Variaciones sobre el amor, Carlos Skliar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz 1-40

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VARIACIONES SOBRE EL AMOR

Un libro con textos de Carlos Skliar inspirado en la película

Dorados 50 de Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz

PRÓLOGO PREFERIRÍAN NO HACERLO A MÍ NO ME PASA LO MISMO LO INCONTABLE
SE PREGUNTA POR EL AMOR? ESA PALABRA MURAKAMI, EL MAR ENVEJECER Y AMAR HACER UNA PELÍCULA EL AMOR Y LOS ESPEJOS ¿APRENDER EL AMOR? ¿PRIMER AMOR? 7 11 17 23 31 35 39 45 51 57 63 67
¿QUIÉN

Los textos que siguen no podrían haber sido escritos si no existiese un origen preciso en las palabras, un punto de partida que mi memoria atesora con nitidez. No siempre es así, o casi nunca lo es: la escritura suele ser escurridiza, nace de respiraciones entrecortadas, posee sus propios laberintos y toma sus propias decisiones difíciles de contener. Es complicado poner la escritura al servicio de cuestiones que no me habiten por dentro, es decir: la escritura para mí encarna el lugar físico donde se reúnen, entre el azar y la conciencia, los deseos de un registro y una huella cuyo destino ya no me pertenece. Hace un tiempo, en una ciudad abierta al mar y que ofrece su desnudez sureña, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz me confiaron el deseo de hacer una película a propósito del amor y sus edades, de la duración incierta del amor, del amor que continúa inquebrantable aunque cambie sus formas, de ese amor tozudo, insistente, pero también frágil y dubitativo.

Tiempo después fui invitado a participar de la idea de la película, encarnando a uno de los amigos del personaje principal, el propio Alejandro, a quien intenta ayudar a transitar el laberinto o las encrucijadas del amor, sentimiento a veces sobrevalorado, otras veces fugaz y banal, muchas veces definitivo y esencial. La película Dorados 50 —que de ella se trata— recorrería las historias de varias parejas distintas, atravesadas por la incógnita de una esencia inhallable, la del amor, a partir de una reflexión de la propia vida, de un personaje que corre en el tiempo y que está en ese umbral vital en el que percibe que ya no puede volver atrás y, sin embargo, todavía no es demasiado tarde para darse cuenta.

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En un encuentro para determinar algunas dimensiones de las conversaciones que se filmarían tiempo después, llevé anotados en mi libreta de tapas negras apuntes provisorios y precarios sobre aquello que podría caber en el amor: la idea de su transformación, deformación o modo informe; la existencia de una fórmula equívoca del amor; la cuestión de la intensidad y la duración; lo incontable; la esencialidad de los vínculos amorosos; el amor genérico y el amor encarnado; algunas resonancias del Banquete de Platón; la diferencia entre la pasión, el erotismo y el amor; la inaprensible y quizás infinita variabilidad de las historias amorosas, como aquella en la cual un hombre escribe una larga carta de amor que obtiene como única respuesta de la mujer amada: “A mí no me pasa lo mismo”; algunas señales que revelan cuándo el amor se vuelve antojadizo o crucial, como si hubiera algo allí que tuerce el destino de la gente.

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PREFERIRÍAN NO HACERLO

Iban a encontrarse para cenar fuera, pero prefirieron, una vez más, no hacerlo.

Ella sentía que su cansancio repetido e infinito se lo impedía.

Él, su miedo a verse reflejado en el rostro de esa mujer que cada mañana le dejaba una esquela con la premonición de un encuentro.

Y no se encontraron porque a último momento ella prefirió postergarse y postergarlo, y él acató la decisión pues, al fin y al cabo, prefería regresar pronto a casa y terminar con las tareas pendientes.

Verse y no verse fuera de sus sitios, darse voz, gestos, posiciones y desarreglos; o no, mejor no hacerlo, sostener la incógnita vacía.

Cada uno llegó a su hogar casi al mismo tiempo, pero de un modo completamente distinto: ella atravesó la ciudad con un ritmo tibio y abrió la puerta con una sonrisa inaprensible; él apuró su paso, con esa prisa tan torpe, tan masculina. Se cambiaron de ropa, se sirvieron té y café, fumaron un cigarrillo, encendieron la computadora, miraron los mensajes laborales, borraron las infinitas publicidades y se escribieron un breve fragmento.

Él sugirió que pensaba en ella; ella deslizó que, más que pensarlo, querría sentirlo y aclaró en mayúsculas que no deseaba el desencuentro; él que tampoco y que ya se encontrarían una noche de esas.

Se desatendieron por unos instantes.

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Ella fue a prepararse una comida ligera, una ensalada a la que no le agregó queso ni nueces, y puso sobre la mesa varios informes para corregir, de última hora.

Él calentó un trozo de carne de la noche pasada, con un arroz de la anterior, y se dispuso a actualizar una lista de precios para enviar a toda su cartera de clientes.

Mientras comían, dejaron de lado la pantalla del computador para posarse, cada uno, en la pantalla de la televisión: ella miraba un documental sobre los astrónomos del siglo XII que insistían en no ponerles nombres a las estrellas antes de tocarlas; él asistía a un divertimento de preguntas sin sentido y respuestas que nunca eran las correctas.

Eran las once de la noche cuando ambos se recostaron en la cama: ella, casi desnuda, hojeando Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller; él, ya sin su camisa, leyendo los obituarios de un periódico de fecha imprecisa.

Parecía como si leyeran el uno junto al otro: daban vuelta las páginas en el mismo momento, crujían el borde de la hoja de una manera parecida.

Este fragmento le gustará, pensó ella. Esta noticia voy a recortarla para ella, murmuró él. Ella abandonó enseguida el libro y un raro reflejo de su cuerpo recogido en el espejo le provocó un cierto ardor entre las piernas. Él leía distraídamente y comenzó a pasar su mano izquierda por encima del pantalón, casi sin quererlo.

Ella se agitaba rápido, con desdén, pensando en el trabajo de la mañana siguiente y, al mismo tiempo, insistiendo en la circularidad perfecta del movimiento.

Él se dispuso a una descarga inmediata, eléctrica, innata.

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Apagaron la luz del cuarto al mismo tiempo. Eran las once y veintidós de la noche. No había lluvia, ni luna llena. Sólo unos ladridos oscuros y distantes. El último fragmento de lucidez antes de dormir se lo dedicó cada uno al otro, a sabiendas.

Se escucharon decir, sin demasiado énfasis, casi a regañadientes: buenas noches.

Y ambos pensaron en el umbral del sueño: ya habrá tiempo para encontrarse fuera, o para hacer el amor, o para escalar montañas.

Sí, ya habrá tiempo para saber qué piensan, cómo hablan, qué mundo sueñan, qué voz tienen, qué esperan de la vida el uno y el otro.

Y ya habrá tiempo para saber de una buena vez qué les ocurre con eso de vivir juntos, bajo el mismo techo, desde hace tantos años.

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A MÍ NO ME PASA LO MISMO

Es una mañana fresca, de esas en las que cuesta incluso desperezarse. Nos encontramos hacia las ocho en un café que parece despertar de una mala noche: los empleados deambulan entre la limpieza y la modorra, y todavía se mantienen a resguardo dentro del local.

Llego puntual, y veo a Alejandro sentado en uno de los bancos destartalados de la plaza que está enfrente; me hace un gesto para que lo espere en una de las mesitas recién limpias, y pida dos cafés. Está leyendo, reconcentrado, y su postura indica que hay algo que debe terminar de subrayar antes de conversar conmigo. Sé que está ensimismado, o que algo lo preocupa íntimamente. Como si la inminencia de sus cincuenta años le trajera cuestiones nuevas, preguntas incómodas con las que no parece sentirse a gusto, pero que le son inevitables. Me lo dijo ayer por la noche, cuando decidimos encontrarnos: ¿Puede el amor ser duradero, pueden pasar diez, treinta, cincuenta años a lo largo de los cuales dos personas se mantengan dentro de una misma relación a la que llamamos amor? ¿Es amor o es otra cosa?.

Entiendo que no es un interrogante que él quiera debatir como si se tratara de un tópico filosófico o un enigma ancestral de la humanidad. Es una pregunta que lo está corroyendo a él, está en su cuerpo, en su vida, no en la exterioridad sino en su intimidad.

¿Qué leías con tanta atención?, le pregunto. Nada, dice, estoy buscando algo pero no lo encuentro.

Revolvemos al unísono las tazas de café humeantes, disolviendo

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los corazones de espuma que la dueña del bar había trazado sobre la superficie.

Voy a cumplir cincuenta años, me dice como si yo no lo supiera, y siento que me llegan sin querer preguntas de todos los lugares de mi vida.

¿Puedo escuchar alguna?, le digo con cierta timidez, pero invitándolo a la confidencia.

¿Qué diablos es el amor?, me interroga, y abre sus ojos claros como si fueran sus oídos.

Voy a contarte una historia, de cuya veracidad soy testigo fiel: un amigo pasó días y noches enteras escribiendo una de las cartas de amor quizá más largas y más honestas del mundo. Estudió a los mejores poetas, se hundió en lecturas filosóficas y rescató las mejores escenas del cine y de la literatura contemporánea, para transmitir del modo más sublime su hondo sentimiento. Al cabo de unos pocos días, o quizá fueron horas, recibió una respuesta con una sola línea: “A mí no me pasa lo mismo”.

Alejandro se sonríe, pero es una sonrisa entristecida, por supuesto que esta anécdota no le parece graciosa, y no responde ni de lejos a la urgencia de su pregunta.

¿Pero quién de los dos dice algo sobre el amor?, me cuestiona. ¿El que se obsesiona con él o la que admite que no lo siente?

Sus palabras me sorprenden. Yo siempre había dado por sentada la linealidad de esta historia: alguien declara su amor, por lo tanto ama; alguien desiste del amor, por lo tanto no ama. Pero ahora que lo pienso con Alejandro me da la impresión de que las cosas importantes de este mundo y de esta vida no son para nada literales.

¿Quién fue de los dos más amoroso, o más verdadero en su amor?

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¿Acaso el hombre que se desbordó en palabras, en citas, en refinamientos del lenguaje? ¿O fue ella que, en una simple frase, escueta y directa, reveló su honestidad extrema y no adornó su declinación con justificaciones o excusas sin sentido?

Aquí está expuesto, entonces, el dilema del amor, la fórmula inexacta del amor, la posibilidad imposible del amor. Nos miramos un instante, y nos quedamos en la duda. A veces, pensamos los dos, una pregunta no supone una respuesta, sino la multiplicación de la pregunta. ¿Queremos afrontar esa complejidad o nos encogeremos de hombros?

Luego de tres cafés cada uno, la mañana deja de ser fresca y dan ganas de hacer un paseo, pero no tenemos tiempo. El trabajo pendiente, las ocupaciones, hacen de la pregunta sobre el amor, como de cualquier otra pregunta que necesita demorarse, su enemigo acérrimo. Nos despedimos con la promesa del reencuentro, y los dos tomamos nuestros caminos sosteniendo como podemos el peso de una cuestión que es también el peso de nuestra ignorancia.

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LO INCONTABLE

Nuestro segundo encuentro fue de tarde; lo recordamos ambos porque el calor había impuesto su ley de agobio, y queríamos encontrar un sitio al aire libre para conversar sin prisas. Cada tanto postergábamos el horario, para que el sol declinara su violencia sofocante. Y es que ciertas conversaciones necesitan hacerse afuera, por caminos sin trazar, para tener la posibilidad de no encerrarse en las palabras ni en los paisajes.

Las palabras del encuentro anterior habían quedado detenidas en cada uno de nosotros, no se desperdigaron ni se confundieron en conversaciones sobre otras cuestiones. Como si hubiera algo de tensión en la pregunta por el amor, una cierta urgencia, la necesidad de responder en concreto una pregunta que ha llevado siglos poder ser formulada.

Y es que cuando hablamos de amor lo hacemos como si se tratara de una materia concreta, acabada, de apariencia reconocible, y terminamos confundiendo aquello que los griegos bien sabían diferenciar: el erotismo –eros–, la ternura y la pureza –ágape– y el amor valorativo –filia–. ¿De qué hablamos, pues, cuando hablamos del amor? ¿Del ardor inmediato de la carne, de la idealización del amor, de la importancia de estar juntos?

Su rostro sigue preocupado y cuando pregunta es porque quiere saber algo que desconoce, no porque quiera confirmar lo ya sabido. Pero su preocupación ahora es de otro tenor, y me sorprende. Estoy haciendo cuentas de lo incontable que habrá que contar, dice. Quizá cuando uno supera la barrera de los cincuenta años

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comienza a pensar en una suerte de cuenta regresiva: cuánto falta para llegar a la vejez; qué tiempo tenemos para seguir mirando la vida hacia delante; cuántas veces más podré hacer tal o cual cosa; cuánto hace que estoy en pareja, cuántos kilómetros soy capaz de correr; cuánto dura el amor. La idea de hacer las cuentas todo el tiempo apareció de pronto y no puedo quitármela de encima. Ignoro si tendrá que ver con la edad, porque cumpliré años dentro de poco. Supongo que alguna relación habrá: es que yo nunca antes cumplí cincuenta años. Nos miramos con cierta melancolía. Ambos estamos, con una diferencia, sintiendo que la memoria ya hizo un largo recorrido y que las cosas no solo pasaron ayer, anteayer, hace algunos días, sino también hace décadas. Y la sensación es de peso, de sostener recuerdos que recorrieron una larga travesía, afectados, por supuesto, por el azar y el capricho del olvido. Mi voz se enronquece, también preocupada. Su pregunta es mi pregunta también. Habrá que despreocuparse, Alejandro, de verdad lo digo. La vida no es, en la vida hay. Y a la vida hay que contarla aunque es incontable. Me da la sensación de que lo más interesante de los caminos recorridos no es tanto la medida sino la intensidad, no la duración sino la ocasión. Porque: ¿cuánto dura un amor y cómo calcularlo? ¿Cuánto dura una sonrisa, un dolor, una sorpresa, un temor? Si hay algo en la vida humana que no puede medirse, eso es el amor; porque su intensidad puede suponer un desborde absoluto, la pérdida de la continencia y, por lo tanto, la imposibilidad del cálculo. No forma parte de las cosas que se expresan en números, en fórmulas, en cantidades. De hacerlo así, se iniciaría el tedioso y oscuro camino de la especulación. Y la especulación y el amor son términos extraños,

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parientes muy lejanos del lenguaje, incluso contradictorios. Casi todos buscamos definir qué es la vida, qué es la muerte, qué es tener cincuenta años, qué es correr, procurando la captura de un sentido inaprensible. Creo que hay que cambiar la pregunta, porque si insistimos en saber qué es el amor, caerían sobre nosotros cientos de definiciones contradictorias, banales, paradojales. ¿Acaso vale la pena el esfuerzo por encontrar una definición del amor? ¿Quién lo definiría, bajo qué circunstancias, con cuál autoridad? ¿Y qué dejaría al margen tal definición? ¿Qué se perdería con establecer un concepto a todas luces huidizo? ¿Qué se echaría a perder?

Decía Lyotard que las preguntas son las infancias del pensamiento. Como si allí no hubiera sino una infinita curiosidad, ansias de descubrimiento y temor a las respuestas directas que lo oscurecen todo. ¿Qué puede ocurrir al preguntarnos por el amor desde la más absoluta banalidad, desde el imperio de lo superfluo, hasta llegar a las máximas potencias de una poética que, aun así, no se decide entre tocar el cielo, naufragar en mares revueltos o entrar en la incendiaria espesura de los infiernos?

Para permanecer en la infancia de una pregunta quizá sea necesario insistir en volver a preguntarse, digo.

Estoy en esa búsqueda, me dice Alejandro, recorriendo algunos senderos por donde encontrar respuestas. Quizá tendría que renunciar a ellas, o tal vez olvidarme de las preguntas. Su voz se va haciendo cada vez más débil, y las afirmaciones se vuelven dudas, titubeos. Invado su silencio: Alguien alguna vez me sugirió que no se trata de responder sino de cambiar una parte de la pregunta, esa parte que se hizo repetitiva y que ya no piensa, y, al cambiar, apreciar los efectos que nos provoca.

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Alejandro me mira con desconfianza, pero me escucha con atención. Ahora que tiene una pregunta quisiera conservarla, resguardarla, atesorarla. ¿Por ejemplo?, pregunta con cierta timidez. Recuerdo lo que me impactó haber cambiado el “es” de una pregunta por el “hay”, le contesto suavemente. Algo hace mella en él y provoca un cambio en la posición de su cuerpo, otra abertura en su mirada, o eso me parece.

Murmura: ¿Qué hay en el amor?, y no: ¿Qué es el amor? ¿Qué hay en el amor?, repite una y otra vez, como si probase el sabor de la nueva pregunta o el gusto reciente que queda en su boca por esa forma distinta de preguntarse.

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¿QUIÉN SE PREGUNTA POR EL AMOR?

Alejandro es corredor, es decir, sale a correr y busca espacios amplios, soleados, de límites imprecisos; necesita no solo mover las piernas sino todo el cuerpo. Correr es más que un ejercicio que le hace bien: permite que la respiración no sea tan entrecortada, que los paisajes se abran a su paso y que el deambular arrastrado de las semanas se convierta en kilómetros de travesía. Quizá por eso, porque corre en maratones, suele ser sensible al tiempo y la distancia, al cálculo de los minutos y del recorrido. Y quizá por ello, también, es que ahora, a punto de cumplir cincuenta años, traslada ese mismo pensamiento al amor: ¿cuánto podemos amar?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿cómo lo podemos medir? Alguien le dijo alguna vez que las preguntas no fueron inventadas para responderlas y quedarse en paz, sino para permanecer en ellas, aunque duelan, martiricen, o sea difícil sostenerlas; que no se trata de preguntas bien o mal formuladas, sino de entender quién, cuándo y por qué las formula, y quién o quiénes podrían hablar de la pregunta, de ese modo tan curioso de habitar un interrogante que no solo está presente, sino que le dice algo a alguien sobre su propia existencia. Por momentos tengo la sensación, le digo, de que sobre el amor solo podrían decir algo los que aman, los que se encuentran en medio del amor, los amantes. ¿Por qué no se podría preguntar a los que aman qué hay en ese amor? La simple idea de trasladar una pregunta propia a otros le hace bien. Lo que yo quiero decirle es que hay preguntas que necesitan formularse en voz alta para que el barullo

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cese; que hay preguntas que valen la pena poner en medio y no tan adentro; que escuchar es también un modo de interrogación. Coincidimos, pues, en que no se trata de buscar en su interioridad sino de procurar una mirada desde dentro del amor: la incógnita sobre lo que allí sucede, la ignorancia suprema sobre qué es y qué no es, el comenzar de nuevo a hurgar en lo que hay en el amor. Un pensamiento sobre el amor: lo que se busca siendo inhallable; lo que se encuentra siendo inesperado. Un lugar en torno del amor: el mundo parece más bello y también más angustioso que lo que realmente es.

Pero: ¿puede, acaso, medirse el amor, decir que el amor es o no es, está o no está, según su durabilidad, su magnitud, su trascendencia, su presente constante, su permanencia a salvo de los horrores y la belleza de otras palabras, de otras vidas y de otros mundos? ¿Y qué unidad de medida podrá con dicha bizarra tarea: los años, la fertilidad de cada segundo, el soporte de la mirada, la compañía, la desnudez, el sinsentido, los paisajes iniciáticos de los primeros encuentros, el sostén entre dos, todo lo que sucede como telón de fondo y no se aprecia, o su acción principal exacerbada? Es cierto que el amor se ha devaluado o ha perdido su centro de gravedad en la frivolidad de los afectos y la fugacidad de los encuentros. Quizá se haya perdido el temblor, el escozor, la incomodidad, la duda. Como si el amor se hubiese sometido a la lógica implacable de los beneficios y la inmediatez, condenado a la falta de tiempo o de deseos, y sucumbiera a los dictados actuales de la rapidez y la fugacidad. Pero, si no hay temblor, si los amantes no dicen algo sobre ese estado de intranquilidad, incomodidad, extrañeza: ¿qué saber puede haber sobre lo que hay en el amor?

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ESA PALABRA

No lo sé, no lo había pensado antes, me gusta esa palabra, gustar en el sentido de paladear, de saborear, de no morderme los labios, de hacerla permanecer en la punta de la lengua. Me gusta el desfile de sus sonidos, el modo que tiene de llamar la atención a los distraídos, y cómo al escucharse parece aplacar la furia de los soberbios, de tal modo que más que una palabra fuese en verdad la duración de un soplido que trastoca el semblante de los rostros corroídos por la venganza o la desazón, sobre todo cuando en el filo de la tarde el sol se desvanece y va quitándose del rabillo de los ojos y se hace inevitable que todo el mundo intente aplacar su dolor con un par de lágrimas, no más, mientras la noche no solo oscurece lo que vendrá –el aire espeso de la incertidumbre– sino que enceguece a los niños que se despiden del tiempo que les es propio por ser niños y guardan sus muñecos en cajas clandestinas bajo la cama desordenada del día anterior en que sueños y pesadillas trabaron la batalla por evitar crecer a toda costa, sin remedio, como si unos pocos sonidos lograsen remediar la torpeza de la vida que insiste en asustarnos con olvidos, falsedades y patrañas, consiguieran arrancarnos de las fauces de la envidia y la desdicha y acabar con la trampa que reina entre las calles malolientes y desperdiga el odio más artero que hace que los desencuentros primen sobre la poquísima verdad, esa palabra, entonces, cómo decirla ahora, cómo se hace para hacerla, para no salirse, para estar, cómo ama, cómo arde esa palabra, cómo nombrarla sin que te nombre, no lo sé, cómo es que se la puede pronunciar sin temblar.

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