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LAS AVENTURAS DE FES DE SAX

EL DRAGON DE CASTELO NEGRO

Por Roberto Barreiro Ilustrador Yair Bocchietti

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Llegaron a la mañana, cuando el calor del verano no hacía estragos y el pueblo comenzaba a sacudir su modorra cotidiana. Eran seis guerreros, de espaldas anchas, lo que me hizo automáticamente ponerme en guardia. “Espaldas anchas, cerebros estrechos” decía mi papi y mi experiencia normalmente le daba la razón al viejo.

El porqué estaban ahí no era asombroso. Desde que había corrido la fama de los fabulosos tesoros que guardaba el dragón de Castelo Negro, el pueblo – último lugar habitado por seres humanos antes del castillo – era parada frecuente de aventureros dispuestos a conseguir fama y oro destruyendo al dichoso monstruo. A veces me preguntaba si valía la pena haberse venido a vivir aquí, cuando uno de los motivos de mudarme en primer lugar fue justamente esquivar esa clase de gente.

Malala me miró. Loiso me miró. Yunke, el herrero, me miró. Seguro que el resto del pueblo que estaba por ahí me miró. Todos diciéndome con los ojos que me tocaba hablar con ellos, siendo lo más parecido a alguien importante de por ahí. No es que fuera jefe ni mucho menos: ya había tenido en mis años anteriores mi cuota de jefes, reyezuelos, capitanes y pequeños tiranuelos causándome suficientes problemas como para yo ponerme en su lugar ahora. Pero cuando aparecían gente de afuera parecía que todos se sentían en la obligación de dejarme a mí el trabajo de ver con qué ánimo venían. Así que me dirigí hacia ellos caminando con calma. - ¿Los puedo ayudar en algo, amigos? – les dije, sacando mi sonrisa amistosa, la que uso en situaciones diplomáticas y potencialmente riesgosas. Media docena de guerreros armados sin conocer exactamente sus motivos definitivamente clasifica dentro de esa categoría.

- Si que puedes, campesino. Indícanos donde está Castelo Negro y cómo se llega a él– repuso un joven de barba negra, coraza brillante, actitud despreciativa y escasas cicatrices. Un novato, seguramente, entusiasmado con la idea de hacerse con fama y oro rápidamente corriendo una gran aventura. Pensé en mis años mozos casi con nostalgia.

- Efectivamente, está en el camino correcto. Sigan hacia donde se pone el sol y, si sobreviven al camino, llegarán al castillo. Después está el dragón, pero sospecho que lo saben ya, sino no veo que harían por aquí… - respondí amablemente, sin el menor asomo de molestia ante su tono condescendiente. Evidentemente la parte de sobrevivir al camino les había llegado, pues se miraron entre sí. Al final otro de ellos habló.

- ¿Y no hay una manera de llegar sanos y salvos hasta alli?

- Se pueden mitigar los riesgos con algún buen guía que conozca la zona. Por el precio adecuado se puede conseguir uno – dije con mi mayor inocencia. Pero todos entendieron la indirecta.

- ¿Cuánto? – preguntó el primero que había hablado. Sospecho que esperaba que le pidiera una cantidad exorbitante, a partir de lo cual empezaría una discusión no exenta de amenazas de su parte de destruir el pueblo o algo así. Algo completamente innecesario en mi opinión. Quedaron impresionados, como pasa con todos los que vienen. Un dragón de mascota es algo poco común en los Nueve Reinos. Eso les decía además que habían contratado a la persona adecuada como guía.

- Treinta y cinco getels por cada uno. Por adelantado. – afirmé. No era barato pero, comparado con lo que los habían esquilmado en el tramo anterior – los gombahs de las colinas Unartas dicen haber dejado de asaltar a los viajeros, pero no es así: ahora solo lo hacen con pesas y medidas y jurando en nombre del “dios del Mercado” en vez de con armas en mano – iban a considerarlo un muy buen precio. Y siempre ayuda tener conformes a tipos armados.

Discutieron un poco entre ellos pero estaba claro que la oferta les cerraba. Con una sonrisa de oreja a oreja aceptaron el trato y preguntaron donde podían alojarse para preparar todo. Les dije que en mi casa los recibiría sin inconveniente, más allá de cierta incomodidad por el espacio.

Al llegar, Hurni se movió histérico en su jaula. No le gustan los desconocidos y hace mucho ruido. Tuve que calmarlo con dos lonjas grandes de cabra, que comió hundiendo su pico correoso con un salvaje abandono. Los seis se quedaron de una pieza viéndolo. Lógico: difícil que hubieran visto alguna vez a un pequeño dragón en cautiverio.

- ¿No es peligroso? – preguntó un pelirrojo con músculos de toro que por primera vez parecía mostrar algún tipo de emoción.

- Desde ya que lo son – respondí. – Si uno no se cuida mucho y libera a este bicharraco antes de tiempo, no solo la casa sino que la de mis vecinos pueden terminar destruidas y muertas como las ruinas de los imperios Balardos.

- Y entonces ¿por qué lo tiene?- preguntó curioso el joven de barba negra que había hablado conmigo al principio, que decía llamarse Junipero Barba Luenga

- Seguridad – repuse: - Los dragones nunca se meten en territorio de otro de su especie, incluso si es pequeño. Tenerlo aquí es garantía que el dragón de Castelo Negro no vendrá a molestarnos. Además, son criaturas muy inteligentes. Si uno los trata bien de pequeños, crecerán reconociéndolo a uno. Son como los gatos: Los preparativos para salir duraron cuatro días, durante los cuales me fui enterando de quiénes eran y de dónde venían. Preguntas que podían resumirse diciendo que eran escoria y venían por oro. Junípero se había rebelado contra el viejo rey Cymbeline, cuando supo de la decisión de éste de que sus nobles pagaran la mayor parte de los gastos ocasionados por la guerra de anexión de las marcas Carótenas, lo que tenía lógica, ya que los nobles eran los que mas se beneficiaban con la anexión. Pero claro, el viejo Cym – cuyo origen entre nómades donde el que más tiene debe ser el que más da, so pena de quedarse solo en medio del desierto expulsado por la tribu- no contaba con ideas civilizadas que dicen que la nobleza está aparte y no tiene ninguna obligación moral, como muchos filósofos han escrito (según me recalcó Junipero en la mesa). Y desde ya, a la hora de elegir entre civilización o barbarie, Junípero decidió unirse a los civilizados que pedían básicamente que su Majestad dejara de importunarlos con esos pedidos, si fuera posible de manera definitiva y decapitadamente permanente.

Lamentablemente Cymbeline puede ser poco evolucionado en lo cultural –recuerdo reírme como un idiota cuando intentó recitar poesía en un campamento antes de una batalla. Era para alquilar balcones-, pero a la hora de las campañas militares, era de un refinamiento absoluto. Así que poco después, Junípero y los suyos habían esquivado milagrosamente las estacas que habían empalado a sus civilizados compañeros de conjura, poniendo la mayor distancia posible entre ellos y Cym.

Enfrentados al penoso dilema de comer, ahora que no tenían un feudo que se lo garantizara, Junípero y sus amigos decidieron provisoriamente dedicarse al saqueo de aquellas personas que todavía seguían aceptando la tiranía de Cymbeline sin poner ningún reproche. Así que los campesinos, mercaderes y viajeros de la zona se encontraron pagando improvisados “impuestos de guerra” por parte de los “luchadores por la libertad” que pasaban por sus caminos. Más de algún recalcitrante leal a Cymbeline debió lamentablemente terminar descuartizado como venganza. Sobre todo antiguos súbditos suyos que parecían estar complo-

tados para denunciarlos ante un rey que siempre los había tratado bien pese a su inferioridad de casta natural, los muy desagradecidos.

Finalmente cayó en sus manos un monje ambulante quien, tras una larga sesión de “extracción de información”, les contó sobre Castelo Negro, el dragón y su inconmensurable tesoro. Por lo que deduje de lo que me contaron, el pobre Hiznoga al fin habría logrado alcanzar en plenitud a su dios. Una pena. Era un gran contador de historias y jugaba a los dados con una habilidad prodigiosa, pese a nunca hacer trampa porque se lo prohibía la regla monástica. Así que decidieron venir en esta dirección, a ver si las riquezas de Castelo Negro les permitían levantar una nueva guerra contra Cymbeline. Y aquí estaban.

Cuando todo estuvo listo, salimos temprano por la mañana. Yo abría la marcha seguido por Junípero, con sus demás hombres avanzando tras él. Había afilado a Morwen la noche anterior, dejándola como en sus mejores tiempos. Fuera de un par de desmadres menores fruto de beber demasiado, mis empleadores no habían causado problemas en el pueblo. Sin embargo, el alejarme con ellos me tranquilizó. Siempre es bueno tener a los bandoleros fuera de la casa.

Durante la marcha observé que Junípero miraba atentamente el mango de mi espada. Había algo que le interesaba de ella, como queriendo recordar algo. Sospechaba lo que vendría y me dispuse a tener una de esas conversaciones en la fogata tan comunes cuando viajas con extraños.

Pero el destino decidió que las cosas salieran de otra manera. Era el atardecer y el camino se oscurecía. Estábamos todavía avanzando entre el pantano Huarmen, un lugar que prefiero pasar lo más rápido posible porque siempre tiene criaturas listas para dar una desagradable sorpresa. Pedí que me siguieran en fila india, con los ojos muy atentos y desviándose lo menos posible de donde pisara mi caballo. Miraba cuidadosamente el sendero delante de mí y me olvidé de vigilar los costados. Fue solo un instante de distracción, pero suficiente para que pasara el desastre. Las gigantescas fauces del trúmbulo se cerraron sobre Hungur y su montura. Murió instantáneamente. Lo que es de esperarse: el trúmulo es básicamente una gigantesca mandíbula que flota en el agua esperando que algún animal - u hombre- caiga hipnotizado por su luz y la toque, como si fuera una gigantesca ratonera, con la luz como queso y el pobre Hungor como presa

Lo peor es que los trúmbulos siempre andan en grupos. Y las luces que empezaban a aparecer alrededor del camino eran, por lo que podía ver, demasiadas para mi gusto.

- ¡Miren al suelo! ¡No fijen su mirada en las luces! – les grité, mientras me desesperaba tratando de hallar un manojo de cañas. Tuve suerte: un grupo de ellas crecía a unos metros de ahí, a la vera del sendero. En dos zancadas estuve allí y las corté con mi espada.

Me acerqué a los demás, que habían puesto pie a tierra y miraban al suelo mientras sujetaban a sus caballos. Por el momento era suficiente: Los trúmbulos se acercan lentamente y sus luces no estaban todavía lo suficientemente cerca para vencer nuestra voluntad. Aunque venían para aquí. Les repartí las cañas.

- ¿Y ahora? – preguntó Junípero.

- Ahora, tienen que pegarle con las cañas a las luces. Así cerrarán sus fauces y se irán– respondí.

- Pero ¿y si la luz nos domina como a Hungur?

- Terminan como Hungur. Con lo que espero que sus voluntades sean de hierro.

Busqué una luz y apunte con mi caña en esa dirección, tratando de mirarla lo menos posible. Era como tratar de disparar una flecha al blanco mirándolo de reojo. Sentí tocar la base de la luz y me apresuré a sacar la caña. Las fauces por poco la atrapan y no teníamos tantas cañas como para andar dejando que cada trúmbulo comiera una.

-¿Adónde vas, Hungur? – dijo una voz a mis espaldas. Me dí vuelta y vi a Hungur (el pelirrojo de músculos de toro que había preguntado al llegar por los riesgos del viaje) avanzar hacia lo que parecía una luz brillante. Maldije entre dientes, desenvainé a Morwen y grité para que lo detuvieran… sin poder evitar que Hungur acercara la mano para agarrar la luz. Los otros me imitaron y comenzaron a golpear las luces. No siempre podíamos evitar perder las cañas entre las fauces de los trúmbulos y un par quedaron hipnotizados momentáneamente antes que sus camaradas los contuvieran. Asimismo un par de caballos se soltaron de nuestra mano y se encaminaron a convertirse rápidamente en alimento. Pero veníamos con

Acababa de perder mi segunda caña cuando vi que mi compañero más cercano, un pelirrojo llamado Scarimongo – que estaba a unos metros de los demás- soltaba su caña y avanzaba rápidamente hacia una luz. Scarimongo era conocido por ser el más veloz del grupo y vaya si lo era. En un instante estaba ahí nomás de tocar la luz.

Si yo lo hubiera pensado no lo habría hecho. Ninguno de estos tipos me caía bien y no era mi obligación salvarles el pellejo, sino solo llevarlos hasta Castelo Negro. Si conseguían lo que querían seguro se convertirían en unos saqueadores que traerían la desgracia a mucha gente. Pero en medio de la pelea, los viejos instintos afloraron y no iba permitir que el tipo a mi lado muriera si lo podía impedir. Así que tomé una caña del suelo, sujeté mi espada con mis dientes, corrí hacia Scarimongo y usé la caña como pértiga, apoyándola en el piso, todo eso antes siquiera de pensar en la idiotez que iba a hacer. Me elevé con ella y caí sobre la luz del trúmulo, empuñando a Morwen. Tenía una única opción: darle una puñalada certera al cerebro del trúmulo, ubicado en la base de la luz. Salimos del pantano y armamos campamento entrada la noche. Había sido un día agotador y solo quería dormir. Pero mis compañeros decidieron relajarse tomando jugo de sueño verde y no hubo manera de decirles que no. Se pusieron jocosos y pesados. En un momento, ya medio embriagado, Junípero me miró fijo y me dijo:

- Yo se quién eres: Fes de Saxland.

Me quedé frío y la poca borrachera que tenía se me pasó por encanto. ¡Me habían reconocido!

- Yo sabía que había visto esa espada antes – continuó – Era un niño cuando mi padre contrató un ejército mercenario para enfrentarse a los ataques de los gonarios del desierto. Ví entrar a sus capitanes en la Gran Sala de Reuniones para negociar su precio con mi padre. Eran un grupo variopinto, que venía de todos los reinos, unidos todos por su fiero aire. Recuerdo al que entonces era el capitán Cymbeline avanzando orgulloso con una sonrisa de oreja a oreja. Había un hombre de orejas puntiagudas, gigantesco, que parecía dispuesto a comerme.

Morwen entró perfectamente en la carne del monstruo. La luz repentinamente se apagó. No tenía mucho tiempo. Saqué mi espada chorreante de sangre azulada, tomé al desorientado Scarimongo en mis brazos y salté con toda mis fuerzas antes que el trúmulo se hundiera en el pantano… seguido por todos los demás trúmulos, que parecen encontrar un placer irrefrenable en el canibalismo.

Me miraron con otros ojos desde ese momento. Era evidente que los había impresionado. Especialmente Junípero me miró con mucha atención, como tratando de traer algo a la memoria desde lo profundo de su mente. Esa mirada me inquietó un poco pero teníamos problemas más urgentes para solucionar. Teníamos tres caballos menos, víctimas de las luces de los trúmulos, se acercaba el ocaso y todavía había un trecho largo hasta salir de allí y poder hacer campamento en una zona más segura. Les pregunté si querían decir alguna oración por Hungur y como respuesta me miraron como si les hubiera hablado en balardiano antiguo.

- ¿Para qué? Sin él, tendremos un tesoro más grande – respondió Scarimongo, que evidentemente no estaba muy preocupado por la vida en el más allá de su antiRecordé a Shotaro y no pude dejar de sonreírme, porque efectivamente lo hubiera comido si se le daba la opción.

- Y allí venías tú, con una cabellera negra que te caía por los hombros, una barba cuidada y el gesto altivo, con tu mano en el mango de tu espada. Quedé impresionado por tu estampa y pregunté quién eras. Y me comentaron de tus hazañas. De cómo habías aguantado en el puente de Lungia con un grupo de hombres el ataque de los Caballeros Hulianos. O como habías robado el Diamante Eterno del templo de Bondia con un engaño increíble. O como mataste al Oigor de Lunia, aunque estaba rodeado de cien fieros guardias…

- Eran muchos menos, te lo aseguro. Y la mayoría era susceptible a ser sobornado – le dije, a ver si se distraía. Pero era como hablar con una pared, porque continuó.

- …Y después supe lo que hiciste en batalla con mi padre. Cómo los llevaste a la encerrona de Hancourt donde tus compañeros los exterminaron en una batalla sangrienta para luego ir a saquear a los campamentos que no supieron lo que se les venía. Todavía se hablaba de ello años después…

- ¿Hablaban también de lo que nos hizo hacer tu padre? ¿De entrar a territorio gonario y exterminar cada persona que hallábamos de maneras crueles? ¿De las animaladas que hicieron sus tropas? ¿De los baños de sangre que sus sacerdotes ofrecieron a los dioses? ¿De la Oscuridad Negra que desató en la región, algo que me gustaría no haber visto? Tu padre era más salvaje que el peor de los gonarios, te lo aseguro.

Eso le molestó profundamente. En sus ojos se encendió esa mirada asesina que le he visto tan seguido a la gente que se rodea tanto tiempo de personas que le dicen que sí que enfurecen cuando alguien les pone una visión diferente de lo que pasó.

- ¡Mi padre fue el que salvó a todos de esos bárbaros! Si no los hubiera contratado a ustedes, no habría quedado nada. Fue mejor eliminarlos. Aparte eran medio animales, como explicaron los sacerdotes, definitivamente inferiores a nosotros.

Estaba enfureciéndome pero, de reojo, vi que los compañeros de Junípero me rodeaban, algunos poniendo sus manos en las empuñadoras de su arma. Definitivamente llevaba las de perder si algo pasaba y decidí bajar el tono.

- Bueno, ok, no peleemos por el pasado… - dije conciliador. – Bastante tendremos con lo que se nos viene próximamente… En todo caso, no quise ofender a tu difunto padre…

La mirada asesina desapareció y vi que el peligro había pasado… al menos por ahora.

- Disculpa aceptada – dijo Junípero y me sirvió un gran trago. – Lo que me pregunto es ¿cómo terminó un guerrero como tú en este pueblo en medio de la nada, haciéndonos de guía?

- Llegué como ustedes, en la miseria, con sueños de oro y gloria, buscando matar al dragón y conseguir su tesoro… y me encontré con una joven hermosa que me hizo repensar las cosas. Cuando mis compañeros decidieron seguir, preferí quedarme allí con ella. Mis compañeros nunca volvieron. Yo cambié mi espada por el arado y la sangre por la tranquilidad de un lugar que no tienta a nadie porque no hay nada que sirva allí.

Me miró con curiosidad, como si descubriera que viajaba con un loco. Buscó las palabras para no decir lo

- Bueno… Si es así para ti, pues así será… Yo no lo haría pero no es mi vida…

La conversación se apagó de a poco tras eso. Ya el cansancio nos pegaba y nos empezamos a arrebujar listos para dormir. Antes de dormir, Junípero me dijo:

- Pero no creas que porque un lugar es pobre y está lejos de todo es seguro. Sin ir más lejos, si se nos hubiera ocurrido, habríamos arrasado a tu aldea antes de seguir a Castelo Negro. Lo pensamos incluso. Pero tuvieron suerte…

Como si no lo supiera, pensé antes de dormirme. Era como muchas de las otras pandillas que habían pasado rumbo a Castelo Negro. Nunca atacaban porque nos necesitaban para llegar allí. Y nunca volvían de allí. Por supuesto, mi pregunta siempre era ¿Y si volvían, cargados de oro? ¿Qué pasaría si vencían al dragón? Y por supuesto mi respuesta me dejó insomne por un rato largo.

A la noche siguiente, avistamos al dragón. Estábamos descansando, preparando algo de comer en la fogata. Era una noche oscura y solo vimos un bulto moviéndose por el aire, mientras nuestros caballos daban un chillido de horror. Un segundo después oímos un ruido de desgarro y los relinchos enfermos. Un par quiso ir a ver pero los contuve. Lo lamenté por las pobres bestias. Cuando cesó el ruido fuimos a ver. Dos caballos yacían descuartizados y semi devorados. El dragón había cenado.

Pasado el mediodía siguiente vimos a lo lejos Castelo Negro. El basalto con el que estaba formado destacaba en el horizonte. Decían que los gigantes lo habían construido en los tiempos en que caminaban por la tierra y realmente era impresionante, aún a la distancia.

- Allí está… y hasta aquí llego. Deben tener como medio día más de marcha, pero no sé lo que encontrarán de aquí en adelante – dije.

Se miraron entre sí y Junípero habló por todos.

- Insistimos que vengas con nosotros. Seguramente alguien tan talentoso sabrá superar los inconvenientes – dijo. - Insistimos, mi querido héroe retirado. Nos llevas hasta el dragón y habrás cumplido con su parte – replicó con una sonrisa sarcástica Junipero

Me resigné a continuar. No era la primera vez que me habían querido hacer esa jugarreta.

El camino empezó a mostrar a los grupos anteriores. O al menos a los huesos que quedaban. Que eran muchos y variados. Definitivamente la visión los puso nerviosos y oteaban el horizonte en busca de alguna pista del dragón.

Pero nada apareció hasta llegar al pie de Castelo Negro y eso los envalentonó. Al llegar a la entrada, que se erguía oscura frente a nosotros, encendieron las antorchas con las que se iluminarían. Me dieron una y me indicaron que marchara adelante mío. Detrás, Scarimongo me apuntaba con una ballesta, sin parecer muy agradecido por haberlo salvado de la muerte unos días atrás.

Me adentré en el lugar sintiendo a los demás a mi espalda. Si salía como ellos esperaban, yo era básicamente un señuelo. Por supuesto no pensaba darles el gusto.

La palanca estaba escondida en el primer recodo, apenas visible. Tiré de ella antes que pudieran hacer algo. La trampa se abrió bajo mis pies y los de Scarimongo, deslizándonos por una rampa. Bajé veinte metros y me aferré al fierro que colgaba del techo. Scarimongo descendió diez metros más hasta el bosque de estacas afiladas que lo dejaron trincado como un pollo. Esta vez no lo salvé.

Me impulsé con los brazos hasta la escala que colgaba sobre el fierro. Subí por ella y pude ver cómo Junípero y los otros tres trataban desesperadamente de abrir la trampa. No perdí el tiempo y accioné las palancas. Se oyó un rugido horroroso y del borde de la caverna izquierda salió un chorro de fuego lo suficientemente grande para llamarles la atención. Se aprestaron para el combate y avanzaron con cuidado. Los dejé llegar hasta donde se hallaba el tesoro. Eso siempre los distraía.

El tesoro sigue siendo enorme. Hay joyas de todos los materiales, oro y plata en cantidades, monedas de todo tipo, acumuladas por siglos, artefactos por las

que hechiceros darían medio brazo como mínimo, armas forjadas por armeros míticos. Los dragones son famosos por su codicia acumulativa, una suerte de urracas mortales que quieren todo lo que brilla. Definitivamente ver el tesoro es una vista impresionante. Hasta el aventurero más frío pierde la cabeza un segundo al ver eso. Y estos tipos no eran muy fríos que digamos. Bajaron la guardia, se olvidaron del dragón que debían cazar y contemplaron extasiados el tesoro que les cambiaba la vida. Dos murieron con esa mirada feliz cuando las dos saetas salieron del fondo del salón y los atravesaron parte a parte.

Junípero reaccionó a tiempo. El otro no. No le di tiempo. Salí de las sombras y le clavé a Morwen en el cráneo. Me miró sin entender y murió antes de caer al piso.

Me dirigí a Junípero. Este me miró y terminó de entender todo.

- Siempre fue una trampa, ¿no?

- Tigre, era obvio que tú y tu gente iba a querer complicarnos la vida. Todos lo quieren hacer. Creen que van a arrasar el mundo con el tesoro y lo primero que encontrarán para arrasar será el lugar donde vivo. Yo solo tomo medidas preventivas y todos ustedes caen solitos.

- Todavía tienes que matarme.

- Se resuelve fácil. No pude evitar sonreír antes de responderle:

- ¿Quién dijo “último”? – Miré a la sombra que apenas se veía en el fondo del salón y dije: - ¡Hurni!

Junìpero se dio vuelta y vio abalanzarse a Hurni, fauces abiertas, sobre él. Todavía era un dragón cachorro y no lanzaba fuego, pero sus garras eran más que suficientes para destrozarlo en un instante.

Dejé que Hurni se alimentara de los cadáveres. Por más domesticado que un dragón pueda estar, nunca lo molesten cuando se alimentan. Dormirá un par de días aquí y volverá a la aldea cuando se le acabe el alimento. Sospecho que en diez o quince años se vendrá a vivir definitivamente aquí, como hizo su madre antes que la matara. Mientras tanto, habrá que seguir manteniendo la farsa. La leyenda del dragón de Castelo Negro debe seguir en pie para que sigamos viviendo en paz.

Mientras me alejaba pensaba en lo que conseguiría con el dinero que me habían dado, además de un par de objetos que me llevé de allí negociando con los gombahs. Son unos ladrones, pero conocen el mérito de mantener cerrado el pico.

FIN

Nos acercamos espada en mano. Las espadas chocaron y sacaron chispas. Junipero era un buen espadachín y tenía quince años menos que yo. Empezó a arrinconarme lanzando fintas en profundidad que podía responder apenas. Me hirió un par de veces antes de hacer que Morwen volara de mi mano. Caí al piso y Junípero lo disfrutó. Iba a matar a una leyenda y ganar un tesoro incalculable para él solo. El futuro era promisorio.

- Una última pregunta: ¿nunca hubo un dragón?

- Sí que lo hubo – repuse – Yo lo maté.

- ¿Por qué no te llevaste el tesoro entonces?

- Ya te dije que el amor me encontró aquí. No necesitaba llevarme nada. Así que ¿para qué?