VARIACIONES SOBRE EL AMOR
Un libro con textos
de Carlos Skliar
inspirado en la película
Dorados 50
de Alejandro Vagnenkos
y Víctor Cruz
PRÓLOGO
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PREFERIRÍAN NO HACERLO
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A MÍ NO ME PASA LO MISMO
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LO INCONTABLE
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¿QUIÉN SE PREGUNTA POR EL AMOR?
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ESA PALABRA
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MURAKAMI, EL MAR
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ENVEJECER Y AMAR
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HACER UNA PELÍCULA
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EL AMOR Y LOS ESPEJOS
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¿APRENDER EL AMOR?
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¿PRIMER AMOR?
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Los textos que siguen no podrían haber sido escritos si no existiese un origen preciso en las palabras, un punto de partida que mi memoria atesora con nitidez. No siempre es así, o casi nunca lo es: la escritura suele ser escurridiza, nace de respiraciones entrecortadas, posee sus propios laberintos y toma sus propias decisiones difíciles de contener. Es complicado poner la escritura al servicio de cuestiones que no me habiten por dentro, es decir: la escritura para mí encarna el lugar físico donde se reúnen, entre el azar y la conciencia, los deseos de un registro y una huella cuyo destino ya no me pertenece. Hace un tiempo, en una ciudad abierta al mar y que ofrece su desnudez sureña, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz me confiaron el deseo de hacer una película a propósito del amor y sus edades, de la duración incierta del amor, del amor que continúa inquebrantable aunque cambie sus formas, de ese amor tozudo, insistente, pero también frágil y dubitativo. Tiempo después fui invitado a participar de la idea de la película, encarnando a uno de los amigos del personaje principal, el propio Alejandro, a quien intenta ayudar a transitar el laberinto o las encrucijadas del amor, sentimiento a veces sobrevalorado, otras veces fugaz y banal, muchas veces definitivo y esencial. La película Dorados 50 —que de ella se trata— recorrería las historias de varias parejas distintas, atravesadas por la incógnita de una esencia inhallable, la del amor, a partir de una reflexión de la propia vida, de un personaje que corre en el tiempo y que está en ese umbral vital en el que percibe que ya no puede volver atrás y, sin embargo, todavía no es demasiado tarde para darse cuenta.
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En un encuentro para determinar algunas dimensiones de las conversaciones que se filmarían tiempo después, llevé anotados en mi libreta de tapas negras apuntes provisorios y precarios sobre aquello que podría caber en el amor: la idea de su transformación, deformación o modo informe; la existencia de una fórmula equívoca del amor; la cuestión de la intensidad y la duración; lo incontable; la esencialidad de los vínculos amorosos; el amor genérico y el amor encarnado; algunas resonancias del Banquete de Platón; la diferencia entre la pasión, el erotismo y el amor; la inaprensible y quizás infinita variabilidad de las historias amorosas, como aquella en la cual un hombre escribe una larga carta de amor que obtiene como única respuesta de la mujer amada: “A mí no me pasa lo mismo”; algunas señales que revelan cuándo el amor se vuelve antojadizo o crucial, como si hubiera algo allí que tuerce el destino de la gente. Carlos Skliar
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PREFERIRÍAN NO HACERLO
Iban a encontrarse para cenar fuera, pero prefirieron, una vez más, no hacerlo. Ella sentía que su cansancio repetido e infinito se lo impedía. Él, su miedo a verse reflejado en el rostro de esa mujer que cada mañana le dejaba una esquela con la premonición de un encuentro. Y no se encontraron porque a último momento ella prefirió postergarse y postergarlo, y él acató la decisión pues, al fin y al cabo, prefería regresar pronto a casa y terminar con las tareas pendientes. Verse y no verse fuera de sus sitios, darse voz, gestos, posiciones y desarreglos; o no, mejor no hacerlo, sostener la incógnita vacía. Cada uno llegó a su hogar casi al mismo tiempo, pero de un modo completamente distinto: ella atravesó la ciudad con un ritmo tibio y abrió la puerta con una sonrisa inaprensible; él apuró su paso, con esa prisa tan torpe, tan masculina. Se cambiaron de ropa, se sirvieron té y café, fumaron un cigarrillo, encendieron la computadora, miraron los mensajes laborales, borraron las infinitas publicidades y se escribieron un breve fragmento. Él sugirió que pensaba en ella; ella deslizó que, más que pensarlo, querría sentirlo y aclaró en mayúsculas que no deseaba el desencuentro; él que tampoco y que ya se encontrarían una noche de esas. Se desatendieron por unos instantes.
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Ella fue a prepararse una comida ligera, una ensalada a la que no le agregó queso ni nueces, y puso sobre la mesa varios informes para corregir, de última hora. Él calentó un trozo de carne de la noche pasada, con un arroz de la anterior, y se dispuso a actualizar una lista de precios para enviar a toda su cartera de clientes. Mientras comían, dejaron de lado la pantalla del computador para posarse, cada uno, en la pantalla de la televisión: ella miraba un documental sobre los astrónomos del siglo XII que insistían en no ponerles nombres a las estrellas antes de tocarlas; él asistía a un divertimento de preguntas sin sentido y respuestas que nunca eran las correctas. Eran las once de la noche cuando ambos se recostaron en la cama: ella, casi desnuda, hojeando Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller; él, ya sin su camisa, leyendo los obituarios de un periódico de fecha imprecisa. Parecía como si leyeran el uno junto al otro: daban vuelta las páginas en el mismo momento, crujían el borde de la hoja de una manera parecida. Este fragmento le gustará, pensó ella. Esta noticia voy a recortarla para ella, murmuró él. Ella abandonó enseguida el libro y un raro reflejo de su cuerpo recogido en el espejo le provocó un cierto ardor entre las piernas. Él leía distraídamente y comenzó a pasar su mano izquierda por encima del pantalón, casi sin quererlo. Ella se agitaba rápido, con desdén, pensando en el trabajo de la mañana siguiente y, al mismo tiempo, insistiendo en la circularidad perfecta del movimiento. Él se dispuso a una descarga inmediata, eléctrica, innata. 14
Apagaron la luz del cuarto al mismo tiempo. Eran las once y veintidós de la noche. No había lluvia, ni luna llena. Sólo unos ladridos oscuros y distantes. El último fragmento de lucidez antes de dormir se lo dedicó cada uno al otro, a sabiendas. Se escucharon decir, sin demasiado énfasis, casi a regañadientes: buenas noches. Y ambos pensaron en el umbral del sueño: ya habrá tiempo para encontrarse fuera, o para hacer el amor, o para escalar montañas. Sí, ya habrá tiempo para saber qué piensan, cómo hablan, qué mundo sueñan, qué voz tienen, qué esperan de la vida el uno y el otro. Y ya habrá tiempo para saber de una buena vez qué les ocurre con eso de vivir juntos, bajo el mismo techo, desde hace tantos años.
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A MÍ NO ME PASA LO MISMO
Es una mañana fresca, de esas en las que cuesta incluso desperezarse. Nos encontramos hacia las ocho en un café que parece despertar de una mala noche: los empleados deambulan entre la limpieza y la modorra, y todavía se mantienen a resguardo dentro del local. Llego puntual, y veo a Alejandro sentado en uno de los bancos destartalados de la plaza que está enfrente; me hace un gesto para que lo espere en una de las mesitas recién limpias, y pida dos cafés. Está leyendo, reconcentrado, y su postura indica que hay algo que debe terminar de subrayar antes de conversar conmigo. Sé que está ensimismado, o que algo lo preocupa íntimamente. Como si la inminencia de sus cincuenta años le trajera cuestiones nuevas, preguntas incómodas con las que no parece sentirse a gusto, pero que le son inevitables. Me lo dijo ayer por la noche, cuando decidimos encontrarnos: ¿Puede el amor ser duradero, pueden pasar diez, treinta, cincuenta años a lo largo de los cuales dos personas se mantengan dentro de una misma relación a la que llamamos amor? ¿Es amor o es otra cosa?. Entiendo que no es un interrogante que él quiera debatir como si se tratara de un tópico filosófico o un enigma ancestral de la humanidad. Es una pregunta que lo está corroyendo a él, está en su cuerpo, en su vida, no en la exterioridad sino en su intimidad. ¿Qué leías con tanta atención?, le pregunto. Nada, dice, estoy buscando algo pero no lo encuentro. Revolvemos al unísono las tazas de café humeantes, disolviendo 19
los corazones de espuma que la dueña del bar había trazado sobre la superficie. Voy a cumplir cincuenta años, me dice como si yo no lo supiera, y siento que me llegan sin querer preguntas de todos los lugares de mi vida. ¿Puedo escuchar alguna?, le digo con cierta timidez, pero invitándolo a la confidencia. ¿Qué diablos es el amor?, me interroga, y abre sus ojos claros como si fueran sus oídos. Voy a contarte una historia, de cuya veracidad soy testigo fiel: un amigo pasó días y noches enteras escribiendo una de las cartas de amor quizá más largas y más honestas del mundo. Estudió a los mejores poetas, se hundió en lecturas filosóficas y rescató las mejores escenas del cine y de la literatura contemporánea, para transmitir del modo más sublime su hondo sentimiento. Al cabo de unos pocos días, o quizá fueron horas, recibió una respuesta con una sola línea: “A mí no me pasa lo mismo”. Alejandro se sonríe, pero es una sonrisa entristecida, por supuesto que esta anécdota no le parece graciosa, y no responde ni de lejos a la urgencia de su pregunta. ¿Pero quién de los dos dice algo sobre el amor?, me cuestiona. ¿El que se obsesiona con él o la que admite que no lo siente? Sus palabras me sorprenden. Yo siempre había dado por sentada la linealidad de esta historia: alguien declara su amor, por lo tanto ama; alguien desiste del amor, por lo tanto no ama. Pero ahora que lo pienso con Alejandro me da la impresión de que las cosas importantes de este mundo y de esta vida no son para nada literales. ¿Quién fue de los dos más amoroso, o más verdadero en su amor? 20
¿Acaso el hombre que se desbordó en palabras, en citas, en refinamientos del lenguaje? ¿O fue ella que, en una simple frase, escueta y directa, reveló su honestidad extrema y no adornó su declinación con justificaciones o excusas sin sentido? Aquí está expuesto, entonces, el dilema del amor, la fórmula inexacta del amor, la posibilidad imposible del amor. Nos miramos un instante, y nos quedamos en la duda. A veces, pensamos los dos, una pregunta no supone una respuesta, sino la multiplicación de la pregunta. ¿Queremos afrontar esa complejidad o nos encogeremos de hombros? Luego de tres cafés cada uno, la mañana deja de ser fresca y dan ganas de hacer un paseo, pero no tenemos tiempo. El trabajo pendiente, las ocupaciones, hacen de la pregunta sobre el amor, como de cualquier otra pregunta que necesita demorarse, su enemigo acérrimo. Nos despedimos con la promesa del reencuentro, y los dos tomamos nuestros caminos sosteniendo como podemos el peso de una cuestión que es también el peso de nuestra ignorancia.
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LO INCONTABLE
Nuestro segundo encuentro fue de tarde; lo recordamos ambos porque el calor había impuesto su ley de agobio, y queríamos encontrar un sitio al aire libre para conversar sin prisas. Cada tanto postergábamos el horario, para que el sol declinara su violencia sofocante. Y es que ciertas conversaciones necesitan hacerse afuera, por caminos sin trazar, para tener la posibilidad de no encerrarse en las palabras ni en los paisajes. Las palabras del encuentro anterior habían quedado detenidas en cada uno de nosotros, no se desperdigaron ni se confundieron en conversaciones sobre otras cuestiones. Como si hubiera algo de tensión en la pregunta por el amor, una cierta urgencia, la necesidad de responder en concreto una pregunta que ha llevado siglos poder ser formulada. Y es que cuando hablamos de amor lo hacemos como si se tratara de una materia concreta, acabada, de apariencia reconocible, y terminamos confundiendo aquello que los griegos bien sabían diferenciar: el erotismo –eros–, la ternura y la pureza –ágape– y el amor valorativo –filia–. ¿De qué hablamos, pues, cuando hablamos del amor? ¿Del ardor inmediato de la carne, de la idealización del amor, de la importancia de estar juntos? Su rostro sigue preocupado y cuando pregunta es porque quiere saber algo que desconoce, no porque quiera confirmar lo ya sabido. Pero su preocupación ahora es de otro tenor, y me sorprende. Estoy haciendo cuentas de lo incontable que habrá que contar, dice. Quizá cuando uno supera la barrera de los cincuenta años 25
comienza a pensar en una suerte de cuenta regresiva: cuánto falta para llegar a la vejez; qué tiempo tenemos para seguir mirando la vida hacia delante; cuántas veces más podré hacer tal o cual cosa; cuánto hace que estoy en pareja, cuántos kilómetros soy capaz de correr; cuánto dura el amor. La idea de hacer las cuentas todo el tiempo apareció de pronto y no puedo quitármela de encima. Ignoro si tendrá que ver con la edad, porque cumpliré años dentro de poco. Supongo que alguna relación habrá: es que yo nunca antes cumplí cincuenta años. Nos miramos con cierta melancolía. Ambos estamos, con una diferencia, sintiendo que la memoria ya hizo un largo recorrido y que las cosas no solo pasaron ayer, anteayer, hace algunos días, sino también hace décadas. Y la sensación es de peso, de sostener recuerdos que recorrieron una larga travesía, afectados, por supuesto, por el azar y el capricho del olvido. Mi voz se enronquece, también preocupada. Su pregunta es mi pregunta también. Habrá que despreocuparse, Alejandro, de verdad lo digo. La vida no es, en la vida hay. Y a la vida hay que contarla aunque es incontable. Me da la sensación de que lo más interesante de los caminos recorridos no es tanto la medida sino la intensidad, no la duración sino la ocasión. Porque: ¿cuánto dura un amor y cómo calcularlo? ¿Cuánto dura una sonrisa, un dolor, una sorpresa, un temor? Si hay algo en la vida humana que no puede medirse, eso es el amor; porque su intensidad puede suponer un desborde absoluto, la pérdida de la continencia y, por lo tanto, la imposibilidad del cálculo. No forma parte de las cosas que se expresan en números, en fórmulas, en cantidades. De hacerlo así, se iniciaría el tedioso y oscuro camino de la especulación. Y la especulación y el amor son términos extraños, 26
parientes muy lejanos del lenguaje, incluso contradictorios. Casi todos buscamos definir qué es la vida, qué es la muerte, qué es tener cincuenta años, qué es correr, procurando la captura de un sentido inaprensible. Creo que hay que cambiar la pregunta, porque si insistimos en saber qué es el amor, caerían sobre nosotros cientos de definiciones contradictorias, banales, paradojales. ¿Acaso vale la pena el esfuerzo por encontrar una definición del amor? ¿Quién lo definiría, bajo qué circunstancias, con cuál autoridad? ¿Y qué dejaría al margen tal definición? ¿Qué se perdería con establecer un concepto a todas luces huidizo? ¿Qué se echaría a perder? Decía Lyotard que las preguntas son las infancias del pensamiento. Como si allí no hubiera sino una infinita curiosidad, ansias de descubrimiento y temor a las respuestas directas que lo oscurecen todo. ¿Qué puede ocurrir al preguntarnos por el amor desde la más absoluta banalidad, desde el imperio de lo superfluo, hasta llegar a las máximas potencias de una poética que, aun así, no se decide entre tocar el cielo, naufragar en mares revueltos o entrar en la incendiaria espesura de los infiernos? Para permanecer en la infancia de una pregunta quizá sea necesario insistir en volver a preguntarse, digo. Estoy en esa búsqueda, me dice Alejandro, recorriendo algunos senderos por donde encontrar respuestas. Quizá tendría que renunciar a ellas, o tal vez olvidarme de las preguntas. Su voz se va haciendo cada vez más débil, y las afirmaciones se vuelven dudas, titubeos. Invado su silencio: Alguien alguna vez me sugirió que no se trata de responder sino de cambiar una parte de la pregunta, esa parte que se hizo repetitiva y que ya no piensa, y, al cambiar, apreciar los efectos que nos provoca. 27
Alejandro me mira con desconfianza, pero me escucha con atención. Ahora que tiene una pregunta quisiera conservarla, resguardarla, atesorarla. ¿Por ejemplo?, pregunta con cierta timidez. Recuerdo lo que me impactó haber cambiado el “es” de una pregunta por el “hay”, le contesto suavemente. Algo hace mella en él y provoca un cambio en la posición de su cuerpo, otra abertura en su mirada, o eso me parece. Murmura: ¿Qué hay en el amor?, y no: ¿Qué es el amor? ¿Qué hay en el amor?, repite una y otra vez, como si probase el sabor de la nueva pregunta o el gusto reciente que queda en su boca por esa forma distinta de preguntarse.
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¿QUIÉN SE PREGUNTA POR EL AMOR?
Alejandro es corredor, es decir, sale a correr y busca espacios amplios, soleados, de límites imprecisos; necesita no solo mover las piernas sino todo el cuerpo. Correr es más que un ejercicio que le hace bien: permite que la respiración no sea tan entrecortada, que los paisajes se abran a su paso y que el deambular arrastrado de las semanas se convierta en kilómetros de travesía. Quizá por eso, porque corre en maratones, suele ser sensible al tiempo y la distancia, al cálculo de los minutos y del recorrido. Y quizá por ello, también, es que ahora, a punto de cumplir cincuenta años, traslada ese mismo pensamiento al amor: ¿cuánto podemos amar?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿cómo lo podemos medir? Alguien le dijo alguna vez que las preguntas no fueron inventadas para responderlas y quedarse en paz, sino para permanecer en ellas, aunque duelan, martiricen, o sea difícil sostenerlas; que no se trata de preguntas bien o mal formuladas, sino de entender quién, cuándo y por qué las formula, y quién o quiénes podrían hablar de la pregunta, de ese modo tan curioso de habitar un interrogante que no solo está presente, sino que le dice algo a alguien sobre su propia existencia. Por momentos tengo la sensación, le digo, de que sobre el amor solo podrían decir algo los que aman, los que se encuentran en medio del amor, los amantes. ¿Por qué no se podría preguntar a los que aman qué hay en ese amor? La simple idea de trasladar una pregunta propia a otros le hace bien. Lo que yo quiero decirle es que hay preguntas que necesitan formularse en voz alta para que el barullo 33
cese; que hay preguntas que valen la pena poner en medio y no tan adentro; que escuchar es también un modo de interrogación. Coincidimos, pues, en que no se trata de buscar en su interioridad sino de procurar una mirada desde dentro del amor: la incógnita sobre lo que allí sucede, la ignorancia suprema sobre qué es y qué no es, el comenzar de nuevo a hurgar en lo que hay en el amor. Un pensamiento sobre el amor: lo que se busca siendo inhallable; lo que se encuentra siendo inesperado. Un lugar en torno del amor: el mundo parece más bello y también más angustioso que lo que realmente es. Pero: ¿puede, acaso, medirse el amor, decir que el amor es o no es, está o no está, según su durabilidad, su magnitud, su trascendencia, su presente constante, su permanencia a salvo de los horrores y la belleza de otras palabras, de otras vidas y de otros mundos? ¿Y qué unidad de medida podrá con dicha bizarra tarea: los años, la fertilidad de cada segundo, el soporte de la mirada, la compañía, la desnudez, el sinsentido, los paisajes iniciáticos de los primeros encuentros, el sostén entre dos, todo lo que sucede como telón de fondo y no se aprecia, o su acción principal exacerbada? Es cierto que el amor se ha devaluado o ha perdido su centro de gravedad en la frivolidad de los afectos y la fugacidad de los encuentros. Quizá se haya perdido el temblor, el escozor, la incomodidad, la duda. Como si el amor se hubiese sometido a la lógica implacable de los beneficios y la inmediatez, condenado a la falta de tiempo o de deseos, y sucumbiera a los dictados actuales de la rapidez y la fugacidad. Pero, si no hay temblor, si los amantes no dicen algo sobre ese estado de intranquilidad, incomodidad, extrañeza: ¿qué saber puede haber sobre lo que hay en el amor? 34
ESA PALABRA
No lo sé, no lo había pensado antes, me gusta esa palabra, gustar en el sentido de paladear, de saborear, de no morderme los labios, de hacerla permanecer en la punta de la lengua. Me gusta el desfile de sus sonidos, el modo que tiene de llamar la atención a los distraídos, y cómo al escucharse parece aplacar la furia de los soberbios, de tal modo que más que una palabra fuese en verdad la duración de un soplido que trastoca el semblante de los rostros corroídos por la venganza o la desazón, sobre todo cuando en el filo de la tarde el sol se desvanece y va quitándose del rabillo de los ojos y se hace inevitable que todo el mundo intente aplacar su dolor con un par de lágrimas, no más, mientras la noche no solo oscurece lo que vendrá –el aire espeso de la incertidumbre– sino que enceguece a los niños que se despiden del tiempo que les es propio por ser niños y guardan sus muñecos en cajas clandestinas bajo la cama desordenada del día anterior en que sueños y pesadillas trabaron la batalla por evitar crecer a toda costa, sin remedio, como si unos pocos sonidos lograsen remediar la torpeza de la vida que insiste en asustarnos con olvidos, falsedades y patrañas, consiguieran arrancarnos de las fauces de la envidia y la desdicha y acabar con la trampa que reina entre las calles malolientes y desperdiga el odio más artero que hace que los desencuentros primen sobre la poquísima verdad, esa palabra, entonces, cómo decirla ahora, cómo se hace para hacerla, para no salirse, para estar, cómo ama, cómo arde esa palabra, cómo nombrarla sin que te nombre, no lo sé, cómo es que se la puede pronunciar sin temblar. 37
MURAKAMI, EL MAR
El mar parece hoy especialmente furioso, agitado, amenazante. Sobre la arena mojada de la mañana no quedan rastros de flechas en los corazones, ni de nombres, ni de posibles fogatas encendidas en el anochecer reciente. Las pequeñas olas que llegan a la orilla no se corresponden con el rugido que se escucha a la distancia, como si el rumor del mar estuviese agazapado, más adentro todavía de lo que la vista alcanza a percibir y el oído atestigua. Alejandro pasó un tiempo entrevistando a parejas con una historia de amor larga, larguísima, casi como sus edades cronológicas; vidas cuyo relatos amorosos coinciden casi textualmente con sus relatos completos, sin un antes y un después, como admitiendo que el comienzo de la vida tuviera que ver con el inicio del amor. Aun así, habiendo conversado con una decena de parejas duraderas, sigue rumiando insatisfecho en medio de la pregunta, no se quita de ella ni ella de él, y las respuestas no son tan sencillas ni llegan tan rápidamente como lo desea. Necesito un tiempo, me cuenta una tarde antes de viajar al mar, para regresar a mi refugio —a ese lugar donde el silencio y la quietud quizá puedan darme un tono distinto—, quitarme de la obsesión, hacer de cuenta que me olvido de la pregunta para recordarla de otro modo. El refugio es sinónimo de soledad, de apartarse, de silencio. Como si en vez de salir de la caverna, él sintiese que tiene que entrar en ella; evitar la oscuridad, sí, pero insistir en el misterio 41
del interrogante, aferrarse a él como quien se agarra a un secreto que está en la punta de la lengua y todavía no se desamarra. Ahora el sol está en su punto más alto, en la cúspide del día, y el refugio se transforma en aire libre sin nadie a la vista; Alejandro llega a la playa cargando una reposera en la mano izquierda y una sombrilla multicolor en la mano derecha. En una bolsa de cuero que cuelga de su hombro lleva un libro, un libro especial para él, podría ser cualquier otro, pero aquí y ahora, dispuesto a la lectura, será como regresar al punto de partida para recomenzar. Ordena su espacio en la arena con meticulosidad, pues a veces no se trata solo de sentarse a leer como quien se sienta a comer o a mirar la televisión; los rituales de preparación son, en sí mismos, la acción que se desea emprender, y Alejandro quisiera no tener en ese momento distracciones ni vientos inoportunos que lo perturben. Piensa que si regresara a la cuestión del correr, quién sabe si no encontraría alguna luz en la cuestión del amor. Piensa que Murakami es como un amigo que le confiará algún secreto, alguna palabra o alguna entrelínea para aclararse aunque más no sea un poco. De verdad, le preocupa la pregunta, su pregunta, es decir, de verdad, le importa. Y comienza a leer. Tiempo después, Alejandro me mostrará con cierto gesto ceremonial, como un descubrimiento inédito, tres subrayados que hizo en el libro. Todavía conservo esas frases en mi memoria y soy capaz de citarlas textualmente: “En algún momento de la vida todo el mundo alcanza la cuota más alta de su capacidad física, y después viene el declive”; “en mi caso, el apogeo como corredor me llegó pasados los cuarenta años, y el declive pasados los cincuenta, fue un shock”; “correr ya no me resultaba algo 42
despreocupado y divertido como antes. Entre el correr y yo se había presentado esa época de pereza y hastío que les llega a muchos matrimonios”. Aún hoy siento un temblor al pensar cómo los libros, algunos libros, algunos pasajes de algunos libros, nos dan las palabras que no tenemos, nos hablan al oído para ayudarnos a descifrar aquello que ni siquiera llegábamos a enunciar y, en fin, cómo algunos libros son esos buenos amigos que dan todo lo que tienen y no piden nada a cambio.
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ENVEJECER Y AMAR
Hay ciertas palabras, frases o teorías austeras que solo se pronuncian a solas, cuando estamos rodeados por sonidos cercanos al silencio y a la serenidad. Y aunque luego nos damos cuenta de que lo dicho no es necesariamente agradable, algo nos hace entender que es verdadero, o verosímil. A veces hay que irse lejos para reencontrarse, quitarse de uno, descomponerse, y emprender una suerte de travesía que nos acerque a esa voz que, con suerte, nos dirá lo que no cabe pensar y eludirá lo que ya fue pensado. Alejandro pasa horas contemplando el mar. Hay un murmullo de las olas fuera de sus oídos y también dentro de sí. En los últimos días no dejé de hablarle, de aconsejarle, de explicarle, y quizá sea hora de tener un descanso para que encuentre su propio tono, como quien ya entendió algo pero ahora necesita incorporarlo, darle cuerpo, encarnarlo. Aquella voz, que él mismo había dejado a prudente distancia, comienza a hablarle. Al principio solo se escucha repetir las preguntas que ya conoce, y no consigue torcer el rumbo del interrogante. Las palabras se suceden al azar, como una larga lista de términos reconocibles pero vacíos, hasta que oye la palabra vejez, y la rueda del lenguaje deja de girar. Conoce esa palabra, claro está, pero siempre la utilizó como descripción de algo exterior a él: envejecen las abuelas y los abuelos, envejecen las madres y los padres, envejecen las hermanas y los hermanos mayores, envejecen ciertas ideas, ciertas imágenes, ciertos conceptos, ciertas 47
sensaciones. Pero esa palabra parece apuntar siempre hacia otro lado, como una flecha envenenada que nunca te toca, hasta que se clava como un puñal y ya no es posible quitártela de encima. Entonces aparece el temblor por la vejez. Alejandro me dice unos días más tarde, al regresar de la playa: Esta es la primera vez que experimento lo que es envejecer, y la sensación que trae aparejada; y también es de las pocas veces que advierto el valor y el disfrute de todo aquello que no puede expresarse en cantidades, en números, en cifras. Notamos la diferencia entre saber algo y darnos cuenta. Es claro que siempre supimos que envejeceríamos, pero se trataba de un conocimiento que podía apartarse mientras les ocurriera a los demás y fuésemos simples testigos distraídos de la ancianidad de otros. Darse cuenta es otra cosa, siempre es otra cosa: es “caer en la cuenta”, y ya sabemos, ahora sí, lo que ello significa. Comencé a poner algo de distancia entre el correr y yo. Decidí correr de vez en cuando, sin tanta pretensión ni tanto desenfreno. Una distancia parecida a aquella que se pone cuando un amor ha perdido la pasión descontrolada e irracional del inicio, me comenta con cierta calma. Queriéndolo o no, Alejandro me ofrece una pista certera sobre lo que está pensando; ahora ya no parece tratarse tanto del amor, o sí, pero en otro sentido: es el amor y es también la vejez, es su amor y es su vejez, es el envejecimiento del amor, el amor envejecido, lo que es muy distinto a todo lo que veníamos conversando hasta aquí. ¿Es posible, entonces, que el amor que comienza irreductible e infinito, se vuelva una frontera cuando envejecemos? ¿Que el amor, como todo en esta vida, pueda tomar un rumbo doble al 48
envejecer: oxidarse y perder cuerpo, añejarse y ser lo más sustancial? ¿Que ya no se trata de correr, de la prisa, de la urgencia, sino del caminar, de la lentitud, de la suspensión? ¿Y cómo encontrar testimonios, huellas, trazos, de ese amor que parece durar una eternidad?
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HACER UNA PELÍCULA
Decir que el arte en general toma una imagen cualquiera y la multiplica hasta lo impensable, resulta tanto una obviedad como un milagro. Quizá nada sabríamos de los tópicos más esenciales de la vida si no fuera por ese gesto abierto, y de algún modo generoso, que procede de abrir las lentes, el lenguaje, la escena, el tiempo y los colores, buscando diferencias sutiles y groseras en las repeticiones de lo único. Si no fuese por el arte, quizá creeríamos, quién sabe, que el cielo es solo este cielo, que la soledad es únicamente esta soledad, que el mundo es solo nuestro mundo, que las palabras son exclusivamente aquellas de las que disponemos. ¿Qué era la tristeza o el dolor o la dicha antes del cine, del teatro, de la poesía, de la fotografía, de la pintura? ¿Lo que nos pasa no tiene que ver, acaso, con una experiencia que va más allá de nuestros confines y de nuestras acciones, gracias a la diseminación de voces y de imágenes que también, en cierto modo, se hacen nuestras y que fueron creadas lejos de aquí, en tiempo y en espacio? Estas ideas comenzaron a rondarme después de la última conversación con Alejandro, cuando advertí que él se abría paso hacia una pregunta que tal vez ya había sido pronunciada muchas veces y mucho antes, y que necesitaba una vuelta más, de su mano. ¿Por qué no hacer una película sobre el amor duradero, sobre ese amor que aun cambiando de formas y de nombres resiste el 53
paso del tiempo y se vuelve tozudo, insistente, más parecido a la eternidad que a la fugacidad? ¿Por qué no buscar en la experiencia humana una narración viva, atenta, dispuesta, que pueda contar en presencia qué es ese amor que se aproxima a la vejez y puede elaborar su propia sabiduría, su propia interioridad? Llego con esta idea a nuestro encuentro de cada miércoles por la mañana, un encuentro que sostiene una conversación cada vez más abierta e impredecible. Alejandro corre, sí, pero también y sobre todo es cineasta, y quién sabe si no sería posible buscar allí, en el movimiento temporal del cine, algo del retrato que tanto busca, el modo de detener y suspender la pregunta por el amor entre los rostros y las voces de quienes han amado por largo tiempo y todavía siguen amándose, esa rareza del amor perdurable en una época en la que todo o casi todo rehúye de la duración. Una película, piensa él, donde pueda escucharse a quienes han vivido la experiencia del amor por años, a quienes creen que algo del amor tiene que ver con su permanencia, con su durabilidad. El amor entre individuos, entre singularidades, intimidades, corporalidades, espiritualidades, que puede quedar prendido entre alfileres, que puede ocupar y rellenar todos los contornos, superficies y huecos de las vidas, que puede enrollar o desenrollarse a lo largo del tiempo, y ser una marca de la impotencia o de la potencia. En todos los casos, le sugiero, tendremos siempre una duda sobre su posible o imposible fórmula: hay dos vidas, hay un amor. ¿Es así como deberíamos pensarlo? ¿Un amor, tallado en la corteza de un árbol, sobre el que dos vidas decidirán si converger 54
o diverger en distintos momentos? ¿Ese amor, en singular, puede ser regular, constante, duradero, mientras las vidas, en plural, por lo general solo pueden sostenerse si cambian, mutan, mudan sus trayectos y travesías? ¿Y qué virtud habrá tenido el amor para hacer que esas vidas permanezcan juntas, más allá de las encrucijadas?
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EL AMOR Y LOS ESPEJOS
El rodaje de la película ya lleva unos días, los testimonios de las parejas se suceden unos a otros en un vértigo difícil de analizar; pero quizá sea eso mismo lo que Alejandro quisiera ahondar: palabras incesantes merodeando por el lenguaje cautivo de la memoria; gestos de complicidad, de acuerdos y también de divergencias; miradas humedecidas por los recuerdos de un amor que se ve a sí mismo a través de las versiones de sus protagonistas; frases trilladas y sorprendentes. La escena deambula entre luces, cámaras y ajustes de sonido, intentando no una captura conceptual, la frase que desnude el amor en su intimidad, sino la posible veracidad de los relatos. Se trata de contar, contarse, para encontrar en lo que se dice las formas de expresión, el cuerpo en movimiento, todo aquello que para ser dicho necesita de proximidad y de distancia, de espontaneidad y pensamiento, de movimientos mínimos y desplazamientos ampulosos. Alejandro recorre esa escena con cuidado. Su atención se concentra en su mirada mientras experimenta una impaciencia creciente aunque no muy marcada. No quiere determinar los lugares por donde deben transitar las parejas, no desea indagar bajo la forma de un interrogatorio, confía en haber creado un espacio y un tiempo propicios para poder escuchar, para que con la imagen y el sonido alojen una pregunta por el amor cuya respuesta se vuelve cada vez más escurridiza.
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Las parejas trajeron un repertorio de objetos y de fotografías que, quizá, las ayuden a deslizarse por las arenas movedizas de sus propias historias, de esas biografías que no siempre están a flor de piel o que, por habituales, cotidianas y tan familiares, no pueden ser narradas sin un dejo de repeticiones y lugares comunes. Yo estoy sentado a una distancia prudencial de la filmación, como un espectador más, intentando acompañar esas secuencias que en principio parecen prolijas, ordenadas, dispuestas en el tiempo tal como se han contado infinidad de veces a los amigos y amigas, a los hijos y a las hijas, en fin, a todos los que quisieran escuchar. Anoto en una libreta esta percepción o pregunta: ¿cómo se cuenta por primera vez algo que ya se ha contado infinidad de veces, y que puede ser la historia de un amor, sí, pero también parece ser la historia del relato mismo, ya organizado, subrayado, detenido en su propia estructura y argumentación? De pronto, Víctor, detrás de cámaras, interrumpe la filmación, detiene el tiempo, quiere pensar un instante en lo que vendrá: sugiere a Alejandro que ofrezca a la pareja que está hablando unos espejos y que se miren en ellos, que los apunten en diferentes direcciones, que busquen reflejos. Parece un juego, lo es, pero también es la multiplicación y la diversidad de una imagen que ya se veía entera, sin rugosidad ni resquebrajamientos. Los espejos, lo sabemos, parecen contener con fidelidad nuestra imagen, pero también son fantasmagorías del paso del tiempo, testigos indirectos y ocasionales de las horas, de los días, de los años, extraños personajes mudos de nuestras vidas, 60
a los que solemos hacerles caso y prestarles atención, o desafiarlos, desobedecerlos y hacerlos añicos. Recordé entonces aquel fragmento del poema de Unamuno: “Oh triste soledad, la del engaño / de creerse en humana compañía / moviéndose entre espejos, ermitaño”. Y también me escuché murmurar aquel otro fragmento de Alfonsina Storni: “Las espaldas femeninas / recogían la claridad de los espejos”. Julieta fotografía el juego de los espejos y ella misma ahora, con su cámara, es otro espejo: el de la imagen que se detendrá, la imagen de lo que se contiene y ya no se perderá en la línea aciaga del tiempo, la huella que permanecerá en su propio instante y que podrá apreciarse después, siempre. ¿Qué estará viendo esa pareja que ahora mismo juega con los espejos? ¿Una imagen simplemente duplicada, una imagen deteriorada o rejuvenecida, una imagen ya vista miles de veces, un espectro de sí misma? ¿Algo que jamás antes hayan visto? Yo no me veo así —dice el hombre sin titubear, luego de unos minutos—, como la imagen que me da este espejo. Lo que veo no deja de ser cierto, agrega. Pero a ella yo la veo igual que cuando la conocí. Entonces gira su rostro hacia ella, abandona por un momento el reflejo y la mira como si fuera por primera vez. Me gusta, me gusta mucho, siempre me gustó, acaba diciendo. Alejandro me busca con la mirada y se sonríe con disimulo. Sabe que esta escena valió la pena, sabe que quedará en la película, y que yo estoy tomando nota de ella en mi libreta. ¿Qué estoy escribiendo ahora mismo? Nada importante, quizá banal, algo así como que el amor no se somete a la lógica implacable de los espejos o, en todo caso, que hay otros espejos muy 61
dentro nuestro que reflejan de otro modo el paso del tiempo en el amor, que lo detienen, y que insisten en creer que nunca es demasiado tarde para que un instante durante toda la vida.
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¿APRENDER EL AMOR?
¿Y qué hemos aprendido, qué hemos sabido, si es que acaso algo puede aprenderse de lo inaprensible, si algo puede entenderse de lo incomprensible? Unos rastros, unas huellas, unos vestigios, por supuesto que sí. Señales que apuntan en diferentes direcciones; huellas que muestran pasos distintos sobre suelos dispares; voces que intentan confluir y que se encuentran, de pronto, delante de un océano insondable. Pasaron rostros, manos, movimientos, gestos contenidos y descontrolados; hubieron voces que hablaron del amor, del desamor, del casi, del quizá, del sin embargo. Como si detenerse en una pregunta cualquiera transformara lo habitual, lo cotidiano, en algo excepcional. Ninguna palabra puede pronunciarse en general si no atraviesa, al mismo tiempo, las edades, las arrugas, los tiempos, en fin, esas historias personales donde los sonidos que una expresión contiene acaban por resonar de otro modo, siempre distinto, siempre impar. No hay reglas, no hay leyes, no hay normalidad. Acaso esto sea el amor: una patria de singularidades que se resiste a ser definida, a ser apresada; huidiza, irregular, donde hay quienes sienten haber nacido allí y quienes se sentirán siempre extranjeros. O quizá nada haya que aprender, y en todo caso tengamos que desaprender todo lo que sabemos del amor, justamente, para poder amar. En nuestra última conversación, Alejandro y yo nos dimos cuenta de una experiencia común, tal vez demasiado común: la imagen de un padre que debía encargarse de enseñárnoslo todo acerca de 65
la amistad, la política, el mundo exterior, la sexualidad, el amor. Eran otros tiempos, donde no había tantas cosas visibles ni disponibles, tiempos en que aprendíamos más entre nosotros que por efecto de las lecciones; y la vida estaba llena de fantasmas escurridizos que agitaban nuestra percepción del presente y el futuro. Nuestros padres golpeaban la puerta de nuestros cuartos, preguntaban si podían pasar o nos citaban en algún rincón neutro de la casa, fuera de la vista de los demás, para mantener esas conversaciones con que nos habilitaban a la vida adulta. Se trataba del ritual del pasaje de una generación adulta a sus hijos, completamente convencida de que las cosas debían ser explicadas a su hora, a una edad determinada, de una manera bien elaborada, para iniciarnos en todo aquello de lo que nos creían acaso huérfanos, ignorantes o incapaces aun de experimentar. Yo me daba cuenta enseguida cuando una conversación de aquellas era inminente, le cuento a Alejandro. Mi padre solía avisarnos con tiempo, y el momento llegaba cuando venía en mi búsqueda con sus cigarrillos y un cenicero. Seguramente sería una de esas charlas largas, de algún modo esperadas, pero sobre todo incómodas. Ni Alejandro ni yo supimos nunca cómo decirles a nuestros padres que ya habíamos tenido una que otra experiencia en el asunto, que habíamos dejado de ser niños hacía largo rato, que tal vez ya estábamos enamorados desde hacía largo tiempo. No había modo de detenerlos, hubiera sido una profunda decepción para ellos la interrupción de ese ritual trascendente. Y los escuchábamos, quizá recibiendo con gusto sus particulares versiones de todos aquellos asuntos, pero deseando que terminasen lo más pronto posible. 66
¿PRIMER AMOR?
Él nunca se había enamorado antes, o eso creía o le habían hecho creer, y entonces cuando se enamoró pensó, sintió, percibió que era por primera vez, la vez suya, pero se contuvo para no decir que aquello era para siempre, no por nada y aunque no lo sintiera así, sino porque intuía que sería insoportable vivir todo el tiempo a cierta altura del suelo casi rozando los contornos de las estrellas, absorto, desatento, escribiendo pésimos poemas que nadie, ni él mismo, leería durante ni después, deslizándose por el mundo como una suerte de animal por momentos estilizado y por momentos retorcido, que a veces daba gusto ver y otras, una profunda pena. Por eso, cuando ella se le acercó y estuvo a unos pocos pasos, sintió ese aroma de paisaje desconocido: una mezcla de voces rojas, de ardor de fogata naciente y de flores recién nacidas. Ella caminaba siguiendo la forma de la brisa y los árboles parecían obedecerle; tenía los ojos tan abiertos como si al mirar escuchara o como si todos alrededor se vieran obligados a la desaprensión de sus propias falsedades. Ya estaba a menos de dos metros; al fin podría decirle todo lo que imaginaba: que medio cuerpo suyo era sonrisa y el otro medio un vendaval, que su modo de andar le había dividido la vida por la mitad. Él temblaba como si estuviera a punto de descifrar un símbolo milenario, como si la tierra se abriese por encima, bien en lo alto, inasible, o como si el mundo fuese una lluvia torrencial a punto de detenerse y secarse para siempre. 69
Allí estaba ella, pasando casi a su lado. Él se quedó perplejo, detenido, y no se atrevió a decirle nada. ¿Cómo hablar? ¿En qué lengua? ¿Con qué respiración? Solo deseó que siguiera pasando cerca suyo cada día y que él alguna vez atinase a decirle algo, y que ese instante no fuese demasiado tarde. Él la esperaría cada día a eso de las siete, en el umbral de la noche, bien peinado y de ropas blancas, recién almidonadas. No tenía más remedio: nunca antes había sentido de ese modo el amor, y recién había cumplido sus primeros nueve años.
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PAREJAS NORMA BEATRIZ DEL PUP & JUAN CARLOS GUTIÉRREZ
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MARTA ZULEMA ALESSIO & ÁNGEL SUCHERAS
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MARÍA CELIA RAMRAS & FRANCISCO HORACIO VOOGD
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NÉLIDA ANTONIA PEDROZA & JORGE ARMANDO FASCE
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NORMA SHIMAMOTO & KINJI IMAMURA
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PERLA BONATTI & ADOLFO MANGO
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ALEJANDRO VANNELLI & ERNESTO LARRESE
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ANY KATZ & JAIME TARASOW
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MARTHA SOSA & JORGE WEISS
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MIGUEL ÁNGEL DE PIERO & MIRTA NORMA ANDRUSIW
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Todas las fotografías de este libro contienen un código QR que vincula a los protagonistas de cada imagen con escenas de la película Dorados 50. Escaneá los códigos con un lector desde tu teléfono móvil.
Variaciones sobre el amor Primera edición © Carlos Skliar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz © La Luminosa editorial
Dirección editorial Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro Textos Carlos Skliar Diseño gráfico Ana Armendariz Laboratorio digital Bob Lightowler Corrección de textos Jorgelina Núñez
Vagnenkos, Alejandro Variaciones sobre el amor / Alejandro Vagnenkos ; Victor Cruz ; Carlos Skliar. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : La Luminosa, 2021. 112 p. ; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-3751-36-3 1. Matrimonio. 2. Relaciones de Pareja. I. Cruz, Victor II. Skliar, Carlos III. Título CDD 158.2
Libro publicado en Buenos Aires, Argentina en septiembre de 2021. Impreso en Akian Gráfica Editora.
Hace ya un tiempo, en una ciudad abierta al mar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz me confiaron el deseo de hacer una película a propósito del amor y sus edades. Tiempo después fui invitado a representar a uno de los amigos del personaje principal –el propio Alejandro– a quien intento ayudar a transitar por las encrucijadas de lo amoroso. AMOR: una palabra inmensa, a veces sobrevalorada, otras, fugaz y banal, muchas veces definitiva y esencial. La película Dorados 50 recorre historias de parejas atravesadas por la incógnita de una esencia inhallable, la de la duración del amor que no se quiebra aunque cambie sus formas; de ese amor frágil pero insistente. Carlos Skliar