El Puro Cuento 13

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DECÁLOGO

AEBI-OCHSNER

HORACIO QUIROGA núm. 13 | 60 pesos

Horacio Quiroga, Obras sobre literatura, Arca, Montevideo, 1978

núm. 13 El Puro Cuento

1. Cree en un maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov) como en Dios mismo. 2. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo. 3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia. 4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón. 5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas. 6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes. 7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sus-tantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo. 8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea. 9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino. 10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

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MICRORRELATOS

ENTREVISTA

Cinescritura Las máscaras de Hoffmann

CUENTEARTE: CHRISTINE

Cuento; luego,existo El miedo lejano

Gonzalo Salesky María Cruz Pájaros en el alambre Renato Buezo Iván Medina Castro La flauta mágica y sus fuentes Manuel Hernández Borbolla Edgar Aguilar Mario Moravenik Hansel Espinoza



Un cuento memorable Alejandra Pizarnik

—É

sa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a madame Lamort —dijo. —No es posible, pues en París no hay tranvías. Además, ésa de negro del tranvía en nada se asemeja a madame Lamort. Todo lo contrario: es madame Lamort quien se asemeja a ésa de negro. Resumiendo: no sólo no hay tranvías en París sino que nunca en mi vida he visto a madame Lamort, ni siquiera en retrato. —Usted coincide conmigo —dijo— porque tampoco yo conozco a madame Lamort. —¿Quién es usted? Deberíamos presentarnos. —Madame Lamort —dijo— ¿Y usted? —Madame Lamort. —Su nombre no deja de recordarme algo —dijo. —Trate de recordar antes de que llegue el tranvía. —Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París —dijo. —No los había cuando lo dije pero nunca se sabe qué va a pasar. —Entonces esperémoslo, puesto que estamos esperándolo —dijo.


México,

Índice

df ,

2014

13 Un cuento memorable

1

Alejandra Pizarnik

2

Índice

4

Microrrelatos Rogelio Guedea

5

Filosofía del pájaro cantando en una pata

6

Los clásicos hoy

7

Filosofía del podador de árboles

8

Edad

9

Filosofía de la maleza

10

El escritor y la fama

11

El éxito, esa montaña

12

Filosofía de los instructivos de ensamble

13

Vidas invisibles

14

Filosofía de las funciones de circo

15

Ejercer la crítica

16

Filosofía del papel de baño

17

Los Diarios de Tolstoi y las drogas en México

18

Filosofía de las agujetas

19

Un país de leyes

20

Filosofía de las dos ruedas y un transeúnte

21

Bukowski

22

Escritores y futbol

23

Escribir

24

La filosofía y los libros de superación personal

25

El que escribe

22 Sin embargo, pregunto «La forma, de pronto, aparece, al desaparecer uno mismo» Entrevista a Rogelio Guedea


24 Cuento, luego existo 32

El miedo lejano / Juan Antonio Rosado

38

Rosas Rojas / Gonzalo Salesky

42

Oli / María Cruz

44

Lo que voy a contar ocurrió casi terminando el año… / Renato Buezo

54

Un devaneo con la muerte / Iván Medina Castro

57

El canario en su jaula / Manuel Hernández Borbolla

60

Copenhague / Hansel Espinoza

69

Una historia / Edgar Aguilar

70

Anita Kroninsberg ha muerto y vive en NY / Mario Moravenik

arte

81 Cuente

Christine Aebi-Ochsner

97

Pájaros en el alambre La flauta mágica y sus fuentes Rebeca Mata Sandoval

102 Cinescritura Las máscaras de Hoffmann Estrella Asse

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El trece

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Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Javier Muñoz Nájera

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Microrrelatos

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Rogelio Guedea


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engo tiempo realizando actividades que no tienen nada que ver con los libros, la lectura, la escritura, la academia, etcétera. Me puse, por ejemplo, entre otras muchas cosas, a hacer casas para pájaros. Guiado por un detallado manual de carpintería, compré los utensilios pertinentes y, en el sótano, abstraído de todos y de todo, sobre una larga mesa de madera, me puse a construir casas para pájaros que fui colgando en los árboles del jardín. Como vi que no se convertían en refugio de nadie, así como las amantes que no saben complacer a sus amadores, decidí entonces ponerles un poco de comida, abastecerlas de agua y esperar los resultados. Hasta la mañana del tercer día, curiosamente, el bullicio de muchos pajarillos pechoazul me despertó de súbito. Abrí la cortina y vi, a través de la ventana, un revoloteo de alas entre las ramas. Parecía que los árboles habían resucitado de un largo desmayo y ahora, vivaces, se disponían a celebrar el día soleado. La escena se repitió una y otra mañana, hasta ahora mismo que escribo y alcanzo a escuchar, desde este escritorio, los árboles cantar. Hoy sólo me queda esta certeza: en el poema del árbol la poesía debe estar en el canto de los pájaros.

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Filosofía del pájaro cantando en una pata

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Los clásicos hoy

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l otro día un amigo escritor me pedía mi lista de mejores novelas de este año, que después publicaría (junto con otras listas) en su revista. La petición me cortó en cuatro mitades porque desde hace algunos ocho años (tiempo que tengo ya viviendo al sur de la isla sur neozelandesa) no he hecho otra cosa que leer sistemáticamente a los clásicos grecolatinos, desde Laercio hasta Séneca, pasando por Cicerón, Plutarco, Plauto, Apuleyo, Aristófanes, Esquilo, Platón, etcétera. Es verdad que meto las narices aquí y allá en lo que se escribe ahora (algunas novelas que realmente me gusten —Diario de un jubilado, por ejemplo, de Delibes—, poemas, diarios o ensayos), pero sólo son flechazos en fuga, amores de una noche. Justo cuando le confesé a mi amigo escritor que yo en realidad no estaba al día con las novedades editoriales, y justo cuando mi amigo escritor me dijo que por lo que yo escribía no le parecía que estuviera «tan ausente de la realidad«, caí en la cuenta de algo que me había pasado desapercibido: la actualidad de los clásicos. Hice un repaso veloz a mis lecturas (Fedón o del alma, Las aves, Electra, Tratados morales) y me di cuenta que los nombres eran diferentes pero los problemas seguían siendo los mismos: el miedo a la muerte, los imperialismos y las guerras, las crisis de la culpa, los crímenes de la envidia y la avaricia. Entonces me empecé a sentir otra vez en compañía, como si esos autores tuvieran los nombres de los escritores y poetas que aparecen hoy en los periódicos o revistas, o dando entrevistas en la televisión, o consejos a los escritores que, como lo dijo Sócrates, no saben muy bien que lo que es grande es pequeño a un mismo tiempo; y lo malo, bueno; y lo clásico, contemporáneo; y que, al final, no son tan importantes ni los nombres ni las situaciones sino la manera en que modifican el alma del que las lee.


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n año fuera de casa y los árboles crecieron hasta tapar paisaje y sol. No hubo forma de detenerlos: sus ramas se extendieron en todas direcciones, enredándose en ocasiones en ramas más delgadas o lianas que las apresaban como nudos. Había que abrirle un agujero al cielo, las nubes y el mar al fondo. Cogí una pequeña sierra y una escalera y me impuse un orden estricto, de derecha a izquierda. Me subí al último peldaño de la escalera, me metí entre el mogote de ramas y empecé a cortar una por una, como si cortara rabos de cebolla. Las ramas caían desde lo alto dando girones en el aire. No pasaron ni quince minutos cuando me di cuenta de que la forma en que lo estaba haciendo era agotadora: rama a ramita, ramita a rama. Entonces comprendí que bajando un poco la sierra y cortando en la raíz del tronco, justo antes de que empezaran las ramificaciones, podía obtener el mismo resultado. Así lo hice. El racimo de ramas caía al suelo dejando un hueco de cielo abierto. En ocasiones uno tarda en comprender lo que uno ha escuchado cientos de veces: que los problemas (los desamores, la soledad, el odio mismo) hay que cortarlos desde la mera raíz para que no terminen sepultándonos a nosotros mismos, ni a los otros. Y si esto lo hacemos con una sierra de doble filo, mejor.

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Filosofía del podador de árboles

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Edad P

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ensaba que con la edad se me iban a acabar las preocupaciones de los hijos. Pensaba, casi ingenuamente, que apenas cumpliera mi hijo veinte y mi hija quince, y yo rayara los cincuenta, tantán: asunto concluido. Pero luego de un rato de darle vuelo a la preocupación caí en la cuenta de que cuando los hijos crecen, los problemas también crecen, y seguramente estaré para entonces preocupado no porque se vayan a hacer pipí en los calzones sin avisar sino por si encontraron o no trabajo, y luego por si se casaron con un buen hombre o a una buena mujer, y luego viene el asunto de los nietos, si nacerán completos, quiero decir con los dos ojos, las dos piernas, las dos manos, y si crecerán sanos, porque a quién no le gustaría asegurarse de que los nietos corran con la misma suerte de sus padres, si fue buena, o no la corran, si mala fue, y mientras todo esto pensaba me di cuenta otra vez que por pensar tanto me perdí la posibilidad de ver a esas mujeres hermosas que pasaron y escuchar a esos pájaros que cantaron, y que es así, pensando en el pasado o en el futuro, se nos va en vida lo único real que tenemos en las manos: este día.

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o noté aquel domingo que cortaba la hierba del jardín. Hace dos meses delimité las jardineras para evitar la invasión de maleza. Preparé la tierra, colocándole herbicida, luego extendí una malla negra a lo largo y ancho del cajete y, no conforme con esto, regué la superficie con pequeños trozos de madera, para así doblegar definitivamente a la maldita. Al mismo tiempo, en una maceta con tierra fertilizada, sembré unos geranios, que coloqué en un lugar con sol estratégico. Le puse el agua debida y cada mañana me asomaba para estar al tanto de su crecimiento. Ayer que me dispuse a limpiar el jardín, me di cuenta de que las jardineras, aun con todo lo hecho para evitarlo, estaban plagadas de hierbajos, cuya raíz se enraizaba incluso en la malla negra, lo que me decía que no bastó ni veneno, ni trozos de madera, ni nada para detener su asedio. En cambio, los geranios, siempre delicados y tímidos, se malograron. Ni siquiera alcanzaron a sacar la cabeza por encima de la tierra, que ahora estaba seca como la piel del desierto. Quise encontrar un significado en todo esto, y no tuve más remedio que concluir: aprende de la maleza del jardín, que no se arredra con nada y, sobre todo, nadie su obstinación iguala.

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Filosofía de la maleza

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El escritor y la fama

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a profesora Mizuho me lleva a conocer la biblioteca de la Universidad de Kobe. Es una biblioteca pequeña pero con una excelente colección de literatura española y latinoamericana, autores clásicos que conozco muy bien, al menos de nombre. Incluso en mi presunción atino reconociendo las editoriales con sólo ver el lomo de los libros, y hasta le comento de algunos autores que son mis amigos. Mira, digo mostrándole la foto de la contraportada, éste es mi amigo. Pero lo que me parece curioso es cuando la profesora Mizuho me habla de un escritor japonés que es muy famoso en Japón, uno de los más importantes, y que yo no conozco. El hecho me deja obviamente patizambo, no puedo evitar pensar en el asunto de la fama y el reconocimiento al que muchos escritores aspiramos como las abejas aspiran a la miel. ¿Fama y reconocimiento con respecto a qué, en qué ciudad, de qué fecha a qué fecha? Pienso. Me sentí tan pequeño y miserable pensándome en esa lucha sin retorno de lo que es la fama y el éxito, jactándome de ver reseñados mis libros aquí y allá, muriéndome de coraje por no haber ganado tal o cual concurso o premio literario que por un instante quise disuadirme ahí mismo de pisotearme la cabeza con mis propios pies. Un escritor importante en Japón que yo ni siquiera conocía no ha de obligarme sino a ser un poco más modesto en mis intenciones y ver este trabajo y esta vida con mejores ojos, más apaciblemente, más —digamos— generosamente. Me dije y luego añadí: no has llegado nunca a ningún lado cuando has llegado a una editorial de prestigio, a una agente literaria o cuando has ganado un concurso de gran resonancia, así sea el Premio Nobel. No lo has hecho y la mejor señal de eso es cuando tienes la convicción de haberlo hecho. Creer haber llegado es la mejor manera de saber que apenas empezamos, de forma que lo importante no es recorrer ese largo camino sino que sepas que tú eres el propio camino y que es a ti, lo quieras o no, a quien debes llegar algún día.


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a subo y la bajo, en bicicleta, todas las mañanas. Creía, al principio, que era una simple montaña y una forma de mantenerme saludable. Disfrutaba la bajada y padecía la subida, eso era todo lo que sabía. Pero un día me di cuenta de que había algo más que eso y yo no lo había entendido, aun cuando había hecho el recorrido diez, veinte, cincuenta mil veces. Lo supe aquella mañana mientras subía por la cuesta lateral de la Brockville. Es como el éxito, pensé, al ir subiendo la cuesta. Si lo quieres alcanzar de golpe, de un día para otro, con solo dar un salto, podrás llegar a la cumbre, pero al cabo de unos minutos (por el cansancio, por el agobio) desfallecerás y caerás, de súbito, hasta abajo. O, a la mitad del camino, desmayarás y ni siquiera lograrás tocar la altura. Pero si, en cambio, vas poco a poco (un pedaleo tras otro) y, además, buscas las planicies o subes en horizontal, aunque te tardes más, llegarás hasta arriba sin desvanecerte. Esto explica, pensé mientras entraba en un llano de la montaña, por qué a ciertos artistas, o actores y actrices, o incluso escritores y políticos, se les llama «estrellas fugaces» y por qué a otros se les reconoce, por sólido, su éxito. A los primeros normalmente los ayudan a subir la montaña, los segundos, en cambio, llegan -aunque cansados- por su propio pie. Los primeros caen hasta el fondo del desbarrancadero. Los segundos, en cambio, permanecen, siempre, arriba. Ésa es la diferencia.

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El éxito, esa montaña

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Filosofía de los instructivos de ensamble

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esde que llegué a Nueva Zelanda me enfrenté a la necesidad de modificar radicalmente ciertos hábitos. No se trataba de cambiar de nombre o de piel, sino simplemente de hacer algunas cosas de diferente manera, pues de otra forma no pasaría de abismarme en un voladero. Una de estas transformaciones fue la lectura de los instructivos de ensamble. Recuerdo que en México yo compraba cualquier cosa (reloj, mesa, papalote o lo que fuera) y lo primero que hacía era tirar a la basura el instructivo de ensamble y guiarme por el puro instinto, con lo cual algunas veces salía airoso y otras quedaba con los pies enredados en la cabeza frente a la pila de piezas deshilachadas. En Nueva Zelanda fue lo contrario. Aquí vi a amigos y conocidos, del barrio o la universidad, en más de una ocasión, comprar, por ejemplo, una caminadora, y hacer como primer paso una lectura acuciosa del instructivo de ensamble, leyendo incluso esas partes que nos advierten de los cuidados y precauciones que uno debe tener antes de usar el armatoste. Poco a poco fui entrando yo también en esa pedagogía. Fue hace poco, mientras ensamblaba la nueva silla de mi escritorio, que me di cuenta que, curiosamente, en los países donde no se respetan las leyes tampoco se leen los instructivos de ensamble, contrario a los países donde las leyes suelen respetarse al pie de la letra. Es como si fuera un acto reflejo que nos dijera: si lo que dicen las leyes son una cosa y lo que pasa en la realidad es otra, ¿valdrá la pena aprenderlas? O, por el contrario: si puedo armarlo a «como vaya saliendo», ¿tendrá caso leer el instructivo de ensamble? Estaba tan sumergido en estas inquisiciones que, cuando terminé aquel día de ensamblar la silla y quise sentarme para ver qué tan bien se ajustaba a mi humanidad, me di cuenta que el respaldo había quedado volteado y, para mayor desgracia, desniveladas dos de sus cuatro patas.


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ubiendo la colina hacia el desmonte que hay antes de llegar al acantilado, tuve la certeza de que no es verdad que tengamos una sola y única vida que recorra una trayectoria que va del primero de enero al treinta y uno de diciembre, cada año y todos los años, sino que más bien nuestra vida tiene una serie de vidas internas encadenadas, pequeñas vidas que se viven alternativamente dentro, a su vez, de otras vidas igualmente encadenadas a ellas, internas también, y dentro de esas vidas otras se encadenan interminablemente, viviéndose y viviéndonos dentro, con sus leyes y costumbres, sus fueguitos y zonas de recreo, sus cárceles y abismos, intentando asir lo que las otras vidas paralelas y perpendiculares, que suben y que bajan, muestran en su intermitencia, el paso de unas a otras, ese encenderse y apagarse como este vivir y morir nuestro de cada día a razón de milésimas de segundo, para luego volver a llegar a ese punto de encuentro en el que lo que tú eres y yo soy logran, por fin, ser una sola y misma vida.

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Vidas invisibles

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Filosofía de las funciones de circo M

Para mi hija Kiki

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e gustan los circos. Soy tan adicto a ellos como a las ferias, los mercados y las librerías de viejo. Pero, como todo en la vida, hay de circos a circos. O eso creía. En realidad no es que haya de circos a circos. Hay, más bien, de personas a personas, que son las que hacen que haya de circos a circos. Son los anteojos que nos encajamos en el tabique de la nariz los que nos hacen ver la realidad de una u otra manera: el cristal, dicen, con que se mira. Ayer, por ejemplo, fuimos mi hija y yo a uno. Veinte pesos por persona, adultos y niños. Pagamos y nos sentamos en gradas, junto a la entrada. Había música estridente y pirotecnia de luces, pero la función no empezaba. Todo parecía suceder en cámara lenta. Las muchachas caminaban desangeladas, vendiendo varitas luminosas, narices de payaso, raquíticos algodones de azúcar. Una capa de polvo cubría la gradería, las sillas y los palcos que olían a herrumbre. Era un circo pobre. Muy pobre, a decir verdad. Me entristeció verlo así. Imaginé las penurias de los malabaristas y domadores, las dificultades del dueño para pagarles, las ganas de tener, algún día al menos, un golpe de suerte: alcanzar la gloria. Ya viste, le dije a mi hija señalándole, con cierta consternación, el techo agujereado. Mi hija alzó la vista, abrió los ojos como plato y con una cara de alegría que no le había visto nunca, me dijo: sí, papá, ¡se ven las estrellas!

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o hace mucho me preguntaba por qué el pensamiento crítico, sobre todo en las sociedades en crisis, es tan incómodo pero al mismo tiempo tan irrenunciable, y entonces comprendí que es como esa lancha que, recta en trayecto y a una gran velocidad, parte las aguas del mar hacia un lado y hacia otro, y, más que congregarlas, las disgrega en su parecer o perspectiva, tal como se contrapuntean las opiniones del público y su crítico, que, también como las aguas del mar, ve cómo la audiencia se hace hacia un lado (cuando están de acuerdo) o hacia el otro (cuando en desacuerdo), de ahí que el ejercicio de la crítica no sólo nos confirme esta idea de que lo que no se mueve no avanza, sino que además nos ofrece la certeza de que, como la lancha en el mar, el pensamiento crítico va siempre hacia adelante y gracias al cual sólo podemos evolucionar, como en las discusiones de los que realmente se aman, contrariándonos.

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Ejercer la crítica

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Filosofía del papel de baño

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ay que decirlo sin reticencias: mi mujer siempre busca los mejores precios en todo lo que compra, sea fruta, carnes o artículos para el hogar. A veces, incluso, creo que economiza de más en aras de salvarnos de un agujero financiero. Pero hay cosas en las que realmente no nos ponemos de acuerdo, y nada tienen que ver con el dinero. Cosas, por ejemplo, como el papel de baño. La oferta, como se sabe, es (casi) infinita. Papeles de baño lisos, semilisos, rugosos, semirrugosos, de doble hoja, de una, anchos, semianchos, delgados, semidelgados, extradelgados. Siempre estuvimos variando hasta que un día encontró ella uno a la medida de su gusto. Lo encontré por fin, gritó desde el interior del baño. Mala cosa: como yo era el siguiente en la fila (porque en las mañanas hay que hacer una fila larga para poder entrar: mi hija, mi hijo, mi hija otra vez, mi hijo de nuevo, mi mujer, y luego yo), no tuve la misma empatía que tuvo mi mujer. Pero no dije nada, porque no quería contrariarla. La mañana de ayer, sin embargo, no estaba de humor. Terminé de hacer del baño, tomé el papel y, justo cuando iba a realizar la operación consabida, se me deshizo en las manos y me embetuné todo. Salí echando pestes contra todos y todo. Después de dejar a los hijos en la escuela, mi mujer y yo tuvimos una larga discusión al respecto, frontal como nunca. Ella me decía que, por delgado, suavecito y ultrafino, ese era el papel que le gustaba y yo le rebatía que, por eso mismo, a mí me desapetecía, y que yo prefería uno grueso y rugoso. Afortunadamente, después de casi una hora de vientos huracanados y tormentas, pudimos llegar a una solución: ahora tendremos ambos, nada más que, para evitar futuros conflictos, el mío estará pendiendo en la pared opuesta.


M

ientras leía los Diarios, de Tolstoi, me detuve en una frase que escuchamos todos los días y que, por tal motivo, nos parece inoperante, cuando no lo es. La frase dice: «Examina cada objeto desde todos los ángulos». Esta frase estaba dentro de su apartado titulado «Reglas para el desarrollo de la reflexión». La leí y de inmediato cogí una pluma y esbocé en mi libretita de notas una figura irregular, en cuyos lados puse un ojo. Me coloqué en la posición de cada ojo y, efectivamente, la figura era distinta desde cada ángulo, con lo cual entendí que el mundo habría sido visto de diferente manera por aquel que la viera desde el otro extremo o, para no ir tan lejos, desde la posición contigua. Pensaba, entonces, ayudado por Tolstoi, que si no le hubiera dado la vuelta completa a la figura irregular (como irregular es la vida, o el amor, o el cuerpo mismo), entonces sólo habría tenido una mirada parcial y, en contraste, equivocada del objeto. Esto es lo que pasa, pensé entonces, con el problema de las drogas en México, por ejemplo. La guerra del gobierno está situada solamente en el ojo que mira lo correspondiente al tráfico de estupefacientes, pero le ha hecho mucha falta recorrer el objeto para darse cuenta que las mismas acciones requieren otros ángulos, como el que padecen los consumidores, y luego las familias de estos consumidores, y después las familias cercanas a las familias de consumidores, y después las familias de los sicarios, y las familias cercanas a las familias de los sicarios, y así. Pero volviendo a Tolstoi, decía que algo hay en sus Diarios que me parece irrenunciable, y tal vez sea esa forma en que se sitúa en la vida (y la vive y sufre y reflexiona), y no tanto en lo puramente literario, aunque también lo puramente literario sea, como se sabe, la vida.

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Los Diarios de Tolstoi y las drogas en México

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Filosofía de las agujetas

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engo casi dos años con unos zapatos negros que compré en Zapatería Rodríguez. Como se sabe, llevaba en la mente unos de diferente marca pero como no había y de con Rodríguez no sales sin zapatos, compré estos que traigo. Los zapatos están cómodos, eso es inobjetable, pero el problema estaba en las agujetas. Eran unas agujetas satinadas que no resistían siquiera el doble nudo. Se desenredaban al apenas dar diez pasos y había que volverlas a anudar. Como la comodidad de los zapatos valía tal calamidad, me acostumbré a inclinarme cada tanto para anudarlas. Lo hice, como he dicho, por casi dos años. Durante todo este tiempo estiré las manos puntualmente, hice el doble nudo y luego volví a retomar el camino, que a veces era escarpado. Hace unos días fui al supermercado a comprar grasa para dar lustre y, en esa misma sección, encontré una cajita de agujetas que ofrecía un «pague una y llévese dos». Como las agujetas eran del mismo color que mis zapatos, se me ocurrió meterlas también al carrito. Fui a la caja y pagué la cuenta. Una vez en casa quité las agujetas viejas y puse las nuevas. Anduve toda la tarde caminando por la plaza y por el centro de la ciudad volteando hacia abajo para ver, la mala costumbre ya, si las agujetas se habían desanudado. Pero nada. El nudo seguía intacto. Al siguiente día sucedió lo mismo y, lo mismo, al siguiente del siguiente día. Apenas hoy se me terminó la costumbre de revisar mis agujetas desanunadas y, apenas hoy también, entendí que la voluntad no es algo que venga de afuera hacia dentro sino viceversa, y que por eso es bien sabido que los fuertes crean las circunstancias y los débiles sufren, como en este extraño caso de las agujetas satinadas, lo que les impone el destino.


C

omo se sabe, un día el filósofo Platón subió a un carruaje y viajó a Sicilia invitado por el tirano Dionisio I, quien requería su consejo. Ya en la corte, Platón intentó influir en él para hacerlo, digámoslo así, un buen gobernante. Muchas ideas aparecidas en La república intentaban cumplir esta vocación. Pero Dionisio I, el tirano, lo que quería era, seguramente, escuchar alabanzas y no hubo más remedio que desterrar a Platón. Corría el año 367 a. de C. cuando murió Dionisio I y fue sucedido por su hijo Dionisio II, quien, al igual que su padre, se aprestó también a invitar al filósofo ateniense. Platón aceptó porque pensó que Dionisio II era la excepción a ese dicho que dice que de tal palo tal astilla, pero pasado un tiempo se dio cuenta de que las consejas populares eran irrefutables y Dionisio II, por tanto, había resultado igual o peor que su progenitor. Platón volvió a ser desterrado. El autor de los Diálogos, basados en las enseñanzas de su maestro Sócrates, vuelve a Atenas y continúa su labor docente en la Academia. Una tarde en que hacía una evocación con sus alumnos sobre Parménides, se dio cuenta de súbito que era mentira que los tiranos pudieran cambiar y que por tanto era mejor establecer reglas claras de convivencia. Esa misma tarde, en una especie de rapto lírico, empezaría a escribir Las leyes, un poco para enmendar lo escrito en La república, y un poco para resarcir, por qué no decirlo, su propia decepción. Después de leer Las leyes, de Platón, dejé el libro sobre el escritorio y pensé que tal vez mi país podría aprender de esta enseñanza. Sin embargo, al apenas salir a la calle algo empezó a decirme, algo lejano e intrincado, que ya era demasiado tarde.

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Un país de leyes

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Filosofía de las dos ruedas y un transeúnte

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l otro día, mientras miraba pasar transeúntes, vehículos, etcétera, en la banca de la plaza central, no pude evitar detenerme en las bicicletas y las motocicletas que también iban y venían, y en las respuestas que pueden darnos cuando pensamos en aquello que es el poder, y que tanto enloquece a quienes lo detentan o a él aspiran. Pensaba, por ejemplo, que hay esencialmente dos tipos de poder. El poder que viene de afuera, que sería el propio de los motociclistas, y el poder que viene de adentro, que sería el correspondiente a los ciclistas. Con respecto al poder que viene de afuera, pensé que era, en cierto modo, el poder más ilusorio, porque residía básicamente en la fuerza propiciada por el motor del armatoste y no por la del propio motociclista. De forma que cuando el motor se descompone, ese poder se acaba, que es lo mismo que les pasa a los hombres que dejan los altos cargos que detentan para convertirse, apenas al siguiente día, en unos fantasmas. En este tipo de poder, es el cargo el que engrandece a la persona, y no viceversa. Otra cosa es el poder que viene de adentro. Este poder, lo pensaba, es un poder más real. Es el poder de los ciclistas y está puesto en la fuerza de las piernas que mueven los pedales de la bicicleta y no en la bicicleta misma, que apenas al bajarse el ciclista, termina siendo lo que realmente es: un montón de fierro pegado a dos llantas y un manubrio. En el poder que viene de adentro es la persona la que engrandece al cargo, y no viceversa. Hay un tercer poder, pero goza de poco prestigio, aun cuando es mejor que los dos poderes anteriores. Es el poder del transeúnte. Su grandeza radica en que no necesita de nada para avanzar, pero como tarda mucho en llegar a su destino, porque él mismo es el destino, todos han terminado por no tomarlo en serio.


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Bukowski

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o también creo, como Bukowski, que no son las grandes tragedias, esas trombas que nos cortan de súbito por la mitad, o en cientos de pedazos, sino, más bien, el cúmulo (uno tras otro, como los puñados de tierra que arrojamos sobre las tumbas), lo que nos manda al manicomio o a la muerte. Pequeños cortes que cortan los cientos de cordones que nos sostienen en pie, hasta que caemos como caen, desde lo alto, los árboles o los pájaros. Lo dijo Bukowski: «Con cada cordón que se rompe/ de los cientos de cordones rotos,/un hombre, una mujer, una cosa/entra en el manicomio./Así que tened cuidado/cuando os dobleguiés». Eso es lo mismo que yo les digo ahora: tened cuidado cuando os dobleguéis.

Composición digital sobre obra de Benjamin Carbonne


Escritores y futbol

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os escritores tienen mucho que aprender del futbol, sobre todo de la derrota de Brasil contra Alemania (1-7). Brasil es el escritor que, normalmente, se confía. Tiene la convicción de que tener muchos lectores (como la afición brasileña) es una señal contundente de éxito. También tiene la certeza de que por publicar en grandes editoriales o tener un agente literario bien relacionado, su camino está pavimentado y no presenta accidentes del tiempo. Además, se siente seguro de estar arropado por las instituciones de cultura de su propio país (como las de Brasil en arreglos con la fifa): que lo becan, lo mandan a viajes, le otorgan premios, etcétera. El escritor, entonces, deja a un lado lo único que lo puede salvar de la derrota: escribir bien. Y, en cambio, se convierte en un personaje de farándula en donde lo extraliterario (la foto de la cubierta, los comentarios de la contraportada, el sello editorial, la participación en ferias de libros por venir) adquiere más importancia que lo literario (lo que nos cuenta y, sobre todo, la forma como nos lo cuenta). Alemania es, pues, el escritor que no se confía, como lo demostró al final de la Copia Mundial. Se enfocó en lo esencial (que era jugar bien, jugar con garra: como «máquinas», se oyó siempre por ahí) y nunca desistió de hacerlo aun cuando estaba en una tierra extranjera, tenía prácticamente toda la afición en contra, no era ningún pentacampeón y nunca sobre él pesó la sombra de algún arreglo con la fifa. Hizo lo que debe hacer todo jugador de futbol y todo escritor: jugar cada día más bien, escribir cada vez mejor.


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no siempre escribe desde afuera. En otra parte de uno: más alta, más baja, hacia un lado o hacia otro. Pero desde afuera. Esa realidad es distinta a la otra realidad: acaso la comunique un pasadizo, un pequeño puente que se abre y se cierra, y que no tiene fondo. Se escribe siempre desde otra parte. Adentro incluso es afuera. Nunca el mismo lugar que el que usamos para vestirnos, soñar, alegrarnos, recordar. Son dos mundos distintos: y el mismo. Yo, por ejemplo, no escribo desde Nueva Zelanda, ni desde México, sino siempre desde otro lugar, distinto, distante. Siempre desde afuera. Tampoco escribo desde mi cuerpo (mis manos, mi boca, mis ojos, mi paladar), ni desde mi escritorio. Estoy en otra parte (más alta o baja, más izquierda o derecha), siempre. Cuando intento asir mi voz, mi voz se escurre, se disuelve, desaparece. No es mía la voz con la que escribo. Soy su forastero. Uno siempre escribe desde afuera: ese lugar incierto que solemos ser, consuetudinariamente, sin darnos cuenta.

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Escribir

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La filosofía y los libros de superación personal

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ace poco me escribieron de una revista española para hacerme una entrevista sobre mi libro Oficio: leer, en el que escribí largamente sobre la lectura. Entre esas preguntas me preguntaban lo consabido: qué pensaba sobre los libros de superación personal. No recuerdo qué contesté realmente, tal vez algún lugar común, que no los leo y demás, pero sí recuerdo que cuando vi esa pregunta me llegó a la cabeza el nombre de Deepak Chopra, un escritor de libros que podrían ser considerados de superación personal. Una de las tesis que defiende Chopra, médico alópata también, es que la medicina tradicional desconecta el cuerpo de la mente y no trata al organismo como un todo completo, y que por esa razón hay pacientes que se recuperan mejor de un mismo mal que otros, y esto es por un asunto de actitud. Sin embargo, esto que presenta el doctor Chopra como una novedad que lo ha llevado a vender millones de libros y a ganar una cantidad igualmente de dólares, teniendo ya cadenas de su Centro Deepak Chopra por muchas partes del mundo, es algo que uno puede encontrar a lo largo y ancho de la historia de la filosofía. Por ejemplo, con respecto al tema mente-cuerpo, el propio Sócrates, en «Carmides o de la sabiduría», escribe: «Si no debe emprenderse la cura de los ojos sin la cabeza ni la cabeza sin el cuerpo, tampoco debe tratarse del cuerpo sin el alma; y que si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos helenos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado; porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien. Del alma, decía este médico, parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la


Lou Ros, Selfportrait 8

El que escribe

Me levanté a lavarme las manos y, mientras lo hacía,

tuve esta revelación. No supe por qué la tuve. Busqué su causa y su razón, y no encontré en ella ni causa ni razón. Tampoco explicación encontré, pero sé que es verdad. Y sé que es verdad porque creo en las revelaciones. Por eso la comparto, y es ésta: el que escribe no es de ninguna parte. Siempre está más abajo o más arriba. Está más allá o más acá. Más hacia un lado o hacia otro. En una esquina o en el centro. Pero no es de ninguna parte. Escuchen: el que escribe no es de ninguna parte.

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que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo entero estén en buen estado». Desde entonces, siempre le recomiendo a aquellos que gustan de leer libros de superación personal que hagan la prueba y compren, por ejemplo, los Diálogos de Platón. No sólo los encuentro más hondos sino, sobre todo, mucho más baratos.

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Sin embargo, pregunto

«La forma, de pronto, aparece, al desaparecer uno mismo» —Entrevista a Rogelio Guedea—

Carlos López ¿Cómo recuerdas el primer libro de literatura que leíste? El primer libro que recuerdo haber leído fue Canek, de Ermilo Abreu Gómez. Lo encontré en el librero que tenía mi madre en el cuarto de tiliches, adonde sólo entrábamos para abandonar los bártulos que ya no ocupábamos en casa: sillas, ventiladores, ropa vieja... Me gustaba ese cuarto porque me apartaba del mundo, y me sentía lejos de todos y de todo, en mi propio mundo. Ahí encontré un día el libro de Abreu Gómez y lo leí con fervor, en una sola tarde. Un libro poético, lleno de imágenes potentes, pero al mismo tiempo accesible, cercano, muy personal.

¿Cuáles son tus libros más queridos? Han variado con el tiempo. Pero recuerdo que el primer autor que leí con obsesión fue al poeta León Felipe. Lo leí porque en la secundaria declamé una de sus poesías: «¡Qué lástima!». Una poesía entrañable, confesional, también muy autobiográfica, o al menos así la sentía. Me identifiqué mucho desde ese momento con el poeta, y entonces, ya más grande, busqué todos sus libros y los leí. Fue una revelación para mí; tanta, que quería ser como el poeta, sufrir el exilio como él, vivir en un país lejano. De algún modo, salvando las distancias, el destino se me impuso más o menos parecido, sólo que yo puedo todavía regresar a mi país cuando así lo quiero.


¿Cuándo te nació la pasión por la escritura?

¿Naciste escritor o te hiciste? Yo creo que nací escritor. Creo que desde niño tuve una forma de mirar que me hacía escritor. Creo que es en la forma que tiene uno de mirar en donde uno puede darse cuenta si es o no escritor. Y con esa forma de mirar, y por consiguiente de sentir, se nace. Viene ya

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Fue por esa época en que leí a León Felipe que empecé también a escribir. Vivía solo, en una casa muy humilde, de techo de láminas de asbesto, en Colima. Tenía un pequeño librero blanco lleno de libros, todos de segunda mano. Y las obras completas de León Felipe. En aquellas noches me recuerdo escribiendo en pequeñas libretas, intentando llevar una vida de poeta, bohemia, y por eso salía en las noches a caminar, con mi cigarro y siempre esperando que alguien me detuviera para preguntarme qué se sentía ser un poeta. Un poeta como León Felipe. Pero nadie me reconocía ni siquiera por mi nombre. Los primeros poemas de aquella época los perdí, y qué bueno, porque estoy seguro que valían poco. No valían poco para mí, en realidad. Eran poemas que escribí con todo mi cuerpo y que reflejaban exactamente al hombre que era entonces. No creo, por lo demás, que ese hombre de aquel entonces sea diferente al de hoy. No creo haber cambiado en lo esencial. Nadie cambia en lo esencial. Así que aquella pasión con la que escribía sigue intacta actualmente, la puedo sentir, me puedo ver escribiendo del mismo modo como lo hacía hace veinte años. Y eso me reconforta.

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en el esqueleto de uno. Lo demás es pulir, lijar, recortar, trabajar incansablemente. Pero se nace ya así.

¿Qué otra cosa serías si no hubieras sido escritor? Un trovador. Me habría gustado cantar en un bar, en las noches, boleros, canciones románticas, y poder vivir de eso, y bastarme con eso. Cuando era niño vi una película en donde aparecía José José en una taberna cantando una canción romántica con un violonchelo. Era una taberna sombría, con una luz mortecina. José José cantaba como un dios. Eso me impactó mucho. Yo quería también hacer lo mismo, dejarme arrastrar por el torrente de vida, nada más.

¿Compartes lo que dice Truman Capote: «Cuando Dios te da un don, también te da un látigo para fustigarte?». La felicidad completa no existe, eso es lo único que sé. Recibimos con la mano izquierda, pero nos dan con la derecha. Parece que es una maldición que nos untan en la planta de los pies al nacer, seamos buenos o malos, santos o demonios. Por lo demás, admiro a Truman Capote. Cuando trabajé en el Ministerio Público de Colima leí A sangre fría, y realmente la disfruté. Quizá ahí esté el sedimento de mi novela Conducir un tráiler, ahora que lo pienso, aunque yo crea que en realidad fue la vida, directa y contundente, del Ministerio Público lo que hizo nacer esta mi primera novela.

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¿En qué género literario te sientes más a gusto?

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El género que más me gusta es el ultracorto. Lo que hoy se conoce como microficción. No me gusta ningún término de éstos porque no se ajustan a mi propia idea del género ultracorto, sobre todo porque mis textos brevísimos son una mezcla de muchos géneros, incluido el poético o el ensayístico, de forma que cuando digo microrrelato siento que dejo fuera la pulsión lírica o reflexiva. Pero es en esos textos breves en que me siento más en mi tinta. Puedo un día darles un toque más poético, o más ficcional otro, o incluso otro puedo usarlos para reflexionar sobre algo, sin necesariamente tener que contar una historia o limitarme a ciertas reglas estrictas. Me muevo muy bien en ese ámbito híbrido. Es un espacio de libertad que no encuentro en los géneros canónicos.


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Sí, es cierto. A través de la inspiración uno es capaz de penetrar en esas realidades que lo obsesionan a uno. Se convierte en ellas. Y entonces la forma, de pronto, aparece, al Ésa es la labor del escritor: desaparecer uno mismo. Ésa es dejar de ser él mismo para la labor del escritor: dejar de ser convertirse en todo y en él mismo para convertirse en todo todos los demás. y en todos los demás.

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¿Cuálesladiferenciafundamentaldelcuentorespecto delos otros géneros literarios? Lo voy a limitar sólo a los narrativos. Por ejemplo, el cuento explica sólo algunas cosas. No tienen tiempo para entrar en detalles, como en el caso de la novela, que puede abarcarlo todo. Pero es distinto al microcuento, que se detiene en un solo aspecto, pues tiene una vida muy reducida y no puede desperdiciarla en vaguedades. Así que mientras la novela nos puede narrar lo que pasa con todo el cuerpo humano, el cuento lo hará sólo de un órgano y el microcuento sólo de una parte de este órgano. Sin embargo, como el cuerpo humano, todos están interconectados, por eso un microcuento puede convertirse en un cuento y luego en una novela, y, a su vez, la novela puede reducirse a un cuento o a un microcuento. ¿Cómo saber cuándo lo que sentimos o pensamos es una novela, un cuento o un microcuento? Es de los misterios que espero nunca podamos resolver.

¿Es difícil publicar libros de cuentos? Es difícil, sí. Y no debería serlo. En un mundo tan veloz como el que vivimos los libros de cuentos deberían ocupar el lugar que hoy ocupan las novelas, muchas de ellas incansablemente tediosas. Además, son una herramienta didáctica muy efectiva para la enseñanza de la literatura. En un cuento hay también un universo completo, una vida en miniatura, y esto le da al género una versatilidad que no tiene la novela. Aun con todo, se siguen En un cuento hay también publicando libros de cuentos y un universo completo, una no creo que esto vaya a dejar de

vida en miniatura.

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¿Es cierto que con la inspiración llega la forma que requiere cada texto?


suceder. León Felipe decía que crecimos escuchando cuentos, que estamos hechos de cuentos. ¿Cómo podríamos librarnos de ello? Imposible.

¿Qué opinión te merece esta definición de cuento de Seymour Menton:«Elcuentoesunanarración,fingidaentodooenparte, creada por un autor, que se puede leer en menos de una hora y cuyos elementos contribuyen a producir un solo efecto»? Es una definición más, sí, que intenta ser cientificista y al mismo tiempo reduccionista. Pero es, por supuesto, debatible, sobre todo en lo que respecta a la idea de que sus elementos contribuyen a producir un solo efecto. No lo creo así. Toda obra de arte verdadera tiende a producir múltiples efectos. Está obligada a producirlos. De otra forma dejaría de ser una obra de arte. En esto deben parecerse mucho a la vida misma, que es impredecible, indefinible, que no puede ser reducida a un efecto o a unas cuantas reglas. La combinatoria de posibilidades de una obra de arte debe ser tan inmensurable como las de la propia vida. Pensarlo de otra manera sería quitarle a la obra de arte su plurisignificación para reducirla a una simple fórmula matemática, y eso sería una labor estéril.

¿Se nutre de otras artes el cuento? Creo que no tiene límites, como cualquier otro género literario. Pero, como siempre, nada como ese contacto con la vida misma, el libro mayor que todos leemos y del que todos nos alimentamos.

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¿EmpezastecomoRayBradburyescribiendo«unacantidadendemoniadadecuentos,almenosunoporsemana»,antesdeescribir novela?

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Así fue. Escribí una cantidad endemoniada de textos ultracortos, muchos, antes de sentarme a escribir mi primera novela. En cada uno de estos textos estaban los gérmenes de las novelas que escribiría después. No es inusual este entrenamiento previo. Muchos novelistas empezaron escribiendo cuentos y antes de sus novelas se cuentan un par de libros de cuentos previos. En mi caso, no lo pude evitar. Seguí la misma tradición. He escrito cinco novelas y ahora estoy un poco cansado de ello. Las novelas me cansan. Los ultracortos, no.


¿Cuál es el misterio del cuento? Para mí el misterio del cuento coincide con el momento en que encuentro algo nuevo en la realidad que antes no había visto. En ese preciso momento en que de esa cotidianidad salta algo imprevisible, algo que no estaba ahí un instante antes, entonces surge tal misterio. Ese hallazgo es para mí lo que sostiene a mis narraciones. Un cuento (y toda la literatura) tiene que mostrarnos algo que no habíamos visto antes, o, por lo menos, tiene que mostrarnos de diferente manera algo que habíamos estado viendo antes de otra.

T iene

uno autores que son espejos, espejos que, a su vez, se miraron en otros espejos y que, al final del día, no fueron espejos sino ventanas hacia dentro.

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Al contrario: me dan más energía. Por eso no he dejado nunca de escribirlos, ni en los momentos en que he estado embebido escribiendo una novela.

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Cuento; luego, existo

El miedo lejano Juan Antonio Rosado

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n su adolescencia jamás se imaginó que el amor se convertiría en necesidad, y ahora, a sus casi veintiún años, padecía de la acaso irremediable tensión entre esa necedad de rehusarse a no amar y a no ser amado y el vacío de la ausencia. Ese día, en la azotea de su casa, con la absorbente oscuridad y el viento frío de la madrugada, Enrique sintió que poco a poco su realidad se consumía. Al percatarse de sus temblores corporales, que por momentos parecían cuartear las fibras bajo la piel para hacerle sentir en los huesos un quebrantamiento que chocaba con los nervios, experimentó presiones intensas del interior hacia las costillas, de las costillas al interior, con relativa rapidez... Como si un paraguas se abriera y se cerrara dentro de mi pecho, encajándome sus picos en las costillas, queriendo salir de mí... Un ansia muscular lo hizo coger un pedazo de papel higiénico, sonarse, abrirlo y embarrar los mocos en la cerradura del cuarto de servicio. Con pasos atolondrados, se dirigió de nuevo al borde de la azotea. Desde allí contemplaba el pequeño jardín que tanto cuidó su madre mientras vivía. Enrique sintió el imperante deseo de caminar por las calles. Apenas ayer, su novia Alejandra lo había mandado a la Chingada y le costaba conciliar el sueño. Vio su reloj. Casi las seis de la mañana de un común y corriente 19 de septiembre. Bajó de la azotea y se encaminó hacia la calle. El viento frío le removía un poco su rizado cabello rubio y le congelaba la nariz, pero eso era lo de menos: otro


33 inexplicable, que le intentaba quitar el aire y le colocaba el estómago en el pecho y el corazón en el estómago, listo para ser deglutido, digerido y defecado como los últimos tacos de carnitas que había comido con Ale, justamente ayer, antes de la discusión que lo había enviado directo, sin escalas, a la Chingada. Entonces, al cruzar la ancha avenida e introducirse por una calle desconocida, una niña en harapos y de no más de doce años tomó al rubio de la mano y lo condujo a un lugar algo cercano, pero muy contrastante. La miseria, untada como manteca desabrida por todos los rincones,

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Enrique deseaba surgir de los escombros en su interior luego de la difícil ruptura. Se puso el chaleco gris que llevaba atorado en el sobaco y sus grandes ojos verdes se fijaron en la luna y en la acera poco transitada. ¡Es reconfortante que a estas horas casi no haya personas! Recordó los goces sensuales que le había obsequiado Ale durante seis meses; goces intensos, frescos, acompañados por la entrega apasionada y las ideas comunes. El pensamiento por su futura vida sentimental (y sexual), por el rumbo sin rumbo que tomarían sus emociones, lo colmó de un miedo atroz,


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34 también pululaba en las mentes y cuerpos de quienes, por sus circunstancias, la aceptaban como normal. Basura. Alcantarillas destapadas que dejaban escapar soeces hedores. Se respiraba una atmósfera impregnada de sudor, olor a heces y a pegamento para madera, que los niños de siete u ocho años ponían en bolsas de plástico y aspiraban y aspiraban hasta quedar completamente drogados. Enrique, que conservaba cierta tranquilidad y confianza a pesar de esas crudas imágenes, se dejó llevar sin darse cuenta de los lugares por donde caminaba. Su amarillenta mano derecha era un péndulo que reintegraba sus dedos al espacio de la inocente niña sucia, y aceptaba la amistad. Eso le impidió sacar del bolsillo de la camisa su cigarrillo favorito, un Delicados sin filtro, y darle profundas bocanadas mientras la hacía de turista por los barrios bajos. Vislumbró de repente dos pequeños edificios, de tres pisos cada uno, separados por un angosto callejón. La niña apretó la mano del joven y lo condujo por entre las paredes de esa estrecha callejuela, que al final formaba otra. La estructura de ambas, vista desde la azotea de uno de los edificios, tenía la

forma de una T mayúscula. Estaba apenas amaneciendo. Poco a poco se distinguía la naciente luz del alba. Al llegar al fondo del callejón, niña y hombre doblaron a la derecha. Se toparon con una reja que debía abrirse para acceder a una puerta de madera amatista, medio podrida. La pequeña sacó una llave, abrió la reja, que rechinó con fuerza, y luego la puerta. Entraron a un cuartucho descuidado. Sobre una cama de aluminio, reposaba una señora que parecía madrota de una casa de citas. Enrique sintió una erección. —Hola —su cara era inexpresiva. Algunas heridas sin cicatrizar le cubrían la mejilla izquierda. —Qué tal —Enrique se soltó de la niña para acercarse sonriente a la jovial dama. En lo que se aproximaba al lecho, ella se recargaba contra el respaldo y le abría los brazos como diciendo «soy tuya, sólo tuya«. Un beso largo se infiltró en sus sensaciones. Enrique se recostó al lado de la mujer. La niña veía —los párpados entrecerrados y una sonrisa menuda— cómo la señora, al lado de Enrique, se subía la falda y conducía la mano de él hacia su vulva. El rubio empezó a


35 carne humana, demasiado humana; tan humana como la traición de la niña, a quien llegó a considerar la única amiga en su soledad mañanera. ¡Quién lo hubiera pensado: una niña! ¡Qué decepción! Las señoras encerraron a la pequeña en el baño para no darle mal ejemplo y así poder esculcar las ropas de su víctima. Ocultaron todo el dinero en el fondo de una cajita de vidrio opaco. Por todas partes dejaron esparcidas cosas diversas y credenciales. Enseguida golpearon a Enrique hasta dejarlo casi inconsciente. Le atoraron sus credenciales y las llaves de su casa en el resorte del calzoncillo y súbitamente... El foco del techo comenzó a tambalearse y agitarse con tanta violencia que alcanzó a golpear el techo y se rompió, dejando el cuarto en completa oscuridad. —¡Caray! ¿Qué pasa? Como si estuvieran dentro del vaso negro de una licuadora, los movimientos telúricos se hicieron cada vez más bruscos; el techo empezó a cuartearse; gritos se escuchaban por doquier; polvo y pedazos de cemento cayeron sobre la cama. —¡’Ámonos de aquí! ¡Está temblando, cabronas!

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masturbarla con el dedo índice. Sin embargo, al cabo de unos instantes, ella se inquietó. Parecía que recordaba algo molesto, muy desagradable. Se separó rápido del individuo y gritó con fuerza, en medio de lentas y continuas convulsiones que al aumentar la brusquedad de sus movimientos hicieron brincar a Enrique fuera de la cama... —¿Pero qué le sucede? Sin aviso, dos señoras brotaron de una puerta; otra, que semejaba a una Venus paleolítica, salió del baño. Entre las tres lo acorralaron. Las dos primeras (una flaca con voz gallinácea y otra de aspecto simpático y tonto) lo desvistieron. La flaca lo sostenía fuertemente; otra, que acababa de entrar, lo amordazó con cinta canela y le amarró las manos con una cuerda. Dejaron a Enrique en calzoncillos. —Ra, ra... —escuchó el joven. La mujer sobre la cama los observaba con ojos saltones cuyas capas vidriosas reflejaban la luz del foco que colgaba del techo. Se cubría boca y nariz con una mano. Con la otra, se acariciaba el clítoris con movimientos cada vez más intensos. Sobre el güero, que trataba inútilmente de balbucear, la humillación derramaba sus tentáculos de


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36 —¡Nichi, sal del baño! ¡Pélale, pélale! —¡Pélenle todas...! Enrique se reincorporó al sentir algo duro y pesado que le caía cerca del hombro y al mirar la puerta abierta y cómo las mujeres salían corriendo a toda prisa. Por fortuna, no le habían amarrado los pies y pudo salir con velocidad, alcanzar la entrada a la callejuela antes de que el techo completo se desplomara y se vinieran abajo los edificios. Ni siquiera se acordaba de que estaba en calzoncillos, con las manos amarradas y una cinta en la boca. —Mmmm... Mmmm Sólo sus oídos y cuerpo percibían las vibraciones desgarradoras de los múltiples alaridos; de las estructuras que caían con estrépito; del agresivo movimiento terrestre que aún continuaba y que se hacía eterno. Se vio envuelto en un torbellino de polvo sobre la avenida, con decenas de sirenas, focos rojos, ambulancias... Un coche que se acercaba a gran velocidad se detuvo en seco frente a sus pies. Bajó un hombre corpulento y cuadrado. Antes de recibir el golpe en pleno rostro, Enrique pudo ver, en la mano izquierda del individuo, una placa de policía judicial.

Sólo alcanzó a pensar que ya era demasiado, que la Chingada adonde lo habían mandado estaba devorándolo sin piedad. Se reincorporó en el interior del coche. Ambos policías bebían de una botellita de ron. —¿Qué hacías encuerado a mitad de calle, cabrón? —Me asaltaron. —Te vamos a llevar al Ministerio, hijo de puta. O te sueltas con una lana o decimos que el kilo de mota que traemos en la cajuela era tuyo, güey; que te agarramos saliendo de tu casa encuerado y allí encontramos la droga. Mira, güero, traemos tus identificaciones y tus llaves. —El judicial se las mostró con presunción infantil y agregó—: no sé qué chingaos hacían en tus calzones, güerito, pero con esto ya te jodiste. —Está bien... Llévenme a mi casa. —Pero antes vamos a dar un paseíto, mientras se calma todo este desmadre... Después nos vas a decir cómo llegar a tu jaula y no nos vas a mentir, hijo de papi. ¡Mira la pinche ciudad...! Se está cayendo, así que no te andes con pendejadas... ¿Quieres un poco de ron? —Sí, por favor...


37 levantarse y abrir el cajón del escritorio. Allí había Delicados sin filtro. Largas bocanadas te hacen pensar en la vida, en el conjunto de la vida, que es muchas veces más fantástica, inverosímil y absurda que toda la literatura. Ni tus nervios ni tu nuevo miedo se calman. Sólo el miedo, ya lejano, a la soledad. Ahora imaginas lo que hay y lo que ya no hay ni nunca habrá fuera de ti, en los otros, en los barrios devastados por la naturaleza y por la negligencia de los ingenieros que utilizaron plastilina para construir edificios. Con toda esa carga de nerviosismo, piensas llevar el absurdo al extremo y continuar tu pesquisa por la Chingada, en medio del humo del cigarro y esperando que la luz llegue para buscarla mejor, tal vez afuera, con los demás, con los que removían escombros para encontrar cuerpos con vida o cadáveres, con la ciudad que te reclamaba, que intentaba sacudirte de tu letargo, porque tu vida, desde hoy, ya no es sólo tuya.

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—No seas grosero. ¿Cómo se dice? —Gracias. Tras darle un breve trago a la botella, Enrique recordó que había sacado una buena cantidad de dinero del banco la semana pasada: anhelaba irse con Alejandra de vacaciones. Los judiciales recorrieron la zona, despacio, por lo menos ocho veces. Eran ya casi las nueve de la mañana cuando llegaron a casa del güero, la cual no había sufrido nada por el terremoto. El joven bajó con un nuevo miedo en la garganta y entregó todo su dinero a los guardianes del orden. Por la noche, cuando su padre llegara del trabajo, le explicaría que había sufrido un asalto. Mientras, lo único que se le ocurrió fue vestirse, recostarse en la cama y mantener su vista fija en el techo, como cuando de niño abría los ojos al amanecer. Se había ido la luz, pero no le hacía falta. Tampoco le interesaba ya la humillación del amor ni el miedo por su próxima vida sentimental. Ahora buscaba en el techo la ubicación exacta de la Chingada. Todo se está yendo al meritito carajo, al caño más profundo y pestilente. Es mejor


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Rosas Rojas Gonzalo Salesky

En la puerta del hospital de urgencias donde estacionan las ambulancias había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro. Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz —que por su ropa parecía ser el taxista— le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr. Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos alejarse cuanto antes. Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo

llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha. Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho. Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes... Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al


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lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo. Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada. Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros. Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.

Paola van der Hulst, Black Roses


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40 –No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo. Habló como si estuviera leyendo mi mente. No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó. Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores. Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre. En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba. Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría. Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.

Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación. Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias. Pero no iba a poder hacerlo. Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas. Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado. Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.


41 caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que aceptara. Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes… Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo. Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué: —No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo. No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé. Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.

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Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo. Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas. Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía. Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía. Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas. Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo. Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario. Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos. Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la


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Oli María Cruz

L

a luna había interrumpido la tiniebla del cielo, desde la ventana la señora L miraba el edificio de enfrente, pero sobre todo el árbol que afuera del portal lucía desmejorado. Pensó en la palabra amor, ¿quién habrá inventado semejante término? ¿Acaso el amor no podía decirse de otra manera? ¿Qué tal la palabra poste en vez de amor? ¿Por qué no? ¿Qué tal decir: «el poste que me acompañaba no está ahora aquí»? No, era una tontería pensar en eso, era una tontería estar despierta esa noche, vestida para salir, con su mejor


43 que un instrumento de metal nunca le ayudaría a esas cosas. La señora L miró el cielo, las geométricas estrellas la llenaron de miedo, ¿sabría ese perfecto juego de triángulos estelares que Oli había muerto? Y cuando ella muriera, ¿alguien lo notaría?, ¿se transformaría en la fronda de un árbol? Pensó que la vida era un enorme telar lleno de roturas o un monte violentado por alguna tormenta o un bosque que algún dios ocioso había empezado a talar. Oli solía darle mucha ternura cuando la despertaba por las mañanas con un lengüetazo o un ladrido, pero también era una molestia cuando a medianoche arrastraba su cazuela para exigir agua o cuando le daba por mordisquear algunas de sus bolsas de cuero. La señora L cerró los ojos, tuvo la imagen de un caballo salvaje corriendo por una colina. ¿De dónde le venía esa imagen? No supo responderse, pero en algo le alivió el pensamiento. Miró de nuevo por el ventanal; el árbol parecía que de un momento a otro iba a secarse; entonces fue a buscar una cubeta de agua y así, con todo y tacones, bajó los cuatro pisos hasta la calle. El árbol se daría cuenta que no era la orina de Oli, pero haría lo posible porque no lo notara.

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pieza de joyería en el cuello, con perfume y con todas las posibilidades allá afuera para divertirse y olvidar. ¿Qué le estaba pasando a ese árbol de enfrente? Oli solía ir ahí a orinar y al parecer al árbol le gustaba porque permanecía sano y frondoso. Pero hoy el árbol estaba silencioso y pálido, como un piano que hace mucho nadie toca. La señora L se tocó el cabello, quiso sentir la vida en su textura, pero supo en ese momento que todo lo existente era mortal, recordó el pozo de su infancia, la tierra regada de una maceta que rompió mientras jugaba con la pelota, la jerga con que su madre limpió las gotas de sangre cuando su padre llegó herido, la estampida de palomas en el parque. Todo eso que recordaba había dejado de existir. Creyó sentir el aliento húmedo de Oli cerca de su mano, pero comprobó que su piel estaba seca y que el collar roto permanecía quieto sobre la alfombra, sin correa. No quiso que se llevaran a Oli con el collar puesto y ella misma, desesperada, lo cortó con las tijeras antes de que el servicio de veterinaria tocara el timbre. Hubiera querido que esas mismas tijeras le sirvieran para cortar todo dolor, pero estaba claro


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Lo que voy a contar ocurrió casi terminando el año… Renato Buezo

C

orría noviembre con sus vientos y fríos, cuando un hombre alto, parecido a un extranjero, apareció abarcándolo todo con ínfulas en la cantina. Celebrábamos la visita del Flaco, peleador de corazón, primo de mi amigo el Pollo. Y en ese lugar, porque era viernes de tarde y para ese entonces los días terminaban temprano. «¿De dónde llega el amigo?», preguntó Jimmy desde la barra. Dijo que del terremoto, que venía despedazado, todavía arrastrando pedazos de la muerte. Si hubiera sido otro el humor, todos le habríamos puesto atención. Pero el hombre iba buscando riña, se notaba porque cuando hablaba hurgaba y rehurgaba en las miradas. Nosotros pescamos aquello de al tiro, de manera que no le dimos la oportunidad, porque aunque aquella fuera nuestra cantina, no éramos pueblo afanado, ni de peloteras, mucho menos de reyertas. Lo nuestro era la bebida en paz, entre amigos y guitarras, entre historias y restos de limón. Cada quien se dedicó a lo suyo. Pensábamos sin hablarnos que si el hombre insistía, lo mejor era llamar a la policía. Pero el Flaco, que venía de otra tierra, no le quitó la mirada de encima, y no porque tuviera rápido el jab y certero el opper, si no porque le daba curiosidad la mirada de la gente en pena. Yo lo vi desde el otro lado, metido entre su grupo, con la bebida en la mano. Sin querer dije, quizá para salvarlo, con la barbilla en alto y el pecho henchido, que la vida era un tren sin rumbo, una torre de babel con ruedas, un Sodoma y Gomorra embravecido, que no había manera de aprender a vivirla, que todos allí sentíamos lo del terremoto. Pero el hombre ya se había empecinado


45 —Sí, todos aquí estamos atribulados —sus ojos enormes se cerraron como una sombra que cae. O no entendió, o le molestó que usara esa palabra—. Compungidos, apenados. De verdad, lo sentimos. Pero seguro que algo de guerrero hay en usted, porque del cielo no mandan encargos sin razón. —Guerrero sin guerra, quizá. —Bueno, qué más guerra que la vida. Además, no habrá más que darle frente, porque del cielo no llega nada por gusto. Todo tiene su razón —guardé silencio viendo su mirada penetrar en la mirada del Flaco; parecía

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con la mirada oblicua del Flaco, que de un rato a otro empezó por buscarle bronca. El Pollo me dijo que pensará en hacer algo, porque si el Flaco lo veía grande, en lugar de trompadas serían cuchilladas. —¡Me encabrona que los hijos de puta me miren con cara de pendejos! —el insulto iba con dedicatoria al Flaco. —A todos nos encabrona eso —le dije, levantándome—, es natural que así sea. ¿De modo que viene desde San Marcos? —Vengo del mismo infierno, donde la gente que uno quiere se muere de un rato para otro.


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46 calcular algo. Luego, sin pensarlo, dije—: Entiendo que algo le molesta. —No me molesta, me emputece. Lo que me jode es que la gente buena se muera y los pendejos sigan con cara de pendejos —todo lo decía sin quitarle la mirada al Flaco. Volví a ver al Pollo, estaba nerviosísimo, sabía que aquello se había armado. Me hizo señas para que me moviera, quería, eso le entendí, que me pusiera enmedio. A lo mejor su idea era evitar que aquellos dos continuaran desarmándose con la mirada. Tardé un poco, quizá dos o tres frases, el tiempo suficiente para bajarle un poco la espuma a la cerveza. —¿Y cómo hizo en estos tiempos para llegar desde allá hasta acá? —Hice lo que tenía que hacer, quitar pendejos del camino, y en esas ando. —Qué oficio el suyo, ha de ser duro. ¿Le gustaría un trago? —No gracias, no bebo desde entonces. Cuestión de respeto, usted sabe… hay que guardar luto. Sólo los pendejos cuentan chistes y se emborrachan en estos casos. —Si usted lo dice. Pero se debería de calmar, para pensar

mejor las cosas. Porque así de endiablado como anda, va a parar matando a alguien. —Si mato, mato pendejos, y los pendejos no son nadie. ¿Qué tanto le preocupan? Para entonces yo estaba entre los dos pensando que si aquello reventaba quedaría sobre el suelo hecho puras carnes, devastado por el aluvión de mordidas sórdidas, atacado desde la espalda por un perro famélico que buscaba sangre del otro lado, aquel de donde me llegaría una pirámide derrumbándose en un grito de dientes y baba de bestia. —¿Y qué le gusta al amigo? —Y qué más me va a gustar, si lo que me satisface es matar pendejos. —Sí, pero —me incomodaba la altanería, y empecé a sospechar que el hombre conocía al Flaco, que algo le debía—… aparte de eso. —Aparte de eso… Se quedó pensando; por primera vez lo vi poner la mirada en otro sitio. «Pollo, saque al Flaco de aquí», quise suplicarle, pero no se podía entre aquel relajo de cables cargados. De modo que moverse o hacer un falso intento podría significar la muerte. Dijo que le gustaban las apuestas, probar la seguridad, ver la


47 El Flaco se rio; no podía ocurrir aquello con nuestros dados; no estaban alterados. Que el hombre hablara con tanta seguridad, me hizo dudar. Por un momento se me cruzó la idea absurda de que era el mismo demonio. —Eso es casi imposible. O no sabe de qué carajos se trata esto o no se atreve a poner en juego la apuesta. —Mi apuesta es su vida. El Flaco volvió a reírse. El resto ya había dejado el me hago el desentendido para que no me vean. La mirada del Pollo eran dos planetas desorbitados, sabía que no habría marcha atrás, que la guerra del guerrero se pelearía frente a nuestras narices. Y nuestras narices no estaban acostumbradas a respirar rarezas. —No le entiendo; si quiere pelear nada más pídalo, que para mí será un placer desbaratarle el alma. —Me haría un bien; ya no tengo nada que perder. Por eso mismo apuesto su vida. —Ya decía yo que de los pendejos de los que usted habla son usted y su rejodida familia. —Mi familia, joven, está soterrada en algún lugar de este país. Lo que busco es venganza.

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desesperanza rayando los limbos de la locura. Era un hombre más alto de lo común, llevaba en la mirada, realmente, una pinta de diablo. En aquel momento supe que sería malo e implacable, que buscaría vengarse de la vida, gritarle a Dios que también él podía matar, arrancarle la vida a cualquiera. —Se me apetece jugar a los dados. —Chivo —dije sonriente. Teníamos el vaso y los dados en la barra. —Eso mismo. Pero me gustaría jugar con ese de allá. El Flaco se levantó tranquilo, jalando el banco, sacándole el último suspiro al trago. Fue a la barra, movió los bancos con las piernas y encaramándose sacó del otro lado la cajita negra. La agitó para ver si llevaba las cosas. Entonces avanzó al centro, donde estaba el grandote, mientras Jimmy lo veía con rabia. En el camino cogió una mesa pequeña, arrastrándola hasta cerca de nosotros. La puso frente a su oponente, y dijo: —De modo que le gusta apostar. Vino al lugar indicado. ¿Cómo le gustaría empezar? —Probando su suerte. Doble seis, tres veces seguidas.


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48 Explicó su trato. Si el Flaco perdía, debía pegarse un tiro. El arma él la proveería. Si el Flaco ganaba debía jugar a la ruleta rusa con él; primero el Flaco, luego él, hasta que uno de los dos cayera con los sesos explotados. Era de suponer que el Flaco no aceptaría; todo aquello era una locura descomunal. El Flaco volvió a reírse, sin decir nada. Sabía, todo el mundo allí lo sabía, que si dudaba un poco perdería. El hombre no cambiaría el trato, continuaba firme y aunque sonaba molesto, no volvió a insultar al Flaco. El Pollo no podía desprenderse de la mesa, seguro que mil ideas le daban vuelta, seguro que si se hubiese terminado el día sin que sucediera nada, no se habría levantado de aquella silla, pensando, construyendo un futuro a su conveniencia. El Flaco dio la vuelta con el vaso y los dados. Preguntó si era necesario revisarlos. La respuesta fue un no enorme que vino a matar la estela de ilusión que dejan los segundos de silencio. —No hay mal que por bien no venga. Creo que dejar las cosas hasta aquí, será de caballeros. Soy un invitado, casi un extraño. Lo mismo que usted.

—No somos lo mismo, usted es un pendejo prepotente. El exceso de confianza lo hace arrogante. Por eso no me equivoco. —¿!No se equivoca¡? Jódase; si quiere morirse es mamada suya, no mía. Corra al puente, o péguese un tiro; total, el arma ya la tiene. El Flaco iba dando la vuelta, buscando quedar frente al grandote. Yo seguía cerca, padeciendo escalofríos, preguntándome en qué momento se nos había colado la muerte. La expectación, la incertidumbre eran una mezcla de corriente densa que avanzaba entre nosotros en torbellinos lentos y fríos. —Lance. —Sólo por darle gusto —dijo el Flaco, y lanzó. Doble seis a la primera. El suspiro y su indiscreción fueron juzgados al unísono. Le hizo ver que iba bien, que lo hiciera de nuevo. Pero el Flaco no caería en la trampa. Alguien asomó desde atrás respirando cerca de mi cabeza, resoplándome la pelambre rala. Aguantábamos los cuerpos que entre tanto miedo ya empezaban a oler. —Lance. Si no lo hace, no sabremos que sigue. Sólo lance, y ya.


49 de luz que terminó de confirmar la cifra. El otro dado pasó muy cerca de la mano del grandote, y sin intenciones de detenerse rodó más allá de la mesa. Cayó y siguió dando saltos hasta adentrarse en el resto del grupo, que debió saltar esquivándolo. Nadie quería ser el culpable de lo que después le pudiera suceder al Flaco. El silencio alargado y las expresiones de asombro, todo era una película detenida, la indecision de hacer o no, de ponerle tranca al destino. —¡Seis! ¡Seis! —gritaron victoriosos. Estaban con el Flaco, por lo menos en los momentos de gloria. Respiré profundo, flexionando el tórax, descansando las manos sobre las rodillas. No sé por qué di gracias a Dios. Quizá porque siempre después de los momentos difíciles uno termina buscándolo; quizá porque, después de todo, él es el fin último. —Ya ve que no es imposible. Falta una tirada nada más. El Flaco lo vio con rabia, aunque sabía que después de ese grito no habría marcha atrás. De modo que tomó el dado de la mano plana y fría del grandote, que se lo ofrecía como una moneda.

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El Flaco recogió los dados, los lanzó al fondo del vaso, y en tanto ajustaba la tapa caminó hacia la mesa del grandote. Eran dos o tres pasos, a los que dio énfasis resaltando el movimiento del vaso, el sonido de incertidumbre que es el futuro en el corazón de dos cuadrados tatuados. —Lance ya, en la vida se es o no se es. Las miradas iban del grandote a la mano desafiante del Flaco. Las gotas morían en los hombros, en los brazos cruzados, reventaban sobre el suelo. Ya no era nuestra cantina, nuestro refugio de los viernes. El Pollo se había perdido, no logré encontrarlo entre el barullo. Adentro el desorden, lo dados tatuados, el ambiente enigmático de creer o no creer en la suerte o el destino. —Qué carajos, si debo morir, moriré de cualquier modo —dijo para sí, en voz alta, lanzando los dados. Fueron como disparos rebotando en el suelo, dos cuerpos que caen de un vehículo en movimiento, el destino en una moneda. Uno de ellos rodó hasta el salero de la mesa, y allí dio con su prepotente carácter de verdad, explotando en un seis justo y claro. Cada pupila se expandió en busca de ese rayo


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50 —¿Tiene valor?, o damos por terminado esto. La sonrisa irónica del Flaco fue una premonición. Levantó el vaso pidiendo el otro dado. Alguien lo lanzó desde dentro del grupo. Todos lo vimos volar en una dimensión distinta, en una donde los hechos normales sucedían a otra velocidad. Cuando cayó en el fondo, chocando con el otro, hubo vítores y alabanzas. Jamás el Flaco había experimentado aquello, ni siquiera en las peleas de barrio donde ganó tantos encuentros. Entonces colocó la tapa, y ajustando su mirada en la del Grandote, agitó retadoramente. Volví a pedirle a Dios que algo sucediera, algo que terminara de una vez con todo aquello. El Flaco lanzó, vi rodar los dados con más fuerza aún. Me pareció que lo había hecho así para que no se aceptara el tiro, para darse tiempo una y otra vez. Los dos volaron más allá de la mesa. El grupo se movió fausto y ágil, dejando a los dados enmedio. —¡Doble seis! Dios mío. ¡Doble seis! —ese grito exagerado era del Pollo. El hombre llevaba el arma en el bolsillo de la chaqueta. Sacó el tambor, vaciándolo sobre un

pañuelo rojo. Cogió una bala del montoncito. Levantándola, la enseñó al público. Luego la metió en el tambor y ajustándolo, lo giró varias veces. Entonces puso el arma frente al Flaco. Para entonces no quedaba aire en la cantina, todos éramos estatuas, quizá la parodia de la vida y sus maravillas. El Flaco tomó el arma, y antes de levantarla, agachó el rostro y oró. Jaló el percutor, colocó el cañón en la sien derecha, se dejó vencer por el peso de la cabeza, y esperó. Temblé incontrolablemente, hubiese destruido ciudades si habría sido la tierra misma. «Flaco, aviéntale el arma a la cara, que se largue de una buena vez con sus pendejadas», mis pensamiento volaban raudos, eran una oración sin estructura, hablaba diciéndome, gritándole a Dios. Nada más parar y todo era silencio. De pronto vi la mano del Flaco tensarse, tensar cada fibra del antebrazo, y disparar. El percutor sonó áspero y sarcástico. El Flaco, todos allí, respiramos agitadamente. Me oriné un poco, no pude contenerlo. La impavidez del grandote era una burla, un escarnio altanero a nuestra comodidad de bebedores que cantan y dicen amigo mío. Dio tiempo que el


51 moverse. Lo vi bajar el arma, vi la mancha oscura en su sien, pero no lo vimos caer, no nos manchó su sangre de peleador. Endiablado, tiró la mesa. El arma y las balas, el vaso y los dados, cayeron del lado del Pollo. Cruzó encima lanzando un jab que se quedó atorado en el cuello del grandote, un golpe que salió desde el hombro rompiendo el aire. Violando las reglas del deporte, neutralizó a su oponente con los dedos venenosos hundidos en la garganta. La pierna atrasada, junto con el jab estático, obligaban al cuerpo de su oponente sacándolo de balance. El rostro iba refugiado entre la mano retenida y el hombro izquierdo. El puño derecho agazapado esperó el momento, y esperó. De pronto, con reacción vehemente, violenta la nariz del Grandote. Antagónico, recogió el golpe sin abrir el codo, y de nuevo sale en busca de sangre. Las respiraciones del Flaco eran explosivas, bufaba como un mandril endiablado en cada golpe acertado. El Grandote fue abriendo brecha con aquel peso enorme que lo debilitaba. El Flaco, confiado, soltó el jab estático e inició una fusilería asesina. No existía nada en él que parasitara la explosividad. Combinaciones

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Flaco se recuperara, que soltará el arma, parecía asirse a ella, era como pelear con un perro rabioso y después de mucho esfuerzo colgarse del cuello y descansar, darse tiempo sin soltarlo, no dejar que la adrenalina desapareciera, porque luego, al dejarlo libre, el infierno se reanudaría distinto, magnificado, con más hambre, con más necesidad, sediento e implacable. El Flaco dejó el arma sobre la mesa, cerca del montoncito de balas. El otro, sin falsos miramientos, con la vista puesta en la figura dudosa del Flaco, tomó el arma, montó el percutor con el cañón perforándole la sien, y disparó. Nunca había deseado tanto la muerte, nunca la frustración llegó a mí repetidas veces a explotarme en el pecho. El Flaco estaba confiado, seguro de que aún la bala no llegaba. No fue suficiente el tiempo para verlo tomar el arma, colocarla en su cabeza y disparar. La explosión fue seca, seguida de un pito agudo e intenso que no dejó de sonar en mis oídos. Todos esperábamos verlo caer, sentir salpicada su sangre tibia sobre nuestros rostros, pero no pasó nada. El Flaco era parte de esa onda aguda que insistía en los oídos, era lo mismo, sin


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52 de uno-dos contra todas las adversidades. Las diferencias de altura eran extremas, aun así el último jab sacó de equilibrio al Grandote, por eso el derechazo cae abrupto sobre el pecho ensanchado generando ese sonido de caja torácica. Pensé que el corazón se había desprendido. La vista del Grandote quedó perdida en la nada. De pronto, y sin medir consecuencias, el izquierdazo, un crochet girando como látigo de domador que impacta el hígado. No habría más segregación de bilis luego de aquel golpe; y luego, el oppercut le devuelve la posición de cuerpo momificado. Entonces veo que desde atrás la pierna derecha empieza una trayectoria semicircular en línea recta hacia el Grandote, es una patada violenta que lo hace impactar en el marco de la puerta, primero con el cuerpo, luego la cabeza contra el vértice afilado en un latigazo mortal. El peso enorme fue cediendo ante la gravedad, y sin meter las manos, sin reacciones, da contra el suelo, haciendo vibrar el lugar. El silencio es atronador, cualquiera hubiese esperado el grito que rompe el silencio seguido de una avalancha de vítores. En lugar de eso, desde la barra, Jimmy

grita enfurecido contra su amigo. Le dice algo así como «Pollo maldito, te dije que no trajeras a esta basura aquí, te lo dije cien veces». El Flaco gira, la mirada de diablo busca la impertinencia del cantinero. Rebalsa adrenalina. «Fui un idiota al decirte que sí, tu primo de mierda se vino a cagar en todo. Un muerto, Pollo. Un muerto en nuestra cantina». Sabía que el Flaco lo mataría, venía a buscarlo con esa intención en el rostro, en los puños, en la combinación de fulcros que eran sus pies de guerrero. Jimmy se dio cuenta, el puñal venía brillando detrás de la pierna. Como un loco, sin dejar de ver el avance del peleador, buscó en la gaveta. Nadie usaba armas, y él había prometido sacar aquélla de la cantina. Le dijo al Flaco, insultándolo, que si no se detenía lo iba a agarrar a tiros. Pero el Flaco no se detuvo. No vi al pollo recoger el revólver y cargarlo, ocurrió en otra dimensión. Repentinamente, el Flaco, ya muy cerca, delante de la barra, da un salto felino que es aplacado por la automática de Jimmy. Cayó sobre mí, eso me obligó al suelo. Terminé sentado, con el cuerpo del Flaco chorreando borbotones lentos y espaciados. Con los ojos en el techo vi pasar la mano del


53 del terremoto a la saña del rencor y la rabia. La lentitud del tiempo fue como un respiro retenido. De pronto un vientecillo de noviembre entró helado a alborotar los granitos del suelo. Entonces vi hacia la puerta, allí estaba el Grandote con su enorme cuerpo derribado, abarcándolo todo; las puntas del cabello se movían yendo de un lado al otro. Cerré los ojos, quise pensar en algo más, algo que le diera solución a toda aquella locura. Nada más un barrilete surcando la mentira del cielo en una tarde lejana de noviembre.

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Pollo buscando a Jimmy, disparando en el momento que la policía entraba al lugar. Jimmy respondió, seguro, porque se armó una refriega ensordecedora. Era imposible ver, sólo se escuchaban los silbidos de las balas entre las explosiones, sólo las gotas de sangre reventar en el suelo. Terminé con el cuerpo del Flaco soterrándome, seguro fui yo quien hizo aquello. Era nuestra cantina, nuestro lugarcito de ocio. Le decíamos el iguanero. Hubiera preferido la insensibilidad


Un devaneo con la muerte Iván Medina Castro Su cuerpo ya había quedado enterrado, sólo quedaba visible a los cielos compasivos su rubia y joven cabeza y la diadema de rosas blancas a su alrededor. Lo último que se vio de ella fue un brazo marmóreo. Thomas de Quincey A Ana Paula Otero

Llegare de donde hubiese venido, ahí, en mi

agonía producto de la embestida inoportuna e imprudente de un búfalo de acero, una figura

Agnes Cecile, Wakeful

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luz del poste, apareció. Pronto me sentí escudriñado por el brillo de sus ojos de una voluptuosidad incendiaria e inexplicablemente el intenso dolor desapareció de mi cuerpo así de rápido como éste se había presentado. Fue tal el desconcierto que me hizo temblar al grado de perder el color. «No temas, estoy aquí para hacer tu trayecto placentero», dijo ella con un tono seductor. Una vez dicho eso, mi entorno se aclaró y miré por igual a cadáveres y moribundos interpretar: réquiems, salmos y lacrimosas. Sentí el poder de la secuencia del canon, aparté la vista y de nuevo, al volverla, la dirigí al mismo sitio y allí, resplandeciente, seguía ella. Seguro de que era una de las huríes del paraíso, le pedí sustento, pues no podía contener mi sed y sin reproche hizo brotar agua del bloque de piedra sepulcral en el que estaba incrustado. Rápido me sacié y aún con las comisuras escurriendo una mezcla amorfa entre saliva y sangre, le pregunté su nombre. Ella respondió Ana

Paula; después, me pareció decirle que mil veces la había seguido en el mundo onírico. Ella no dijo nada y durante siete segundos se quedó sentada e inmóvil junto a mí como si reflexionara antes de cometer cualquier acción. De repente, estiró su mano, tomó la mía y me estremecí por completo al sentir el frío de su acercamiento. Ya con las manos entrelazadas, ávida de tener un contacto más íntimo, avecinó su rostro al mío y pretendió besar mis labios y con ello exhalar mi aliento. Mientras que eso ocurría, sentí mi cuerpo flotar hasta darme cuenta de una vasta necrópolis de granito purpúreo que se alzaba en el horizonte en donde una serenidad del alma me llevó a pensamientos dulces y a una compunción desacostumbrada. Disfrutaba de mi recorrido a la luz de la décima constelación motivado por los deleites prometidos y, en eso, mi madre, la progenitora, la mujer primera de inconfundible voz candorosa y ojos nublados, estiró su mano arrebatándome con el ímpetu de un huracán del devaneo de Ana Paula. Un olor a incienso esparcía su humor por doquier y durante cinco segundos mi madre estuvo con la vista elevada

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femenina que ostentaba un mechón de vivos matices en un extremo de su cabeza y que a medio cubrir presentaba sus senos firmes alumbrados por la


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56 como un ser espiritual cuando sacrifica las vísceras de una oveja negra. Entretanto, yo escuchaba un barullo discordante y docenas, centenas, millares de espectros errantes y sombras silentes se arremolinaban a mi rededor. A mi diestra, vi entre parpadeos el universo celestial pero a mi siniestra miré con espanto aquel lugar purpúreo previamente observado; un orbe carcomido se erigía bajo las cloacas. De súbito, en tres segundos me levanté horrorizado para constatar la catástrofe entre flores que recuerdan a las mariposas con el cráneo humano sobre el coselete y cirios de un aroma soporífero. Me mantuve recto y decidido me abrí paso a través del cuchicheo de la multitud. Las sirenas callaron; era el silencio de una piadosa noche estival producto del amor apacible. Surgieron pensamientos de la infancia como cuando robé de la hucha de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús la limosna. También sentí que todo había terminado por esta vez y, ya ajeno al devaneo de Ana Paula en lo concerniente a sus esfuerzos, alcancé los brazos de mi madre, los ceñí con fuerza y lloré de similar manera

a un bebé al ver el universo. Ana Paula, al sentirse humillada, perdió la forma humana y en un instante palideció, que no era otra cosa sino la imagen de sí misma. Luego, en el último segundo, un grito sombrío lleno de aflicción lanzado en rededor me volvió a la realidad y de reojo vi cuando su brazo marmóreo se elevó sobre mi hombro para asirme y obligarme a recorrer el sendero con ella, pero gracias a la fortuna erró. Animada Ana Paula a hacer su último esfuerzo, sacudió su guadaña, pero a razón del daimonion o algún presagio similar a aquel observado por Constantino previo a la Batalla del Puente Milvio o, quizá, sólo a causa de una brisa favorable portadora del tierno susurro de mi madre alentándome a seguir con vida, el asfalto se resquebrajó ante los pies de Ana Paula, que abrazada por un fuego oculto emanado de una hendidura, era devorada por las entrañas de la tierra dejando como vestigios comprobables de su presencia, una ligera capa de cenizas para así acallar la boca de los escépticos que a pesar de la evidencia continuaban en busca de las huellas de la muerte sin sopesar los riesgos.


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Manuel Hernández Borbolla

Ver a los pájaros en sus jaulas resultaba particularmente triste. Ahí estaban los loritos con su cabeza roja a la espera de un comprador. Triste era saber que la gente compraba aves en los mercados sólo para tenerlas como adorno en sus casas. Tristes también resultaban los vendedores de los pajaritos, cargando varias jaulas en el lomo, con el hambre tan suelta, haciendo estragos pa’ comer. El drama de hombres y pájaros en sus propias celdas. Eso pensaba cuando escuché una vocecilla.

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El canario en su jaula


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58 — ¿No sabías que la libertad tiene un precio que no todos están dispuestos a pagar? —me preguntó un canario. Me sorprendió la pregunta. Me acerqué despacio a su jaula mientras el vendedor ofrecía un lorito a un niño curioso que pasaba por ahí. —Tienes razón, pajarito. ¿Y cuál es el precio? —le pregunté. —El abandono del mundo. ¿No lo sabías? —respondió. El vendedor se dio cuenta de mi presencia y me abordó de inmediato. —El que le guste, joven — dijo, mientras me mostraba al lorito de las alas rotas parado sobre una rama. Me sentí mal. Tenía ganas de hablar con el vendedor. Explicarle el daño que hacía al contribuir al secuestro de aves para luego venderlas en los mercados para que sirvieran de un bonito adorno en casa de alguien. Luego me di cuenta que no conocía nada de ese hombre, ni sus alegrías, ni sus fracasos. ¿Quién era yo para juzgar al vendedor de pájaros y ponerme a dar clases de moral? «Gracias«, fue lo único que pude responder con una tenue sonrisa y una mueca de insatisfacción. Me retiré. Volteé de reojo para ver al pajarito en su jaula. Me

miró de regreso. Fue una despedida silenciosa. En el camino a casa pensé en las palabras del pajarito. «El precio de la libertad es el abandono del mundo» era el mensaje que había querido transmitirme el canario. Me recordó a Herman Hesse. Quizá el pajarito ya había leído El lobo estepario. O quizá llegó a esa conclusión meditando en su propio encierro, recordando aquellos días en el campo, con la familia que nunca más volverá a ver. El pajarito tenía el pico lleno de razón. El precio de la libertad es alto. A veces se puede ir pagando en abonos y a veces no se termina de pagar nunca. Los intereses y los miedos se lo van comiendo a uno. ¿Qué nos queda entonces? Pagar de contado y afrontar las consecuencias: acostumbrarse a la soledad, vagar por calles vacías, sentirse ajeno a todo, como extranjero en su propia tierra. Por eso Nietzsche afirma que la libertad es «el privilegio de los fuertes». La libertad es la absolución del miedo, el miedo de vivir solo. El pajarito lo sabía bien. Tomé el autobús. En el camino no pude dejar de preguntarme hasta dónde llegaban los


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muros invisibles en los que por momentos me sentía atrapado. ¿Sería posible que mi obsesiva búsqueda de la libertad se hubiera convertido en mi prisión? Llegué al departamento. Las paredes se hacían cada vez más estrechas. Empecé a sofocarme. Así me sentía a diario, sentado en mi escritorio, mientras revisaba las pautas de publicidad de algunos clientes del despacho. Quería gritar, salir huyendo como caballo desbocado. El esfuerzo diario por controlarme me tenía agotado. Pensar en el encierro comenzaba a afectarme. Abrí la ventana para tomar el fresco. Unos pequeños pajaritos cafés alimentaban a sus crías en su nido, ubicado en un poste de luz, junto a un transformador y entre una maraña de cables. Se veían tan tranquilos. Me sorprendió verlos afables y contentos a pesar de vivir en un lugar tan tétrico. Comprendí que la libertad también es eso: aprender a soltar, vivir más ligero, para no morir de asfixia. Tenía ganas de hablar con alguien. Recordé las palabras del canario en su jaula. La estancia del departamento permanecía vacía. Ahí estaba yo, gozando el dulce tufo de la libertad.


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Copenhague Hansel Espinoza

Hubo un tiempo en el que se me repetía el

mismo sueño, noche tras noche. Era una extraña secuencia de imágenes absurdas e inmisericordes; una funesta mezcla de sueños y pesadillas. A pesar de despertarme cada madrugada sobresaltado, con la respiración entrecortada y angustiado, a la mañana siguiente me crecía un ansia inusual por volver a dormir y al cerrar los ojos ver nuevamente todo ese cuadro surreal que tejía mi mente. Varios meses antes había empezado a trabajar como corresponsal en un diario local. Era un diario pequeño y estaba lejos de ser uno de los más importantes de la ciudad. El salario nunca fue muy bueno, pero no me veía obligado a estar encerrado todo el día en un cubículo de dos metros cuadrados durante ocho horas seguidas y podía escribir en cualquier lugar; eso era lo mejor. Por esa época me mudé a un departamento más pequeño en un edificio viejo de la ciudad. Estaba a unas seis cuadras de donde trabajaba, pero parecía estar instalado en otra época. Toda esa área había quedado suspendida en el tiempo, repleta de anuncios oxidados de productos que ya ni siquiera existían. El edificio no tenía nombre, sólo un gran número enfrente fundido en bronce. Al llegar al diario se veía que el panorama cambiaba súbitamente. Las calles se adornaban con destellantes luces de neón, con una multitud de personas yendo y viniendo, moviéndose frenéticamente de un lado a otro y pantallas gigantes con luces estrambóticas por doquier. Un bullicio ordenado para quien ya se había acostumbrado. A mediados de ese año, luego de que algunos cuantos de mis reportajes fueran


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publicados, el director del diario me encomendó la tarea —vaga y fútil, pensé— de escribir un reportaje de mil palabras sobre cualquier actividad novedosa y extravagante. Mil palabras luego me quedarían cortas. Al día siguiente salí más temprano de lo usual, divagué un rato por las calles y me detuve frente a un quiosco de revistas y periódicos. Buscaba información sobre alguna actividad nueva que

fuera a realizarse próximamente en la ciudad, y ahí estaba, en la página cinco de la revista más amarillista de todas, el anuncio sobre la venida de un circo argentino, presentando a la familia Cáceres como la familia más antigua de trapecistas y una infinidad de actos más. Quedé encantado con el hecho de no tener que seguir buscando algo más sobre qué escribir, me sentí extrañamente aliviado, como si


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62 ya hubiera tenido completo todo mi trabajo y mi única tarea fuera presentar mi reportaje. Me acerqué durante esa noche al lugar en donde los miembros del circo habían instalado provisionalmente el campamento y me topé con un personaje extravagante y bajo, quien parecía ser el maestro de ceremonias. Después de un saludo afable y bastante exagerado de su parte y de un saludo extremadamente formal de la mía, me dirigió hacia el vagón enorme de la familia de trapecistas y me presentó a Hernán, uno de los últimos trapecistas vivos de la familia Cáceres. Quedamos de vernos al día siguiente en un café que estaba cerca de ahí. Sorprendentemente aceptó la invitación. Hernán Cáceres tenía cinco o seis años cuando vio por primera vez una función de circo. Era el mismo circo en el cual sus padres trabajaban desde que él nació, y los padres de sus padres también, pero él todavía no comprendía eso. No comprendía tampoco cómo el hombre vestido de blanco, de pie sobre una pequeña tarima ubicada en un lugar muy alto, podía lanzarse con determinación al vacío y en medio de la nada aferrarse a un pequeño hilo que lo hacía girar mágicamente

por los aires, que lo llevaba de un lado a otro, a su antojo, y terminar en el extremo opuesto, a salvo, y arrancando de la gente aplausos y ovaciones. Eso se quedó grabado fuertemente en su subconsciente. Al provenir de toda una familia de trapecistas, a Hernán le habían enseñado, entre juegos y bromas, el oficio. Desde ese momento y mientras fue creciendo había nacido en él la obsesión por volar todas las noches dentro de una carpa de lona gruesa, ante la vista de varias personas de rostros cambiantes. No se imaginaba aún que la peor obsesión que tendría habría de ser la que años después tuviera, cuando se enamoró de un espejismo. El circo en el que nació era en apariencia modesto, pero antiguo. Guardaba resabios de una gloria pasada que quizás ya no volvería y conservaba intactos aún sus viejos hábitos. Hacían su publicidad con payasos en zancos, con los mismos carteles marrones y mohosos que colgaban en cualquier lado. No necesitaban de las artimañas que usaban los demás circenses, los que hacen un gran estruendo con parlantes y altavoces cada vez que llegan a un pueblo o ciudad nueva y tienen la nefasta


63 que decidió volverse inmortal un domingo por la mañana. Por si fuera poco, Hernán había perdido también a su esposa, a quien había tenido a la par suya desde que tenía veinte años. Una enfermedad inusual contraída en alguno de los tantos pueblos que visitaban le había quitado la vida. De eso habían pasado unos pocos meses. Mientras hablábamos de eso, en una de las pocas ocasiones que pude verlo noté que se refería a ella de forma muy extraña: como si aún viviera pero no estuviera allí. Esa extrañeza fue producto de las alucinaciones que Hernán parecía tener. Días después de que su esposa murió, el encargado del circo supo que el espectáculo de trapecistas iba a quedar en un segundo plano y trajo desde Dinamarca a un conjunto de ilusionistas. Hernán se acercó una noche a ellos y desde entonces parecía ser el único que los entendía, aunque no se les acercara. El grupo formado por cuatro hombres robustos, seis mujeres jóvenes y un anciano ciego, llegó un martes común y corriente. Traían un vagón propio, tenían fijada una hora especial para programar sus actos, separados de la vista de los demás, y cargaban con toda una vida llena

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costumbre de pasear a los tigres por las calles. Los artistas y ayudantes que componían la totalidad de la numerosa familia eran extranjeros. Rondaba ya por los cincuenta años y por primera vez iba a contarle a alguien lo que le venía sucediendo desde la muerte de su hijo. Igual que él, su hijo era trapecista, pero no corría con la misma suerte. En un ensayo antes de una presentación de rutina, uno de los cables gruesos de acero que sostenía las vigas en donde se colocaban los trapecistas cedió y el único trapecista que se encontraba arriba, sin ningún tipo de medida de seguridad, murió. Habían pasado un par de años desde ese acto, pero se le oía en la voz lo poco que le resultaba aún ese tiempo para enterrar de una vez por todas su recuerdo. Yo me iba a convertir en un espectador de lo que parecía ser un pequeño fragmento de su vida, durante el transcurso de la semana en la que estaría en la ciudad, antes de que todos tuviéramos la oportunidad de ver la presentación inicial que tenían programada. Descubrí en ese corto pedazo de tiempo, por mis medios, algunos otros cuantos detalles de su vida y me quedan ahora cortas las palabras para contar la vida de alguien


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de secretos. Con la sutileza de quien pretende olvidar algo, o de quien no está seguro ya de lo que recuerda, Hernán me contó cada detalle de las últimas semanas de su vida. Él y los pocos seres opacos que conformaban su círculo íntimo, sabían que a pesar de haber menguado la cantidad de trapecistas, el acto que tenía ya varias décadas repitiéndose en el escenario iba a continuar. Cada día parecía ser el mismo que el anterior, pero en uno de esos repetitivos pedazos de calendario todo cambió. El circo había instalado su campamento en una ciudad nueva, calurosa y húmeda. La vida que Hernán llevaba era ahora un conjunto de tuercas monótonas que giraban sin cesar. Era un acto valeroso, o tal vez cobarde, no amilanarse y seguir con la rutina de una vida que no prometía más que aplausos sordos y noches grises. A los pocos días de haberse instalado, Hernán vio cómo su esposa ya muerta, ahora difusa y trémula, separada del resto, caminaba a pasos inciertos y se perdía en el vagón de los nuevos integrantes del circo. Sabía que no podía ser cierto, él mismo la había enterrado en un pequeño pedazo de tierra de algún lugar al que seguramente nunca volvería,

y sabía también que los muertos ya no caminan entre los vivos. La curiosidad ahora lo atormentaba. Creyó que estaba perdiendo la razón o que había enfermado, se percató de que ninguna de esas posibilidades fuera cierta. Temió que las bases en las que había asentado su existencia no resistieran más. El espejismo se le siguió repitiendo todo el tiempo en los momentos más inesperados, cada vez más insistentemente. Ahora la veía a ella antes de comer, a media noche, justo cuando se despertaba en las tardes y hasta en el preámbulo de sus presentaciones. Ese espejismo conservaba intacta la belleza de su esposa; parecía que ella había logrado sobrevivir justo como él la recordaba en sus mejores épocas. Al final, después de varios intentos por perseguirla, por hablarle, por tomarla de un brazo y pedirle que lo llevara lejos de ahí o se fuera para siempre, logró hacer contacto con ella. Todas las tardes ella entraba en el camarote vacío de su hijo, al que Hernán había prometido no entrar otra vez y que por mitigar su culpa mantenía intacto. Entró una tarde lluviosa y oscura hasta ahí y la vio sentada sobre la cama. Tímidamente avanzó.


de forma maravillosa. Se vio a sí mismo al espejo con muchos años menos y se encontró caminando por las calles que lo vieron crecer. Estaba extasiado, pisando nuevamente los caminos de antaño, comiendo con la gente que tanto quería y respirando el claro aire de una primavera eterna. Las suaves manos de su esposa lo reconfortaban y la música no le había parecido tan real jamás. Para Hernán esa realidad era la única que necesitaba, no añoraba el presente cargado de memorias rotas. Mermado ya por la confusa sensación de no saber distinguir el lugar al que pertenecía, buscó la respuesta en otros medios. Cada momento que pasaba despierto, alejado de la otra vida que estaba viviendo, lo utilizaba para buscar la manera de volverse eterno, como un recuerdo que se repite incesantemente en una vieja máquina imparable. Consultó en los viejos libros de alquimia que guardaba en el cofre de su padre, en manuales esotéricos y libros de ciencia. Leía lo que fuera y se estremecía al pensar que no había forma de volverse inmortal, que no había forma de que alguien pudiera salir de la tumba y vivir otra vez. Hernán nunca había sido creyente de

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Sintió en sus manos las gotas de sudor que le bajaban desde los brazos y tembló. No lo podía creer. Le habló, la llamó por su nombre y ella le contestó. Había logrado al fin encontrar el refugio que tanto anhelaba. Cada tarde se encerraba ahí y junto a ella rememoraba sus mejores tiempos y revivía nuevamente el pasado. Tenía la impresión de adentrarse en una máquina del tiempo que lo llevaba de vuelta a los días que no volverían, parecía que ahora la vigilia y los momentos en que salía del camarote de su hijo no eran la realidad. Vivió nuevamente su juventud, plagada de errores y entusiasmo, los días en que conoció a su esposa, los escapes en la madrugada, el olor que la lluvia dejaba sobre la tierra y que era el mismo en cualquier parte del mundo y que también era de ellos dos. Se enamoró perdidamente del espejismo de su esposa, como quien se enamora en sueños, pero sabía que de un momento a otro ella podía desaparecer y él sabía que no aguantaría tener que enterrarla una vez más. Pasó semanas enteras refugiado en su propio universo. Regresó ilusoriamente a Buenos Aires, en la época en la cual el circo funcionaba con normalidad y

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nada que pareciera ser ajeno a este mundo y pensaba que ahora era muy tarde para serlo. Lo único que hacía en sus momentos de lucidez era rebobinar su mente hasta toparse nuevamente con sus memorias y terminaba confundiéndolos con ilusiones. De cualquier forma, uno se da cuenta que su presente se forma con cada una de esas pequeñas cosas que se pueden recordar. En ocasiones nos atraviesa como un rayo un recuerdo que ya estaba nadando cerca del olvido y nos preguntamos cómo pudimos pasar por alto ese pedazo de nuestra historia. Pero los nuevos recuerdos que Hernán estaba creando lo alienaban más y más del mundo que conocía; así, de pronto, se estrelló contra la realidad, como un tren que golpea una y otra vez el mismo muro de piedra indestructible. Empezó a pasar las noches teniendo pesadillas horribles que le hacían imposible continuar viviendo. Ahí se topaba con los recuerdos que no quería tener. Miraba caer una y otra vez a su hijo y nunca podía estirarse lo suficiente como para atraparlo, como para asegurarlo y regresarlo a la vida. Se le desgarraba lentamente el telar de la existencia. Escuchar los gritos despavoridos de su hijo

pidiendo ayuda lo destrozaba. Así vivió una vida utópica cada tarde junto al fantasma de su esposa, y vivió su propio infierno cada noche junto a su hijo. Una de esas tantas noches de descanso intermitente, temiendo perder la razón, salió despavorido de su remolque y se dirigió casi involuntariamente hacia el lugar que resguardaba el ciego anciano danés, a quien el grupo entero de ilusionistas le había encomendado la custodia de sus secretos. «Hay una única forma en la que se puede llegar a alcanzar la inmortalidad», dijo el anciano al sentir los pasos de Hernán acercándose a él. «Le ganamos la batalla a la muerte solamente cuando logramos que nuestro recuerdo sobreviva de manera esplendorosa a nuestro cuerpo físico; aun así, no nacimos para ser inmortales». El anciano había nacido en 1902, en Copenhague, a miles de kilómetros de ahí. Escapó de su tierra natal porque, igual que Hernán, había vivido persiguiendo una ilusión. Estaba tan seguro de los lazos que lo vinculaban con cualquier espejismo que terminó quedándose ciego y hablando solo. Con una voz tan débil como el escaso viento que los rodeaba, le reveló en un


vez y con una confianza renovada me dijo: «Sabes, el domingo, a las diez, me voy a matar». Pasé por las fases usuales de la incredulidad; primero creí que era una muestra de un bizarro sentido del humor; luego, ya tomándome en serio sus palabras, me sentí náufrago un mar de dudas. Si antes estaba perdido sin saber por dónde empezar a redactar algo más o menos coherente, ahora me ahogaba en una confusa tormenta. No podía simplemente hacerle una esquela fúnebre, darle una palmada en el hombro y pedirle que me enviara una postal si es que existía otro mundo. Me sentí cómplice de una historia que me sobrepasaba. Tenía que decidirme entre contar la verdad, que para cualquiera parecería ser un cuento de un hombre que había perdido la razón, un invento, una ficción, o hacer una reseña breve que resumiera lo bueno que Hernán era haciendo lo que mejor sabía hacer y esperar a que alguien más se encargara de difundir los detalles del terrible accidente que acabó con el último hombre de toda una estirpe de trapecistas. Cuando Hernán me contó su plan, yo aún era presa de esos sueños recurrentes. Solía soñar con un auditorio repleto

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español rústico y sencillo la clave para aislarse de las alucinaciones y las pesadillas y a la vez le dio el único remedio para convivir con ellas. Quizás lo que tanto deseaba en el fondo el ciego anciano era dejar de ver completamente. No solamente dejar de ver nuestra realidad, sino también la abismal cantidad de seres fantasmagóricos que únicamente él, quien nadaba entre las penumbras, podía ver. Él no había tenido la determinación para acabar con todo ese concierto de espectros necios. Así, de manera inesperada, Hernán supo qué era lo que tenía que hacer. Supo desde ese momento que sus días estaban contados, pero que la recompensa que tendría en su acto final sería desproporcionada los paupérrimos aplausos que llevaba recolectados durante toda una vida como trapecista. Planeó cuidadosamente el momento en que acabaría con su vida, justo en una de las funciones en las que él se presentaría y eligió un domingo para hacerlo. Llegó el sábado con su adormecimiento normal, con la gente caminando despreocupadamente por las anchas calles costeras, buscando en qué malgastar el tiempo que les sobraba. Ese día vi a Hernán a solas por última

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de sombras. Veía una figura alta e imponente de pie, a lo alto y muy lejos, saltando y cayendo hasta estrellarse por completo contra el suelo, mientras miles de voces indistintas gritaban. Yo intentaba tomar a esa figura e impedir su destino, pero no podía. El resultado era siempre el mismo. Pensé entonces que mis sueños formaban parte de mi subconsciente al profetizarle un futuro lúgubre a un trapecista que no conocía, pero cuando Hernán me contó detalladamente —con la voz entrecortada— el sueño que él tenía, en el cual veía a su hijo caer, me di cuenta que mi sueños eran los suyos, que yo no estaba profetizando nada, que yo sólo estaba desenterrando su pasado.

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Hernán saltó desde el trapecio con los ojos cerrados, directamente al vacío, el domingo a las diez de la mañana. Nadie podría haber entrado en su mente y hacerlo cambiar de decisión; yo no quise intentarlo. Se liberó finalmente de todas esas fantasías irracionales que lo atormentaban, y ante los ojos del ciego anciano danés fue otro habitante furtivo del falso universo que recreaba adonde quiera que fuera. El último espectáculo de la familia Cáceres puso fin a los sueños ajenos que me perseguían y yo entendí, tardíamente, que la inmortalidad de Hernán fue una simple ilusión más; el retrato de una redención imaginaria; el espejismo de un lago en medio de un desierto seco y áspero.


Edgar Aguilar

El hombre cerró el libro y lo colocó sobre el

buró. Miró pensativo por la ventana mientras aspiraba un cigarrillo y arrojó una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices. Observó a su mujer. En ese momento se desmaquillaba frente al espejo.

—¿Conoces la historia de Pao Cheng? —preguntó el hombre con aire enigmático. —¿La historia de quién? —respondió la mujer, ocupada como estaba en quitarse la gruesa capa de maquillaje. —La historia de Pao Cheng —repitió el hombre. La mujer, con bolitas de crema en la cara, sonrió. —¿Me estás cuenteando, verdad? —dijo. —¿Cuántas veces lo he hecho? —respondió el hombre. La mujer, ahora por completo desmaquillada, dejaba ver un rostro en exceso demacrado. Se acercó a la cama en ropas de dormir. —Muchas, muchas veces —dijo, tendiéndose en el lecho—. Siempre me estás cuenteando, y tú lo sabes. El hombre suspiró y dio otra bocanada a su cigarrillo, esta vez más profunda. —Tú que te dejas cuentear —dijo finalmente el hombre, más bien fastidiado, al tiempo que lanzaba la colilla del cigarrillo por la ventana. Miró por última vez el libro antes de decidirse a dormir. Y apagó la luz pensando en la increíble historia de Pao Cheng.

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Una historia

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Anita Kroninsberg ha muerto y vive en NY1 Mario Moravenik A Yiddishe Mame, Es gibt nisht besser oif der velt A Yiddish Mame, Oy vey vi amarga ven zi sintió Vi Shayn en likhtig iz en hoiz ven di mame iz hacer Vi troyerig finster vert ven Got nemt ir oif Olam Haboh2.

La mañana que Anita Kroninsberg de Blum-

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berg abrió su computer y vio que había un nuevo mail de su hijo Benjamín, a pesar de que hacía frío y nevaba copiosamente sobre ny, se le entibió el corazón.

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Lo extrañaba mucho, pero gracias a sus vistas semanales al psicoanalista había aprendido a convivir con su soledad y a no dejarse arrastrar por la ansiedad desbordada a la que la tenía acostumbrada su mente. Por esa razón se tomo su tiempo. Vio con poca atención las noticias de la t.v. y desayunó su café, el zumo de naranja recién exprimido y sus cereales preferidos, los que traen un baño de yogur. Luego tenía la intención de tumbarse Tomado de Sheila Levine ha muerto y vive en New York (1975), película dirigida por Sidney J. Furie, basada en la novela de Gail Parent 2 «A Yiddishe Mame», Jack Yellen (letra y música) y Lew Pollack (música) 1


la familia, que se reducía a ellos dos, la tía Matilde y el abuelo. Seguro había una buena razón, pensó Anita, y dio por sentado que el mail era para explicárselo. Le diría que tenía mucho trabajo, o que estaba muy cansado, o que disponía de poco tiempo para venir y tener que regresar a Canadá la mañana siguiente, ya que en Canadá no se paraliza el mundo por Pesaj como sí ocurre en ny.

Yelena Bryksenkova’s, Le Chat Noir, 2009

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en el sofá a leer tranquila el New York Times. Cuando planificó su mañana, sin haber leído el mail, no podía saber, menos imaginar, que las cosas no transcurrirían de esa manera. Faltaban unos pocos días para Pesaj y ésta sería la primera vez que Benji, así le llamaba ella, estaría ausente. Hacía unas semanas le había anticipado por teléfono que no podría venir a ny para estar con

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Y aprovecharía también para decirle cuánto lo lamentaba y que ya le llamaría esa noche. No tenía ninguna urgencia por leerlo; ella, como buena madre, ya sabía; el mail podía esperar. Benji es un hombre muy guapo; alto, atlético y deportista. Según la opinión de su madre, su tía y todas las amigas de éstas, solteronas o casadas, se parece a Clark Kent. Hasta la fecha en que se mudó a Toronto, vivió en ny con su mamá. Al terminar su máster en relaciones públicas internacionales en Harvard, hace dos años, le ofrecieron un contrato de trabajo en una multinacional cuyas condiciones laborales le fueron imposibles de rechazar. Benji disfruta de Canadá. Desde muy pequeño demostró que tenía habilidades para patinar y le entusiasman los deportes de nieve. En la universidad formó parte del equipo de competición y a menudo viajaba allí a competir o sólo a visitar a los amigos del equipo canadiense. Al principio ella se resistió a aceptar su partida. Le llevó cientos de dólares en sesiones, pero finalmente se aguantó el dolor y después de

ensayar varias veces el discurso, le dijo: —Benji, cariño, hagas lo que hagas y vayas donde vayas, siempre estaré a tu lado y podrás contar conmigo. Después de todo —agregó con un optimismo tan falso como el artificial dorado de su pelo—, Toronto está a sólo un par de horas de vuelo, ¿verdad? Ambos sabían que mentía. Ambos sabían que Anita odia volar, que odia los aviones, los aeropuertos y, especialmente, que odia el control donde te hacen exhibir hasta el color de las bragas. Para ella esas normas son un atentado a la privacidad y debería cesar su aplicación inmediatamente. Ir a Toronto sería un verdadero suplicio y un horrible esfuerzo que nunca haría. Ni siquiera por su hijo. Recogió el periódico que el portero le deja cada mañana en la puerta y se sentó en el sofá a leer. Pero no pudo aguantar la curiosidad y corrió a leer el mail. Mientras leía, la sonrisa de su cara se iba desdibujando. Sí, efectivamente el mail era para saludarla por el Seder, pero también para darle la noticia más decepcionante que pudiese imaginar. Y, menos aún, que pudiese sospechar.


Y fue así que furiosa, pero muy furiosa, se puso de pie, y repitiéndose que no era verdad, se dirigió con paso firme a la cocina. Abrió el cajón de los cuchillos grandes de cortar carne y, llevándose otra vez las manos al pecho, repitió el gesto negativo con la cabeza, y las vocecitas le volvieron a decir no. Lo cerró de un golpe. Buscaba algo pero no sabía exactamente qué. Fue abriendo y cerrando todas las puertas de armarios y cajones. Cuando abrió el de los medicamentos, revolvió desesperada la gran variedad de cajas que tenía almacenadas hasta que encontró lo que necesitaba: el Valium. Sin dudar, se tragó uno. Sabía que esto no sería suficiente y pensó en tragar otro, pero se detuvo y puso agua a calentar para prepararse una tila bien cargada. Para esperar que el agua hirviera, se tomó unas gotas de flores de bach. Además del pecho, le empezó a doler la cabeza. Descartó el Vicodin y bajó lo más deprisa que pudo, con su camisón de tela polar salpicado de florecitas rojas, y sin peinarse, para que su vecina y amiga Rebeca, que tiene unas manos milagrosas, le hiciese un reiky y le reorganizara la energía. O se la recompusiera,

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Comprobó que eso de que una madre lo sabe todo sobre sus hijos, aunque no se lo cuenten, es falsa. Leyó el mail una vez, y otra y lo volvió a leer. Al tiempo que movía la cabeza negativamente, una vocecita adentro le decía: no, no, no. Permaneció un momento en silencio. Soltó el mouse como si le quemara la piel de los dedos y apretándose el pecho con ambas manos exclamo: «¡My God, no es cierto!». Y, aunque la verdad estaba escrita y la desafiaba desde la pantalla de su computer, ella insistió: «¡No es verdad, Benjamín, esto no es verdad!». Lo había llamado «Benjamín», su nombre completo, y eso era una mala señal. Se sintió avergonzada, irritada, cabreada, humillada y, lo que era aún peor, traicionada. Le había apuñalado el corazón la mano de su propio hijo, a quien le había dado todo, desde que el señor Blumberg murió de un infarto seis años después de que el pequeño Benji naciera. Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. El tránsito de sentir el dolor a sentirse abrumada por una furia irrefrenable que le salía no sabía exactamente de dónde fue instantáneo.

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o lo que sea que Rebeca hace con la energía. «Qué más da cómo se llame lo que hace, mientras lo haga, ya me viene bien», pensó Anita, taza de tila en mano, en su carrera por la escalera con dirección al tercero b. Un rato después subió de regreso a su casa, triste y habiendo dejado olvidada la taza del té en la cocina de su vecina. Encontró a Rebeca preparando el guefilte fish para la cena de Pesaj; ella siempre lo preparaba unos días antes y, seguramente, porque le olían a cebolla y a pescado, las manos de Rebeca no habían funcionado. Se sentó en el sofá, pensando y, decidida, levantó el teléfono. Llamó a su psicoanalista. Los intentos telefónicos del doctor Allen por tranquilizarla y bajarle la intensidad de su ansiedad no dieron resultados. ¿La razón? Anita no quería tranquilizarse. Lo que realmente quería era romper varios platos, gritar y estrangular a su hijo. Ella sabía que eso sí la calmaría. Y, aunque no era muy religiosa, la podría calmar salir a la calle, mirar al cielo y preguntar al de arriba: «¿Por qué me haces esto a mí, Señor? ¡Respóndeme!, tienes la obligación

de responderme. ¿Qué he hecho mal? ¿He sido una mala madre? Le he dado todo a mi hijo, que ahora camina por caminos equivocados. Y más, mucho más le he dado. ¿Por qué me castigas de esta manera tan cruel?». Obviamente, esperaría recibir una respuesta en forma de zarza ardiendo o una paloma con una rama de olivo. O un rayo fulminante que le chamuscara el pelo y las cejas si fuera necesario. Ella estaba dispuesta a aguantar lo que fuera siempre y cuando la dejara libre de culpa y la ayudara a sentirse en paz consigo misma, con Dios y con su ingrato y egoísta hijo. Pero para eso tendría que haberse vestido, haberse puesto las botas, la bufanda y el abrigo. Y ella no estaba preparada emocionalmente para tanto esfuerzo. El doctor Allen le habló con paciencia hasta que pasadas 2 horas de llantos, gritos, insultos y lamentaciones que acompañaba con golpes en el pecho y caminatas circulares alrededor de la mesita baja del salón, porque el cable del teléfono no era muy largo, consiguió que la furia que la corroía por dentro bajara un poco de intensidad. Aunque no era muy amigo de los medicamentos, le indicó


mantener la calma. Y no olvidar, ni por un momento, que Benji es un adulto que tiene derecho a su propia vida y a tomar sus decisiones. Por último, en tono afable, le recordó que, sea lo que sea, Benji siempre sería su hijo. Sentada frente al teclado, con la columna recta, hizo un par de respiraciones. Inspiró por la nariz y lentamente soltó el aire por la boca. Como le había enseñado Rebeca, sacó las malas energías sacudiendo con fuerza las manos, y se mentalizó que ella no tenía la culpa de nada, absolutamente de nada, y que Benji era su hijo y ella siempre lo amaría. Comenzó a escribir. Querido Benji: Seguramente eres consciente de la sorpresa que me ha provocado leer tu mail. Como madre no pude evitar sentir dolor en medio del pecho. Hasta hoy no he tenido el valor de contarle nada a la tía Matilde, menos al abuelo. Ya sabes que su salud es muy frágil. Sólo les dije que no vendrías al Seder. El abuelo lo lamentó. Siempre se lamenta. Dice que desde que te marchaste a Canadá se ha quedado sin compañero para discutir de política, ni para jugar ajedrez.

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continuar con el Valium un par de días más y esperar antes de responder el mail. «Tarde o temprano tendrá que hacerlo», le dijo. «Piénselo». Eso fue lo último que ella oyó. Como un niño obediente, asintió con la cabeza, y le dio las gracias. No supo por qué se las daba, si debería pagar la cuenta del teléfono y los 150 dólares que vale una sesión, aunque sea a distancia. Para pasar esos días de tormenta emocional y dejar de sentir congoja y culpa, Anita buscó distracciones: salió de compras, fue al cine y al teatro para ver a Ricky Martin en la nueva versión de Evita, y el jueves, como cada jueves, jugó al bridge con sus amigas. Y no habló del mail con nadie. Las peores horas fueron por las noches. Acompañada de la televisión y algunas revistas de chismes de famosos, dentro de su pecho su corazón se quejaba. Afuera continuaba nevando. La mañana del primer Seder, que cenaría con su hermana Matilde y su padre, se levantó serena, y convencida que estaba preparada para responder el correo. Llamó al doctor Allen y éste le recomendó que si realmente sentía que quería hacerlo debía

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He pensado mucho, tratando de entender en qué me equivoqué, qué he hecho mal, y aún no lo he conseguido. Toda la vida evité que tuvieras camiones de bomberos, juegos de herramientas o el horrible disfraz de El Zorro que tanto insistías en tener a los 10 años. Me esforcé para que amaras el teatro, la ópera, los museos. Te pagué aquel curso de cocina tailandesa y te llevé a ¡París! ¿Te acuerdas? ¡Cómo podrías olvidar París! ¿Recuerdas cuando eras pequeño y te leía Dumbo y Bambi? Tú te ponías triste, llorabas y llorabas y yo te tomaba en mis brazos, acariciaba tu pelo y te decía que sólo eran unos cuentos, y que estaba bien tener sentimientos. Que nunca sintieras vergüenza alguna de llorar. Y ahora el mundo se me ha derrumbado. ¿Cómo has podido decepcionarme así? ¡Me niego a aceptarlo! Yo no te crie así. Trabajé muy duro para que tuvieras lo mejor: los más exclusivos colegios de ny, viajes, ropa de Calvin Klein, Armani, Guess, los mejores gimnasios, los mejores… Anita detuvo la escritura repentinamente. Tuvo la impresión

que la que estaba escribiendo era una chantajista, y todo era una sarta de reproches salpicados de recuerdos melosos como una mala película de adolescentes. «¿Dumbo y Bambi? ¿Ropa de las mejores marcas?», pensó, mientras miraba la pantalla. Recordó las palabras de su psicoanalista: keep calm, y le gritó al ausente doctor Allen: «¿Cómo?, ¡dígame!, le escucho, ¿cómo hago para mantener la calma? ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Me gustaría verlo a usted en mi lugar, a ver si podría mantener la maldita calma! Yo no sé cómo. Yo no puedo. ¡No puedo y tampoco quiero! ¡Lo que quiero es que sepa que estoy fu-rio-sa! Se levantó de la silla, dio unas vueltas por la casa, haciendo sonar las pantuflas contra el cuidado suelo de madera noble. Puso música, una sonata de Bach, a ver si eso le calmaba. Se restregó las manos, hizo crujir las articulaciones y volvió a sentarse frente a la pantalla que ella creyó la desafiaba; le dijo: «¡A ver si te atreves a hacerlo!». «Diga lo que diga el doctor Allen, lo haré a mi manera y como me salga. Todo eso que he escrito es una porquería y desaparece ya», dijo en voz alta.


Así era como se sentía, cegada por la ira en medio de la escena más violenta de Apocalipsis now. Volvió a sentarse y retomó la escritura. Te eduqué para ser el mejor hijo gay, yo deseaba un hijo gay, ¡y tú lo eras! No quería mujeres para ti y menosnietos.Porqueseguroque lagoyquieretenerniños,¡muchos niños! ¡Yo, como Herodes, odio con toda mi alma a los otros niños! Tú debías ser el único niño y gay en mi vida. Eras mi mejor sueño, y ahora se ha esfumado. Esa goy te habrá seducido conartimañas.Lasmujeressaben cómohacerparaconseguirloque quieren. Menos yo, ¡ya se ve! ¡Ay!, si tu padre estuviera vivo se estaría golpeando el pecho y habría hecho la keria3. Gracias a Dˆ está muerto. Bien muerto y mejor enterrado. Gracias a Dˆ. ¿Por qué? Si fue ayer cuando tenías 8 años y te llevé a la primeragaypride,contucamisetita Keria: ritual del duelo judío; rasgadura de la ropa que se usa como símbolo del dolor producido por la muerte. 3

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Pulsó una tecla y lo borró sin miramiento. A continuación puso bloqueo de las mayúsculas, y volvió a empezar: ¿Cómo que tienes novia? ¿Cómo que es goy? y ¿Cómo que es divorciada? Escribir la palabra novia, seguidas de goy y divorciada tuvo el mismo efecto que encender la mecha a un paquete de dinamita. El mismo que una batalla campal con su peor enemigo con muy mal pronóstico. Aunque ella fue consciente que se avecinaba un frente caliente, agresivo y con final desastroso, la situación ya era una locomotora descontrolada corriendo a alta velocidad y no podría frenar. Pensó en tomarse un Valium, en llamar a su psicoanalista, a su hermana, a Rebeca, al Vaticano y al Capitolio, si fuera necesario. La empezó a irritar la música de Bach. Se levantó de la silla para cambiar el c.d. Encontró a Wagner. Como una loca miró a la puerta de entrada e increpó a nadie «Sí, Wagner. ¿Y qué? Wagner en una casa judía. ¿Quién se atreve a decirme algo? Me encanta Wagner, ¡y en mi casa escucho lo que me da la gana!». Arrancaron Las walkirias y ella subió el volumen al máximo.

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gay y sostenías con tus manitas la pancarta defendiendo los derechos gays. Y todos te besaban. Y yo fui tan feliz siendo la Erin Brockovich de los gays, la Madre Coraje del condado de Queens. Y ahora, ¿me condenas a ser una fracasada? Para que lo sepas: ¡si no eres gay, no eres nada! Y si yo no soy la madre de mi hijo gay, no seré la madre de nadie. Tú renuncias a mi sueño, pero yo no. Si tú no puedes compartir mi sueño, lo viviré yo sola. Ahoramismoquitarédelasala el horrible cuadro del velero que pintó esa prima mía que se creeartistaycolgarélabandera arcoiris. Te lo juro por tu padre, que en paz descansa. Ytú,reconvertidoenhetero, puedes ir olvidándome. ¡Estoy muerta! Firmo operísticamente: La mamma morta, y quedó exhausta. Le sudaban las manos y la frente. Antes de enviarlo, quiso leer lo que a gran velocidad y sin pensar había escrito. Cuando terminó, espantada de sus propias palabras, se tapó la boca con las dos manos. Se alejó violentamente de la computer con un empujón

hacia atrás de la silla que tenía rueditas, y poco faltó para volcar la silla y caer al suelo. Pensó que estaba muy descontrolada e hizo varias veces el gesto de negación con la cabeza. Se dijo: «¡Anita, estás muy crazy!», pero no pudo escucharse. Las atronadoras Walkirias de Wagner ocupaban todo el espacio sonoro de la casa. Salió pálida de la habitación, apagó la música y entró en la cocina, buscó el Valium y, sin dudar, se tragó uno. Sabía que esto no sería suficiente. Pensó en tragar otro, pero decidió que prepararse una tila bien cargada sería suficiente. Esperando que el agua hirviera, se tomó unas gotas de flores de bach. Le empezó a doler la cabeza, además del pecho. Descartó el Vicodin y tampoco; bajó lo más deprisa que pudo, con su camisón de tela polar salpicado de florecitas rojas y sin peinarse, para que su vecina y amiga Rebeca, la de las manos milagrosas, le hiciera un reiky. Las manos de Rebeca no habían funcionado la última vez y no lo harían hoy porque seguramente aun le olían a cebolla y a pescado. Y tampoco olvidaría la taza en su cocina. Que entonces serían dos, ya que aun no había recogido la otra.


79 ventana, tocó el cristal, hizo un gesto como a quien pillan in fraganti, y ahí se quedó, esperando que el aparato se callara de una buena vez. Pero que se callara. A cada segundo que transcurría, el ring ring continuaba martillando; era como una bomba a punto de estallar dentro de su pecho; estaba más que segura que efectivamente era Benji. El teléfono dejó de sonar y pudo volver a respirar normalmente. Se sintió triste, sola y cobarde. Aun peor, estaba asustada y acorralada. Necesitaba silencio. Necesitaba tiempo para pensar. Necesitaba encontrar las palabras adecuadas y tener preparadas varias posibles respuestas por si volvía a llamar. Y suplicó para que el teléfono no sonora nunca más. Se secó la frente con el camisón y fue a buscar la taza de tila. Miró de reojo la seductora caja de Valium y apartó la vista. Ya se había tomado la dosis reglamentaria del día. De regreso al salón, el teléfono empezó a sonar nuevamente. Se le volcó la taza y el agua con olor a tila, mojó los muebles y una esquina de la alfombra. Temerosa, se acercó al aparato y, con el pulso temblando, justo

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Podría llamar al doctor Allen, pero para qué, pensó. «¿para que me repita lo del keep calm y pagarle otros 150 dólares? ¡Que se espere sentado en el cómodo sillón que tiene junto al diván! No, ni estando así de loca como estoy lo haré. ¡Para que se entere: yo no me llamo Rockefeller!», concluyó. Entonces, ¿qué podía hacer? ¿Llamar al Vaticano para que le hicieran un exorcismo?, ¿o al rabino de su comunidad para que le dé un golpe en la cabeza con los rollos de la Tora?, ¿o al Capitolio para que prohíba en Canadá el probable matrimonio entre su hijo judío y esa cristiana divorciada? En esas disquisiciones estaba cuando el timbre del teléfono la sacó de la desesperada y enloquecida rueda de pensamientos descontrolados. Con lo que le quedaba de cordura, mental y velozmente hizo una lista de las posibles personas que la podrían estar llamando a esa hora. Y calculó qué probabilidades habría de que fuese Benji. ¿Y si efectivamente era él, qué le diría? El ring ring del teléfono insistía. Anita sudaba. Su respiración se agitó y empezó a faltarle el aire. Caminó nerviosa hasta la


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80 cuando estaba a punto de levantar el auricular, llamaron a la puerta. Tuvo un momento más existencial que todos los que pudo haber tenido Sartre a lo largo de su vida; ¿Atendía la puerta o el teléfono? Especuló rápidamente: «Si la llamada es de Canadá, entonces detrás de la puerta sólo puede estar alguien que vive en el edificio; si no, ¿cómo entró? Era Rebeca», concluyó. Sin tiempo para tirar una moneda al aire, se fio del resultado de su conjetura y eligió a Rebeca. Corrió hacia la puerta de su salvación. Al abrirla, antes de

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caer desmayada, con su camisón y sin peinarse, vio a Clark Kent abrazando a Louise Lane. Pero de la boca de Clark salió la voz del eufórico y entusiasmado Benji, que abrazando a su goy, divorciada y canadiense novia, gritó: ¡Sorpresa! Al volver en sí, Anita lo había olvidado todo. Estaba aturdida y sólo recordaba que cuando volvía de la cocina con una taza en la mano, había sonado el teléfono. No sabía por qué la casa olía a tila. Estuvo varios días preguntándose quién la habría llamado y para qué.

Crazy, I’ m crazy for feeling so lonely I’m crazy, crazy for feeling so blue I knew you’d love me as long as you wanted And then someday you’d leave me for somebody new Worry, why do I let myself worry? Wond’ring what in the world did I do?4

«Crazy», Willie Nelson, 1961, interpretada por Patsy Cline, en 1985


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En su búsqueda experimental, esta pintora suiza recurre a diversas técnicas que enriquecen su arte y amplían los conceptos de su mundo creativo. A partir de lo inmediato y efímero, la artista forja piezas que cuentan historias, con un estilo y una sensibilidad basados en la composición y el color. Aebi-Ochsner indaga en los laberintos, trasciende la apariencia de las cosas. Nada escapa a su afán: en la disrupción de la realidad halla motivos para continuar el viaje luminoso al lugar de los sueños, donde lo lúdico atrapa el tiempo.


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La flauta mágica y sus fuentes Rebeca Mata

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a flauta mágica de Mozart ha sido una de las óperas que más controversias ha levantado a lo largo de la historia. Encierra una serie de enigmas difíciles de resolver. Wolfgang Amadeus Mozart tenía 35 años y le quedaban pocos meses de vida cuando se estrenó. Él era amigo del empresario Emanuel Schikaneder. En aquella época, ambos personajes pasaban grandes apuros económicos.

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98 Juntos resolvieron crear una obra que produjera dinero. La historia original tuvo que modificarse porque un teatro rival estaba a punto de estrenar una ópera con el mismo tema. Esto permitió darle un significado simbólico, mítico y maravilloso a la obra de acuerdo con la masonería. De manera que partimos de una historia transformada, sin que sepamos muy bien cuál era la narración original. El texto lo escribió el mismo Schikaneder, actor, escritor y empresario, quien tomó como fuentes la novela Sethos, de Jean Terrasson;

el drama Thamos, rey de Egipto, de Philippe von Grebber; el libreto de La piedra de la sabiduría (del propio Schikaneder) y el cuento Lulu o la flauta mágica, de J.A. Liebenskin. Hay que agregar que todos los textos ya mencionados se sazonarán con la influencia del teatro popular vienés. Schikaneder como empresario ya había estrenado obras que contenían elementos similares con gran éxito. Hay partes que se tomaron claramente de Sethos: el contraste entre el día y la noche, las pruebas del agua y el fuego a la que se someten los protagonistas, la posibilidad que tiene el personaje de negarse a proseguir en el camino y el temor que los guías manifiestan para evitar que siga adelante y tenga éxito. Lulú o la flauta mágica es la fuente de origen y es un cuento oriental que mantiene el esquema del cuento maravilloso. De aquí sale el enamoramiento de un personaje por medio de un retrato (Tamino se enamora del retrato de Pamina); el relato se ubica en Egipto. La obra que se estrenaría cuatro meses antes que La flauta mágica era El fagotista o La cítara mágica, de Perimet, con música de Müller; si bien esta obra tuvo éxito y se


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en día no se conoce. Los libretos

en ella».

pueden incluir algunos elementos similares, pero La flauta mágica contiene elementos mágicos, simbólicos y dramáticos. El mismo Mozart acudió a una de las funciones de la obra rival en 1791 y escribió «Entonces, para alegrarme un poco, fui a

Aunque el libreto no era muy bueno, Mozart decidió idealizarlo. Las óperas Don Juan y Las bodas de Fígaro revelan un carácter dramático, La flauta mágica hace resaltar la armonía del conjunto y tiene una intención aposteótica. Incluye géneros variados de la música

ver la nueva ópera El fagotista

vocal; melodías populares, esce-

de la que todo mundo habla,

nas de conjunto con intervención

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representó en 129 ocasiones, hoy


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100 de los solistas y coros. Wagner decía que en esta obra, el divino encanto trasciende desde la canción popular hasta el más encumbrado himno. Mozart fue iniciado como masón en 1784 y Schikaneder era su hermano masón. Al estreno de la ópera, la masonería había sido prohibida por el imperio austriaco, por lo que la obra sirvió como vehículo de las ideas de la logia y en este sentido fue revolucionaria. Se ha mencionado que La flauta mágica tiene elementos de un cuento de hadas, elementos simbólicos propios de las ideas de la Ilustración y elementos de la cultura popular; sin embargo, hay quienes dicen que es la descripción de una ceremonia de iniciación según el rito Zinnendorf. Otros encuentran a Ignaz von Born representado en el personaje de Sarastro. Von Born, un personaje importante en Austria, fue quien apadrinó a Mozart para que ingresara a la masonería Al momento de componer la ópera, Mozart trabajó en otras obras: La clemencia de Tito y Réquiem. La primera no tuvo éxito desde su inicio y Réquiem se estrenó después de su muerte. Schikaneder interpretó al primer Papageno. La música tiene

partes técnicamente complejas, como el aria «La reina de la noche» (cuadro i del acto i), «Der Hölle Rache» (cuadro iii del acto ii) donde Mozart escribe la segunda nota más aguda compuesta en su música vocal, el quinteto de Papageno, Tamino y las tres damas y el aria «Sarastro». La acción de la ópera se lleva a cabo en Egipto en épocas indeterminadas. El príncipe Tamino se enamora del retrato de Pamina, hija de la reina de la noche que ha sido secuestrada por Monóstatos. La reina de la noche se opone a la felicidad de la pareja. Tamino y Papageno emprenden un viaje en que sortean múltiples peligros acompañados de una flauta mágica y guiados por tres duendes. En el bosque Tamino encuentra tres templos: el de la sabiduría, el de la razón y el de la naturaleza. Tamino toca la flauta y se une a Papageno y Pamina. Sarastro lleva a los dos jóvenes al templo de las pruebas. En el segundo acto Pamino debe pasar una serie de pruebas para merecer a la joven: la primera es guardar silencio. Después se enfrentará a la prueba del agua y el fuego. Mientras Tamina es azuzada por su madre para matar a Sarastro, Papageno se queja de soledad y es finalmente


101 La flauta mágica se estrenó en Viena el 30 de septiembre de 1791 y logró el éxito del género romántico y fantástico desde la primera función. La secuencia de escenas imponentes, graciosas y hieráticas le otorga fluidez a la ópera. La variedad de los caracteres, el contraste de las situaciones y los efectos cómicos o dramáticos fueron aprovechados magistralmente por Mozart, sin duda.

Mozart: Die Zauberflöte (The Magic Flute); Keenlyside, Roschmann, Hartmann, Damrau, Selig, Allen, Sir Colin Davis, Covent Garden. bbc, dvd, 2003 Mozart: Die Zauberflote (The Magic Flute); Arnold Schoenberg Choir, Rene Pape, Dorothea Roschmann, Erika Miklosa and Christoph Strehl. Deutsche Grammophon, Audio cd, 2006 Mozart: The Magic Flute (The Criterion Collection); Josef Köstlinger, Irma Urrila, Håkan Hagegård, Elisabeth Erikson and Britt-Marie Aruhn. dvd, 2000

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recompensado con Papagena. Pamino y Tamina se enfrentan a las pruebas, cantan al amor y las superan. Monóstatos lleva a la reina de la noche y a sus tres damas al palacio de Sarastro; una luz invade la escena. Las fuerzas del mal desaparecen, los jóvenes son recibidos en el templo de Sarastro, donde se entonan alabanzas a la belleza y la sabiduría que otorga el conocimiento de la verdad.


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Las máscaras de Hoffmann Estrella Asse Soñamos con viajes por todo el universo: ¿el universo no está dentro de nosotros? Novalis

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proximarse a la obra de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann es penetrar en un universo de ilimitadas posibilidades. Se expande más allá de los límites de la palabra, colinda en espacios que la interpretan a través de lenguajes que dan nuevos significados, la dotan de elementos que invitan a reflexionar desde otras perspectivas. La personalidad multifacética de Hoffmann —incluso en el intercambio de su nombre original de nacimiento, Wilhelm, en honor a Wolfang Amadeus Mozart— fue estela que encauzó las distintas artes en las que el autor incursionó; además de poeta, dibujante y pintor, tenor, director de orquesta y compositor, sus cuentos dejaron la herencia de una poética que fue modelo para muchos seguidores. Nació en Prusia, antiguo reino germano en 1776; alternó sus actividades entre el mundo artístico y musical de su natal Königsberg con la carrera de leyes que ejerció como magistrado del ejército prusiano. Tal circunstancia perfiló la ruta de continuos traslados a ciudades en cuyos frentes se combatía la invasión de Napoleón y su posterior ocupación sobre los estados de principados independientes. No obstante, a la victoria inicial del emperador francés, la guerra


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franco-prusiana dio por resultado el triunfo de la milicia prusiana y con ello el nacimiento y consolidación del imperio alemán en 1871. En medio de las turbas políticas y sociales de esa época, Hoffmann enfrentó las contradicciones impuestas por el belicismo que incluso le valieron un arresto provisional en la ciudad de Plock por ridiculizar en sus dibujos a ciudadanos eminentes o celebridades del gobierno. No es de extrañar que su actitud satírica evidenciara el choque de las condiciones de vida de esos años que finalmente revelaron su verdadera pasión por la música, la filosofía y la literatura. Forzado a abandonar su cargo militar, comenzó la intensa actividad que lo llevaría a viajar; alternó su lugar de residencia entre Bamberg y Berlín, donde su vocación de músico dio los primeros


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104 frutos; en pocos años consolidó su carrera como compositor con el estreno de la ópera Undine, considerado su mayor logro musical. Adaptada por el propio Hoffmann en 1814 de la novela de su contemporáneo, Friedrich de la Motte Fouqué, la historia se remonta al personaje mítico de Ondina, el ser fantástico que habita en aguas profundas, extremo de los mundos humano y mágico en los que se debate la traición amorosa de un caballero que la condenará a vivir por siempre como espíritu acuático. Sin embargo, Hoffmann encontró el camino al quehacer literario con su primera colección de cuentos, Piezas fantásticas, que se publicaron en dos volúmenes en 1814 y 1816; a éstos sucedió un tercero, que incluía «La olla de oro». El mismo año se publicó la novela, Los elixires del diablo que trata el tema del doppelgänger, o del doble que convive dentro de una misma persona; conciencia dividida que lucha entre el bien y el mal, simultaneidad de recato y lujuria, claridad y sombra, que se remite a la tradición gótica inglesa, en particular, por la fascinación de Hoffmann de la novela de Matthew Gregory Lewis, El monje (1796), la historia de un sacerdote que comete fechorías. La colección Piezas nocturnas (1817) fue momento clave por la inclusión del cuento, «El hombre de la arena», raíz de la ópera de Offenbach, así como columna vertebral de estudios especializados; entre otros, el de las teorías que Sigmund Freud expuso en su ensayo «Lo ominoso» (o «Lo siniestro»). Freud ilustra a través del lenguaje la connotación de la palabra alemana heimlich (traducida como familiar, reconocible, íntimo) en oposición al significado de ulheimlich (desorientación, extrañamiento, repugnancia). El paso de un vocablo al otro se da en la delgada línea entre la razón y el instinto, el estado involuntario que desdibuja la realidad frente a la amenaza de lo siniestro que acecha y da salida a los deseos reprimidos, válvula de escape que una vez abierta mantiene en constante pugna el orden y el desequilibrio. Similar al miedo que siente Nataniel, personaje central del cuento de Hoffmann, por la posible aparición macabra del hombre de la arena (el ogro que arranca los ojos a los niños que se rehúsan a dormir) la mayoría de los hombres, dice Freud, experimentan la angustia no superada por completo de la infancia; la soledad, el silencio y la oscuridad son componentes de ese estado primario que incita


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visiones imaginarias que causan o inhiben el sentimiento ominoso. Según Freud, el temor por la pérdida de la visión se encuentra en el mito de Edipo, se asocia al castigo que se inflige sacándose los ojos por dormir en el lecho de su madre; es por ello ansiedad manifiesta, síntoma de castración, instinto que se desfasa de la razón. Añade que los alcances de la ficción y las libertades que otorgan los creadores literarios permiten evocar experiencias que en ocasiones superan las vivencias reales. Otras colecciones de Hoffmann se sumaron a la lista de ediciones; entre las últimas, se encuentran las del círculo cercano de sus amigos, producto de las veladas literarias donde se compartía y discutía el trabajo de cada uno; Fouqué, Julius E. Hitzig, Karl W. Contesa y Adelbert von Chamisso formaron la cofradía de escritores que se reunió durante dos años en Berlín en 1818. El grupo se conoce con el nombre de Los Hermanos de San Serapión, título que el mismo Hoffmann aprovechó para la compilación que se recogió tres años después en cuatro tomos, más de 30 cuentos de su autoría que incluye «Serapión el ermitaño», «El consejero de Krespel», «El cascanueces y el rey de los ratones», así como novelas cortas, ensayos críticos sobre música, teatro y literatura ocupan el índice que alterna la obra de los escritores. Poco antes de su muerte en 1822, el manuscrito de su último cuento «Maestro Pulga» fue confiscado y censurado por contener pasajes alusivos a la corrupción del gobierno; se publicó en 1906. Al paso del tiempo su obra traspasó la frontera de su país natal, llegó con fuerza a Francia, Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos; despertó el interés por traducirla, analizarla y reseñarla desde todos sus ángulos. La inmensa cantidad de estudios críticos desgaja las capas que cubren el itinerario del músico, profesional en el arte de la composición y conducción, que de igual manera se conformó con trabajos secundarios para ganarse la vida dando clases de canto, el del jurista en defensa de los círculos liberales que se oponían al franconacionalismo en puerta, el del poeta refugiado en su mundo privado que admitía separar los hechos tangibles y abstraerse en la fantasía que dio a sus relatos la particularidad de enigmas desentrañables. Fantástico, romántico o gótico, en Hoffman las clasificaciones se bifurcan en vías interminables que rebasan más de dos siglos que


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106 median con la época actual, que continúan imprimiendo el carácter atemporal de su literatura. Así, para Italo Calvino, Hoffmann es pieza fundamental en la rigurosa selección de su antología Cuentos fantásticos del xix; cita a Tzvetan Todorov para definir primeramente, en boca de uno de los principales estudiosos del tema, el término fantástico: «Es la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista y una aceptación de lo sobrenatural». La complejidad de este género acuña por encima de muchos escritores el nombre de Hoffmann, pues fue el máximo exponente durante el siglo xix, y «El hombre de la arena» el cuento más representativo, «el más rico en sugestión», pues «el descubrimiento del inconsciente acontece aquí, en la literatura romántica fantástica, cien años antes de que aparezca su primera definición teórica». Con el desarrollo del romanticismo durante el siglo xix, los artistas se rebelaron contra la rigidez de los postulados del siglo anterior; negaron la idea aceptada de un mundo comprensible, actitud que provocó la ruptura con el racionalismo de esa época. Al pensamiento lineal, clasificador, didáctico, en constante examen de la razón que caracterizó al iluminismo, se opuso la percepción de una realidad hermética, cambiante y la necesidad de experimentarla a través de la exaltación de la imaginación. Contemporáneo y maestro cercano a Hoffmann, el filósofo Emmanuel Kant (1724-1804) revolucionó las teorías filosóficas; expresó que el ser humano es intuitivo por naturaleza, destacó que los métodos racionales de la ciencia no eran siempre la forma más segura de acceder a la realidad como pensaban los empiristas y racionalistas. El romanticismo fue terreno fértil para otras corrientes literarias que convivieron entre los siglos xviii y xix. El arte gótico se enclava en el romanticismo; invade el campo de la literatura, engloba el rechazo a lo clásico, se mezcla con la fantasía y el misterio, confronta a pensar por caminos alternos tramas cargadas de símbolos y metáforas. Douglass H. Thompson identifica algunos cuentos de Hoffmann dentro de la tradición gótica. En «El hombre de la arena» por la sombría figura temida por Nataniel, que reaparece en Coppelius, el amigo de su padre, ambos aficionados a los experimentos alquímicos; luego en Coppola, el vendedor de anteojos que induce a Nataniel a enamorarse


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de la maniquí Olimpia y provoca el rompimiento del compromiso con Clara, su prometida. La única solución ante la división interna que sufre el personaje es el suicidio. La barrera entre lo estable y lo extraño se colapsa, la sinrazón se impone a la imposibilidad de reconciliar su ser escindido. En el cuento «El mayorazgo», Hoffmann recurre a símbolos góticos que utilizaron autores ingleses que lo precedieron (Horace Walpole, Clara Reeve, Mathew G. Lewis, Ann Radcliffe, William Godwin), afines a la creencia de descifrar enigmas de las ciencias ocultas. La atmósfera inquietante de este relato envuelve el misterioso castillo del Barón Roderich, asediado constantemente por el fantasma de un sirviente vengativo que había asesinado a su anterior patrón. Pasadizos secretos, fórmulas alquímicas, corredores laberínticos, crímenes ilícitos y la presencia persecutoria del villano con poderes diabólicos son algunos de los ingredientes que conspiran para producir efectos de terror. La desventura de estos relatos impregnados de muerte contrasta con el tono alentador de la trama de «La olla de oro». Su escenario es la vida cotidiana en la ciudad de Dresden, mas la recreación de la trama dimensiona la fantasía en combinación con personajes, que lo mismo son reconocibles, así como la transmutación en seres etéreos o animales. Como hace notar Ritchie Robertson, es un relato que asemeja la unión de un círculo que encierra el nivel más elevado de la conciencia. El autor se basa en la imagen del lirio que crece en el fondo de la olla dorada y asciende en espiral; simboliza el conocimiento profundo, en armonía con la naturaleza, que obtiene Anselmo, estudiante joven y protagonista de la historia. No obstante, primero deberá superar el obstáculo que se le impone como castigo (el encierro temporal dentro de un frasco de cristal) por manchar un valioso manuscrito. Su recompensa será la entrada al reino de Atlántida, paraíso de la poesía, con su amada Serpentina, antes que mujer, serpiente seductora de ojos azules. Este episodio servirá como prólogo de la obra teatral Les contes d’Hoffmann (Los cuentos de Hoffmann), inicialmente puesta en el escenario parisino en 1851 por Jules Barbier y Michel Carré. Pasaron treinta años antes del estreno de la ópera homónima del compositor franco-alemán Jacques Offenbach (1819-1880); dividida en prólogo, tres actos y epílogo, en cada segmento se despliegan los incidentes


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108 de algunos cuentos de Hoffmann, además de colocarlo en el centro de las escenas. El ingreso de Hoffmann a la taberna es el recuento desventurado de los amores del poeta. Si bien el prólogo hace alusión a la buena suerte que corre Anselmo por ganar el amor de Serpentina, los actos sucesivos refieren los tres amores fallidos que prefigura Stella, faceta del amor inalcanzable, alma de todas unida en ella: el deseo obsesivo por Olimpia, la muñeca mecánica de inanimada vida, creada por el científico Spalanzani, en «El hombre de la arena»; Antonia, inspiración que nace del «El violín de Cremona», la historia de una joven cantante que muere a temprana edad, o Giuletta, voluptuosa amante de «La aventura de la noche de San Silvestre», tan sólo el ilusorio reflejo que le devuelve el espejo. Al cierre del epílogo, el círculo se completa; de regreso a la taberna en Nuremberg, el itinerario de los tres actos por París, Munich y Venecia son el lapso que culmina con el rencuentro de la musa, revelación poética que insta a Hoffmann a olvidar sus amores pasados, a renovar su pasión por ella: la poesía. La síntesis que deja ver la memoria del poeta evoca las paradojas ceñidas al recuerdo, quedarán enmarcadas en la médula de su ser. Hundido en la desilusión, cae ebrio sobre una mesa; el sueño perturbador le devuelve la imagen de su vida hecha de pasión. Las distintas expresiones del arte crearon los medios para aproximarse a la obra de Hoffmann; son ópticas heterogéneas de temas similares, variaciones que acogen las experiencias plasmadas en la escritura que ensanchó su rumbo hacia ámbitos teatrales, musicales, plásticos o cinematográficos. La adaptación a la pantalla de la ópera de Offenbach en 1951 probó ser un proceso complejo de transformación. Se tradujo al inglés por Dennis Arundell y dio título a la película The Tales of Hoffmann (Los cuentos de Hoffmann). Bajo la dirección de Michael Powell (1905-1990) y Emeric Pressburger (1902-1988), el elenco de bailarines, cantantes y actores animan la ambiciosa producción que se condensa en 127 minutos. Accesible en formatos modernos, la película es un deleite visual en el que predominan lugares exóticos, vestuarios exuberantes en una gama de tonalidades intensas y deslumbrantes coreografías que exalta la música de la Orquesta Filarmónica Real de Londres,


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conducida por sir Thomas Beecham. Del orden original dispuesto por Offenbach (Prólogo-Olympia-Antonia-Giulietta-Epílogo), los directores invirtieron los actos 2 y 3 (Giulietta-Antonia) y sustituyeron en el tercero Venecia por una remota isla griega. Pero la libertad de los directores en esta adaptación no era la primera. Fue común en su carrera acudir a fuentes literarias que dieron voz autónoma a películas como el thriller de Joseph Storer Clouston El espía negro (The Spy in Black, 1939), Un cuento de Canterbury (A Canterbury Tale, 1944), basada en los cuentos de Geoffrey Chaucer Narciso negro (Black Narcissus, 1947), novela homónima de Margaret Runner Godden o Las zapatillas rojas (Red Shoes, 1948), del cuento de Hans Christian Andersen. El dúo Powell-Pressburger se formó en los estudios del cineasta húngaro Alexander Korda en 1930. Dirigió más de 50 películas en varios países europeos y en Hollywood antes de establecerse en Inglaterra, donde fundó London Film Productions. Doce años más tarde nacería la productora The Archers (Los Arqueros), que desde entonces identificó la sociedad de los directores con este rubro. Según Joe McElhaney, la unión Powell-Pressburger ha sido una de las más fructíferas en la historia del cine. El primero incursionó en películas de bajo presupuesto, mientras que el segundo era un refugiado húngaro que había trabajado en Alemania y Austria como guionista. Dicha fusión les permitió establecerse al margen de las grandes productoras británicas como cineastas independientes, pese a que utilizaron todos los recursos tecnológicos de la época, y se valieron de actores prominentes y grandes estrellas de la pantalla. Los arqueros, vistos en ocasiones como disidentes, se apartaron de la corriente del cine británico en el que predominaba el tratamiento de temas realistas de moda en esos años. Más aún, porque en los años 50 prevalecía en Europa el clima desolador e incierto provocado por los efectos de la posguerra. Se aventuraron en vertientes temáticas que iban en sentido opuesto al gusto promedio del público. Indagaron en la naturaleza del cine, profundizaron en sus vínculos con el teatro, la pintura, la música y el folclor. El tratamiento formal y la sofisticación visual de sus películas hacían explícita la evocación de los orígenes narrativos: el mito, la fábula y los cuentos de tradición oral que dotaron sus


el puro cuento

110 películas de atmósferas mágicas. Una característica importante de estos directores es la tensión que existe en muchas de sus películas entre el afán de documentar aspectos socioculturales y el anhelo de sustraerse dentro de su mundo privado en defensa del arte por el arte. Quizás por ello enfrentaron los ataques de la crítica, lo cual limitó en aquellos años la distribución de sus películas fuera del continente europeo. Sin embargo, el tiempo hizo su labor y la recepción de sus obras ganó el reconocimiento esperado; la influencia de PowellPressburger en nuevas generaciones de directores de la talla de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Derek Jarman y Aki Kaurismaki revitaliza la huella de una flecha que lanzaron al infinito. Los cuentos de Hoffmann es prueba de un trabajo autosuficiente. La ópera impulsó el talento de los directores que no minimizaron su esfuerzo por transmitir las características individuales de los personajes y el sentido dramático de las escenas. Cada detalle apunta a realzar a Hoffmann en el núcleo central de sus emociones. El poeta sufre por la indiferencia de las mujeres que ama, son fragmentos de rostros distorsionados que lo persiguen. Atrapado en la búsqueda de la belleza y el amor auténtico, surge de las tinieblas el mago de múltiples disfraces; está ahí en todo momento a sus espaldas como presagio siniestro del ineludible destino que hunde al poeta en el ahogo de su tristeza. Hoffmann gestó en su escritura mundos posibles en la imaginación, vuelo de palabras que desatan los sentidos entre la bruma de la alucinación. Magnificó las dimensiones de la realidad bajo el manto del engaño. Su mano hábil forjó el laberinto que nos pierde en el sueño de las apariencias, disfrazó los dramas humanos con el candor de la fantasía, máscara del encubrimiento sutil de la conciencia.


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Carlos Adampol Galindo, La transformación de la revista.

«L

a vida es ese libro que compramos en una librería de libros de segunda y que empezamos a leer en el momento de nacer y terminamos cuando morimos, mientras atravesamos calles, países, mujeres, ciertos lagos, ríos, el cielo azul, un aeropuerto, tal vez un mar poblado de gaviotas, si corremos con suerte. Es ese libro de pastas azules y duras donde el único personaje que no sabe que lo es es uno mismo .

«

Rogelio Guedea


el puro cuento

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El trece

S

egún los mayas, el origen del mundo se dio por la lucha entre 13 divinidades celestiales y 9 del mundo inferior; ellos destruyen y vuelven a modelar el Universo en eras. El 13 es sagrado en su astronomía y calendario. El 13 está encima de la influencia astral de los 12 signos del Zodiaco. Con el uno se representa el principio de todo; con el 3, la magia de lo abierto, de lo porvenir. Las arras son un conjunto de 13 monedas que se regalan en ciertas ceremonias nupciales a la novia. En el judaísmo, el 13 es de buena suerte. Los hombres son llamados a leer la Torá por primera vez a los 13 años. En hebreo, el número que expresa la unidad es el 1, que se dice ejad y las letras que lo conforman: alef (1), jet (8) y dalet (4), suman 13. La alef remite a uno que es el Creador, la jet a los siete cielos y la tierra y la dalet a los cuatro puntos cardinales. El 13 también está asociado con la muerte. En el Diccionario de símbolos, se afirma: «El simbolismo general de la muerte aparece igualmente en el decimotercer arcano mayor del Tarot, que no tiene nombre, como si el número tuviese sentido suficiente por sí mismo o como si los autores de esta lámina hubieran temido nombrarla. La cifra 13, efectivamente, cuya significación maléfica, constante en la edad media cristiana, aparece ya en la antigüedad, simboliza “el curso cíclico de la actividad humana, el pasaje a otro estado, y en consecuencia, a la muerte”. […] La decimotercera lámina del Tarot simboliza la muerte en su sentido iniciático de renovación y de renacimiento». En Estados Unidos la mayoría de los elevadores no tiene parada en el piso 13. Muchas personas no sientan a nadie en la silla 13 de su mesa.



DECÁLOGO

AEBI-OCHSNER

HORACIO QUIROGA núm. 13 | 60 pesos

Horacio Quiroga, Obras sobre literatura, Arca, Montevideo, 1978

núm. 13 El Puro Cuento

1. Cree en un maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov) como en Dios mismo. 2. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo. 3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia. 4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón. 5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas. 6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes. 7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sus-tantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo. 8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea. 9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino. 10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

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MICRORRELATOS

ENTREVISTA

Cinescritura Las máscaras de Hoffmann

CUENTEARTE: CHRISTINE

Cuento; luego,existo El miedo lejano

Gonzalo Salesky María Cruz Pájaros en el alambre Renato Buezo Iván Medina Castro La flauta mágica y sus fuentes Manuel Hernández Borbolla Edgar Aguilar Mario Moravenik Hansel Espinoza


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