Lecturas de fin de año

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Lecturas

de fin de año editorLuis Aceituno | diseñoEstuardo de Paz | ilustracionesJean Metzinger

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DOMINGO 23 DE DICIEMBRE DE 2018 GUATEMALA

POR MARYSE CONDÉ *

Camino a la escuela

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ebía tener trece años. Otra vez una estadía en la “metrópolis”. La tercera o la cuarta desde el final de la guerra. Yo estaba cada vez menos convencida de que París fuera la capital del universo. Pese a la existencia pautada con mucha precisión que llevaba en La Pointe, la extrañaba abierta sobre el azul de la dársena y del cielo. Me lamentaba por Yvelise, mis compañeros del liceo y nuestras deambulaciones bajo el reloj de arena de la plaza de la Victoire, única distracción que se nos permitía hasta las seis de la tarde. Porque, entonces, la oscuridad se instala y, según mis padres, podía pasar cualquier cosa. Salidos de más allá del canal Vatable, negros de sexo voraz podían acercarse a las vírgenes de buena familia y agraviarlas con palabras o gestos obscenos. En París me lamentaba también de las cartas de amor que, a pesar de las barreras alzadas a mi alrededor, los chicos lograban deslizarme. París, para mí, era una ciudad sin sol, un encierro de piedras áridas, una maraña de metros y autobuses en los que la gente comentaba sin preocuparse por mi persona: —¡Qué linda es la negrita! No era la palabra “negra” que me enardecía. En aquel entonces era usual. Era el tono. Sorpresa. Yo era una sorpresa. La excepción de una raza que los blancos se obstinaban en creer repugnante y bárbara. Ese año, como mis hermanos y hermanas habían comenzado la universidad, me desempeñaba como hija única, papel que me pesaba mucho, porque implicaba un incremento de las atenciones maternas. Asistía al liceo Fénelon, a dos pasos de la calle Dauphine donde mis padres habían alquilado un departamento. En ese colegio prestigioso, aunque austero, me había puesto, como era mi costumbre, a todos los profesores en contra por mis insolencias. En cambio, y por la misma razón, me había ganado el rango de líder y me había hecho muchas amigas. Paseábamos en banda en un cuadrilátero delimitado por el bulevar Saint-Michel, el bulevar Saint-Germain, las aguas muertas del Sena y las tiendas de arte de la calle Bonaparte. Nos dete-

níamos frente al Tabou, donde todavía gravitaba el recuerdo de Juliette Gréco. Hojeábamos los libros en la Hune. Nos quedábamos mirando a Richard Wright, macizo como un bronce en la terraza del café Tournon. No habíamos leído nada de él. Pero Sandrino me había hablado de su compromiso político y de sus novelas, Black Boy, Native Son y Fishbelly. El año escolar terminó y se aproximó el regreso a Guadalupe. Mi madre había comprado todo lo que pudiera ser comprado. También mi padre llenaba metódicamente grandes baúles de hierro pintados de verde. En el liceo Fénelon, el alboroto y la pereza eran prácticas desconocidas. Sin embargo, con los programas ya terminados, se sentía en las clases como un perfume de liviandad, incluso de alegría. Un día, la profesora de francés tuvo una idea: —Maryse, prepárenos una exposición sobre un libro de su país. Mademoiselle Lemarchand era la única profesora con la que me había llevado bastante bien. Más de una vez me había dado a entender que sus clases sobre los filósofos del siglo XVIII estaban dirigidas especialmente a mí. Era una comunista cuya foto en la primera plana de ‘L’Huma’ nos habíamos pasado de mano en mano. No sabíamos con exactitud lo que abarcaba la ideología comunista, oída por todas partes. Pero la adivinábamos en franca contradicción con los valores burgueses que el liceo Fénelon encarnaba ante nuestros ojos. Para nosotras, el comunismo y su diario L’Huma a olían a azufre. Pienso que Mademoiselle Lemarchand imaginaba comprender las razones de mi mala conducta y me proponía examinarlas. Al invitarme a hablar de mi país no se proponía solamente distraerme. Me brindaba la ocasión de liberarme de aquello que, según ella, me pesaba en el corazón. Esta propuesta bien intencionada me sumergió, al contrario, en un abismo de confusión. Eran, recordémoslo, los inicios de los años cincuenta. La literatura de las Antillas aún no florecía. Patrick Chamoiseau dormía disforme en el fondo del vientre de su mamá y yo misma nunca había escuchado pronunciar el nombre de Aimé Césaire ¿De qué autor de mi país podía hablar? Corrí hacia mi solución habitual: Sandrino. Había cambiado mucho Sandrino. Sin que supiéramos, el tumor que lo llevaría a la muerte lo carcomía malignamente. Todas sus amantes lo habían abandonado. Vivía en una soledad extre-

ma en una habitación miserable del noveno piso sin ascensor de la calle Ancienne-Comédie. Porque, con el afán de regresarlo a los anfiteatros de la facultad de derecho, mi padre le había cortado los víveres. Subsistía con mucha dificultad por el dinero que mi madre le daba a escondidas, consumido, sofocado, sin fuerzas, redactando con tres dedos en una máquina de escribir apática manuscritos que invariablemente los editores le devolvían con fórmulas estereotipadas.


—No me dicen la verdad, reaccionaba. Son mis ideas las que les dan miedo. Porque, por supuesto, él también era comunista. Una foto de Joseph Stalin con gran bigote decoraba su pared. Incluso había asistido a un Festival mundial de la juventud comunista en Moscú y había vuelto loco de admiración por los domos del Kremlin, la Plaza Roja y el mausoleo de Lenin. Como antes, no me permitía leer sus novelas y me esforzaba sin éxito por descifrar los títulos trazados en el reverso de las carpetas dobladas. Por mí,

intentaba a pesar de todo reencontrar su sonrisa de luz y asumía de nuevo sus maneras reconfortantes de hermano mayor. Hurgamos en sus libros apilados en desorden sobre los muebles y en el polvo del piso. Gouverneur de la rosée de Jacques Roumain. Eso se trataba de Haití. Tendría que exponer sobre el vudú y hablar de un montón de cosas que no conocía. Bon Dieu ritt de Edris Saint-Amant, uno de sus últimos amigos, haitiano también. Ya casi nos desesperábamos cuando Sandrino se topó con un tesoro. La Rue Cases-Nègress de Joseph Zobel. Eso era Martinica. Pero Martinica es la isla hermana de Guadalupe. Me llevé La Rue Cases-Nègress y me encerré con José Hassan. Los que no leyeron La Rue CasesNègres quizás hayan visto la película de Euzhan Palcy basada en el libro. Es la historia de uno de esos “negros pobres” a los que tanto les temían mis padres, que creció en una plantación de caña de azúcar en el tormento del hambre y las privaciones. Mientras su mamá se mete a trabajar en casa de los ‘békés’ de la ciudad, él es criado a fuerza de sacrificios por su abuela Man Tine, recolectora de caña en vestido acolchado por los remiendos. Su única vía de escape es la instrucción. Por suerte es inteligente. Es aplicado en la escuela y se prepara para convertirse en un pequeño burgués en el momento preciso en que muere su abuela. Lloré sin consuelo al leer las últimas páginas de la novela, las más bellas que a mi juicio haya jamás escrito Zobel. “Eran sus manos que me aparecían sobre la blancura de la sábana. Sus manos negras, hinchadas, endurecidas, agrietadas en cada pliegue, y cada grieta con la incrustación de un barro imborrable. Dedos encostrados, desviados en todas direcciones; en el extremo desgastados y reforzados por uñas más espesas, más duras e informes que pezuñas…” Para mí, toda esta historia era perfectamente exótica, surrealista. De un solo golpe caían sobre mis hombros el peso de la esclavitud, de la Trata, de la opresión colonial, de la explotación del hombre por el hombre, de los prejuicios de color, de los cuales nadie, aparte de Sandrino en algunas ocasiones, me hablaba jamás. Por supuesto sabía que los blancos no se juntaban con los negros. Sin embargo, lo atribuía, como mis padres, p a su necedad y su ceguera g incomprensible. Así, Élodie, mi abuela materna, estaba emparentada a blancos criollos que sentados a dos bancos del nuestro en la iglesia jamás giraban la cabeza hacia nosotros. ¡Una pena por ellos! Porque se privaban de la dicha de tener una relación como mi madre, el éxito de su generación. Yo no podía para nada aprehender el universo funesto de la plantación. Los únicos momentos en que habría podido tener contacto con el mundo rural se limitaban a las vacaciones escolares que pasábamos en Sarcelles. Mis padres poseían en ese sitio por entonces tranquilo de Basse-Terre una residencia secundaria y una propiedad bastante linda cortada al medio

por el río que daba nombre al lugar. Allí, durante algunas semanas, con excepción de mi madre, siempre distante, con su cabello cuidadosamente desenredado bajo su redecilla y collar de oro al cuello, todo el mundo se hacía el campesino. Como no había agua corriente, nos frotábamos con hojas, desnudos por completo cerca de la cisterna. Hacíamos nuestras necesidades en una bacinilla. Mi padre se ponía un pantalón y una camisa dril kaki, resguardaba su cabeza con un sombrero y se armaba con un machete con el que apenas se deshacía de las hierbas de Guinea. Los chicos, locos de contentos de ventilarnos los dedos de los pies y de poder ensuciar o desgarrar nuestra ropa vieja, bajábamos rápido las sábanas en búsqueda de icacos negros y guayabas rosas. Los verdes campos de azúcar parecían invitarnos. A veces, intimidado por nuestro aspecto de pequeños citadinos y nuestro francés, un cultivador nos tendía respetuosamente una caña de la que desgarrábamos la corteza violácea con los dientes. Sin embargo, tuve miedo de hacer semejante confesión. Tuve miedo de revelar el abismo que me separaba de José. Ante los ojos de esta profesora comunista, ante los ojos de toda la clase, las verdaderas Antillas eran esas de las que era culpable de no conocer. Comencé a revelarme pensando que la identidad es como un atuendo que hay que llevar, guste o no guste, quede bien o no. Después cedí a la presión y me puse el traje viejo que me había sido ofrecido. Algunas semanas más tarde di, delante de una clase atenta a mis palabras, una brillante exposición. Desde hacía días, el vientre atravesado por gruñidos de hambre se había inflamado. Mis piernas se habían arqueado. Mi nariz se había llenado de moco. La melena ensortijada se me había puesto colorada sobre la cabeza por efecto del sol. Me había vuelto Josélita, hermana o prima de mi héroe. Era la primera vez que devoraba una vida. Pronto le iba a tomar el gusto. Hoy todo me lleva creer que lo que llamé más tarde un poco pomposamente “mi compromiso político” nació en ese momento, de mi identificación forzada con el desdichado José. La lectura de Joseph Zobel, más que los discursos teóricos, me abrió los ojos. Entonces comprendí que el grupo al que pertenecía no tenía nada de nada para ofrecer y empecé a tomarle rabia. Por su culpa yo no tenía sabor ni perfume, una mala copia de los francesitos que frecuentaba. Yo era “piel negra, máscara blanca” y era por mí que Frantz Fanon escribiría. *Maryse Condé (Isla de Guadalupe, 1937) fue galardonada este año con el Premio Nobel Alternativo de Literatura. Es una de las grandes escritoras del Caribe. El cuento que presentamos está tomado de ‘Le cœur à rire et à pleurer: souvenirs de mon enfance’ (Robert Laffont, París, 1999). La traducción pertenece al Dr. Francisco Aiello.

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DOMINGO 23 DE DICIEMBRE DE 2018 GUATEMALA

POR EDUARDO HALFON*

La pecera E

staba perdido en la noche de Bruselas. Llevaba horas caminando sin mapa y sin noción alguna de las zonas de la ciudad y sin preocuparme del frío y de una ligera llovizna que apenas mojaba. Había caminado por callejuelas estrechas, por bulevares señoriales colmados de turistas, por plazas con indigentes dormidos y aferrados a sus pertenencias, por un enorme parque en cuyo perímetro estaban enlazadas las ramas de un castaño con el siguiente, como si todos los castaños formaran un solo castaño, aberrado y horizontal. Cuando salí del parque, no sé si por cansancio o descuido, empecé a cruzar una gran avenida sin ver antes en ambas direcciones, y solo el grito histérico de un viejo belga me despabiló y me hizo brincar de vuelta a la acera y logró salvarme de un enorme tranvía amarillo que me pasó golpeando con algo en el abdomen, y sin más continuó su ruidoso traqueteo sobre los rieles. Se me fue el aliento unos instantes. Me sentí un poco mareado. Aún no tenía dolor alguno, quizás por la adrenalina o el miedo, pero igual pensé que iba a caer ahí mismo: un guatemalteco desmayado entre los demás peatones, a media Bruselas. Y el viejo belga que había gritado, en vez de preguntar si estaba bien, se puso a insultarme con cuanta injuria sabía en francés y en holandés y acaso en un híbrido de los dos idiomas oficiales de la ciudad. Me escabullí deprisa por la acera. A dos o tres cuadras aún escuchaba sus alaridos. Llovía ahora más fuerte. Yo caminaba ya sin ganas, sin mucho ímpetu, sosteniéndome el vientre con una mano como si de pronto algo importante se me fuera a derramar por el ombligo. Pero después de unos minutos empecé a respirar de nuevo, a olvidar no solo el peligro y el golpe, sino también la vergüenza. Al rato llegué a una serie de gradas que descendían hacia una pequeña plaza. Me detuve y descubrí que abajo en la plaza había un jardín y una pileta sin agua, de forma cuadrada, con dos niños de bronce verde cabalgando sobre tortugas marinas. Del otro lado de la pileta, frente a una antigua puerta de madera y vidrio, había un grupo de jóvenes fumando. Pensé en unirme a ellos, en pedirles un cigarro y fuego y también un poco de calor humano. Pero en eso los jóvenes me voltearon a ver hacia arriba y musitaron algo entre ellos, riéndose mientras lanzaban sus colillas hacia la pileta y entraban por la puerta de vidrio. Me sentí viejo. Empecé a bajar las gradas, despacio, una mano sobre mi vientre, la otra contra la pared. Y aún de lejos, a través de la lluvia, logré ver el rótulo sobre la puerta –en letras iluminando la noche de azul fluorescente– de la cinemateca. ***

Parecía un museo. Había afiches de películas de antaño; vitrinas de madreperla con proyectores viejos y cámaras antiguas y hasta una linterna mágica; un praxinoscopio circular lleno de espejos e imágenes de un hombre circense haciendo malabares con dagas y cuchillos; un mutoscopio rojo en cuyo interior había una serie de fotos en blanco y negro de una mujer que se ponía a bailar –es decir, las fotos a avanzar– conforme uno giraba la manecilla. Desde el mostrador un señor me dijo algo en francés. No le entendí y me acerqué un poco. A su lado estaba parada una chica alta, de unos veinticinco años, con el pelo pintado color rosado chicle o tal vez con una peluca color rosado chicle, y vestida de hombre. Tenía puesto saco y pantalones negros, camisa blanca de botones, una corbata delgada y negra y con el nudo aflojado. Me desconcertó el resplandor de un diminuto diamante en su nariz. Tuve la impresión, no sé por qué, de haber interrumpido algo entre ellos. Que la película estaba por empezar, me dijo el señor en francés, que si iba a querer yo un boleto. Le pregunté cuál era la película y él dijo algún título en francés que no reconocí. De pronto timbró un teléfono negro en la pared. El señor

contestó y se puso a hablar con alguien en susurros. La chica, sus brazos cruzados, me observaba sin expresión alguna, casi sin realmente verme. La piel pecosa de su rostro me pareció de porcelana. Yo estaba mirándole los labios, intentando descifrar si eran así de rojos y llenos o si los tenía pintados, cuando ella, en un hilo de palabras que se envolvió alrededor de mi nuca, me preguntó en francés si yo era un buen hombre. Me quedé como encandilado por su mirada o por su pregunta tan impropia o acaso por el brillo del diamante en su nariz. No supe qué responder y solo guardé silencio. La vi meter una mano en la bolsa del pantalón negro, como buscando ahí alguna cosa. ¿Eres un buen hombre?, volvió a preguntarme en francés mientras el señor seguía susurrando en el teléfono a su lado. Se me ocurrió que estaba bromeando o coqueteando conmigo, pero su mirada era demasiado ansiosa, demasiado triste. Abrí la boca y estaba por responderle que no, o que no tanto, o que no tanto como debería serlo, cuando el señor colgó el teléfono y alzó la mirada. Monsieur, me dijo con un tono de pregunta. Me gustó su voz apenas benévola, como si quisiera salvarme de algo. Me gustó la posibilidad de escabullirme de ahí. Me gustó la idea de sentarme un rato en un ambiente oscuro y tibio. Y sin saber qué película estaban proyectando, y sin realmente importarme, le dije al señor que sí, que por supuesto, y le entregué el dinero. ***

La sala era pequeña, con quizás treinta plazas, la mayoría de las cuales estaban vacías. Me senté en una butaca

de la última fila y de inmediato sentí una punzada en el vientre. Como si sentarme hubiese activado el dolor. Me pasé una mano por el estómago y el costado, intentando palpar alguna lesión o herida. En eso bajaron las luces a la mitad y poco a poco fui olvidando el dolor. Ahí seguía en mi vientre, ora creciendo, ora menguando, ora en las costillas, ora alrededor del riñón, pero en la semioscuridad dejé de pensarlo tanto, y casi entonces dejé de sentirlo. Permanecimos así unos segundos, en ese albor de sombras sin contornos ni detalles, hasta que alguien abrió la puerta y entró caminando y su sombra descendió los escalones hacia el frente de la sala. Terminaron de apagar las luces. El escaso público dejó de murmurar. Y tras un breve momento de penumbra estalló la pantalla de blancos y grises, y al mismo tiempo, desde abajo, empezó a sonar un piano. Era una película muda, entendí, con piano en vivo. Me hice un poco hacia adelante, lo suficiente para descubrir que ante el piano –su mirada fija en la pantalla, su boca ligeramente abierta– estaba sentada la chica de saco y corbata.


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Apenas le puse atención a la película. Era algún melodrama francés, predecible, sobreactuado, de una mujer que se enamoraba del hermano de su esposo, y luego, mientras ella amenazaba con suicidarse y su amante intentaba quitarle la pistola, ella sin querer le metía un balazo, matándolo. De ahí la intriga, y el hallazgo de las cartas de amor, y un hijo cuyo padre es incierto, y lo mismo de siempre. Yo estaba más interesado en la chica del piano. No lograba olvidar su pregunta, ni la ansiedad en su mirada mientras esperaba mi respuesta, como si necesitara mi respuesta, como si mi respuesta le fuese imperativa, esencial. Tampoco lograba entender si ella estaba improvisando conforme las escenas telenovelescas de la vieja película, o si estaba tocando una partitura ya establecida, practicada y memorizada de antemano. Alteraba ella la melodía del piano para resaltar perfectamente la emoción de cada escena. Tierna en las escenas de amor; tensa y disonante en las partes más dramáticas; ligera y traviesa cuando aparecía una niña o un perro jugando. Se me ocurrió que era una fórmula caricaturesca, casi infantil, para ir aclarándole al público qué sentir a través de la música. Y aún observando a la chica, de pronto me invadió una sensación de pesadez, de somnolencia, y como en un sueño, con toda la textura nebulosa de un sueño, recordé o quizás soñé que recordé una de las primeras películas mudas que había visto, con mi hermano, en el viejo Cine Lux de Guatemala. Yo tendría tal vez cinco años. Mi hermano, un año menor, se había quedado dormido desde que apagaron las luces. Era una película de Chaplin, pero no recuerdo cuál. Solo recuerdo que, mientras la miraba, yo estaba absolutamente convencido de que había un lugar en el mundo donde no existían las palabras, donde nadie hablaba. La chica, desde el piano, seguía concentrada en la pantalla. Y yo, desde la última fila, y pese al vaivén de dolor en el vientre, seguía concentrado en ella. Las punzadas de dolor iban aumentando (tenía ahora un sabor metálico en la boca, como de hierro o de sangre), pero no podía dejar de verla a ella. Me sentía casi hipnotizado por sus movimientos. Por su mirada elevada y atenta. Por sus dedos aún más pálidos que las teclas. Por su pelo rosado y liso meciéndose como una cortina de seda en la brisa. La veía con atención pero sin pensamiento alguno, igual que un viejo pescador ve el fluir de las aguas de un río. Y continuaba así, nada más viéndola fluir, cuando de súbito, a media película, a media melodía, ella paró de tocar. Me desconcertó el silencio. La sala entera se había sumido en un mutismo de claros y oscuros. Nadie en el público se movía, no sé si por confusión, o por desasosiego, o por ese espíritu de conciliación tan típico de los belgas, o tal vez solo esperando a que algún ruido, cualquier ruido, volviera a llenar el espacio de la pequeña sala. Me enderecé un poco. Noté que las manos de la chica seguían sobre las teclas, aunque quietas. Su mirada me pareció ahora aún más fija, aún más concentrada en la pantalla, y hasta quizás un tanto vidriosa. Yo no entendía si ese repentino silencio en la música era un renglón de su partitura. O si era algo más. Volví la mirada hacia la pantalla. Un niño desnudo estaba de pie en una pecera. Tendría dos o tres años, la barriga redonda, los ojos grandes y claros, el pelo rubio y ligeramente rizado. No sonreía pero su rostro entero era una sonrisa. Estaba parado dentro de la pecera y el agua le llegaba a los muslos y todos los peces oscuros nadaban alrededor de sus pies, acaso picoteándole en silencio los pies, acaso haciéndole cosquillas en los pies con los roces de tantas aletas y colas. *El escritor guatemalteco Eduardo Halfón recibió este año el Premio Nacional de Literatura Miguel g Ángel Asturias. Su más reciente libro es ‘Biblioteca bizarra’ (Jekyl & Jill, 2018). La traducción al francés de su novela ‘Duelo’ fue galardonada con el Premio al Mejor Libro Extranjero 2018 en Francia.

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El negro va de último POR ANA MARÍA JURADO*

Hay que llamar a Chus para que venga mañana y me ayude”, dice mi mamá. Cuando el patojo llega, ella ya ha empezado a sacar las cajas. “Ya sabés que yo te necesito, Chus, ya estamos en diciembre y nos está agarrando el tiempo”, regaña. Chus no dice nada, como siempre, sigue sacando cajas, y comienzan a aparecer papeles de china, algodón, figuras de barro, figuras de tuza, bombas de colores -“Cuidado, agarrala bien”- luces rojas, verdes, amarillas y estrellas de papel. “Hay que quitarles el polvo con un trapo”. “Mami, yo lo hago”. “Sí, pero con cuidado”. Una mesa y, sobre ella, una silla q que se tambalea. Chus se sube y mamá da órdenes. Él empieza a clavar papeles blancos de china y algodones en el techo: “Despacio, así no, subile, bajale, cuidado”. Ahora las luces, chilitos de todos colores, lucecitas. “Aquí mirá… quitá esa… no, así noooo”. Tengo miedo de que Chus se caiga. “Dejame, mejor yo lo hago”. Chus se baja y mi mamá se sube, la mesa se tambalea, me muerdo las uñas. “Pasame las bombas”. Chus le pasa esas bolas que se quiebran y están agarradas con hilos que brillan. Ella las coloca. La bomba roja cuelga. “Mirá si está bien así”. “Sí”, dice él. “Sí qué… nena quítese, no toque… alcánzame aquella azul… no, la chiquita… ahora la dorada”. El cielo se va llenando de bombas de colores, de estrellas de papel plateado, montones. “Chus, seguí vos”. Chus sigue, ella ordena. “Ahora los ángeles”, dice. “Me toca a mí”, grito. “Bueno, pero con cuidado”. Le paso los angelitos y querubines de papel, regordetes, rosados, sonrientes, con la manita sosteniéndose la cara. “Y ahora la luna”, dice ella. Mira el cielo. “Hay que cambiar esto, así no se ve bien… bajate, Chus”. Ella se sube a la mesa, cambia el cielo, la mesa se tambalea. Mira otra vez y vuelve a cambiarlo. Se baja y lo mira de nuevo. Es medio día. Se detiene, hay que almorzar. “Mamá sigamos”. “Nena déjenme descansar… Chus andá a la cocina y almorzás, pero apurate, nos falta mucho… Juliana, servile a Chus”. “Sigamos, hay que preparar los engrudos… ¿y los clavos?”, pregunta. “Traé tachuelas… las grandes… y tam-

bién las chiquitas”. Es hora de forrar las paredes con unos grandes papeles pintados con paisajes, casas, portales, palmeras y soles, muchos soles. Chus clava, todo cambia, son lugares diferentes. Ahora las cajas se ordenan en el suelo y Chus trae unas tablas. “Forrá las cajas, Chus… no así no, no ves que es una montaña… aquí un barranco y un caminito… hay que forrar esa caja con el embrellado… ahora poné ese papel con cuidado”. Huele a cola de pescado y a engrudo. Chus agarra el engrudo, lo unta en los costales, y las manos le quedan sucias y hediondas. “No, así no, pásame el aserrín morado…


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nena, bájese, que se va a caer… ahora aserrín verde y rojo”. Surgen montañas, grandes, pequeñas o planas, verdes, azules, naranjas. “Por el sol”, dice ella. “Juliana, llevate al nene”. El muchachito llora. “Aquí hay que poner el musgo…, bastante, que se vea bonito… acá queda bien un caminito, pasame el aserrín… pasame los árboles… no, esos no, los pinitos”. Imagino lo que ella imagina. Los engrudos huelen a engrudo y ese olor se mezcla con el de manzanillas en dulce que sale de la cocina. Cae el sol. Todos estamos cansados. Me levanto temprano y me alisto con mi delantal. Corro al cuarto del nacimiento. Viene la parte más bonita. “Chus, ¿por qué te atrasaste?… no ves que nos falta mucho… sacá las casitas y los ranchos… con cuidado, mirá que son nuevas… ¿ya desayunaste?... Juliana, tráele café a Chus… acá un mercado con su iglesia y su plaza… mirá lo que compré, es una cantina… y mirá esta, es una tienda… no, mejor que aquí vayan las ovejas… despacio, esa grande aquí y aquí las chiquitas”. Endulza su cara. “Los camellos en el camino… y aquí hay que poner un río y allá va el lago… pasame el espejo… no, ese no, el grande, porque es el lago”. Papeles de celofán celestes como el agua y encima los peces y cisnes, un sapito que pongo yo. “Aquí van los patos y los gansos, la mamá va primero”, dice. “El mercado, el mercado”, grito. Aparecen las vendedoras de frutas y de verdura, las indígenas con su mero traje. “Mami, mami, mire, este vende trastos de barro, leña y tecomates”. “Cuidado”, grita. El marchante se desarma. Lo compone, lo pega y lo vuelve a poner. “Parece que el mercado está completo, pero falta la cantina y los bolos, traelos, Chus… nena, alcánceme ese camello… no, ese tigre no, es salvaje y donde nace Jesús, no pueden haber animales salvajes… no, ese es el buey”. El olor a frijoles cocidos llega desde la cocina. “Paremos, me duele la cintura”, dice. “Mejor sigamos mañana, ya nos falta poco… Chus, recogé la basura”. Me levanto tarde. Ya empezaron. Ya pusieron las luces de abajo. “¿Por qué no me despertó?”, lloro. “Bueno, ponga usted los reyes… cuidado, a este le falta una mano… buscala Chus”. No aparece, se queda sin mano. “El negro de último… Chus, poné vos el rancho… cuidado que pesa, es nuevo… sí, ahí está bien… ponele las luces… esas, las grandes”. “Y ahora el pesebre”, dice con una gran sonrisa. “La cuna”, pienso yo. La llena de paja dorada y coloca a los lados el buey y la mula. Se baja con cuidado. Despacito. Se para enfrente. Camina para atrás. Se queda viendo. Sonríe. “Listo”, dice. “¿Y los papás?”, pregunto. *Ana María Jurado es psicóloga y escritora guatemalteca, autora de libros como ‘Lucidez en la locura’ y ‘Bandada de pájaros’.

Abstracción POR MARCO GONZÁLEZ*

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staba terminando mi día en la clínica, ingresando datos a la computadora. La secretaria estaba terminando de limpiar para cerrar e irnos a descansar. Quería irme pronto, sabía que al cerrar me faltaba hora y media en carro para llegar a mi casa, pero María insistió en sacarme plática. No entendí bien lo que me contaba y solo le respondía con monosílabos, pero poco a poco empecé a ponerle atención. Me hablaba de su vecina que recientemente había desaparecido, tenía dos días de no llegar a su casa y en el pueblo se estaba manejando el rumor de un secuestro. La gente se estaba organizando para buscarla. Querían registrar casa por casa, carros, todo. Silvia, de apenas 20 años, la muchacha más bonita del lugar, la más alegre y agradable… no podían ni imaginarse que algo malo le hubiera pasado. A María le corrían lágrimas por sus mejillas. “Silvia era mi mejor amiga, es mi mejor amiga” se corrigió. Me levanté de la silla, le puse una mano

en el hombro derecho y le hice saber que lo sentía mucho, que no se preocupara, que lo más seguro es que era una travesura de novios, que ya iba a aparecer y todo iba a continuar como que nada. “Dios lo oiga doctor, estamos todos muy tristes”. Cerramos. Arranqué mi carro, atravesé la avenida principal y al final de la misma me detuve. Bajé a comprarle rosas rojas a mi novia, saludé a don Juan y a doña Claudia, le recordé de su cita del día siguiente y les deseé buenas noches. En la salida del pueblo había un puesto de registro, estaban deteniendo a todos, estaban revisando los carros por completo, buscando algún rastro de Silvia. El policía hizo señales para que me detuviera. “Buenas noches, doctor” me dijo. “Buenas noches, don Pedro”, le respondí. Me hizo saber con mucha pena que tenía que revisar mi auto, sabía que era innecesario pero sus jefes estaban cerca y tenía que hacerlo. Le hice saber a Pedro, que también era mi paciente, que


no tuviera pena, sabía que era su trabajo. Apagué el motor, me bajé y le dije que hiciera lo que tuviera que hacer. Buscó en los asientos delanteros y traseros alguna señal de la desaparecida, pero no encontró nada. “Disculpe las molestias, doctor”, me dijo apenado. Le extendí la mano y me subí al carro de nuevo, arranqué y cuando intenté marcharme, Pedro me llamó de nuevo. Con mucho pesar me dijo que sus jefes lo habían reprendido por no revisar el baúl. Le sonreí y bajé de nuevo, caminamos juntos hacia la parte trasera del auto, abrí. El cuerpo desnudo y sin vida de una mujer joven, en posición fetal, amordazada y con las manos amarradas hacia atrás, ocupaba entera la cajuela. Pedro desenfundó la pistola y me apuntó. Gritos y gente corriendo hacia nosotros. No recuerdo bien lo sucedido, todo fue demasiado rápido. Quise acercarme al cuerpo de la mujer, quitarle el pelo de la cara para ver si la conocía, pero alguien agarro mi brazo y me lo dobló hacia atrás. Me tumbó al suelo. Lo primero fue la patada quebrándome una costilla. Luego, los puñetazos y los palos en la cara, en la cabeza, en todo el cuerpo. Pronto me vi desnudo, empapado en gasolina. El olor era inconfundible. Pedro y tres policías más apagaban los cerillos que me tiraban para que ardiera. Como pudieron me levantaron, me llevaron a la radiopatrulla y me sacaron del lugar. Pedro no me hablaba, los otros tres me decían como me iba a pudrir en la cárcel, como los demás presos me iban a hacer su mujer. “Y ahí si nadie te va a salvar, hijo de puta”. Yo no podía hablar, sentía la boca destruida por los golpes, me era imposible abrir los ojos y solo escuchaba con un oído. Cuando llegamos, pude ver a mi hermano en la entrada de la cárcel. Once años de trabajar en el pueblo había hecho que la gente me conociera y de inmediato cuando todo sucedía, varias personas se habían comunicado con mi familia. Al verme me abrazó y se puso a llorar. Me dio dinero para pagar seguridad dentro de la prisión. La noche fue larga, me dolía el cuerpo entero, imposible pensar en lo que había sucedido ¿Quién había metido ese cuerpo ahí? ¿Quién me odiaba? La cárcel es un infierno, espacio lleno de gente, gente que me quería lastimar por ser el nuevo, gente que me quería agarrar de trapeador para los baños, gente que me quería coger como perra. El dinero no duraba nada ahí dentro. Al inicio mis padres, mi hermano, mi novia llegaban a diario, querían saber qué pasaba, pero yo no tenía respuestas. A Silvia la revisaron médicos para determinar la causa de su muerte, le encontraron huellas y sangre que no eran de ella. El abogado me decía que con eso iba a demostrar mi inocencia. Si yo no tenía nada que ver en el crimen, eso iba a ser mi boleto de salida de esa pesadilla. Me hicieron las pruebas y todas me incriminaban. Silvia tenía en sus uñas mi piel, mis huellas en todo su cuerpo y mi semen en su vagina.

Mi novia, a través de una carta, me hizo saber que no podía continuar conmigo, que me deseaba lo mejor, aunque si resultaba culpable, ojalá el castigo fuera peor de lo que le había hecho a “esa pobre muchacha”. Mis padres me acompañaron en casi todas sesiones del juicio en mi contra, pero casi no podíamos hablar. Era mucha gente la que estaba pendiente del proceso y nos era muy difícil platicar a solas. A la cárcel, solo llegaron una vez más. En la media hora de visita, fueron pocas las palabras que pronunciamos. No tenían nada que decir, estaban seguros de que era culpable. Ni siquiera quisieron saber mi versión de los hechos, yo tampoco se las di. Mi hermano era el único que me visitaba y estaba pendiente de mi salud o de si tenía dinero. Un día tuvo el valor de preguntarme si yo era culpable. Le juré que no y le relaté de memoria los días anteriores al hallazgo del crimen. Sin embargo, le dije que estaba empezando a dudar. Había escuchado tantas veces la versión del Ministerio Público, que la realidad y la ficción se me confundían. Ni siquiera recordaba conocer a Silvia pero ahora sabía tanto de ella que su cara se me hacía demasiado familiar. Terminé la conversación diciéndole que si el día del juicio final, el juez me declaraba culpable y determinaba que la pena de muerte era mi condena, no iba a apelar. Mi hermano me abrazó fuerte y se despidió. La sentencia fue lo que todo mundo esperaba. Mi ejecución sería en tres meses. Los días pasaban, mis miedos eran cada vez más intensos, no tenía hambre, no dormía ¿Iba a sufrir? ¿Qué me iba a pasar luego de dejar de respirar? ¿Podría ver mi cuerpo inerte en proceso de descomposición? ¿Existiría esa otra vida o mi alma moriría con mi cuerpo y

simplemente todo sonido, todo color, todo olor, forma, pensamiento, percepción se volvería nada, todo negro o todo blanco, ausencia de todo, vacío? ¿Todo dejaría de tener un nombre, todo lo que conocí se borraría de mi cerebro? Mi hermano me visitó la mañana del día cero. Nos sentamos uno frente al otro y me preguntó de nuevo si era culpable del crimen, No había pensado en eso en los tres meses anteriores, pero tenía imágenes de ella siendo golpeada, violada, estrangulada, rogando por su vida. Sin embargo, yo no figuraba en la escena. No recordaba haberla tocado nunca, pero su rostro permanecía en mi mente, en mis sueños. “Tuve que ser yo”, le dije. Me pidió que pensara si tenía enemigos en el pueblo, si algún paciente se había retirado molesto de la consulta. Todo eso ya de lo había contestado al abogado y, que yo supiera, me llevaba bien con todos. Me preguntó si me había metido con alguna mujer, esposa de algún poderoso o hija, hermana, madre. Al abogado le negué eso, pero a mi hermano le conté la verdad. Tenía una relación clandestina con la esposa del alcalde desde hacía cuatro años, nunca nadie se había enterado. El alcalde mismo me había ofrecido su apoyo durante todo el proceso. Lo descartaba. La relación con la mujer del alcalde se me había complicado, cuando su hija pasó de ser mi paciente a algo más, pero yo lo había manejado de maravilla. Tanto mi novia, como mi amante y su hija, estaban de lo más enamoradas de mí, hasta el mismo. Pero, no sé por qué, me recordé en ese momento de que, dos días antes de que encontraran a Silvia en el baúl de mi carro, luego de una haberme acostado con mi novia, nunca encontré el preservativo para desaparecerlo y no dejar huella de lo sucedido. Ella no le dio importancia y yo tampoco. El guardia entró por mí sin decir palabra, me levanté y me despedí para siempre de mi hermano con un apretón de manos… “Doctor, doctor, ¿nos vamos ya? -me dijo María- se quedó ido”. Reaccioné, vi el reloj, se me hacía tarde para regresar a mi casa. Apagué la computadora y salimos. Arranqué el carro, atravesé la avenida principal y al final de la misma me detuve. Bajé a comprarle unas rosas rojas a mi novia, saludé a don Juan y a doña Claudia, les recordé de su cita del día siguiente y les deseé buenas noches. Vi el puesto de registro a una cuadra de distancia, crucé en una calle vacía y oscura detrás de la residencia del alcalde. Me detuve, saqué una linterna de la guantera, caminé al baúl del carro, abrí. El cuerpo de Silvia estaba tal cual lo había imaginado. La limpié lo mejor que pude, la saqué del carro y la dejé al lado de la casa. El policía me detuvo, revisó todo el carro, abrió el baúl. “Todo limpio -dijo-. Buenas noches, doctor.” “Buenas noches, Pedro”. *Marco González es cuentista guatemalteco, residente en Antigua.

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Tío Alfredo

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POR VÍCTOR MUÑOZ*

Y

no es porque uno ande por ahí tratando de meterse en la vida de la gente, pero a veces las circunstancias lo llevan por caminos que uno va caminando y de pronto se encuentra con sorpresas. Porque esa tarde de calor como dormido y pegajoso me encontré a la Olguita. Yo no sabía quién era ella, pero de pronto yo ahí metido en la ferretería y una señora de unos 50 años se me quedó mirando y ante la insistencia la saludé y ella se sonrió y se me acercó con evidente deseo de platicar. -Disculpa -me dijo-, ¿tú eres el hijo de la Chabelita? Efectivamente, mi mamá se llamaba Isabel. Antes de seguir adelante quiero aclarar que esta plática se dio hace ya muchos años, cuando mi mamá todavía vivía. Le respondí que sí. -Tienes sus mismos ojos -me dijo; -además– continuó-, te pareces mucho a tu papá. Ante mi cara de asombro me explicó la cosa. Que ella se llamaba Olga, me dijo, Olga Tardelli, que había vivido a la vecindad de la casa de mi mamá, que habían sido buenas amigas, que Alfredo (mi tío Alfredo) y ella habían sido muy buenos amigos, que había sabido de la muerte de mis abuelitos, a quienes recordaba con mucho cariño. Luego de preguntarme qué andaba haciendo por ahí, a qué me dedicaba y si estaba estudiando; y luego de que yo le respondiera que andaba comprando unos tarugos para afianzar tornillos en las paredes, que me dedicaba a vender seguros y que sí, que estaba estudiando en la universidad la carrera de Administración de Empresas, me dijo que se alegraba mucho de verme; y efectivamente se me quedó mirando fijo a los ojos y pude ver en los de ella un como dejo de tristeza o de ansiedad, no sé, me dio un abrazo y me pidió que le diera sus saludos a mi mamá. Y se fue. Y se me olvidó el asunto. Y no fue sino como un mes más tarde, un mediodía de Viernes Santo en que el calor estaba fuerte y que mamá había preparado el pescado a la vizcaína de todos los años e hizo un comentario como al aire diciendo que nadie preparaba tan delicioso el pescado a la vizcaína como su mamá, y que para la Semana Santa hacía tanto que hasta alcanzaba para mandarle un plato a las Tardelli, que me recordé de mi encuentro con la señora y le hice el comentario. No creí que fuera a interesarle tanto el tema, pero de inmediato quiso saber detalles. Le dije lo que había ocurrido y lo que recordaba de nuestra conversación. -Hasta me comentó que ella y tío Alfredo habían sido muy amigos- le dije. Entonces mamá abrió los ojos como si tal cosa la hubiera sorprendido, luego se quedó como pensativa y hasta detuvo en el aire el plato que estaba preparando. Antes de continuar con este relato quiero explicar una cosa que hasta entonces nunca había comprendido. Con alguna frecuencia en cualquier

familia hay uno de los hijos que no hace bien las cosas. O por mejor decirlo, no alcanza lo que se conoce como el éxito o la buena forma de vivir de los demás hermanos. En el caso de la familia de mi mamá había sido el tío Alfredo el que había fallado. Se había casado con una mujer sencilla e ignorante. Para decirlo de alguna forma, se trataba de una mujer más bien fea, de modales un poco groseros y de hablar lento y como somatado. Desde que yo era un niño entendí que en la familia nadie la quería y, es más, siempre que había ocasión la tía Teresa le remedaba el hablado y hasta sus frases. Y lo hacía bien. Yo no sé si mi tío Alfredo amaba a su mujer, pero por lo que pude ver sí la amaba. La cosa es que con él nunca se podía saber nada definitivo. Le gustaba la bebida y casi siempre estaba en eso. De todos los trabajos que lograba conseguir, más tarde que temprano lo echaban, algunas veces por presentarse bajo los efectos del licor y otras porque sencillamente no se presentaba. Y claro, su familia vivía en condiciones de lamentable pobreza. Y su familia era su esposa y mis primos. Y su familia y mis primos eran mi familia, pero esos mis primos eran un poco feos, o tal vez yo los veía así porque eran morenos y espinudos y porque mis otros primos hablaban mal de ellos y remedaban a la mamá. -Nunca te burles de la gente –me dijo mi mamá cierta vez que por alguna causa que no recuerdo tocamos el tema y yo dije algo tal vez ofensivo sobre su familia-. Nunca critiques a nadie porque tienes que tomar en cuenta que no todos tenemos las mismas oportunidades ni las mismas capacidades de los demás; además, todavía te falta mucho por vivir la vida y uno nunca sabe las cosas que pueden suceder –concluyó. Sin embargo, yo guardo un recuerdo muy amable de mi tío Alfredo. Es que no era petulante y siempre encontraba alguna palabra para hacerme sentir bien. Me preguntaba cómo me iba en la escuela, qué tal estaba mi papá y me recomendaba que lo saludara. Además, se interesaba verdaderamente en lo que uno estaba haciendo. Recuerdo la vez que se le cayó una rueda a un avioncito que mis abuelitos me habían regalado para la Navidad. Y la rueda se cayó porque uno de mis primos, a lo mejor con mala intención, o tal vez no, se paró sobre el avión y le arruinó una rueda. Casualmente andaba por ahí mi tío Alfredo y se puso a componerlo. Luego de una hora y de haber fabricado, con el auxilio de un alicate, un soporte de alambre, lo compuso. Si bien es cierto, la ruedita ya no dio vueltas, el avión se sostenía bien, como al principio. Cuando llegaba la Semana Santa, el fin de año o el cumpleaños de alguno de los abuelitos la casa se llenaba. El último en llegar siempre era mi tío Alfredo, pero antes de que él llegara ya habían hablado mal de él y de su familia todos sus hermanos; ya habían repetido una y otra vez las aventuras ridículas que había protagonizado, ya habían censurado su forma de vida y su vicio y ya la tía Teresa había remedado, ante el festejo de todos, el hablado de su mujer y todos habían celebrado la guasa, pero en cuanto él llegaba cambiaban la conversación y los tragos arreciaban. Mi papá siempre le tuvo mucha consideración y mucho cariño. Después de todos los años he llegado a la conclusión de que el único de mis tíos que de verdad quería a mi papá era mi tío Alfredo. Y el cariño era recíproco. En cuanto comenzaban las críticas y los comentarios groseros y denigrantes mi papá se hacía el desentendido o trataba de cambiar la conversación. Aunque ahora que lo recuerdo, mi papá nunca hablaba mal de nadie. Todavía andan por ahí algunas fotografías de cuando mis papás no se habían casado, pero ya eran novios. Las fotografías son del puerto y aparecen mi papá y mi tío Alfredo en calzoneta. Y están de frente, con los brazos sobre sus hombros. Como él casi siempre estaba desempleado mis tíos lo contrataban para que les hiciera trabajitos en sus casas. Arreglar un chorro, ajustar una puerta, pintar una pared y cosas de esas. Y él les cobraba barato, pero de todos modos, en cuanto había ocasión, por lo bajo alegaban de lo aprovechado que se había portado por lo del cobro y hasta que le habían dado almuerzo. Mi papá también a veces lo llamaba

para que arreglara algo, pero nunca objetó lo mucho o poco que le cobraba. Luego de que le conté a mi mamá lo del encuentro con la Olguita se quedó pensativa, suspiró y dio por terminado el tema. Y yo también me olvidé del asunto y así se fueron pasando los años. Luego de la muerte de los abuelitos ya no hubo reuniones de Semana Santa ni de Navidad ni de nada y todos los primos nos fuimos dispersando, cada quien detrás de sus propios afanes y al ritmo del crecimiento de la ciudad. Solo de vez en cuando se daba la plática, por alguna circunstancia, de alguien de la familia y se venían los recuerdos, hasta que cierto día el periódico trajo la noticia, en el obituario, de que la Olguita Tardelli había muerto. -Ojalá Dios la haya perdonado –dijo mi mamá. -¿Y de qué cosa la tendría que haber perdonado Dios? –le pregunté. Ella solo se quedó mirando hacia la ventana, luego se me quedó mirando e hizo un ademán con su mano, como quien dice que no vale la pena el comentario y yo lo entendí así. Y así habría quedado la cosa, pero por alguna causa mamá quiso retomar el tema. -Alfredo era un buen hombre. Dedicado con sus cosas y muy inteligente. Con decirte que aprendió el inglés con solo leer revistas y con la ayuda de un diccionario. Además, era el más guapo de todos. Era estudioso y el que más quería a mamá. Trabajaba en el Banco de Occidente y por las noches iba a la Escuela de Comercio porque deseaba estudiar para Perito Contador y luego seguir sus estudios en la Universidad. Con los Tardelli éramos vecinos. Olga y sus hermanas venían a nuestra casa y nosotros a la de ellos, pero cuando ellas llegaban a nuestra casa las iban a dejar con sirvienta uniformada, luego, al rato regresaba la sirvienta con que decía su mamá que ya era hora de que regresaran. Eran muy bonitas. Todas ellas eran muy bonitas. Los hermanos varones también eran muy guapos, pero tenían


un carácter muy volado, tal vez por su ascendencia italiana. Con alguna frecuencia escuchábamos los gritos cuando se peleaban. Y así íbamos creciendo. Don José, el papá de ellos tenía un aserradero y tenía carro. Además, en su casa había teléfono, cosa que era muy rara porque en ese tiempo casi nadie tenía teléfono en su casa. Cuando por alguna causa teníamos necesidad de llamar a alguien, íbamos a llamar ahí. Doña Carmencita, la mamá de ellos siempre nos recibía con mucho cariño. Bien me recuerdo cuando Olga cumplió 15 años. Estaba preciosa con el vestido rosado que le habían mandado a traer desde los Estados Unidos. Hubo marimba y hasta una orquesta. Como la casa de ellos era grande, ahí hicieron la fiesta. Para ese entonces mi hermano Alfredo tendría 16 años y ella quiso que él fuera su pareja. Se la pasaron bailando toda la noche, vieras qué bonita se veía la pareja que hicieron. Unos días después, durante una plática, ella me dijo que había pasado muy bien su fiesta de 15 años y que le gustaba mucho Alfredo. En cuanto hubo ocasión se lo dije y él solo se quedó pensando. Cierto día se apareció la sirvienta con una notita dirigida a él. Era de Olga, que lo invitaba para que la visitara el sábado a las tres de la tarde porque quería platicar con él. Bien recuerdo la cara de alegría que puso y ese sábado se arregló muy bien, de traje y corbata. Regresó ya cuando comenzaba a anochecer. Todos deseábamos que nos contara qué había ocurrido. Nos dijo que habían bailado, que habían platicado y que habían convenido en ir a la matiné del cine FOX el domingo. Las invitaciones se hicieron muy frecuentes. No había fin de semana en que no salieran a alguna parte, y todos en la casa veíamos con mucho agrado que se hubiera establecido esa relación. Si bien es cierto, nosotros no teníamos los recursos económicos de ellos, éramos gente educada y respetuosa porque nuestros papás nos inculcaron buenas costumbres y como te digo, Alfredo era el más inteligente de todos y estaba luchando por ser alguien en

la vida. Una mañana de domingo Alfredo nos anunció que esa tarde iría con su novia al cine. Al escuchar la noticia me puse muy contenta, papá sólo se quedó pensando y mamá se sonrió. Iniciaron un noviazgo que todos celebramos. Es que como te digo, hacían una pareja muy bonita. Alfredo se veía feliz, ese año se graduaría de Perito Contador y estaba dispuesto a iniciar sus estudios en la Universidad. Su relación con Olga ya llevaba un poco más de tres años. Una tarde de sábado en que se estaba arreglando para visitarla, llegó la sirvienta uniformada con una notita en la que le pedía que la disculpara pero que había tenido un inconveniente, que deseaba platicar con él de un asunto muy serio y que lo esperaba al día siguiente. Bien recuerdo que esa tarde nos la pasamos jugando cartas y haciendo bromas, pero yo noté que Alfredo estaba como alejado o triste. Tal como se lo pidió ella, llegó a verla al día siguiente. Yo me olvidé del asunto porque para esas alturas ya éramos novios con tu papá, pero la sorpresa fue que regresó apenas a la media hora de haberse ido. Entró sin saludar a nadie y se fue directo a su dormitorio y se encerró. Todos nos quedamos mirándonos las caras, extrañados ante su actitud. Ojalá no haya pasado algo malo con Olga, dijo mamá. Como apenas comenzaba la tarde cada quien se fue a lo suyo, pero cuando entró la noche, y como Alfredo no salía de su dormitorio, mamá le fue a tocar la puerta y a llamarlo para que fuera a la mesa porque ya estaba servida la cena, pero él no contestó. Luego de tocar la puerta varias veces y de llamarlo, mamá abrió la puerta y entró a su dormitorio. Y ahí se estuvo con él bastante tiempo, tal vez como una hora, al cabo de la cual salió con señales de haber llorado. Solo nos dijo que había pasado una cosa muy seria y que ya mañana hablaríamos del asunto. Y la cosa muy seria que pasó fue que Olga, luego de tres años de noviazgo, le dijo a Alfredo que la disculpara pero que deseaba terminar su relación con él porque había llegado a la conclusión de que no era su tipo. Y eso fue todo, ninguna explicación más, nada, solo que después de tres años se había dado cuenta de que no era su tipo. A partir de esa fecha Alfredo se volvió un hombre taciturno. Papá habló con él y todos nosotros también. Le dijimos que esas cosas ocurrían a veces, pero que no era el fin del mundo, que tenía todo el futuro por delante, que Dios sabía por qué hacía las cosas y que lo que tenía que hacer era p prepararse p p para su ggraduación en la Escuela de Comercio, que apenas sería en dos meses. Él nos escuchó a todos y nos agradeció, pero ya nunca fue el mismo. Hasta perdió peso y dejó de estudiar. Un domingo lluvioso en que estaba más pensativo que nunca y que lo pasamos en la casa platicando, tratando de que él se integrara a nuestra plática y haciendo bromas entre todos hasta que entró la noche, levantamos la mesa y cada quien se fue a dormir. Al día siguiente Alfredo no se levantó. Mamá lo llamó varias veces y trató de abrir la puerta, pero él le había puesto llave. Al ver que no respondía, entre todos decidimos forzar la puerta y lo logramos. Lo encontramos moribundo. Fue de llamar una ambulancia y llevarlo al hospital. Se había tomado algún veneno y pasó varios días inconsciente, entre la vida y la muerte. Tal vez porque era muy fuerte no se murió, pero estuvo hospitalizado dos meses. Cuando regresó a la casa venía hecho un cadáver. Traía los ojos y las sienes hundidas y le costaba hablar. Lo peor de todo fue que al parecer la cosa que se tomó le afectó el cerebro porque, además de que casi tuvo que aprender a hablar de nuevo, quedó como tonto, como ido, quedó inútil. Para esa gracia mejor se hubiera muerto, pero esas cosas solo las decide Dios. De aquel muchacho fuerte, robusto, inteligente y estudioso nada más quedó una sombra. Mi papá fue al banco a dar las gracias y a explicar que ya no lo esperaran porque su salud estaba muy delicada. También sus estudios se terminaron. Y todavía Olga tuvo el descaro de llegar a preguntar por su salud y a decirle a mamá que sentía mucho lo que había pasado. El tiempo fue pasando y papá trató de conseguirle algún trabajo. Entonces comenzó su peregrinaje por todas las empresas en donde estuvo, en donde solo conseguía trabajos de conserje, de ayudante de bodega y de puestos similares; además, se dedicó a beber y se volvió un problema imposible de resolver. De pronto se apareció con la mujer con la que se casó, y aunque mi mamá no estuvo muy de acuerdo, terminó por aceptar a la muchacha. Es que entre todos le hicimos conciencia de que tal vez de esa

forma recuperaba algo de lo que había sido antes. La muchacha era de aquellas mujeres que lo aguantan todo y que saben que vinieron al mundo para sufrir; que lo quiso y lo cuidó lo mejor que pudo, pero él y su familia toda la vida fueron una carga para papá, que siempre les pagaba el alquiler de su casa y lo vivía ayudando en lo que podía hasta que un día papá se enfermó y se murió, entonces ya no hubo quién lo ayudara, pero menos mal sus hijos ya estaban un poco grandes. Su hija, Lucrecia, ya tenía 16 o 17 años, no era una muchacha bonita, pero tenía buen carácter y así, patoja dejó de estudiar y consiguió trabajo en una panadería. También sus hijos menores se pusieron a trabajar y entre todos sostenían la casa. Como te recordarás, a veces los íbamos a visitar y les llevábamos cosas. Tu papá siempre lo quiso mucho, tal vez más que mis propios hermanos. Con el tiempo los fuimos dejando de ver. La cuidad se volvió demasiado grande y cada quien se puso a resolver sus problemas. Me gustaría mucho verlo, saber de él, cómo está y qué fue de sus hijos, pero desde hace ya bastante tiempo, desde que se cambiaron de dirección la última vez, ya no supimos cómo localizarlos. En fin, por eso te digo, que en paz descanse Olga y ojalá Dios la haya perdonado. Luego de la explicación que mi mamá me dio, me vino una sensación como de confusión y vi al tío Alfredo como lo que realmente era: una persona demasiado buena y sencilla a la que en algún momento la vida lo había golpeado muy duro y nunca pudo sobreponerse. Y también, al igual que mi mamá, comprendí que me habría gustado mucho verlo de nuevo. Un mes más tarde de la muerte de mi papá, tocaron la puerta. Era tío Alfredo que venía a visitarnos, siempre q p acompañado de su mujer, ya viejos los dos. Él no se había enterado de lo de mi papá inmediatamente porque no supimos cómo avisarle. Llegó llorando, me dio un abrazo muy largo y muy fuerte y quiso decirme algo, pero no pudo. Con esa su forma de hablar, despaciosa y somatada, su mujer nos explicó que desde el momento que lo había sabido se había echado a llorar y así se había pasado ya dos días. Mamá los atendió con mucho afecto. Vi a tío Alfredo como uno ve a un niño indefenso. Estaba agachado y como siempre, con su espíritu derrotado. En algún momento, con su mano ya temblorosa se sacó de la bolsa de la camisa una fotografía amarillenta, envuelta en un forro plástico, en donde aparecía él con mi papá celebrando algo. Mi papá estaba riéndose y él también. Y se miraban elegantes y jóvenes y felices los dos. Otra vez quiso decir algo, pero no pudo, solo lloró y lloró y lloró desconsoladamente. -Alfredo lo quería más que a cualquiera de sus hermanos –dijo su mujer. q Él no pudo decir nada. *El escritor guatemalteco Víctor Muñoz es Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2013. Su más reciente libro es ‘La reina ingrata’

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POR ANGÉLICA QUIÑÓNEZ*

Posiblemente como describo que te amo es la forma en que los libros te dicen que se puede amar y la realidad te dice otra cosa”. Iram Cóbar Seis meses después del entierro, reuní el coraje para ordenar las cosas de mi madre y liberar el espacio de su habitación. Mientras tanto, Papá revisaba los contratos del seguro en el estudio. Mi hermano nunca contestó sus mensajes. Quise que el día fuera lo más normal posible. Horneé galletas de azúcar y preparé café. Puse un poco de música en la sala antes de empezar. Vacié su lado del armario, el baúl y las seis gavetas. Mamá siempre fue más alta y delgada que yo; seguramente por eso también se veía más elegante y coqueta. Guardé sus joyas, porque difícilmente podría vestirme con cualquiera de sus prendas- salvo una. Ese vestido es el más hermoso que tengo, más bien el único. Un shift de terciopelo lavanda y azul marino, desmangado, cortísimo, que bien pudo copiarle a Twiggy. Estaba considerablemente menos gastado que los otros vestidos- casi nuevo. El corte holgado le daba un sensual movimiento a la extrema delgadez de Mamá, y aún hoy perdona mi figura más ancha y bajita. A Ligia le encanta que me lo ponga porque ella suele reprocharme cómo odio enseñar las piernas. Doblé docenas de blusas, vestidos, faldas y pantalones. Y luego de ordenar las cajas para donación y limpiar las repisas decidí probármelo. Aun descalza y despeinada me sentí extraordinariamente provocativa. Me descubrí delicada, vulnerable sin mi uniforme personal de jeans negros, botines y playeras de bandas oscuras. Acaricié el terciopelo sobre mis pechos y cintura hasta que sentí el bulto en un bolsillo oculto. Extraje una llave y una hoja descuidadamente doblada. Leí. ‘Mi Alejandra Antes de que regreses a casa esta tarde, quiero que conozcas lo que más sueño en este mundo. Lo que más añoro, mi princesa, es la posibilidad. Quiero inventarme todas las maneras de amarte. Quiero regalarte todas las magnolias de Olympia, todas las canciones del trovador en Sexta y San Jacinto. Quiero que tengas todo en esta vida- y quizás me atreva a alcanzártelo. Te he amado como la soledad que solo experimentas cuando estás contigo misma, pero quiero que jamás vuelvas a andar sin tomarme la mano. Gael 21 de mayo de 2002 P.D. Casi lo olvido- me encontrarás en el 4-82, en la última calle sobre el bulevar Paolo Ramos.’ Reconocí inmediatamente la fecha de mi cumpleaños número trece. Luego ubiqué el bulevar como uno de esos lugares que conocía, pero difícilmente frecuentaba. Y sí, habían pasado quince años desde entonces, pero por más que intenté no conseguí recordar a ningún Gael. ‘Alejandra’. Mi madre casi nunca usaba su nombre completo. Mi padre, mis tías y todas sus amigas la llamaban Lita. Mamá tampoco guardaba cartas- famosamente las quemaba cada Sábado de Gloria- así que inútilmente busqué en su álbum de bodas una caligrafía similar a la de la nota. Regresando a mi apartamento esa noche pasé frente al bulevar. Me estacioné sobre la avenida con luces de emergencia, y corrí sobre la calle, demasiado angosta para un vehículo normal, contando en regresivo: 5-00, 4-96, 4-87… El 4-82 correspondía a un estrecho muro con una sola ventana y una puerta de metal. El interior, aunque oscuro, sugería un piso pequeño. Sin pensarlo toqué tres veces, pero inmediatamente me arrepentí y salí corriendo de

vuelta a mi carro. Obviamente no se lo conté a mi padre ni a mi hermano. Ligia empezaba a salir conmigo, pero no se lo contaría sino un año más tarde, por aquella dulce y absoluta sinceridad que solo existe en la cama revuelta. No dormí esa noche. Regresé al 4-82 cerca de las seis de la mañana. Llamé nuevamente y me obligué a no correr. Pasaron diez minutos sin respuesta. Una mujer salió de la casa aledaña para recoger el correo, y extrañada me explicó que nunca había visto a nadie entrar ni salir del portón. Fingí que me alejaría hasta que ella regresó a su casa. Entonces tomé la llave y la introduje en el portón. Y no sabía si debía sorprenderme: el cerrojo se abrió sin esfuerzo. Respiré un leve olor a polvo y humedad. El interior estaba bastante oscuro, pero distinguí un pasillo con piso de cerámica vieja. Ubiqué la ventana en la habitación contigua, detrás de unas cortinas cubiertas de telaraña. La luz solar inundó la sala. No había sino un pequeño sillón apolillado, una mesa para café y una estantería incompleta, con una enciclopedia, unas pocas novelas y vinilos viejos sin el tocadiscos. Recorrí el resto del pasillo. Hallé un baño con artesa y grifería antigua- el agua aún corría, aunque la luz se había cortado. Las toallas estaban manchadas de humedad, y entre los azulejos empezaba a crecer un musgo rojizo.

La cocina-comedor tenía un escaso equipamiento pasado de moda. Tuve desconfianza de abrir el refrigerador, pero en las alacenas hallé paquetes sellados de galletas, cajas de té y café instantáneo. Otro estante contenía media docena de botellas de cabernet Doña Rita, 2001— nuevas, por supuesto. La cafetera y la hornilla eléctrica estaban empolvadas, pero no podrían haber tenido mucho uso. La mesa redonda reunía tres sillas nada combinadas. Afortunadamente, no me encontré a la rata que carraspeaba detrás de los gabinetes. Las pequeñas ventanas en cada habitación permitían suficiente luz para prescindir de la electricidad- al menos por la mañana, al atardecer probablemente era otra la historia. La última puerta era el dormitorio. Contenía una cama matrimonial extremadamente mullida, casi sepultada con el desorden de sábanas torcidas y almohadas de plumas. A los lados, dos pequeñas mesitas de noche con lámparas de lectura. Claro, todo estaba protegido por una película de polvo. Una mesa de noche tenía revistas de moda, pero la otra tenía un marco de fotos. De hecho, me tomó un par de minutos percatarme de que la pared opuesta a la cama contenía docenas de fotografías enmarcadas, una serie claramente creada por un profesional. Reconocí enseguida a mi madre, un par de décadas más joven aún y más arreglada que de costumbre. Ella,


sobre un columpio de madera, entre un campo de milpa, bajo la sombra de un pórtico. No sé por qué se me hizo tan extraña su expresión, una leve mueca de labios con los ojos esquivos. En una sola de las fotos, su mirada esquivaba la cámara. Mi madre estaba abrazada a un hombre un poco más joven. Las manos de él en la cintura de ella, las manos de ella enterradas en el pelo de él. Sus labios cercanos y apenas entreabiertos. Las columnas y ladrillos de una casa en construcción (¿o deconstrucción?) los rodeaban. Supongo que Gael no era tradicionalmente guapo: alto, muy moreno y no muy delgado, con la nariz achatada pero la mandíbula marcada, el pelo medio largo dispuesto en rizos flojos. Jamás en la vida había visto a alguien parecido- ni lo volví a ver, la verdad. Los colores de las fotos parecían desvanecerse al blanco. Escuché el continuo y agudo silbido en mi cráneo. Mareada, me dejé caer sobre la cama. Mi espalda chocó con una pieza dura: la caja negra recubierta de gamuza para un anillo, vacía. Cumplí trece años un martes. Papá estaba fuera del trabajo otra vez, durmiendo desde el mediodía. Creo que Enrique estaba estudiando donde un amigo. Yo hacía los deberes en mi cuarto, consciente de que no habría una celebración. Mamá volvió tarde pero traía un pequeño pastel de chocolate. Me dijo que trece era una edad importante, después de todo. “Eres una mujer ahora, Paulina.” Llevó un índice a mis labios y puso en mi anular derecho un anillo. Besó mi frente. Abracé el terciopelo lavanda y azul y pensé que lloraba por la emoción. Cuando el anillo dejó de quedarme en las manos empecé a usarlo en mi cadena junto con otros dijes. Mamá le dijo a mi padre y a Enrique que se trataba de una piecita de fantasía, pero Ligia, al verlo años después, me demostró lo contrario. “Doce diamantes en corte de princesa. Medio quilate con claridad completa. Montura de paladio. Nena, ¿de verdad pensaste que esta era una baratija? Tu mamá debe quererte mucho.” A mamá nunca llegué a agradecérselo, ahora que lo pienso. No sé si podría. Salí cerca del mediodía y nunca encontré el valor para regresar al piso. Semanas después, pasando por el bulevar, noté un rótulo sobre el 4-82: “SE VENDE TERRENO”. La puerta fue arrancada y las ventanas estaban abiertas. Sobre la acera, los vecinos ya se habían dividido los muebles y aparatos viejos. Quedaba la estantería, ahora rota, con un par de discos rotos y libros descosidos. Distinguí algunas de las fotos arrugadas en el desorden, casi borradas por la exposición al sol y la intemperie. Solo entonces noté que la extrañísima expresión en el rostro de mamá era su sonrisa. *Angélica Quiñónez es escritora guatemalteca, presentadora televisiva y comediante ‘stand-up’

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DOMINGO

23 DE DICIEMBRE DE 2018 GUATEMALA

TIC POR LEONEL GONZÁLEZ DE LEÓN*

N

o sé quién es más pendejo: el que envía por cobrar un mensaje cursi y con faltas de ortografía, o el que lo recibe en su teléfono, acepta el cobro, lo lee y se indigna por los errores que trae. Nunca me ha gustado enviar mensajes de texto: igual si es para beber con los amigos, para temas de trabajo o para invitar a una muchacha a salir, lo mejor es llamar. En mis tiempos, para hablar con la novia había que fajarse hasta con el suegro y luego ver si al tipo se le antojaba comunicarme a su hija, pero ahora ni eso. Y a pesar de haber escogido la alarma más discreta, la necedad del ‘tic’ de mi teléfono me hartó. Ofrecí disculpas a los que escuchaban mi presentación y me lo saqué del saco. Lo puse sobre el cristal de la mesa mientras los clientes me veían molestos. Tres mensajes. ¿Quién era? Mi mujer y mis hijos saben que no los leo, y que si necesitan algo deben llamarme o dejar notas de voz. Abrí el primero. ‘Ola’. No reconocí al remitente. Reconozco los números de mis contactos, pero no los identifico con nombre, y menos con apodo, pues si me roban el teléfono o me secuestran y leen ‘cielo’, ‘papi’ o ‘mami’, a ellos los van a llamar para enviarles el dedo que me arranquen para exigir el dinero de rescate. Sospeché de algún amigo que supiera que en vez de estar con el pescuezo apretado y aguantando el aire acondicionado para convencer a los japoneses de invertir en el país, deseaba estar en una playa nudista bebiendo un whisky escocés en las rocas. ‘Como eztaz’. Lo dejé de lado y quise concentrarme en la presentación que me había tomado varias noches de trabajo y de la que dependían mis ingresos por un par

de años y, con suerte, un traslado a Panamá. La gerente regional, una alemana más corpulenta que yo, bufó y se levantó para ir al baño. Al mismo tiempo se pusieron de pie los dos japoneses y el mulato holandés y se acercaron al minibar a tomar agua helada. Me aflojé la corbata y volví a ver el teléfono. ‘Erez malbada’. Aparte de malo para escribir, mamón. ¿Quién le dice eso a una querencia? ‘Te olbidaztes de mi cumplehaños’. La rubia volvió y se acercó a su silla; estiró su falda hacia abajo y se sentó sin poder ocultar las piernas de centro delantero. ‘Tic’ otra vez. Los otros, entre risas, dejaron a medias la charla y también volvieron. Todos se sentaron excepto el japonés, y mientras yo bebía agua para aclarar la garganta y retomar el punto, de nuevo ‘tic’. Al mismo tiempo, aquel dijo ‘stop’, sacudiendo el brazo de arriba hacia abajo como hace un policía para detener a los autos. Acto seguido, y en un inglés que sonó a robot, agradeció mi exposición y dijo que transmitiría el mensaje a sus superiores. No me dio tiempo para invitar a los demás a seguir escuchando pues apenas terminó de hablar, todos, incluso la alemana con cara de portero recién goleado, se pusieron de pie y pasaron a darme la mano uno por uno. Afuera, los tipos retomaron el tono jocoso de quien no quiere perderse el final del chiste. ‘Tic’ y ‘tic’. A solas en el salón, me arranqué la corbata y la lancé sobre la mesa, me acerqué a la fuente de agua fría y con el pulgar izquierdo presioné el botón mientras cerraba la mano derecha en forma de cuenco para atrapar un poco en ella. Me mojé la cara y el pelo. Respiré profundo, volví a la mesa, me acomodé en la silla y me

saqué los zapatos friccionando los tobillos contra las piernas. Volví al teléfono. ‘No quiero berte nunca maz’. ¿Por qué tenía que ser yo su paño de lágrimas? Plegué mi computadora, la desconecté del proyector, tomé mis cosas y salí. Llegué al parqueo y entré a mi vehículo. Introduje la llave y antes de arrancar, una sucesión de ‘tics’. ‘Y si te moleztaztes en comprar pastel, aora te lo comes todo tu solita’. Necesitaba un whisky. Eran las siete de la noche y no quería liarme con el tráfico. Me saqué el reloj por el riesgo de andar a pie, lo dejé en la guantera y salí del auto. Caminé hacia la calle y anduve por la avenida en contra del sentido del tráfico, mirando a los pilotos que, en vez ir cómodos en sus sillones de cuero y con aire acondicionado, tenían la expresión de un pirata a punto del desembarco. Caminé dos cuadras y entré al bar. Antes de sentarme a la mesa, saludé a la mesera, una mulata con suficiente pecho para alimentar a un hospital de recién nacidos, y le hice señas pidiendo lo de siempre, un escocés doble y sin hielo. Tomé de nuevo el teléfono. ‘Con el tiempo te boy a harrancar de mi corason’. Llamé a casa y dije que no iría a cenar por un coctel para festejar el cierre del negocio. ‘Mi mujer y mis ijos me nesecitan’. Saludé a la morena poniendo los labios sobre su mejilla y los ojos en su escote. Vacié el vaso de un sorbo mientras conversábamos y de una vez pedí el segundo. ‘Tu no me mereses’. No sé si haya sido por el whisky, porque la mesera dijo que saldría en treinta minutos y no tenía planes, o por pensar en los hijos de aquel idiota, pero en vez de hablarle hubiera preferido invitarlo a un trago. ‘Es ovbio que nunca bas a canviar’. Marqué el número, pero no hubo respuesta. Reintenté y nada. ‘Hadios’.

*Leonel González de León es médico y escritor guatemalteco.


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DOMINGO 23 DE DICIEMBRE DE 2018 GUATEMALA

POR CARLOS AUGUSTO VELÁSQUEZ*

Lach L

ach se suicidó en La Democracia. Lo suicidaron, dijo Danis en un poema. Barril sin fondo, le decía Mamá Ruca, porque comía mucho. Seguramente, cuando podía, aprovechaba para recuperar todo lo que no pudo comer durante su infancia. Al menos en los pocos años que vivió con su mamá, doña Lipa lavandera. Lavando ropa de plano no le alcanzaba para mantener ella sola a todos los hijos que le quedaron cuando enviudó muy joven. Por eso fue mejor regalar a Lach con don Armín –tío Mín, de mi papá-. Lo malo es que don Armín era muy codo. Lo ponía a trabajar todo el día. Le miraba sus bestias: caballos, vacas y burros. Cómo le hubiera gustado que las bestias no comieran –a don Armín– para ahorrarse la comida. Decía tía Amparo que a don Armín se le ocurrió enseñar a no comer a un su caballo. Le costó mucho tiempo y cuando al fin el caballo aprendió, ese día se murió. Yo cuando era niño le creí a tía Amparo esa su historia, pero ahora sé que no es cierto. Lo que es cierto es que don Armín era muy codo. De seguro le daba mucho trabajo y poca comida a Lach, aunque también de seguro la poca comida que le daba era más que la que pudiera darle su mamá. Pero Lach era muy alegre y dicharachero. De sus años con don Armín lo recuerdo siempre riendo, cantando o silbando. Era varios años mayor que nosotros. Como Sammy, mi hermano, calculo yo, aunque no estoy tan seguro. Pero cuando estaba con don Armín era niño todavía; por eso no recuerdo muy bien ese tiempo porque yo debo haber sido muy muy chiquito. Tampoco recuerdo cuándo pasó a formar parte de la familia de Mamá Ruca. Solo sé que la pasábamos muy bien con él. Tony, Rony y yo casi siempre andábamos detrás de Lach. Ahí ya era adolescente o joven, no estoy muy seguro. Pero Mamá Ruca, con todo y sus protestas, le daba mucho de comer y él comía más de lo que le daban. Imagínense, tantos años pasados con hambre, como para que no aprovechara la ocasión. Y era muy trabajador. Ayudaba a Papá Chinto con labores agrícolas. Yo era niño, pero ahora de grande me imagino que era como su peón personal para hacer trabajos en Yulmuc, la finca de Papá Chinto. Como él era administrador de la finca La Providencia, no podría dedicarse a las faenas que demandaba Yulmuc. Yo pienso que por eso tenía a Lach como su mozo personal. Pero de entonces sí me recuerdo bien que siempre estaba feliz. Nos llevaba y traía desde La Providencia hasta Yulmuc y viceversa. Siempre contando chistes o anécdotas o riéndose sin causa. Y nosotros aprendíamos muchas cosas. Cosas que son muy importantes para los niños, como orinar fuerte en un punto de hojas secas para que salga

mucha espuma. A él siempre se le formaba mucha espuma cuando orinaba y a nosotros menos, o depende, según las ganas que tuviéramos. También nos enseñó a hacer caminitos con el bish. Pero lo que más nos gustaba era cuando nos mandaba a traer pastelitos robados de la tienda de Mamá Ruca. Había unos bien ricos que tenían una cremita blanca y dulce en medio. A veces también le llevábamos cigarros. A causa de eso una vez se nos ocurrió a Rony y a mí robarnos una cajetilla de Casino, el más suave y sabroso decía la propaganda. Nos la robamos en la tarde y nos fuimos hasta donde Papá Chinto tenía el almácigo de la finca La Providencia. Ahí nos pusimos a fumar, uno tras de otro y otro hasta terminárnoslos porque no podíamos dejar huella de nuestro robo y no podíamos dárselos a nadie, porque nos descubrirían. El camino entre La Providencia y Yulmuc era bien largo. Largo y sinuoso. Había que atravesar varios cerros. Imagínense, si la providencia está en San Pedro y Yulmuc ya pertenece a San Antonio. Pero había una veredita muy alegre, llena de cafetales por todos lados. Subíamos y bajábamos varios cerros hasta que se terminada la finca La Providencia. Después, caminábamos algunos kilómetros sobre la carretera de terracería y nos volvíamos a meter

en otras fincas que no tenían cultivado nada, solo árboles y monte y al fin llegábamos a los terrenos de Yulmuc, otra vez con cafetales bonitos, jóvenes y bien abonados. Eran de café caturra; así le llamaban a esa clase de café chiquito y frondoso. Por eso me clavaron el apodo de ‘Caturra’, porque siempre fui chiquito. Entonces me enojaba mucho. ahora no y hasta me gustaría que me volvieran a decir ‘Caturra’ para recordarme de esos años, cuando Lach era el maestro de quien más nos gustaba aprender. Siempre llevaba su morral lleno de comida o de frutas que iba recogiendo en el camino. Una vez nos quedamos por varios días en el ranchito que tenía Papá Chinto en Yulmuc. Luego se nos terminó la comida y tuvimos que ver qué hacer, porque Lach se había ido a la Providencia. Nos terminamos un bote de leche y seguimos con los güisquiles de un gran güisquilar que estaba frente al ranchito. Probamos güisquiles de todas formas. Como eran de esos secos, que parecen papa y que tienen mucho sabor, hasta nos los comíamos con leche y parecían ayote. El sabor del ayote en leche tenían. El día que nos terminamos los güisquiles regresó Lach. Algo de comer llevaba, pero no mucho, porque esa noche ya no tuvimos qué cenar. Entonces nos llevó a cazar ranas. Alumbrados con un foquito, de esos de

dos baterías grandes, nos fuimos hasta el riíto que pasaba como a un kilómetro o dos del rancho. Nos quería enseñar a cazar y de plano alguna rana cazamos, pero no me acuerdo. Lach sí cazó un montón. Me acuerdo cómo las pelaba y las preparaba para cocerlas, solo con sal. Hizo un caldo de ranas delicioso. Lo recuerdo muy bien y me dan ganas de buscar dónde conseguir ahora un caldo de ranas, porque en las ciudades pienso yo que no se comen las ranas. No saben lo que se pierden. Sobre todo, si se las comen con mucha hambre, como teníamos nosotros esa noche. Todos los años, para las vacaciones, nos íbamos a Yulmuc y la pasábamos muy bien. A veces, Lach se subía a los grandes árboles en los cuales se enrollaban los granadillales. A mí siempre me han gustado las granadillas y de plano es porque entonces las comía recién cortadas. Yo mismo me encaramaba en esos grandes árboles porque para eso sí era bueno. Como era chiquito y flaquito, de seguro tenía facilidad para trepar. Hasta allá arriba me encaramaba y le aventaba las granadillas a Lach. Cuando llegó la época de la guerrilla y las cosas empezaron a ponerse feas, dejamos de ir a La Providencia. Debe haber sido como en 1979 y, en 1980, nos fuimos a México. Desde allá supimos que Lach se había “alzado”, así le decían a los que se iban a la montaña a pelear. No tengo ni idea de dónde le nació la conciencia, pero se fue a pelear, al igual que sus hermanos Rómulo, Chus y Gil. Gil luego viajó para México y llegó allá donde estábamos nosotros, en Puebla. Ahí fue uno más de la familia. Después llegó Chus, que era el hermano menor. Chus no tenía tanta gracia como Lach, pero nos cayó bien. Llegó porque recibió una bala que lo tuvo entre la vida y la muerte, así que ya no podía seguir luchando. Nos daba clases de karate y nos enseñaba algunas tácticas guerrilleras. Una vez nos contó que Rómulo, su hermano mayor, había caído en combate. Así decían cuando alguien moría. Pero lo de Lach nos dolió mucho. A mí me sigue doliendo porque siempre pensé que era demasiado bueno. Era un gran combatiente, decían, arriesgado, valiente, temerario. Siempre riendo, siempre ayudando a sus compañeros. Llegaron g a hacer un mitin a La Democracia. Él comandaba al grupo. Cuando supo que los había emboscado el ejército y que no se podía hacer nada, tuvo una gran idea para evitar que murieran todos. Les dijo a sus compañeros que se adelantaran y que él les cubriría la retaguardia. Así, empezó a disparar y desorientó a los soldados del ejército mientras sus compañeros huían. Cuando comprendió que estaban lo suficientemente lejos sacó un cigarro Casino, el más suave y sabroso, y se lo fumó lentamente. Antes de ser capturado por el ejército procedió como le habían enseñado que procediera para evitar ser torturado. *Carlos Augusto Velázquez es semiólogo y escritor guatemalteco.


II.

Tríptico POR MIRIAM ELIZABETH PONCE*

I.

Una mañana de diciembre, atravesé el desierto de Judea. Bajo un cielo despejado, el bus recorría una carretera construida en medio de colinas escarpadas, pobladas de rocas mudas e inmóviles. Con el rostro recostado sobre la ventana miraba el inmenso paraje y cómo la fuerte luz se reflejaba sobre los macizos desnudos y rocosos de la tierra amarillenta. Para mí, esa era una región remota, casi olvidada de la que solo tenía imágenes provenientes de las películas que alguna vez vi. De cuando en cuando, el verdor de una plantación de palma datilera a la orilla de la carretera, rompía con la monotonía de un paraje silencioso y desolado. El bus se detuvo al llegar a los pies de una colina. Bajamos uno a uno para caminar hacia la estación del teleférico. Las cabinas ascendían lentamente hasta la meseta de una colina. Un viento templado soplaba desde las montañas del norte y traspasaba la tela de mi saco. Sentí un poco de frío y con esa sensación comencé a caminar hasta llegar al corazón de la ciudad de Masada. Llegué a la cima de la colina y la mirada se perdió entre los espacios vacíos de un horizonte. Como lo experimenta las aves cuando descienden de la colina, mi vista se encontró con la asombrosa imagen del Mar muerto. En ese momento, callé, enmudecí, ¿qué podía decir sobre la belleza?, parecía un sueño, un espejo de agua reflejando el rostro del cielo en medio del desierto. Jamás había visto un lugar así: en ese inmenso espacio, no había casas. No había árboles. Ni hombres. Solo el desierto y más desierto bordeaba el lago. A lo lejos, una cadena montañosa cerraba por completo el horizonte. Su sombra se deslizaba lentamente sobre el inmenso lago cuyo celeste se matizaba a lo largo y a su ancho; era un tono celeste intenso en el centro, salpicado de aqua y turquesa en sus contornos, perdía intensidad en su extremo sur, en donde el reflejo del sol tornaba plateadas sus aguas. ¿Por qué después de tantas dificultades, me encontraba ahí? ¿Cómo era posible un lugar cuya naturaleza mezclara de manera tan perfecta sus elementos? Parecía un viaje de encuentro con la laguna Estigia de Patinir, uno de los sitios donde el pintor representó magistralmente la confluencia de los cuatro ríos del mundo: el río del odio, el río del fuego, el río del olvido, de la aflicción y el río de las lamentaciones. ¿Acaso, era esto lo que buscaba? Estar cerca de la naturaleza era como estar cerca del ritmo del universo. Una sensación de plenitud me invadía, conmovida miré hacia la izquierda y pensé en el manantial que da vida al río del olvido. Contemplé y experimenté calma y quietud, un instante de amor en el mundo.

Hay hombres y mujeres caminando entre las ruinas. Se detienen al llegar a la casa de los estorninos, un espacio techado con cañas, donde una especie de aves de plumaje negro con una franja naranja en las alas, se paran a descansar. Yo también me detengo para ver cómo ellos se posan sobre las cañas, sobre las rocas de la meseta y sobre las grandes piedras de la pendiente escarpada. El plumaje de color naranja que llevan en sus alas, los distinguen de otras especies y aunque gregarios, se puede ver, a uno y a otro, en solitaria quietud como magnetizados por el horizonte. Tomo unas fotografías y centro la cámara en uno de ellos. Quién sabe si me mira o si capta mi presencia, pero permanece inmóvil y se deja fotografiar. Los estorninos Tristram no son precisamente aves hermosas, pero su vuelo en bandada, es todo un espectáculo, por las curiosas formas que dibujan en el cielo. Sus maniobras, crean fascinantes imágenes como si fueran nubes negras en movimiento. Juegan con la luz y su poderoso canto matutino viaja por los espacios vacíos del amanecer. Livianos, surcan los cielos en busca de alimento. Perciben las corrientes de aire caliente y se dejan llevar para volar sobre el desierto al atardecer. Por las noches, con la luna a sus espaldas una obligada quietud se apodera de ellos. ¿Por qué me fascino al verlos? Su aparente quietud me cautiva. Sus códigos son precisos, sin contradicciones ni paradojas, liberados de inútiles zarandeos. Aunque, revolotean, con su sabia naturaleza son fieles a su destino. En el lente de mi cámara resalta una presencia oscura entre el majestuoso horizonte formado por las colinas del desierto y el azul diáfano del cielo. Parece un tetragrama del que se desprenden suaves sonidos. Mi alma cansada, con hambre de horizonte, siente como los sonidos de ese desierto vuelan y se acercan con una serenidad multiplicada. III.

Yo no quería seguir caminando. Yo quería quedarme sentada contemplando el horizonte. Deseaba extender el gozo que experimentaba. Los instantes eran como minúsculas gotas de rocío que se posaban sobre las hojas de un arbusto seco. Yo no quería seguir caminando. Yo quería contemplar hasta el hastío ese horizonte árido que reflejaba una luz amarillenta y ese resplandor de un mar que yacía en medio del desierto. Quería ver cómo los cambios en la posición del sol se reflejaban paulatinamente en el paraje. ¿Cómo cambiaban sus tonos y sus reflejos? ¿Sería, durante el ocaso aún más hermoso y arrobador? Y, en la noche ¿cómo sería? En una noche de luna, en una noche de estrellas, en una noche negra, ¿la oscuridad se apoderaría por completo de él? Yo quiero quedarme ahí y ser parte de ese instante. Luchaba contra la atmósfera y la altura, contra mi propia capacidad de

permanecer, de contemplar y admirar. Permanecí ante esa escena tranquila y apacible por largo tiempo, viendo la cadena montañosa que cruzaba el desierto a lo largo de doscientos kilómetros, hasta que progresivamente el letargo se apoderó de mí. Hice un esfuerzo por despejar la mente, pero los ojos comenzaban a cerrarse ¿Cómo es posible, que me suceda esto? No todos los días se presenta la ocasión de contemplar un paraje así. Estaba a punto de ponerme a caminar y bordear el lado este de la colina, cuando escuché mi nombre. Provenía del autoparlante del yacimiento arqueológico. ¿Quién me llama? Pedían que llegara hasta la estación del teleférico, me aguardaban para continuar el viaje. Ya voy, ya voy, dije para mis adentros y caminé entre las ruinas sin apresurar el paso. Mientras esperaba turno para subir a la cabina del teleférico, miré de nuevo hacia la escarpada pendiente de la colina. Allí caían las voces, entre el viento y los gritos de guerras pasadas, entre los cantos de mis propias emociones. De todas partes surgían sonidos, historias atrapadas en las rocas, relatos antiguos como los de Flavio Josefo, el historiador que registró el asalto romano a Masada. Abstraída permanecí junto a la entrada, hasta que llegó mi turno para subir a la cabina y continuar el recorrido. *Miriam Elizabeth Ponce es psicóloga, escritora y docente universitaria guatemalteca.

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