El Puro Cuento 6

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n cuento es como andar en bicicleta; mientras se mantiene la velocidad, el equilibrio es muy fĂĄcil, pero si se empieza a perder ahĂ­ te caes y un cuento que pierde velocidad al final, es un golpe para el autor y para el lector. Julio CortĂĄzar


México,

Índice

DF ,

invierno, 2008

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2 Índice 4 Tema central Cuento gráfico

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Acto fallido JAVIER MUÑOZ

La última y nos 112 vamos Diálogos de Platón

Colaboradores 110

Dodecálogo de un cuentista ANDRÉS NEUMAN

63 Cuento, luego existo 63

Belita

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1 Toro 1

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Día del niño

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Bien vivo

78

Mi primer vuelo

79

Invisible

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Escena carcelaria

ENRIQUE MONTAÑEZ RICARDO CORTÉS LAURO CRUZ MARCONIO

MARCO VILLAVICENCIO EVE GIL

FREDY YEZZED LÓPEZ BARÓN

98 Cinescritura De James Joyce a John Huston ESTRELLA ASSE

106 Pájaros en el alambre Prokofiev y el cuento REBECA MATA


Contame, vos Cuentos de Guatemala

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( ... )

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La maté

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La vocación

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Cuellos blancos

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Primavera otoñal

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Pudor sin desnudez

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Adivina quién viene a cenar

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La peregrinación

JAVIER PAYERAS LUIS CORDÓN

ROGELIO SALAZAR DE LEÓN MÉNDEZ VIDES

ARMANDO PEREIRA EDUARDO HALFON

MAURICE ECHEVERRÍA

GUSTAVO ADOLFO PONCE

56 Sin embargo, pregunto «Una vez hubo patria. Una vez hubo poetas» ENTREVISTA A JOSÉ LUIS PERDOMO ORELLANA

60 El cuento soy yo Recortes de Tito Monterroso

arte

81 Cuente R C UDY

OTTON

DIRECTOR

Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Javier Muñoz Nájera

EDITORIAL PRAXIS, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, DF. VENTAS: 57 61 94 13 Colaboraciones: elpurocuento@editorialpraxis.com

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eÑO

DIS

Carlos Adampol Galindo www.elpurocuento.com www.editorialpraxis.com

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Contame, vos

Cuentos de Guatemala

( ... )

Javier Payeras

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l primer día fue algo terrible de superar. Ese lunes, como todas las desgracias, la luz del despertador digital parpadeaba las 5:00 a.m. Se levantó tratando de no despertar a su mujer —que mantenía una risa bastante comprensible si se entiende que soñaba con marineros bronceados e islas remotas— y, como todos los días, trajo de la puerta los periódicos para leerlos en el baño. Luego de lavarse y escupir el gris de la Colgate sobre la loza blanca, movió la mano hasta dar con la pequeña puerta del botiquín, sacó el enjuague bucal y al cerrarla pudo verse reflejado en el espejo. Algo inexplicable le había sucedido: dos enormes paréntesis se habían colocado a su lado. Se restregó una y otra vez los ojos, mas no variaba nada, simplemente se hacían más claras las líneas negras. Decidió quedarse en el baño y no salir durante largo rato. Ni su esposa ni su sirvienta notaron algo extraño. Con el paso de las horas se convenció que no se trataba más que de una alucinación causada seguramente por el cansancio; sin embargo, no dejaba de inquietarle. Cuando manejaba su vehículo veía reflejadas en el retrovisor las dos enormes líneas instaladas una a cada lado. Al llegar al edificio del banco subió treinta pisos por las escaleras con tal de no ir en el ascensor y encontrarse con alguien tan suspicaz como para notar lo que le estaba sucediendo. Atravesó velozmente los cubículos y se refugió en su oficina. Racionalizó la situación, atando cabos y tratando de contenerse un poco la angustia. Temía que los signos limitaran en adelante su personalidad furtiva.


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Carlos Adampol Galindo

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Pasó algún tiempo para que el ejecutivo aprendiera a sobrellevar sus paréntesis. Cuando alguien lo veía durante mucho tiempo, autoritariamente subía su tono de voz y de esa forma se libraba que alguien descubriera sus paréntesis. Con el tiempo se divorció de su esposa, y gracias al excelente trabajo de una prestigiosa firma de abogados, llegaron a un acuerdo que la benefició bastante. Fue así que terminó cenando solo en un apartamento modesto y con vista a la ciudad. Aquella situación extraña de verse encerrado entre dos signos, lejos de haber aletargado su espíritu, había formado en él una resistencia contra los cataclismos cotidianos, una muralla

contra la ruina. El aislamiento se convirtió en la forma acostumbrada de su tristeza. Un lunes, como todas las desgracias, la luz del despertador digital parpadeaba las 5:00 a.m. Se levantó sin percatarse de sus paréntesis y, como todos los días, trajo de la puerta los periódicos para leerlos en el baño. Al terminar de enjuagarse la boca, cerró la pequeña puerta del botiquín y descubrió, con horror, que los paréntesis habían desaparecido, que se habían transformado en cuatro titilantes comillas, que desde ese momento lo acompañarían por el resto de su vida. El cuento gráfico

Acto fallido Javier Muñoz


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La maté

Luis Cordón

A

yer la maté, es cierto, no me quedó más remedio. Cuando se sepa y, más aún, al surgir los detalles en cuanto a la forma, si es que llegan a conocerse, me acusarán de haber cometido un crimen atroz. Fue de un garrotazo, aunque en realidad no aconteció con un garrote. El instrumento que usé para aplastarle la cabeza no era de madera, sino una barra de hierro de esas que sirven para abrirle hoyos al suelo. Supongo que algún día se lo confesaré a alguien, y entonces, si dijera que fue de un barrazo, el otro preguntaría: ¿qué es eso? Tendría en tal caso que interrumpir el relato para explicarle, echando a perder la continuidad en su parte más emotiva. Por eso prefiero asumir desde ya la expresión del garrotazo, sabiendo, sin embargo, que ello inducirá una percepción diferente de lo ocurrido, en especial respecto a detalles como la fuerza que tuvo el golpe, sus efectos y el sonido que produjo. Fue un ruido seco y sordo, como cuando una sandía cae al piso. Pero bien, quizá esto no tenga la trascendencia que hoy le atribuyo, ya que cuando después el supuesto confidente se lo cuente a otros, pues suele suceder que todos divulgan lo que se les confía aunque uno ruegue lo contrario, omitirá o agregará pormenores según sus propias conjeturas; y así, tarde o temprano, lo que comenzará a circular será una versión diferente de los hechos. Me figuro que no hay método efectivo para evitar la tergiversación que sufre una noticia al pasar de la boca al oído, del oído al cerebro, del cerebro a la conciencia y viceversa. Por eso escribo esta nota, para no olvidar nada y que, si algo saliera mal, se pueda conocer mi punto de vista. Por supuesto que la quería, y mucho; si no, ni loco hubiera tomado semejante medida sabiendo de antemano la situación en que cada uno quedaría. No me lo creerán, ya lo sé, porque la gente piensa que sólo puede expresarse el amor con acciones delicadas o pedantes. La solidaridad hasta niveles del sacrificio compartido no ingresa en el entendimiento sin provocar rechazo y perturbar la


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Erótica, R. Mendiola

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psiquis, sobre todo de quien no está preparado para practicarla ni para comprenderla. Y es que el mundo se nos fue haciendo demasiado pequeño, ya no cabíamos en él al mismo tiempo. De poco sirvió la convicción, hicimos lo que pudimos dadas las circunstancias y nuestras limitaciones. Ahora resulta imposible precisar con algún grado de aproximación el momento en que todo comenzó a cambiar, cuando la marea bajó dejando al descubierto agudas irregularidades que provenían del fondo, y que principiaron a roernos la relación sin que tuviéramos de ello algo más que nociones. Se nos formaron agujeros profundos llenos de rutinas infames, desazón y hastío. Empezamos por retirarnos las confidencias y la dulzura, lo recuerdo bien. Luego, y con una progresión casi imperceptible,

recurrimos a los extremos opuestos en la mesa, en la cama, en la casa y en la ciudad, hasta entender que era inútil seguir engañándonos, que aun poniendo el planeta de por medio nos seguiríamos buscando y encontrando. Como el adicto cuando hace lo indecible por obtener otra dosis de la droga que ya no le brinda placer sino dolor, pero, no obstante, es incapaz de abandonarla. Desde la primera vez fue un error volver a intentarlo, tratar de recuperar un tiempo ido que apenas podíamos evocar con marcado esfuerzo, y que, sin embargo, necesitábamos a cada minuto, de día y de noche. Conforme se sucedieron las repeticiones y los regresos, el elixir


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del rencuentro surtió un efecto tiempo supe de un hombre que menos duradero y las resacas se fue arrestado por conducir ebrio, hicieron más crueles y cansadas. pasó apenas una noche en el preHasta que nos quedamos sin ventivo y amaneció estrangulado. energía suficiente para separar- Por otra parte, no creo merecer nos de nuevo, pero también sin un castigo adicional por lo que argumentos que nos permitieran hice, si en casos como éste la pena seguir viviendo juntos. Caer en se comienza a purgar por anticiese atascadero de contradicciones pado. Ya lo dijo Wilde cuando es el infierno sin atenuantes. estaba recluido en Reading, que A pesar del inmenso cari- todo hombre acaba matando ño que siempre nos tuvimos, lo que ama, aunque no mefuimos haciéndonos expertos en detectar los puntos rece ser ejecutado por ello, o vulnerables del otro para algo así. Lo primero será deshacerme hurgar donde más daño se hacía. Por supuesto, todo sin que de la parafernalia, me refiero a la se advirtiera intencionalidad en barra de hierro y a la sierra. Reello, pues nuestra condición de sulta obvio que viviendo en un seres racionales y sensatos nos ha- apartamento del séptimo piso cía vestirnos con el camuflaje de la en el centro de la ciudad, donde corrección, y de un respeto íntimo no hay jardín ni espacio para muy particular. Dos amantes con- practicar la carpintería, sería denados a darse el sentimiento por complicado explicar de manera medio de agresiones pasivas que creíble la compra simultánea de sofocan y lastiman en lo interno, tales objetos. Tuve que lavarlos tanto como si se respirara arena a conciencia, retirar los restos de piel y cabello que quedaron en vez de aire. ¿Odio? Jamás, pero igual na- adheridos y volver a empacarlos die lo creerá. Con seguridad iré junto al árbol de navidad. Sí, a parar en la cárcel si no consigo es verdad, parece un disparate encubrir de forma impecable haber adquirido ese armatoste las evidencias, y no deseo termi- de aluminio y polietileno justo nar enjaulado. Admito que en ahora que ella ya no podrá disesto hay buena dosis de temor, frutarlo; no obstante, venía en aunque también de sentido co- una caja larga de cartón resismún; basta decir que hace poco tente donde pude meter las otras


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compras y no llamó ni volvió más. Se entenderá sin problemas que no quisiera ser acompañada en esa ocasión, pues seguramente planeaba comprar el regalo sorpresa que me daría pasadas las doce de la Nochebuena. Las parejas acostumbran hacer cosas como ésa, son parte de un sinnúmero de acuerdos no hablados que con el tiempo se tornan obligatorios. Aserrar un cuerpo amado por partes es tarea agobiante, y no sólo por el esfuerzo físico que conlleva. De cuando en cuando, aparecen fragmentos de sobra conocidos, formas y texturas que uno consideraba hasta propias, sitios en donde se gastaron palabras, pensamientos y madrugadas enteras. Fracciones de materia casi viva desentierran escenas del pasado que se creían olvidadas, momentos inconfesables de pasión o de ternura. Es difícil contener la tentación de conservar un dedo, un pezón, una cicatriz. Por fortuna, prevalece, al menos en mi caso, la conciencia de que poco significarían fuera del todo, como pretender que se posee el cielo a partir de soplos de niebla encerrados en un globo azul. No, aquí ya no

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cosas y pasarlas al apartamento sin que nadie las viera. También lavé las paredes, la mesa y el piso con una mezcla de cloro y ácido muriático, poniendo especial esmero donde había manchas de sangre; sé que la policía tiene métodos modernos para detectarla. De pronto se me ocurre que no tendría por qué botar el árbol. Es buena idea conservarlo e incluso adornarlo con luces y bombitas de colores como ella sugirió en cuanto lo vio, le dará un aspecto de paz familiar al ambiente y diluirá suspicacias. En su lugar pondré en la caja la ropa que llevábamos puesta durante el último acto que compartimos, el mantel y la vajilla, de ese modo todo quedará mejor ajustado y no ocurrirán movimientos ni sonidos indeseables mientras la traslado al basurero. Me tomará algunos días ir sacando de dos en dos o de tres en tres sus pedazos antes de concluir la faena, pero no corre demasiada prisa; fue acertado convencerla de que tomáramos juntos las vacaciones aprovechando las fiestas, así nadie la extrañará en el trabajo y dispondré del tiempo necesario para acomodarlo todo antes de dar el aviso. Entonces diré que acaba de ocurrir, que salió de


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hay cielo de tonos pastel, sólo grises nubarrones, la magia se fue con ella. Tendré que aprender a prescindir de todo eso. El crimen perfecto no existe, al menos eso dicta la creencia, a saber si inculcada para disuadir a quienes se ven intrigados por el reto. Por más cuidado que se ponga queda un detalle suelto, un recibo de compra, un desfase de horario, los ojos de algún desconocido que luego aparece, un diminuto cabello en el lugar más insospechado; en fin, siempre existe esa evidencia inadvertida que surge encadenando acciones, secuencias y actores. Por eso debo permanecer lúcido y objetivo. Tal vez la mente del asesino no funciona al cien desde que se convierte en tal. Es probable que en realidad sea antinatural matar a otro ser humano, aunque las razones estén apoyadas en sólidos pilares, y que en ese estado el pensamiento sea incapaz de cubrir con eficiencia todas las huellas. Pero, ¿cómo saberlo si no se es asesino hasta que ocurre? Dicen que cuando el crimen fue planificado con meticuloso esmero, el ejecutor cae en dicha categoría, incluso antes del desenlace. Yo no estoy de acuerdo con esa hipótesis, porque invariablemente existe ese postrer

momento para detenerse, dar marcha atrás, especular que sólo se trataba de un peligroso juego mental y continuar la vida como si tal cosa. Yo estuve allí, percibí el filo del que ya no se puede volver una vez superado, y lo crucé. Todavía no digeríamos la cena cuando ella volvió a su sitio en la mesa, dijo que para remendar el ruedo de una falda que tal vez usaría hoy. Desde el cuarto, a pesar de la jerigonza que emitía el televisor, escuché cómo apartaba con cierta violencia los platos y los cubiertos recién usados. Habíamos comido en silencio, de frente, casi sin mirarnos y sin hacer intento alguno por tocarnos. Luchando cada quien contra ese cable de amor y desamor que nos atraía con la fuerza de una repulsión indómita, mientras nos inmolábamos resignadamente el uno en el otro. La verdad es que no iba a lo que dijo ir, pues luego descubrí que ni siquiera enhebró el hilo en la aguja; había huido de la trampa con que nos atrapaba la rutina antes de concluir el día, cuando, sin nombrarlo, intuíamos el peligro de algún roce involuntario en la duermevela. Porque esos roces por leves y aislados que fueran, o quizá justo por eso, solían generar largas horas de


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aprietan, el sonido que llega y la sandía se rompe. A partir de entonces, y de manera instantánea, cada uno yace solo en un mundo aparte, y sin importar lo que se haga luego, ya nada volverá a ser lo mismo. Eso se siente, se nota, se sabe con certeza. Para algún extraño que supiera estas cosas, resultaría sencillo presumir una salida menos drástica a la situación, pero no la había; yo no podía dejarla y ella a mí tampoco. Hasta la saciedad demostramos que esto era así. Desde que tomé el valor, incluso antes de comenzar con los planes, supe que vivir una vida en la que ella no estuviera, donde ya no podría saberla en alguna parte aunque fuera lejana y ausente, ni volver a ver sus fotos como imágenes siempre provisionales, como tantas veces las vi, sería en extremo laborioso y oscuro, al colmo que precisaría una metamorfosis interna para transitarlo. Ahora estoy en eso, desarraigando cosas que guardaba adentro como tesoros vitales. Con cada una se van jirones de mí, balancines que me sostenían en equilibrio, y también cualquier motivo para ser feliz.

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insomnio, durante las cuales nos sabíamos despiertos y al alcance de un gesto de cercanos, pero capturados por ansias diferentes, probablemente gestando desvaríos que consiguieran enmendar el camino que nos trajo aquí. Fue cuando decidí que la hora había llegado, caminé a sus espaldas descalzo y con la barra en las manos. La sujeté a dos palmos del extremo romo, pues según pude constatar en las pruebas de los días previos, era la única manera de impedir que la punta tocara el cielo raso en el arco de su trayectoria, con riesgo de quitarle fuerza al impacto o, peor aún, de errar el sitio exacto. Además, no quería descargar el golpe en cualquier ángulo oblicuo, porque es poco preciso y menos potente para quien no está entrenado; tenía que ser en vertical. Lo último que recuerdo es su cabellera que convertía en diadema de plata la luz de la lámpara. Cuántas ganas tuve de meter los dedos en ella, como antes, como cuando si me hubieran dicho lo que pasaría, nunca lo hubiera creído. Lo demás es automático. Un relámpago lo resume todo, el impulso, el ajuste de tensiones para afinar la puntería, el latigazo muscular, los dientes y los párpados que se


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Curiosamente, al contrario de pero en sentido errado, y luego como imaginé, no es doloroso, de nada serviría confesarlo todo tal vez resulta demasiado fuerte con pelos y señas, nadie me para serlo. O será que el dolor creería. Y si algo no necesito vendrá después, poco a poco, en ni quiero es ayuda ciega para la medida que vaya despertando castigarme, aquí estoy yo y con a través de los días, los meses y los eso me alcanza. Sé de memoria años, sin detenerse y en constante lo qué más me lastima y conozco aumento. Lo ignoro, no se a fondo todas las vías de escape. puede prever todo. Soy el juez custodio ideal, el Aún no termina de anochecer. Me siento bastante más incorruptible y severo. bien, tomando en cuenta El que dará con la sentencia que no he dormido y casi justa, sin opción a evadirla o ni comido desde ayer; la apelarla: cadena perpetua excitación del suceso y los menesteres que le han y muerte perenne, en paralelo y seguido pueden ser la cau- de aplicación inmediata. Ninsa. Puse la mesa, cociné y gún otro podría ofrecer algo similar. ¿Y por qué ella y no yo? Éste serví para dos el desayuno y el almuerzo; hice limpieza ge- es otro asunto. ¿Por instinto neral, metí sus piezas en bolsas animal de supervivencia, por opacas de plástico y las oculté en egoísmo irrevelado, por compael refrigerador; elegí una muda sión? Quién sabe, aunque yo de ella, la arrugué y la puse en insisto que también fue por la canasta de la ropa sucia; ma- amor. Podría sostener una larga ñana la lavaré junto con la mía. discusión al respecto, pero dudo Tendré que hacerlo así hasta que así aporte datos diferentes que su último vestigio humano para cambiar criterios; además, salga de la casa y haga la llamada debo ir a preparar la cena. Estoy a la delegación de policía. Por pendiente del reloj como para ningún motivo dejaré entrever no perderme las nueve y cuarto que algo no iba bien entre no- que se acercan. El final del prisotros. Los investigadores lo mer día parece poseer un encantransformarían en motivo para to secreto, todo es nuevo. Creo hacerme sospechoso, suposición que, después de mucho tiempo, que a todas luces sería correcta, hoy tomaremos vino.


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Rogelio Salazar de León

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La vocación

E

jerció como político, aunque la verdad es que fue científico, filósofo y escritor, además de ser inglés y haber habitado en ese escenario durante el fin del siglo xvi y el inicio del xvii. Ser la pluma encubierta tras el nombre desmedido de Shakespeare es algo de lo que algunos le han atribuido. Para otros fue el hijo encubierto de la Reina Tudor que, según se sabe, nunca los tuvo, motivo por el cual algunos han conjeturado que recibió una educación tan alta y sofisticada; quienes han jugado con esta idea acerca de su origen, no han sabido explicar por qué la reina virgen solía desatender sus consejos. Al morir la reina sin hijos, como cabía esperar, el reino se sumió en algunas tribulaciones y revueltas que giraban, como remolinos, en torno al poder; de todas esas contracorrientes resultó para él el cargo de canciller, ya bajo el reinado de un tal Jacobo. La aventura política, como suele suceder, terminó mal: fue apartado de su cargo bajo acusaciones de sobornos recibidos; es entonces cuando, tal vez su falta de modestia, lo llevó a afirmar: «No he nacido para servir a un rey, he nacido para servir a la humanidad». Una vez fuera de la política y de sus espejismos, durante un invierno prolongado o una primavera que no llega, a comienzos de abril de 1625, mientras viajaba y quizá discutía con un amigo, al ver la carretera cubierta de una nieve espesa y dura, se le ocurrió pensar que el hielo podía funcionar como la sal y que, en caso de que fuese así, muchos serían los beneficios y los lucros que los hombres podrían obtener. Sin pensarlo más y siguiendo el ímpetu del entusiasmo, hizo detener el carruaje en que iban, para pedirle a una campesina que matara y limpiara a una gallina, que él pagaría por ésta y por el trabajo.


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Había decidido poner a prueba su idea, que consistía en rellenar al animal con nieve y observar si el frío la preservaba como lo hubiese hecho la sal. Mantener a la gallina en un lugar helado era esencial y vigilar su evolución también; así, por entre esas entradas y salidas,

«

contrajo un resfriado que rápido devino en infección pulmonar; a causa de esto, antes de que terminara ese abril, murió de forma repentina y sorpresiva. Algunas crónicas cuentan que el animal seguía bien preservado después de su entierro.

El mundo es un fantástico gran cuento incomparablemente encantado y encantador Igualito a nosotros. (No se tome a lisonja.) Cada quien es un mundo. Cada quien es su mundo. Cada quien es su cuento. Y el que no quiera oírlo será un cuento retemalo. Será un cuento sin nada. Será un mundo vacío. Será un cuento sin cuento.

Efrén Hernández


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Méndez Vides

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Cuellos blancos

Laura Quintanilla

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ra apenas un niño cuando el cura director llegó a pedirme para Dios. Llevaba puesta la sotana negra de siempre, el cuello blanco que le apretaba la papada, los lentes gruesos como fondos turbios de botella. Esa noche de clausura yo parecía un general con el pecho cruzado de medallas: la tan cotizada de excelencia, la de honor y la que contemplaba todas las virtudes, la de religión. El fraile hablaba con un tono bondadoso, pero autoritario. —Es para Dios —dijo, acariciándome la cabeza y tratando de adivinar el motivo de la actitud cautelosa de mi madre, amparada en la sombra del zaguán. —Dios me lo ha quitado todo siempre —dijo ella, negando con movimientos de cabeza. Acababa de ser la clausura del ciclo escolar, el adiós a la educación elemental, en un acto muy emotivo, en la sala inmensa del cine Imperial. A medio acto me


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había correspondido declamar el poema de Darío que dice «dichoso el árbol que es apenas sensitivo». La gente aplaudió. Mi madre y mi hermana estaban sentadas en la última fila y fueron las primeras en abandonar el cine, cabal cuando entonamos emocionados los primeros acordes del himno del colegio. Me esperaron afuera, sentadas en una banca del parque, lejos del convite de tropezones y saludos. Yo salí como huérfano con mi traje azul marino de mariscal. Las busqué en todas direcciones hasta divisarlas detrás de unas matas frente al palacio de Gobernación, escondidas al lado del tronco carcomido de un árbol de mostaza. Mi hermana me hizo señas. Atravesé corriendo la calle. —¿Les gustó el poema? —pregunté ansioso. Dijeron que muy bien, pero mi madre me reprendió por hacer tantos ademanes. — E s un p o ema l i n d o —dijo—, pero muy triste, todos van a figurarse que no eres feliz. Yo creía entonces que para quedar bien con el público bastaba con escoger piezas tristes o románticas, limpias, de las que emocionan a todos por igual.

—Fuiste quien más medallas obtuvo —alardeó Esmeralda, mi hermana, abrazándome con fuerza. Las dos se parecían tanto. Mi madre llevaba puesto un vestido amarillo con corbata verde. Esmeralda tenía los labios pintados, zapatos de tacón y la falda muy corta. Me llevaron tomado de la mano hacia el barrio de la Escuela de Cristo, por las calles solitarias y poco iluminadas de La Antigua. Los demás prendieron los motores de los autos, se subieron en taxis y se marcharon hacia los puntos acordados para las fiestas. Nosotros no. El restaurante del chino Emilio retumbaba. Esa noche se acabarían temprano las corbatas con miel expuestas en la vitrina que daba a la calle, junto a la máquina de las palomitas de maíz. En el Club Esfuerzo se aglomeraba la gente con sus invitaciones en la mano, ellos de traje oscuro de tres piezas, ellas con vestido largo y peinados de figurín de revista, los estudiantes con los ojos muy vivos, todos atraídos por la música jubilosa de la marimba. —Nada de ágapes —había sentenciado mi madre, como condición previa para acudir al acto.


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porque lo económico no tenía entonces sentido alguno. Tal vez lo que más me atormentaba era la visita dominical al padre, al caserón enorme, con el inmenso sitio detrás donde nos aislábamos cuando el sujeto cerraba la puerta de su habitación para evitarnos. Los dos hermanos jugábamos a las escondidas o al sexo, dependiendo del clima. No contábamos en casa lo que pasaba para ocultar la vergüenza, porque no tenía lógica. Y todavía fue peor cuando se decidió que antes del colegio debíamos pasar a dicha casa por las mañanas a tomar el desayuno. Llegábamos con hambre, nos sentábamos en los extremos de un tablón de cocina, donde nos servían el pan dulce y la taza de café ralo de olla, como a mendigos. Yo me entretenía lastimando a un perro viejo que se dejaba patear. Todos se daban cuenta, pero no se atrevían a corregirme. Ahora me gusta el café, pero entonces lo detestaba. El colegio quedaba cerca. Cristo era el padre verdadero. Los curas me fueron explicando la historia

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Frente a la casa estaba esperando el cura adentro del auto. Al vernos llegar, descendió de los cielos y se ubicó debajo del foco, para que supiéramos bien que se trataba de él, como santo con el aura de oro brillándole prematuramente. —Lo hemos estado observando y el muchacho tiene madera —dijo el hermano, de pie en la puerta, porque no lo invitaron a pasar adelante. La calle estaba débilmente iluminada por el alumbrado público. Recargados en el poste más cercano, observaban la película mis compañeros del equipo de futbol, atentos a todo lo que acontecía. Uno fumaba. —Yo no podría pagar por su aprendizaje. Yo casi pedía a gritos que me regalaran a la Congregación, no era un asunto de fe ni un anticipo de esa tendencia mía a estarme moviendo de un lado al otro, de un país a otro, de un oficio a otro, sino quizá lo que yo quería era escapar de la vida que llevaba entonces, contando vueltos, yendo una vez al mes a cobrar a Guatemala la mesada paterna, siempre insuficiente, obligada por ley, mermada por los boletos del autobús La Preciosa. Quizá en eso me fijé después,


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sagrada paso a paso. David y Goliat. Todo era posible. —Que se haga lo que él quiera —dijo mi madre. El cura pensó que ella se refería a Dios, pero en realidad mi madre estaba refiriéndose a mí; quería que fuera yo quien decidiera. No se pudo entonces y tuve que seguir esperando el momento apropiado para la admisión, pero los domingos me los pasaba ahora en compañía de los religiosos. Ayudaba en la misa, me temblaba la mano en el ofertorio, tocaba las campanas al momento de la consagración, comulgaba en estado de éxtasis. Aprendí a vivir de rodillas. Se me salían las lágrimas cuando repetía en voz baja «no soy digno de que entres en mi casa». Yo quería a los hermanos y ellos me aceptaron como uno de los suyos. Por fin tenía un hogar. Mi ingreso fue como cambiar de casa para siempre. El dormitorio común daba a una porción de cielo a través de los barrotes y, de noche, mientras escuchaba el ritmo acompasado de la respiración de mis compañeros, observaba emocionado el brillo de los astros. Había roto con la vida vieja.

Por las tardes, estudiaba en un inmenso salón en cuyas paredes habíamos copiado con un pantógrafo los cuadros más conocidos de Picasso. A través de las altísimas ventanas con balcón a la calle, miraba por las tardes los fragmentos de rostro de las dos mujeres, sangre pura, empinándose para poder verme aunque fuera de lejos. Yo me hacía el disimulado y me concentraba más en el estudio, porque tenía prohibido saludarlas fuera del tiempo que se me había asignado. Sólo una vez al mes, en visita puntual de fin de semana. Con eso debía de ser suficiente. —Es mejor que no tengas mucho contacto con tu familia, porque su comportamiento puede hacerte daño —me recomendaba el director, y yo, sin comprender el sentido, igual obedecía. Una vez al año me tendrían en visita prolongada por varias semanas. —Nadie puede responsabilizarse de la familia que le tocó, pero hay que saber repudiarla a tiempo —agregaban. Los hermanos estaban prejuiciados por la condición particular de mi origen, tal vez porque en casa se escuchaba


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y a recoger el pago respectivo por mi manutención, porque no hay nada gratis en el mundo ni en los asuntos de Dios. Mi primera noche en el aspirantado fue inolvidable. Entré a la enorme casa de amplios corredores, techos altísimos, canastas con helechos de colas de quetzal con todos los tonos del verde, colgando entre los pilares de madera, el patio con las jardineras alrededor de la imagen de San Juan Bautista de La Salle rodeado de niños de yeso aprendiendo a leer. En el otro extremo de La Antigua seguirían viviendo las mujeres, mi madre y mi hermana Esmeralda, mientras yo me dedicaba a Dios. —¿Y ahora qué vamos a hacer cuando se nos acabe el dinero? —me preguntó mi madre, para mortificarme mientras caminábamos por detrás del Colegio San Luis. Yo cargaba la maleta que por vacía era más bulto que peso, pasándomela de una mano a la otra. Mi madre tenía en el banco una pequeña herencia que iba gradualmente disminuyendo.

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música de Agustín Lara y en el invierno se colaba el agua de lluvia por los agujeros en las láminas oxidadas de zinc. —Nos estás abandonando —dijo mi madre antes de presionar el timbre de la puerta el día que me marché para toda la vida. Yo le expliqué que así lo mandaba Dios. —No es cosa del cuerpo, sino del alma. Esperamos junto a la puerta del aspirantado lasallista. El hermano José fue quien abrió y me invitó a pasar. Ellas querían seguirme, pero yo las detuve, porque me parecía mejor dejarlo así, sin sentimentalismos. No me estaba muriendo, no entraba al cadalso, seguiría en La Antigua, a pocas cuadras de distancia, donde bastaría un grito desde el tejado para que estuviéramos en contacto. Una vez al mes llegaría a visitarlas. —Vayan con Dios —les dije. Entendieron y me dejaron solo. Estaba empezando mi propia vida, sin madre ni hermana Esmeralda, siempre penando por su falda tan corta, rezando para que no se perdiera en el mundo. Una vez al mes llegaría de visita


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Ella había supuesto que yo sería su tabla de salvación. —Ahora la única esperanza es que me gane la lotería. Yo le dije muy serio que empezara a comprar todos los meses billetes de la Santa Lucía, la lotería de los ciegos, porque Dios nunca desampara. —Entonces estamos fritos —dijo. Esmeralda, que iba a su lado, la agarró fuertemente del brazo para sostenerla, para servirle de báculo, y me dedicó la peor mirada de su vida con los ojos encarnados. «La ira es mala consejera», pensé. Lo que ellas no sabían era que las dificultades reforzaban mi espíritu de entrega. —Yo tengo que seguir el llamado —dije categórico. El volcán de Agua se miraba entero, muy próximo, como si estuviera dentro de la propiedad de la Congregación, a su lado el volcán de Fuego sin vegetación, azul, con las llagas a flor de tierra por causa del deslizamiento del magma ardiendo cuando entra en actividad destruyendo casas y poblados. El magma llega a Barrancahonda, un auto está pasando lentamente y el piloto no se ha fijado, van dos adultos delante y los niños atrás. El

ruido los hace voltear a ver y descubren asombrados la turbulencia próxima que los envuelve. Ni siquiera hacen el esfuerzo de tratar de salir. Se dejan llevar por la sustancia ardiente que en segundos los acarrea. Cae al vacío la sustancia de fuego llevando consigo troncos y piedras, el chasis del auto, las manos estiradas de oscuros familiares míos de quienes después de un tiempo ya nadie dirá nada. Pusimos una cruz al principio, junto al camino, y eventualmente les llegamos a rendir flores. Sus cenizas estarán en el mar o dispersas a orillas del río Guacalate. La siguiente vez el magma se llevó la cruz improvisada. —Desde aquí es impresionante la vista cuando el volcán hace erupción —dijo el hermano José. Ya no iría con mi madre y hermana a presenciar el espectáculo desde el parque, frente a la Gobernación, sino desde ahora tendría mi propio mirador, para ver las llamas jugando, la humareda, pensando en el infierno. Me imaginé cubriendo con una lona las jaulas de los canarios para que la ceniza no los matara. El hermano José contó los canarios. Les puso alpiste, les


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—Bienvenido seas. Me indicó cuál sería mi cama y cuál mi armario. Me correspondió al lado de una ventana que podía abrir o cerrar a voluntad, lo que me garantizaba el control. La ropa de cama olía distinto a la del hogar, se respiraba cierta limpieza sabrosa. A través de las rejas del balcón se veía el cielo despejado, las estrellas, la luna llena que en esa ocasión alumbraba de día. Respiré profundo. Me desvestí y estuve con los ojos pelados observando el firmamento. La noche anterior a mi partida, la casa adquirió un humor tétrico, mi decisión se percibía como una especie de muerte prematura. —¿Por qué nos abandonas? —me preguntó por última vez mi madre, ya sin arresto para cambiar nada. Yo era apenas un niño, pero ya tenía carácter. Mi deber era seguir a Cristo, ocurriera lo que ocurriera. Yo estaba feliz en el dormitorio común, mirando las estrellas. Apoyé la cabeza entre las manos abiertas, disfrutando el inicio de mi nueva vida.

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cambió el papel periódico como lo hacía a diario y los trató de «hijos míos». Descendimos luego por un caracol de ladrillo, teniendo cuidado por el mal estado de las gradas. —Aquí sólo subo yo o todos cuando hay catástrofe, pero es un buen sitio para apartarse a la hora de la meditación. Desde la dichosa terraza se apreciaba toda la ciudad, los techos de teja, el Arco de Santa Catalina con el reloj siempre atrasado. Los muros en ruina de Santa Clara y el convento de Las Capuchinas. Hacia el suroeste, la media luna de los volcanes. De noche aparecían entre los árboles los focos de los poblados de indios. En Santa María de Jesús, el poblado más alto en las faldas del volcán, se prendían apenas unos escasos focos. Las casas sin ventana se iluminaban por dentro con candelas y el reflejo del fogón. El hermano José me mostró la capilla, el comedor, el sitio donde quedaban las duchas y los inodoros. Atravesando el segundo patio se llegaba al dormitorio común. Era un salón inmenso con veintisiete camas y veintisiete armarios con calcomanías del escudo La Salle.


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Años después, mientras to- la angustia por la que yo estaba dos dormían, salí del dormito- transitando. rio sin hacer ruido. Entré a la Semanas antes de mis pricapilla, que se mantenía siempre meros votos, renuncié a la vida abierta, y me arrodillé a orar. religiosa. Llegué a la oficina del Junto al sagrario parpadeaba la director espiritual a pedirle una luz permanente, un foco rojo tregua. Le dije que nececon figura de llama. Entonces sitaba pensarlo bien. Que tuve la revelación. Fue como necesitaba tiempo. El general Francisco si la puerta del sagrario se Franco me miró disgustaabriera de repente y un in- do desde el cuadro colgatenso resplandor brotara del do a las espaldas del fraile, copón celestial. El corazón era como si estuviera traicionando su confianza al me latió fuerte, atropellante. desertar. Tal vez pensaba Agaché la cabeza y cerré los que sólo los hermanos ojos con intensidad, las ma- cien por ciento españoles nos crispadas, una sensación eran de fiar, que los mestizos americanos al final maravillosa de reposo me siempre íbamos a fallarle. invadió. Cuando los volví a abrir, Una condición involuntodo estaba como al principio. taria, vulgar, producto No había soñado ni se trataba de de la sangre. A su lado estaba una alucinación. Di las gracias el retrato del papa Juan xxiii santiguándome. No conté nada pensando en otras cosas. Sobre a nadie; por un lado, temía que el escritorio, un número ajado se burlaran; por el otro, con de la revista Life mostraba a saberlo yo bastaba a mi vanidad, los primeros astronautas camidada mi nueva condición de nando sobre la superficie lunar. elegido. Pero igualmente, o por Yo agaché la cabeza porque no lo mismo, abandoné pronto mi podía mirar al cura a los ojos. misión para emprender otra más —Ya me habían advertido descabellada. que tú ibas a traicionarnos tarde —Hay que renunciar a tiem- o temprano, que estabas fingienpo al pecado original —me do para poder vivir a nuestra dijo el confesor, sin entender costa —dijo rencorosamente.


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estirando un ahorro que se esfumaba. Ya nadie me obligaba a ir a desayunar o a hacer visitas al fantasma. Volví imponiendo condiciones. Arreglé la habitación de Esmeralda, que sería de ahí en adelante sólo mía; le boté sus cosas vanas. Limpié y ordené. A la basura el esmalte de uñas y el cofre de los afectos. Hice un bulto con papeles, fotografías de primos, ropa y hasta pelo que había dejado guardado en sobres antes de marcharse y le prendí fuego. Mi madre se extrañó por esa actitud. Me dijo que quemar pelo traía mala suerte. —No es mío —me justifiqué. Ahora la casa volvía a ser mi reino. Mi madre agachó la mirada. Se sabía de memoria todos los golpes y daños del piso cuadriculado, rojo y amarillo. Aspiró profundo. Pensó que de nada había servido mi ausencia. Los hombres llegan siempre al final exigiendo buena conducta y sin aportar nada. Le pedí que me prepara algo de comer, lo mejor del ganado, un chancho de sábado, ron y aguacate, que llamara a los vecinos para celebrar. El hijo pródigo había vuelto a casa.

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Sentí que el ataque era desleal e injusto, yo realmente había amado esa vida, respetado hábitos, disfrutado las autoflagelaciones y las largas jornadas de lectura espiritual. Había tenido apariciones de Dios. Pero así es la vida, con el dolor del alma me tenía que marchar, ya no quería aquello. Buscaba algo más que no podía descifrar. Yo era todavía muy niño cuando me llegaron a pedir. No hay bautizo sin confirmación. Necesitaba otro destino. —Si te marchas ahora, vas a perder el alma —me amenazó el cura. —¿Pero si quiero regresar después de un tiempo, encontraré las puertas abiertas de esta casa? —Los que se van, ya nunca retornan. Pensé en David y Goliat. Nada podía ser tan definitivo. Volví a casa cuando menos me esperaban. Las paredes estaban sin pintar, descuidadas. Esmeralda se había marchado y nadie sabía adónde exactamente. De vez en cuando llegaban cartas suyas con cheques, sin remitente anotado. En la Congregación yo había aprendido que el dinero pervierte el alma, yo no quería nada de eso. Mi madre hacía cuentas todo el tiempo,


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Primavera otoñal

(Homenaje a Benjamin Péret)

Armando Pereira Para Lorenzo Pareja y Patricia Venti

L

orenzo nos fue a buscar en su coche a la estación de tren de Las Zorreras. Nos abrazamos los tres y bajamos las escaleras de la estación, que más que bajar parecían subir, y, en cuanto llegamos a la carretera, el coche que Lorenzo conducía y en el que debía llevarnos a su casa, no era un coche, sino una cebra. La cebra era grande y cupimos los tres perfectamente. Lorenzo llevaba las riendas y mi mujer, entre él y yo, restregaba su culo enorme contra mi vientre deprimido, al ritmo del galope firme del caballo acebrado. —Porque, en realidad, no es una cebra —dijo Lorenzo—, sino un caballo acebrado. Durante el camino a su casa también vimos pasar elefantes ajirafados, pájaros enormes con dos cabezas (como la heráldica águila germana), focas blancas que aplaudían agitando sus aletas y gritaban sus nombres a nuestro paso, y las zorras, esa incontable multitud de zorras con orejas y colmillos de jabalí, que le habían dado su nombre al pueblo. —Es la época del año —dijo Lorenzo, en un intento de explicación—, esta primavera otoñal hace que todo se trastoque, lo mismo puede caer una tormenta con rayos y truenos o seguirnos calcinando bajo el sol abrasador de esta mañana. Por las tardes, a veces nieva. Llegamos a su casa y nos sentamos en la terraza volada sobre un jardín que parecía una selva gótica intraducible: guayabos, bugambilias, mangos, castaños, coníferas, cafetos, cuatro cañas de azúcar y una palmera cargada de cocos. Desde la terraza, se contemplaban los austeros muros de El Escorial y la gigantesca montaña detrás.


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Laura Quintanilla

contame, vos

Lorenzo trajo cervezas belgas y tailandesas bien frías. Las bebimos displicentemente mientras Patricia salía del baño. Laura elogió la casa y Lorenzo le explicó que era la herencia de sus abuelos, que se la habían comprado a un conde venido a menos a principios del siglo pasado y que ahora era enteramente suya, también la vista que se contemplaba más allá de la balaustrada. Laura le preguntó por la leyenda en latín grabada en el muro de piedra a la entrada de la casa. —Dice, al pie de la letra —y tradujo Lorenzo—: «Las golondrinas cagan más en invierno». Laura, asombrada, inquirió una vez más por el sentido de la frase. Lorenzo le explicó que no

había sido más que el producto de la observación minuciosa y asidua del Conde de Las Zorreras, que tenía veleidades naturalistas. —Como Darwin —puntualizó Lorenzo. Patricia salió del baño entre eufórica y preocupada. Eufórica, por lo visto, porque al fin habíamos llegado; preocupada, por tantas horas de ajetreo que habíamos tenido que soportar en ese maldito tren que parecía una vieja carreta medieval. De nada sirvió que Laura le dijera que sólo habíamos hecho cincuenta minutos escasos.


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—Pero qué dices —dijo Patricia—, si esa espantosa ciudad de la que vienen está a años luz de aquí. Yo, cada vez que voy a Madrid, me siento diecisiete años más vieja. Lo bueno es que, al regresar, los recupero. Luego se volvió hacia Lorenzo y le dijo (por lo visto, también en eso consistía su gesto de preocupación): —Oye, tío, tienes que ver qué es lo que pasa con esas malditas cañerías; en lugar de agua sale leche pasteurizada. Es la segunda vez que me pasa. —Siempre te has sentido un poco Cleopatra, Patricia; a veces, inclusive, me llamas Antonio, sobre todo cuando hacemos el amor. ¿Cómo sabes que está pasteurizada? —Porque la probé, joder. ¿Qué habrías hecho tú si en lugar de agua te sale leche? —No lo sé, Patricia, eso sólo te ocurre a ti. Pero voy a darte una sorpresa. Mira lo que han traído Laura y Andrés. E inmediatamente puso sobre la mesa de la terraza una bolsa blanca de plástico en la que se veía el cutre triangulito verde y negro de El Corte Inglés. Metió la mano en la bolsa y lo primero que sacó fue un conejo blanco con pintas negras que salió

corriendo, atravesó la terraza y saltó sobre la balaustrada. —¿Lo viste? —gritó Lorenzo sonriendo—, ¡qué originales, joder, un conejo! Volvió a meter la mano en la bolsa y lo que ahora salió de allí fue una ardilla parda y tímida, también un poco socarrona. Nos miró un instante a todos desde el centro de la mesa y, de un salto, trepó a la lámpara y comenzó a balancearse. —A ver si va a romperla —dijo Patricia, consternada—. Anda, Lorenzo, haz algo. Cuando Lorenzo se estiraba para alcanzar a la ardilla en uno de los extremos, el más frágil, de la lámpara, la alimaña se escurrió por la cadena del encendido hasta las losetas del piso y corrió a esconderse detrás de un minarete. Desde allí nos contempló ahora con esa sonrisilla entre divertida y burlona de las ardillas. Luego desapareció, tras la balaustrada, buscando al conejo. —Ya, ya —dijo Patricia—. ¡Que te has creído que me lo voy a creer! Y de dos palmadas hizo aparecer repentinamente al conejo y a la ardilla, sobre la mesa de la terraza, bajo la forma de dos botellas de vino: un albariño blanco y un tinto de Rioja.


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esmeralda que incitaba a los labios y al paladar. —Es la época del año —insistió Lorenzo, siempre cauto y sereno, como habituado ya a las progresivas metamorfosis del día—. En ninguna otra estación, excepto en ésta, las copas cambian de color. Yo no había terminado aún con el vaso de cerveza y me lo bebí de un trago. Quería saber a qué sabía ese vino que cambiaba las copas de color. ¿O era, en realidad, la época del año? No era a vino a lo que sabía ese vino de Rioja, sino a una mezcla rara de moras, frambuesas y azafrán que daba gusto. Sobre todo por el toque de azafrán. Laura, no sé si por los repentinos efectos del vino o por su curiosidad innata, fue la primera en descubrir, en ese maravilloso instante en el que el cielo cambiaba del tono azul al amarillo, esa enorme extensión de agua que emergía de pronto ante nuestra vista. No era un río, tampoco un lago; el rumor de las olas y el penetrante olor a sal la hizo exclamar de pronto en un grito alucinado: —¡Es el Mediterráneo!

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—Ya me lo decía yo —exclamó Patricia—. Tenía que ser otro truco de Lorenzo, si me lo conozco de sobra. Siempre con sus trucos, y luego la gente ya no vuelve más a esta casa. Un día, a media tarde, cuando se despedían de nosotros el embajador de Paraguay y su mujer para volver a Madrid, en lugar de ponerle al cuello la magnífica bufanda de lana escardada que traía la embajadora, lo que hizo el burro este fue envolverle el cuello con una húmeda y lasciva anaconda que no hacía más que chupetearle las tetas. ¡Y mira que no hay anacondas en estas áridas tierras castellanas! —¿Y qué hizo la paraguaya? —inquirió Laura, más envidiosa que preocupada. —Gritó como loca y salió corriendo de la casa, diciendo que era una vez más, pero ahora hecha realidad, la lengua bífida y viperina de sus sueños, que no tenía nada que ver con la prudente y siempre bien ponderada lengua de su marido. En fin, hija, que no volvieron a venir, a pesar de mi insistencia una semana tras otra. Lorenzo escanció el vino en unas copas de color ámbar que, al contacto con el líquido rojo y espeso, se tornaron de un verde


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Y todos vimos, clarito, por lo menos yo, el Estrecho de Gibraltar, las costas de Cádiz y allí, ancladas en el viejo puerto, las mismísimas calaveras de Colón. —No son las calaveras de Colón —dijo Lorenzo, siempre discreto, aunque puntual—, sino las carabelas de Colón. —¡Coño! —gritó Laura, dirigiéndose a mí, evidentemente ofendida—. Tú siempre tan culto y, en el fondo, tan pendejo. Son las calestras de Colón, ya te lo ha dicho Lorenzo. Patricia y Lorenzo, tan prudentes en esto como en todo, mientras nosotros seguíamos contemplando las suaves olas del mar, a menos de un kilómetro de nosotros, y sintiendo el acariciante céfiro en las mejillas, decidieron servir cuanto antes el almuerzo. —Hice pierna de cordero con patatas a la venezolana —dijo Patricia que, además de bañarse en leche, había nacido en Maracaibo. —¿Existe el cordero en Venezuela? —preguntó Lorenzo en tono seco y profundo. —No lo sé —dijo Patricia—, pero lo hice a la venezolana. Cuando levantaron la tapa de la cazuela, ya con los platos y los cubiertos dispuestos sobre

la mesa, aparecieron ramos de margaritas y crisantemos al centro, bordeados por capullos de orquídeas y salpicados por pétalos amarillos de girasol que daba gusto a la vista. —Yo quiero los crisantemos —gritó Laura, entusiasmada por el color blanco, casi virginal, en esa fiesta de colores. —Calma, calma —dijo Patricia—, que hay de todo para todos. —A mí —dije yo, un poco escéptico ante las flores— me basta con unos cuantos pétalos de girasol. Pero escancia un poco más de vino —le dije a Lorenzo—, que el Mediterráneo comienza a retirarse. Lorenzo lo hizo dispendiosamente, incluso sacó dos castores más de su bodega que, ya sobre la mesa de la terraza, cobraron la forma de dos botellas de Rivera del Duero. —¡Que fluya el Duero —exclamó Patricia—, sí, que fluya, que fluya! Y bebimos y comimos todos contentos al ver que el mar Mediterráneo recuperaba la fuerza de sus vientos y de su marea. Ya en los postres —ahora sí, cuatro pequeñas palmeras venezolanas cargaditas de cocos con un melocotón coronando a cada


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Triste músico, entona algo nuevo, para dibujar el gesto último de tu nombre.

Y enseguida, Lorenzo, sin más preámbulos, se lanzó a fondo con la «Pavana para una infanta difunta». —¡Qué bien se está aquí! —exclamó Laura, cuando Lorenzo articulaba las últimas notas de la

«Pavana» y guardaba su flauta dulce en el bolsillo de la chaqueta. —Pues nada, hija —dijo Patricia—, mañana mismo construimos el ala derecha de la casa y se vienen a vivir aquí. Laura aplaudió y dijo que, por ella, encantada, que también Madrid la aburría y que no tenía la menor intención de volver a México ni a ninguna de esas ciudades llenas de académicos gilipollas. —Pero si en una ciudad lo menos que hay son académicos —dijo Lorenzo. —Pero están llenas de gilipollas, académicos o banqueros da lo mismo —zanjó Patricia. Yo aproveché el momento de euforia colectiva para ir al baño, porque ya tenía la vejiga un poco hinchada. El baño, en realidad, no era un baño, sino algo que sólo podía compararse con las termas romanas: dos o tres veces más grande que la casa, los pisos de mármol de Carrara y a cada diez o doce metros, columnas jónicas y dóricas entreveradas; en los pasillos que comunicaban una terma con otra, crecían helechos babilónicos y nopales oaxaqueños; las paredes eran

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una—, Lorenzo dijo, citando a Péret: —«La amistad hace soportable la contradicción». —En mi caso —riposté enseguida—, sucede lo contrario: la contradicción destruye la amistad. —Lo bueno —intervino Patricia— es que aquí nadie contradice a nadie y todo el mundo hace lo que quiera. Así que la amistad se eternizará. Entonces Lorenzo sacó una flauta del bolsillo de su chaqueta y entonó el himno de Panamá. Yo encendí un cigarrillo que despedía un humo rosado con olor a sándalo y me dispuse a escuchar tranquilo hasta los últimos acordes. Pero Patricia no lo dejó terminar. En los momentos más altos y heroicos del himno, interrumpió a Lorenzo:


frisos etruscos, griegos y romanos (Bizancio tampoco estaba ausente) que simulaban amores impronunciables entre dioses y plebeyos. Cuando jalé la cadena del inodoro, después de descargar ahí, como avanzado aprendiz de Pantagruel, un buen par de litros de orín, en lugar de agua o leche, lo que salió del inodoro fue una caterva de enanitos verdes que se cogían de la mano, hacían corro y reían y cantaban a voz en cuello. Volví enseguida, sin lavarme las manos y procurando dejar bien cerrada la puerta a mi espalda, a la terraza, donde Lorenzo, Patricia y Laura me esperaban. Y les conté mi hallazgo, más bien mi sorpresa. —¡Mira, Patricia —exclamó Lorenzo entusiasmado, llenándose la copa de brandy—, los enanitos del bosque han vuelto! Hacía años que no venían por aquí. Es un buen signo. —¡Los han traído ellos, los han traído ellos! —gritó Patricia más de dos veces. —¿Les dejaste la puerta abierta? —insistió Lorenzo, con el entusiasmo acrecentado. —No, por supuesto. La cerré enseguida.

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—¡Qué lástima! —dijo Lorenzo decepcionado—. Son tan divertidos. —¿Lo has visto? —dijo Laura, dirigiéndose a mí—. Si serás imbécil, siempre haces las cosas al revés. —¿Todas? —Todas —sentenció ella. En ese momento, intervino Patricia, en un intento desesperado por cortar de tajo ese conato de discusión entre Laura y yo:

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Estás acorralado, pero todavía respiras, sientes cómo me adhiero y voy desfalleciendo de belleza aguda. Reconozco el temblor de mis senos, desciendo hasta el origen y somos tres.

—Somos cuatro, joder —explotó Lorenzo, decidido a no quedar fuera de ese fuego cruzado. —Cuatro son los puntos cardinales —dijo Laura, con un poco de timidez y dejando que Zulú se le trepara a las piernas y le lamiera una de las orejas. —Y los cuatro puntos cardinales encierran al mundo —dijo Lorenzo grave, pensativo. —Entonces el mundo entero está aquí, entre nosotros cuatro —continuó Patricia, como


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y, volviéndose hacia Lorenzo, dijo: —Anda, ayúdame. Y cogió una de las sillas y la lanzó, por encima de la balaustrada, al jardín, adonde fue a estrellarse contra un mojón de piedras. Lorenzo hizo lo mismo con la otra silla. Y volvieron los dos a sentarse a la mesa de la terraza. —Patricia —preguntó Lorenzo—, ¿podrías decirme por qué has tirado las sillas al jardín? —Tú tiraste una. —Bueno, ¿pero podrías decirme por qué? —No sé para qué tenemos seis sillas si somos cuatro. —¡Ah! —exclamó Lorenzo divertido—. Me parece muy bien —y se bebió hasta el fondo la copa de brandy. Patricia dijo entonces, complacida:

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Saliste temprano a mojar tus cabellos colocándoles flores nuevas. Quise desnudarme y al bajar los ojos cayó la noche sobre tu prolongado silencio.

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develando un misterio—. ¿Para qué necesitamos más? —Escancia algo más de mundo en las copas, Lorenzo —le pedí—, que se me seca la garganta. Se puso de pie, cuan largo y flaco era, y se dirigió a la bodega, de donde extrajo un añoso arcabuz con el que disparó, a la distancia, un líquido ambarino que llenó cada una de las copas. —Ahí tenéis eso —dijo Lorenzo, volviendo a la mesa—. Los antiguos griegos lo llamaban ambrosía. Era un Cardenal de Mendoza que no le pedía nada a la ambrosía, más bien al revés. Y lo bebimos, a sorbos pequeños, Lorenzo, Laura y yo. Patricia se lo chupó de un trago. —¿Dónde has dejado ese maldito arcabuz, que tengo la copa vacía? Lorenzo no tuvo que volver a la bodega. Extendió la mano sobre la mesa, cogió por el cogote la botella y llenó las copas hasta el borde. Patricia volvió a vaciar la copa, pero esta vez ya no pidió más. En lugar de seguir bebiendo, se puso de pie y fue hasta el comedor. A los pocos minutos, regresó con una silla en cada mano. Las puso junto a la balaustrada


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Lo único que no había habido entre nosotros cuatro, durante toda esa larga tarde de primavera otoñal, había sido silencio. Pero es verdad que, con las palabras de Patricia, cayó la noche. No quiero decir que las sombras se hubieran prolongado a través de la tarde hasta cubrirnos con su oscuro manto. Lo que sencillamente quiero decir es que cayó la noche de pronto, de un golpe, con las palabras de Patricia. El último tren a Madrid salía a las 10:30 y eran las 10:15. No tuvimos más remedio que despedirnos. —Quedaros un poco más —insistió Lorenzo—. Os llevo a Madrid en mi cebra, a todo galope. No hacemos más de una hora.

«

Zulú saltó de las piernas de Laura y se plantó en la puerta que comunicaba la terraza con la sala de la casa, decidido a no dejarnos franquearla. En sus ojos amarillentos y cristalinos podía leerse su resolución impostergable: «No pasarán», parecía decirnos en buen republicano. Ya en la estación, cuando los primeros copos de nieve comenzaban a caer, nos abrazamos los cuatro, lloramos los cuatro a mares. Intercambiamos lágrimas y besos. El tren bufaba sobre la vía a punto de partir. Nos dijimos adiós para siempre, seguros de que el mundo, el mundo entero, había quedado entre los cuatro*. * Los poemas citados en el texto pertenecen al libro Cierta historia de amor, de Patricia Venti.

Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas. -Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro maratón, me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido». Julio Ramón Ribeyro


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Eduardo Halfon

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Pudor sin desnudez

Guillermo Ceniceros

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ace algunos años, en un viaje por la Costa Brava, decidí quedarme en una ciudad llamada Roses simplemente porque en el camino, desde la ventana del tren, logré ver una fila de prostitutas ofreciéndose a la par de la autopista. Rumanas, me dijo alguien después. Nunca llegué a entender exactamente dónde consumaban su negocio. Me alojé en una pensión sin nombre o cuyo nombre no conocí, en la calle Pescadores. El dueño, tras preguntarme en catalán y luego en español si yo era latinoamericano, hizo un puchero y me dijo que en L’Empordá era costumbre pagar el hospedaje por anticipado. Sospechoso, pero d ema s i a d o e xhausto o cobarde para adoptar una pose idealista, le pag ué una sola noche. Subí a mi habitación y tomé una ducha larga y caliente. Cuando volví a bajar, el


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dueño estaba parado en el umbral de la entrada, sosteniendo la puerta con un pie mientras se fumaba un cigarrillo. No sé por qué le dije que iba de salida, quizás a beber una cerveza y a conocer un poco de la ciudad. Allá me dijo casi enojado, señalando algo con su tabaco oscuro. Volví la mirada en esa dirección. Todo derecho. Que hay una playa muy maja. Me sonrió una sonrisa negra. Yo le agradecí y caminé despacio hacia donde él me había dicho, hasta que, con alivio, pude doblar en una esquina y perderme de vista. El sol de mediodía estaba suave. Había una brisa dulce y afable. Anduve largo rato sobre la Avinguda de Rhode, al lado de un mar azul jade colmado de turistas. En algún parador me comí un bocadillo, en otro me tomé un par de cañas. Llegué a una marina y me quedé viendo los yates. Seguí caminando con el mar a mi derecha hasta que arribé a una especie de pequeño cayo o península y logré ver que del otro lado, en el extremo más lejano de ese semicírculo de arena blanca, todas las personas parecían estar desnudas.

Y dirigiéndome hacia allá, se me ocurrió que sin quererlo, o quizás queriéndolo de una manera elíptica o solapada, estaba llegando justamente adonde me había enviado el viejo impetuoso de la pensión. Me quité las sandalias. La arena estaba ya tibia. Elegí un sitio justo a la par de una chica negra acostada bocarriba. Parecía modelo. Tenía la cabeza medio afeitada, el pubis frondoso, los pezones muy grandes y muy morados. Me quité la playera y la pantaloneta y los calzoncillos y me senté desnudo viendo hacia el mar. Pasó una tipa con pechos inmóviles. Pasó una pareja de viejitos flácidos. Él me saludó con una sonrisa que juzgué innoble. Metido hasta las rodillas en el agua, un niño de cinco o seis años estaba dando vueltas mientras sostenía su pequeño pene y se reía a carcajadas y orinaba una fuente amarilla y redonda. Un señor de mediana edad deambulaba entre la gente, como perdido, como buscando algo. Me puse a contar mujeres obesas. Siete. Luego me puse a contar hombres circuncidados y hombres no circuncidados. Ocho y doce, respectivamente, aunque dos o tres casos me fueron imposibles


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esas cosas. Pero ellos se reían y decían que no estaban muertos e insistían que nos metiéramos al mar, que en el mar lograríamos estar a salvo (no entendía a salvo de qué, era un sueño o una imagen insensata), y después, sin soltarme las manos, ellos se levantaban de la arena y trataban de levantarme a mí de la arena y de llevarme forzosamente hacia el mar. Pero no podíamos avanzar, no podíamos dar un solo paso. La playa estaba llena de anémonas que parecían globitos celestes y que no nos dejaban avanzar. La playa era una fiesta de globitos celestes. Cuando abrí los ojos y me apoyé sobre los codos, noté que la chica negra ya estaba sentada, abrazándose las rodillas, sonriendo sin verme. ¿Buen sueño, supongo? me preguntó en inglés. Te n í a y o u n a l i g e r a erección. Perdona. No sé por qué le pedí perdón, y tampoco quiero saberlo. Ella se puso de pie y empezó a sacudirse la arena de las piernas y nalgas. Se colocó su camisola color crema, como de lino o

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de esclarecer y olvidé contarme a mí mismo. La chica negra pareció despertarse. Giró la cabeza hacia mí. Luego se tapó los ojos con un brazo y volvió a perderse en el sopor o en el letargo y yo me le quedé viendo a su axila sudada y pringosa y llena de motitas blancas. Me recosté y casi de inmediato me quedé medio dormido. Siempre me ha gustado dormir siestas en la playa, con el calor intenso en el rostro. En general sueño algo, aunque en algunas siestas de playa sólo imagino algo o duermo en blanco o quizás duermo en negro, depende, pero casi siempre sueño algo. Esa vez soñé (imaginé) que mis padres estaban acostados sobre la arena, ella a mi derecha y él a mi izquierda, y cada uno me tenía agarrado de la mano, aunque mi padre con fuerza y mi madre con algo que podría llamarse piedad, aunque tampoco. Los tres estábamos bocarriba. Los tres estábamos acalorados. Ellos me decían, entonces, que nos metiéramos al mar y yo les decía que a mí nunca me había gustado meterme al mar, que ellos lo sabían o que deberían de saberlo, pues aunque estaban muertos seguían siendo mis padres y deberían de saber


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algodón suave. Se echó su bolsón de mimbre sobre el hombro y, descalza, con sus alpargatas en la mano, se marchó. Yo me quedé tumbado, observando a la gente. De pronto, encontré al señor de mediana edad, al mismo señor que había estado deambulando por toda la playa. Era moreno y calvo y tenía un bigote grueso y acaso teñido de negro betún. Se encontraba sentado frente a una señora de escasos cincuenta años. Estaban desnudos, platicando muy cerca, aunque lo suficientemente lejos para evidenciar que acababan de conocerse. Y yo los observé conversar mientras empezaban a vestirse, y pude imaginarme todo ese diálogo entre un hombre bigotudo de mediana edad y una mujer cincuentona, quienes se acababan de conocer en una playa nudista de la Costa Brava.

«

Imaginé que se habían hablado durante toda la tarde. Se habían mirado con minucia, conociéndose llanamente. Se habían mostrado cada uno de sus defectos e imperfecciones. Así soy yo, ésta de aquí es una verruga, ésta otra es una cicatriz de un amor prohibido, esto es de silicona. Ahora seguían vistiéndose, despacio, prenda por prenda, hasta que ya completamente vestidos sintieron una insondable vergüenza y se dijeron adiós. El cielo se había blanqueado. Me levanté. Recogí mis cosas de la arena y también me vestí. Caminando hacia la avenida, pensé que no hay nada como la desnudez sin pudor, quizás sólo el pudor sin desnudez, mientras descubría a la misma chica negra acostada desnuda en otro sitio de la playa.

... lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobrentendido y la alusión». Ricardo Pligia


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Maurice Echeverría

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Adivina quién viene a cenar A José Peñalonzo

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ntonces, Katharine, te estaba contando de mi abuela. Discúlpame la interrupción, pero necesitaba un vodka... Ya ves que después de la comida, en la noche, suelo tomarme uno. Además, no todos los días se tiene la posibilidad de hablar con la difunta Katharine Hepburn, you know… Una celebración se hace precisa. Tu voz es lo que yo siempre imaginé: así grave y melodiosa. Es lamentable que no haya nadie para escucharla conmigo. Mi abuela… la finca… las vacas… ¿es verdad que las vacas mugen? No sabría decirlo. En mi vida escuché a una vaca mugir. Y eso que crecí entre ellas: detestables animales que huelen poderosamente a mierda. Fue por no ver más vacas que me fui de Guatemala. Bye bye, Guatemala. Por no ver más vacas, y por no ver más a mis padres, que son ellos mismos vacas, y por no ver a Guatemala, la vaca total. Considero que habría que echar las vacas a los tiburones. Matarlas una a una, hasta su completa extinción. «Quiero conocer Guatemala», me dijo el Barcelonés la otra noche.


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«Madre mía», me dije calladamente, «¡la vergüenza!, ¡las vacas!». Me fui huyendo de Guatemala, depósito de vacas, a Nueva York, el lugar más antivaca sobre la faz de la tierra. Qué gusto me dio separarme de tanta fetidez. No estoy exagerando, Katharine. ¿Los mayas, dices? En donde yo vivía no había mayas. Sólo finqueros y pistolas. Y muchas putas en el pueblo. Mi papá me obligó a meter mi capullito en una de ellas y luego salió sucio, maloliente, no a vaca, pero feo. Nueva York… en verdad, es una cortesía que Nueva York reciba a los que, como yo, venimos huyendo de las vacas. Cada vez somos más. Es de verlos, a los recién venidos, con los ojos pelados, como si hubieran visto un fantasma (no te ofusques, Katharine, es sólo una expresión). (A mí lo primero que me llamó la atención al venir fueron las bolsas de basura. ¡Cuánta basura apilada cada noche en tantas esquinas! ¡Qué exhibición, Dios mío! Una ciudad que produce tanta basura es porque produce mucha belleza, entendí pronto.) (La primera vez que fuimos a bailar con Omar a Central Park, un domingo, entre puros

desconocidos, al ritmo de los tambores, me llenó de felicidad el corazón.) Nueva York y sus inmigrantes. Estas innegables muchedumbres confluyen en un ritmo laboral ensordecedor y han puesto sus manos esqueléticas al servicio de la ciudad divina, que los observa. De las cocinas, de los camionones, de las partes traseras de los sempiternos negocios brotan sus voces multicolores, babelizantes. Yo también me puse a trabajar. A trabajar, pero en las noches me iba a los clubes, a besarme con todos esos chicos. Desconozco de dónde sacaba tanta energía. Y nunca me pasó nada. Es que tengo un angelito de la guarda un poco sucio cuidándome, ji ji. Aguarda, Katharine, voy por otro vodka. ¿Se puede saber de dónde has sacado el atuendo tan fulminante? No volveré a ese maldito pueblo, no. Tú no puedes saber lo mal que me hicieron sentir en ese lugar. Esos ignorantes encontrarán siempre en sus pequeños cerebros coleccionistas de maldades alguna forma de degradar y humillar. No olvidaré aquella noche… eran cuatro… Ya sabes cómo se ponen en esas fiestas


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Los dos seres de Guatemala que yo más he querido son mi abuelita y Omar. A Omar lo conocí en la capital. Yo procuraba ir a visitarlo lo más posible (la mayoría de veces, sin el consentimiento de mi padre, que enviaba a sus cuatreros a buscarme). Fue Omar quien en verdad me abrió los ojos; me mostró que estaba bien ser quien yo era. La verdad es que a mí Omar me daba envidia, pues a él no le había tocado el ingrato destino de vivir entre vacas, y además era refinado y hablaba con todos y a todos caía bien y salía a bailar todas las noches y sus papás lo querían y estudiaba arquitectura y todo le interesaba y le gustaba a hombres y mujeres por igual y siempre andaba en actividades artísticas y no tenía miedo de nada, y sonreía. Omar se fue antes que yo a Nueva York, naturalmente. De Nueva York me llamaba, insistía en que me fuera yo también. Veinticinco veces llamó y veinticinco veces le dije que lo pensaría. A la vigésima sexta vez lo pensé, por fin. Resolví hacerlo. Compré

contame, vos

de pueblo… Me colocaron en la parte de atrás de un pick up. Me llevaron: un camino solitario en la caña. Caña dulce de mi tierra… Puede ser muy amarga si te la están metiendo a la fuerza por el culo. Oh, well. Todos bien malos. Con la excepción de mi abuela, y de Omar, claro. Mi abuelita Adela entendía que yo era… especial. Ella entendía que mi ángel de la guarda era un poco sucio... Mi abuela tenía ella misma características de ángel. Me miraba con aires compasivos, cómplices. Adelita. Cantaba lindo. Su voz parecía recién salida de la tierra. Me decía las cosas más dulces. Cuando yo era chico, me daba helados y chocolates sofisticados que mandaba a traer a la capital especialmente para mí. Me defendía de mi padre, cuando éste alzaba la voz. Y tenía tanta energía… De mi abuelita es que yo traigo las fuerzas. Incluso entrada en años, seguía yendo al río, ella, solita, a bañarse. Se movía con firmeza entre las grandes piedras, pulidas por la corriente. Perdón, estoy llorando. Es que fue tan triste la forma en que murió...


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el ticket; saqué la visa; me fui. Eventualmente, arreglé incluso mi situación domiciliaria. Tuve suerte. ¿Por qué a otros les ha tocado lo más ingrato y a mí, en cambio, me tocó no esperar? El azar y el destino fornican absurdamente. Lo sé, Katharine, es terrible. Pienso en todos esos niños, apagándose en furgonetas desvencijadas; mujeres violadas en la sed del desierto; hombres bajados a tiros por otros menos hombres que ellos… La frontera iguala a los vivos y a los muertos. Pero eso, Katharine, a lo mejor ya lo sabes. Así que me despedí de todos mis novios (aun en Guatemala es posible tenerlos). Hice tremenda fiesta en el apartamento de uno de ellos y para todos bailé, y esta vez la caña fue dulce, dulcísima, una orgía de miel y de cenizas. Difícil me resultó despedirme de mi abuela, en cambio. Ay, qué angustioso purgatorio. Adela lloraba, pobrecita. Hasta que se calmó, por fin, y me dio su bendición. A mis padres ni adiós les dije. En el avión iba yo todo espeso por dentro, sin creérmelo, por fin en libertad, triste y glorioso.

A lo mejor así te sentiste, Katharine, cuando ganaste tu primer Oscar. Katharine, te ves más bella que nunca pómulos, mirada, el cigarrillo infamante, la voz ronca, ostentosa, todo te hace justicia. Aterricé en el aeropuerto John F. Kennedy, y no me costó nada asimilar el frío lancinante que me buscaba los huesos, mientras esperaba el taxi, a los pies de la ciudad poderosa y ciega. Al fin iría a Broadway. No acaso al mismo Broadway que tú viste, pero sí, a Broadway. En Nueva York pude expresar plenamente mi verdadera identidad sexual. Nosotros, los homosexuales, somos portadores de lo más elevado de la raza, esto es, lo no multiplicable de la raza. En nosotros hay sedas violentas y merecidas traiciones. A trasluz hemos visto esos secretos extravagantes de la humanidad. ¿Enfermedades venéreas? ¡Dios santo, Katharine, en mi vida…! ¿No te he dicho ya que tengo un ángel de la guarda que me quiere mucho? Ya sé, ya sé, tu padre, el urólogo… Para tu información, Katharine, mis parejas me han resultado todas muy limpias…


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se pone salvaje. Le encanta el pornotube. Lo vuelve loquito. Creo que está un poco zafado de la cabeza. Le gusta designar las posiciones más extrañas. Se le pone dura, dura. «Ooh, ohh, Mark», chillo. «You like it, don’t you, bitch?», me dice él. Estar con Mark es como regresar a la prehistoria. Te va a maltratar ese muchacho. Te va a meter toda suerte de objetos degenerados por el ano (con gusto me metería él una de tus cuatro estatuillas doradas). Oh, yeah, para mí venir a Nueva York significó conocer el misterio del ano. El ano arquetípico que encarna en múltiples anos de todos colores y texturas. Well, entre cogida y cogida, un día recibí un mail en el que decía que mi abuela había muerto. Entonces descubrí una vez más que en el ano no todo era por fuerza placer y fortuna: también había dimensiones oscuras, realidades infernales, lóbregas visiones demoniacas. Tú sabes lo que es perder a alguien querido: tú perdiste a tu hermano y a tu amado Spencer Tracey… Wait, déjame ver si aún hay más vodka.

contame, vos

Que les gusta coger es otra cosa. Con Mark tuve un encuentro muy distinguido en el sofá, la otra noche. Parece poca cosa su verguita, pero erguida… y no para, se mueve y se mueve, Mark. ¿Qué hay del Barcelonés? Es como si tuviera en sus manos miles de millones de tentáculos microscópicos. Te hace venir sólo con tocarte. Todos quieren acostarse con el Barcelonés. Incluso aquellos con novio, ji ji. ¡Perras adúlteras! ¡El Barcelonés sabe cómo dar una mamada! Apenas la semana pasada nos vimos con Jerome, un gringuito rico que conocí en la sala de espera del médico de las alergias. ¡Imagínate eso, nomás, Kate! (¿No te importa que te diga Kate, o sí?) Yo tenía un appointment a las cuatro, pero llegué antes, como a las tres, y estando aburrido, decidí hablar con Jerome, a quien todavía no conocía; y también estaba esperando… y resultó ser gay. Luego fuimos a tomar manhattans a un lugar que él conocía, y ya sabes. Jerome es tímido, educado y noble, ¡un dulce! Me gustan los hombres tímidos y educados, ji ji. Aunque también me gustan cuando toman el control. Como cuando el Mark


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Pues bien, mi abuela murió en la carretera, viniendo de la capital. Mi abuela te dije era muy independiente. A pesar de la edad, se subía en los buses extraurbanos, como si nada. El chofer del bus decidió rebasar en una mala curva; venía un tráiler; el golpe fue cósmico. Murió unos días luego, en el hospital. She was in bad shape, you know… ¿Howard, qué Howard? ¡Oh, Howard Hughes! ¿En Beverly Hills? Oh, yeah, I’ve heard that. Terrible crash. He was a good friend of yours, right? Otro vodka. Voy por otro vodka. Estoy de vuelta. El mail que me informaba de la muerte de mi abuela era de mi padre. Estaba escrito con el tonito solemne que acostumbra. Me hubiera gustado acompañar a mi abuela en el hospital, agarrarle la mano, maybe decirle cosas tiernas, recordarle lo buena que había sido conmigo. Y ahora sólo me queda imaginarla, al lado de mis horribles padres, rostro cadavérico y palidez obscena, y todas esas suturas… Awful… Kate, me hubiera encantado que alguien hubiera hecho una

película sobre mi abuela y que tú actuaras en ella. Hubiera sido, sí, muy importante para mí acudir a su entierro, llevarle una postal del Brooklin Bridge, colocarla sobre su ataúd. Ay, qué visiones más oscuras me amenazan, por no haber estado allí. Pero mi padre, made it pretty fucking clear that he didn’t want me there. Tan cordial como siempre mi padre. Y ahora me arrepiento una y otra vez. Hubiera ido, siquiera por chingarle la vida, a él y a la bruja de su esposa. Pero estas recriminaciones van a dar todas al mismo lugar vacío en el espejo… Se puede decir que después de la muerte de mi abuela mi vida en los clubes de Nueva York se volvió casi legendaria, ji ji. Mi gemelo nocturno decidió tomar el control, ji ji. I suppose I was angry. Estaba enojado. Enojado contra el grado prodigioso de imbecilidad de mis padres. Entonces me metí de lleno en el ano. Hasta el fondo. En sus mares ardientes. Mi culo ilustrado se volvió un culo vulgar. Ya sabes, meth freaks, esa clase de fauna. Muerta mi abuela, Omar era el único amigo que me quedaba. Omar siempre permaneció a mi


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todos esos escrotos anónimos, calientes, tuyos de pronto, y de todos también. Hasta que un día, olvidé completamente a mi abuela y a las vacas. ¿Te he dicho ya, Kate, que mi amigo Omar trabajaba con un arquitecto? Ocurre que un día me llama Omar para contarme get this que habían contratado a su jefe para hacer unas remodelaciones para la casa de una actriz famosa, muerta ya. ¿Sabes de quién estoy hablando? me preguntó Omar. I’ve no idea le respondí.  ¡ K a tha r i n e f u c ki n g Hepburn! Oh, my God. Así es. Tu casa, Kate. Naturalmente, no la casa de Connecticut; me refiero a la de Manhattan.  ¿Y sabes qué ? repreguntó Omar. What? repliqué. Tengo las llaves. Así que decidimos hacer una pequeña reunión nocturna a escondidas del jefe de Omar, en tu casa, Kate. Allí estábamos: Omar y su novio, Allan, yo y el Barcelonés,

contame, vos

lado, always. He’s one fucking brave queer who likes to party, and just won’t say no; he sleeps for an hour, and then goes to work… And his work is pretty serious, sabes? Trabaja para un arquitecto y todo. We had pretty good laughs. Un día nos metimos en este baño de un club. Habíamos conseguido unas e pills. ¡Pero la mía se cayó in the fucking toilet! El inodoro estaba todo sucio, piss and shit all over it. Y Omar me dice: I dare you, bitch. Y allí estoy yo metiendo la mano en el inodoro, para encontrar la maldita píldora… Y la encontré. Esa noche vimos el ano en todo su esplendor. Muy de vez en cuando, extrañaba a mi abuela, y a veces, escuchando hablar a dos hispanos equis en el metro, me daba por pensar en las vacas. En New York, es dable hallar orgías homosexuales todas las semanas, y volverse, de hecho, aficionado a ellas. Siempre hay almas nobles dispuestas a organizar estos encuentros salvajes en locales vacíos que son acondicionados con buen gusto, convertidos por una sola noche en ambientes frenéticos y eróticos. A la entrada, te entregan un antifaz y a partir de allí se vale de todo, con quien sea:


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enfrente de tu casa de 49th street, emocionadísimos. Omar ingresó la clave de seguridad para que no sonara la alarma; entramos. So, this is how the other half lives dijo Allan. Tiene varios pisos dijo Omar. Y agregó: La renovación costará medio millón de dólares. Omar nos llevó primero al sótano, el lugar en donde habías, Kate, puesto una cava de vinos. Luego nos fue mostrando las habitaciones. Materiales de construcción en todas partes los trabajos de remodelación no habían terminado. ¿Cuántas veces utilizaste tú misma esas escaleras que nosotros subíamos por primera vez aquella noche, riendo fuertemente? Un juego de sombras se impregnaba tétricamente, cinematográficamente, contra las paredes. Omar y Allan se besaban, mientras yo inspeccionaba las chimeneas, el piso de madera, las ventanas, la suntuosísima tina. Seguidamente, Omar nos mostró el espejo del tocador, o más correctamente sería decir los espejos del tocador, pues eran muchos, que ofrecían un conjunto segmentado, que

multiplicaba y dividía mi imagen por mil. The original mirrors afirmó Omar. Una preciosura. Al fin, subimos por la breve escalerilla de techo, y nos encontramos con la noche tibia de Manhattan y una vista espectacular. Los edificios ya habían olvidado todo de los atentados… ¿En dónde estabas, Kate, cuando ello ocurrió, los atentandos? ¿Susurrando, acaso, con tu voz profunda, canciones de cuna a los fantasmas de polvo? La vida es injusta, en verdad. Injusta, irónica. ¿Sabías que el hombre que me hizo marica no era marica él mismo? No. Era mi padre. El vaquero. ¿Y sabes qué? Me gustó. A lo mejor no debería contarte las cosas que hicimos en el techo de tu casa: Omar y Allan y yo y el Barcelonés. Pero estoy borracho y me viene en gana. Fornicamos. Los cuatro. Nos metimos las duras vergas en los culos, fumando y tomando pastillas de todos los colores. La luna, incómoda, pudorosa, se escondía entre los edificios al vernos. Gemíamos como retrasados mentales. Oh, dear… Qué cogida, qué polvo. Entonces a alguien se le ocurrió creo que a Ron hacer


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«

Luego de haber llorado un rato, me vi en el espejo de nuevo: sorpresa, asombro, sobresalto: no era mi rostro el que se reflejaba allí, sino el rostro de una mujer. Grité, pensando acaso que el fantasma de Katharine Hepburn ¡tú, tú, tú! se había hecho presente. Pero se trataba de alguien más. En el espejo estaba la viva figura de mi abuela Adelita, pidiéndome, qué digo, rogándome, que volviera a Guatemala y la fuera a ver al hospital, mutilada mil veces por su horrible catástrofe en la carretera. Salí corriendo del cuarto… me caí por las escaleras… perdí el conocimiento… Eso fue hace unas semanas… Sólo a ti te he contado esto, Kate. Ni a Omar siquiera… Para eso te invité hoy por la noche… Otro vodka, necesito otro vodka…

contame, vos

una sesión de espiritismo, para invocar el espíritu de la gran Katharine Hepburn. Pronto estábamos todos en uno de los cuartos, tomados de la mano. Ron hablando solemnemente, ni recuerdo sus palabras exactas, salvo cuando preguntó, como en las películas: Kate… ¿estás allí? En ese momento empecé a sentirme realmente mal: ganas terribles de vomitar… Tuve incluso que salir del cuarto. Los demás estaban demasiado drogados y borrachos para percartarse de mi estado. Vomité, en efecto. (En tu adorable tina. ¿Me perdonarás, no, Kate?) Temblando un poco, pero más tranquilo, me dirigí al tocador. Me observé en el espejo (en los espejos) con desdén. Pálido, maltratado, lloré como un crío, con la cara entre las manos.

En mi época no había best-sellers y no podíamos prostituirnos. No había quien comprara nuestra prostitución».

Jorge Luis Borges


La peregrinación Gustavo Adolfo Ponce

A mi madre, ese ángel terrestre...

¿Y aquí por qué hay tantos camellos, tantos bultos y tantos negros? ¡Parece caravana de contrabandistas! —exclamó Baltasar, impaciente. Es que el viaje es largo y hay que llevar muchas cosas —dijo Melchor— y creo que mi esposa va a venir con nosotros. —¡Tu esposa, tu esposa! ¿Y a qué va a ir, si se puede saber? —Y también van mi suegra y la esposa de Gaspar. —¡Ustedes están locos! Sólo eso nos faltaba. Lo que necesitamos llevar son exploradores y cazadores, no un montón de viejas problemáticas. —Hablá vos con ellas. Yo ya les dije que el viaje es cansado y peligroso, pero ya se les metió en la cabeza que quieren ir. Vos no entendés, porque sos soltero... —Pues ahorita las pongo en su lugar. Van a ver quién soy —y se fue directo adonde estaba una señora gorda rodeada de bultos y cargadores. Qué tal, don Balta —dijo la suegra sin ninguna ceremonia— venga, ayúdeme, porque yo creo que los muchachos no me han entendido bien dónde quiero llevar las cosas. Tal vez a usté le hacen caso. Esta canasta tiene que ir en un lugar donde no se moje, porque allí va el jabón.

Lizzeth Huerta

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metido en la cabeza. ¡Sólo al él se le ocurre! —pensaba— ir a nacer y a crecer como si fuera un vulgar humano. Por más que le dije que, si quería conocer la Tierra, yo le podría patrocinar el más grande despliegue de nubes y fenómenos naturales y el más formidable ejército de ángeles para que lo acompañaran y le ayudaran en todo. Como ya se siente muy diosito, dice que él se las puede arreglar solo. No sabe la clase de cabrones con la que se va a ir a topar. Lo sabré yo, que los hice y ahora no los puedo controlar. En eso se acordó de la caravana. No se preocupe, don Balta, yo sé lo que hago —dijo, riendo entre dientes—. Más adelante les voy a dar una manita; quizá una estrella o alguna otra cosa que los oriente. Pero ahorita estoy ocupado. Mientras tanto, Gaspar se jalaba las barbas tratando de convencer a su esposa de lo que, tras largos años de estudio, había interpretado en las estrellas y en las escrituras. —Debemos llevar oro, incienso y mirra, porque el que nacerá será rey, dios y hombre al mismo tiempo —decía. A lo que su esposa respondía:

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Aquella otra hay que amarrarla bien, talvez en un camello que no se mueva mucho, porque allí llevo unos regalitos y no quiero que se quiebren. Y la que tengo aquí cerca tiene que ir a la mano, no la vayan a refundir, porque es donde van los vasos y algunas cosas de comer para el camino, ¿me entendió? —¿Y para qué lleva jabón, si vamos a un lugar donde no hay agua? —Porque siempre hay que llevar jabón. Usté qué sabe si en el camino nos encontramos un lago o algo así. Además, ¿qué le cuesta?, ¿acaso lo va a llevar usté? Lo que yo necesito es que me ayude para que no nos atrasemos, porque yo miro que mi yerno se está poniendo nervioso, ¡pobre! Tener que lidiar con este montón de gente y animales. ¿Me va a ayudar o se va a quedar ahí parado? Hay otro bulto, uno que está envuelto en una tela como verdecita, que hay que ponerlo en algún lugar donde no le pegue el sol ni se caliente, porque ahí van unas plantas, y las medicinas... No puede ser que Dios nos haga esto —pensó Baltasar—, pero Dios andaba ocupadísimo en esos días, arreglando todo el asunto del viaje a la Tierra que al testarudo de su hijo se le había


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—Pues los niños chiquitos, dioses o no, se cagan y se mean a cada rato, así que lo que hay que llevar es una buena carga de pañales y ungüentos para que no se irrite. Claro, qué vas a andar sabiendo si toda la vida estás mirando para el cielo, como que si algo se te hubiera perdido allí. Y torció la boquita, haciendo ese gesto tan suyo que tanto le gustaba a Gaspar, y que siempre indicaba que la discusión había terminado y se haría lo que ella decía. Gaspar se resignó, pensando que eso de entender a las mujeres no es cosa de hombres. Lo cierto es que, con unos días de atraso, la larguísima caravana partió, con las esposas, la suegra y todos los bultos. A Baltasar se le había quitado el malhumor e iba hasta adelante, con una excitación que apenas podía contener en las venas y que lo hacía levantar los brazos y agitarse constantemente sobre el camello. Le seguía Gaspar con su cargamento de libros, mapas y aparatos. Melchor, el más servicial, andaba por todos lados: a veces, compartiendo la alegría de Baltasar con una sonrisa; a veces, oyendo seriamente las cosas incomprensibles que decía Gaspar; y la mayor parte del

tiempo, yendo y viniendo para asegurarse de que todos, desde su suegra, las esposas, y los esclavos, hasta el último de los camellos, estuvieran bien. El resto de la gente formaba una rueda alrededor de la suegra de Melchor, que fue desde el principio el centro de la atención por su carácter campechano y parlanchín. Borró de un plumazo todas las jerarquías: todos hablaban y compartían sin protocolos de ninguna clase. Baltasar dijo que qué barbaridad, que por eso los negros se volvían tan igualados. Pero no tardó mucho en irse metiendo en la rueda, sobre todo porque a la suegra sí le entendía cuando hablaba de las cosas del Cielo y de la Tierra; no era tan enredada como Gaspar, con sus artefactos y su seriedad. —Joven, cuando vea una sombrita me avisa, para que me baje a hacer pipí —le dijo la suegra al que tenía más cerca—. Disculpe, pero a mí siempre me agarra la orinadera en los viajes, viera. Y no era broma. A la señora le daban ganas a cada rato, y cada meada era cosa seria. Como no había sombritas, los cargadores tenían que dejar los bultos y hacer otra rueda, viendo hacia el lado de afuera, para que la doña se pusiera enmedio e hiciera del cuerpo, auxiliada por su hija


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entender tal maraña. Pero, al poco tiempo, la curiosidad lo hacía acercarse de nuevo, y pasaba un buen rato en ese ir y venir, hasta que no podía más. —¿Estás seguro de que sabés para dónde vamos? —le preguntaba—. ¡Mirá que si nos perdemos te voy a dar una buena arrastrada amarrado de las barbas a mi camello! —Ya te dije que sí —decía Gaspar—. Dejame trabajar en paz. En cualquier momento, va a aparecer en el cielo una gran señal para indicar el sitio exacto. Yo tengo que estar alerta, porque soy el único que entiende de esto. Así que mejor andate a dormir y mañana platicamos. Baltasar se retiraba murmurando: «Más le vale que sean ciertas todas esas babosadas que dice. Ni se le vaya a ocurrir perdernos en este arenero, porque de veras lo arrastro». La suegra de Melchor también interrumpía de vez en cuando. En medio de sus insomnios, se acercaba cojeando por culpa de la rodilla izquierda, cada vez más tiesa. —¿No quiere agua o alguna otra cosita? —le decía—. Usté toda la vida trabajando con esos aparatos tan complicados. ¡Huy, no! Yo no sé que

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o por otra de las mujeres. Los esclavos no tardaron mucho en acostrumbrarse a bajarla y subirla al camello, y no les molestaba parar varias veces al día, porque ni en los momentos más críticos dejaba de contar historias interesantes y divertidas. Les caía bien porque siempre los hacía sentirse personas. Cada cual con sus virtudes y sus defectos, cada cual con sus obligaciones, pero todos igualmente queridos y respetados. Melchor dirigía las operaciones de subida y bajada del camello de la gorda aquella. Le tenía cariño y respeto, aunque fuera su suegra. A él le hubiera gustado ser así de campechano y caerle bien a sus súbditos. Pero, ni modo: él era el rey, y tenía que guardar las distancias. Sólo a través de aquella señora se podía relacionar con la gente común sin comprometer la seriedad de sus graves funciones como soberano. La suegra lo quería más que a su hija, y lo entendía mejor. Durante la noche, Gaspar pasaba largas horas estudiando el cielo y haciendo anotaciones y cálculos en unas grandes hojas. Baltasar lo miraba desde lejos, y poco a poco se acercaba para echar un ojo a todo aquello, sólo para alejarse nuevamente, convencido de que jamás iba a


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haría con un marido así. Allá está su esposa sola, la pobre. Debería ir aunque sea un ratito con ella, ya ve que con este frío es feo estar una sola; y las que no tenemos marido pues qué remedio nos queda, pero esa pobre muchacha, toda la vida esperando que usté se canse de hacer esos garabatos. Le voy a traer el agua, ¿oyó? Y detrás de la suegra llegaba Melchor, y le decía: —Disculpá a mi suegra, ella no lo hace por mala intención. —Y al hablar le tocaba repetidamente el brazo, moviéndole tanto los aparatos que Gaspar mejor se iba a tomar el agua. Ya después seguiría buscando la estrella que debería guiarlos, y sólo le pedía a Dios que la hiciera aparecer antes de que a Baltasar se le terminara la paciencia. —¡Aaaaaay, mami!, ¡déjeme! —se quejó la esposa de Melchor—. ¡Usté sólo pasa fregando! Mejor ni hubiera venido. No puede una ni ver para un lado porque ya la está pellizcando. ¡Púchica! —La vieja se hacía la desentendida. Pero los pellizcos no eran por gusto: la señora ya se había fijado en las miradas que su hijita le echaba a un esclavo sudanés altísimo, más negro que Melchor, que venía en la caravana y siempre andaba cerca de ella. «Hay que reconocer

que el sudanés está bueno —pensaba—, pero yo no voy a dejar que esta muchachita loca deje a un buen partido como Melchor y se meta con un negro cargador sólo por andar de caliente. ¡Tenía que salir al pingaloca de su tata, la pobre!» —Mire, don Gas —dijo la suegra un día—: Usté que es bien serio y bien sabio con tantos libros, mapas y aparatos, ¿no sabe si ya vamos a llegar a un lugar más fresco? ¡Viera cómo vengo de irritada! Ya no aguanto tanta arena en el cuerpo y, aquí entre nos, ya tengo todo pelado el trasero de andar tanto tiempo sobre el camello. Parezco gallina con almorranas. Y no es que el aparejo que le pusieron no sea bueno, si parece un trono. Lo que pasa es que a una de vieja todo le duele y todo le hace daño, viera. Yo me acuerdo que no muy lejos de aquí, detrás de aquellas lomitas allá por la derecha, como que hay unas palmeras y una lagunita. Bueno, no es que me acuerde, sino que me han contado. Pero usté es el que sabe... —Gaspar sabía que el oasis estaba cerca. Ya dos de los exploradores de Baltasar habían partido para localizarlo y preparar la llegada de toda la caravana. Lo que no terminaba de entender era cómo aquella doña lo sabía


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sobre los planetas a Melchor ni a Baltasar. «Sería mucho más emocionante para ellos recibir la noticia directamente del cielo» —pensó—. Así que dejó que las cosas siguieran su marcha natural. Y no se equivocó. Unas noches después, Baltasar pasó corriendo como pedrada de loco por el campamento, gritando «¡La estrellaaaaa!, ¡Laes-treeee-llaaaaaaaa!». Y luego cayó de rodillas, abrió los brazos y empezó a tirarse grandes carcajadas, de pura felicidad, con los ojos llenos de lágrimas. El lucero era tan extraordinario que hasta la suegra de Melchor se quedó callada, y ni se preocupó por vigilar a su hija, que miraba boquiabierta el cielo, al ladito del altísimo y negro sudanés. —¡Por yo! —dijo Dios. ¡No sólo quiere ser humano, también quiere ser pobre y desconocido! Estos muchachos ya no saben qué hacer para llamar la atención. Ve, vos, Manuel —le dijo a un ángel que pasaba por allí cerca—, reunime una cuadrilla de ángeles para hacer un trabajito allá abajo. Andá por los otros y luego les doy más detalles. Se quedó pensando la manera de

contame, vos

también, pero decidió que era mucho más fácil entender los movimientos del cielo. La llegada al oasis fue una bendición. Las mujeres se acabaron el jabón, porque se bañaron ellas, mandaron a bañar a los maridos y a los esclavos, y ni los camellos se escaparon de un buen baño; lavaron ropa, cocinaron y se pusieron de buen humor. A la suegra de Melchor, el cansancio de todo el viaje le cayó de un solo golpe. Habló poco y durmió mucho, aunque al día siguiente dijo que no había dormido ni una gota; que sólo había cerrado los ojos, pero que había estado oyendo todo. A saber por qué no oyó la escapadita que su hija, que dormía al lado, se dio en dirección a Sudán. Gaspar también durmió profunda y serenamente durante la noche que pasaron en el oasis. Ahora sí estaba seguro: los planetas estaban moviéndose en armonía, todos hacia el mismo punto. Ésa era la señal. De allí en adelante sólo hizo observaciones rutinarias, para estar seguro de que todo estaba ocurriendo como lo había calculado. Dedicó mucho más tiempo a meditar y a preparar su espíritu para el gran acontecimiento. No quiso decirle nada


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aprovechar el viaje de su hijo «Ya que no lo voy a convencer de que vaya como yo quiero, ni mucho menos de que no vaya, le voy a sacar el jugo —pensó— le voy a dar una gran misión, para que sude la gota gorda». Y siguió pensando... La vida de la caravana fue diferente después de que apareció el lucero. Todos sentían que éste no era un viaje cualquiera. ¡Si era el mismo cielo el que los guiaba! Y sentían que algo grande, quizá más grande de lo que podían imaginar, estaba por suceder. Las conversaciones en el grupo, que siempre rodeaba a doña suegra, eran más familiares que nunca, pero también más espirituales, más profundas. La suegra demostró tener una sensibilidad, una sabiduría y un conocimiento de la naturaleza humana que nadie hubiera sospechado en una mujer, menos en aquella gorda parlanchina tan llena de achaques. Hasta Gaspar se sorprendía de la sencillez con la que explicaba las escrituras, las profecías y la razón de ser de todo lo que estaba pasando. —No es común que una mujer sepa tanto. Pero tampoco es prohibido —pensó sabiamente, y siguió poniendo atención para aprender él también.

A Gaspar no le fue difícil dar con el lugar exacto. Por algo era un sabio que conocía aquello de «preguntando se llega a Roma». Empezaron a organizarse, todos nerviosos: primero Melchor, con el oro; luego, Gaspar, con el incienso, y por último Baltasar, con la mirra. Se sacudieron la ropa y miraron al cielo... Pero los primeros en entrar fueron las esposas, la suegra y el sudanés. —¡Qué cueva más fea ! —dijo la esposa de Gaspar—. ¡Qué desastre! Pobre la María, qué lugar en el que la vino a meter a ese hombre. —Es que como dicen que el hijo no es de él... —empezó a decir la esposa de Melchor, pero no siguió, porque su mamá le dio tal pellizco que hasta se le salieron las lágrimas. Mejor se puso del otro lado del sudanés y se quedó callada. —¡Bueno! —dijo la suegra—. Ustedes, muchachas, ordenen todo esto y limpien bien, porque si no, ese niño se va a enfermar, y la pobre María no está como para hacer todo ese oficio. Y a mí me disculpan, porque vengo muy cansada del viaje y voy a ver si puedo descansar un ratito allá afuera. Acuérdense que hay que sacudir


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de que tu yerno no pase por allí de regreso, como te pedí? —Señor —dijo la suegra—. ¿Por qué pregunta si usté lo sabe, lo sabe todo? —Porque me gusta oírte contarlo —dijo Dios. —¡Ay, Señor! —dijo la suegra, y siguió—: Llegamos a donde el tal Herodes y veníamos contentos, porque, según nosotros, nos íbamos a bañar y a descansar como en el oasis, ¿se acuerda? Y resulta que en la entrada nos detuvo un hombre, hasta me enojo cuando me acuerdo, a preguntarnos un montón de cosas. Un hombre grosero, viejo, flaco y arrugado. Don Baltasar le quería dar un buen sopapo, pero mi yerno Melchor, ya ve que es tan educado, le contestó todo y hasta le dio las gracias. Total que el hombre se fue para adentro y al rato regresó diciendo: «Dice su alteza, don Herodes, que cuando tenga un tiempito va a recibir a don Melchor y a sus asistentes, que pasen a sentarse a esa sombrita. Mientras tanto, le vamos a dar agua a los camellos. Los esclavos y las mujeres que esperen afuera». —Así que nos quedamos aguantando sol y tragando polvo. Yo aproveché para

contame, vos

primero y barrer después. Y saquen a esos animales. ¿Dónde se ha visto que las mulas y las vacas estén metidas dentro de la casa, como si fueran gente? Y se fue, diciendo entre dientes: «Mujercitas estas. Antes, una paría y al día siguiente estaba lavando los pañales, no había quien viniera ni a darle un vaso de agua. Ya las quisiera ver...». Cuando salió, sólo pasó diciéndole a Melchor que ya podían entrar, que no fueran tan ceremoniosos, y se fue directamente a hablar con el más viejo de los pastores que se habían amontonado en la entrada. —¡Señor, Dios mío! —le dijo— ¿Qué hace aquí con ese montón de ángeles, todos disfrazados de pastores? La verdad es que no le queda mal el disfraz, siempre se ve guapo. Pero a quién va a engañar, con esos pies tan limpios y ese cayado agarrado al revés. Y como que se le olvidó traerse aunque sea un par de ovejas... —¡Ángel suegra! —dijo Dios con fingida severidad—. Hablás demasiado, ése es tu defecto. He venido porque el que nace no es un cualquiera. Pero ando de incógnito, un poco para darle gusto al terco de mi hijo, que no quiere publicidad, y otro poco para que no se dé cuenta el cabrón de Herodes. Por cierto, ¿te encargaste


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platicar un poco con las muchachas. Mi hija, para variar, estaba brava, ya ve que esa niña por todo se enoja. La pobre esposa de don Gas, que tiene un carácter bien dulcito y sólo vive atendiendo al esposo, que nunca le hace caso por andar toda la vida viendo al cielo en esos sus estudios, esta vez sí estaba de mal humor. Yo les dije que se calmaran, que tal vez al regreso podríamos venirnos por otro camino, pero que lo platicaran con sus esposos... Y va a creer que, cuando al fin salieron, la esposa de Gaspar le dijo: «De una vez te advierto, y decíselo a tus amigos, que al regreso no vamos a pasar por aquí. Tenemos como medio día de estar bajo el Sol y no nos han dado ni agua». Y torció la boquita. Viera cómo se asustó el pobre don Gas. Mi yerno estaba como escondido detrás de él, porque ya se imaginaba que también le iba a caer. Sólo don Balta medio habló. «Es que le prometimos al rey Herodes... —empezó—, pero mi yerno le dio un codazo y don Gas le echó una mirada que mejor se quedó callado». —¡Qué bien, qué bien! —dijo el Señor, lleno de gozo—. A ver qué locura hace Herodes cuando se dé cuenta de que lo dejaron silbando en la loma. Pero si se pone muy necio, yo me encargo de él. Por cierto, ya va siendo tiempo de que regresés al

Cielo. Se vienen tiempos difíciles y voy a necesitar tus consejos y tu buen humor. —Bueno, Señor, si usté lo ordena... pero yo siento que todavía tengo cosas que hacer por aquí, y además viera cómo me he encariñado con la gente; a mí me parece que la mayoría de las personas son buenas y simpáticas. No sé por qué usté sólo se pasa hablando mal de la humanidad. Por ejemplo, mi yerno Melchor y don Gas, el sabio que siempre anda con él, son bien finos, educados y considerados. Don Balta sí es un poco ordinario, pero no es mala gente. Hablando de otra cosa, si a usté le parece, yo me podría quedar aquí para vigilar a su hijo, ya ve que los muchachos se van por el mal camino si uno no les habla y los aconseja. Y de paso, aprovecho para controlar a mi hija, ya ve que salió pizpireta, para que no le vaya a dar un dolor de cabeza a Melchor, que tan buena gente que es... —Mi hijo tiene una misión y yo me voy a encargar de hacerle llegar las instrucciones poco a poco —dijo el Señor—. No se las doy de una vez porque se pondría rebelde. Y tu hija ya tiene su ángel de la guarda para que la cuide. —¡Cómo no! —dijo la suegra—. Ha de ser uno de esos


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Epílogo

El resto de la historia, por lo menos en lo que concierne a María y al Dios-rey-hombre, Jesús, es bastante conocido1. En cuanto a los demás, regresaron satisfechos y sin pasar visitando a Herodes, quien armó tal matazón que Dios tuvo que encargarse de Los lectores interesados en más detalles pueden leer, por ejemplo, los Evangelios.

1

que muriera con la pinga engusanada, en medio de salpullidos, fiebres y dolores2. María mantuvo comunicación con la suegra y las esposas de Melchor y Gaspar durante toda su vida, y hasta las visitó en varias ocasiones, sobre todo cuando, entre los 12 y los 30 años, Jesús vivió en el reino de Melchor y tuvo como maestros a Gaspar y a la suegra de Melchor. Es gracias a las enseñanzas de la suegra que conoce a los seres humanos mucho mejor que Dios. Jesús, en sus años de juventud, agarró la onda musical y fundó el grupo Oro, Incienso y Mirra, en el que destacó un joven percusionista de nombre Judas, alias El León. Pero finalmente tomó en serio la misión de su padre, que consistía en expandir la religión y el culto a Dios más allá de la Tierra Prometida. Aprovechó la tendencia natural de los hombres a solidarizarse con los débiles, indefensos y maltratados, y tuvo tanto éxito que opacó a la mismísima figura de Dios padre. Dios aún no se lo perdona.

contame, vos

ángeles que no les gusta trabajar, que los hay, ya ve. Yo no lo he visto. No he pegado un ojo en todo el viaje con la preocupación de que esta niña a veces ni disimula, viera. Y su tal ángel de la guarda a saber dónde andaba, seguro que echando su siesta por allí. Mire que con estas cosas no se puede descuidar uno ni un ratito, porque estas muchachas de ahora no son obedientes como éramos antes. Aprovechan cualquier oportunidad para salirse con la suya, así que necesita un ángel que siempre esté con ella, no uno que se asome de vez en cuando. Yo sí le agradecería, Señor, que se fije bien en eso, para que no nos estemos lamentando después. Y dijo Dios, ya sin disimular la risa: «lo has visto, pero no lo reconociste por prejuiciosa. Apuesto que ni se te pasó por la cabeza que hubiera un ángel sudanés, ¿verdad?».

Los lectores morbosos pueden consultar los libros de Josué, el historiador.

2


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Sin embargo, pregunto «Una vez hubo patria. Una vez hubo poetas» —Entrevista a José Luis Perdomo—

Daniela Camacho

¿

Ves la literatura como una protesta, como un exorcismo, como una reafirmación de la vida, de la muerte; es para ti un grito, un murmullo? Como una protesta, cuando se trata de cualquier línea escrita debidamente hastalamadre por el heroico escritor y combatiente irlandés Brendan Behan. Como un exorcismo, si se mira la obra indómita del muy querido (y hoy ya bastante olvidado) Guillermo Cabrera Infante, especialmente aquel librito suyo (librito por cariño y por breve, no por descalificación) titulado Exorcismos de esti(l)o. Como una reafirmación de la vida, si se abre cualquier página de Elias Canetti quien las usaba como talismán para que la Santa Muerte no se detuviera en sus huellas digitales. Como una reafirmación de la muerte, si se escuchan los ecos metálicos de Thomas Bernhard. Como un grito bastante onanista, cuando se trata de los actuales aporreadores de teclas (para nada actualizados). Como un murmullo y una aglomeración de murmuraciones, si ponemos oídos atentos o despistados a Lytton Strachey, ese monumento de biógrafo que no nos hubiese aburrido ningún trago en el Salón Bar Casino, la Única Esquina que Aún Domina ahora que como asidero no queda ya ni el pelo propio.


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¿Qué te evocan los nombres de Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso y Carlos Solórzano, escritores de diversos géneros? Miguel Ángel: cal y llanto, cal y llanto, como dicen las primeras rudas líneas de su Viernes de Dolores... Los zigzagueos supremamente a pichinga por el Cerrito del Carmen, (des)entonando el demencial y kilométrico himno

nacional de Chapinlandia, que le vio y le oyó nuestro muy querido Carlos Illescas. Don Luis: esa fotografía en la que, casi en posición fetal, se está fumando incluso los bordes de la pipa, es como para volver a quererlo y terminar de olvidar el jarabe passifloresco que emana de casi todas las páginas de Guatemala: las líneas de su mano. Augusto Monterroso: siguen siendo ejemplares la gracia y la sabia ironía con las cuales irrigó casi toda su obra. También, es ejemplar la cantidad de paciencia que tuvo que desplegar para lidiar con tanto pinche paisano que llegaba a quitarle el tiempo a la casa de Bárbara Jacobs, para tomarse una foto con él, bajarle un trago y hacerle babeantes preguntas estilo: Bueno, maestro, y... por fin, el dinosaurio, ¿es una suegra, una goma o una amante a la que se le cayó el maquillaje?

sin embargo, pregunto

En todos estos años como lector y como escritor, ¿qué has buscado en la literatura? ¿Qué has encontrado? Busqué y encontré una caguama helada derritiéndose en una de las orillas del Quinto Infierno, un vodka doble Absolut en ayunas, el descanso del guerrero. (Nótese que te he respondido como lector... El autoproclamado sabio Salomón ya ponía en guardia a la degeneración humana de su tiempo, en cuanto a que el número de tontos era infinito. En estos días que se meten zancadilla a sí mismos, apurándose para arrojarse al despeñadero final, es seguro que Salomón hubiese sustituido tontos por escritores.) Ante tanta explosión demográfica, he escurrido el bulto a tiempo: yo seré tonto... pero no escritor.

¿Qué distingue a la literatura guatemalteca de otras literaturas? Los incendios verbales de Miguel Ángel. La mirada irrepetible de Carlos Illescas, en


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cuyos libros hasta los puntos suspensivos son poéticos. La gracia suprema que Augusto Monterroso distribuía en casi todos sus párrafos. Las catedrales que Monteforte Toledo diseñó. Y por supuesto y como es natural, el hecho de que las nuevas generaciones, en general, escriben cada vez más y peor, suspirando por ganar el Nobel o, ya de perdida, los Juegos Florales de Chiantla. ¿Qué olores de Guatemala encuentras en la literatura de tu país? El olor de si te vi, no me acuerdo. El olor azul de la Sierra de las Minas. El olor de Porfirio Barba Jacob mascullando: «Lo mejor de Guatemala es el camino que lo saca a uno de aquí y lo lleva rumbo a la chingada». El olor rojo del yaje. El olor del flato y del desarraigo. (Precisión a tiempo: los únicos que, con toda propiedad, pueden hablar en términos de mi país, son los politicoides, los finqueros, los futbolistas especializados en el autogol, sus asistentes y palafraneros. La gente decente sólo tiene deudas y la guillotina que resplandece cuando está por vencerse la renta del nicho donde sobrevive.)

En un país como Guatemala, donde la injusticia siempre está presente, ¿crees que los escritores contemporáneos asumen un compromiso social y político o que privilegian el aspecto estético en sus obras? Una vez hubo patria. Una vez hubo poetas. Al poeta Otto René Castillo lo quemaron vivo por asumir ese compromiso social y político. El creador todoterreno Carlos Humberto López Barrios, un genuino autor de ligas mayores, cuyo único delito es haber nacido en Guatemala, asumió el mismo compromiso y fue orillado al destierro. Hoy, sin patria y sin poesía, los escritores contemporáneos, en general, están por ahí... cuidando meticulosamente los respectivos turnos que desembocarán en la procesión del besamanos más efectivo... o van por ahí, queriendo quedar requetebién con esa sección del mundo que, según ellos, puede proyectarlos a la agregaduría cultural, al premio de la flor más bella del ejido, el descanso reparador de la oenegé o las becas, de preferencia nada flacas, no por llevarle la contraria a Tom Sharpe, pues jamás han visto ni la portada de uno solo de sus libros. Queselevacer.


59 sin embargo, pregunto

Juan Villoro respondió en una a los aquelarres desatados por entrevista que «escribir cuento los mercaderes mayores, tan es la prueba de fuego para todo civilizaditos, desarrollados e escritor»; a ti, ¿qué tan habitable hipertrofiados todos ellos. O, lo te resulta el mundo del cuento? que para muchos de ellos sería A quienes más habitable les mucho peor, habida cuenta de resulta el mundo del cuento es a su vocación por la pasarela y esos diputransas o diputíteres, por sus respectivos ombligos: la para decirlo mexicanamente, ineditez, que ni mandada a haque acaban de birlarse del hache cer por el supermercado librero congreso de la república de Gua- que sigue prefiriendo imprimir, temala alrededor de 83 millones ominosa e insondablemente, de quetzales, sin siquiera haber- puras novelas de variada case despeinado los peluquines, tadura, incluidas las bagres sin siquiera haberse abollado la tomaduras de pelo de maromeoclusión perfecta de sus infectas ros como David Foster Walladentaduras postizas, ni, mucho ce, con perdón del Maromero menos, otear allá al fondo de Páez, aquel heroico boxeador ese desagüe que es el presente nacido en Tijuana. No creo que y el futuro guatemaltecos algo que pudiese sonar a justicia te- los jóvenes cuentistas, tenrrenal, mucho menos divina, gan el gentilicio que tengan, traducidas así fuese en una deban anticipar la derrota o corta temporada de tambo. abrazar el abandono. Tan-

to el abandono como la

¿Cuál es, en tu opinión, el paisaje que espera a los jóve- derrota, hace mucho tiemnes cuentistas guatemaltecos po que nos anticiparon a y de toda América Latina? todos , incluidos los que aún no ¿Crees que deben anticipar la nacen de un mal polvo, la demoderrota? ¿Abrazar el abandono? lición de su abrazo, aunque jaLa purificación por medio más hayamos sido ni jóvenes ni del fuego en cámara lenta o por cuentistas. el exceso de aguaceros, ahora que el mundo termine de fundirse o de inundarse, gracias


el cuento soy yo

Recortes de Tito Monterroso Soy tan chiquito que no me cabr铆a la menor duda.

Escribir es el sufrimiento del neur贸tico.

Augusto Monterroso

el puro cuento

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El lector ideal sería el que hubiera leído todos los libros que yo he leído. Entonces nos entenderíamos maravillosa y perfectamente.

El problema es qué hace uno en la vida con lo que lee y qué hace uno en la literatura con lo que vive.

contame, vos

Nadie sabe de dónde puede salir la buena literatura. Aunque usted regale fincas a diez mil poetas, es muy improbable que de entre todos ellos salga un Horacio. Tengo por principio no explicar nunca una obra. El lector debe interpretarla como quiera, porque explicarla es matarla.

La literatura en sí misma no tiene ninguna utilidad, ni mucho menos sirve para transformar nada, suponiendo que algún escritor pretenda sinceramente cambiar algo, ya sea a la sociedad o al hombre.

Una buena ley sería que el cuento no sea novela ni poema ni ensayo, y que a la vez sea ensayo y novela y poema, siempre que siga siendo esa cosa misteriosa que se llama cuento.


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Dodecálogo de un cuentista Andrés Neuman

i ii iii iv v vi vii viii ix x xi xii

Si no emociona, no cuenta. La brevedad no es un fenómeno de escalas. La brevedad requiere sus propias estructuras. En la extraña casa del cuento los detalles son los pilares y el asunto principal, el tejado. Lo bello ha de ser preciso como lo preciso ha de ser bello. Adjetivos: semillas del cuentista. Unidad de efecto no significa que todos los elementos del relato deban converger en el mismo punto. Distraer: organizar la atención. Anillo afortunado: a quien escribe cuentos le ocurren cosas, a quien le ocurren cosas escribe cuentos. Los personajes aparecen en el cuento como por casualidad, pasan de largo y siguen viviendo. Nada más trivial, narrativamente hablando, que un diálogo demasiado trascendente. Los buenos argumentos jamás pierden el tiempo argumentando. Adentrarse en lo exterior. Las descripciones no son desvíos, sino atajos. Un cuento sabe cuándo finaliza y se encarga de manifestarlo. Suele terminar antes, mucho antes que la vanidad del narrador. Un decálogo no es ejemplar ni necesariamente transferible. Un dodecálogo, muchísimo menos.


63 el puro cuento

Cuento, luego existo

Belita

E

Laura Quintanilla

Enrique Montañez

l ojo siguió con atención codiciosa el viaje del vaso a lo largo de la barra. Cerveza espumeante, cristal sudoroso. La garganta reseca se sintió revivir cuando el líquido amarillo pasó por su cavidad. Sólo quedaba esperar. En otro lugar, ambiente de humo sofocante y luces bajas, se estaba echando la suerte de Marcial. El gordo Chavarrí, permanentemente rojizo y con un cigarro eterno en la boca, tiró la primera carta sobre la mesa. El rey de copas se abrió paso entre colillas y residuos de la grasa del último chamorro devorado. El gordo iba por la sota de espadas. De entre la marejada de tabaco se materializó el cuerpo de Belita. Falda corta, casi escolar; dentro, algo que todos imaginaron floreciente; debajo, unas piernas que


el puro cuento

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ya habían olvidado su infancia; blusa blanca, húmeda, casi al borde de la transfiguración en pechos y pezones libres, rosados, inflamados. Al gordo Chavarrí se le exacerbó aún más la rabia. Las cicatrices que le dividían el cuello en grandes pedazos parecían que se le iban a reventar. A sus esbirros se les inflamó no precisamente lo mismo cuando Belita, al sentarse, cruzó sus piernas para encandilarlos aún más. Marcial estaba contento. El mundo era maravilloso y no una mierda como todos creían. El sexo resultaba formidable, más cuando se hacía con la persona prohibida, pero indicada. Volteaba con insistencia hacia la puerta, esperaba que la ciudad le trajera el cuerpo codiciado. La sota de espadas jamás llegó; primero lo hizo el as de oros. Pinches viejas, cuando de verdad se les necesita nunca aparecen o nos mandan a la chingada sin avisarnos, gritó el gordo Chavarrí, aventando su revólver, recién lustrado para la ocasión, como si fuera una carta más. Belita entendió el juego, pero no el motivo ni la suerte que se decidía en ese momento. El albur terminó y las sillas se desocuparon. El gordo Chavarrí le dio a Belita un beso paternal

en la mejilla, después le palmeó las nalgas —también de manera paternal—, esa materia carnosa capaz de cambiar vidas. Haz lo que tengas que hacer, le dijo. En cuanto desapareció Belita, el gordo Chavarrí hizo una llamada. La sonrisa de Marcial se hizo grande, grande. Belita caminaba por el bar hacia él como una niña saliendo del colegio. Bien pudo haber sido, en lugar de Belita, el viejo Osmond quien entrara por esa puerta, turbio ángel de la muerte. Pero los naipes son caprichosos. El abrazo fue sentido, el beso pasional, con esa ambición de los amantes recién estrenados. Tengo identificado el hotel, Belita, con todo y canal de películas porno entre mujeres y perros que tanto te gustan. La sonrisa de Belita también fue grande, grande. ¿No le llamarás a mi Chavarrí antes para despistarlo?, preguntó con su vocecita de niña mimada. Ya hablé con él; no te preocupes. Marcial sintió en su interior un pesar espontáneo. La habitación del hotel era una zona minada por la ropa de ambos. La pantaleta de algodón de Belita se derramaba por la pantalla de la televisión. Los pantalones de Marcial parecían los restos de un cadáver


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ambos les escorió aceptar que el negocio había perdido categoría. Te espero donde siempre; trae contigo un güisqui, finalizó el Gordo Chavarrí. Marcial salió del hotel, tomó rumbo hacia Bucareli para cumplir con la cita. Le pareció que la noche era más densa en ese lado de la ciudad. Cuando pasó por un restaurante, recordó que no había comido en todo el día. No obstante, no sintió hambre; recordar a Belita dentro de la bañera, sumergida en agua entibiecida por su sangre inocente, le provocaba náuseas. Entonces supo que el gordo Chavarrí tenía razón. Marcial solía celebrar sus asesinatos con una comida abundante y buen vino. Pero esos eran otros tiempos.

cuento, luego existo

consumido en el desierto. Horas después en el baño la tina chorreaba sangre. Belita era hermosa incluso muerta. Marcial se lavaba las manos, pero unas lágrimas le delataban que ya estaba viejo para el oficio. Era su primer remordimiento después de treinta años de sicario. El gordo Chavarrí también empezaba a flaquear, la llamada que sostuvo con Marcial lo confirmó: no fue capaz de castigarle su alta traición. A Chavarrí le dolió pedirle que matara a esa putita suya, como paternalmente la nombró. La débil súplica de Marcial no lo disuadió; lo había decidido. No existía otra solución. Los unían atracos importantes, asesinatos perfectos. Dejémosle los ajustes de cuentas pasionales a la gente vulgar, recomendó el Gordo Chavarrí. No la vuelvas a cagar conmigo, pidió a Marcial. Hablar de retirarse le incomodaba al gordo Chavarrí, pero volvía a la carga. Nos estamos volviendo viejos y sensibles; pendejamente románticos, aseguró. Además, en estos días cualquiera mata hasta por un mierdoso celular, se lamentó. A

«

El adjetivo debe ser la amante del sustantivo y no la mujer legítima. Entre palabras van bien ligámenes pasajeros y no matrimonios eternos. De esto se desprende si un escritor es original». Alphonse Daudet


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1 Toro 1

Ricardo Cortés

E

n indeleble tipografía estaba escrito sobre el volante: Joaquín Manteca, el Cubano. Había regresado por fin, luego de tantos años de retiro. Los viejos rememoraban sus épicas hazañas en los ruedos de Medellín, cuando matara al toro Membrillo con la pura mirada. Los niños, arremolinados en el borde de la tribuna, corrían hacia arriba por las escaleras, para avisar a sus padres que habían visto al Cubano prepararse en las entrañas del coliseo. Las mujeres, agobiadas por el calor de aquella tarde, se abanicaban con fuerza, agitando hermosamente sus cabellos al mover sus manos. Todos hablaban con una confianza sobrecogedora. Los de sol gritaban a los de sombra, los de sombra a los de palco, y los de palco, felices gordinflones, sonreían ante la provocación. Cuando dieron las cinco en punto, comenzó a tocar la banda prodigiosa. Empapados en sudor, los músicos transmitían enjundia a su respectivo instrumento, para hacerse escuchar desde la parte más alta del estadio. La música, sin embargo, era silenciada por el clamor de la gente. ¡Cu-ba-no, Cu-ba-no, Cu-ba-no! Ya los escuchas corear tu nombre, Cubano. La ocasión es inmejorable para demostrarte a ti mismo que aún no has muerto, que esas canas son despreciables, que el alma sigue ardiente en tu cuerpo. Mirándote al espejo, te observas vanidosamente. El traje verde oliva transmite una elegancia perturbadora. Las lentejuelas resplandecen con la potente luz que baja desde la plaza. Coges tu capote bordado en rosas de Nicaragua, mientras proteges en tu pecho caliente a Santa María del Yambé. Hoy no morirás, porque no lo deseas. Hoy saldrás por la puerta grande, sobre hombros firmes e inolvidables. Cierras la puerta y te encuentras con el callejón que no tiene retorno. El que te ha estado llamando todo este tiempo. No miras atrás, porque los toreros nunca deben hacerlo, ni siquiera para ver su sombra. Antolínez te alcanza, sin que te des cuenta. También lo hacen tus banderilleros y el cortejo que te debe seguir. Tu


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Ramiro Martínez Plasencia

cuento, luego existo

alternancia insiste en hablarte, pero no escuchas más. Tú ya no eres Joaquín Manteca. Al abrirse las compuertas, finalmente, te conviertes en el Cubano, el Cubanito de Oro. Aquel que mató de una mirada a Membrillo en Medellín. Dejas a Antolínez con la palabra en la boca y te adelantas al ruedo. La gente ve entrar a quien más esperaba. Un hombre alto, de porte soberbio, que encabezaba la procesión de maravillas. Con el golpe del sol, parecía estar envuelto en llamas. Pero no era así, pues su temple imperturbable, y su mirada apacible, congelaba hasta al sol. Esos ojos

verdes, en una tez tan morena, hacían temblar al mismo diablo.
¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¡Penélope! ¿Adónde has ido? ¿Por qué me has dejado? Sumergido estoy en esta negrura completa. La noche ha caído a mis ojos y, sin embargo, huelo el día en alguna parte. Sé que me espera si lo sigo buscando. ¡Eso es! ¡Al final lo veo! El viento ya me recibe. Heme aquí vacanda fecunda y fidelísima. Una gran duquesa perdió el conocimiento al ver un astado semejante irrumpir en el ruedo.


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Había entrado como una locomotora, frenando su carrera al encontrarse perdido. Al levantar su magnífica cabeza, se podía notar un terror inmenso en su corazón. Parecía saber dónde estaba. ¿Es esto de lo que los abuelos hablaban? El campo abrasado por el sol y el hombre endemoniado enmedio. Llamando al alma desde un vacío carmesí. No deseo mirar atrás, ni buscar escapatoria, porque mi destino se encuentra aquí y ahora. Yo he de apagar a ese legendario hombre en llamas. Te acercas sigilosamente arrastrando magníficamente los pies en la arena. El capote se suspendía al frente del movimiento, y tú con el pecho hacia adelante invitabas alardeando a la bestia negra de ojos... de ojos... Un niño en la tribuna preguntó a su padre consternado qué le sucedía al Cubanito. Se había encorvado instintivamente detrás del capote. Y el toro, ese toro, se mostraba impacible, imperturbable, ante su muerte. El abuelo se dio cuenta de lo que sucedía. Este toro miraba directo a los ojos.
¡Tenme miedo! Acobárdate ante tu locura, hombre en llamas. Escucha mis pezuñas estallar contra el suelo, catapultándome hacia ti. Así se

escucha el miedo y así se siente la gloria. Cubano seguía sin moverse, pero el toro había tomado ahora la iniciativa. ¡Cubano, despierta! ¡Ya no despertarás! Si tú eres el fuego devorador de almas, yo soy el humo que vuelvo a marchitarte hasta las cenizas. Mira la furia ardiente con satisfacción, pues es lo último que verás.
¡Cubanito, quítate de enmedio! Pero Cubano había perdido la voluntad por completo. Parecía no pensar, parecía no existir en aquel momento. ¡Cubano! El toro te coge por la entrepierna y te levanta muy alto, irguiendo la cerviz entera. Había tanto dolor escurriéndote por los muslos, que abandonaste las sensaciones. Contenido por un cósmico hilo de plata, eras suspendido sin oponer resistencia. Tu cuerpo era partido en pedazos amorfos que se repartían alrededor de la escena.
¡Que alguien lo pare! ¡Están matando al Cubano! Los niños, en cambio, no gritaban en absoluto. Embobados con el espectáculo, miraban sin parpadear lo que sucedía. Salpicados por los chorros de sangre, eran brutalmente iniciados en un cuadro macabro y cubista.


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cogida estremecedora. El cuerno entró a través del ojo, pinchando en su centro al iris oscuro del torero y saliendo por detrás de la cabeza. Aquel toro había probado el sabor del miedo y se mostraba insatisfecho por lo obtenido. Salió disparado hacia la barrera, saltando hasta el callejón. El golpe contra el cemento hizo que una mano me estallara en pedazos. Pero ya no podía detener ese impulso, ya no deseaba conterlo. Si mi carrera debía ser ininterrumpida y frenética a la muerte, al menos que no me llevara al olvido. El banderillero de Antolínez abrió la mano del cadáver para recuperar el descabello. Al girar sobre sus zapatillas, vio la plaza completa. La gente gritaba de felicidad, regodeándose en la sangre de sus hermanos e hijos, aplastados por el toro que ahora trepaba por las tribunas. En ese momento, la orquesta empezó a tocar la misma tonada melancólica que se oyó en Medellín al morir Membrillo. Fue entonces que el banderillero lo entendió todo; se llevó el descabello a la nuca y acabó limpiamente con 
 su vida.

cuento, luego existo

Del corredor saltó Antolínez con un descabello en la mano. Lo viste entrar sin meditarlo. Tú no tenías más voz para advertirle que se alejara de allí, para ordenarle que corriera por su vida. El matador sustituto llegó con tres zancadas al lado del toro, que seguía machacando a su enemigo contra el lodo sangriento que se había formado a sus pies. Alzó la espada muy alto y la dejó caer, vengativa, sobre el lomo crepuscular. ¡Un dolor horrendo! Un pinchazo que entraba eternamente a mis estrañas. Bajaba como un rayo, desgarrando lo que encontraba a su paso. Lo sé, porque escucho estallar mi cuerpo por dentro, derramarse con fatalidad. Sin perder el equilibrio, giro mis jetas para observar al desafortunado inoportuno. Antolínez, desconcertado por haber sentido dar el corazón, a través de la espada, levantó con inquietud su rostro. Frente a él, el demonio negro se reía gravemente, agitando todo su pecho al hacerlo. Aquello era imposible. No podía estar sucediendo. Te equivocas, hombre en llamas, te equivocas. Un banderillero que había corrido detrás de Antolínez, presenció a unos cuantos metros su


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Día del niño Lauro Cruz

Para Óscar, admirable camarada, antes que gran sobrino

L

au-ri-ta —inciertos pasos descalzos de apenas 8 años—. Tres cristalinas sílabas de ojos indiferentes al color bajo un fresco manto de morena ternura; tras de ella, su ignorante y descuidada cabellera y su raída historia, como ángel infortunado de piel púrpura, sin protección divina. Una hermosa niña ajena a sí misma y a la sombra de los tumultos primaverales: sus pies, en el subsuelo de la ignominia; los sentidos, en constante letargo por la ilusión de una venta alentadora. El patético frenesí de la tarde, antesala de una noche devastadora. La hostilidad del clima en los vagones del metro, con su característico tufo a desprecio y discriminación (silencioso testigo de sus ventas casi nulas). La presión martirizante por el miedo a su despreciable tutor y los mismos necios mazapanes en la desafiante cajita. El transcurso del tiempo. Ni una venta. Más tarde, algunas (aunque insatisfactorias). A espaldas de su desesperación, el sarcasmo de la vida: «Lujosos y ubicadísimos departamentos de fantasía, al alcance de todos, con sólo 20% de enganche». Garbosas y relumbrantes ninfas de exquisita piel, desafiantes sonrisas e impecables pestañas al aire, prodigios de Photoshop e Illustrator. Tres sílabas de frágil aleteo infantil en fuga, con paso nervioso y preocupado, por los andenes y vagones, como inquieta y grisácea mariposilla. ¿Su objetivo? Veinte valiosísimos pesos. ¿Su nacimiento? A una hora indebida, en un lecho de impotencia y al lado de seres indolentes. Laurita. ¿Envío de Dios? ¿Error divino? ¿Castigo para sus padres? Más bien, una pequeña muestra de injusticia, en una ciudad con hedor a ostentosa Torre del Bicentenario. El temeroso arribo de la noche y la misma indiferencia de las seis de la tarde dentro de la retadora cajita. En las desoladas calles, feroces soplos de calentamiento global, comparsa de lúgubres lluvias torrenciales como resultado de confusos y perversos giros de un mundo nefasto y devastador con desdenes como regalo y ofrendas de indiferencia para la niña y su recipiente


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Laura Quintanilla

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de cartón con 20 desafíos, contenido neto. El vertiginoso crepúsculo, un murmullo de la fría y funesta noche sin verbos. La modernidad —oscura dama con cejas desdeñosas—, en incesante danza macabra sobre los hombros de la tormentosa infancia de Laurita: videos, cámaras fotográficas, mensajes, radio, t.v. e internet, todo en un futurista celular con muchos adjetivos en su microchip. Muy fashion, sí, pero ni un pinche peso para un solidario mazapán. A lo largo de los vagones, el insoportable ambiente en las voces de sus colegas (emisarios del mal): música hirsuta, ofensiva y hostil —barrenos a los genitales y martillazos a las orejas—, despreciables asomos de la pobreza espiritual no sólo de nuestro pueblo sino de varios países de Latinoamérica. (La mierda, por todas partes, igual que la presencia divina.)

Casi las diez de la noche. Por un instante, con los ojos cerrados y el estupro contra la pared, un ataque de angustiosos recuerdos sobre la mente de la pequeña vendedora: la tierna imagen de su bella madre, hoy, un cadáver de seis meses. Mamá, tú, ya; pero yo, ¿cuándo? Una pérfida lágrima de impotencia sobre sus mejillas, rojas ya por la dolencia de sus delicados pies y la urgente necesidad de una puta venta más, carajo. (¿Y su desconocido padre?) El tiempo, arrollador, veloz y sin piedad. En esta ciudad tan hostil, ninguna garantía para la supervivencia. ¿Problemas en casa, Laurita, por las escasas ventas? ¿Miedo al enfurecido tutor? Sí, mucho. Bueno, hoy no, por el Día del Niño.


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Bien vivo Marconio

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e inauguran las nocturnas horas a eso de las siete pe eme. El sol renuncia por hayal vicio de alumbrar y la luna se desesconde poco a poco de entre las nubes caprichosas. Difícil decisión de peatones elegir el medio de transporte hacia sus casas: que el metrobús, que el pesero, que el trole. Bueno, que la ciudad es caos de marchas y aglomeraciones pedinches en mero centro capitalino: Centro Histórico, porque a diario es la misma historia. Carambas y recarambas, pasan los ensardinados autobuses y después de una hora de corretear llantas e intentar volátiles subidas, definitivamente, Carlitos Carvallo se pone a hacer cuentas, sacamete de monedas y billetes por los bolsillos. Decreta que sí le alcanza para una dejada en taxi, previos ajustes a la costumbre de comer quesadillas. Ni modo, esta noche se ahorrará las de papa con queso y las de flor de calabaza: todo por un poco de comodidad y cierta rapidez que ofrece un ruletero que anda en las mismas, correteando la chuleta, zigzaguendo para ganar pasaje. Y en una de esas, Carlitos estira el brazo para que el chafirete lo vea, y ahí te viene la maniobra desde el cuarto carril: ensalada de cláxones, mentadas y pendejazos de por medio, pero el conductor del verde rodante ha llevado el bólido hasta la esquina y atentamente le abre la puerta al peatón pasajero, que se sube y suspira y suspende sufrimientos callejeros por un instante. Apenas se cierra el cofrecito motorizado, cuando así, de repente, como si Dios apachurrara un botón, se derrumba el cielo: gotas como pedradas, cubetazo nocturno monumental. Todo se sale de madre. Río que cae se continúa con río que corre. Los parabrisas de los coches pierden la batalla contra la artillería líquida. Los agotados limpiadores no alcanzan a evacuar tanta agua. El compacto renuncia a la aventura, busca salvación del súbito naufragio: las llantas encuentran una banqueta y de plano el ruletero hace subir la oruga, que se monta


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Ricardo Anguía

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junto a un paso peatonal, bajo la fronda de un ficus crecido y relampagueante. Desde ahí, la tormenta parece más pasable. Carlitos, sorprendido, pero seco, pregunta cómo le van a hacer. —¿Cómo que cómo, don? Ni modo que nos ahoguemos. No se preocupe, mi buen. Mejor acomódese, porque se ve que esto va pa’ largo —replica el conductor. —Pero... ¿va a dejar funcionando el taxímetro? —Carlitos casi llora. —Ya le dije que no se preocupe —afirma, campechano, el taxista—. Esto es una emergencia ciudadana, maic... Va a ver que al rato hasta muertos van a aparecer. Tranquilícese

y cuénteme algo o duérmase o póngase a leer. Afuera, la lluvia va tejiendo su cadena de catástrofes. Ya hay un camión chocado por allí contra un poste. De este lado, unas personas luchan por subirse al techo de una casa. Un transformador avienta desde lo alto gruesas chispas que compiten con los rayos, mientras la calle ancha ya está convertida en un flujo arrastrador de palos, plásticos y basuras de diversa especie. —Oiga, maic, por cierto que, con tanta apuración, no le pregunté —el chofer refrena sus frases, como si fuera a


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pronunciar algo muy importante—. No se vaya a ofender, pero esta pregunta se la hago a todos los que se suben a mi unidad. —Dígame. —¿Usted está vivo o está muerto? —La pregunta es tan áspera como un redoble de nubes negras en el cielo. —¿Perdón? —Carlitos, aunque ha escuchado perfectamente las palabras del taxista, pide una confirmación, mientras sus ojos se abren como pupilas de gato. —¿Está vivo o está muerto? Un gusano de ansiedad se le sube por la espalda al pasajero. Carlitos le ordena a sus ojos que escudriñen, busquen, revisen las posibilidades de salir del vehículo, pero la sorda tormenta lo devuelve a la realidad; trata de respirar profundamente. Intenta no mostrar las revoluciones de su cerebro: «Un maniático… seguro un asesino... adónde vine a caer... mejor hubiera sido comer quesadillas que subirme a este ataúd...». —No se espante, mi buen. Esa pregunta la hago por pura precaución. Digamos que ya entendí que usted está vivo. —Y quiero seg uir vivo —Carlitos siente cómo sus sílabas se quiebran—. Si es que salimos bien de este chubasco.

—A mí siempre me ha gustado andar con vivos, joven, porque los muertos ni hablan y apestan muy feo —palabras que buscan romper la seriedad que rima tan bien con lo negro de la noche—. Aprovechando que vamos a estar juntos un ratito, pues déjeme contarle. Digo, si es que no se molesta, joven, o si es que tiene alguna historia más interesante, pues, para no aburrimos aquí adentro. … Pues se subieron tres, pero como uno a veces es confiadote o más bien ni se fija, pues... La cosa es que aquel1a tarde, hace como tres años, ya llevaba un ratote sin pasaje, pero un ratote, casi cinco horas, y eso en este negocio es raro; como quiera, un viajecito de diez pesos por aquí, por allá, pero así de plano nada es muy raro. Que me hacen la parada unos señores en la Doctores, junto a los tribunales. Yo nomás me acuerdo que iban bien trajeados, con portafolios y papeles en las manos. Luego, luego, dije: «licenciados; éstos siempre andan de prisa y traen lana». Que veo la mano alzada como bandera y me le clavo al del colectivo. Con mentada y todo, pero alcancé a frenarme en la mera orillita de la banqueta junto al paso de inválidos, ahí


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hormiguero. Y ahí vamos al más o menos, meneándonos de acá para allá, y yo bien atento, atento, a ver si una patrulla no nos hacía mal de ojo y nos perseguía... Oiga, joven, ¿usted sabe oler las conversaciones?... ¿No?.. Pues déjeme decirle que aquí en este oficio uno aprende a oler las pláticas, maic: puede que no las entienda, pero de que huelen, huelen, y aquella platiquita que se traían los licenciados olía mal, como a sudor de días, como si las palabras se hubieran puesto perfume de cruda, oiga. A veces las pláticas huelen fresco y a veces huelen a tragedia: aunque no se oiga lo que dicen, las palabras huelen... En el mercado de las flores me detuve. Los licenciados aventaron tres billetes de cincuenta y salieron rapidito. —Así está bien, mi buen, ya ni busques cambio. Nomás arráncate rápido. Mientras cruzaba la avenida de la Paz, vi por el retrovisor que agarraban otro taxi. «Desgraciados transas, quién sabe en qué desmadre andarán», pensé. Y le aceleré un poco, agradeciendo el tostón de propina. «Por lo

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merito ’ande estaban. Les abro la puerta trasera y que se meten. Se tardaron un poquito más de lo habitual, porque, mire, meterse en este coche así, normalazo, pues, digamos diez segundos, y si trae bultos, pues otros diez, pero antes yo no me fijaba en eso, oiga... —A San Ángel, mi buen, pero con milagro incluido, porfas, mi buen —dijo uno con voz gruesota como el de Radio Universal. —Y por más que me asomé por el espejo no le vi la cara, como que desde que entró se agachó o algo, pero no me atreví a voltear. Yo simplemente arranqué. —¡Cómo no, patrón! ¿Milagro de virgen o de santo? Porque son distintos milagros, ¿no? —¡Usted písele donde pueda pisarle y rebásele donde pueda rebasar! —¡Vámonos, pues! O sea, milagrito cachondo, con aquello hasta el fondo... —y ahí sí ya no me contestaron. Veníamos por Revolución y por más que intentaba parar la oreja, no escuchaba lo que venían secreteando. Revolución es la caprichuda más grande: a veces a la hora pico está fluida y otras veces que se supone que no hay tráfico, se pone como


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menos, ya salió pa’ la gas...». Y justo en la bajada del Ajusco, o bueno, lo que era la bajada y hoy es Magdalena, allí me hizo parada una señora altota y bien vestida. «Segurito al Pedregal», pensé. Cuando abrió la puerta, la dama pegó un grito de esos «mirarratas» y volvió a cerrar. —¿Qué le pasa, doña? —¡Váyase, váyase! —y frunció la cara como si fuera un bistec frito. Me detuve juntito a la calle frente a Plaza Loreto y que me asomo y veo el bultote, y entonces a mí también se me frunció el músculo. Se siente regacho, maic: era un muertito. Los licenciados me habían dejado un muertito de pilón. Bien trajeado, pero bien muerto. Con tiro de gracia en la frente y todo. Y no lo pensé: ¿O usted que hubiera hecho, joven? ¿Estuvo bien o mal? Orita le explico. En ese caso, nomás hay de dos sopas, según yo: lo llevo gratis a la delegación y a mí me cobran el muerto o lo llevo gratis a su tumba sin velorio ni rosario. Porque, a ver, explíqueles cómo llegó el difunto al taxi. Cualquier cosa que diga nadie me iba a creer. Me temblaban las piernas, joven, ¡me temblaban! Yo sabía que allí estaba el

acelerador, pero la mera verdad ni lo sentía, y el freno, pos menos... sube y sube por la PicachoAjusco, y sube y sube, y se viene la noche, porque muy alto y todo, pero cómo vive de gente allá arriba, sin agua, sin luz, pero así de casas... y un trafical... Me daba miedo que los pasajeros de las colectivas miraran para adentro y vieran la cabezota del muerto con su hoyo en el guardasesos. A media carretera me detuve un segundito: que agarro la jerga y se la coloco en la cara... y así fui saliendo hasta el otro lado del cerro; ya por la bajada rumbo a Cuernavaca, que veo un caminito solitario que decía «Tres Marías-Zempoala », y que me meto. Y luego una veredita... y que me meto... y ya sin pensar, junto a un árbol, me detuve, agarré valor y con la misma jerga que lo agarro de los brazos y lo jalo, pero con todas mis fuerzas. Oiga, maic, qué pesados son los muertos, mucho más que los vivos... Así como cayó, así lo dejé. Y regreso al volante y que le jaló por la brechita y luego por la carreterita... y suerte que no pasó ni un coche. ¡Ah, sí! Sólo un tráiler de Bimbo, medio me acuerdo. Llegué a Tres Marías, y allí que me equivoco y tomo


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El aguacero ya se ha suavizado. Por allá, la gente cruza la avenida, que de un lado está iluminada como prematuro árbol de Navidad y, por el otro, oscura, como un hueco negro, asiluetado de casas y edificios. Mil arroyos brillan a medias, mil paraguas se quejan de la tormenta, mientras el taxi compacto intenta salir de su propia laguna y su pasajero, Carlitos, salir de su propio baño de miedos... —Ora sí, joven, ¿adónde? —Ahí nomás adelantito. Y sí, sí estoy vivo, bien vivo...

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rumbo a Cuernavaca, de tan nervioso que iba... En el retorno de Tepoztlán me di la vuelta en u y vámonos de retache. Cuando pagué la cuota, me di cuenta que había olvidado la jerga. «¡Puta madre, ya me chingué!... Ay, señorita, disculpe... ¿cuánto es?». Y mire, joven, ahí está lo malo de ver tanta televisión. Uno piensa que en todos lados los policías son como en las series gringas. Toda esa semana soñé que me agarraban por culpa de la canija jerga... Hasta me dio colitis... Joven... por eso le pregunto si usted está vivo o muerto, pa’ saber, ¿no?

Todo en nosotros va envejeciendo, salvo la afición por los relatos». Adolfo Bioy Casares


Invisible Eve Gil

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iempre que le preguntaban ¿qué quieres ser de grande?, la Chichí respondía sin asomo de duda: ¡la mujer invisible! Eso no puede ser, Chichí, decía a continuación la maestra, la psicóloga, la tía solterona, la instructora de deportes, la vecina metiche… cualquiera que hubiera formulado tan trascendente pregunta. Ya deja de ver la tele, por Dios. Te pregunto si quieres ser enfermera, secretaria, decoradora, maestra… ¡Quiero ser la mujer invisible!, porfiaba la chiquilla, dejando mudos a sus interlocutores con tan desmedida ambición. En realidad, la propia Chichí albergaba inseguridades al respecto: cuando jugaba a los Cuatro Fantásticos con sus amigos del multifamiliar, invariablemente le tocaba ser la Mole. Nunca de los nuncas la

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simpática de cabello rojo. No me llamo Chichí. Me llamo Susan. Pero nadie la escuchaba. Y llegó el momento en que ni siquiera la Mole pudo ser, porque no se le veía por ninguna parte. ¡Ya era invisible!, ¿por qué entonces no se alegraba?, aunque Pita usurpara su papel —y Jarry, el gordito del 9 fuera la nueva Mole—, era un hecho que aquí la única Invisible era ella. Había logrado su propósito en la vida… ¡y antes de llegar a grande! Pero resulta que todos la echaban de menos. ¿Dónde estará la Chichí?, hoy cumpliría diecisiete años. Le hubiéramos horneado tarta de ciruela, su favorita. Pobrecita Chichí, tan linda, tan simpática, tan juguetona… ¿por qué ella? ¿Por qué…? ¿Dónde quedó la Chichí?

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Mujer Invisible —ésa le tocaba a Pita, la rubia y delgadita— hasta convertirse en una especie de Mole vitalicia. Pero no perdía las esperanzas de algún día volverse invisible de a de veras y ocupar el lugar que le correspondía. Un día, harta de que no se le reconociera como la Única e Inigualable Mujer Invisible, la Chichí tomó una drástica decisión: Dejaría de comer. Así, sin más… Adiós, tortas. Adiós, helados. Adiós, refrescos. Adiós, Churrumáis. Adiós, pastelillos, adiós todo lo que le gustaba para sentarse a ver los Cuatro Fantásticos… con tal de ser invisible, valía la pena. Fue entonces que Chichí empezó a desaparecer. ¿Dónde está la Chichí?, preguntaba medio mundo, mirando en torno suyo con esperanza de ver a la gordita

La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido». Jorge Luis Borges


Mi primer vuelo Marco Villavicencio

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norme, magnífico, de grandes alas, blanco albatros que vuela por los cielos, gaviota que a lo lejos desafía a las blancas nubes, ágil pez deslizándose. Así seguro se veía el avión en el que viajábamos, cruzaríamos el mar, toda la mar, para llegar a esa tierra lejana. Qué bien se siente volar, el aire es suave y ligero, qué hermosa el agua, qué hermosa la horrenda comida, la película del viaje, la aeromoza y sus piernas, la bebida que nos dan y hasta esa alarma que suena espantosa y prende luces rojas, las máscaras que salen de un lindo compartimento, el grato símbolo de un cinturón que parpadea, y el precioso callar de las turbinas, ¡ah! Qué apacible, qué tranquilidad, el mar más de cerca, muchos como yo lo contemplan asomados en la ventana, otros rezan divinamente a sus dioses. Qué bello cielo, qué atardecer, qué bien se siente cuando el avión toca el mar y se despega, alza el vuelo y vuelve a caer, perfecta maniobra, nada y vuela como delfín o como piedra que hace patitos en el agua para llegar al fin al aeropuerto y bajarse de un buen vuelo y asombrarse de que el avión está hecho pedazos.

Raúl Tame

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Rudy Cotton

arte

(Guatemala, 19 de septiembre, 1959) realizó estudios de arte en la Universidad Popular y en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Es maestro de educación primaria urbana. En 1982 fue invitado por el gobierno francés a realizar estudios de litografía en el taller de M. Cassé en París. Ha realizado más de 30 muestras individuales y participado en más de un centenar de exposiciones colectivas, a nivel nacional e internacional. Fue galardonado en la Bienal de Arte Paiz, Certamen Centroamericano de Grabado, Salón Nacional de la Acuarela, en Guatemala, y en el Gran Premio de Montecarlo, Mónaco. En 2006 obtuvo el reconocimiento La Revelación del Año por su propuesta litográfica Lumbres del tiempo, y en 2007 el de Artista del Año por la Fundación Rozas-Botrán por su trayectoria artística. También, obtuvo el reconocimiento en la edición número 26 de los premios que otorgan las fundaciones Alejandro von Humboldt, g&t y Vicenta Laparra de la Cerda. Su obra se encuentra en diferentes colecciones de Francia, España, Mónaco, Alemania, Inglaterra, Luxemburgo, Suiza, Japón, Estados Unidos y América Latina.

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Estampas del tr贸pico i, 2008 152 x 122 cm acr铆lico sobre lienzo


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arte Estampas del tr贸pico ii, 2008 152 x 122 cm acr铆lico sobre lienzo


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Estampas del tr贸pico v, 2008 122 x 92 cm acr铆lico sobre lienzo


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arte Estampas del tr贸pico vii, 2008 122 x 92 cm acr铆lico sobre lienzo


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Estampas del tr贸pico viii, 2008 61 x 46 cm acr铆lico sobre lienzo


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arte Estampas del tr贸pico ix, 2008 61 x 46 cm acr铆lico sobre lienzo


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Iconos de la primavera vi, 2004 125 x 125 cm acrĂ­lico sobre lienzo


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arte Iconos del tr贸pico ii, 2006 35 x 27 cm acr铆lico sobre lienzo


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Iconos del tr贸pico i, 2006 35 x 27 cm acr铆lico sobre lienzo


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arte Evolución, políptico, 2000 9 obras de 35 x 27 cm cada una acrílico sobre lienzo


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Identidad, polĂ­ptico, 2000 9 obras de 35 x 27 cm cada una acrĂ­lico sobre lienzo


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arte Sentencia, polĂ­ptico, 2000 9 obras de 35 x 27 cm cada una acrĂ­lico sobre lienzo


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Orto solar i, 2008 41 x 41 cm acrĂ­lico sobre lienzo


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arte Orto solar ii, 2008 41 x 41 cm acrĂ­lico sobre lienzo


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Orto solar iv, 2008 41 x 41 cm acrĂ­lico sobre lienzo


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Escena carcelaria

Fredy Yezzed López Barón (A medianoche, en una cárcel alejada de la ciudad. Está lloviendo. Un guardia y un preso en el más profundo sueño.)

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l guardia sueña que es el preso; que está triste y quiere ir a saludar a su familia. El preso, en cambio, sueña que es el guardia y que desea ir a acostarse con su mujer. Los dos sueños se unen: El guardia, que sueña que es preso, le ruega al prisionero, que sueña que es guardia, que lo deje escapar a abrazar a su familia; asimismo, este último, dándole confianza al preso, le confiesa que él, por otro lado, ansía largarse a hacer el amor con su mujer. Los dos sonríen con complicidad. En fracciones de segundo, el guardia arroja el sombrero, toma las llaves, abre la celda, deja libre al preso y levanta las manos. Y el preso, ya libre, corre por el pasillo, grita con locura, avisa a un oficial superior y acusa de intento de fuga al guardia.


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el puro cuento Cinescritura

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D� J���� J���� � J��� H����� Estrella Asse

Así sea, bien llegada, ¡oh vida!, salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza. James Joyce

Hacia una ruta incierta

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e dice que la literatura es la hermana mayor del cine, mas este rasgo de parentesco no está exento de las polémicas que se desatan cuando una obra literaria se convierte en la materia prima de una adaptación cinematográfica. Una vez que el lector se convierte en espectador, la sombra del texto sobre la pantalla se asemeja al pie de un elefante a punto de aplastar a una hormiga. Algunos, querrán meterle una zancadilla para salvarla; otros, justificarán su muerte. En el mejor de los casos, habrá quienes apelen por una convivencia pacífica, aun cuando los críticos afirmen que hay textos imposibles de filmar. Existe una enorme variedad de películas que provienen de fuentes literarias e incluso de escritores menores. Pero, ¿qué sucede cuando se lleva a la pantalla a un autor de la estatura de James Joyce? Para Edward Murray, la versión fílmica de Ulises, de Joseph Strick (1967), fue un estruendoso fracaso, mientras que para Harry Lavin la novela de Joyce tenía mucho más en común con el cine que con


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Director: John Huston Productor: Wieland Schultz-Keil and Chris Sievernich Guion: Walter Anthony Huston, basado en el cuento de James Joyce Fotografía: Fred Murphy Música: Alex North Reparto:

Gretta Conroy-Anjelica Huston Gabriel Conroy-Donal McCann Mr. Brown-Dan O’Herlihy Freddy Malins-Donal Donnelly Aunt Kate-Helena Caroll Aunt Julia-Cathleen Delany Mary Jane-Ingrid Craigie Lily-Rachel Dowling Mrs. Malins-Marie Keaton

Bartell D’Arcy-Frank Patterson Molly Ivors-Maria McDermottroe Mr. Grace-Sean McClory Miss Furlong-Catherine O'Toole Miss O’Callaghan-Maria Hayden Miss Higgins-Bairbre Dowling

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Título original: The Dead Año: 1987 País: Reino Unido Género: drama Lenguaje: inglés Duración: 83 minutos

cualquier otro arte. Considera que lo más relevante de la prosa joyceana es el fluir de conciencia, aspecto afín al incesante flujo de imágenes en el montaje cinematográfico. Luke Gibbons dio a conocer una carta que Joyce escribió a Harriet Shaw Weaver, en la que lamentaba el rechazo que por muchos años tuvo hacia el cine. Joyce cuenta que obligado a permanecer acostado y con los ojos cerrados —a causa de sus padecimientos oculares— lo único que venía a su mente era la imagen de un proyector que reproducía, una y otra vez, cosas que casi había olvidado. Si bien la distancia entre el texto y la pantalla parece abismal, y existen igual número de opiniones que películas, el ejercicio crítico siempre encontrará un público, deseoso de escuchar juicios inteligentes. Gibbons no niega que el cine sea un espectáculo y un vehículo comercial de la modernidad; sin embargo, es, al mismo tiempo, un medio de recuperar el pasado, de extraer de la literatura «cosas casi olvidadas», de percibir trazos de palabras que están ausentes en la pantalla.


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Los muertos reviven Durante su prolífica carrera como director, John Huston adaptó varias obras literarias, algunas que son verdaderas joyas cinematográficas como Moby Dick, Bajo el volcán o El halcón maltés, entre otras. Con esta última, inició un largo trayecto en 1941 que culminaba en 1987, al cumplir su sueño de llevar a la pantalla el cuento «Los muertos», de James Joyce, el último y más largo de Dublineses. James Joyce afirmaba que con Dublineses escribía la historia moral de su país, al tiempo que se refería al escenario de su natal Dublín como el centro de la parálisis. Su primera y única colección de 15 cuentos marcaba en 1914 el inicio de su producción literaria y daba un

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Los muertos se concentra en un hombre que tiene una apreciación sobre el arte y está consciente cómo éste enriquece la experiencia humana». John Huston

giro determinante a la narrativa del siglo xx. El aviso del genio de Joyce se comenzaba a vislumbrar, aun cuando Dublineses fuera una obra rechazada por los círculos ortodoxos irlandeses y obligara al autor a exiliarse lejos de la Irlanda que amó y odió. Mas no era sólo enfrentar a su público con cuentos que trataban sobre la parálisis de la sociedad dublinense, renuente a una apertura cultural y sumida en las pugnas de su situación política y religiosa, también Joyce inauguraba con el estilo de su prosa una postura radical, desprovista de concesiones para sus lectores. Es cierto, como suele afirmarse, que en las tramas joyceanas «no pasa nada». Sin embargo, la enorme profundidad temática de sus narraciones alerta sobre los procedimientos narrativos que el autor innovó e incorporó como sello característico de su estilo. Uno de los aspectos más relevantes es la anulación de una trama tejida alrededor de la acción para concentrarse en el efecto que produce cada una de las sensaciones que construyen la historia. La facultad para convertir lo abstracto en una prosa poética exacta y cercana al lector recae en un punto cumbre que Joyce bautizó con el nombre de epifanía.


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John Huston y sus hijos Anjelica y Tony (del documental John Huston and the Dubliners)

En todos los cuentos la epifanía será un detonador temático que concentra el efecto simultáneo de una exploración interior del personaje, unido a los sucesos que la desencadenan, como si se tratara de una avalancha incontenible de impresiones que se desbordan en la honda intimidad de un momento que estalla en sentimientos, lo mismo jubilosos que desdichados. Joyce prepara el camino para el tema de la muerte que, en su sentido más amplio, se deja sentir en «Los muertos». La condensación de las epifanías anteriores —en los cuentos que preceden a éste— encontrará un cauce para desahogar, en el

final, la epifanía de Gabriel, el protagonista del relato. La epifanía joyceana comparte en sus orígenes la idea de ser una revelación. Para Joyce, el término va más allá: es una puerta hacia el interior del alma. Esta puerta no se abre frecuentemente, es un hecho único e irrepetible. Lo que se descubre adentro es a veces tan desconocido como fascinante, tan oculto como doloroso. Si los sentimientos viajan más rápido que las palabras, aun antes que el pensamiento lógico ordene la idea en frases, ¿cómo expresarlo dentro de los límites del lenguaje? Joyce logra superar este problema al comprender


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que el lenguaje de las emociones no tiene un tiempo ni un orden. Su escritura se dimensiona en las emociones igual que en un caótico viaje anímico. Si bien para John Huston llevar el cuento de Joyce a la pantalla implicaba saber que el perfil no comercial de la película causaría en muchos espectadores dudas, temores y hasta cierta desconfianza, el reto personal era mayor por la profundidad del texto. La película, igual que el cuento, va creando una atmósfera adecuada para que se produzca la epifanía de Gabriel, que, pese a toda explicación que se pueda añadir, es un concepto muy abstracto que Huston debió traducir en imágenes. Huston se concentra en este motivo, seleccionando cada escena al interior de la casa en la que transcurre la velada, creando una sutil intimidad en los diálogos, los brindis, las canciones y los bailes. Todo ello, como en el cuento, sin jerarquizar ningún evento por encima de otro, manteniendo a los actores al margen de la acción, haciendo de cada momento un nuevo descubrimiento, en el que simultáneamente todo acontece porque todo es importante. Esto provoca en el espectador sensaciones visuales similares a

las que Joyce hace en el texto. El director presenta una serie de imágenes evocativas que nos introducen en la médula del relato. En la película se percibe, de igual manera, la soledad y el dolor espiritual en la epifanía de Gabriel, al tiempo que se ve caer la nieve que esa noche cubre a Irlanda. Huston reproduce textualmente el final del cuento en la voz en off de Gabriel, como si el lenguaje joyceano fuese el único capaz de expresar la insondable soledad humana: «Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el Universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos». El alto sentido de musicalidad, presente también en la sintaxis auditiva del texto, es un acierto importante en la película. Huston deja correr íntegras las secuencias con la música. Por ejemplo, la interpretación de «Vestida para la boda», de Ballini, por la tía Julia, es una de las mejores secuencias: mientras se escucha la deprimente voz de la anciana, la cámara hace un recorrido por los detalles de la casa, las viejas fotografías, los adornos, los cuadros y todo lo


Era impensable que un cineasta pudiera reproducir los pensamientos de Gabriel al final de «Los muertos». Y éste era uno de los mayores retos cuando Huston decidió filmar la película. Entonces, ¿por qué se arriesgó a hacerla? Creo saber la respuesta. La hizo por su sangre irlandesa y porque vivió muchos años en Irlanda. La hizo porque su hijo, Tony, era el guionista y Angélica, su hija, la actriz protagónica. La hizo porque sabía que se estaba muriendo y éste sería su testamento fílmico». Roger Ebert

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que ambienta la desolada vida de las señoritas Morkam, tías de Gabriel y anfitrionas de la cena anual navideña. Sin necesidad de explicar la desdicha de la soltería de las tías o la orfandad de Mary Jane y la propia de Gabriel, el ritmo de la lente se transforma en un narrador capaz de contar sin necesidad de explicar. La vida irlandesa, su hospitalidad, sus costumbres y tradiciones son, de igual forma, ingredientes que realzan la compleja identidad de los irlandeses. La mezcla de diálogos deja entrever la añoranza por los orígenes celtas y la tensión de su realidad anglosajona, unido todo ello al sentido de la muerte. La proximidad a la muerte física, real de las ancianas tías de Gabriel cubre otros matices: los muertos viven en la memoria de quienes mueren a diario sin algo por qué vivir. La muerte en todos los personajes se implica en la rutina de la vida cotidiana, las costumbres, la renuencia al cambio, la apatía, el prejuicio. En una palabra, las limitaciones que impone una vida sin arte. Gabriel confronta el dilema del artista atrapado en la insularidad física e ideológica

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de Irlanda y de su entorno familiar. El mundo recreado en el relato lleva al lector a pensar en el dilema personal de Joyce: el artista que rompió con sus raíces para exiliarse en el continente. El tema de la vida no vivida, la muerte de las ilusiones presente en todos emana desde los rincones más profundos de su soledad, a través de imágenes poderosamente evocativas. Si bien «Los muertos» recrea un cuadro de costumbres, «Christmas time», universaliza la experiencia humana. La dualidad del relato vida-muerte, luz-sombra o los fantasmas del pasado que comparten el presente, se aprecian a lo largo de la película en el juego de imágenes que Huston crea y en la excelente caracterización: la antigua aristocracia irlandesa de las tías, la clase doméstica de Lily, el racismo del señor Brown, la ultranacionalista intolerante

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miss Ivors, Freddy, el borrachín despreocupado, el tenor acomplejado o Greta, esposa de Gabriel, extraña a sus ideales, ajena a su mundo, negada a la intimidad, atada al recuerdo de un amor del pasado. John Huston logra superar el reto que representó «Los muertos» al recrear de manera entrañable una historia que queda viva en la mente del espectador. La explicación del magnífico efecto emocional logrado por Huston en la adaptación de «Los muertos», se encuentra más allá de la pericia técnica que el director adquirió con los años. Es una obra íntima y personal, una epifanía fílmica de un hombre que llegaba al final de sus días.

La imagen de ella se había grabado en su alma para siempre y ninguna palabra rompía el silencio sagrado de ese éxtasis».

James Joyce


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Cine y literatura: dos lenguajes distintos, dos mundos que coexisten en su propuesta estética. Ambos artes del relato, encargados de recrear una historia y, sin embargo, distantes, distintos en sus orígenes y su historia. La representación visual del lenguaje escrito, la trasfiguración semántica del texto que debe comprimirse al tiempo de una comunicación visual inmediata o dar voz y vida a los personajes no es tarea fácil. Habrá quienes insistan que el cine no hará nunca justicia al texto, mas, como opina Edwin Jahiel, las comparaciones entre dos medios tan distintos son, en ocasiones, ociosas e intolerables. En su opinión, es mejor tener en cuenta que el aceite es aceite y el vinagre es vinagre, pero que, juntos, pueden formar un sabroso aderezo. Además, ¿por qué no pensar que el cine puede rescatar futuros lectores? Cuando Al Pacino llevó a la pantalla Ricardo iii, demostró que podía adaptar sólo un tercio de la obra de Shakespeare y utilizar el resto del tiempo de la película para

explicar el trabajo del director y su equipo. La película también trata de otra: la de Pacino como director de la película. Caminando por las calles de Nueva York, platicando con el productor, con los actores y entrevistando a los transeúntes sobre las ventajas de recuperar la obra de Shakespeare en el cine, logra involucrar al espectador en la complejidad de la adaptación. Asimismo, la intención de Pacino era demostrar que existe un miedo —infundado— hacia los textos de autores ya clásicos, sin omitir, en sus giros irónicos, que sí es posible «perder el miedo» a Shakespeare. Seguramente el tema de las adaptaciones seguirá siendo un problema difícil de abordar, incompleto para satisfacer las demandas académicas, oscuro para el público que desea ir más allá de las reseñas que se publican. Quizás sea útil atender al consejo que Borges da en su «Antidecálogo del escritor»: «Evitar todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película».

cinescritura

Callejones sin salida


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pájaros en el alambre

Prokofiev y el cuento Rebeca Mata

P

rokofiev es un compositor soviético, conocido como glorificador del régimen comunista, sin tomar en consideración que es descendiente directo de la música de la antigua Rusia. La corriente nacional y revolucionaria del grupo de los Cinco fue seguida por compositores de fuertes estéticas extranjeras como Chaikovski, Glazunov y Scriabin, entre otros. Ellos tuvieron una influencia importante en la formación de Prokofiev: todos eran músicos tabú cuando el joven pianista ingresó al conservatorio. Este gran compositor, a quien se ha calificado también como revolucionario y neoclásico a la vez, supo fundir las formas tradicionales, la influencia romántica y algunos préstamos del lenguaje contemporáneo para conformar un estilo inconfundible. Fue un niño prodigio que a los nueve años dio a conocer una versión de su primera ópera, El gigante, además ser un gran intérprete. Prokofiev dejó Petrogrado en 1918 y se embarcó para Estados Unidos. La razón para dejar su patria no obedeció a razones políticas, simplemente no podía trabajar con tranquilidad en plena Revolución y su regreso se llevó a cabo porque en Occidente le impedían componer y había oído que los artistas soviéticos podían trabajar con calma bajo el nuevo régimen, sin preocupaciones económicas. A su regreso sufrió una gran desilusión, porque nada de lo anterior se cumplió y se vio ceñido por una serie de reglas impuestas por el sistema. Desde su juventud, Prokofiev comenzó a trabajar obras relacionadas con cuentos infantiles. Entre sus obras tempranas se encuentra


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cenicienta y tuvo que esperar el estreno de su ballet hasta 1945. La historia de La cenicienta es china y presenta sus primeras versiones alrededor del año 860. La versión más conocida es la del francés Charles Perrault, escrita en 1697, basada en un cuento popular registrado anteriormente por Giambattista Basile como La Gatta Cennerentola (La gata cenicienta) en 1634. El argumento utilizado por Prokofiev mantiene nexos con la historia original: lo mágico, lo maravilloso y lo erótico. Los números más conocidos son el vals, la escena del reloj y mantiene las doce campanadas. Al mismo tiempo, esta versión se aleja de la de Perrault porque hace intervenir

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El patito feo, op.18 para coro y orquesta, basada en el cuento de Andersen. Al llegar a Estados Unidos, escribe Los cuentos de la vieja abuela, que no recibe una buena crítica en Nueva York. Se traslada a Chicago, donde adquiere fama y el director de la Ópera le propone montar El amor por las tres naranjas. Esta obra está basada en una comedia italiana de Carlo Gozzi, que a su vez contiene elementos de leyendas orientales. Es una arlequinada mezcla de cuento de hadas, de narración picante y maliciosa. El argumento cuenta la historia de un príncipe que ha perdido el don de la risa y a quien una bruja le promete que sólo podrá recobrarla cuando encuentre tres naranjas que le traerán la fortuna, el amor y la vida alegre y sana. Esta obra responde a la búsqueda teatral de Prokofiev, iba dirigida contra el naturalismo y la rutina de los grandes epígonos del teatro anteriores a la Revolución. La obra tuvo un éxito moderado, llegando a las tres representaciones. Fue un cuarto de siglo más tarde cuando se le revaloró. Sin embargo, la suite orquestal de El amor por tres naranjas tuvo un éxito inmediato. Durante treinta años, Prokofiev soñó con utilizar el cuento La


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al hada de las Cuatro estaciones. La búsqueda del príncipe lo lleva a recorrer los cinco continentes, lo que permite introducir números de baile exóticos. La cenicienta nos es tan conocido como Romeo y Julieta; sin embargo, es una partitura igual de suntuosa que contiene un profundo sentimentalismo a la rusa, que suele ser muy sincero. Desde su estreno en 1936, Pedro y el lobo, op. 67, se volvió una pieza habitual en las salas de concierto en el mundo entero. Prokofiev logra unir en esta obra su representatividad como compositor de la moderna escuela soviética y su innegable calidad occidental. Esta pieza, como ninguna otra de Prokofiev, tiene la virtud de poder ser captada en una primera audición hasta por el público menos formado musicalmente, agregando la ventaja de ser un cuento infantil. Lo anterior no la convierte en una obra sin importancia; por el contrario, encierra una gran belleza y tiene una fina ironía. Esta obra es una de las primeras que compone después de su regreso a la Unión Soviética en 1936 y sigue la corriente europea, de boga por entonces, del interés por la infancia como germen de las futuras generaciones. La

técnica que utiliza Prokofiev recuerda la de los cuentos infantiles de los discos con un narrador y una pequeña musicalización. La gran diferencia con este tipo de cuentos es que la historia original es del compositor y que la obra tiene un valor didáctico musical, que le otorga una melodía y un color instrumental a cada uno de los personajes del cuento. Esta caracterización enriquece a los protagonistas. La presentación de los instrumentos, previa al inicio del cuento, permite que la audiencia pueda identificarlos, ubicarlos dentro del conjunto orquestal, observar las diferencias en sus formas y sus timbres; también, es de gran ayuda para que se asocie y se recuerde la melodía temática que se repetirá a lo largo de la obra. Entre las diferentes versiones que existen en el mercado, son de especial interés la de David Bowie con la Orquesta de Filadelfia, la de Miguel Bosé con la Orquesta de la Ópera de Lyon y la coproducción de tvunam, que se llevó el Oscar, en 2008, en la categoría de cortometraje de animación, dirigida por Suzie Templeton.


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Diálogos de Platón Sólo sé que no he cenado. Zenón Sólo sé que no sé nada. Ignorante Sólo sé que no se nada. Salvavidas Sólo sé que no sé nadar. Náufrago

«

Fumar es causa de cáncer» (Camel); «Fumar es causa de cáncer y enfisema pulmonar» (Salem); «Fumar durante el embarazo, aumenta el riesgo de parto prematuro y de bajo peso en el recién nacido» (Faros); «En la mujer embarazada, fumar tabaco produce aborto y malformación fetal» (Rubios); «Fumar mata» (Populares). El Chupafaros

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la última y nos vamos


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colaboradores Estrella Asse es maestra, poeta, investigadora. Ha publicado en revistas. Con su colaboración, inicia una nueva sección sobre cine y cuento en nuestra revista. Lauro Cruz (México, df) es narrador y editor. Publicó los

libros de cuentos Crónica de taxistas y Pequeños cuentos para David; en 2008 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuento convocado por Tintanueva Ediciones con De vuelta al Zócalo.

Maurice Echeverría (Guatemala, 1976), poeta, narrador, ensayista, periodista, publicó los libros de relatos Este cuerpo aquí (antidiario i)(1998), La ciudad de los ahogados (1999), Tres cuentos para una muerte (2000) y Sala de espera (2001). Eve Gil (Hermosillo, Sonora, México, 1968; homónima de las heroínas —en el buen sentido del término, si lo tiene— de Alfred Hitchcock y de James Joyce) es una narradora excepcional. Entre otros libros, publicó: Réquiem por una muñeca rota (2000), Cenotafio de Beatriz (2005), Sueños de Lot (2006) y Virtus (2008). Marconio (México, df) es narrador, poeta, músico y promo-

tor del arte de contar cuentos. Ganó premios de cuento en Conacyt y en la Sogem. Publicó la novela Cambio de casa y el poemario para niños El niño poeta.

Méndez Vides (Antigua, Guatemala, 1956), poeta, narra-

dor, ensayista, periodista, pertenece a la generación de escritores que se exilió por el terror implantado por el estado guatemalteco. Obtuvo el Premio Latinoamericano de Novela Nueva Nicaragua (1986), con Las catacumbas, y el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 1997, con Las murallas.

Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), poeta, narrador,

ensayista, es uno de los escritores argentinos más profundos y propositivos de la actualidad. Entre sus libros más visitados, están:


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Enrique Montañez, poeta, narrador, ensayista, trabaja-

dor de la cultura, es egresado de letras hispánicas de la uam; parte de su trabajo aparece en antologías y revistas. Dirigió Cuiria, una publicación que dejó huella en el medio.

Javier Payeras (Guatemala, 1974), poeta, narrador, pintor,

obtuvo el Premio Jóvenes Creadores Bancafé (2001). Entre sus libros publicados, están: Ausencia es ¼ vacío (1999), Artificial (2000), Soledad, brother (2003) y Ruido de fondo (2003).

José Luis Perdomo Orellana (Guatemala, 1958), es-

critor, periodista, ensayista, es licenciado en periodismo y comunicación colectiva por la unam. Entre 1975 y 1986 obtuvo, en México y Guatemala, diversos premios en los ramos de la oratoria, la literatura y la academia. Fue subdirector de la revista Magna Terra.

Armando Pereira (Guatemala), poeta, narrador, ensa-

yista, maestro de varias generaciones de escritores, investigador, es doctor en letras por la unam. Entre otros libros, ha publicado El inquisidor (1995), Amanecer en el desierto (1996), Verificación de la ausente (2005) y el Diccionario de literatura mexicana, siglo xx (coord., 1990).

Gustavo Adolfo Ponce Figueroa (Guatemala,

1956), investigador, maestro, partidario de la unión Centroamericana, es un narrador promisorio, de gran talento, y buen manejo del idioma.

Rogelio Salazar de León (Guatemala), poeta, narra-

dor, ensayista, obtuvo el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 2006, con Legajo anudado (cartas para leer o apostar). En 2007 publicó Nietzsche (con)vertido y (re)vertido.

Marco Villavicencio (México, df, 1986) es cuentista y

rockero; estudia la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas en la unam. Desde 2002, participa en el taller de creación literaria en la Casa de Cultura los Siete Barrios en la delegación Iztacalco.

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Bariloche (1999), El que espera (2000), El último minuto (2001) y Alumbramiento (2006). En la actualidad, es columnista del abc.


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EL

SEIS

Graham Greene cuenta en sus memorias que a los diecinueve años se enamoró de la institutriz de su hermana y sufrió lo indecible su incomprensión, por lo que, decepcionado, jugó en cuatro ocasiones diferentes a la ruleta rusa con un revólver viejo de un hermano mayor. Entre las dos primeras veces hubo una semana de intervalo, pero las dos últimas fueron sucesivas y con pocos minutos de diferencia. Cuando Greene visitó Cuba para estudiar el ambiente de su novela Nuestro hombre en La Habana, se entrevistó con Fidel Castro y le contó su temeridad. Fidel —famoso por su persistencia y meticulosidad para escudriñarlo todo— le preguntó a Graham para cuántos proyectiles era el tambor del revólver. «Para seis», le contestó el novelista. Entonces Fidel cerró los ojos y empezó a murmurar cifras. Por último, miró al escritor con una expresión de asombro y le dijo: «De acuerdo con el cálculo de probabilidades, usted tendría que estar muerto». Graham sonrió con la placidez que lo hacen todos los escritores cuando sienten que están viviendo un episodio de sus propios libros, y le contestó: «Menos mal que siempre fui pésimo en matemáticas».

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Llegamos a su casa y nos sentamos en la terraza volada sobre un jardín que parecía una selva gótica intraducible: guayabos, bugambilias, mangos, castaños, coníferas, cafetos, cuatro cañas de azúcar y una palmera cargada de cocos. Desde la terraza, se contemplaban los austeros muros de El Escorial y la gigantesca montaña detrás. —No son las calaveras de Colón —dijo Lorenzo, siempre discreto, aunque puntual—, sino las carabelas de Colón.

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