EL POZO REVISTA LITERARIA DIGITAL

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9:00 a.m. Las siete horas que pasaron encerradas en la habitación se hicieron eternas para las hermanas Nel. Pero si alguien les hubiera preguntado qué preferían a estar sentadas y maniatadas junto a los nuevos visitantes, de seguro gritarían que deseaban que las devolvieran al cuarto. En el transcurso del encierro solo oyeron a los individuos hablar un par de horas, el resto había sido de un silencio total, cosa que les indicó que estaban dormidos, pero nada podían hacer ellas, ambas atadas y amordazadas con sus propias medias en la cama. Ahora las dos se encontraban en el comedor sentadas una alejada de la otra, viendo y escuchando a sus captores. La mujer, Tania, hojeaba el cuaderno de Laura. —¿De qué trata la novela? —preguntó Tania a Malena, inmovilizada en una silla. —La que escribe es ella, y nunca me dice acerca de qué lo hace. —¿Cómo te llamas? —Malena. —Tania abrió sorprendida los ojos de par en par. —Oye, Melena, casi como tú, pero con pelo y pechos. Melena le dedicó una falsa sonrisa y le mostró el dedo mayor. —¿Y la otra cómo se llama? —Si quieres saber cómo se llama la otra, pregúntaselo tú misma a ella. Tania se quedó observándola unos instantes y luego se alejó de ella, arrojando el cuaderno sobre la mesa. El estar allí se tornaba monótono. A pesar de haber dormitado durante la noche, la mañana se hacía larga y, para colmo, el día se esperaba caluroso y húmedo. Laura permanecía en el sillón apresada por las muñecas y las rodillas, estudiando toda la escena: el alto, al que llamaban el Tano, estaba apoyado junto al marco sin ventana fumando un cigarrillo mientras miraba hacia afuera. El desgraciado que la había apuntado por la espalda, Pablo, daba vueltas incesantes, yendo y viniendo sobre sus pasos, pensativo y preocupado. El pelado, al que tan originalmente habían apodado Melena, jugaba, en cueros y ataviado solo con una sábana blanca sujeta por la cintura, con el manto negro. —¿Es que no te piensas vestir? —le preguntó Tania a Melena. —En cuanto se seque la ropa —contestó él imitándole la voz en tono de burla. —¿Por qué no nos vamos, eh? —inquirió Tania dándole la espalda al calvo. —Convendría esperar a que anochezca —dijo Pablo sin dejar de andar y sin levantar la vista del suelo.

—¿Y mientras tanto qué, nos sentamos en ronda, nos hacemos la paja y tomamos la leche? —Eeesa boquita es la que me gusta —canturreó festivo Melena. —¡Tú cállate! —le gritó irritada—. De veras, chicos, falta todavía toda una maldita tarde. ¿Qué vamos a hacer? —Improvisar —dijo Carmelo, tiró la colilla al piso y la estrujó con el zapato. Se dirigió al cuarto de las dueñas de la casa y salió con la radio bajo el brazo. Intentó levantar las persianas de las ventanas que flanqueaban la puerta de entrada, pero le fue imposible, así que apoyó la portátil en el umbral de la puerta y la encendió. Todos lo observaban expectantes, intrigados por lo que haría a continuación, pero no hizo más que salir al exterior, sacarse la camisa y ponerse a bailar. Invitó con un dedo a Tania, quien, repuesta ya por lo visto de la muerte de su hermano, sonrió resignada y aceptó la invitación a danzar al rito de «I think I’m paranoid» de Garbage. Melena corrió, envuelto en la sábana, en busca de las cervezas y los cigarrillos. El velatorio se transformó en una fiesta en pocos segundos, aunque la cerveza estuviera caliente y el sol quemara como el propio infierno. El polvo de la tierra se elevaba en torno de los festejantes a cada paso que daban. «Qué injusta es la vida en ocasiones», pensó Malena. Horas atrás había creído que estaría sola —mejor dicho, en compañía de su hermana—, sirviéndole de musa a Laura para que esta se hiciera famosa gracias a su primera novela, y ahora se encontraba atada en una silla, gimoteando y en ropa interior. Laura se mostraba ajena al llanto de Malena. Ella no lloraba. Jamás lo hacía. Tal vez no había nacido bonita como su hermana, con aquellos preciosos ojos verdes —los de ella eran en cambio «del color de la caca». Pues así consideraba los suyos—, pero sí más fuerte de carácter, y se juzgaba capaz de tolerar una situación incluso peor que esta. «Por fortuna no nos torturan ni nos violan». Laura al menos conservaba su ropa. Escudriñaba todo lo que acontecía sin pestañear, pero no sin sentirse también decepcionada con la vida al igual que lo estaba su hermana menor. «¿La vida o el destino?», pensó. «Bah, eran la misma mierda», lo único que quedaba era aguardar a que anocheciera sin cometer ninguna estupidez que les costara caro. Aunque faltaba tanto para que la luna saliera... Esperar. Solo eso, esperar. La transpiración de los bailarines comenzaba a olerse en el aire. Pablo estaba agitado de tanto corretear con Chad, que sacudía el rabo como nunca. 30


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