1° Edición En la vía

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Callejón,

tradición y sabor

E

spero un chorizo que se anuncia con su propio humo en el aire del callejón, un olor que me despierta un apetito voraz. Miro las laderas. Sabaneta ha cambiado. Las altas torres y el pesado tráfico hacen evidente una trasformación sin precedentes en la historia del municipio. Poco a poco las viejas casas han desaparecido para dejar espacio a edificios de todos los tamaños, formas y colores que se elevan por donde antes solo había montañas y verde o pequeñas fincas cada vez más escasas. En medio de tantos cambios es fácil perder la perspectiva de las cosas importantes. El ritmo arrollador del progreso rara vez da campo a la reflexión. En el caso de los alimentos, los paisas nos dejamos deslumbrar fácilmente por lo extranjero y poco valor le damos a lo nuestro, lo tradicional, lo colombiano. Desgraciadamente en Antioquia es muy play ir a comer a Burger King y muchas niñas se desmayan de nervios si las invitan a comer chicharrón. Yo prefiero un cerdo montañero a la carne sintética, los produc-

tos con aditivos y demás químicos que se manejan en la gran industria alimentaria. En nuestra cabeza deslumbrada se valoran más unos nuggets de dudosa procedencia porque los vende una franquicia gringa que una buena gallina criolla. Sabaneta conserva todavía un ligero, cada vez más ligero aire de pueblo, con todo lo bueno y malo que eso significa. El almacén de artículos religiosos, puerta a puerta con un estanco. Los letreros de la FLA, como detenidos en el tiempo, pelean por la atención visual contra grandes televisores y luces coloridas. Sentarse un martes o domingo a ver la salida de misa es un verdadero espectáculo. Hay campesinos que bajan y se cruzan con secretarias, estudiantes y ejecutivos que vienen. Hay gente agolpada en la iglesia que tras la bendición final se riega por el parque, el callejón y los alrededores. Los vendedores de cigarrillos, globos y demás artistas del rebusque, hasta hace poco inmóviles, ofrecen sus productos mientras pasa la marea de gente. Los meseros de todos los locales,

los nuevos brillantes y los viejos con sus letreros gastados, invitan a pasar al comensal. El callejón de los fritos junto a la iglesia es de esos tesoros que aun en medio de tanto boom, tanta novedad y tanta construcción y objetos brillantes, debemos valorar. Tenemos que aprender que lo nuestro no solo es rico, sino que es patrimonio, historia; es una cocina que se ha forjado en estas montañas por años de ires y venires con nuestros granos, nuestros cerdos, nuestros fríjoles y aguacates, y los siempre presentes plátanos. No será la comida más glamourosa pero es la nuestra, la que levantó esta tierra mucho antes que fuera elegante ir franquicias refritas. Las ciudades modernas se llenan de neones que anuncian hamburguesas de cartón que se venden en locales cerrados y con aire acondicionado. Los restaurantes hablan de cocina sin grasas trans ni gluten ni carbohidratos ni sal ni picante ni sustancia ni sabor. Desaparecen los tradicionales puestos de fritanga, mientras nos creemos expertos en sushi, vinos y comida peruana. Es que hay pocos placeres tan grandes como sentarse a comerse un buen chorizo, garantizado con un “si no le gusta no lo paga”, un chicharrón de buenas patas, una buena morcilla, o la increíble chorimorcilla, una curiosidad gastronómica que combina lo mejor de los dos mundos en un embutido muy made in Sabaneta. Apenas para antes de unos aguardientes. Todo atendido con esa amabilidad sincera y cercana, como en los pueblos, o mejor dicho, como en otros pueblos.

La gigantesca paila que corona el restaurante El Peregrino es una cosa digna de ver. Yo he visto muchas freidoras en la vida pero pocas tan grandes y elocuentes. De la marea de cientos de litros de aceite hirviendo salen también unos gigantescos buñuelos como para quedar comido en un solo plato. La receta con quesito y no queso costeño, da a este buñuelo su toque tradicional: delicioso, económico, una muestra más de ingenio paisa. Hasta Record Guiness hay con buñuelos que pesaron más que un cristiano promedio, y unas 12.000 frituras redondas sacan un Jueves Santo. Como todo lo extranjero es mejor, y el progreso lo entendemos como derrumbar todo, no falta quien mañana quiera demoler el callejón para hacer un edificio, un centro comercial o un restaurante de comidas rápidas de franquicia. Progreso no es arrasar con todo, es conservar aquello valioso, y he aquí una muestra de algo que vale la pena conservar. Por el bien de la cocina colombiana, que vive un momento de resurgimiento y búsqueda de identidad, espacios como los que ofrecen las fondas y restaurantes del parque, el callejón y sus alrededores con los asadores humeantes y sus chorizos colgados, son el testimonio de una historia, de una usanza, de unos ingredientes, sabores y olores siempre gratos y familiares: los de nuestra cocina tradicional

Por Daniel Arias Villegas


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