. Austero y magnífico. En un remoto huarique cerca del Acantilado de los Gigantes, en Tenerife.

LEONARDO HABERKORN Uruguay. Escritor. Colabora en el diario pLan b de su país y en la revista Gatopardo. Ha publicado los libros 9 Historias uruGuayas y La cLase deL profesor. La mejor comida de mi vida fue un plato de congrio frito servido en un restaurante de Puerto Montt, en Chile.

FITO ESPINOSA Perú. Pintor, ilustrador y docente. Prepara un nuevo proyecto para abril del 2008. Los mejores platos son los que hacía mi mamá antes de irme al colegio por las tardes. Como buen peruano, no puedo separar el afecto de la comida.


10_ CÓMPLICES

ALONSO CUETO GUILLERMO THORNDIKE

Perú. Escritor. Obtuvo el Premio Herralde de Novela por La Hora azuL. Finalista del Premio Planeta-Casa de América 2007 por su novela eL susurro de La mujer baLLena. Nunca he separado mis platos preferidos de mis compañías preferidas. Me gusta estar solo la mayor parte del día pero prefiero comer con alguien, de preferencia mi mujer y mis hijos. Suena bastante convencional pero no lo es tanto.

Perú. Escritor. Sus próximas publicaciones: La repúbLica caníbaL (Congreso de la República), Los secretos proHibidos (Editorial Planeta) y eL rey de Los tabLoides (Universidad San Martín de Porres). Ingrediente mágico: el hambre. Por suerte en la vida no hay un solo plato mejor, un solo amor, una sola felicidad. Hay muchas veces de todo. Hambre y frejoles.

ENRIQUE SÁNCHEZ HERNANI

VIVIAN JIMÉNEZ Cuba. Escritora. Ha ganado el premio Letra Erecta de Novela Erótica con La coLumna que dibujaste dentro de mí. Su última novela publicada es Las ciudades de tu cuerpo. Los dulces son el placer hecho a mano, únicos en cada lugar. Donde llego, los prueblo como ritual que inicia esa nueva relación. Me encantan los ovos moles de Aveiro.

Perú. Poeta y periodista. Publicará el libro de poesía sobre La arena / muGe eL Laberinto. Aunque he devorado con pasión el cebiche de lenguado del maestro Javier Wong, el mejor cebiche, gustado entre lágrimas y con un valse de Lucha Reyes como fondo, fue el de tilapia, limón mexicano y cebolla ídem que mi hijo Kike me preparó en Miami, a las 9 de la noche de hace años. Pura nostalgia y sabor.

MIGUEL BELLIDO

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Perú. Fotógrafo. Trabaja en el diario eL comercio de Lima. Ha publicado en el libro pasión por Las personas, colectivo que convocó a veinticinco fotógrafos limeños para recorrer su ciudad en un día, además de Cuzco e Iquitos. En mis viajes tengo la dulce costumbre de perderme siempre en mercados, restaurantes y chinganas. Guiado por el olfato, rebusco platos exóticos, regionales y raros en cada lugar. El mejor: los frejoles montados con huevo frito que prepara doña Maritza, mi madre.

GREGORIO MARTÍNEZ Perú. Escritor. Entre sus libros destacan canto de sirena y eL Libro de Los espejos. siete ensayos a fiLo de catre. Tiene en proceso la novela sex opHidia. Nada más celestial que un picante de camarones con un meollo de erizos puesto en el plato en el momento de servir el potaje.

NGUYEN CHÁVEZ GRANADINO Perú. Antropólogo. Es dueño de un restaurante de pescados y mariscos y mantiene una columna en una revista de Lima. 1986. En el Camino Inca, con un amigo, nos llovió cuatro días seguidos y no pudimos hacer funcionar la cocina a querosene. Llegamos –no sé cómo– a Aguas Calientes, el pueblo en las laderas de Machu Picchu. Pedí un tallarín saltado y no recuerdo nada tan bueno.



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12_ COCINEROS

un perfil de juan manuel robles fotografĂ­as de soledad cisneros


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14_ COCINEROS

un velo de intranquilidad permanente, algo que tienen en común los hombres que vienen al mundo con estrés incorporado (y él parece ser uno de esos hombres). Es una apariencia de irritabilidad continua que sólo a veces concede una sonrisa, una sonrisa que es como un paréntesis de calma en un océano agitado: la turbulencia interior de las cosas inconclusas. Ello resulta extraño en un chef como él, uno de los más reconocidos de Sudamérica, alguien que a los veinticinco años ya trabajaba en el restaurante Bulli de Ferran

procedimientos científicos extremadamente raros y difíciles de aceptar para una gastronomía como la peruana, donde la operación química más compleja consiste en rociar el ácido jugo del limón sobre las moléculas de un pez muerto, un procedimiento común y maravilloso que no necesita mayor formación científica que la que posee un pescador artesanal de doce años. Rafael Piqueras sale ahora en mandil de la cocina de su lujoso restaurante en Lima y me sirve un postre. Es una tarde de sol. Pego mis ojos al recipiente y observo burbujitas, decenas de burbujitas de aire. Mirar el diente al caballo regalado es de pésimo gusto, lo sé, pero en este caso, el gusto está justamente en observar de muy cerca –los ojos bizcos– la estructura del mango y chocolate que duerme en la copa. Es obvio que algo extraño ha ocurrido aquí. El mango ya no es mango: es una espuma llena de oxígeno que flota sobre el chocolate, un chocolate que no es sólido ni líquido, no es crocante ni gelatinoso, sólo una nube marrón que parece deshacerse con la mirada. Todo flota. «Está en borrador, no es una creación redonda», dice Piqueras y no sabe que su imagen está desenfocada al fondo –las burbujas siguen en primer plano–. Luego, empieza a hablar de las texturas, de lo blando y lo crocante y lo espumoso, de todo lo que se puede hacer allá adentro con un poco de química y física. –Cómelo. Siente las texturas. Piqueras luce ansioso, un tanto solemne y a la vez entusiasta, con la certeza matemática de que algo sorprendente va a ocurrir. No lo dice, pero la suya es la historia de un chef que casi pierde la cabeza por la cocina molecular.

Adrià, en Barcelona, y a los veintisiete

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se convirtió en el primer cocinero de América Latina en ser invitado como expositor al Madrid Fusión, acaso el foro gastronómico más importante del planeta. Trabajar siendo muy joven con el archifamoso Ferran Adrià puede cambiarte la vida, depurar tu técnica, embellecer tu currículum y darte caché, pero también deja secuelas en tu psiquis: ideas muy locas, extravagancias gasificadas, un infinito recetario mental de platos que parecen nubes en miniatura y

Rafael Piqueras Bertie mide casi un metro noventa y ama los cuchillos japoneses, un rasgo perturbador si uno sabe además de su vieja afición por el kung fu, arte marcial que practica para «descargar tensiones» y que trató de enseñar a su esposa durante su luna de miel, en el verano del 2008: «le mostré principios básicos, pataditas». Ama los atunes por sobre todas las especies marinas y es probable que sueñe con ellos: los acaricia en silencio, los olfatea con devoción, los come crudos de vez en cuando. Si hay algo que no soporta, es tener un atún fresco que lo espera feliz en una tabla –bronceado y húmedo como una mujer sin bikini– y que el cuchillo no corte. Diablos. Es un coitus interruptus, un desastre, algo horrible que puede hacerle perder la razón.



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El cerebro de Piqueras tiene respuestas inesperadas y explosiones químicas de temer. El plato que el chef llevó al Madrid Fusión cuando tenía veintisiete años fue comentado entre los especialistas de toda Europa como una auténtica rareza: martini de cebiche con espuma de ají amarillo y pisco mosto verde. Llevaría párrafos explicar esa receta, pero detengámonos un momento en la «espuma de ají amarillo». Los peruanos crecemos comiendo ají amarillo en innumerables platos desde que nacemos (la salsa de huancaína es el más común), pero... ¿espuma de ají amarillo? La receta dice textualmente: Crema de ají licuada con caldo de pescado y gelatina, sazonar y luego –he aquí el detalle– agregar al sifón. El sifón de nitrógeno es como una pequeña bomba de gas utilizada para convertir en espuma cualquier sustancia, incluso la muy peruana salsa de ají amarillo. El gas líquido llega a temperaturas extremadamente bajas y, con los aditivos químicos adecuados, provoca efectos de gelificación en ciertos productos orgánicos. El sifón, un pequeño aparato cilíndrico, es hoy el símbolo material más emblemático de la cocina molecular. Rafael Piqueras, evidentemente, tiene uno. Más aun: fue de los primeros en usarlo en Lima. De hecho, es el que mejor lo usa. En el moderno mundo de la cocina molecular, los chefs van armados de sifones, hornos al vacío y jeringas. Piqueras ha aprendido a controlarse: la gente se asusta. –Lo que estás comiendo –dice– es mango procesado con azúcar y un poco de limón. Le pongo una proteína (colapez) para que emulsione en el sifón. Es similar a un puré... pero está como aireado. ¿Te das cuenta? Siento el aire «mangoso» en mi lengua. Está bueno. –La proteína estabiliza la mezcla. Puedes hacer espuma de lo que quieras... de lo que te dé la gana. El sabor queda intacto. Saboreo la espuma de mango. Técnicamente, estoy probando una muestra elemental y básica de la afamada cocina molecular. Una cocina que algunos detestan por pretenciosa, esnob y delirante, pero que otros aprecian como el mayor avance de la tecnología gastronómica en la Historia, el tipo de cocina que Piqueras aprendió con fascinación en Europa y que, una vez de vuelta en Lima, le hizo mirar la vieja gastronomía de la abuela con auténtico afán juguetón y una desmesurada codicia profesional.

Piqueras tiene ojos diminutos y una cara alargada, la sonrisa amplia –un tanto enigmática– que siempre parece demandarle cierto esfuerzo gestual a las rígidas mejillas. Pero no ahondemos en señas particulares: cualquier descripción escrita de los rasgos faciales del cocinero se disuelve en el asombroso parecido que Piqueras tiene con el hermano de su madre, Diego Bertie, un actor de cine y televisión


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famoso en el Perú, que sale en telenovelas latinoamericanas y sonríe exactamente igual que su sobrino chef. Piqueras cree que el parecido-parentesco con el actor –«alucinaban mucho con ese rollo de ser Rafael Piqueras Bertie»– fue uno de los factores que algunos años atrás atrajo a más prensa y flashes de los que él, un tipo sereno y ciertamente frío, hubiera deseado. En una ciudad glotona donde abundan los chefs con espíritu de carnaval que sólo saben sonreír, el Piqueras de entonces aparecía como el cocinero más arisco de la escena. La espuma de mango que descansa en la mesa es ligera y dulce como una brisa de la infancia, se deshace en la boca y consigue el efecto colateral de crear la textura de un suave muss con el nivel de grasas de una lechuga. Hoy en día, cualquier chef puede hacer una espuma de este tipo, no es una complicación ni una odisea prepararla. Sin embargo, sólo quince años atrás, a principios de los noventa, pensar en algo similar en las cocinas del mundo era imposible. La explosión de la cocina molecular y sus técnicas es reciente, apenas un granito de arroz en la historia universal de la alimentación de los hombres. Nos es natural ver espumas hechas con hidrógeno líquido, ciertamente, pero lo es de la misma manera que resulta cotidiano enviar un e-mail. ¿Qué es la cocina molecular? Piqueras la define como «una cocina de sensaciones». Siendo estrictos, toda cocina lo es. Digamos lo que le ocurre a un huevo cuando se fríe en la sartén compromete a ciertas moléculas y de una forma traumática. Pero lo que caracteriza a la gastronomía molecular es, básicamente, el ambicioso objetivo que se plantea: investigar científicamente los procesos químicos que existen detrás de la preparación de ese huevo frito. Con esa informa-

ción, es posible mejorar la calidad de las preparaciones, evitar gastos de energía innecesarios, obviar ingredientes que perturban el sabor del producto principal, buscar la utilidad de cambios en la materia. El padre de la cocina molecular es el físico químico Hervé This y comenzó a estudiar los procesos gastronómicos desde los años setenta, la época en que Piqueras vino al mundo. En 1988, decidió publicar los resultados de sus estudios. Aunque con reticencias y detractores, el camino mostrado por This permitió desarrollar posteriormente técnicas químicas para transformar texturas y crear nuevas formas de concebir sabores y aromas. Los chefs comenzaron a alucinar. Una sopa puede ser tan dura como una cáscara de huevo. Una fruta puede convertirse en bolitas del tamaño de un caviar. El mango puede presentarse como un alargado espagueti. Una fruta puede conservar su sabor y volverse espuma sin una gota de leche: estómago y paladar felices. Pero los estudios originales del padre, Hervé This, tienen muy poco del show mediático que hoy se vincula a la gastronomía molecular. Son ciencia pura al servicio del lector común. Sus capítulos versan sobre temas como «Las vicisitudes del huevo», «¿Por qué el vino tinto adquiere un color marrón al envejecer?» o «La nueva fisiología del gusto». This no habla de emulsiones ni nubes ni de juegos o shows en la mesa. Tampoco de sorbetes de caramelo de pimienta. Sin embargo, en los noventa el cocinero catalán Ferran Adrià apareció en la escena planetaria para llevar la gastronomía molecular a otro nivel.

Adrià ideó en 1985 la modalidad del sifón de nitrógeno líquido para hacer emulsiones y formar espumas. El invento no se haría popular hasta los noventa pero, a partir de ahí, su difusión fue exponencial. Tiempo después, Adrià desarrolló el procedimiento de lo que llamó aire: burbujas transparentes e ingrávidas que descansaban en un plato y cuya función era, simplemente, capturar un aroma y hacerlo estallar –esa palabra les encanta a los chefs– en el paladar. Piqueras los usa en su cocina, me dio a probar un aire de trufa con una cuchara: de la experiencia sólo podría hacer una comentario gaseoso, efímero. Si



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20_ COCINEROS

el sabor de la cocina tradicional ya es difícil de definir en palabras, imaginemos lo complicada que se vuelve la gastronomía del nuevo siglo: acaso tengamos que volvernos cronistas moleculares. El escritor mexicano Jordi Soler describió así ciertos platos del Bulli: «Caviar de melón y una empanadilla transparente, de eucalipto y grosella, cuyo desconcertante aspecto es el de una bolsa de plástico con una fruta adentro. [...] Inmediatamente después, un agua de piña de pino que era, cuando menos así lo percibí, como beberse un árbol». A diez mil kilómetros de Barcelona, en el centro empresarial de la ciudad de Lima, el mango peruano hecho espuma es una delicia. Piqueras me mira, parco, y dice que no me sorprenda mucho. Esto ya lo hace todo el mundo, no es para asombrarse, es sólo un pequeño átomo en el vasto universo de la revolución molecular. Salir del laboratorio de Adrià y llegar a la Lima de los mil sabores debió haber enloquecido rápidamente a Piqueras. «Por ejemplo. La leche de tigre tiene proteínas, si la concentras más, si la pones en un sifón, haces una espuma de leche de tigre». La leche de tigre es el caldo que queda después de echarle limón a un pez para hacer cebiche. Dicen que tiene efectos afrodisíacos. Si la teoría es correcta, la espuma atigrada mantiene intactas sus propiedades (su otra emulsión). El Bulli es el espejo en el que todo chef moderno se mira. Pero ¿qué tal es? Una amiga que vivió tres años en Barcelona me cuenta que fue al célebre Bulli luego de hacer la cola de ocho meses que debe soplarse cualquier mortal que desee sentarse en una de sus mesas. Pienso que debe ser lo máximo estar allí, una experiencia única, inolvidable. –¿Y qué comiste? –le pregunto. –Espumas de cosas... no recuerdo, la verdad.

La mayoría de chefs declaran haber tenido una estancia fantástica en el Bulli, pero la cantidad de gente común que sale decepcionada del restaurante de Adrià –chef molecular por antonomasia– es tan numerosa, que uno puede preguntarse legítimamente: ¿Cuál es el avance? ¿Qué queda luego de tanta ciencia? Digo: ¿Para qué les sirve la química?

Piqueras asegura que no es ni pretende ser un Bulli-chef –calificativo sarcástico que se le da a los jóvenes cocineros que aplican a pie juntillas las técnicas del restaurante catalán– pero dice que a Ferran Adrià hay que respetarlo. Cuando a alguien se le ocurre criticar la corriente que él abrazó, su respuesta es tajante. «Yo he estado ahí, lo que hacen es espectacular y el servicio es alucinante». Hoy en día, las espumas son un clásico mundial y poca gente es consciente de que fue Adrià quien llevó por primera vez un sifón frente a cámaras. Los franceses –herederos de una de las cocinas nacionales que más se opuso a la cocina molecular en el pasado– usan ahora los hallazgos científicos del Bulli en sus recetas. La influyente gastronomía japonesa también ha entrado en el juego. Para Piqueras, ser testigo de todo ese fenómeno, respirarlo todos los días en Barcelona, hizo que sus pretensiones moleculares desbordaran con creces la realidad culinaria local. –Concebí cuarenta helados en la carta. Todo lo quería volver helado o espuma. Era un exceso. Uno de esos excesos –quizá– era la ensalada de centolla en compañía de helado de palta o guacamole (fruto aceitoso que en el Perú se come salado) y espuma de salsa golf al nitrógeno líquido. «La gente decía “este tipo se ha vuelto loco”». Le dio por usar jeringas y hacer «caviares» de frutas. También había innumerables «aires». Ahora, recuerda la carta que tuvo en ese entonces y le da algo de risa. Le parece increíble haberse atrevido, tan joven, a hacer esa clase experimentos en la Lima conservadora. Entonces era un chico promisorio que declaraba suelto de huesos a los reporteros: «El maître se encarga de explicar al cliente que en mi restaurante no hay platos tradicionales».



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22_ COCINEROS

Aunque no lo diga, Piqueras quiere despojarse de la etiqueta molecular que alguna vez fue su principal carta de presentación. «Yo no quiero volverme un chef molecular. No me quiero ir a la Luna», dice con calculada ironía de chef cerebral. Últimamente, Piqueras repite mucho que no quiere que lo confundan con un «Loco Adams». Lo cierto es que él nunca podrá ser un chef molecular de verdad. En realidad, los chefs moleculares son muy pocos en el mundo, porque para serlo es necesario dedicarse a la investigación científica, tener un equipo de químicos que hagan experimentos continuamente. Además, en una ciudad del Tercer Mundo con los restaurantes gourmet más competitivos de la región aparecen otras responsabilidades prioritarias, sobre todo cuando se es el chef ejecutivo debes sonreír a la gente y resolver los problemas cotidianos como la caída del sistema que retrasa la entrega de una cuenta a la mesa. También debe preocuparse del equipo de cocina, de que nadie deje escamas al filetear un pescado, que los practicantes aprendan y no lleguen a su restaurante por un simple documento firmado para sus escuelas: en el Perú hay decenas de escuelas para chefs. Aparecen como hongos. En contraste, la Facultad de Química de la universidad más prestigiosa de la capital acaba de cerrar por falta de alumnos. Una escuela para chefs le acaba de pedir a Piqueras que enseñe un «cursito» de cocina molecular que contenga espumas «y esas cosas». Él lo ha rechazado: no quiere estafar a la gente. La cocina molecular implica bases profundas, conocimientos previos imprescindibles. La fiebre molecular de hace unos años ha menguado considerablemente en la filosofía del cocinero

Rafael Piqueras. Hay cosas que no llevan a ninguna parte, admite. Por ejemplo, la causa limeña (especie de puré compacto de papa que lleva pescado de relleno): ¿Para qué poner una causa al sifón si su textura es insuperable? Lo que sí cree Piqueras en que ésta es la cocina del futuro, que hay aportes que llegaron para quedarse. La próxima imagen, acaso en pocos años, es la de un niño cocinero cogiendo el sifón de mamá para hacer un espuma de pallares dulces. Piqueras me invita a su cocina, una cocina amplia y larga. Quiere mostrarme el sistema de funcionamiento de lo que el llama «una pequeña fábrica». Tiene un sistema dos líneas que pretende funcionar a la perfección de un número de nado sincronizado. Sin darme cuenta, ha sacado un atún del refrigerador (a sólo cinco grados, no congelado). El chef coloca un trozo sobre la tabla de picar. Toma uno de sus cuchillos japoneses, un cuchillo espejado que es más costo que una laptop de última generación, y que él mira con solemnidad antes de empezar a cortar. –Toca el atún. ¿Sientes lo suave que está? –¿Ah?... –Tócalo –paso mi dedo por el atún, como si el chef me estuviera mostrando su mascota o alguna especie de animal al que le tiene afecto y que quiere que acaricie–. ¿Ves? En el atún fresco puedes deslizar tu mano como si estuviera untado de mantequilla. –Cierto. Suavísimo –digo y retiro la mano sin saber donde meter mi dedo rebosante de atún. Piqueras corta el pez de una sola pasada, toma los pedacitos y los agrupa. De pronto, el chef estrella que quiso sorprender a la capital gastronómica de Sudamérica con sus sifones y espumas mira la estructura básica de un elemento orgánico que anduvo viviendo hasta hace unas pocas horas: la materia prima intacta, como en una simulación de la prehistoria alimenticia de cualquier de civilización con salida al mar. Mira hacia la tabla con ganas y me pregunta, como si soltara una confidencia de niño: –¿Quieres comer el atún crudo? –Reportero asistente: Joseph Zárate.



etiqueta negra

D I C I E M B R E

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28_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Lonche

una palabra de

(Del ingl. lunch). Perú. Entremés intermedio y familiar al caer la tarde.

e sobra es conocida por todos (los pe-

esa comida intermedia, sutil, más bien familiar y modesta que es el

ruanos) la relación altamente pasional,

lonche, el lonchecito, y que convoca al caer la tarde en torno a un café

intensa y devota con nuestra comida, que nos in-

con leche, a una taza de té, a unos panes con modesta mantequilla

clina a calificarla sin lugar a dudas como una de

o con más enjundia si se quiere y puede, y a la que todos alguna vez

las mejores del mundo. Cada vez que llega un ex-

hemos rendido honores.

tranjero al Perú nos apresuramos a invitarlo a un

El lonche no tiene el prestigio del tea time inglés, ni su frugal

buen restaurante para que pruebe el tierno sabor

elegancia, su amaneramiento ni su palidez de té con limón. Proba-

del lomo saltado, la suave textura de una causa,

blemente porque como todos sabemos viene de lunch, que significa

el alto voltaje de un buen cebiche, la complejidad

almuerzo, el lonche peruano es mucho más consistente, aunque en

aromática de un seco de cordero, todo ello regado

medio de la reciedumbre de nuestros almuerzos y del copioso desplie-

con un espumoso pisco sour. Esa

gue de nuestras comidas resulte un

misma feligresía de comensales

poco enclenque, claro. Sin embar-

peruanos, cuando se traslada a vi-

go, nosotros lo hemos desplazado

vir fuera del país, lleva su mismo

de su acepción real de almuerzo a

fervor e idéntica pasión, azuzada

una hora mucho más tardía (cuan-

ahora por la nostalgia y la leja-

do en otros países cenan), abando-

nía, de tal suerte que por aquí y

nándolo a medio camino de todo,

por allá florecen los restaurantes

en un cruce de rutas horario, cultu-

peruanos en Nueva York, Miami,

ral y gastronómico, convirtiéndolo

Milán, Ginebra o Madrid. Así, los

en una especie de comida trans-

restaurantes peruanos –El Inti

culturada, más cercano a la «me-

o El Tumi, por lo general– casi

rienda» española por la hora a la

siempre se encuentran llenos de

que se toma, aunque ésta tiene una

peruanos, aunque de vez en cuan-

connotación de sesgos infantiles,

do –y cada vez más– cae algún

ya que los niños españoles siempre

nacional llevado por un amigo o

toman algo de leche y bollería a me-

por la novia peruana. Es, pues,

dia tarde, mientras que los adultos

cada vez más difícil extrañar la

a veces meriendan: se toman unas

comida peruana viviendo fuera

cañas o, simplemente, un café solo,

del Perú, al menos en España,

expreso, cortado o en cualquiera de

donde vivo hace muchos años. Y

sus casi infinitas variantes, aunque casi nunca acompañado de algo

sin embargo, una de las cosas que

F E B R E R O

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más nostalgia me producen perso-

etiqueta negra

jorge eduardo benavides

demasiado significativo, lo que ellos

nalmente es el lonche, del que apenas existe cons-

llaman un tentempié. El lonche es una escaramuza de ritual, una ex-

tancia en las conversaciones trufadas de melan-

cusa para reunirse y conversar, porque su sencillez y relativa ligereza

colía a las que se dedican los peruanos que viven

permite que nos concentremos en el otro y lo que nos dice, y no en

lejos de su tierra, y del que jamás he tenido noticia

la comida en sí. Su valor, sin embargo, parece extinguirse nada más

se sirva en algún restaurante peruano de Madrid,

cruzar la frontera pues, si en el Perú se mantiene –al menos en la

Ginebra o Nueva York. ¿Por qué esa indiferencia

Lima y la Arequipa que yo conocí–, e incluso se ofrece en restaurantes

palmaria por el lonchecito?, me he preguntado en

y cafeterías en una versión más sofisticada, en ninguna ciudad de las

alguna ocasión aunque, para ser sincero, tampo-

tantas donde llega la inmigración peruana se ofrece en restaurantes

co con la gravedad debida, lo que me incluye en

o se cultiva entre amigos el lonche, el lonchecito. Y es una pena. Aun-

la citada indiferencia de los inmigrantes para con

que tampoco es para tanto, ¿no?



30_ RECETARIO DE COCINA Afuera no sabe igual

2 0 0 8 F E B R E R O

nguyen chávez

a esposa de un ex embajador de Costa Rica

Madrid? ¿Qué tan fascinante es la comida peruana lejos de nuestras fronte-

en el Perú me comentó que en San José, ca-

ras? De tener éxito las campañas que buscan, afuera, aumentar el turismo

pital de su país, existen por lo menos tres restaurantes

en el país, sólo será cuestión de tiempo para que muchos piensen como la

peruanos con mucho éxito. Ella vivió años en Lima y,

esposa del embajador. O quizá jamás se den cuenta del «engaño», porque

ni bien regresó a su tierra, fue a comer a uno de esos

sólo probaron nuestros sabores en un rincón de Miami made in Peru. Les

restaurantes. ¿Qué te pareció?, le pregunté, relamién-

parecerá delicioso –quizá–, pero no es lo mismo ni es igual.

dome por dentro a la espera de una respuesta que in-

La comida peruana en parte debe su existencia a la variedad de pro-

fle aún más esa vanidad propia de un peruano por su

dutos e insumos producidos aquí. Aquí quiere decir en el Perú. Clase de

comida. «El peor lomo saltado que he comido en mi

geografía: la diversidad de climas y de suelos así lo permiten. ¿Dónde en-

vida –dijo ella–, para mí fue una estafa». Para mí fue

contrar un limón como el de Sullana, una papa como la de Andahuaylas,

una sorpresa: ¿Acaso la comida pe-

un camarón como el de Ocoña? Pa-

ruana no era un éxito afuera? «Pero

radoja: nuestra variedad –al ser úni-

ni reclamar –continuó– porque mis

ca– es también nuestro problema. La

paisanos realmente estaban feli-

agroindustria –disculpen el tecnisis-

ces. Claro, ellos no han vivido en el

mo– no se ha desarrollado a la misma

Perú y yo sí; por lo tanto, sé lo que

velocidad que la fama de la mesa na-

es bueno». Sólo en el Perú se come

cional. Exportamos espárragos y nos

peruano, sería el pie de página de su

creemos merecedores de una medalla

respuesta. Y yo, que soy dueño de

olímpica. Está bien, pero las exigen-

un restaurante de comida peruana,

cias son mayores. Hay que producir

en Lima, todas las noches duermo

más, industrializar, exportar; o la co-

pensando en cómo hacer para que la

mida peruana –las salsas, las pastas,

cocina de mi país llegue, con sus sa-

los ajíes, etcétera– jamás será tan pe-

bores intactos, a conquistar el mun-

ruana en el exilio.

do. Eso es lo que se quiere.

etiqueta negra

una receta de

No es una idea trasnochada –no

Siempre han abierto restauran-

debería serlo– comprar en un super-

tes peruanos en distintos países. El

mercado inglés una salsa de rocoto.

paladar nacional suele ser nostálgi-

Algún día. Y ese día, abrir un restau-

co y esos restaurantes han buscado

rante peruano de alta calidad, fuera

aplacar, básicamente, las añoranzas

del Perú, ya no tendrá un sabor dis-

estomacales de las colonias perua-

tinto. Así empezará la conquista. Del

nas. Se improvisaba un poco, se

supermercado a la mesa, pasando por

adaptaba otro tanto, y listo: todos

la cocina. Brasil exporta futbolistas y

felices; o mejor: todos satisfechos. Hoy, sin embargo,

el Perú, cocineros: aventureros del paladar, ellos también productos perua-

la comida peruana se ha ganado, a pasos agigantados,

nos en sí mismos, capaces de mejorar incluso lo que no nos pertenece. Una

un estatus de primer nivel –o eso queremos pensar–,

pizca de soberbia: dicen que en el Cuzco se come la mejor pizza italiana; en

y la improvisación o la adaptación ya no tienen tanto

Lima, la mejor comida china y japonesa; que hay una cadena de hambur-

espacio en esta nueva categoría de «cocina mundial».

guesas que prepara las mejores hamburguesas del mundo; que existe un

Italia tiene sus pastas, y éstas saben igual en cualquier

lugar –aquí– donde se come el mejor taco mexicano. Quizá sea verdad. La

lugar del planeta. México, sus chiles y su maíz. ¿Es po-

mano de obra es sabia y la cocina tan antigua como las recetas de nuestras

sible que sólo en el Perú se prueben los sabores perua-

abuelas, hacia atrás. Conquistar el mundo con los sabores del país no sólo

nos? ¿Sabe igual el cebiche de Lima preparado en Bo-

implica exportar el cebiche o el ají de gallina, sino llevar en las maletas la

gotá? ¿La papa a la huancaína es menos huancaína en

imaginación y la experiencia de los chefs. El momento ha llegado.


Creadores de nuestro estilo

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32_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para ser protagonista del boom de la cocina peruana

3. Fusione todo.- La fusión le ha deparado éxitos a una multitud de chefs. No se

la más tenue luz de entendimiento no reconocería

requiere una profunda erudición culinaria para entresacar combinaciones alambica-

el óptimo momento que atraviesa la gastronomía peruana.

das. Sólo extrapole el principio primario del «algo saldrá» a su enésima potencia. Vea-

Ante el desplome sistemático de cualquier otra representa-

mos el nunca bien ponderado caso del concolón, esa sabrosa costra de arroz refrito,

ción –deportiva, política, intelectual– lo comestible se yer-

consustancial a la culinaria peruana. A partir de ella podrían desarrollarse las siguien-

gue en viga maestra de acervo e identidad. Y en perentoria

tes variantes de proyección internacional: concomaki (fusión japonesa), concocrèpe

oportunidad de negocio, cómo no. Usted, que siempre supo

(fusión francesa), concolini (fusión italiana) y MacConco (su versión chatarra). No lo

hacer una que otra tontería en la cocina, también puede ser

piense más.

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He aquí el cómo.

F E B R E R O

fritz berger ch.

ólo una persona privada del sentido del gusto y de

un chef famoso y bendecido por la gula ajena.

etiqueta negra

un consejo de

4. Marketing a la carta.- La fórmula gastro-verbal de ponerle nombres estrámboticos a la comida, así su simpleza sea mayúscula (llamar Germen de embrión

1. Invéntese una personali-

aviar amparado en finos granos ovales ri-

dad.- Es hora de descartar el trajinado

cos en almidón al elemental huevo frito con

cliché del chef gordo y rosado, estándar

arroz), necesita urgente aggiornamiento.

previsible y démodé. Ser original en este

Aplique la doctrina minimalista: menos es

campo no es fácil. Con la popularización

más. También ligue la farándula al proceso

del oficio han sido cubiertas todas las po-

digestivo, aprovechando que ambos asuntos

sibilidades gratas al oxímoron: El aven-

tienen destinos similares. Imagine el éxito de

turero sedentario, El desgreñado vip,

una carta de nombres tales como: Cabeza de

El metrosexual viril. El reto es construir

pulpo al modo de Britney Spears antes del

una leyenda. Una combinación infalible,

tercer internamiento.

dada la imperante estética del guerrero

5. Comer como en casa.- La ubicui-

herido, sería reunir una serie de leves

dad del delivery ha trastocado la experiencia

minusvalías: un sutil seseo, una media

de salir a comer. ¿Para qué asearse y cambiar-

cojera, y un parche en el ojo. Esto habría

se para enfrentar a la opinión pública, cuando

de estar refrendado en un anecdotario

una simple llamada telefónica permite que un

culinario semiverosímil: usted perdió

desconocido al que se le puede abrir la puerta

el globo ocular al cocinar el legendario

en calzoncillos lleve las viadas hasta el propio

plato mongol Conejo hervido vivo a la

hogar? No hay razones para salir de casa. El

fuerza con una sola mano.

chef moderno y atento a este sentir opta por

2. Apodérese de un canal me-

lo que hubiera hecho Mahoma respecto a la

diático.- El chef sin una sólida presen-

montaña. El salón principal de su restaurante

cia en la opinión pública no existe. La

estará reservado para clientes en sudaderas

TV, un espacio tomado por el gremio,

y/o pijamas. Ello no impide acondicionar en

no tiene lugar para otro guisandero aspaventoso. Pero que-

el local una pequeña sección, junto a la de fumadores, para quienes tienen el mal gusto

da un medio subestimado en su influencia subliminal: la

de salir a comer formalmente ataviados. Como si a alguien le importase.

radio. Para apropiarse de ella, ofrezca una materia prima

6. Apueste por la sinrazón.- La cocina contemporánea no tiene que ser obliga-

original. Estructure una banda sonora que acompañe su cu-

toriamente sabrosa. La novelería del exotismo en boga permite que los sabores de hoy

linaria. Tosa mientras bate un huevo. Estornude al espolvo-

sean, más que deliciosos, diferentes. Atrévase a experimentar más allá de los límites

rear harina. Haga del reverberante sonido de una fritura en

del sentido común (y la salubridad pública). ¿Cuánto más habrá que esperar para que

aceite –mientras usted se aclara la garganta– un sonido que

un audaz chef peruano pueda servir, sin que le tiemble la mano, unas Finísimas ho-

lo identifique tanto o más que su voz. Bastará esa moderada

juelas de párpado de vaca untadas con paté de trasero de cuy sobre una gelatina de

carraspera entre el ruido del fuego y la sartén para que el

vejiga de tilapia acaramelada? Mi paladar espera.

oyente sepa que es usted quien cocina.

Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe


32_ 33

lomo saltado_ juan bonilla (españa). tacu tacu_ ricardo cayuela gally (méxico). chupe de camarones_ vivian jiménez (cuba). pisco sour_ juan pablo sutherland (chile). sudado de cangrejo_ leonardo haberkorn (uruguay). plastilinas_ maría lucía zevallos c.


34_ DOSSIER

Un lomo saltado hace un poema Al menos ése que un escritor del Perú sirvió en España

un texto del español

juan bonilla

Me bajé de Google esto: Ingredientes

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1/2 kilo de carne de res. Sal, pimienta y comino a gusto. 1 cucharita de pimentón. 1/2 cucharita de orégano. 2 cebollas cortadas a la pluma. 2 dientes de ajo picaditos. 1 ají verde cortado en tiras finas. 2 cucharadas de vinagre tinto o blanco. 2 tomates cortados en cuñas. 1 cucharada de perejil picadito. 1/2 kilo de papas cortadas en bastones. Aceite en la cantidad necesaria.

upuse que si las recetas eran como los poemas, y que no depende de la voz del que los lea para que resulten una cosa u otra, bastaría con poner un poco de atención para obtener un resultado que, si no fuese memorable, me curara al menos un poco de la nostalgia peruana que de vez en cuando se me inyecta al recordar el Lomo Saltado –que ése es el título del poema–. Y lo peor de todo es que esa nostalgia ni siquiera empecé a padecerla en el Perú, sino en Barcelona, un mediodía en que el escritor Toño Angulo me dijo: vas a probar uno de los platos típicos peruanos. Le salió una obra maestra,

porque él es de los que consiguen darle vida a los poemas/recetas cuando los leen. Yo no: a lo mucho cocino en susurros. Cuando acabé con el plato de lomo saltado al que me convidó ese amigo, y dado que en pocas semanas yo estaría deambulando por Lima y Cuzco, le dije: tengo una misión peruana, encontrar a alguien que haga el lomo saltado mejor que tú. En Lima me invitaron varias veces, en varios restaurantes, amigos espléndidos que añoro a menudo porque, a qué engañarse, a uno no lo tratan en todas partes como si fuera a morirse en poco rato. Me pasearon por locales tradicionales –ah, una cantina limeña con fotografías de equipos de fútbol antiguos, y un establecimiento asiático donde el amarillo de la Inca Kola parecía una bandera extraña plantada en un planeta inalcanzable– y nada, no logré dar con el lomo saltado que superara al de Toño. También es verdad que, dado que no soy un exquisito, me suelo conformar con poca cosa: soy primitivo en esto, me temo; a la comida le pido que me quite el hambre, con lo que sólo empiezo a gozar de verdad en el postre, que no suelo tomar. De todas maneras, entre el cebiche y el lomo saltado, siempre me fue mejor con el último, no lo suficiente como para que piense que le voy a poner el nombre del plato a un hijo, ni nada de eso, pero no me quejo. Tenía que seguir buscando un lomo saltado mejor que el de Toño Angulo. Alguien me dijo que sería imposible, no porque el lomo saltado barcelonés fuera mejor que los demás, sino por el peso que tenía en mi decisión el hecho de que fuera el primero que probé. Ya saben lo que dicen de las primeras experiencias: que son inolvidables. Pero eso no es más que un


34_ 35

Lo que me gusta del lomo saltado, plato peruano-oriental, es que es una de esas comidas que uno se imagina que pediría si estuviese en el corredor de la muerte y le llegara la hora y el alcaide le dijera: Pide tu última cena. Lomo saltado, una cosa completa y potente para entrar en la nada que de todas maneras nos está esperando

tópico banal: de hecho, si me paro a pensar en mis primeras veces, fueron todas bastante mediocres: la primera vez que fui al fútbol, la primera vez que me tiré en paracaídas, la primera vez que me zambullí en otro cuerpo. Todas fueron superadas con estremecida facilidad. ¿Pasaría igual con el lomo saltado? Luego las cosas se torcieron, ciertamente: me dejaron tirado en la fortaleza inca de Ollantaytambo, pero me las supe arreglar. Entré en una tasca, pedí lomo saltado, me lo sirvieron, y me sentí menos desamparado. Sobre todo porque ahí al lado había una señora rodeada de gritonas ratitas cuyo nombre no he recordado: me temí que una de ellas hubiera prestado su carne para mi plato, pero me aseguraron que no. Luego coroné el cerro Huayna Picchu y encendí un cigarrillo allá arriba, aunque me dijeron que hacía mal, y al bajar al pueblo de

Aguas Calientes me zambullí en otro lomo saltado que debía llevar una etiqueta que no vi en la que se leía: sólo para turistas. Estas cosas nos han pasado a todos. Desde entonces he hecho el lomo saltado unas cuantas veces, le he pedido a mi novia que lo haga, le he pasado la receta a mi padre para que pruebe. Y aunque estoy contento con el hecho de que el resultado haya ido mejorando paulatinamente, estoy muy lejos aún de poder invitar a ningún peruano a que lo pruebe. La verdad es que no soy muy gastrónomo y la mayor parte de las veces la paso bien con un mero sándwich o con pasta italiana en alegre orgía con las verduras que tenga en el frigo. Lo que me gusta del plato peruano-oriental (también lo he leído en Google) es que es una de esas comidas que uno se imagina que pediría si estuviese en el corredor de la muerte y le llegara la hora y el alcaide le dijera: Pide tu última cena. Lomo saltado, una cosa completa y potente para entrar en la nada que de todas maneras nos está esperando. Lomo saltado, le diría al alcaide, y mandaría que trajesen a Toño Angulo a que me lo cocinase.


36_ DOSSIER

Contra el tacu tacu no hay defensa México y el Perú en un combate boca a boca

un texto del mexicano

etiqueta negra

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ricardo cayuela gally

1. La platillomaquia En Madrid participé de una tertulia gastronómica –con un peruano, un español y un chileno– dedicada a comer una vez al mes en un restaurante de comida típica de cada uno de nuestros países. Nos unía un paradójico nacionalismo de fogón. El caso chileno murió de aburrimiento a la segunda salida, por culpa de una tradición que osa llamar «ensalada nacional» a una mezcla de cebolla y tomate, que en México llamamos jitomate. El caso español se volvió absurdo, dada la sede y nuestro exiguo presupuesto para la cocina de autor, así que pronto todo derivó en un mano a mano peruano-mexicano. A eso le llamo yo aprovechar mis años en Europa. Antes del combate me paseaba fanfarronamente, con la seguridad de ser un peso pesado invicto, un mito de la cocina mundial, con los guantes reforzados de manteca de cerdo, la sonrisa alba del maíz y el sentido de alerta que sólo da el picante, dispuesto a cantar victoria en el primer asalto. Los oropeles de la cocina mexicana inundan los despachos de la Unesco, convencidos de que ahora sí la declararán un bien intangible de la humanidad giratoria. Somos el edén culinario de América, una potencia del sabor. Como México no hay dos.

En el primer asalto planeé un ataque demoledor, directo al colesterol, con base en una varieté de antojitos mexicanos de una fonda de Malasaña: sopes de pollo, quesadillas de flor de calabaza, gorditas de chicharrón, huaraches de costilla. Para mi sorpresa, el peruano esbozó una sonrisa resistente y contraatacó con una audaz visita a una cebichería de Correo Mayor: ligeros e inusitados, los cebiches peruanos son irresistibles. Con la leche de tigre1 perdí piso y quedé tocado con la feliz mezcla de marisco y maíz peruano (choclo), zarandaja y pescado blanco. La pelea apenas empezaba y Perú me estaba dando una sabrosa tunda. No haré el resumen completo de nuestra particular batracomiomaquia. Tan sólo diré que la joya de la corona mexicana, la cocina yucateca (raíz maya, mano española y toque pirata), logró tirar al suelo a mi contrincante merced a una impecable cochinita pibil de Las Mañanitas en Fuencarral. Inverosímilmente no necesitó esperar el conteo de diez para dejarme en las cuerdas con una buena dosis de comida chino-peruana (chifa) del extrarradio madrileño. «Toma un jab de ají de gallina», gritaba desquiciado en El Inti de Oro en Huertas ante mi recto, a la mandíbula, de mole poblano de La Panza es Primero en Chueca. Entre asalto y asalto, sentado en la esquina y asistido por un AlkaSeltzer, tan sólo tenía miedo de una cosa: de que recurriera al terrible

1. La leche de tigre es la esencia del cebiche: el jugo en el que se cocinan todos los sabores [nota del editor].


36_ 37

El tacu tacu nace de la imperiosa necesidad de recalentar los frijoles y el arroz. La peculiaridad del plato es que hace de esa necesidad una refinada virtud. Como toda cocina que se respete, los problemas son puertas para soluciones que se vuelven tradición. Y los peruanos son verdaderos aprendices de brujo

«tacu tacu», platillo de fonética intimidante y cuyo aroma inundaba todos los restaurantes peruanos que visitamos. En un round memorable, parapetado tras un chupe de camarón de entrada y una papa rellena de segundo de La Gorda del Barrio en Pilar, logró esquivar con donaire mi gancho al hígado de una sesión de carnitas de la taquería del Alamillo, en la plaza homónima en el Madrid de los Austrias. Su estilo era el del típico bebedor de pisco, de rápidos movimientos de pies y tórridas confesiones. Él mío, el balbuciente tequila de agave azul. El veredicto de los jueces fue ocho kilos de más, de los que culpo sin culpa a mi matrimonio, a una cofradía de amigos que ha logrado vencer al oceánico Atlántico y a una secreta pasión: la milenaria cocina peruana, hasta hace un parpadeo el secreto mejor guardado de la Tierra y hoy en día una realidad ascendente en el escalafón mundial. Una certeza: frente al tacu tacu no hay defensa.

2. El arma secreta Como en la arquitectura funcionalista o la música militar, en la cocina tradicional existe una amplia variedad de platillos que nacen de solucionar un problema concreto. Es el caso de las ollas podridas europeas y la pregunta de qué hacer con las sobras de la semana, caso análogo del cocido español e incluso de la aparentemente sofisticada paella. El tacu tacu no es la excepción: nace de la imperiosa necesidad de recalentar los frijoles y el arroz, plato de marcada influencia negra y que recorre toda la geografía americana bajo el nombre, políticamente incorrecto, de moros y cristianos. La peculiaridad del tacu tacu es que hace de esta necesidad una refinada virtud. Como toda cocina que se respete, los problemas son puertas para soluciones que se vuelven tradición. Y los peruanos son verdaderos aprendices de brujo. Un sofrito de cebolla y ají, frijoles fritos con la forma de una delicada tortilla y una capa de arroz son tan sólo la base de un platillo que acepta toda clase de añadidos: enrollado de cerdo, picante de mariscos, bistec encebollado... variaciones instrumentales para una sola melodía: tacu-tacutacu-tacu-tacu-tacu, que reitero como un mantra en las tardes frías y melancólicas del Altiplano mexicano.


38_ DOSSIER

Chupe de camarones para la memoria Dentro y fuera de un país lleno de colores llamado Perú

un texto de la cubana

vivian jiménez

etiqueta negra

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D

escubrí la comida peruana antes de visitar el Perú. Fue una de esas coincidencias nostálgicas que suceden cuando una está lejos de su tierra. En mi caso, lejos de La Habana. Entonces era una extranjera en Caracas y allí conocí a un limeño que hacía lo que todos los extranjeros suelen hacer: extrañar su país. Su lugar preferido, al cabo de un tiempo de lejanía, era un restaurante peruano. Para mi sorpresa, cuando hablábamos del Perú, Machu Picchu era un tema secundario. De lo que realmente hablábamos era de la comida peruana. Mi amigo limeño aseguraba que la verdadera esencia del Perú está en sus platos. Le escuché pronunciar una variedad de nombres que jamás hubiese asociado con la gastronomía, pero que lograron atraerme y prometí conocerlos más adelante. Mi amigo nunca dejó de advertirme que difícilmente encontraría el sabor auténtico que él añoraba fuera del Perú, pero que al menos se lograban buenas aproximaciones. Para mí, que vengo de un país donde la tradición culinaria se ha perdido como tantas otras, resultaba curioso que la comida fuese motivo de emoción y orgullo, que alguien la convirtiera en el centro de su nostalgia.

En nuestro primer almuerzo en un restaurante peruano me sugirió qué comer, y a los pocos minutos tenía frente a mí un enorme tazón con sopa. Recuerdo que introducía mi cuchara y ésta salía cargada de sorpresas. Mi amigo me habló del arroz, del queso, del huevo, de la papa amarilla, de las arvejas, del choclo, del camarón, del ají amarillo y del panca, de la cebolla, de la zanahoria; me habló de especias como la hierbabuena, el orégano, la pimienta, el comino, el huacatay y más ingrentes de los que yo no tenía noticia. Mientras degustaba la misteriosa sopa y ante cada bocado, mi amigo identificaba los detalles. Más que un almuerzo parecía una iniciación. Cuando terminé de almorzar sentí que había logrado conocer todos los componentes de la comida peruana: un mundo en un plato de comida, o la vida en un chupe de camarones. Algo así. Volví a ver a mi amigo unos meses después de llegar a Lima, cuando ya había probado –en compañía de otros extranjeros– la diversidad de su cocina. Siempre pedía un chupe de camarones, como una fundamentalista buscando eternizar un primer recuerdo. «Un plato que no se puede entender, pero del que es imposible separarse», fue una idea que deduje de George, un neoyorquino que intentó expresarse en español al probar el chupe. George vino a Lima y a su regreso, en su equipaje, además de cerámicas y abrigos de alpaca, guardó la receta del chupe de camarones y algunos de sus ingredientes. Se iba convencido, lo sé, de que la verdadera maravilla del Perú estaba agazapada en su gastronomía.


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Mi amigo limeño me habló del arroz, del queso, del huevo, de la papa, de las arvejas, del choclo, del camarón, de los ajíes y de las especias. Más que un almuerzo parecía una iniciación. Cuando terminé sentí que ya conocía todos los componentes de la comida peruana: un mundo en un plato de comida, o la vida en un chupe de camarones

Un día acordé almorzar con mi amigo limeño, esta vez en un restaurante de su propia ciudad, y sin haber perdido el hábito de ser puntual llegué primero. Durante el tiempo que le esperé aparecieron algunas familias: los solitarios con cara de no querer cocinar en casa, hasta un bebé que se iniciaba en la costumbre de tomar en su tetero, en lugar de leche, chicha de maíz morado. En pocas mesas faltaban las grandes botellas de bebidas, la muy amarilla y burbujeante Inca Kola o la cerveza, siempre enormes, generalmente heladas. Recuerdo a dos enamorados compartiendo, en una esquina, un dulce morado y espeso llamado mazamorra. George, el neoyorquino, decía que el Perú era un país hecho para niños: lleno de colores. Desde sus edificios hasta sus comidas. Finalmente llegó mi amigo y nos atendieron. Después de escuchar la palabra mágica de la mesera –«servido»– y de ver humear delante nuestro las sopas, le enumeré la variedad de alimentos que había probado en lo que iba de mi experiencia peruana y lo fabuloso que eran. Nombres que aquella vez, en

Caracas, él se emocionó al describirlos. Sin embargo, acostumbrado de nuevo a Lima, ninguno de mis descubrimientos lograron sacarle más que una sonrisa. A muchos se les olvida el valor de las cosas cuando las tienen. Algunos comensales se deleitaban frente a las conchas negras, otros se arriesgaban con el picante rocoto y la huancaína. En la mesa más cercana compartían una suave causa rellena, que es un plato de comida a base de papa. Había quienes pronunciaban un discreto quechua mientras revisaban el menú. Así es el peruano: reproduce su vida en medio de la gastronomía. En el Perú, sentarse a una mesa no resulta un acto insignificante sino seductor. Mi amigo, de vuelta en su monotonía, parecía olvidarlo. A punto de terminar mi sopa me llegó un mensaje al celular. Así son las coincidencias: era George. El neoyorquino anunciaba entre signos de admiración que pronto estaría de vuelta. La única frase que logró escribir en español se la mostré a mi amigo peruano: «querer chupar», decía. Enseguida supe traducirlo porque entendía lo emocionante que era para George volver a Perú, sentarse a una mesa y deleitarse con un buen chupe. Querer chupar: añorar el chupe de camarones. La frase sirvió para devolverle la memoria a mi querido amigo de Lima.


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Pisco sour peruano en la noche chilena Un brindis por el repertorio chovinista de ambos países

un texto del chileno

juan pablo sutherland

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l Perú invade Chile. Cerca del centro histórico de Santiago hay una zona llamada la Lima chica, y más parece una trinchera comercial. Se reconoce por la masiva concentración de peruanos haciendo vida social, vendiendo sus comidas típicas y disfrutando del encuentro diario. La Lima chica se encuentra en medio de la zona del casco viejo de la ciudad, entre la Plaza de Armas y el barrio Mapocho. Vivo cerca de allí y, habitualmente, cuando el excesivo trabajo me expulsa a las calles, aterrizo en algún restaurante peruano de los varios que han plagado ese lugar. Soy una víctima de esa avanzada culinaria. La Lima chica es ya parte del imaginario céntrico de Santiago: le ha dado al paisaje de la capital más diversidad, más colores y sabores de los usualmente reconocidos por la austeridad chilena y por el frágil éxito económico que vive el país. Una juerga en ese barrio fue la entrada para reconocer mi excesiva adicción por el pisco sour peruano. Reconocimiento que me deja casi al borde del ideario patriótico, según algunos paisanos tan entusiastas en defender una cierta idea de lo chileno: lo chileno (el pisco sour nuestro, por ejemplo) siempre será mejor que lo peruano. Al menos eso se dice.

En una de las decenas de salidas con un par de amigos, integrantes informales de la ciudad letrada gay de Santiago y continuando el carnaval de una noche cualquiera, recibimos una polémica pregunta. ¿Cuál pisco sour es el mejor, el de los peruanos o el nuestro? La cuestión, que forma parte del repertorio chovinista en ambos lados de la frontera, me dejó pensando en medio de la hilera de copas de ese ponche de color coralino que llegaba a nuestra mesa, entre chicharrones de calamar, papas a la huancaína y aderezos propios de la típica cocina del Perú. Respondí, entusiasmado ya con el sabor amable, refrescante y peculiar del líquido en mi cuerpo, que el pisco sour me mata; el sour peruano, quiero decir, pues me deja en un territorio nuevo del paladar, me lleva lejos, inaugura habitualmente mis deseos íntimos por seguir bebiendo hasta el punto dionisiaco de la noche. Héctor, un amigo sentado a un costado de la mesa, contestó insolente y desafiando la noche, sacerdotisa inca mirando hacia el cielo, y convocando los ritmos populares de una canción de la gran cantante de vals peruana Lucha Reyes: ¡Qué importa, qué importa! Así comenzó esa noche en la Lima chica, buscando el mejor recuerdo, cantando alguno de esos repertorios populares que tanto enloquecen al gusto masivo. En medio de ese carnaval de memorias y la decena de piscos sours que seguían llegando, Daniel, otro amigo presente y conocido popularmente como La ciega que ve, empezó a dar saltos del otro lado de la mesa, pues no había logrado distinguir una verdura, un diminuto rocoto, escondido en uno de los platos. Fue tal el escándalo provocado por sus ataques que pensamos que se nos


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En un restaurante peruano, en Chile, alguien hizo la pregunta: ¿Cuál pisco sour es el mejor, el de los peruanos o el nuestro? Respondí, entusiasmado con el sabor refrescante del líquido en mi cuerpo, que el pisco sour peruano me mata, pues me deja en un territorio nuevo del paladar y me lleva lejos, hasta el punto dionisiaco de la noche. Un amigo, contestó convocando los ritmos de la gran cantante peruana Lucha Reyes: «¡Qué importa, qué importa!»

moría en medio de la risa de malvadas amigas y de otros desconcertados garzones peruanos que no entendían la escena. Una vez que se tranquilizó del ataque, comenzó a gritar como una dragona milenaria, insultando a medio mundo, vociferando que nadie le había advertido de esa pequeña verdurita en el plato, que ese ají era más fuerte que el conocido ají chileno «cacho del diablo». En medio de esa revuelta por el rocoto, el amigo de la pregunta anterior volvió al ruedo: ¿Qué ají es más picante –dijo esta vez tratando de trasladar el recelo político que existe entre ambos países al dulce terreno de la gastronomía–, el cacho de diablo chileno o el rocoto peruano? Los cuatro que participábamos de esa juerga intercultural, nos clavamos en una carcajada eterna que salió volando de la mesa. Héctor respondió otra vez: ¡Qué importa! Si lo que de verdad importaba era continuar investigando la noche. Él invitó a un alzamiento de copas mientras Daniel, La ciega que ve, ya respiraba con normalidad

y recibía un vaso de agua de un guapo garzón aceitunado. Héctor brindaba sin parar por la Nación popular, la extensa, la amplia, la que está alejada de mapas y revanchas. Cada uno respondía con otro brindis, con otra ocurrencia política, literaria o sexual, todos (todas) amigos delirantes merecidos y regalados por la vida militante, tribu urbana de la diferencia sexual que navega maravillándose de las batallas culturales, por las mismas razones que nos hace alejarnos de aquellas nociones racistas y nacionalistas, evidencia de una mirada que disfrutará el mejor pisco sour de la noche, de un día, de una juerga, chilenos ansiosos todos por el placer de vivir en la Lima chica como parte ya de nuestra biografía cultural. Días después, relajado y disfrutando de un nuevo pisco sour en el Ají Seco (donde preparan los mejores sours del centro de Santiago) escuché una conversación similar: ¿Qué pisco sour es mejor, el nuestro o el de ellos? ¿Pero quién volvía con la misma cantinela? En una esquina de la mesa, muy sonriente y sin sus lentes habituales, Daniel, La ciega que ve, el amigo que había sido víctima del rocoto feroz, ahora amenizaba su mesa con máxima concentración. La voz de Lucha Reyes comenzaba a encantar la nueva noche. Qué importa.


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Aplausos para el sudado de cangrejo Hay que cerciorarse primero de que el animal no esté vivo

un texto del uruguayo

leonardo haberkorn

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olvimos a Lima todavía impactados por la belleza de Machu Picchu, y también convencidos de que el Perú debía guardar más sorpresas dignas de unas vacaciones familiares. Por ejemplo, su tan promocionada comida. En el aeropuerto alquilamos un auto: junto a mi mujer y mi hija de seis años, iba a pasar otros doce días recorriendo la costa norte de ese país antes de retornar al Uruguay, a la rutina, a la parrilla. Ese día la hora de almuerzo nos sorprendió en Huacho, una ciudad a casi ciento cincuenta kilómetros al norte de Lima. Allí no parecía haber muchos lugares donde comer, y nos instalamos en un restaurante pequeño, acogedor y limpio (aunque no había jabón en el baño). Estaba a cien metros del mar, en lo que había sido una casa de familia. Nos sentamos en un patio agradable. En una pared, un cartelito decía: «Huacho, París y Londres». El mensaje parecía destinado a aliviarnos del primer sinsabor del viaje: media hora antes, un policía nos acusó de violar el límite de velocidad y, con la amenaza de secuestrar nuestros documentos para transformar nuestras vacaciones en un infierno, se quedó con cuarenta dólares de nuestra bolsa de viaje. «Huacho, París y Londres», leímos en ese restaurante y, de pronto, ya nos sentíamos mejor. Después de revisar el menú, nos aventuramos por dos platos que no recuerdo y otro que nunca olvidaremos: un sudado de cangrejo. Según los rudimentarios conocimientos de cocina peruana que había adquirido en las dos semanas

que llevaba en el país, un sudado era una especie de ensopado con carne hervida. Se lo expliqué a mi mujer, reticente a probar comidas extrañas. Además, pensamos, ¿qué tan agresiva podía ser una sopa? Cuando por fin llegó el plato, ella casi gritó y mi hija se quedó con la boca abierta. Aquello era una gran fuente de caldo con un enorme cangrejo anaranjado que nadaba en el medio, como un soldado que custodia su fortaleza. Había que mantener la calma. Después de todo, se trataba de un animal hermoso, de vivos colores y grandes pinzas que parecían querer atrapar las verduras a su alrededor. Lo primero que hicimos fue cerciorarnos de que no estuviera vivo. Estaba muerto. Hervido, sí. Pero entero. Superada la crisis inicial, teníamos que ver cómo se comía aquello. Para gente que proviene del Uruguay, como nosotros, la rutinaria gastronómica se basa en colocar trozos de carne de vaca sobre una parrilla, plancha u horno, y entonces aquel enorme crustáceo era un desafío de lo más exótico. Mi esposa se negaba siquiera a tocarlo, desconfiada de que de verdad estuviese muerto y cocido. Mi hija, ni hablar. Quedaba claro que, en mi calidad de jefe de hogar y comandante de la aventura, debía comerlo. Para ese entonces, los meseros del restaurante ya habían advertido nuestro desconcierto ante ese hijo ilustre de la gastronomía local. Lejos de mostrarse divertidos, nuestras risas e indecisiones parecían disgustarlos. Era como si de un modo u otro los estuviéramos ofendiendo por no saber cómo comer el cangrejo. Una mesera a la que consulté no se mostró mucho más simpática y tampoco nos dio indicaciones muy precisas. Al final, después de varios intentos, lo hice. La carne que encontré era bien sabrosa, pero escasa. Sin embargo, me quedó la sensación de que debajo de su coraza anaranjada aquel animal escondía más de lo que yo había podido descubrir. ¿Aca-


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¿Qué tan agresiva podía ser una sopa en el Perú?, nos preguntamos después de ordenar. Cuando el plato llegó, mi esposa casi gritó y mi hija se quedó con la boca abierta. Aquello era una gran fuente de caldo con un enorme cangrejo en el medio, como un soldado que custodia su fortaleza: un desafío de lo más exótico»

so me estaba comportando como un comensal burdo, alguien que no sabía disfrutar de las más sublimes delicias? ¿Qué estaba haciendo mal? No quise preguntar. En el restaurante ya nos miraban con incomodidad y no había manera de saber por qué. Días después, mientras escuchaba la radio, creí entender lo ocurrido. Un congresista proponía iniciar una «cruzada nacional» para que la selección de fútbol del Perú clasificara a la Copa Mundial. Se trataba de algo necesario, imprescindible –dijo ese político–, para levantar la autoestima de los peruanos. Y tal parece que eso, la autoestima, es un tema que les preocupa bastante. Quizá la gente del restaurante de Huacho necesitaba que aplaudiéramos el sudado de cangrejo. Nuestro desconcierto, en efecto, había afrentado su autoestima y maltratado sus expectativas. Los peruanos se enojan cuando uno les señala algún aspecto negativo de su país, por nimio que éste sea. ¿Por qué un país tan diverso, tan hermoso y con una historia tan rica dice tener problemas de autoestima? ¿Por qué sus ciudadanos confían en que sólo el fútbol salvará

su amor propio? Hace ya muchos años, la selección del Uruguay ganó dos mundiales de fútbol. A pesar de ser un país sin maravillas históricas, ni paisajes monumentales ni portentos culinarios, la autoestima subió a los cielos. Nos creíamos lo máximo –hasta se hablaba de la Suiza de América Latina– y, sin embargo, tiempo después el país se desbarrancó en todos los aspectos, el fútbol incluido. Hoy la autoestima sigue alta, pero todos quieren emigrar a España. Diez días después, ya no estábamos en Huacho, sino doscientos kilómetros al norte, en la playa Tortugas, ya de regreso de nuestro recorrido. Para entonces habíamos probado ingredientes como la yuca, la cancha, la chicha y los chicharrones, y nos habíamos enfrentado a comidas de nombres tan extraños como carapulcra, tacu tacu y king kong de manjar blanco. También vimos con horror cómo se devoraba el cuy (o conejillo de Indias), un animalito que en Uruguay vive feliz como mascota de los niños. Esta vez el restaurante estaba frente al mar. Íbamos a cenar. Una mesera nos sugirió el plato del día: cangrejo reventado. Mi hija, que estaba dibujando en una servilleta, soltó su lápiz y dijo muy seria: –¿Cangrejo? No te lo recomiendo. Estaba claro que, después de quince días de safari gastronómico, extrañábamos nuestra mesa.


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SI ODIAS A LOS TURISTAS QUIZÁ NO CONOCES EL CONTRATURISMO, EL EROTURISMO, EL DODECATURISMO, EL ALFATURISMO Y

LAS DESCABELLADAS FÓRMULAS PARA VIAJAR DEL PROFESOR JOËL HENRY Cada año unos ochocientos millones de personas toman un viaje de vacaciones. Todas ellas parecen buscar los mismos lugares superpoblados: playas exóticas, países antiguos, ciudades-mall. ¿Puede un hombre (y su Laboratorio de Turismo Experimental) lograr que el turismo deje de ser predecible y se vuelva casi un juego para niños?

una crónica de renée kantor fotografía de la autora


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ólo un inventor de juegos de mesa es capaz de bajar del tren –después de un viaje de seis horas– y contemplar la ciudad lluviosa y sombría a la que acaba de llegar como si ésta fuera un tablero que esconde un reto divertido. Para Joël Henry viajar es –y tiene que ser– un juego. Literalmente. Él, que también ha sido fotógrafo, educador social, librero de viejo y empleado en un canal de televisión, sólo ha logrado cierta celebridad gracias a su oficio más entretenido: es el creador del Laboratorio de Turismo Experimental. Ésta es una especie de fábrica intelectual donde se combinan la afición por los viajes y el culto a las experiencias insólitas. El resultado de esa alquimia es una serie de ideas para los que buscan pasar unas vacaciones descabelladas o para los que se han aburrido de hacer viajes convencionales. Para ellos, Henry ha inventado el eroturismo (usted y su pareja recorren por separado la misma ciudad hasta encontrarse), el contraturismo (viaje con una guía a la que jamás debe hacer caso), el viaje doble (visite sólo sitios cuyos nombres sean dos palabras iguales: Sing-Sing, Baden-Baden, BoraBora), el dodecaturismo (inspirado en la música dodecafónica, el número doce será su musa y, por ejemplo, iniciará un viaje alrededor del mundo con sólo doce dólares en el bolsillo), el returismo (usted se traslada muy lejos usando cualquier medio de transporte y luego retorna a pie) o el insider travel (déjese guiar sólo por las recomendaciones de la gente del lugar). Pero éstas son sólo algunas de las modalidades de viajar-jugar patentadas por Henry y que casi ciento cincuenta mil personas consultan cada año al comprar la Guía de turismo experimental que publica la editorial Lonely Planet. En inglés y en francés. Henry no está loco. Tampoco está sólo. Él es uno de los ideólogos de esa comunidad de turistas que empiezan a aburrirse del turismo tradicional: aquel de los viajes en grupo, cámara al cuello y postales familiares. De modo que esta fría mañana de enero, mientras

un río de pasajeros se desliza sobre el andén de la estación de Lyon, en el centro de Francia, una mirada alegre y perpleja distingue al inventor del turismo experimental. ¿Con cuál de sus disparatados esquemas pretenderá recorrer esta ciudad? Joël Henry es de aquellos cuyo aspecto suele encender curiosidad a su paso. Sus ojos son muy azules, lleva el pelo bastante desordenado y sus bigotes, tupidos como soguillas, lo asemejan a Asterix, aquel héroe de las historietas. El tren ha llegado con un retraso de cuarenta y cinco minutos, pero a Henry se lo nota de buen humor y sin huellas de cansancio. Todo en él es azul esta mañana: el suéter, la campera, los pantalones. Una cámara digital le cuelga del cuello y carga en la espalda una pequeña mochila gris; lo indispensable para un día de paseo. Lyon es la típica localidad a la que podría llegar cualquier turista que decide su viaje leyendo revistas o diarios: es la tercera ciudad más importante de Francia luego de París y Marsella, la capital gastronómica del país y Patrimonio Mundial de la Humanidad (léase, edificios de arquitectura romana y renacentista esparcidos por doquier). Medio millón de personas la visitan durante buena parte del año, salvo los días de invierno, como hoy, cuando Lyon está cubierta por un cielo plomizo, fuertes vendavales y frío glacial. El paisaje es lo opuesto a una imagen de promoción, aunque esto no le debe importar al cultor del Turismo Experimental. Ahora son las once de la mañana del 11 de enero y esta coincidencia podría ser un punto de partida perfecto para realizar el N-Travel: viajar dejándose guiar siempre por el mismo número. Son las reglas del juego. Y Henry, antes que nada, es un inventor de reglas. Pero ahora él, que ha llegado acompañado por su esposa, Maïa, prefiere tomar un café antes de plantear un recorrido. El Laboratorio de Turismo Experimental (Latourex) era uno de los millones de sitios de internet dedicados al turismo, hasta que en el 2004, catorce años después de su creación, Lonely Planet publicó una guía a partir de sus invenciones. Desde entonces, Henry ha sido entrevistado varias veces y algunas fotos suyas circulan en la red. Su esposa, Maïa, tiene el cabello gris, corto y espeso, y sus hombros anchos contrastan con unas manos finas que asoman bajo un voluminoso abrigo rojo. Ella es pintora en Estrasburgo, la ciudad donde ambos viven, y allí, en locales que alquila cuando puede, suele exponer sus cuadros. Dice que no le pone precio a sus pinturas, pues prefiere que la gente ofrezca lo que puede. «Es una manera


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de sentirme mas liviana –explica–, de liberarme para continuar creando». Ella ha sido la compañera de ruta de Henry durante veinte años y juntos han realizado al menos cuarenta excursiones. Pero ahora se disculpa por haber llegado a esta entrevista sin avisar, y esto dice mucho de la imagen de ambos, al menos de su imagen institucional: el protagonista es él. Afuera de la estación llueve a rachas y el viento helado sopla con una fuerza despiadada. Beber un café en la terraza de un bar donde Henry pueda encender su pipa, que es lo que quiere hacer ahora, parece una utopía. El tiempo no está para postales. Henry elige un café de nombre poco original, Glober Trotter, y despliega sobre una mesa el plano de Lyon con la misma seriedad con que un niño estudiaría un juego de Monopolio. En la terraza, algunas sillas de plástico levantan vuelo empujadas por el ventarrón. «Te propongo realizar el alfaturismo», me dice con sus bigotes rubios manchados por el café. Se trata de recorrer la ciudad trazando una raya que una la primera calle que comienza con la letra A y la última que comienza con la letra Z. El alfaturismo, para Henry, es una especie de cábala: lo hace en todas las ciudades que visita porque, dice, «es un método simple y una extracción aleatoria del lugar a visitar». No sorprende que utilice un vocabulario más propio de un químico que de un viajante: él define Latourex como «un organismo científico no gubernamental fundado en Estrasburgo en 1990, dedicado al estudio de los mecanismos fundamentales de la actividad humana conocida como turismo». Un lenguaje demasiado serio para tratarse de una fábrica de entretenimiento. Henry toma un crayón azul y traza una raya sobre el plano de la ciudad. La idea del paseo es no salirse de esa nueva línea cartesiana. Es decir, actuar como un soldado prusiano que, aunque camina hacia ninguna parte, siempre lo hace en línea recta. Maïa se despeja un corto mechón gris que le resbala sobre la frente, y se aplica con minuciosidad a subrayar en verde fosforescente la rue de l’Abbaye d’Ainay, en el barrio llamado Viejo Lyon. Será el punto de partida. Ninguna calle de la ciudad comienza con Z, así que la meta será la rue d’Ypres,

a unos seis kilómetros del principio. Henry deja de marcar el ritmo nervioso de sus dedos sobre la mesa y abandona el café seguido por su esposa. En la calle, el viento no está para juegos y su furia acrecienta la incertidumbre. La ruta podría atravesar uno de esos barrios donde los jóvenes desempleados suelen protestar quemando automóviles, o un cementerio donde una secta satánica sacrifica algún animal sobre una sepultura, o tal vez una autopista donde un hombre aplaca su angustia a doscientos kilómetros por hora. No importa. El turismo experimental es como el voto de castidad: aunque tengas ganas de abandonarlo todo, tienes que resistir.

Letra A. Andamos como peregrinos en fila india. Vamos en búsqueda de la calle Abbaye d’Ainay. El tranvía nos deja en el corazón de la ciudad. Elegantes edificios antiguos se alzan bajo el cielo gris y la lluvia cae mansa. Maïa va unos pasos adelante. Una magnífica construcción del siglo IX obliga al transeúnte a elevar la mirada hacia la amplitud del cielo. Se trata de l’Abbaye de Saint Martin d’Ainay, un convento benedictino, de estilo romano y puertas en forma de arco. Una cruz de ladrillos incrustada en lo alto del muro parece suspendida a un collar rojo y blanco en el que se alinean unas extrañas figuras talladas en la piedra, tal vez animales. Es el punto de partida del tour. En una pequeña plaza enfrente de la abadía, unas palomas se arremolinan alrededor de una niña que come un pedazo de pan. Todo es fotografiable. Más adelante un magnífico fresco ocupa toda una pared, y allí están pintados algunas celebridades de Lyon como el chef Paul Bocuse y el periodista Bernard Pivot, creador de un programa televisivo sobre literatura. Henry acaricia las puntas de su bigote como si fueran alas de mariposas, luego dice que en febrero de 1992 ensayó por primera vez el alfaturismo. El escenario era París y allí estaban veintiséis personas que habían llegado de diversas partes de Francia. Esa vez realizaron una caminata desde la rue de l’Abbaye hasta el bulevar de la Zone. «A algunas personas les pareció divertido vagar por lugares sin aparente interés, otros encontraron que esta iniciativa era aburrida y una pérdida de tiempo», dice Henry como un científico que se refiere a sus muestras de estudio: se ha resignado a que cierta gente no entienda que es posible perder el tiempo de manera útil. ¿De dónde le viene a Henry el espíritu nómade y juguetón? ¿De las ganas de irse a otra parte? ¿De inventarse otra vida? Cuando era niño, dice, sus padres parecían estar más dedicados a pelear entre sí que a jugar al lego con su hijo. Mientras tanto, él ya había aprendido a inventarse personajes para luego someterse junto a ellos a reglas estrictas. Su vida era él y ese otro yo «al que dejaba ganar bastante seguido», aclara ahora entre risas. Luego se


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frota el mentón mientras espera que el tráfico de una avenida se calme para cruzarla. Ya de adulto, cuenta, una de las cosas que más lo excitaba era «imaginar operaciones artísticas»; un poco al estilo comando. En los años ochenta él estudiaba fotografía y pintura en la Escuela de Arte Decorativo de Estrasburgo (aunque luego lo abandonó para ser educador social) y organizó una instalación artística junto con ochenta y seis personas: todos, en plena madrugada, transformaron las cabinas telefónicas de la ciudad en duchas, trampolines, toboganes o lo que se les ocurriera. «El problema –interviene su esposa Maïa– es que en esa ciudad son muy limpios. A las ocho de la mañana ya no había más nada». Pero en verdad Latourex comenzó una noche de 1990, cuando Henry y dos amigos –uno perio-

dista y el otro promotor cultural– se reunieron en un restaurante de nombre estimulante: Pourquoi pas? [¿Por qué no?]. Los tres eran grandes amantes del juego, sobre todo de aquellos de estrategia como Diplomacia, un divertimento de mesa que se desarrolla en la Europa de 1914, cuando las grandes potencias se disputaban el continente. El objetivo es conquistar Europa a través de alianzas y traiciones. Los participantes pueden llegar a destruir sus matrimonios y enfrentarse para siempre con sus amigos del alma. Pero en esa cena de pronto ellos estaban pensando en distintos modos de viajar. Henry, que ahora contempla una calle cubierta de edificios impersonales donde se agolpan oficinistas, cuenta que la primera propuesta fue concisa: invitar a quienes quisieran a pasar un fin de semana en Zúrich; todos tenían que llegar por separado. Por entonces él tenía un puesto en una feria de libros usados y allí distribuyó las invitaciones para aquella aventura. Las firmaba una organización llamada Latourex y el único objetivo era servir a la ciencia. Las reglas eran precisas: el interesado debía asumir


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Joël Henry es el creador de una guía para los que se han aburrido de los viajes convencionales. Allí están el eroturismo (recorra con su pareja, por separado, la misma ciudad hasta encontrarse), el returismo (usted se traslada muy lejos usando cualquier medio de transporte y luego retorna a pie), el dodecaturismo (de la vuelta al mundo con sólo doce dólares en el bolsillo) los gastos del viaje y las consecuencias de los ocasionales encuentros; también debía comprar veintiún ejemplares de la misma carta postal, enviar sólo una de ellas con un texto original y, al volver, distribuir las veinte restantes durante un «aperitivo-evaluación» que organizaría Latourex. Para los que recibían la convocatoria, aquellas normas debían parecerles propias de una cofradía misteriosa y no la manera que unos amigos habían hallado para divertirse. Henry camina por una calle empinada y estrecha que trepa hacia el Viejo Lyon, y entonces recuerda: «No sabíamos quiénes participarían de la experiencia. Era un suspenso total». Al final sólo viajaron siete personas y luego se encontraron en distintos momentos del fin de semana. De vuelta a Estrasburgo, dice, comprendieron que habían vivido una aventura extraña y muy tentadora. «Sobre todo nos dimos cuenta de que someternos a las reglas estrictas que nos habíamos fijado nos había dado un sentimiento de gran libertad», dice Henry chupando su pipa. Las vacaciones al sol, en la playa, en el campo, o en las grandes capitales parecían destinos caducos. Pero, de pronto, bajo la nueva óptica del juego, los lugares más triviales podían adquirir un atractivo inesperado. Por un momento deja de lloviznar, la neblina se levanta y una luz dorada resbala sobre la vitrina de una tienda dedicada a Guignol, una marioneta emblemática de Lyon, que representa a un canut, que es como se les llamaba los trabajadores de la seda. El recorrido continúa por un barrio pintoresco y muy turístico: el Viejo Lyon. En sus calles de árboles desnudos hay una interminable hilera de comercios-paraísos para glotones y gourmets:

queserías, bombonerías, bodegas, restaurantes. También asoman ventas de juguetes de madera y souvenirs. El murmullo de idiomas que se mezclan, el incesante ir y venir de los viajeros, las tiendas que parecen salidas de un cuento de Dickens le confieren al paisaje una sensación de irrealidad. El trayecto sigue en paralelo por la plaza de Bellecour, la plaza peatonal más grande del mundo, pero no habrá manera de caminar por allí: está fuera de la ruta del alfaturismo. ¿Pero se puede ceder a la tentación de salir del recorrido? ¿Hasta dónde acatar las reglas del turismo experimental? ¿Acaso el verdadero objetivo no es conocer sino obedecer? Para Joël Henry y Maïa –que en este instante parece una máquina de rigor– las dudas no son un problema. «No tenemos el sentimiento de perdernos cosas», dice ella. La idea es habitar por unas horas la burbuja del juego y repetirse, como el Tao, donde lo importante es el camino. El azar. Esta tarde el alfaturismo continúa a través de uno de los muchos pasadizos construidos durante la Edad Media. Los traboules son invisibles desde la calle y, durante la llamada Resistencia, permitían a los habitantes recorrer parte de su ciudad por debajo del asfalto y así mantenerse a salvo de los alemanes. Cruzamos el río Saona, a través de uno de sus puentes, hasta llegar al funicular que nos lleva, por un pasaje subterráneo que funciona como un túnel del tiempo, a la Colina de Fourvière, una de las dos que unen la ciudad. La corriente sopla muy fuerte. Son las dos y media de la tarde y Henry propone comer. Baguettes, rodajas de jamón y queso sobre un banco a sólo unos metros de la basílica de Notre Dame de Fourvière y frente a una suntuosa vista panorámica de la ciudad. Si en vez del alfaturismo estuviéramos embarcados en el counter travel, otra de las rutinas inventadas por Henry, ahora mismo él debería extraer su cámara fotográfica para capturar una imagen no del panorama o del monumento sino de lo que se encuentra en el lado opuesto. Maïa coge su sándwich con fuerza, como si tratara de ponerlo a salvo del viento fuerte que sopla, y dice que un año visitó cuarenta y tres países sin salir de su ciudad natal. Fue en 1998 cuando, junto con Henry, se embarcó en la llamada bibliodisea,



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una exploración para trotamundos hogareños. Se trata de comenzar a leer un libro de un autor del propio país, continuar con otro de un país vecino y otro autor del país siguiente y así hasta realizar la vuelta al mundo desde el fondo de un sillón. Durante ese año, los únicos desplazamientos que realizó no fueron más largos que el trayecto que la conducía de su asiento a la biblioteca o librería más cercana. Joël Henry y su esposa suelen emprender juntos sus aventuras. Hasta las decisiones de la vida cotidiana para salvar al planeta ellos las ven bajo el prisma del entretenimiento. Desde el 2005 no comen carne de res, se calientan a fuego de leña, no tienen automóvil y se desplazan en bicicletas. «Es muy divertido –dice Henry–, como un nuevo juego». Ambos militan en el partido ecologista Verde. Él escribe guiones para el canal francoalemán

«Nuestra vida es una aventura –dice Henry, que realiza unas veinte experiencias cada año–. El juego es un modo de exploración de uno mismo. No es un trabajo, no es arte, es algo que está fuera de la idea de mejorar y ganar dinero. Hacemos un recorrido, y es importante para nosotros respetar este trayecto y al mismo tiempo no tiene ninguna importancia, y es eso lo interesante. Nada cambia. Es muy poético». Mientras sostiene un vaso de papel con la mano, se mueve lentamente hacia el lado del banco donde está su esposa. El ocio quizá deje de serlo cuando uno se transforma en un turista profesional. Henry prefiere someterse a ciertas reglas pero sólo como una coartada para librarse de la comodidad de la repetición: millones de personas yendo a los mismos lugares y construyéndose los mismos recuerdos.

El turismo experimental es una alternativa hiperactiva a las guías de viajes tradicionales –manadas de turistas en fila india–,

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Henry recorrerá Lyon siguiendo el alfaturismo: caminará desde la primera calle que comienza con A hasta la última que empiece con Z. La ruta podría atravesar un barrio donde jóvenes desempleados queman automóviles o un cementerio donde una secta satánica sacrifica un animal. No importa. En el turismo experimental, aunque tengas ganas de abandonarlo todo, tienes que resistir

TV5. Maïa es una maestra jubilada de sólo cincuenta y dos años, como su esposo, y ahora se dedica a las artes plásticas, crea unos cuadros de líneas asimétricas, como las figuras de un calidoscopio. De pronto, unos pájaros revolotean y le arrancan una sonrisa. Henry la acaricia con la mirada. Hay en ambos una irrebatible complicidad. Una forma de vida donde casi todo –los viajes, el amor, la comida, las relaciones sociales– es a la vez una exploración metódica y lúdica. La fuerza del viento nos obliga a refugiarnos en un espacio construido para los visitantes de la basílica. Es un salón de paredes desconchadas y vista panorámica de Lyon donde la pareja aprovecha para comer mandarinas. Desde lo alto, la ciudad se asemeja a una maqueta atravesada por los ríos Ródano y Saona, y las callejuelas del Viejo Lyon parecen las venas de un gigante.

pero no es la primera. El 14 de abril de 1921 los poetas André Breton, Tristan Tzara, Paul Éluard y otros colegas se encontraron frente a la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre para recorrer las calles de París. Su objetivo era «remediar la incompetencia de las guías y descubrir los lugares que no tienen ninguna razón de ser». Al menos eso decía el panfleto que publicitaba su caminata. Los paseos dadaístas eran simples visitas donde los caminantes podían no hacer nada o leer textos elegidos al azar o regalar objetos a los transeúntes. Una vez que llegaban a su destino, se tomaban una fotografía para dejar constancia de la excursión. El movimiento dadá surgió durante la Primera Guerra Mundial, cuando, en promedio, morían cinco mil hombres cada día; sus integrantes alentaban el culto al azar, al absurdo y a la liberación del inconsciente como una respuesta a lo terrible que se había vuelto la vida. Casi un siglo después, Maïa y Joël Henry son de cierta manera seguidores de esos sentimientos sociales. Teoría de la deriva, del filósofo Guy Debord, es acaso la Biblia de Henry. Allí se lee que el paseo sin marco definido y sin



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meta puede ser la contraofensiva a una vida parametrada. O sea, si por un lado está la rutina, por otro camino anda el entretenimiento. Estamos en un refugio al lado de la catedral Notre-Dame de Fourvière, y a través del ventanal que nos separa de la calle se ve a una mujer que se aferra a una baranda mientras el ventarrón eleva su pelo hacia el cielo. A Henry le fascina el azar y lo absurdo de la vida cotidiana. Una vez, cuenta él, una delegación de Latourex viajó hasta Marienbad, entonces una ciudad de Checoslovaquia. Era el 31 de diciembre de 1992, y la meta consistía en partir un año después; es decir, la jornada siguiente. Ese día, sin salir del lugar, el grupo amaneció en un país diferente al que había llegado, pues, por esas cosas de la democracia, Checoslovaquia se había dividido en dos Estados: República Checa y Eslovaquia. Cuatro años después, Henry organizó una de sus operaciones-comando contra el Front Nacional, un partido de la extrema derecha francesa. El acto se llamó Evacuación de Estrasburgo y consistía en promover que la gente huyera de esa ciudad, donde se realizaba un congreso de aquella agrupación, hacia Alemania. «Fue una manera de expresar que si alguna vez Le Pen [un líder de ideas xenófobas] llega al poder, no sólo los extranjeros deberán irse del país», dice Henry buscando la complicidad de su esposa. En ese modo de manifestar su rechazo al sistema, tanto el paisaje como el viajante y la realidad se convierten en una sola cosa. ¿Quién puede impedir un paseo? Para Henry la rebelión consiste en apelar a la insolencia, a la provocación, y estimular todo aquello que parece estéril. O sea, ser un turista dadaísta.

Letra Y. Maïa consulta el plano como si se tratara de un oráculo. Hemos salido del refugio a pesar del viento. A lo lejos, siguiendo el recorrido rectilíneo, asoma un boquete. Es un camino que parece hundido en la tierra, sórdido. ¿Conducirá al río Saona? Una mujer que pasea a su perro nos sonríe con una ternura piadosa y sugiere que demos media vuelta. Habla de jeringas de drogadictos esparcidas en los escalones, de caminos que

se bifurcan, de la posibilidad de quedar atrapados, perdidos en un no-lugar. La zona se parece a un atajo habitado por fantasmas. A pesar de las advertencias y de la mueca compasiva de la mujer, Henry decide seguir y, con su actitud, parece recordar una máxima de los oulipianos1: «Como ratas que deben construir ellas mismas el laberinto del cual se proponen salir». Los oulipianos son un movimiento literario francés que cree en la imposición de reglas lingüísticas arbitrarias. Georges Perec, uno de sus miembros, escribió su novela El sEcuEstro sin utilizar la letra E, vocal principal de la lengua francesa. Joël Henry, que reconoce aquella influencia, dice que carecer de trabas es la traba mayor. El turismo experimental es un turismo bajo coacción. Con paso cauto atravesamos una ciénaga usando un improvisado puente de tablas. Al otro lado hay un terreno verde en picada que, según un paseante, sirve como pista de esquí artificial. Sigue un sendero húmedo, de escalones desvencijados. Entre una zona de juegos abandonada y la escalinata hay un enorme charco donde chapotean algunos renacuajos. Las advertencias sobre la peligrosidad de este lugar resultaron falsas. Parece más un parque de diversiones en ruinas que el bajo fondo de una ciudad. Henry larga el humo de su pipa formando nubes, mientras su esposa castañetea los dientes a causa del frío. Nadie se queja. El río Saona es el principio del final. Un viaducto nos arroja en una zona llamada Croix Rousse, un barrio donde vivían los trabajadores de la seda y que ahora se ha convertido en el centro chic y bohemio de la ciudad. Desde una vereda se ven unas construcciones burguesas de edificios modernos, cercados, con guardias en sus entradas, seguidas por una hilera de casas de estilo más barroco. Las mujeres estacionan sus camionetas doble tracción en la puerta de una escuela, y parecen vestirse –todas– en la misma tienda e ir –todas– a la misma peluquería: cabello rubio, mocasines, fular e impermeable de prestigiosas marcas. A medida que se sube la colina, el lujo y la prosperidad dan paso a grafitis y edificios industriales y populares. Muchas mujeres portan velos sobre sus cabelleras; otras hacen equilibrio entre niños que las zarandean y el peso de las bolsas del supermercado; hay jóvenes, quizá desempleados, que pierden el tiempo ante inmuebles vetustos y vestidos –todos– con sudaderas, capuchas y zapatillas vistosas Nike. La línea recta del alfaturismo atraviesa dos clases sociales diferentes. Llegamos al destino, la rue d’Yvres, caminando al ras de un muro para esquivar los vehículos. Quien espere grandiosas reflexiones filosóficas de parte Henry y su esposa, al cabo de la caminata, podría sorprenderse de la sencillez de sus conclusiones: «Tenemos

1. De OuLiPo: Ouvroir de Literature Potentielle o Taller de Literatura Potencial [nota de la autora].



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la satisfacción de haber cumplido con nuestro objetivo y descubrir cosas que de otro modo no hubiéramos conocido», dice Maïa con laconismo. «Ver» era el objetivo de un grupo de poetas surrealistas que durante veinte días recorrieron a pie el centro de Francia. Los seguidores de Henry suelen ser más locuaces. Jan Hertoghs es un periodista de la revista belga Humo y ha cumplido varias

es posible verlos no como a una pareja de turistas o de viajantes, sino como a dos personas dedicadas a dar la vuelta al mundo alrededor de sí mismos. Lisboa, Heidelberg, Baden-Baden, Niza, Venecia. Joël Henry y su esposa eligieron esos lugares para experimentar el eroturismo: viajan por separado a la misma ciudad –sin teléfono móvil– e intentan encontrarse por todos los medios posibles. Después de veinticinco años de matrimonio, tres hijos y dos nietas, dice Henry,

El trayecto en Lyon sigue en paralelo por la plaza peatonal de Bellecour, la más grande del mundo, pero no habrá manera de caminar por allí: está fuera de la ruta del alfaturismo. ¿Pero se puede ceder a la tentación de salir del recorrido? ¿Hasta dónde acatar las reglas del turismo experimental? Para Henry, la idea es habitar por unas horas la burbuja del juego donde lo importante es el azar

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experiencias inspiradas en el libro de Henry. El turismo experimental –me dijo– es un turismo para «aventureros»; y luego añadió: «Hay que amar los lugares supuestamente aburridos y sin trazos de historia. Hay que ser excéntricos». Para Anne Pastor, una periodista francesa del programa radial Destinación Delirio, las ideas de Henry le han permitido desarrollar la imaginación y ha podido crear ella misma otras propuestas. «Una vez me paré en la ruta con un cartel que decía “Jardín del Edén” y terminé en un centro nudista –confiesa Pastor–. Fue muy divertido».

Después de tres horas de caminata, la languidez de la tarde es apropiada para un café en el primer lugar disponible. Éste ha sido un recorrido bastante tranquilo, pero ahora Joël y Maïa Henry recuerdan algo que les sucedió en Roma, una ciudad que visitaron bajo las estrictas reglas del alfaturismo: era 1991 y dieron con una muestra de Yoko Ono. Había muchos flashes, muchos fotógrafos y, de pronto, delante de sus ojos, la propia artista acompañada de su hijo Julian Lennon. Considerando la excitación con que cuentan este hecho, ha debido significar mucho para ellos. Y entonces

«conocemos un poco nuestros gustos». Él suele buscarla en galerías de arte, librerías e iglesias del Renacimiento. Como él es un sibarita, Maïa indaga en cafés y tabernas. Cada uno lleva una fotografía de su pareja y la van mostrando a los lugareños, quienes, sin saberlo, se vuelven partícipes inocentes de un juego amoroso. Dicen que también los ha marcado mucho el ceciturismo, un viaje basado en el arte del fotógrafo ciego Evgen Bavqar. La aventura duró veinticuatro horas. Henry cubrió sus ojos con una tela adhesiva y lentes negros, y salió de casa, en Estrasburgo, completamente ciego. Su esposa lo guió durante todo el trayecto hacia su destino: Luxemburgo, a setenta kilómetros. «Jamás vi la ciudad pero la viví a través de lo que me decía Maïa. Tenía una visión del lugar muy precisa y la guardé durante dos o tres años –explica Henry–. Recién el invierno pasado vi Luxemburgo con mis propios ojos y fue muy interesante. El inconveniente es que se trata de una experiencia absoluta: una vez que uno ve, el recuerdo se borra completamente». Las relaciones sociales de la pareja también están atravesadas por las reglas del juego. A veces organizan lo que denominan una cena simultánea y aleatoria. Después de una especie de sorteo, el participante puede terminar comiendo en la casa de alguien desconocido y rodeado por extraños. En su libro los juegos y los Hombres, el escritor Roger Caillois dice que el juego es una actividad 1) libre (no se está obligado a participar), 2) separada (limitada en el tiempo y el espacio), 3) incierta (no se conoce el resultado de antemano), 4) improductiva (no crea ni bienes ni riqueza), 5) reglamentada (sometida a convenciones) y 6) ficticia (la realidad es un elemento secundario). ¿Pero se puede vivir jugando? ¿Acaso esta




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pareja pasa sus días en la búsqueda empecinada de nuevos métodos y estrategias?

Antes de partir a casa, todavía hay tiempo para una última experiencia. Se trata de elegir al azar una calle y recorrer la ciudad en zigzag: la primera a la derecha, la segunda a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda hasta encontrarse con un obstáculo insalvable. Joël Henry lo llama turismo alternativo. Lo más provocador es que no se sabe cuánto tiempo durará el periplo. ¿Cinco minutos? ¿Dos horas? ¿El resto del día? Ahora el riesgo es que yo pierda el tren. Son las cuatro de la tarde y, si esto no acaba dentro de sólo cuatro horas, el juego se habrá convertido en una condena. La primera calle del nuevo recorrido se llama rue Commandant Fuzier, y queda a un paso de donde acabamos de beber un café. A los lados se alinean edificios de departamentos tristes y ennegrecidos por la humedad. Joël Henry se para en medio del tránsito, dándole la espalda a los automóviles, y toma una fotografía. Dice que lo repite en cada punto del recorrido y que luego arma una suerte de collage: una línea recta formada por calles distintas. De noche, advierte él, las diferencias serán probablemente más difíciles de remarcar. Las bocinas, los camiones, el crujido de las ruedas sobre el asfalto son más fuertes a medida que se aproxima el centro de la ciudad. Ni la velocidad de los vehículos, ni los pesados autobuses, ni los conductores exasperados golpeando sus bocinas de manera compulsiva desalientan a Henry. Las reglas del juego son las reglas del juego. Izquierda. Fotografía. Derecha. Otra fotografía. Un recorrido para autómatas. El tránsito se detiene junto al semáforo rojo. Henry dispara su cámara digital. Luego las máquinas se abalanzan adueñándose de la calle otra vez. Seguimos sin vacilar repitiendo el mismo trayecto en zigzag. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. Hay algo placentero y también turbador. El placer de dejarse llevar y, al mismo tiempo, no saber hacia dónde. Atravesamos un primer puente sobre el río Saona. Izquierda: un café cerrado. Derecha: un quiosco de revistas tapiza su única vitrina con las

primeras planas que anuncian el romance del presidente de Francia con una antigua modelo con aires de Mata Hari. El smog hiere los ojos. Izquierda: una hilera de edificios idénticos, monoblocks baratos y horribles. Sigue uno de los puentes que pende sobre el río Ródano. Derecha: Maïa detiene el tráfico de una avenida para que su esposo pueda tomar una nueva fotografía. El Viejo Lyon se aproxima. El andar es automático, liberador. Vagar como si el infinito existiera. Después de cruzar el río, Maïa dibuja líneas en el aire advirtiendo que la estación Lyon-Part Dieu está muy cerca. El trazado circular de la ciudad nos ha devuelto al punto de partida, aquél donde Henry, horas antes, sonreía como un niño ante un juego nuevo: la ciudad de Lyon. Son las siete de la noche. Para llegar a la estación, él se permite hacer una pequeña trampa y suspender este recorrido que aún no tiene un final a la vista. En menos de una hora debo tomar el tren.

En 1841 quinientas personas subieron a un tren y recorrieron los treinta kilómetros que separaban las ciudades de Leicester y Loughborough, en Inglaterra. Aquel fue el primer viaje organizado, el primer tour. Desde entonces el negocio se masificó, se volvió una industria. Sólo en el 2007 ochocientos millones de personas se dedicaron a recorrer el mundo, y para comprender este movimiento habría que imaginar una mancha de hormigas apoderándose de un globo terráqueo. Durante ese mismo año doscientos millones de personas también huyeron de sus países en busca de dinero; y de ellos al menos cuatro mil desaparecieron en el mar. El turismo experimental es un juego y, como todo juego, un escape, una evasión, una manera de ponerse a salvo de la realidad. Como las excursiones de los poetas dadaístas durante la Primera Guerra Mundial. El mundo es extraño y, a veces, las razones por las que algunos se mueven sin cesar son las mismas por las que otros se quedan apoltronados en casa: para jugar, huir, evadirse. Son las siete de la noche y Joël Henry y su esposa se precipitan hacia alguna parte de Lyon bajo un cielo violáceo. Desde el tren que me devuelve a Montpellier, la ciudad donde vivo, se los ve tan juntos y tan unidos por esas reglas en apariencia tan fútiles. ¿A qué rama de la realidad pertenece el Turismo Experimental? ¿En qué sección de la biblioteca se debería colocar el libro de Joël Henry? ¿En el estante de las guías turísticas? ¿Junto a las crónicas de viajes de Cees Nooteboom y Bruce Chatwin? ¿Acaso en el cajón donde se apilan el scrabble y otros juegos de mesa? Lo cierto es que a quien ha pasado un día con esa pareja, obedeciendo sus normas, caminando de un lado para el otro y oyendo sus relatos, la fatiga y el sueño le ganarán antes de responder cualquiera de esas preguntas.


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Y éste sólo puede prepararse en el Perú, disculpen la soberbia

ilustraciones de fito

espinosa


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carlos herrera

antonio cisneros

enrique sĂĄnchez hernani

gregorio martĂ­nez

guillermo thorndike


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EL PESCADO un homenaje de guillermo thorndike

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as glorias del cebiche se definen entre parientes. En realidad, hay tres familias muy conocidas que dominan esta expresión de la gastronomía peruana: mero, corvina y lenguado. Pertenecen a buenas estirpes. En lo que podría mal llamarse un árbol genea-

lógico oceánico, es posible rastrear el parentesco de los tres. Corvina y mero podrían considerarse primos hermanos. Lenguado, un tío segundo. Se les necesita, además, fresquísimos, acabados de bañar, frescos del oleaje. Dicen los pescadores que el tiempo perfecto para comerlos no debe exceder de cuatro horas después de llegar al muelle. Con uso de hielo, el plazo se alarga. Aún más perfecto es el cebiche en la misma embarcación, pescado que se corta y lava con agua de mar. Pescado mundial, la corvina. La del Perú es plateada. El término corvino viene del cuervo: negro corvino. Existe una corvina nigra de panza dorada. Pero no es de aquí. Así que decimos negra a una señorita de carne blanquísima. Hacia la primera mitad del siglo XVII, el padre Bernabé Cobo escribió que corvinas y robalos daban saltos sobre el agua frente al Callao y que algunos ejemplares eran tan grandes que se necesitaba a varias personas para cargarlos en tierra. Corvina y robalo son sciaenidos, algo así como hermanastros. Ya les cantaba Lope de Vega: «Tendrás la grande raya y la corvina, el saludable mero y el robalo...». Y sal, limón y rocoto, que los ponemos los peruanos para comer poesía. Sabemos que el mero es comodón, dado al ocio y a las reflexiones, de cabeza grande, socrático, expansivo, que suele emprender viajes largos, extensas migraciones en un mundo oceánico que empieza en el golfo de California y acaba en el norte del Perú. A su vez, la industriosa corvina es comensal incansable hasta que la atrapan. El suyo es un sabor redondo, la caracteriza una cierta humedad profunda, una ternura difícil de explicar. Soporta sabores sin adquirirlos del todo. Anexa lo fuerte y perfumado de los más llamativos ingredientes sin perder su suprema condición de corvina magistral, de ahí que resulte cebichosa majestad, aun si la colocan bajo una cabellera de pícara cebolla. En cuanto al lenguado, tiene un sabor largo, sin complicaciones, pese a haber sido un raro sujeto con dos ojos en una mitad del cuerpo y un aspecto bastante estrafalario y hasta conflictivo. Es posible imaginar que no habrá lenguado en la mesa del psicoanalista Max Hernández sino en el diván, indagando su verdadera identidad. Debe estar tan fresco el pescado para cebiche que el corte ha de resultar perfecto, sin causar magulladuras o deshilachamientos. No se han de usar cuchillos que tengan tráfico con cítricos, pues perderían filo. En láminas o cubos, en todos los tamaños que les quieran dar, la más noble de las carnes está dispuesta a recibir sabores y colores, la emoción de otras formas, a ser distinta y siempre original, la expresión marina, ese cierto perfume a eternidad que nos obsequian playas y travesías en horas felices, el cebiche simple que sólo es pescado y sus adornos, un mediodía del paladar.


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EL AJÍ un homenaje de antonio cisneros

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al que bien, todos los pueblos crecidos en torno a las aguas del Pacífico Sur tienen, desde tiempos inmemoriales, alguna forma de cebiche. El hecho de que Dios sea peruano no nos convierte en únicos, aunque sí en los mejores. Sin embargo, el cebiche

del Señor de Sipán1 no reposaba en zumo de limón ni estaba salpicado por plumas de cebolla. No olvidemos que el limón de pica, originario del norte africano, y la cebolla, tan mediterránea, llegaron a las Indias sólo a comienzos del siglo XVI con los conquistadores. Todo cebiche necesita un punto de maceración. En el caso de los cebiches precolombinos, esas carnes blancas y crudas del pescado eran mortificadas por el omnipresente picante del ají. Podemos considerar entonces, y sin lugar a dudas, que el ají ha sido desde antiguo el único fiel acompañante entre los ingredientes principales (aquí no hablo de lechugas o camotes2, y menos del infecto perejil) que hoy conforman un cebiche de ley. El ají es, para muchos, sinónimo de la patria gastronómica. Sobrevivió, sabrosa criatura, a la mayor extirpación de idolatrías, combinándose sabio, apachurrándose, con los animalitos y las preparaciones venidas desde España. A comienzos del siglo XIX, las mesas de postín sufrieron, encantadas, los embates de la cuisine francesa. (No hay más que ver las cartas de los diversos banquetes ofrecidos a los libertadores). Es entonces que, para diferenciarse de ella, surge el nombre de comida criolla. Luego vendrían las viandas y maneras italianas y luego las de Oriente. La comida criolla, sin embargo, fue el gran refugio, imponente plaza fuerte, del ají mestizo y citadino. Manuel Atanasio Fuentes, afrancesado y burlón gacetillero, escribe en 1866: «Las comidas eminentemente nacionales son los picantes que con tanto placer saborea la plebe. Los picantes son más bien venenos que alimentos. Para los aficionados es más sabroso aquel guiso que más los mortifica al tiempo de comer, y hay personas a quien la acción cáustica del ají arranca lágrimas, y que sin embargo suena la lengua en señal de placer. Es preciso confesar que un placer que se goza rabiando es un maldito placer». Hace cosa de tres décadas, o algo más, el reputado psicoanalista Max Hernández, refiriéndose a estas vocaciones desmedidas por el picante, declaró a un diario que los peruanos eran masoquistas. Sabias palabras (aunque aventuradas) que causaron entonces grave conmoción en el cotarro. Lerdo, como soy, en los dimes y diretes de la psicología profunda, no sé si somos masoquistas o no, pero sí es evidente que en ciertas caletas de pescadores norteños o en algunos parajes de los Andes, los tratos con el ají cobran, por momentos, los aires de una iniciación ritual. Muescas y tatuajes que marcan tanto el alma como el cuerpo. Una suerte del que puede puede y del que no, también. Prosigue Manuel Atanasio Fuentes: «Los picantes se hacen de carne, pescado, charqui3, papas; pero el picante más picante, el que más lágrimas arranca (después de los celos) es el seviche». Verdad es que en los últimos tiempos en muchas de las casas han bajado los humos del ají y, acorde con la internacionalización de la gastronomía peruana, en no pocos restaurantes el toque del ají se ha sosegado. En este caso, ese picante, aunque siempre imprescindible, actúa como un humor de dioses bondadosos y no como las furias del infierno.

1. Gobernante de la costa norte del Perú, quien vivió unos trescientos años después de Cristo [nota del editor]. 2. También conocidos fuera del Perú como «boniatos» [nota del editor]. 3. Carne salada [nota del editor].


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EL LIMÓN un homenaje de enrique sánchez hernani

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u nombre es engañoso pese a ser, más bien, un fruto breve y perfumado. Limón sutil. Ésta es la variedad cítrica más apropiada para preparar un buen cebiche. Aunque, en verdad, tampoco es un limón. Es, en rigor, parte de la familia de las limas ácidas,

un Citrus aurantifolia. Y sí que es ácido. E imponente: el mejor es el que crece en los valles del norte del Perú (Morropón, Chulucanas y Olmos), en árboles espinosos de apariencia rústica. Tiene un alto contenido de ácidos cítrico y ascórbico, la vulgar vitamina C. Estos serán buenos para curar la gripe, pero añadidos sobre la carne fresca y desamparada de un pescado recién salido del mar, lo cocina. ¿Lo cocina? Algo de eso. Los ácidos ascórbico y cítrico penetran confiados en las moléculas de la tersa carne del pez y doblegan su composición química: se hacen una sola cosa. La carne, entonces, levemente se torna blancuzca, casi como cuando una muchacha se sonroja en brazos de su amante. Es el perfecto amor para el cebiche perfecto. Los consejos sobre cómo elegir el mejor limón son, asaz, breves. Tiene que tener la piel todavía verde y al tacto estar firme. Y perfumado. El tamaño no es imprescindible; los mejores no son tan grandes. Cuando el limón se torna amarillo es porque ha cedido su acidez en beneficio de los azúcares. Y eso es malo para el cebiche. Además, una vez cortados y sin semillas, deben presionarse con los dedos y no con esos artilugios plásticos o metálicos que hay en el mercado. La razón: las paredes del epicarpio o flavedo (vulgo cáscara), con generoso contenido de aceites esenciales, buenos para los perfumes aunque pésimos para la cruda gastronomía, no deben frotarse. Si así ocurriese, usted no recibirá en su cebiche el zumo de los benéficos gajos sino el amargor de la cáscara traicionera. Cuidado. Quien piensa que la fresca rutina de comer pescados (o mariscos) marinados en jugo de limón (más sal y ají; lo demás es un graciosa añadidura, no algo insustituible) era un hábito de sólida raigambre peruana, anda equivocado. Mariano Valderrama, sibarita de luenga prosapia, ha degustado platillos similares en México, Costa Rica, Ecuador, Chile, Filipinas, Tailandia y aun la Polinesia. ¿Pero sabe por qué el cebiche peruano es el mejor, al punto que ha avasallado a la receta de Costa Rica, por ejemplo, y reina en la mar y la mesa de ese país centroamericano? Por el limón sutil. Nada menos. Ni el key lime gringo, ni el mexican lime, ni el kaghzi nimbu de la India, o el limun baladi de Egipto, o el limón gallego de Brasil tienen la magistral contundencia del limón sutil peruano que estremece con su acidez las papilas gustativas de la punta y la parte anterior de los bordes de la lengua, y que le hacen dar ese chasquido que expresa plena satisfacción, resuelto placer. Y aunque no todos los estudiosos están de acuerdo, se conoce que el limón, en la antigüedad, ocupaba los campos del Himalaya, Assam y norte de Birmania. De allí pasó a la India peninsular durante el primer milenio a. C. y a las provincias del sur de China y de la península indochina. Los europeos, seducidos por sus ácidos encantos, lo trasladaron a sus valles calientes. De allí, don Cristóbal Colón, el aventurero marino genovés, lo llevó a Haití en su segundo viaje al Nuevo Continente, en 1493, de donde se dispersó por las Américas cálidas. El frío no va con este fruto. Quien acuda al mercado debe cuidarse de que le den la variedad llamada Tahití, de mayor tamaño pero menor acidez. Será inútil en la cocina. Una flor de plástico en un huerto de verduras frescas. Deje que el verdadero limón sutil descienda sobre sus carnes marinas. Y sienta esa imparable alegría de paladear un buen cebiche, que contra lo único que batalla el limón sutil cuando todavía está en el campo es contra una plaga conocida como «tristeza». Por algo será.


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LA CEBOLLA un homenaje de carlos herrera I. Geografía. Babilonia. Me gusta pensar que la cebolla nació en Babilonia –aunque las versiones son variables e inciertas, siendo la más difundida la de Asia Central–, y que, luego de pasar por Egipto, Grecia y Roma, aterrizó un buen día, españoles mediante, en Arequipa, en el sur del Perú. Allá se dio roja y espléndida. Yo nací y crecí en Arequipa, en una zona rodeada de una campiña en la que no escaseaban las verdiazuladas colas del bulbo. Mis más antiguos deslumbramientos gastronómicos deben mucho a la señora cebolla. Sobre todo la sarza de cabeza de chancho, soberbia y barroca combinación en la que aquélla participa en abundancia, amancebada con trozos de testa porcina, rocoto picado, algo de tomate, perejil, vinagre, aceite de oliva y pimienta negra de molino. La cebolla fue para mí, pues, antes que el cebiche. Éste acompaña y bendice mi descubrimiento de Lima. II. Medicina. Allium cepa. No hay parte del cuerpo humano a la que no alcancen sus benéficos efectos. Alivia reumatismos, disuelve el ácido úrico, limpia las vías respiratorias, aporta fósforo a las vías del entendimiento, combate tumores e infecciones, favorece la circulación de la sangre, disminuye riesgos de fractura ósea, baja el azúcar, retrasa la vejez... En cuanto a los órganos y procesos del placer, ver punto VI. III. Gramática. Córtese la cebolla en juliana o a la pluma. Colóquense las alargadas tiras sobre los trozos de noble pescado. Como la tilde sobre la letra. IV. Arte. Cuenta el chef peruano Gastón Acurio que hace unos años llegó al Perú Didier Chantefort, profesor principal de Le Cordon Bleu de París. Pasó semanas devorando cuanto pudo. «Comió camarones arequipeños, langostas y meros piuranos, papas y choclos cuzqueños, erizos y chanques sureños, cabritos y patos chiclayanos, y todo aquello que nosotros considerábamos lo mejor de nuestra despensa nacional». Al final, ante una pregunta de Acurio, el ilustre visitante dijo que todo le había parecido «increíblemente bueno», pero lo que más le había impresionado «es esa cebolla roja que ponen encima de casi todos sus platos. Tiene un sabor inigualable». V. Religión. Decía Ramakrishna, célebre místico bengalí del siglo XIX, para graficar la vacuidad del Yo frente a la Divinidad Absoluta: «Si uno se analiza a sí mismo no halla tal cosa como el Yo. Por ejemplo, tomad una cebolla. Antes que todo, peláis la cáscara roja exterior, luego halláis gruesas cáscaras blancas; pelad éstas una después de otra y no hallaréis nada adentro. En este estado el hombre no halla más la existencia de su ego». Se equivoca Ramakrishna. En ese estado, el hombre encuentra las lágrimas. VI. Ética. Todos sabemos que un cebiche no se puede comer solo. Se devora con la pareja, antes o después del amor, o con los amigos, antes o después de la borrachera. Sostengo que ese lazo –erótico o social; en todo caso afectivo– lo establece la cebolla. La razón es al mismo tiempo simple y bíblica: el aliento. Alguien que ha comido cebolla cruda, o peor, realzada con limón y sal, tiene un hálito demasiado poderoso. Para algunos olfatos delicados, esa boca simplemente hiede, y las personas vírgenes de ese hedor se alejan de su periferia. En cambio, si la pareja o el grupo de amigos se han bañado en la misma fuente de olores, encuentran un territorio común en el cual seguir pataleando juntos. Felices y encebollados.


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LA SAL un homenaje de gregorio martínez

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espués de un viaje a Lima, al crítico literario Jonathan Yardley le preguntaron: ¿Qué tal el cebiche? «Como las onzas de oro», respondió en inglés quien otorga lauros literarios desde las páginas de The WashingTon PosT. Su entusiasmo por la culinaria

peruana era tan ardiente que, de inmediato, publicó un ponderativo artículo, «Lima Cuisine: You Don’t Know What You’re Missing», en aquel diario. ¿Pero qué tenía que ver el cebiche con las onzas del metal más codiciado del mundo? Ahora que el oro cuesta un ojo de la cara, el cloruro de sodio, el cachi del antiguo Perú, también ha cobrado inusitada celebridad culinaria y bursátil. Al extremo que, como los metales preciosos, ese ingrediente ha empezado a cotizarse por onzas. Increíble: en 1946, cuando yo tenía cuatro años y mi madre llevaba sal a lomo de burro desde las salinas de Coyungo, el pueblo donde vivíamos, hasta otra localidad cercana, ese producto se vendía por arrobas y se pesaba al ojo. La modestia de la sal es sólo aparente, semejante al bolero que cantaba Iván Cruz en los tiempos más plenos del maoísmo. Nuestro idilio sal y agua se volvió. En el fondo, siempre ha tenido prestigio y alta cotización. Por eso originó la palabra salario, todavía antes de que naciera el capitalismo y el trabajo se convirtiera en mercancía. En el terreno de un buen cebiche servido a cuerpo de rey Midas, sea éste Bill Gates o los fundadores de Google, molécula a molécula la sal compite con el oro. Y van parejos. Piense en un hipotético cebiche adornado con virutas de pan de oro de veintitrés kilates, como dicta el último grito de la moda. Sí, algunos chefs usan láminas de oro para decorar sus platos, y hasta tienen la paciencia de recortarlas en forma de hojitas de perejil. A principios del 2008, un empaque de veinticinco unidades de ese ingrediente costaba noventa dólares. La sal tan ostentosa que puede competir con el oro gourmet es la sal rosada del Himalaya. Sal del mar jurásico. Para disipar dudas, el maître podría poner sobre la mesa un salero Cartier con el ponderado cloruro de sodio rosadito igual que la virtud. Preciosa sal que si se vendiera al peso en la pulpería de la esquina, costaría trescientos diez dólares el kilogramo. Pero en el Perú no tenemos que ir muy lejos para encontrar esa sal. Abunda en las canteras de donde los aceituneros del sur del país –comunidades de Yauca y Acarí– extraen el caliche (esa sal que brota de la tierra) para curar sus riquísimas olivas. Éstas toman entonces un nítido tono purpurino. Con sal común las olivas quedan grisáceas y difuntas. Por eso, en un cebiche a lo rey Midas, todos los zarcillos comestibles de oro se quedan cortos ante esa sal del mar jurásico o de las mentadas canteras peruanas. Ésa es la base sólida en que se funda la celebridad de ese ingrediente. Sin la divina sal, como la llama Homero, un cebiche pierde todo encanto. Bien se pregunta el Libro de Job (6:6): ¿Se podrá comer lo desabrido y sin sal? Pero no es sólo el sabor, la sal también le da vida a la pulpa. El cloruro se encarga de despercudir a la carne tentadora, sea ésta de pescado o de marisco. La pone nítida y le da esplendor. Después de ese descubrimiento fue que incorporaron al cloruro en cada maquillaje. No hay mejor quitamanchas que la sal y el limón. Luego actúa el otro ingrediente, el sodio. Éste se encarga de orquestar los efluvios en un cebiche. De poner el sabor a punto. Tanto que ahora cada sazonador convoca al sodio porque éste hace milagros. Más aun en un cebiche que por antonomasia huele y sabe a mar. Amar. Y es salobre como un beso con lengua.




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i se juzgara por la rapidez del cocinero Andy Kon, un chifa sería un restaurante donde se produce co-

mida a alta velocidad. Un restaurante exquisito y veloz de comida chino-peruana. Entonces, para creerlo, habría que ver cómo Kon, que es chino y vive en Lima, trabaja con la inexpresiva rapidez de quien debe satisfacer a un ejército hambriento. En sólo siete minutos, él será capaz de cocinar cinco platillos diferentes, uno tras otro. Pero su récord lo asemeja más a un robot implacable que a uno de esos chefs que saborean con demorada de-

dicación cada detalle. Ahora es la hora del almuerzo en Lima, la llamada Ca-

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pital Gastronómica de América, y en la cocina del chifa Salón de la Felicidad, donde Kon trabaja todos los días, nadie sonríe. El local ocupa los dos primeros pisos de un edificio del Barrio Chino de Lima, ese conjunto de calles donde conviven templos chinos, una biblioteca china, un mercado chino y muchos chifas. En el comedor del Salón de la Felicidad, hay medio centenar de clientes y, en la cocina, el últi-

mo pedido acaba de llegar: un plato de sa ho fan o tallarín saltado chino. Enseguida, tres muchachos que seleccionan, pican y lavan ingredientes, es decir, los ayudantes peruanos, le alcanzan al cocinero chino unos recipientes llenos de verduras, fideos de arroz y trozos de carne de res. Kon recibe los insumos con indiferencia, los arroja en un wok, esparce un poco de salsa de soya o sillao, saltea a todo fuego y sirve el resultado humeante en un plato tendido. Tiempo estimado de preparación: ochenta y cuatro segundos. En un mundo adicto a los sabores del chifa como Lima, donde cada día se abren dos nuevos locales de ese tipo de comida, un cocinero oriental es un ingrediente tan codiciado que cientos de ciudadanos chinos cruzan el océano seducidos por la posibilidad de ganar dinero con su sazón. Pero Andy Kon, que ya vive dos años en la capital del Perú, no se acostumbra a esta ciudad. Es más, siente por ella un permanente sinsabor. Andy Kon no se llama Andy. Era Nan, Kon Nan, hasta que un compañero de su cocina, a quien no recuerda con precisión, lo rebautizó así para poder recordar su nombre. Tiene cuarenta y cinco años, una esposa y una hija a las que no ve desde que se fue de Cantón, en el 2005. Cantón es una ciudad al sur de China reconocida en el mundo por su gastronomía, pero donde los cocineros apenas ganan unos ciento cincuenta dólares al mes. Allí Kon era un cocinero desempleado. Un día, cuenta, conoció a un paisano que había hecho fortuna en el Perú y que, aprovechando una visita a China, buscaba cocinero para un restaurante. El hombre le dijo que podría darle empleo en Lima y pagarle mucho más de lo que ganaría en su país. Kon jamás había oído hablar de Lima, esa ciudad, pero, ya que parecía haber mucho dinero allí, pensó que sería un lugar como Nueva York: rascacielos presuntuosos, automóviles de último modelo, avenidas adornadas por inmensos avisos de neón. Entonces firmó un contrato por tres años de trabajo. –Siempre que uno está en un sitio piensa que en otro puede estar mejor –dice en chino cantonés, como si recitara la oración de todo migrante. Ahora Kon ha salido de la cocina y reposa delante de una enorme pecera. Un pez atigrado con largos bigotes respira como quien echa bocanadas de humo. Un pez, para un chino, es como un imán que atrae la fortuna. Kon –los ojos como dos líneas paralelas a su boca– recuerda su primera impresión de Lima con la nitidez que dejan las grandes decepciones: un océano de vehículos muy vie-


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jos sobre pistas agrietadas. Cualquier ciudad de China, estima él, le lleva dos décadas de adelanto. Mientras habla, desde la calle llegan bocinazos, gritos de conductores desesperados y los llamados incesantes de vendedores de baratijas. Kon casi no sabe español. Trabaja diez horas cada día. Duerme en una habitación a pocos metros del restaurante. Para entretenerse, juega en las máquinas tragamonedas que abundan en el centro de Lima. Kon no suele conversar con nadie, y ésta quizá sea la primera vez que confiesa su decepción de vivir en un lugar al que no se acostumbra y del que piensa partir sólo cuando termine su contrato. Dice que es un hombre de palabra. Pero sobre todo es un disidente de la larga historia de migrantes chinos que se han quedado a vivir en el Perú. Una historia que comienza en la mitad del siglo XIX, cuando un barco holandés dejó a los primeros setenta y cinco trabajadores chinos. Llegaban como esclavos para los campos de algodón y caña de azúcar. Tres décadas después, ya sumaban noventa mil. Muchos se quedaron. Hoy son casi doscientos mil chinos los que han llegado al Perú para quedarse a vivir. Eso dicen las estadísticas de la Embajada China en Lima. También dicen que los que llegaron, sumados a sus descendientes, serían un millón de personas. Otros hablan de tres millones. Pero eso es ahora. Cuando los chinos recién llegaban añadieron a sus recetas algunos ingredientes peruanos y de eso se trata esta historia. Por ejemplo, agregaron el ají. Entonces nació el chifa, una de las variedades de comida más populares del Perú. Más de un siglo después, este país sigue siendo un destino para los chinos más pobres. Pero si antes llegaban como esclavos, ahora se espera sobre todo que sepan cocinar. A Andy Kon esas noticias le suenan a español, y él de español entiende muy poco. Pronto regresará a China sin haber aprendido ese idioma. Ahora dice que debe volver a la cocina. Después de preparar el quinto plato consecutivo, limpia la bandeja con agua y una escobilla de bambú. Lo hace mecánicamente, con la misma rapidez con la que maneja el wok y el cucharón. Luego toma un respiro y estira el cuello para relajar sus músculos. En el comedor, todavía hay cuarenta y seis clien-

tes. Once de ellos tienen los ojos rasgados. Se dice que los vecinos chinos acuden al Salón de la Felicidad porque la sazón de este local es la más oriental del Barrio Chino. Los asientos de madera llevan tallada la grafía hok. Significa suerte; también felicidad. Pero el cocinero Kon casi nunca se sienta allí para almorzar.

Yi Hiau Cheng llama «mentiroso» al hombre que lo trajo al Perú. Tenía veintisiete años la noche en que llegó al aeropuerto de Lima suponiendo que esta ciudad sería un paradero temporal en su camino hacia los Estados Unidos, el destino por el que había pagado una fortuna. Allí debía reunirse con algunos familiares que ya tenían negocios y trabajar junto con ellos. Era 1991. Yi Hiau Cheng era un cocinero de Macao, una ciudad al sur de China repleta de casinos y servicios para turistas, y buscaba la manera de emigrar. Así conoció a un tramitador que le ofreció ayudarlo a cambio de diez mil dólares. Yi le entregó esa cantidad. Eran los ahorros de ocho años de trabajo. En el aeropuerto de Lima, le explicó ese hombre, unos contactos lo recogerían y, después de recibir dos mil dólares adicionales, lo embarcarían hacia su destino final. Pero cuando Yi llegó al Perú, nadie lo esperaba allí. Estaba solo en un país desconocido y agobiado por el terrorismo. Lo habían estafado. –Lima, mucho mata, mucho bomba –trata de explicar en su incipiente español la perplejidad que sintió esos días, cuando era un cocinero que no tenía dinero para un plato de comida. Han pasado casi dos décadas desde esa noche y Yi Hiau Cheng prefiere llamarse Antonio Yi. Eligió ese nombre porque pensó que a los peruanos les resultaría más fácil de recordar. Ahora, en el Barrio Chino de Lima, es el propietario de un chifa pequeño, con unas doce mesas y tres empleados, cuyo nombre le recuerda el lugar de donde nació: Cantón. Dos patos asados cuelgan de cabeza en una vitrina que se ve desde la calle. Para algunos chinos la exhibición es un mal; por eso a Yi le disgusta contar los detalles más penosos de su vida en el Perú. Cada tanto, evade las preguntas y desvía la mirada con desgano hacia un televisor donde se transmite una telenovela mexicana. Afuera de su local, el aspecto del Barrio Chino parece el mismo que tenía hace un siglo: «Limeña y asiática, antigua y moderna, pobre y fastuosa», dijo de su imagen un periodista y sibarita de los años treinta. Entre sus casonas altas y edificios avejentados, la única diferencia podrían ser los automóviles ruidosos y los anuncios eléctricos que se encienden en las noches. Los chifas más austeros, como el de Antonio Yi, practican un marketing elemental y convincente para atraer a sus clientes: publican los nombres de sus ofertas en la puerta del local. Los precios de los platos varían entre uno y tres dólares. Sopa wantán + Pollo


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Chang Lau Di. FotografĂ­a de apertura: Lei Kouk Fu.


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tipakay. Kam Lu Wantán + arroz Chaufa. Wantán frito + tallarín saltado. Parece otro mundo. Ni chino ni peruano. El chifa. «Sit fan», exclamaban los chinos cantoneses en la Lima de principios del siglo XX. «Comer arroz», querían decir, y aludían a las viejas fondas del Barrio Chino regentadas por sus paisanos. Con el uso, sit fan se convirtió en chi-fa. Chifa se llama la comida y también el tipo de restaurante. Y el de Antonio Yi es uno modesto pero bastante concurrido. Después de que supo que lo habían estafado, recuerda Yi, pudo salir del aeropuerto y llegar al Barrio Chino gracias a la ayuda de un compatriota desconocido que había viajado en el mismo avión. Otro paisano le dio trabajo como vendedor de perfumes. Un tercer chino, dueño de uno de los restaurantes orientales más reputados del Perú, el Wa Lok, lo contrató como cocinero. Yi Hiau Cheng resume esa cadena de favores como el resultado de una máxima oriental: «Paisano ayuda a paisano». Aunque bien podría tratarse de la filosofía de supervivencia de cualquier comunidad en el exilio. Un tiempo después, empezó a sentir la obligación de mejorar y renunció a su empleo. Había conocido a una mujer china –que trabajaba como mesera en un chifa cercano– y quería tener una familia con ella. Entonces invirtió sus ahorros y algo de dinero prestado y abrió su propio chifa. Ahora, cuando Yi recuerda los engaños que lo trajeron al Perú, dice que ya no le interesa conocer los Estados Unidos, su destino original. Allí sería un simple empleado, un asalariado más en un restaurante ajeno. Tampoco quiere volver a su país, dice, porque allí no hay trabajo para los hombres de su edad. Él ya tiene cuarenta y cuatro años y, aunque su bienestar actual parece fundado en un frío cálculo aritmético, sus cifras son rotundas: en la China comunista él no podría tener más de un hijo. En el Perú ya tiene dos.

La cocina de Li Sang Jiang mira directamente a la calle. A veces, cuando una muchacha atractiva pasa por la vereda de enfrente, él le dice «mi amor» sin soltar la sartén y sin entender bien el efecto de esas palabras. Es parte del aprendizaje al que lo someten sus dos ayudantes peruanos, que fungen de profesores improvisados de español. El cocinero Li Sang Jiang tiene diecinueve años y es el sobrino de la dueña del chifa Mei Wei (léase: bonito y rico), un local modesto del distrito de La Victoria, esa zona de Lima donde la Policía suele tener mucho trabajo. Li casi ha cumplido doce meses en el Perú, pero aún no habla bien el español. Cerca de sus condimentos y platos, un Diccionario moDerno chino-español/español-chino le presta auxilio cuando el trabajo de escuchar y no entender se vuelve insoportable. «Chino –lo fastidiaba un ex


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empleado–, tú tienes sífilis». Esa palabra, sífilis, fue la primera que Li subrayó y aprendió cuando consiguió ese libro. –Viene paisana rica –le dice esta tarde uno de sus ayudantes, que desorbita los ojos, se muerde los labios y dibuja en el aire la figura de una mujer imaginaria. –¿Es china? –balbucea Li, algo ansioso. Es una broma. El costo de su aprendizaje. –Vine al Perú porque había dejado de ser un niño y pensaba que era importante conocer el mundo –dirá un rato después–. No sé cuándo voy a regresar. Lo haré cuando tenga éxito. El joven Li San Jiang vive bajo una metódica e imperturbable austeridad. Trabaja desde las once de la mañana hasta la medianoche. Ahorra hasta el último centavo que gana. No tiene días libres, no gasta en diversiones. Duerme solo en un cuarto alquilado del que va caminando a su trabajo. No tiene novia. De hecho, la intérprete del mandarín que lo escucha ahora es la primera mujer con la que conversa en su idioma desde que llegó al Perú, y por eso Li San Jiang habla con la incontinencia de un náufrago al que le cae un amigo del cielo. Entonces dice que hasta el 2007 él era un joven de Fujián –esa provincia del sur de China cuyos campesinos migran en oleadas hacia las ciudades– que acababa de terminar el bachillerato y que soñaba con ser un cantante popular. Por esos días, recuerda, una tía suya que vivía en el Perú le dijo que, como cocinero de su restaurante, podría ganar hasta quinientos dólares al mes. Trece horas de trabajo cada día sin jornadas de descanso. Li no sabía cocinar, pero sí conocía un proverbio: Shun qi zi ran. «Deja que el destino siga su curso natural». El destino, un año después, son los dos fogones de una cocina industrial que tiene vista a la calle.

Li maneja con destreza los ocho condimentos de su cocina (harina de papas deshidratadas o chuño, sal, azúcar, ajinomoto, pimienta blanca, sillao, caldo de pollo, aceite de ajonjolí) y los entrevera con rapidez en las casi veinte combinaciones del menú. Que su cocina se encuentre al aire libre es una garantía para los comensales que quieran comprobar la pulcritud de su arte. Los conductores de una compañía de autobuses cercana se cuentan entre los clientes cautivos de su local. El Mei Wei es un chifa barato (entre uno y dos dólares el almuerzo), rápido y allí nadie censura los malos modales. Tampoco los sobrenombres. A Li lo llaman Gokú, como el personaje de una serie de anime japonés. A veces, cuando camina de regreso a casa, algunos borrachos lo llaman simplemente Chino y se divierten combinando el apelativo con los insultos más insanos. Li finge que no entiende. Pero a veces, dice uno de sus ayudantes, el Chino llega al restaurante y pide que le expliquen el significado de esos agravios. Es su aprendizaje. –Es como un loro –explica uno de los ayudantes–. Todo lo que escucha lo graba. En Lima, un cocinero chino puede ser una cotidiana rareza: un extranjero omnipresente y a la vez oculto entre sus ollas, un forastero que no se junta con nadie, un migrante cuyas metas van cambiando a medida que conoce el país. Si se hubiera quedado en China, dice Li Sang Jiang, ahora sería un cantante de karaoke. Alguien incapaz de ahorrar dinero para convertirse en ese «gran comerciante» que sueña ser.

Para Chang Lau Di, viajar al Perú fue su castigo. Chang era un estudiante de canto y baile, y sabía imitar las coreografías de Michael Jackson. Era 1999 y, además de fanático de un ídolo ya pasado de moda, él era una suerte de hippie perdido en vicios que ahora prefiere no mencionar. Dice que faltaba a clases y que sus calificaciones eran muy bajas. Al enterarse de esa conducta, su padre lo consideró un traidor y buscó un castigo a la medida de su cólera. Chang Lau Di viajaría a un país desconocido de Sudamérica para



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Kon Nan.


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trabajar como cocinero. Para ello, el padre lo inscribió en curso rápido de cocina y, tres meses de estudios después, lo envío a su extraño destierro: al otro lado del mundo, a dieciocho mil trescientos kilómetros de distancia de Cantón, había un país llamado Perú. El viaje en avión duró veinticuatro horas. Chang tenía veinte años cuando lo nombraron cocinero principal de un chifa en una zona residencial de Lima. Chang sabía de un amigo que se llamaba igual que él (aunque se hacía llamar Michael), y que había hecho fortuna en el Perú trabajando por su cuenta. Quiso imitarlo. Ahorró su sueldo durante algunos meses y renunció a ese trabajo. Diez años después, Chang está sentado en la entrada de su propio chifa –el tercero que ha tenido desde su llegada a Lima– y allí enciende un cigarrillo con la reposada tranquilidad que le da el dinero. –¿Qué me gusta de acá? La plata nomás. ¿Por qué se viene acá? Por plata nomás –dice Chang echando un chorro de humo. Chang Lau Di ahora se llama Luis Chang y conserva el aspecto delgado de un adolescente. Tiene treinta años, es un trabajador independiente y ya no le dedica mucho tiempo a la cocina. Algunas veces el progreso se mide por las cosas que uno deja de hacer. Su chifa, Yang (en honor a un viejo amigo), sólo es uno de los cientos que pueblan los distritos del norte de Lima, considerada la zona de los nuevos ricos de la ciudad. Allí hay supermercados nuevos, centros comerciales nuevos, calles llenas de discotecas nuevas, muchos restaurantes nuevos y chifas ídem. Chang se da el lujo de tener un empleado chino que cocina mientras él fuma. El muchacho se llama Guang Zhang Rong, pero los meseros le dicen John. Es más fácil de pronunciar. Ahora John maniobra el wok. Arroja en él un poco de arroz, salsa de soya, huevos revueltos, cebolla china, especias y un poco de carne. El resultado es una porción de arroz chaufa, el plato más popular del chifa. Chang lo sirve en grandes cantidades en los casi cuarenta platos del menú de su local, pero él casi no lo come. Es un chino bastante extraño. Del Perú, dice, le gustan los pescados, los mariscos, el cuy y las mujeres. Pero detesta la suciedad de sus calles y su política bulliciosa y poco efectiva. Chang Lau Di parece haber madurado desde su época de adolescente despistado, cuando su padre lo condenó a tener éxito. Desde entonces lo guía un sólido pragmatismo. Hasta hace algún tiempo Alicia Inca era una mesera de su local. Ahora esa muchacha peruana de veinticuatro años es la novia de Chang, y disfruta de ciertas prerrogativas. Por ejemplo, ha contratado a una sobrina suya, quien ahora es mesera. Pero Chang ha prohibido que Inca hable con los periodistas. ¿Se tratará del amor de su vida? –Amor en todo el mundo hay –dice con dominante desdén. Luego sigue fumando.


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Li Sang Jiang.


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Erasmo Lei tiene tres años y no es chino. Es tusán, como se llama a los hijos de chinos que nacen en otro país. Él es un tusán peruano que ahora juega con su padre al jinete y al caballo, mientras un televisor enorme como una ventana en la pared transmite en la sala de su casa la programación del canal chino CCTV. Un día, dice su madre, Erasmo quiso jugar con unos niños. Se acercó a ellos y les habló en chino. Los niños lo ignoraron, se dieron la vuelta y se marcharon. Erasmo no comprendió bien lo que había sucedido, pero esa tarde no paró de hablar en español. Lei Kouk Fu, su padre, explica que más adelante, cuando sea grande, Erasmo podrá escoger qué lengua hablar y qué hacer con su tiempo. Por ahora, añade, tiene que aprender a distinguir sus dos mundos. En casa, la vida transcurre en chino, y la TV y los calendarios con dragones pegados en las paredes hacen más verosímil la lejana procedencia de sus padres. En la calle, la vida tiene un idioma diferente. El cocinero Lei Kouk Fu ha aprendido a reconocer las diferencias entre China y Perú, el país donde vive desde 1993 y donde crecerá su hijo. Lei no quiere que Erasmo tenga la educación rígida que él recibió, alejada de las más comunes expresiones de cariño. No piensa volver a su país y admira algunas costumbres locales. Sobre todo, dice sorprendido, la facilidad con que los peruanos resuelven sus disputas. –El chino es más rencoroso –dice–. El peruano arregla todo con cerveza. A Lei, que es cocinero en uno de los locales del restaurante Wa Lok [Familia Feliz], le gusta la tranquilidad de su vida actual, la tolerable presión de su trabajo, sus días de descanso. En Macao, la ciudad china donde trabajaba, los restaurantes pueden recibir hasta mil comensales y eso es un infierno para los cocineros. En el Wa Lok, dice, el comedor recibe en casos extremos hasta cien personas. Hasta el clima seco y sin lluvias de Lima le parece mejor que el de Cantón, su ciudad, que es muy húmedo y torrencial. ¿Es que acaso ha idealizado el Perú, un país que le permite ganar seis veces más dinero que en China? De niño, Lei Kouk Fu soñaba con ser conductor de vehículos, pues sentía que de esa manera podría conocer otros lugares. Le bastó con saber cocinar. Pero al viajar se convenció de las cosas que le disgustaban de su país. Ahora hasta disfruta la comida peruana y sus sabores extremos: «Más condimentado, más frito, más jugoso», dice. En las paredes de la sala de su casa hay cinco almanaques. Tres de ellos tienen los nombres de chifas. Otro es de Roky’s, una cadena de restaurantes de pollos cocinados a la brasa, otra de las comidas más populares en el Perú. –¡Yo quiero Loky, casa-Loky! –grita Erasmo huyendo a la cocina.

Intérprete de chino mandarín: Patricia Paredes patriciaparedeslaguna@yahoo.com.cn


84_ TALLER DE MECÁNICA ¿Será el peruano más alto cuando empiece a comer en Holanda?

leímos juntos un reportaje de un diario de Lima. Allí se decía que puesto que

mundo, críalos en Holanda. Un amigo que vive

los automóviles «son diseñados en términos genéricos para personas de un

sus últimos días como si fueran los de su juventud (es un

metro setenta», muchos de los accidentes de tránsito en el Perú se debían

ratón de biblioteca) me lanzó esa sentencia en una cafe-

a que los ciudadanos no alcanzan –o alcanzan mal– el pedal del freno. Mi

tería de la Universidad de Múnich, mientras le contaba

alarma era fundada. Pero mi novia igual dejó de hablarme durante días, y no

detalles sobre mi reciente noviazgo y sobre mi ilusión de

había manera de hacerla entrar en razón. Por eso tuve que mentirle. Le dije

tener niños con ella. Niños que perpetuarán el rasgo que

que iría a Holanda porque había recibido una jugosa oferta de trabajo en ese

más identifica a mi familia: la buena estatura. Yo mido

país y que, de salir todo bien, y si nuestro amor era poderoso y verdadero,

un metro con noventa y tres.

tendríamos que mudarnos.

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Ámsterdam era a principios del actual milenio, como lo es ahora, una ciu-

al que siempre le obsesionó la altura

dad apacible, cubierta por un perma-

del ser humano, motivo por el cual

nente olor a café y sólo alborotada por

ha leído todo lo que se ha escrito so-

el incesante discurrir de las bicicletas. Y,

bre el tema, desde los primeros trata-

por encima de todo, parecía una ciudad

dos sobre genética de Malthus hasta

de gigantes. Me sentía a gusto. No había

la última versión del Libro Guinness

mucho que comprobar. Un folleto que

récords. Era el gurú que nece-

llegó a mis manos mientras bebía café

sitaba. Por lo demás, su explicación

en un local regentado por una deliciosa

era bastante lógica: en Holanda, los

lugareña decía que la Uincef considera-

niños reciben la mejor alimentación

ba que Holanda era el primer país en

del mundo y por ese motivo allí viven

bienestar infantil. El mismo documento

los hombres más altos del planeta.

que, por cierto, me había alcanzado la

La talla promedio en ese país es de

hermosa dueña de la cafetería (se lla-

más de un metro ochenta, mientras

maba Ilse), decía que en sólo sesenta

que en el país de mi novia, el Perú,

años la talla promedio de los ciudada-

las estadísticas eran alarmantes: un

nos de ese país había aumentado doce

metro con cincuenta y siete centíme-

centímetros. Aquel era el paraíso, pen-

tros. Comer bien (o mal) tienen es-

sé, mientras Ilse me servía otro café. Ilse

trecha relación con la buena o mala

era altísima, casi de mi estatura, y su

estatura de las personas, según ese

sonrisa fácil no rehuía a la conversación.

amigo, y por más deliciosa que fuera

No tuve tiempo para enterarme de qué

la comida peruana, yo no quería que

era lo que le atraía de mí, pues nuestra

mis hijos fueran, para decirlo con

conversación arribó de pronto a los re-

de Los

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michael kohl k.

i quieres que tus hijos sean los más altos del

Mi amigo es un científico de ochenta y cuatro años

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una profecía de

amabilidad y en peruano, chiquititos. Así que días des-

cuerdos que cada uno guardaba de su infancia. Ella en una granja en las afueras

pués me hallé de pronto en las calles de Ámsterdam,

de Róterdam, donde la leche y la miel corrían como arroyos. Yo, en una lejana

entre alamedas repletas de coffee shops y tentadoras

ermita de la India, donde mi madre no escatimaba recursos en conseguir la me-

propuestas para conocer el barrio rojo a las que no cedí,

jor carne de res de contrabando. Carne divina debo decir. Sin darnos cuenta,

pues la tarea que me obsesionaba, repito, era la de en-

Ilse y yo terminamos esa tarde callados, frente a frente, mirándonos a los ojos.

contrar el lugar ideal para criar a mis hijos.

La ruptura con mi novia fue terrible. Y aunque, es difícil de creer, no tuvo

Mi novia (un metro con sesenta y cinco, sin tacos) no

que ver con el asunto de la estatura. En Holanda sí viven las personas más al-

sabía el motivo exacto de mi excursión a ese país, pues

tas del mundo y hasta es probable que ese promedio siga aumentando debido

de lo contrario se habría ofendido como cierta vez en

a la tecnología alimentaria, pero más allá de todo eso, allí vivía Ilse. Por eso

que, para alertarla de la validez de mis investigaciones,

me mudé.


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86_ MANUAL DE INSTRUCCIONES ¿Cómo sacrificar a una mascota?

una entrevista de

fernando cárdenas frias

armen Felipe-Morales. Perú. Criadora de cuyes. 63 años. El cuy o conejillo de Indias es un roedor tímido y pequeño de los Andes que, a pesar de su docilidad, genera un pavor involuntario entre quienes lo confunden con su pariente más repudiable: la rata. El cuy no tiene cola; la rata sí. El cuy es comestible, produce abono y hasta es usado en medicina tradicional; la rata no. Hay, fuera del Perú, quienes tienen un cuy como mascota. Nunca una rata. Pero mientras que la rata es libre (salvo que sea un ejemplar de laboratorio), el cuy pasa su corta vida condenado al trabajo y al sacrificio. Su carne tiene calidad gourmet, explica Carmen Felipe-Morales, una ingeniera agrónoma que vive en una finca en las afueras de Lima junto a su esposo y cerca de mil cuyes bulliciosos. Ella, que a veces puede acariciar a uno de sus animales como si se tratara de un niño obediente, ha desarrollado una suerte de amor científico por sus criaturas. El guano que producen –explica– se convierte en un tipo de gas capaz de mantener encendidas las bombillas de una casa. Luego, como cientos de peruanos que también crían esos animales, Felipe-Morales puede discutir sobre las mejores maneras de llevarlos al horno o a la sartén. Si su mascota es un cuy, no lea esta entrevista.

¿Cómo se mata un cuy destinado a convertirse en un plato de comida?

se reprodujeron mucho más rápido de lo que pensábamos y tuvimos que vernos en la necesidad de venderlos.

Lo primero es darle una torsión en el cuello para

Fue un inicio difícil porque no encontrábamos quién los comprara. En

desnucarlo. Inmediatamente se calienta agua en una

los restaurantes de la zona donde vivimos nos decían que el público quería

olla y se introduce al cuy para que todos sus pelos cai-

conejo o chancho. Entonces mi esposo tenía que ir hasta Lima a un restau-

gan. Luego se le coloca en otra olla de agua con sal para

rante de comida de los Andes donde sí se preparan platos con cuy. Esa situa-

que quede totalmente limpio. Después se le sazona se-

ción ha ido cambiando. Ahora hay demanda y se aprecia la carne de cuy. En

gún la receta, que puede ser de comida francesa –como

esto hay que reconocer el aporte de los chefs. Una vez Gastón Acurio [el chef

el conejo en salsa de champiñones o en salsa de peca-

peruano más famoso] vino a la finca e hizo un documental sobre los cuyes,

nas–, pero aplicada al cuy. Esto será siempre y cuando

porque los quería incorporar en sus platos.

no hagamos pachamanca, una comida que se cocina bajo el calor de la tierra, y para la cual hay que hacer

¿Qué tiene de especial la carne de este animal?

todos los preparativos en la víspera.

Tiene proteínas y vitaminas. Pero sobre todo su grasa no tiene el colesterol que sí tiene la carne de chancho. A los que sufren de colesterol y no les

¿De qué manera empezó a trabajar con esta

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especie?

conviene comer cerdo, les cae perfecto un plato de cuy. Si hablamos de los beneficios del cuy no podemos obviar que es parte de la medicina folclórica:

Los cuyes forman parte del trabajo que realizo con

hay personas que nos piden cuy porque se están tratando de un cáncer con

mi esposo, que consiste en conducir la finca desde un

quimioterapia y comentan que su consumo les aumenta las defensas. Tam-

enfoque ecológico. No aplicamos pesticidas y recicla-

bién está la famosa soba del cuy. Hubo un programa de televisión de un con-

mos lo que la misma chacra produce. Hacemos nuestro

ductor argentino en el que trató sobre esa propiedad del cuy. Para ello, invitó

propio abono a partir del guano de los animales que

a algunos especialistas y a un curandero. Este último empezó a sobar al con-

criamos. Antes comprábamos guano de vacas y galli-

ductor usando el cuy y de pronto, en cierta zona del cuerpo de animador, el

nas, a veces hasta de cabras, pero empezamos a tener

animal murió. Cuando hicieron la autopsia, el curandero relató las dolencias

problemas porque el producto a veces venía con parási-

que tenía el conductor observando el cuerpo inerte del cuy. Una explicación

tos, piques, pulgas, o porque le habían aplicado quími-

es que como es un animalito muy sensible y capta energías negativas, en sus

cos. Como agrónomos, mi esposo y yo nos propusimos

órganos se puede reflejar lo que te sucede. Como una radiografía. Hay per-

hacer nuestra propia crianza, una donde se produjera

sonas que dicen que te cura, pero eso ya es cuestión de fe.

guano de calidad. Sabía que el guano de cuy era muy bueno por su contenido en nitrógeno, fósforo y potasio.

¿Y cuáles son los beneficios de criar cuyes?

Entonces nos trazamos una estrategia: los criamos, nos

El cuy es fundamental para nuestra finca. Con él se comenzó el reciclaje:

los comemos y aprovechamos su guano. Pero los cuyes

ya teniendo guano en una cantidad más que suficiente decidimos construir


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un biodigestor para producir gas y demostrar que una peque-

cuando los franceses decidan incorporar al cuy en su cocina, harán maravillas.

ña finca se maneja bien con todos sus productos y recursos.

Como ellos me dijeron, es una carne más delicada que la del conejo.

Incluso para tener una cocina que funciona a base de ese biogás como la nuestra. Pero hay que decir también que ahora ha

¿Por qué cree que existe ese rechazo a comer cuy?

surgido toda una fiebre, una especie de cuyitis: todo el mundo

Para mucha gente de Lima, el cuy sólo es una comida de gente pobre de

en el Perú está viendo cómo hacer dinero con estos animales.

la sierra. Es un menosprecio errado porque la carne de cuy es de muy buena

Aunque ése es otro tema. Lo que sí creo es que el cuy debería

calidad. Pero el rechazo también depende de lo visual. Por más buena que

ser considerado como una carne gourmet.

sea la carne, si no está bien preparada o bien presentada y te sirven el plato con el cuy entero –cabeza y patas–, carambas, impresiona. A mí misma me

Eso dependerá de que toda la carne de cuy sea igual de buena, que tenga una calidad estándar.

ha ocurrido. También influye la sazón: si te ponen un cuy grandazo y viejo, que no está bien cocido y está duro, habrá un rechazo. Es que hay gente que

La sazón de la comida de nuestra

piensa que como los cuyes son roedores

finca es particular por el alimento

pueden cruzarse con las ratas.

que les damos a los cuyes. Todo es ecológico, nada tiene tóxicos ni quí-

¿En que se diferencian ambas es-

micos. Ellos son criados con nues-

pecies?

tros forrajes y además les damos

Cada una tiene un número diferente

otros productos de la chacra: el tallo

de cromosomas. La rata tiene cola, el cuy

terminal de la yuca [o mandioca],

no. La rata tiene un color plomizo feo, en

la hoja del camote, el afrecho, entre

cambio los cuyes tienen colores lindos y de

otros alimentos. Eso influye en la

diferentes tonalidades. Además, los cuyes

carne. Si añadimos que sólo usamos

son animalitos muy dóciles. A veces vienen

cuyes tiernos, de tres meses, y los sa-

niños que me piden que se los venda como

zonamos bien, nos sale un buen pla-

mascotas. Eso también es una posibilidad,

to. Como a esta finca vienen muchos

y es bueno que se les inculque esos senti-

turistas, una agencia de viajes nos

mientos con los animales y con los cuyes.

recomendó que les preparemos platos que no sólo sean a base de carne

Pero demasiado cariño dificulta-

de chancho y pollo, sino de cuy. Una

ría el desarrollo de su potencial gas-

vez vinieron unos franceses, que son

tronómico.

muy exigentes en la comida, y queda-

Claro. Como criar tu gallinita y ver que

ron encantados con lo que probaron.

otro se la come. Se debe generar una actitud de protección hacia estos animalitos.

¿Ellos sabían que estaban comiendo cuy?

Pero también hay que enseñar que pueden cumplir un rol en la alimentación.

Al comienzo, no, porque no se les presentó un animal con cabeza y patas. Cuando probaron me dijeron «qué carne tan

¿Usted no ha sentido pena al matar a sus cuyes?

agradable» y me preguntaron de qué era. Les dije la verdad: «Es

Bueno, yo no los mato. Pero siempre da pena. Hemos tenido un cuy cam-

de un animalito que criamos y que después verán». Cuando fue-

peón al que conservamos por mucho tiempo porque uno termina encariñado.

ron a conocer la granja de cuyes, les dio pena. Se decían: «¡Cómo nos hemos comido a unos animalitos tan bonitos!». Para ellos

¿Encariñado como con un hijo?

los cuyes son mascotas, como los hámsteres. Los peruanos tam-

Claro. Hay un afecto hacia ese animal que fue bueno, que se distinguió,

poco tenemos la costumbre de comer caracoles, mientras que

que era buen reproductor. A uno le da pena. Pero es raro: relativamente

para ellos se trata de un plato exquisito. Estoy segura de que

todos cumplen una función.


88_ CONSULTORIO SEXUAL Conchas negras, tu más oscuro deseo

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toño angulo daneri

l afán del ser humano por copular no tiene lími-

no Kevin ni Shirley! Ahora bien, como no todos los lectores tienen la fortuna

tes, tal como lo prueban el aumento incontenible

de haber nacido en el Perú, permítanme tres digresiones antes de continuar:

de las ventas de Viagra, Viacreme y los lubricantes geni-

[1] El cebiche de conchas negras es un plato que se prepara con al menos ocho

tales (rompiendo así los límites de la edad sexualmente

ejemplares de las susodichas, sal, jugo de limón, ajo y rocoto molido, cebolla en

activa), la proliferación de videos caseros en youporn.com

cuadritos, y perejil y cilantro picados; puede acompañarse con chifles (hojuelas

(desvaneciendo así los límites de lo privado) y la trans-

de plátano frito) o maíz tostado. [2] Cuando el plato se sirve en una copa se llama

formación de la kafkiana ciudad de Praga en un nuevo

Leche de Pantera y se cree que favorece el salto de la ídem (variante del salto del

destino de turismo sexual (destruyendo así los límites de

tigre). [3] La anadara tuberculosa habita en el Perú, pero está mucho más pre-

lo sagrado literario). En esa loca carrera hacia la laxitud

sente en los países del Pacífico Norte; de hecho, el 70% de las conchas negras que

moral, hombres y mujeres se enfrentan, sin embargo, a un

se consumen en el Perú son importadas del hermano país del Ecuador.

problema de gran envergadura (o más

Dicho esto, ¿tiene alguna base cien-

bien lo contrario): la inconstancia y fu-

tífica la idea de que las conchas negras

gacidad del deseo. El deseo nace, crece

son afrodisiacas? Los especialistas están

y a menudo muere de aburrimiento.

de acuerdo en que no. «Es sólo un mito

He ahí un límite que el Homo sápiens

popular –dijo el sexólogo Artidoro Cáce-

sápiens de todas las épocas ha tratado

res por teléfono–. Para ser considerado

de remediar con brebajes, perfumes,

como afrodisiaco debe no sólo provocar

lencería comestible y borracheras de

excitación, sino también deseo. Y lo que

diversa gradación alcohólica. Desde

provocan las conchas negras es, a lo mu-

la planta erótica del Satiricón hasta

cho, una erección». Según Cáceres, una

el champán y las fresas con chocolate

parte del mito podría deberse a la propia

(pasando por la yohimbina diluida en

palabra concha negra, ya que en el Perú

ron, de fantasiosa obsesión adoles-

concha alude (por similitud) al órgano

cente), generaciones de generaciones

sexual femenino (téngase en cuenta que

han buscado estímulos que activen el

en otros países se usa el símil almeja) y

deseo erótico (cuando nos es esquivo)

a la raza negra se le ha atribuido siempre

y hacerlo perdurable (cuando se nos

ciertos dones ventajosos para el desem-

está muriendo). Ley de vida es la ley

peño sexual (véase el temible combinado

del deseo, motor para reproducirla.

africano de fútbol, en clave de broma, que

Los peruanos, seres afortunados

circula por internet). Sin embargo, desde

donde los haya, no tenemos ese pro-

el punto de vista de su composición nutri-

blema, ya que en el Perú existe un pla-

tiva, la doctora Milagros Agurto –decana

to al que todos atribuyen un infalible

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un diagnóstico de

de la facultad de Nutrición de la Univer-

efecto afrodisiaco: el cebiche de conchas negras. Más allá

sidad Científica del Sur, en Lima– añade un matiz interesante: dice que las con-

de la curiosa coincidencia semántica entre lo afro(disiaco)

chas negras son ricas en selenio, un mineral esencial para el funcionamiento de la

del efecto y la negritud de la concha, su asociación con el

próstata, o sea, para el despejado fluir de los espermatozoides. «Además aportan

deseo sexual no admite duda: «¿Un cebichito de conchas

sustancias como el ciclopentanoperhidrofenantreno, que ayuda a la formación de

negras?». «Ok, pero después no respondo, ¿eh?». ¡Cuán-

la hormona sexual masculina y femenina. Así que, aunque no hay una relación

tos hostales de paso deben su agitada actividad de los sá-

directa entre el efecto afrodisiaco y comer conchas negras, sí se puede pensar que

bados por la tarde a este saludable molusco bivalvo cuyo

la hay entre las sustancias que éstas aportan y la salud sexual». Lamentablemente

nombre científico, paradójicamente, es Anadara tubercu-

conozco a una persona que rechaza de manera más rotunda cualquier asociación

losa! ¡Cuántos niños peruanos deberían llamarse Anadaro

entre conchas negras y deseo: «Con ese tufo –dice– ya puedes ir a besar a tu abue-

o Anadara, honrando con orgullo su apasionado origen, y

la». Hasta las leyes de vida admiten excepciones.


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«So people are upset because he’s crying over his dead mother?» David Sedaris. Journey into night

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sa tarde me encontraba arrellanado en la sala VIP del aeropuerto de Barajas, poco antes de emprender el viaje de regreso a Lima. Leía periódicos, mientras tomaba un jugo de tomate y especulaba con la posibilidad de acercarme a la barra para pedir un vodka. Creo que más que el sabor de los tragos me atraía la sensación de que todos eran gratuitos, un privilegio de mi fugaz condición de pasajero de primera. No sé por qué motivo, algunas de las instituciones que me han invitado a viajar a Europa últimamente han agregado a la lista de sus amabilidades la de ubicarme en ese espacio aéreo privilegiado, ese santuario hecho de bandejas de champán y sillones de cuero que hasta hace unos años yo apenas había visto de reojo. El dudoso privilegio de no ser joven quizá contribuya a que algún piadoso corazón burocrático haya optado por trasladarme en ese hotel de cinco estrellas. Por fin llegó la hora de partir. Me acerqué a la puerta de embarque, escuché la primera llamada y traté de pasar rápidamente, frente a los ojos del resto de los pasajeros. Me recibió una aeromoza alta, madura, de pelo rubio de la que colgaban unos enormes aretes negros. Su voz era un susurro firme que parecía calibrado por el perfume en el aire. –Buenas noches, señor –me dijo–. ¿Le sirvo una copa de jerez? Puse el maletín en el compartimiento, y saqué dos de los libros que había llevado conmigo. Los

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aviones son el paraíso del lector: un charco de luz, un asiento, alguien que nos sirve algo de comer. Nada que hacer excepto leer, comer, dormir, y seguir leyendo. Me sentía un tipo afortunado: todos los asientos en primera estaban ocupados excepto el que estaba a mi lado. La aeromoza pasó con una bandeja de revistas y de diarios. Algo en su aspecto me hizo pensar que en su vida privada era una esposa sádica que en sus ratos libres ataba a su marido a la cama. Después del despegue, cuando nos hundimos en una tranquila oscuridad sin forma, terminé mi vaso de jerez. La aeromoza me ofreció otro, que acepté. Estábamos como inmovilizados, en una recámara perfumada. Algunos rayos de luz blanca caían sobre las cabeceras. Tuve la misma sensación de otros vuelos: la de ser parte de una manada de extraños que se reúne para cumplir el trámite obligatorio de pasar el rato encerrados a muchos kilómetros sobre tierra. Por otro lado, yo no pensaba en los demás. Me sentía muy bien allí: libros, champán y algunas películas en el tablero personal. Me perdí en la lectura de la novela. Mientras leía, la aeromoza me trajo un recipiente con nueces, una nueva copa de jerez y las opciones del menú de la cena. –Aquí tiene –me sonrió.

Estábamos viajando en dirección a la luz, y se había producido una especie de día permanente. Me había embarcado con sol, a las seis de la tarde, y aún varias horas después había luz en las ventanas. Casi todos los pasajeros optaron por cerrarlas. Aunque me sentía bastante lejos de sus personajes, la novela me resultó entretenida y después de comer la leí hasta el final. Apagué el foco, que parecía estarme señalando. Una penumbra de calma había invadido el lugar. Delante de mí, los pasajeros estaban empezando a


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dormir su noche. Opté por revisar la lista de las películas. Estaba a punto de escoger una cuando la aeromoza se me acercó. –Disculpe, señor. Quisiera pedirle un favor. –¿Sí? –Es un favor especial. Pero sólo si usted acepta. –¿Cuál sería? Miró hacia la parte de atrás. –Tenemos un problema en la clase económica –dijo en voz baja. –¿Qué pasa?

Disculpe, señor», me dijo la aeromoza. «Atrás hay un pasajero –continuó– que está llorando mucho. Me parece que se le ha muerto alguien, creo que su abuela. Está regresando a Lima para el entierro. Los pasajeros se han quejado, y me pregunto si podríamos traerlo al asiento de su lado. Las aeromozas de allá están muy ocupadas, pero si viene aquí yo voy a ocuparme de él»

–Es un pasajero que está llorando mucho. Me parece que se le ha muerto alguien, creo que su abuela. Está regresando a Lima para el entierro. Los pasajeros se han quejado, y me pregunto si podríamos traerlo a este asiento. Las aeromozas de atrás están muy ocupadas, pero si viene aquí, yo voy a ocuparme de él, no se preocupe. La perspectiva de tener a mi lado a un señor que lloraba no era la más prometedora para la tranquilidad del resto del viaje. Aún así, tratándose de un favor y siendo yo también un invitado en primera clase, me parecía difícil negarme. Al poco rato la aeromoza volvió con un hombre de unos cuarenta años. Era de estatura mediana, complexión gruesa y cabellera desordenada sobre la frente. Su piel estaba iluminada por los restos del llanto pero

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me hizo una venia, como pidiendo disculpas anticipadas. La aeromoza le dijo que podía quedarse allí, a condición de que estuviera tranquilo. –Bueno –contestó. Yo apreté el botón de la película que había elegido. De pronto, mientras las imágenes empezaban, sin que ningún sonido me lo indicara, me di cuenta de que algo ocurría a mi costado. El hombre acababa de hundirse en un llanto silencioso, apretado, hecho de arrugas, un llanto de manos en la cara y de pelos caídos y de cabeza inclinada hasta las rodillas. No supe qué hacer, quizá hubiera sido necesario llamar a la aeromoza. Sintiéndome bastante ridículo, le puse una mano en el hombro y le dije algo así como «no se preocupe» o «tranquilo», no recuerdo bien. Era alguna frase extraída del diccionario de lugares comunes, el manual de autoayuda que almacenamos para casos de emergencia. No me contestó. Quizá no me había oído. Lo mejor sería, como en todos los llantos, permitir que cumpliera su curso. En algún momento debía llegar a ese estado de gracia que viene después del llanto, el descanso en los desahogos finales, los últimos suspiros y las pequeñas exclamaciones y las toses que indican el regreso al mundo real. Mientras no hiciera mucho ruido, no era un problema de verdad. De pronto vi su cara frente a mí. Una cara redonda, de piel marrón, iluminada por unos ojos grandes. –Se me ha muerto anoche –me dijo–. Usted no sabe. Me imaginé que se refería a su abuela, al menos eso era lo que me había dicho la azafata. –Bueno, cálmese –le contesté, mientras me arrepentía. De pronto había dejado de llorar. Me hablaba con una voz aguda pero serena. –Mi abuela Dora. Mi hermana María. Y mis padres. No queda nada. No queda nada. Y yo allá. Yo allá y ellos arriba.


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Lo seguí escuchando. Tenía una voz ronca y entrecortada. Mi papá, me dijo. Mi papá. Lo estoy viendo, tenía su sombrero para el frío. Y su pantalón largo de yute. Vivíamos allí, en las afueras, en una chacra, mis padres trabajaban todo el día, traían papa, yuca, pero no alcanzaba nunca, y ellos tenían que trabajar, todo el día trabajaban en la chacra, pero después resultó que se enfermaron. Era tan helado todo, tanto frío siempre. Y mi hermana y yo con mi abuela los esperábamos. Ellos se murieron con una helada, mis dos

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Mis padres murieron en una helada –me dijo el pasajero de al lado–, los agarró la noche y regresaron enfermos a casa y murieron. Y mi abuela se quedó sola, todas las noches tan sola, enferma y sola. Así se ha muerto, un vecino la encontró así en su casa. No sé qué hacer». Yo no sabía qué contestarle. Creo que le dije lo siento

padres, los agarró la noche y regresaron enfermos y se murieron. Y ahora mi hermana y mi abuela... tan sola mi abuela, tan sola, todas las noches tan sola. Enferma y sola, enferma y sola, nadie la veía, así se ha muerto, un vecino la encontró, así, en su casa. No sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer? De pronto se quedó en silencio. Yo no sabía qué contestarle. Creo que dije algo así como «lo siento». Él bajó la cabeza otra vez. Tenía la piel inflamada. Imaginé lo que había ocurrido. Él había dejado el Perú, quizá gracias a alguna oportunidad de trabajo, y había ido a algún país europeo. Quizá, debido a que no contaba con un trabajo legal, no había podido regresar para ver a su familia. A lo largo de los años su abuela le había escrito. Quizá le había contado que su

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hermana también habría partido o se habría muerto, y su abuela se había quedado viviendo sola. Ahora él regresaba para el entierro. –Usted cree que todo es tan fácil –me dijo como si adivinara lo que yo estaba pensando–. Todo muy sencillo, ¿no? Mi abuela muerta y todo parece tan fácil para usted. –No se ponga así –contesté. –¿Qué no me ponga así? ¿No se da cuenta? Se me ha muerto anoche. Anoche. Una persona está viva y de repente, paf, se muere. ¿Por qué no me voy a poner así? ¿Usted se da cuenta de lo que es que se me haya muerto mi abuela Dora? ¿Puede entender eso, señor? –Cálmese, por favor. –Usted me dice que me calme porque no entiende –murmuró. –No entiendo qué. –No entiende porque usted y todos los que son como usted son unas mierdas de personas, unas mierdas, eso es lo que son, ¿no? –Oiga, señor, por favor tranquilícese o voy a tener que llamar a la señorita para que lo saque de aquí. Bajó la cabeza. Empezó a llorar en silencio, golpeando las rodillas con las manos. –Usted no sabe –me dijo–. No sabe. –¿Qué es lo que no sé?, ¿me quiere decir? –El dolor –me contestó–. El verdadero dolor. El dolor que cruza el cuerpo, como una lanza, siempre, siempre allí. –Ya le dije que lo siento. Ahora si no se calma... De pronto sacó una llave. –¿Sabe lo que es esto? –me silbó. Hacía sonar la llave como un manojo de piedras. –¿Qué? –Éstas son las llaves del candado de mi casa, y éstas son las de nuestra casita en Abancay. Y éstas son las que


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teníamos en la avenida Iquitos. Éstas son las llaves. ¿Sabe qué se siente con estas llaves? De pronto, antes de que yo pudiera atinar a moverme, el hombre me cogió del antebrazo y me rasgó la mano con una de ellas. –Esto –me dijo. Sentí una quemazón rápida y ahogué un grito. Vi la sangre. No era una herida profunda. La aeromoza estaba en uno de los asientos delanteros, atendiendo a una pareja de señores mayores. El hombre a mi lado me miraba con un gesto de terror. –Lo siento –me dijo–. No sé qué fue. No sé cómo pedirle disculpas. Ay, lo siento, señor. No sé qué me pasó. Acerqué los labios y absorbí toda la sangre que pude. Vi que salía cada vez menos. Era una herida leve y al poco rato iba a cicatrizar. El hombre seguía pidiendo disculpas. Sin saber cómo, logré alzar una mano y asestarle un puñete en la cabeza. Se lo di de golpe, en la frente, y el tipo cayó hacia atrás sin decir nada. Saqué un pañuelo. El tipo se lo puso sobre la cara. La aeromoza se acercó a nosotros con una sonrisa. –¿Desea que le sirva otro trago, señor? –me dijo. –Sí –contesté–. Un vodka, por favor. El tipo se incorporó. Nos quedamos en silencio. –Perdóneme por el golpe –le dije. No me contestó. Cuando me trajeron el trago, se lo ofrecí. Tomó un poco. –Gracias –me dijo. Tomó otro sorbo largo. Se puso la cabeza entre las manos. –No sé cómo voy a hacer con esto –dijo. –¿Hacer con qué? –Con el velorio. –¿Dónde es? –En su departamento, en la avenida Iquitos. Cerca del estadio del Alianza. Por Isabel la Católica, allí. –Estará con sus parientes, supongo.

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–Sí, allí estarán todos. Todos. Pero no sé. De pronto me sentí agotado. Fue como si de pronto el tipo ya no estuviera allí. Lo que recuerdo son algunos sollozos más. Luego todo se nubló. En la oscuridad, sentí algunas voces de la azafata y algo moviéndose a mi costado. Cuando me desperté, el asiento de al lado estaba vacío. Vi las luces de algunos barcos pequeños. –Justo a tiempo –me dijo la aeromoza–. Ya vamos a aterrizar. –¿Y el hombre que estaba aquí? –le pregunté. –Regresó atrás. Pobre señor. –¿Adónde fue? –A su asiento. Póngase el cinturón, señor, por favor.

Mientras esperaba la maleta, de pronto apareció a mi lado. Me sonreía, o eso fue lo que me pareció. No había trazas del golpe en la cara. En ese instante vi mi maleta negra y adiviné que la suya era la que estaba al lado, una maleta gris. Cuando lo vi acercarse lentamente a recoger su equipaje, sentí que debía ayudarlo. –No se moleste –me dijo. Me sentía absolutamente despierto, como si hubiera descansado muchas horas. No tenía ningún deseo de volver a mi departamento vacío. Lo único que me esperaba en mi edificio era montones de cuentas y folletos de propaganda. Le di la mano. –Nos vemos –le dije. –Sí. –¿Alguien viene a recogerlo? –No –sonrió–. ¿Quién va a recogerme a mí? –Bueno, he dejado mi carro aquí, en el estacionamiento del aeropuerto –le informé. Y después de una pausa, añadí:– Lo puedo llevar.


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–No quiero molestarlo. –No. No se preocupe. Caminamos hasta el estacionamiento. Encontré el Mitsubishi algo sucio pero tal como lo había dejado. El hombre guardó su equipaje. Aún estaba oscuro. Eran como las cinco de la mañana, y yo estaba yendo a dejarlo en el velorio de su abuela.

Usted no se da cuenta de lo que significa que se me haya muerto mi abuela», me dijo el pasajero. «Usted me dice que me calme pero no se da cuenta, no entiende. No entiende porque usted y todos los que son como usted son unas mierdas de personas, eso es lo que son». Luego bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio, golpeando las rodillas con las manos. «Usted no sabe», repitió

En el camino me habló de ella. Me dijo que había vivido hasta los noventa años. Siempre bien, siempre soportando todo. Y siempre de pie. Incluso el último día se había preparado el desayuno, antes de caer privada. Recuerdo que pensé en mi abuela. Había muerto hacía tanto tiempo. Hacía mucho que no pensaba en ella. La estaba viendo muchos años antes: yo era un niño que iba a su casa y a veces tomaba lonche allí. Me gustaba tanto llegar. A veces, mientras veía la televisión en su casa, ella me acariciaba el pelo haciendo círculos con una mano, como batiendo algo en mi cabeza. Me parecía verla con su moño gris, sus labios delgados y sus largos trajes blancos. Fue ella quien me regaló mis primeros libros. El día en el que mi abuela tuvo un infarto me avisaron por teléfono. Ella aún estaba viva cuando contes-

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té la llamada. Pero yo no había llegado a la clínica hasta esa noche, cuando ya había sido demasiado tarde.

Llegamos a La Victoria. Estacioné el auto en una cochera que, cosa rara, encontré abierta. Había pensado dejar al hombre en la puerta del edificio donde me había dicho que era el velorio, pero la verdad es que para entonces ya tenía una curiosidad inmensa por saber cómo sería su encuentro con sus parientes. Caminé con él por la avenida. Llegamos a la puerta de barrotes de un edificio. Él tenía la llave. –Me la mandaron por correo hace unos meses, para un caso como éste –me dijo. Entramos a un corredor. Subimos por unas escaleras de madera crujiente. Sentí una pestilencia. Me pareció oír voces en las cercanías. De pronto llegamos a una puerta. El hombre tocó. Oí unos pasos al otro lado. Un tipo alto, de aspecto cansado, le abrió. –Qué bueno que has llegado –le dijo y se fue, cerrando la puerta. Estábamos en una habitación enorme, con paredes de quincha. Había grietas largas, que formaban una especie de diseño. El aire era ligeramente frío pero las ventanas de madera estaban cerradas. Dimos unos pasos sobre la madera astillada. El inmenso salón estaba desierto. Pero dos sillas blancas estaban dispuestas cerca del ataúd. Me acerqué y la vi. Tuve que retroceder un paso. Me llevé una mano a la boca. La mujer que estaba en el ataúd era idéntica a mi abuela: el moño gris, el traje blanco, los labios largos y delgados. Nos sentamos, uno al lado del otro. Él empezó a llorar otra vez. Me paré a mirarla de nuevo y puse la cabeza entre las manos. Sí, era ella.


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