Lecturas de fin de año

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elacordeón

domingo d 22 diciembre 2019 2

Lecturas

de fin de año editorLuis Aceituno | diseñoEstuardo de Paz | ilustracionesMaurice de Vlaminck


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DOMINGO 22 DE DICIEMBRE DE 2019 GUATEMALA

POR PETER HANDKE*

El penúltimo v

E

sta historia comenzó en uno de aquellos días de pleno verano en que uno anda descalzo por la hierba y por primera vez en el año es picado por una abeja. Al menos eso es lo que siempre me ha pasado a mí. Y ahora sé que esos días de la primera y a menudo única picadura del año, por lo general, coinciden con el abrirse de las flores blancas del trébol, del que crece a ras del suelo, en el que las abejas retozan medio escondidas. Era un día soleado, también eso como siempre, de principios de agosto, pero, en todo caso bien entrada la mañana, aún no hacía calor, y en lo alto, y cada vez más en lo alto, el cielo azuleaba constante. Apenas había una nube, y si se formaba alguna: se disolvía de nuevo. Una brisa suave, que daba alas, soplaba, como suele ocurrir en verano, desde el oeste –en la imaginación desde el Atlántico– refrescando la bahía de nadie. No había rocío que secar. Igual que desde hacía ya más de una semana, al vagar temprano por el jardín, tampoco se había notado humedad bajo las plantas desnudas de los pies y, menos aún, entre los dedos. Se dice que las abejas, a diferencia de las avispas, al picar, pierden el aguijón y que, por eso, a causa de la picadura, tienen que morir. En todos los años anteriores, pocas veces me habían picado –casi siempre en el pie desnudo– sin que yo mismo lo presenciara, por lo menos si tenía en cuenta el arpón de tres puntas, tan diminuto como poderoso, que parecía desgarrado de la carne interior de la abeja y alrededor del cual se hinchaba algo inconsistente y gelatinoso, las entrañas del insecto; a la vista estaba, además, un ser combándose, temblando, tiritando, cuyas alas perdían fuerza. Pero aquel día de la picadura en el que la historia de la ladrona de fruta tomó forma, la abeja que me picó a mí, el descalzo, no sucumbió. Aunque se trataba de una abeja del tamaño de un guisante, peluda, lanosa, con los consabidos colores y franjas de las abejas, al picar, no perdió ningún aguijón y, después de la picadura, una picadura de abeja como pocas –tan repentina como intensa–, se elevó zumbando, dándose un impulso, no solo como si no hubiese ocurrido nada, sino como si, además, en virtud de su acción, hubiese recuperado nuevas fuerzas. A mí la picadura me pareció bien, y no únicamente porque la abeja había sobrevivido. Hubo además otras razones. En primer lugar, se decía que las picaduras de abeja, de nuevo supuestamente a diferencia de las de las avispas o de los avispones, eran buenas para la salud, para aliviar los dolores reumáticos, para fortalecer la circulación sanguínea o para lo que fuera, y, ahora, una picadura así –otra vez una de mis imaginaciones– me reanimaría al menos durante un rato los dedos de los pies, que de año en año tenía más débiles e insensibles, prácticamente entumecidos; por una fantasía o imaginación similar, arrancaba yo las ortigas con las manos descubiertas, a menudo ramos enteros, tanto del jardín de la bahía de nadie como de las terrazas de la lejana finca de la Picardía –aquí, suelo de loess; allí, calcáreo–. Di la bienvenida a la picadura por una segunda razón. Me la tomé como una señal. ¿Una buena señal?, ¿una mala? Ni buena ni mala y en absoluto funesta, simplemente una señal. La picadura dio la señal de partida. Es hora de que te pongas en camino. Aléjate del jardín y de la región. Vete. Ha llegado el momento de marchar. ¿Pero necesitaba yo esta suerte de señales? Aquel día, en aquel entonces: sí, y aunque de nuevo sea solo una imaginación o una ensoñación de verano. Ordené lo que se tenía que ordenar en la casa y el jardín,

también dejé expresamente esto y lo otro donde se hallara o reposara, planché las dos o tres camisas viejas a las que tenía más apego –apenas se habían secado en la hierba–, hice el equipaje, metí dentro las llaves de la casa de campo, mucho más pesadas que las de la casa de las afueras de la ciudad. Y no era la primera vez que, poco antes de salir, al atarme los cordones de las botas de caña corta, se me rompía un cordón, no encontraba de ninguna manera las parejas de los calcetines, me pasaban por las manos tres docenas de mapas detallados sin que apareciera el que me interesaba; la diferencia esta vez fue que se me rompieron los dos cordones de los zapatos –durante el cuarto de hora previo que tardé en desanudarlos se me rompió la uña de un pulgar–, que al final hice pares con los calcetines desaparejados –prácticamente sólo

de esos–, y que de repente me pareció bien ponerme en camino sin tener ni un mapa. De repente también me liberé de la falta de tiempo en la que había quedado atrapado, una falta de tiempo infundada que me invadía siempre, no solo en las horas previas a la partida; por lo general, entonces, me cortaba sobre todo la respiración y, en la hora antes de salir, era verdaderamente asfixiante. Ni una hora más allí. ¿Libro de la Vida? Libro en blanco. Se acabó el sueño. Se acabó el juego. Pero ahora, de manera inesperada: la falta de tiempo se había esfumado, no tenía objeto. Todo el tiempo del mundo tenía yo de repente. Viejo como era: más tiempo que nunca. Y el Libro de la Vida: abierto y, a la vez, bien sujeto; las páginas, en especial las páginas en blanco, resplandeciendo al viento del


iaje

mundo, de esta Tierra, del aquí. Sí, por fin conseguiría ver a mi ladrona de fruta; hoy no, mañana tampoco, pero pronto, muy pronto, y la vería como una persona, entera, y no meramente en los quiméricos fragmentos que, durante todos los años anteriores, por lo general, entre la multitud y, además, siempre solo de lejos, habían aparecido ante mis ojos envejecidos dándome otra vez nuevas alas. ¿Una última vez? ¿Es que has olvidado que eso de hablar de una “última vez” no se hace, tan poco como de una “última copa”? O si se habla de ello, entonces como aquel niño que, después de que le hayan dejado que juegue “¡una última vez!” (pongamos que con el columpio o el balancín), grita: “¡una última vez!”, y luego: “¡una última vez”. ¿Grita? ¡Vocea! ¿Pero eso no lo has dicho tú a menudo? Sí, pero en otro país. Y eso qué más da.

Aquel día de verano no me llevé ni un libro, incluso retiré el que tenía en la mesa y todavía había estado leyendo por la mañana, una historia medieval de una joven que, para afearse y así librarse de los hombres que la perseguían, se había cortado las dos manos. (¿Uno mismo se cortaba ambas manos? ¿Cosas así solo pasaban en las historias medievales?) En casa dejé también mis cuadernos de notas y libretas, los guardé, los escondí como para mí mismo, aceptando que ya no los encontraría más, al menos no en el tiempo venidero, prohibiéndome servirme de ellos. Antes de ponerme en camino me senté –el petate a mis pies– en una silla aislada, más bien un taburete, en medio del jardín, a distancia de los árboles y, sobre todo, lejos de las mesas, de la mesa de debajo del saúco, de la de debajo del tilo, de la de debajo de los manzanos, que era la más grande o, en todo caso, la más saliente. En mi imaginación, sentado así, ocioso, ligeramente erguido, una pierna sobre la otra, con el sombrero de paja para los viajes bien calado, yo encarnaba aquel jardinero llamado “Vallier” (o como sea que se llame) que Paul Cézanne pintó y dibujó una y otra vez hacia el final de su vida, en especial en 1906, año de su fallecimiento. En todos esos cuadros, “el jardinero Vaillier” apenas muestra una cara, y no solo por el sombrero que le ensombrece la frente, o, si acaso, una cara, imagino yo, sin ojos, y también la nariz y la boca están como borradas. De la cara del que está ahí sentado, ahora sólo tengo presente una silueta. Pero qué silueta. Un contorno gracias al cual la superficie casi vacía de la cara encarna, expresa y emite algo que va más allá de lo que jamás podría llegar a comunicar el dibujo fiel hasta el detalle de una fisonomía o, por lo menos, es y transmite algo diferente, algo por completo diferente, una variante radicalmente distinta. Una posible traducción del nombre de aquel jardinero, que yo he modificado de “Vallier” a “Vaillant”, ¿no sería “el vigilante”?, mejor dicho, ¿“el que presta atención”?, ¿“el que vela”? o, simplemente, ¿“el despierto”? Y eso, junto con los órganos de los sentidos semidesaparecidos, orejas, nariz, boca y, sobre todo, los ojos como borrados, ¿se ajustaría a todos los retratos del jardinero Vaillier? Sentado así, despierto, a la vez que como en un sueño, en otro sueño, de pronto vino volando una voz hasta muy cerca de mi oído –más cerca imposible–. Era la voz de la ladrona de fruta, una voz interrogante, tan suave como decidida –imposible que fuera más suave y decidida–. ¿Y qué me preguntó? Si lo recuerdo bien (porque de nuestra historia ya hace mucho tiempo), nada especial, algo como “¿qué tal?”, “¿cuándo te marchas?” (O no, ahora me viene a la memoria). Me preguntó: “¿Qué le pasa, señor?, ¿qué es lo que le preocupa de ese modo?, Qu’est-ce qu’il vous manque, Monsieur?, c’est quoi, souci? ” Y esta resultó ser la única vez en la historia que la ladrona de fruta, en persona,

me dirigió la palabra. (Por cierto, ¿cómo pude pensar que esta primera y única vez ella me tuteara?) Lo especial fue únicamente su voz, una voz de las que hoy en día son raras, o quizá hayan sido una rareza siempre, una voz llena de cuidado, sin un tono extra de preocupación y, sobre todo, una voz, la voz, de la paciencia, de la paciencia como atributo y también, aún de manera más intensa, como actividad, como un permanente estar activo en el sentido de “tener paciencia”, también de “soportar”: “yo tengo paciencia y te soporto, le soporto, la soporto; soporto a quien sea o lo que sea, sin distinción y, sí, sin cesar.” Una voz así nunca en la vida modularía de otro modo y menos aún se cambiaría en otra espantosamente distinta –como me parece que es el caso de la mayoría de las voces humanas (la mía incluida) y, de forma más acentuada, de las voces femeninas–. Pero esa voz estaba en permanente peligro de enmudecer, y quizá –¡Dios no lo quiera!, ¡vosotros, poderes, acudid en ayuda de mi ladrona de fruta!– para siempre. Al cabo de los años –su voz todavía en mi oído– pienso que le encaja aquello que respondió un actor cuando en una entrevista le preguntaron cómo le ayudaba la voz a interpretar la historia que le correspondía en una película. Notaba, dijo, y no sólo en sí mismo, si una escena o la historia entera tenía “el tono adecuado”, y le ocurría que valoraba la veracidad de una escena, incluso de la película, no a partir de lo que veía, sino de lo que escuchaba. Dicho lo cual el actor añadió riendo, cosa que por un momento hizo que me pusiera en su lugar: “Y por lo general tengo un oído muy fino, eso lo he heredado de mi madre.” Era mediodía, el mediodía que quizá sólo es posible durante la primera semana de agosto. Parecía que todos los vecinos de los alrededores hubieran desaparecido, y no desde ayer. Era como si se hubieran mudado no solo para pasar el verano en sus segundas residencias o chalets de la provincia francesa o de otros lugares. Yo me imaginaba que se habían mudado definitivamente, más lejos que lejos, muy lejos de Francia, que habían regresado a la tierra de sus antepasados, a Grecia, al Portugal transmontano, a la pampa argentina, al mar del Japón, a la meseta española y, sobre todo, a las estepas rusas. Sus casas y cabañas de la bahía de nadie estaban todas vacías y, a diferencia de los veranos anteriores, durante los días y noches previos a mi partida no había saltado ni una alarma, tampoco de los pocos coches sin motor, averiados, que llevaban mucho tiempo ahí aparcados. Durante toda la mañana, también muy temprano, ya había reinado un silencio que con el paso de las horas se extendía más allá de las fronteras o los márgenes de la región de la bahía; los episódicos graznidos de los cuervos, por lo general de tres tiempos, no lo interrumpían tanto como quizá incluso propagaban. Pero ahora, al mediodía, envuelto por un soplo sin viento, inaudible y tampoco visible en el follaje de verano o, más bien, por un flujo de aire adicional, que no una corriente, por una entrada de aire que externamente no se notaba en la piel, ni en los brazos ni en las sienes –no se movía ni una hoja, ni siquiera las hojas del tilo que son más ligeras–, el silencio extendido por toda la región descendió sobre el paisaje terrestre, y lo hizo de una vez, con una sacudida tan suave como poderosa; y, acontecimiento único que tenía lugar todos los veranos durante solo un momento: el paisaje, ya antes rodeado de silencio, bajó o se hundió con la ayuda de la entrada de silencio que repentinamente descendió desde las alturas del cielo; y, sin embargo, continuó siendo la superficie terrestre de siempre, encorvada, arqueada, sustentante. Eso sucedió más allá de lo audible, de lo visible, de lo perceptible. Y, no obstante, fue evidente. Hundirme en la tierra había sido desde siempre uno de mis sueños diurnos. Y hasta ahora cada verano se había cumplido durante un momento, un único momento, al menos durante los más de veinticinco años de existencia que llevaba yo en uno y el mismo lugar. Así que también aquel día, en la hora precedente a mi partida hacia el departamento de Oise, por un momento, el momento largamente esperado, había descendido en el silencio general el silencio adicional. Eso había sucedido como siempre. Y, sin embargo, algunas cosas no eran como siempre, para nada.

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DOMINGO

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DOMINGO 22 DE DICIEMBRE DE 2019 GUATEMALA

Como siempre, al dirigir la mirada hacia el cielo, vi que con las alas extendidas en forma de hoz daba vueltas sobre mí el águila que hasta ahora, fiel, había sido siempre la imagen viva de aquel momento y que, como su continuación, se acercaba silenciosa. En mi imaginación era la misma ave rapaz que, año tras año, se había elevado desde el coto que compartía con halcones, gavilanes, y también buitres y lechuzas en el bosque de Rambouillet, en el oeste, y, ahora, en su ruta aérea hacia el este, hacia las afueras de París, y regreso, volaba en espirales sobre la bahía del silencio. Como siempre, identifiqué también con un águila el ave que dibujaba sobre mi cabeza unos círculos que parecían hechos aposta para esta región concreta, aunque quizá solo se tratara –¿por qué “solo”?– de un gavilán o de un milano. Como siempre, decidí yo: águila. “¡Hola, águila!¡Oye, tú! ¿Qué tal? Que-ce-que tu deviens? ”. Que el águila volara tan bajo, esto no era como siempre. Nunca la había visto dar vueltas tan cerca de las copas de los árboles y los tejados de las casas. Todos los años, incluso las golondrinas, por alto que volaran en el azul del cielo, planeaban varias unidades de volumen por debajo del águila. Pero esta vez las golondrinas dibujaban sus órbitas por encima de ella, y vi –esto tampoco era como siempre– que, más que dibujar órbitas, iban y volvían disparadas, cruzaban en todas direcciones el cielo azul a menos altura de lo habitual, justo por encima del águila. Es cierto que los alrededores se hundieron como siempre lo habían hecho todos estos años que llevaba yo aquí. Pero, esta vez, el suelo y el subsuelo no permanecieron firmes y arqueados. Por momentos, en lugar de la hermosa depresión o concavidad de siempre –y yo hundiéndome en ella–, presencié cómo la región se derrumbaba y se desplomaba amenazadoramente, y no me amenazaba solo a mí. Aquel día el silencio soñado se abalanzó sobre mí, aunque, efectivamente, solo durante un segundo, como la onda expansiva de una catástrofe de alcance mundial. Y por un momento tuve también claros los motivos, no eran imaginados –eran tangibles, sólidos, innegables–: semejante hundimiento de los alrededores, el silencio de ahora, ese silencio, en lugar de dar ánimos, amenazaba y lamentaba; era un silencio amenazante, un silencio horroroso y mortal a la par: horrorosamente silencioso, horrorosamente paralizante. Ese silencio expresaba aquello que la historia de los últimos meses y años, brutalmente agudizado, ahora, en la segunda década del pongamos que tercer milenio, había infligido a la gente, no solo en Francia, allí, no obstante, de manera concentrada. Y también eso en aquel momento no era audible, ni visible ni palpable, pero, sin embargo, era evidente, evidente de otro modo. A mí me parecía que todas aquellas mariposas blancas que zigzagueaban cada una por su cuenta de un extremo al otro del silencioso jardín, también se precipitaban. Y luego: tras el seto de

aligustre, en el jardín vecino, un grito que me impactó como un grito mortal. Pero no: ¡fuera la muerte! Nada de muertes aquí: el grito procedía de la joven vecina que, sentada sin decir ni pío en un sillón de mimbre, se había pinchado el dedo con la aguja de bordar. Unas semanas atrás –entonces el aligustre aún estaba floreciendo y olía como solo lo hace el aligustre– yo la había visto sentada del mismo modo a través del follaje, más que verla claramente delineada, la había adivinado con un vestido claro que le llegaba hasta los tobillos y se le tensaba sobre el vientre abultado de un embarazo ya avanzado. Desde entonces, ni rastro de ella, hasta el grito de ahora, seguido de una risa, como si la joven se riera de haber gritado por un dolor tan insignificante. Y ahora, al grito le sucedió un lloriqueo o, más bien, un llanto, como solo es el llanto de un recién nacido cuando es despertado de su sueño de bebé por el grito de dolor de la madre. ¡Buena noticia! El llanto me gustó. Lástima que apenas durara. La joven madre dio el pecho, o lo que fuera, al bebé. Silencio detrás del seto. Me hubiese gustado seguir escuchando el gimoteo, aunque sonara muy débil, como si viniera de una gruta. ¡Hasta el próximo pinchazo en el dedo, jeune brodeuse, e mañana a la misma hora! Solo que, al día siguiente, yo ya estaría en otra parte. ¿Nada era como siempre aquel día de verano? Tonterías: era como siempre. ¿Todo? Todo. ¡Todo era como siempre! ¿Quién dijo eso? Yo. Yo lo decidí. Yo lo establecí así. Declaré que era como siempre. ¿Signo de exclamación? Punto. Cuando luego espié a través del seto, mi mirada topó con un único gran ojo, el del bebé, que me la devolvía sin parpadear,

y yo intenté imitarle. Del mismo modo que, en un día así, siempre me picaba una abeja por primera vez en el año, así, del mismo modo, simili modo, en lugar de las grandes mariposas blancuzcas que parecía que se precipitaran desde lo alto del espacio aéreo, acudió, fiable como siempre, la pareja de mariposas a las que yo llamaba “las mariposas balcánicas”. Habían recibido este nombre porque la particularidad, el fenómeno que mostraba su vuelo en pareja, en su día –de eso ya hace mucho tiempo–, lo había presenciado yo por primera vez durante una excursión por la campiña balcánica. Pero quizá también la insignificancia de los bichitos, cuando se desplazaban balanceándose o, sencillamente, reposaban inmóviles sobre la hierba enmarañada, en la que apenas se los distinguía, contribuyó a que el nombre arraigara en mí. Sí, como siempre danzaba aquí, por primera vez en este año, una de esas parejas balcánicas, una mariposa alrededor de la otra. Y, como siempre, su danza mostraba aquella particularidad que al menos yo no he observado en ninguna otra pareja de mariposas. Era esta una danza, arriba y abajo, de un lado a otro, y, aun así, cada vez, durante un lapso de tiempo (después la danza seguía igual en otro lugar), bastante fija en un lugar, en el cual las dos mariposas, uniéndose en remolino, formaban una figura triple. Por más que uno se desojara intentado distinguir en esta tríada lo que ya se sabía de antemano –que, en realidad, se trataba de dos mariposas danzando una alrededor de la otra–, era imposible: seguían siendo tres, inseparables. Y de nada servía que, como ahora, yo me levantara del taburete para, de igual a igual, con

la pareja de danza a la altura de los ojos, descubrir el secreto del fenómeno: justo enfrente de mí, apenas a un palmo de distancia de mis ojos, las dos revoloteaban una alrededor de la otra, se metían una dentro de la otra como si fueran tres, y no había manera de desembrollarlas; con una manotada, quizá podías separarlas momentáneamente en solo dos, incluso desunirlas, individualizarlas, pero, al cabo de un momento, volvían a remolinear por los aires como un grupo de tres. Pero ¿por qué separarlas? ¿Por qué querer verlas tal como eran en realidad, como un simple par? ¡Ay, tiempo! Tiempo en abundancia. Me senté y seguí observando la pareja de mariposas. ¡Oh, cómo resplandecía cada vez la conversión en tres de las dos danzando! Dobar dan, balkanci. ¡Eh, vosotras! ¿Qué será de vosotras? Srećan put. t Y a propósito: por primera vez, me llamó la atención lo mucho que la danza de la pareja, con sus permanentes y rapidísimos cambios de lugar, se asemejaba al trile, aquel juego tan popular en todas las aceras balcánicas. ¿Estafa? ¿Engaño? Al respecto, de nuevo: y qué más da. Sve dobro. Os deseo lo mejor. *Peter Handke (Griffen, 6 de diciembre de 1942) es escritor austriaco, ganador del Premio Nobel de Literatura 2019. Autor de “El miedo del portero ante el penalty” (1970), “Carta breve para un largo adiós” (1972), “La mujer zurda” (1976) o “El año que pasé en la bahía de nadie” (1994), entre otros títulos. El relato que publicamos es un fragmento de su más reciente novela “La ladrona de fruta o Viaje de ida al interior del país”, recién traducida al castellano.


Los errantes

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(Fragmento)

DOMINGO POR OLGA TOKARCZUK*

22 DE DICIEMBRE DE 2019 GUATEMALA

AQUÍ ESTOY

T

engo pocos años. Estoy sentada en el alféizar, a mi alrededor hay juguetes esparcidos por el suelo, torres de cubos derrumbadas, muñecas de ojos saltones. La casa está a oscuras, en las estancias el aire, poco a poco, se enfría, se debilita. No hay nadie; se han marchado, han desaparecido, cada vez más tenues se pueden oír todavía sus voces, su arrastrar de pies, el eco de sus pasos y alguna risa lejana. Al otro lado de la ventana el patio aparece desierto. La oscuridad se desliza suavemente desde el cielo. Se posa sobre todas las cosas como un negro rocío. Lo más molesto es la quietud: espesa, visible; el frío crepúsculo y la luz mortecina de las lámparas de vapor de sodio que se sumerge en la penumbra apenas a un metro de su fuente. No ocurre nada, el avance de la oscuridad se detiene ante la puerta de casa, el vocerío del eclipse se desvanece. Se forma una espesa tela, como la de la leche al enfriarse. Los contornos de las casas, con el cielo como telón de fondo, se alargan hasta el infinito, perdiendo sus ángulos agudos, bordes y aristas. La luz que se apaga se lleva el aire: no hay nada que respirar. La oscuridad penetra en la piel. Los sonidos se han enroscado y han echado para atrás sus ojos de caracol; la orquesta del mundo se ha ido alejando hasta desaparecer en el parque. Esta tarde es un confín del mundo, lo he tocado por casualidad, mientras jugaba, sin querer. Lo he descubierto porque me han dejado un rato sola en casa, sin vigilar. Sin duda he caído en una trampa. Tengo pocos años, estoy sentada en el alféizar mirando el frío patio. Han apagado las luces de la cocina del colegio, todo el mundo se ha marchado. Las losas de cemento del patio han empapado la oscuridad y desaparecido. Puertas cerradas, celosías y persianas bajadas. Me gustaría salir, pero no tengo adónde ir. Solo mi presencia adopta contornos nítidos que tiemblan, ondean, y eso duele. Enseguida descubro la verdad: ya no hay nada que hacer, existo, aquí estoy. EL MUNDO EN LA CABEZA

Hice mi primer viaje a través de los campos, a pie. Durante mucho tiempo nadie advirtió mi desaparición, lo que permitió que me alejara bastante. Recorrí todo el parque; después, por caminos de tierra, atravesando maizales y prados cubiertos de caléndulas y surcados por zanjas de drenaje, logré alcanzar el río. El río, de todas formas, era omnipresente en la llanura, empapaba la tierra bajo la hierba, lamía los sembrados. Al encaramarme al terraplén de contención, pude ver una cinta oscilante, un camino que serpenteaba hasta más allá del encuadre, del mundo. Y, con suerte, se podían ver sobre ella unas barcazas planas desplazándose en ambos sentidos sin reparar en las orillas, ni en los árboles, ni en las personas que se hallaban en el terraplén, al considerarlos, seguramente, puntos de orientación inestables, indignos de atención, meros testigos de su grácil movimiento. Yo soñaba con trabajar en una barca de esas cuando fuera mayor o, mejor todavía, con convertirme en una de ellas. No era un gran río, tan solo el Odra, pero por entonces también yo era pequeña. Ocupaba su propio lugar en la jerarquía de los ríos –cosa que más tarde comprobaría en un mapa–, segundón, aunque notable, como de vizcondesa de provincias en la corte de la reina Amazonas. A mí, no obstante, me bastaba y me sobraba, me parecía inmenso. Fluía a sus anchas, sin regular desde hacía ya tiempo, amigo de desbordarse, indómito. En ciertos lugares, junto a las márgenes, sus aguas se arremolinaban al topar con algún que otro obstáculo subacuático. Fluía, desfilaba, fiel a sus razones ocultas tras el horizonte, en algún remoto lugar del norte. Imposible posar sobre él la mirada, la arrastraba más allá del horizonte hasta el punto de hacerle perder a una el equilibrio.

Ocupadas en sí mismas, las aguas no reparaban en mí, aguas viajeras, cambiantes, en las que jamás se podría entrar dos veces, como supe más tarde. Todos los años se cobraba un buen tributo por llevar a lomo las barcas, pues no había uno en que no se ahogara alguien, ya fuera un niño al bañarse durante los tórridos días de verano o un borracho que, a saber por qué, se había tambaleado en el puente y, a pesar de la baranda, había caído al agua. A los ahogados siempre se los buscaba durante largo tiempo y montando bastante alboroto, lo que mantenía en tensión a todo el territorio. Se organizaban equipos de buzos y lanchas motoras del ejército. Según los relatos de los adultos que espié, los cuerpos rescatados aparecían hinchados y pálidos: el agua les había chupado todo rastro de vida, desdibujando hasta tal punto sus rostros que los allegados a duras penas eran capaces de reconocer los cadáveres. Plantada sobre el terraplén antiinundaciones, la mirada fija en la corriente, descubrí que –pese a todos los peligros– siempre sería mejor lo que se movía que lo estático, que sería más noble el cambio que la quietud, que lo estático estaba condenado a desmoronarse, degenerar y acabar reducido a la nada; lo móvil, en cambio, duraría incluso toda la eternidad. Desde entonces el río se convirtió en una aguja clavada en mi seguro y estable paisaje del parque, de los invernaderos donde germinaban tímidamente las hileras de hortalizas y de las losas de cemento de la acera donde se jugaba a la rayuela. Lo atravesaba por completo, como marcando verticalmente una tercera dimensión; lo agujereaba, y el mundo infantil no resultaba ser más que un juguete de goma del que el aire escapaba emitiendo un silbido.

Mis padres no eran del todo una tribu sedentaria. Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que finalmente se asentaron por un tiempo en una escuela de provincias, lejos de cualquier estación de tren y de toda carretera merecedora de tal nombre. El mero hecho de cruzar la linde para ir a la pequeña ciudad comarcal se convertía en todo un viaje. La compra, el papeleo en la oficina municipal, el peluquero de siempre en la plaza del mercado junto al ayuntamiento, ataviado con el mismo delantal lavado y blanqueado una y otra vez, sin éxito, porque los tintes de pelo de las clientas dejaban en él manchas caligráficas, ideogramas chinos. Cuando mamá se teñía el pelo, papá la esperaba en el café Nowa, en una de las dos mesas que instalaban fuera. Leía el periódico local, cuya sección más interesante siempre era la de sucesos, con sus crónicas de robos de mermeladas y pepinillos de los sótanos donde se guardaban. Esos viajes j vacacionales suyos, y un poco acobardados, en un Škoda cargado hasta los topes. Largamente preparados, planeados durante las tardes preprimaverales, apenas se fundía la nieve, pero la tierra aún no volvía en sí; había que esperar a que por fin entregara su cuerpo a arados y azadas, a que se dejara inseminar, entonces los tendría ocupados desde la mañana hasta la noche.

*Olga Tokarczuk (Sulechów, Polonia, 1962) es escritora y ensayista polaca, ganadora del Premio Nobel de Literatura de 2018 (anunciado el 10 de octubre de 2019). Entre sus libros traducidos al castellano destacan “Casa diurna, casa nocturna”, “Flights”, “Sobre los huesos de los difuntos” y “Los libros de Jacob”. El texto que publicamos pertenece a su más reciente novela “Los errantes”.


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DOMINGO 22 DE DICIEMBRE DE 2019 GUATEMALA

Mares POR EDUARD LIMÓNOV*

MAR NEGRO / TUAPSÉ

S

alidos del pozo más negro de mi memoria, acaban de venirme a la cabeza algunos chispeantes recuerdos, tan añejos que se dirían de los tiempos de los persas y los antiguos griegos. Estamos en 1960 o quizá en 1961. Voy camino de Tuapsé en un autobús descuajaringado. Por qué, con qué objeto, no consigo recordarlo. Me acuerdo, en cambio, de que llevaba una maleta pequeña, herencia de mi padre; Veniamín Ivánovich la había arrastrado siempre consigo en sus desplazamientos oficiales. La maleta estaba cubierta de pegatinas. Pero juro que no hay manera de que recuerde qué tipo de pegatinas p g pudieran p ser. De Nueva York o de Ámsterdam no iban a ser, eso es evidente, y muy probablemente fueran de marcas de cigarrillos extranjeros. La maleta va medio vacía, dentro guardo una hogaza de pan. Visto pantalones de chándal y una chaqueta de bouclé que hace tiempo me queda pequeña: me la ponía en octavo grado, y ya he terminado décimo. Tengo diecisiete años. El bus avanza, renqueante; tiene unos neumáticos de mierda: la goma siempre es un desastre en Rusia; sin embargo, el ambiente está animado. Viaja poca gente, es primavera en el sur, las ventanas están abiertas: calor, polvo, una carretera de montaña. Hipotetizaría más adelante que

fue ese mismo tramo sobre el mar el que recorrieron los personajes de El torrente de hierro, la novela de Serafimóvich. (Hace un par de años la volví a leer con auténtico gusto; evoca la ética de Taras Bulba y no desmerece en nada de La guardia blanca, de Bulgákov). A ratos, saco el pan de la maleta y lo voy engullendo, partiéndolo en pedazos. Un individuo mayor, huesudo, con el triángulo de una marinera debajo de la camisa, me mira varias veces desde el par de asientos contiguo y me ofrece un trozo de pollo. Lo acepto. Se llama Kostia. Me presento. Soy un chaval de Leningrado, voy a Tuapsé, a casa de mi tía. ¿A qué viene eso de que soy de Leningrado? Bien, la verdad es que yo era un chaval con ambiciones, y Járkov me quedaba pequeño, merecía algo mejor que Járkov. “Pero, chiquillo, ¿te vas a comer el pan sin nada?”, me dice en ucraniano una abuela, mientras me ofrece un trozo de pescado. Lo acepto. No tengo a nadie en Tuapsé, por supuesto. Ni tía, ni dirección alguna. Soy un chico leído, un poeta, un niño, y voy a ampliar mi territorio, a encontrarme con bellas y con bestias, con molinos de viento y de acero que me sajarán las manos. Para un joven que pasa la noche, hasta el alba,/ mirando, absorto, estampas,/ hay nuevos horizontes tras de cada hori-

zonte,/ y, detrás de cada desmonte, otros desmontes… Ahíto de láminas, contempladas en mitad de la noche, marcho, como Rimbaud, huyendo hacia ninguna parte, poseído por una poética inquietud, movido por la añoranza de los grandes espacios. Pero hay que viajar solo. Es la única forma de gozar de la exuberancia de la vida real. Aunque, por desgracia, viajar solo resulte casi siempre imposible. Me bajo en Tuapsé y trato de alejarme de Kostia, el marino, lo más rápidamente posible. No quiero que sepa que le he mentido. Me había dado a comer de su pollo guisado, contándome historias de su vida, y me había invitado a medio vaso de vodka. Cuando me preguntó en qué calle vivía mi tía, mascullé: “Calle Lenin”. El marino pareció extrañarse. No entendí de qué. Puede que la calle de marras fuese tan céntrica que solo hubiese en ella edificios oficiales, grandes almacenes, el comité municipal…, y no edificios de viviendas; puede que su perplejidad obedeciera a alguna otra razón. Porque en cada villorrio soviético ha habido siempre una “calle Lenin”. No hubo nada que hacer. El buen hombre me acompañó hasta la dirección que le di. A cuatro pasos de la casa le confesé la verdad. Le dije que en realidad no conocía a nadie allí, que había venido a dar en Tuapsé por casualidad, que era en Sochi donde vivía mi tía, pero que no había conseguido dinero suficiente para comprar billete hasta Sochi. Me dijo que debería habérselo dicho

mucho antes, pero me hizo acompañarlo. Su mujer nos recibió con escasa amabilidad. El susodicho Kostia volvía a casa sin lo que fuera que hubiera ido a comprar a Novorosíisk. El domicilio de Kostia era un cuarto minúsculo en un barracón de madera junto al puerto. Pude contar cinco o seis puertas en el pasillo comunal. Aparte de Kostia y de su mujer, lo ocupaban una niña de unos seis años y un niño de teta. Pechugona y entrada en carnes, la mujer del marino era considerablemente más joven que él. No dejó de refunfuñar, pero nos dio de cenar pescado frito con patatas. Me hicieron una cama en el suelo, junto a la puerta. El niño no paró de llorar en toda la noche, ni Kostia de toser. Cuando me fui, temprano, por la mañana, seguía dormido. Su mujercita estaba lavándole el culo al niño. – ¿Ya se marcha? – Sí. Le agradezco su hospitalidad. – Agradézcasela a ese de ahí. –E inclinó la cabeza hacia la cama– . Es buena gente. Siempre tiene que traerse a alguien. El otro día me trajo un minino con una pata rota… Dicho eso, volvió a ocuparse del niño. Salí y me puse a caminar a lo largo del interminable muro del puerto. El ferrocarril discurría en paralelo al muro. Caminaba con rapidez, pero tardé bastante en recorrerlo. Solo pasados un par de kilómetros di con un grupo de peones. – ¿Cómo puedo salir hasta el mar? Los peones no manifestaron extrañeza alguna.


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– ¡Ahí mismo está, solo tienes que doblar esa esquina! La doblé por donde me habían indicado. Atravesé un angosto paso entre los muros. A juzgar por las retorcidas grúas de los más variados formatos, tras ambos muros se escondía el puerto. Por fin lo vi: allí estaba, desplegándose ante mí, lleno de un agua brillante e intensamente verde, regurgitando con estrépito, el mar. Las tormentas de aquel invierno habían ido amontonando pedruscos en la playa de guijarros. Algunos tenían el tamaño de un barril. Marea baja: las negras algas despedían un soñoliento olor a carbono. Vi unos barcos a lo lejos, esperando a que les dejaran entrar en el puerto para la descarga. La bahía de Tuapsé era fresca y maravillosamente azul, como el mar en las novelas de Stevenson. Sobre mi playa salvaje se levantaba un peñasco. Coloqué mi maleta a los pies del peñasco y me quité la ropa; titubeé un segundo y me quité los calzoncillos también. Hacía frío, pero el sol había salido y se abría paso ya a través de la neblina matinal. Deslizándome, resbalando entre las piedras y lastimándome los pies, entré en el mar. Resbalé y me derrumbé antes de tiempo. El agua gélida escaldaba mi piel. Nadé. El camarada Rimbaud salió del agua a toda prisa, sus pelotas eran dos cubitos de hielo. Se secó con una toalla. Se vistió. Se sentó en la maleta y regresó a su hogaza de pan con la vista puesta en la mar. Años después, escribí un poema que contiene unas líneas sobre aquel episodio. La barcaza volcada, con la amarra tendida/ y gruesa, de la que brotan dos cabos de cuerda./ La leña húmeda apilada y, en jirones de lino,/ las nubes acercándose a la costa./ Tras un rato de murria el vagabundo,/ como un borrón amarillo, va dejando atrás la bahía de Tuapsé./ Con la bahía de Tuapsé a su espalda,/ en dirección a la vía del tren,/ se le ve alejarse, pantalón amarillo/ y la cabeza llena de sueños ferroviarios… Lo que sucedió en realidad fue más o menos esto: el camarada Rimbaud, la piel llena de sal, se dirigió a la estación. Conoció a un chaval, un granuja de doce años. Escamotearon algo entre los dos y se fueron a venderlo a un arrabal de pescadores. Allí entraron en la choza de otro joven corpulento, este de diecinueve años, vestido con una gruesa camiseta de algodón. La choza entera apestaba, atestada como estaba de perolas con el pescado puesto a salar. Los chavales sacaron de una de ellas un par de peces con que acompañar el pan del camarada Rimbaud y se tumbaron a dormir donde pudieron.

A la mañana siguiente, temprano, el de doce y el de diecinueve llevaron al chico leningradense al aparcamiento de autobuses y camiones. Una hora más tarde, el poeta partía en el remolque de un camión en dirección a Sochi. Una semana después, estaba trabajando ya en un sovjós dedicado al cultivo del té en las montañas, cerca del pueblo de Dagomýs. “Cerca” quiere decir a medio centenar de kilómetros montaña a través. El poeta se dedicaría entonces a extraer tocones del terreno, preparando el paraje para una plantación de té. Recuerden eso cuando abran un paquetito de “té de Georgia”. MAR DE AZOV

En aquella época andaba con un jersey de tejido grueso, a la última, un jersey que me llegaba casi hasta las rodillas, y con unos pantalones acampanados que me había cosido yo mismo. Vivía en la plaza Távelev, número 19, con mi mujer, Anna13, de veintiocho años, y su madre, de sesenta, en un piso de dos habitaciones, en pleno centro de Járkov. Escribía poesía y solía tomar café y oporto en un sitio de moda: la cafetería autoservicio de la calle Sumskaya. En aquellos años, hasta el portero se dirigía a mí llamándome “poeta”. Es decir, que era el típico modernito relamido del centro. Yo tenía veintidós años. Nadie habría adivinado que solo dos años antes trabajaba como acerero en una fábrica, concretamente en la Hoz y Martillo. Anna Rubinshtéin y la bohemia me habían dejado hecho un cromo. Fue Anna quien me puso en manos de Sashka Cherévchenko, joven poeta y periodista, redactor de Leninska Zmina, a para que me llevara consigo cuando le encargaron escribir un reportaje sobre los gobios del mar Negro, pasando por Berdyansk, Feodosia, Alushta y Sebastopol. –¡Llévate a Ed contigo, Sashka! ¡Que aquí se pasa el día empinando el codo

con su amiguito, el tal Guénochka!– se quejaba Anna. Guenka Goncharenko era un playboy de Járkov amigo mío. Es curioso que todos aquellos que parecían tan preocupados porque me diera a la bebida o metiera las narices donde no debía acabaran por caer ellos mismos en el alcoholismo. O destruyéndose por alguna otra vía. El vínculo entre Sashka y Anna era Valia, una vigorosa yegua ucraniana que, como Anna, trabajaba de vendedora en la librería Poesía; a Sashka y Valia “salían” juntos. Alto, desgreñado, excadete y exmarino, Sashka se dejó convencer por mis ruegos y me permitió acompañarlo en la expedición. Le gustaban mis poemas, además. Conseguí que me firmaran una acreditación como fotógrafo y, para que tuviera el aspecto debido, me dieron un cinturón con una funda de cámara vacía; tampoco sabía hacer fotos, así que metí una muda en la funda. Lo más curioso de todo es que ahora Sashka Cherévchenko vive en Riga y es director de un periódico en ruso que, por lo que sé, es el más importante de entre los de su género en Letonia. Después de que el Partido Nacional Bolchevique hiciese aparición en la vida pública de Letonia, en marzo de 1998, y como quiera que era yo el líder de la organización, Sashka nos ofreció una emocionada bienvenida como veterano de la Armada Roja. Su diario habla de nosotros a menudo. Si en Rusia se nos prestase la misma atención que en Letonia, el Partido Nacional Bolchevique estaría ya en la Duma. Partimos en tren hacia el sur a primera hora de la mañana. Por la tarde llegamos a Berdyansk, puerto del mar de Azov. Allí fuimos a la sede del comité municipal del partido. El secretario del comité recibió a los dos jóvenes poetas justo después de que saliese por la puerta de su despacho un general con bandas en el pantalón. Mi autoestima y el respeto que sentía por Sashka se

incrementaron exponencialmente. En el despacho, acomodados en butacas forradas de terciopelo rojo, mantuvimos una conversación acerca del gobio. La población de gobio en el mar de Azov disminuía constantemente. Supimos también que en el mar de Azov, a causa de su reducido tamaño y su caudal escaso, pasaban cosas verdaderamente espeluznantes. Sashka apuntó todo lo que dijo el secretario; yo no saqué ni una foto. Pateando las alfombras del pasillo, salimos del edificio del comité municipal y nos dirigimos hacia el puerto. Hablamos con pescadores, o con unos a los que tomamos por pescadores. Todos esos hombres cantaban las excelencias del gobio con pundonor, incluso con ternura, y expresaban un profundo pesar ante la evidencia de su extinción. Todos ellos, lo mismo los pescadores que los del comité, con sus bronceados sureños y sus frentes anchas, parecían torpes y rugosos gobios; los pantalones largos y polvorientos les cubrían el calzado, como a sirenitas de sexo masculino. Parecía que hubiesen surgido del polvo de Berdyansk: sus colas brotaban directamente del hormigón del puerto. Gobios ambulantes. Fue la primera comisión de servicio que tuve, y esperaba encontrarme, como Heródoto o como Jonathan Swift, con seres extraordinarios; pero solo encontré a papanatas idénticos a los que vivían en Járkov, continental y alejada del mar, aunque aquí se tratase de papanatas marinos. Me aburría. Suerte que al poco de llegar habíamos comprado billetes para un barco a Feodosia. Nada más subir al barco, Cherévchenko cayó en manos del capitán instructor. Tras saludarse, descubrieron que habían cumplido el servicio militar en la marina y en el mismo crucero, el Dzerzhinski, aunque en quintas diferentes. Al pobre Sashka lo licenciaron del Dzerzhinski por motivos de salud, y fue así como dio al traste con su carrera de marino. El capitán instructor quiso averiguar entonces si el capitán en ejercicio, el que estaba al mando del barco, procedía correctamente. Comprobó que todo estaba bien, volvió y nos invitó a su camarote. Allí todo estuvo a la altura de mis expectativas. El bronce y el cobre estaban perfectamente abrillantados, todo lo blanco era contundentemente blanco o, cuando no, vistosamente blanco. Lo que no consigo recordar es quién sería el responsable de la aparición de una botella de coñac. Creo que fue el joven Sashka, mi gigantón de pelo rizado, laureado con el premio del Komsomol y tenido en aquella época por joven estrella de la poesía de Járkov; incluso pátina de




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Algunas peculiaridades de los ojos

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POR PHILIP K. DICK*

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escubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada. Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato. Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía: …sus ojos pasearon lentamente por la habitación. Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban. …sus ojos se movieron de una persona a otra. Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie. ¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba

ocultar lo que sabía. El relato proseguía: …a continuación, sus ojos acariciaron a Julia. Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba: …sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven. ¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados. —¿Qué pasa, querido? —preguntó mi mujer. No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto. —Nada —respondí, con voz estrangulada. Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.

Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza: …su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente. No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano. Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo. Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:

…nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar. Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo: …temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza. Al cual seguía: …y Bob dice que no tiene entrañas. Pero Bibneyy se las ingeniaba g tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como: …carente por completo de cerebro. El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto: …con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven. No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos. … a continuación le dio la mano. Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas. …tomó su brazo. Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio: …sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado. Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopoly en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban. Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto. No tengo estómago para esas cosas. *Philip K. Dick (1928-1982) es autor de 36 novelas de ciencia ficción y 121 relatos breves en los que exploró la esencia de lo que hace al hombre humano, así como los peligros del poder centralizado. Muchas de sus novelas y cuentos han sido llevados al cine y la televisión, entre los que destacan “Blade Runner” (basada en “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”).


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Una llamada telefónica POR DOROTHY PARKER*

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P

or favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No te pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría tan poco, Dios mío, concederme esta pequeñez… Que me telefonee ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor, te lo ruego. Si no pensara en ello, tal vez sonaría el teléfono, como sucede a veces. Si pudiera pensar en otra cosa, lo que fuera. Quizá si contara hasta quinientos de cinco en cinco, el timbre sonaría cuando terminara. Contaré lentamente, no quiero hacer trampa, y si suena cuando llegue a trescientos no pararé; no responderé hasta llegar a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Por favor, que suene, por favor. Esta es la última vez que miro el reloj. No volveré a hacerlo. Son las siete y diez. Él dijo que me llamaría a las cinco. “Te llamaré a las cinco, cariño”. Creo que me llamó “cariño” al decirme eso. Casi estoy segura de que lo dijo entonces. Sé que me ha llamado “cariño” dos veces, y la ocasión anterior fue cuando me dijo adiós. “Adiós, cariño”. Estaba ocupado y no podía decirme gran cosa desde la oficina, pero me ha llamado “cariño” dos veces. No puede haberle importado que yo le llamara. Ya sé que una no debería telefonearles una y otra vez… Sé que no les gusta. Cuando haces eso, saben que estás pensando en ellos, que les deseas, y eso hace que te aborrezcan. Pero no había hablado con él en los tres últimos días… ni una palabra en tres días. Y lo único que he hecho ha sido preguntarle cómo estaba. Nada más, cualquiera podría preguntarle lo mismo. No puede haberle molestado esa llamada, no puede haberme considerado un incordio. “No, por supuesto que no”, me dijo, y añadió que me telefonearía. No tenía necesidad de decir eso. No se lo pedí, de veras. Estoy segura de que no se lo pedí. No creo que dijera que me llamaría sin intención de hacerlo. Por favor, Dios mío, no le dejes hacer eso. No, por favor. “Te llamaré a las cinco, cariño”. “Adiós, cariño”. Estaba atareado, tenía prisa, había gente a su alrededor, pero me llamó “cariño” dos veces. Eso es mío, sólo mío, lo tengo, aunque nunca vuelva a verle. Sí, pero es tan poca cosa… No es suficiente. Si no vuelvo a verle, nada será suficiente. Por favor, Dios mío, permite que vuelva a verle, te lo ruego. Le quiero tanto, tanto… Sé bueno, Dios mío, procuraré ser mejor, lo seré, si me permites verle de nuevo, si haces que me telefonee. Oh, Señor, haz que me

llame ahora. No le restes importancia a mi plegaria, Dios mío. Estás sentado ahí arriba, tan blanco y tan viejo, con todos los ángeles a tu alrededor y las estrellas deslizándose a tu lado… y yo te importuno con una plegaria acerca de una llamada telefónica. No te rías, Dios mío. Mira, no sabes lo que se siente. Estás tan seguro en tu trono, con el azul del cielo girando alrededor, y nada puede alcanzarte, nadie puede estrujarte el corazón en sus manos. Esto es sufrimiento, Señor, es un sufrimiento terrible. ¿No me ayudarás? Te lo pido por tu propio Hijo, Señor, ayúdame. Dijiste que harías cualquier cosa que se te pidiera en su nombre. ¡Oh, Dios mío, en nombre de tu único Hijo bienamado, Jesucristo, nuestro Salvador, haz que ese hombre me telefonee ahora! Esto debe terminar, no debo comportarme así. Un hombre joven le dice a una chica que la llamará, pero luego sucede algo que se lo impide. No es tan terrible, ¿verdad? Es algo que ocurre en todo el mundo, en este mismo instante. Pero ¿qué me importa a mí lo

que suceda en todo el mundo? ¿Por qué no ha de sonar este teléfono? ¿Por qué no, a ver, por qué no puedes sonar? Por favor, hazlo de una vez, feo, reluciente y condenado trasto. Unos timbrazos no van a hacerte daño, ¿o sí? Maldito seas, arrancaré tus asquerosas raíces de la pared, romperé tu presumida y negra cara en mil pedazos. Vete al infierno. No, no, no. Ya está bien. He de pensar en otra cosa. Eso es lo que haré. Llevaré el reloj a la otra habitación y así no podré mirarlo. Si es inevitable que lo mire, entonces tendré que levantarme e ir al dormitorio, y así tendré algo que hacer. Es posible que él me llame antes de que vuelva a mirar la hora. Si me llama, seré muy dulce con él. Si dice que esta noche no podemos vernos, le diré: “No te preocupes, querido. De veras, puedes estar tranquilo, lo comprendo”. Será como cuando nos conocimos, y así quizá vuelva a gustarle. Al principio siempre era dulce. ¡Ah, es tan fácil ser dulce con una persona antes de que la quieras! Creo que todavía debo de gustarle un poco. Hoy no me habría dicho “cariño” en dos ocasiones si aún no le gustara un poco. Si todavía le gusto un poco, no está todo perdido, aunque sólo sea muy poco, una pizca. Mira, Señor, si intercedes para que me telefonee, no te pediré nada más. Seré dulce y alegre con él, seré como antes, y entonces él volverá a quererme. Nunca tendré que pedirte nada más. ¿No te das cuenta, Señor? ¿Verdad que harás que me telefonee? ¿No me harás ese favor? ¿Me estás castigando porque he sido mala, Señor? ¿Estás enfadado conmigo porque hice aquello? Pero hay


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tanta gente mala… No puedes ser duro sólo conmigo. Y lo que hice no fue tan malo, no pudo serlo. No hicimos daño a nadie, Señor. Las acciones sólo son malas cuando perjudican a otros. Nosotros no hicimos daño a nadie, y lo sabes. Sabes que lo nuestro no fue malo, ¿no es cierto, Señor? ¿Harás que me telefonee ahora? Si no me telefonea, sabré que Dios está enfadado conmigo. Contaré hasta quinientos de cinco en cinco, y si cuando termine no me ha llamado sabré que Dios no va a ayudarme, que no lo hará nunca más. Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco… Lo que hicimos fue malo. Sabía que lo era. De acuerdo, Señor, envíame al infierno. Crees que me estás asustando con tu infierno, ¿verdad? Crees que tu infierno es peor que el mío. No debo. No debo hacer esto. A lo mejor retrasa un poco su llamada… Eso no es motivo para que me ponga histérica. Quizá no llame… puede que venga aquí directamente sin telefonear. Se enojará j si ve q que he estado llorando. No les gusta que llores. Él no llora nunca. Ojalá pudiera hacerle llorar. Ojalá pudiera hacerle llorar y pasear de un lado a otro de la sala y sentir una opresión en el pecho, una herida enconada en el corazón. Ojalá j p pudiera causarle una herida así. Él no desea eso. Me temo que ni siquiera sabe lo que siento. Ojalá pudiera saberlo sin que yo se lo dijera. No les gusta que les digas que te han hecho llorar, que eres desgraciada por su culpa. Si les dices eso, piensan que eres posesiva y cargante. Y entonces te aborrecen. Te detestan cuando les dices lo que realmente piensas. Siempre tienes que hacer un poco de comedia. Creí que en nuestro caso no era necesario, pensé que lo nuestro era muy serio y podía expresar abiertamente lo que quisiera. Supongo que eso nunca es posible, que la relación nunca es tan seria como para admitir una sinceridad absoluta. Ah, si él me telefoneara le hablaría de lo triste que me he sentido. Detesta a las personas tristes. Sería tan dulce con él, tan alegre, que le gustaría, sería inevitable. Si me telefoneara, si tan sólo me hiciera una simple llamada… Puede que lo esté haciendo. Quizá venga aquí sin llamarme. A lo mejor ahora mismo está en camino. Podría haberle ocurrido algo. No, jamás podría ocurrirle nada. No puedo imaginar tal cosa. Nunca se me ocurre que puedan atropellarle, nunca le veo tendido cuan largo es y muerto. Ojalá estuviera muerto. Es un deseo terrible. Es un deseo adorable. Si estuviera muerto, sería mío. Si estuviera muerto, nunca pensaría en las cosas como son ahora y como han sido en las últimas semanas. Sólo recordaría los buenos tiempos y todo sería hermoso. Ojalá estuviera muerto. Quiero que esté muerto, muerto, muerto. Esto es una estupidez. Es estúpido desear que alguien esté muerto sólo porque no te ha llamado cuando dijo que lo haría. Puede que el reloj adelante; no sé si señala la hora correcta. Aún resultará que él apenas se retrasa. Cualquier cosa podría hacerle retrasarse un poco. Quizá ha tenido que quedarse en la oficina. Puede que haya ido a casa, para llamarme desde allí, y se ha presentado alguien. No le gusta telefonearme delante de otras personas. Tal vez esté preocupado, aunque sea un poquito, por hacerme esperar. A lo mejor confía en que sea yo quien llame. Podría hacerlo. Podría telefonearle. No debo hacerlo, no, no, no. Dios mío, te lo suplico, no me dejes telefonearle. Evita que haga tal cosa. Sé, Señor, lo sé tan bien como tú, que si estuviera preocupado por mí me llamaría desde dondequiera que se encuentre y sin que le importara quién estuviera presente. Por favor, Dios mío, hazme saber eso. No te pido que me facilites las cosas… No puedes hacer eso, aunque hayas sido capaz de crear un mundo. Sólo te pido que me lo hagas saber, Señor. No permitas que siga alimentando esperanzas. No me dejes decirme cosas consoladoras. No me dejes seguir esperando, Señor, te lo ruego. No le telefonearé. No volveré a telefonearle mientras viva. Se pudrirá en el infierno antes de que le llame. No es necesario que me des fuerzas, Señor, pues ya las tengo. Si él me quisiera, podría tenerme. Sabe dónde estoy. Sabe que le estoy esperando aquí. Está tan seguro de mí, tan seguro… Quisiera saber por qué te aborrecen en cuanto están seguros de ti. Parece más lógico pensar que esa seguridad es muy agradable.

Sería muy fácil telefonearle. Entonces lo sabría. Quizá no sería tan estúpido hacer eso. Tal vez a él no le importaría. A lo mejor le gustaría. Es posible que haya intentado ponerse en contacto conmigo. A veces alguien intenta comunicarse contigo una y otra vez y luego te dice que no ha obtenido respuesta. No lo digo sólo para tranquilizarme; son cosas que ocurren de veras. Sabes que eso ocurre realmente, Señor. Oh, Señor, no permitas que me acerque a ese teléfono. Mantenme alejada de él. Déjame conservar un ápice de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios mío. Creo que eso será todo lo que tendré. Pero ¿qué importa el orgullo si no puedo soportar no hablar con él? Ese orgullo es algo tan necio y mezquino… El orgullo auténtico, el gran orgullo, radica en carecer de orgullo. No digo esto sólo porque quiera llamarle. De ninguna manera. Es cierto, sé que lo es. Voy a ser grande, voy a estar más allá de los orgullos mezquinos. Por favor, Dios mío, no permitas que le llame, te lo ruego. No veo qué tiene que ver el orgullo con esto. Es algo demasiado trivial para que haga intervenir el orgullo, para que arme tanto alboroto. Es posible que no le haya entendido bien. A lo mejor me dijo que le llamara a las cinco. “Llámame a las cinco, cariño”. Es muy probable que haya dicho eso. Es posible que no le haya oído bien. “Llámame a las cinco, cariño”. Estoy casi segura de que eso es lo que dijo. Dios mío, no permitas que hable conmigo misma de esta manera. Házmelo saber, por favor, sácame de dudas. Pensaré en alguna otra cosa. Me quedaré sentada, sin moverme. Si pudiera permanecer sentada e inmóvil… Tal vez podría leer, pero todos los libros tratan de seres que se aman, fiel y dulcemente.

¿Para qué querrán escribir sobre eso? ¿Es que no saben que no es cierto? ¿No saben que es mentira, un condenado embuste? ¿Para qué tienen que hablar de eso, cuando saben cómo duele? Malditos, malditos sean. No lo haré. Me quedaré quieta. No hay motivo para que me excite. Mira: supón que él fuese alguien a quien no conoces demasiado bien, supón que fuese otra chica. ¿Qué harías entonces? Sencillamente, le telefonearías y preguntarías: “Aún te estoy esperando. ¿Qué te ha ocurrido?”. Eso es lo que haría, sin pensarlo dos veces. ¿Por qué no puedo actuar con naturalidad, tan sólo porque le quiero? Puedo ser natural. Sinceramente, puedo serlo. Le llamaré, y seré natural y agradable. Verás cómo sí, Señor. Oh, no permitas que le llame, no, no, no. Vamos a ver, Señor: ¿de veras no vas a hacer que me llame? ¿Estás seguro, Dios mío? ¿No podrías tener la amabilidad de ablandarte un poco? ¿No podrías? Ni siquiera te pido que le hagas telefonearme ahora mismo. Haz que lo haga dentro de un rato, Señor. Contaré hasta quinientos de cinco en cinco. Lo haré lentamente, sin trampas. Si cuando termine no me ha telefoneado, le llamaré yo. Lo haré. Por favor, Dios mío bendito, mi Padre celestial, haz que me llame antes de que termine. Te lo ruego, Señor, por favor. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco… *Dorothy Parker (1893-1967) fue una cuentista, dramaturga, crítica teatral, humorista, guionista y poeta estadounidense. Muy conocida por su cáustico ingenio, su sarcasmo y su afilada pluma a la hora de captar el lado oscuro de la vida urbana en el siglo XX


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DOMINGO

Nora o la tormenta POR ANGÉLICA QUIÑONEZ*

M

ecuestaunpocoadmitircuánto llegué a odiar a Mauro. Era imposible que compartiéramos una habitación sin que inevitablemente escaláramos de una minúscula queja q j a una ronda de insultos gritados. g Él me llamaba una impetuosa ignorante, y yo insistía que él era un insufrible sabelotodo. Luego supe que esas fueron las exactas palabras con que Claudia lo describió en la oficina del juez. Nunca más volví a mencionarle esa frase. Joel solía ingeniárselas para juntarnos. Perdí la cuenta de cuántas conversaciones rescató, sondeando delicadamente en qué momento alguno de los dos comenzaría a perder la cabeza. Apretaba mi brazo cuando mis bromas se tornaban agrias, y a Mauro le recordaba que no debía tomarse todo tan en serio. La verdad es que ni siquiera sus pequeñas rachas de autodesprecio podían aplacar nuestros egos. Tardé un par de años en reírme de lo similares que siempre fuimos, Mauro y yo. No creo en las epifanías a lo Charles Dickens. Para empezar, yo no podría haber hecho esa referencia sin que Mauro me la hubiese mencionado. Pero yo puedo decir con absoluta certeza que ambos cambiamos tras la tormenta. No recuerdo los pormenores. Tal vez fue un lunes o un miércoles, pero estaba sola en casa y Mauro llamó para recoger la documentación de un caso. Cuando abrí la puerta del apartamento, él estaba mojado y fastidioso. Yo tenía la

caja junto a la puerta, lista para despedirlo con la mayor diplomacia posible, pero él preguntó si podía esperar a que se calmara la lluvia. El estruendo de granizo en las ventanas me hizo pensar en lo decente y cortés que sería Joel, y sin otro comentario le señalé el sofá y ocupé la silla opuesta. Guardamos un viscoso silencio sin mirarnos a la cara, hasta que me aburrí y decidí servirnos un trago. Regresé de la cocina con dos whiskeys y puse uno frente a Mauro que murmuró algo como “gracias”. Así que bebimos, agradecidos porque el ruido de la tormenta cancelaba la necesidad de hablar. Aún suelo subestimar lo terapéuticas que son las pausas y los silencios. Cuando Mauro finalizó el divorcio, Joel y otros dos amigos convocamos a una bacanal en esa cabaña junto al lago. Bebimos demasiada cerveza y gritamos estupideces por horas, pero acabamos callados, viendo el amanecer mientras ellos fingían que Mauro no sollozaba sobre mi hombro. Mauro y yo nos pertenecíamos de una forma difícil de explicar, y a veces creo que eso asustó a Claudia hasta dejarlo. Pero eso del lago fue mucho después de estos whiskeys y aún no imaginábamos, ni por asomo, lo que pasaría después. La lluvia se amainaba cuando Mauro se levantó. Me preparé para despedirlo, pero tomó mi vaso y anunció que él prepararía la otra ronda. Mientras él caminaba a la cocina, decidí prender el estéreo con el Unplugged d de Nirvana.

Mauro volvió y me sonrío sin el sarcasmo de costumbre. Me entregó el trago y luego de chocar su vaso con el mío me señaló el sofá. “Esa que suena fue la primera canción que aprendí a tocar” y luego me confesó que siempre fue el chico más ñoño de su grado, que la única razón por la que quería tener amigos en la secundaria era para formar una banda. La habría bautizado Tigralia y los guardianes del ritmo ancestral. Creo que ahí nos reímos juntos por primera vez. Le conté cómo empezó mi carrera de pintora, una historia que tiene poco que ver con los murales históricos y los premios estatales y mucho que decir de mi hábito de dibujarme en los brazos de Leonardo DiCaprio. Reímos con más ganas, intercambiando historias cada vez más vergonzosas de nuestras desaventuras adolescentes, y acabamos preguntándonos cómo pudimos coincidir en alguien tan dispar como Joel Romero. Me quité los zapatos y me senté con las piernas encogidas en el sillón. Mauro, inadvertidamente, recostó su cabeza en mi regazo. A la fecha, nunca nos hemos disculpado por todas las veces que casi nos apuñalamos. La lluvia y el disco habían terminado cuando Mauro tomó su abrigo. Junto a la puerta, besó mi frente antes de darme las buenas noches. Joel llegó más tarde, cuando yo ya estaba dormida. Y así fue. Mauro se hizo al hábito de cenar con nosotros todos los viernes, aún cuando

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Claudia se rehusaba a acompañarlo. Desde ese día no se perdió una sola de mis exposiciones y yo me aseguré de que todos los casos que él y Joel ganaran (y perdieran) se celebraran con suficiente whiskey. Siempre dejamos que Joel se ufanara de su proeza mediadora para zanjar nuestra Tercera Guerra Mundial. Si voy a ser honesta, él siempre fue lo mejor de los tres. Tal vez lo supo antes que nosotros ahora. El panteón se vacía y los dolientes poco a poco vuelven a sus voces normales. Aunque no hace frío, Mauro se ha quitado el abrigo y lo ha puesto sobre mis hombros. Nos aleja de la multitud y mi suegra, que insiste en preguntarme los números de cuenta y las vigencias de póliza. Nora se ha dormido entre sus brazos y Mauro la acomoda en el asiento para bebé sin siquiera perturbarla. Aún me faltan las fuerzas para mirar la rara sonrisa que dibuja su carita. Mauro me susurra lo hermosa que ella es y con cuidado cierra la puerta del auto. Me abraza y habla una frase que ya no entiendo, pero respondo que sí. No tengo idea de a dónde vamos y la carretera se disipa en líneas de gris. Volteo al asiento trasero y observo la manita de Nora, abriéndose y cerrándose, atrapando los precarios hilos del amor para repararnos.

*Angélica Quiñónez es cuentista y comediante de “stand up” guatemalteca.


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DOMINGO 22 DE DICIEMBRE DE 2019 GUATEMALA

POR GLORIA HERNÁNDEZ*

La vida rota V

a a estar bien, Papa. ¿Me oye? Va a recuperarse. Mire, casi todos lloran menos yo. Porque sé que esto es pasajero. No me puede hacer esto de volverse una ausencia más en mi vida. Otra vez. Se lo advierto, se lo advierto, Papito. Míreme. Escúcheme, un día me contó mi abuela, hace ya mucho tiempo, que Leonardo da Vinci se había salido siempre con la suya. Incluso se había burlado de la enfermedad. Le dio un derrame cerebral parecido al suyo que le paralizó la mano derecha. Pero él era zurdo… Igual que yo. Igual que su papá. ¡Qué coincidencia! ¿No le parece? Así que usted se va a recuperar. Vamos a comunicarnos otra vez. Así lo vuelva loco con estos intentos de conversación. No sé cuánto tiempo va a estar así. Si voy a escuchar su voz una vez más. Pero me alegra que esté de regreso en casa, el hospital no es para usted –el hospital no es sitio para nadie–. Quédese tranquilo. Va a mejorar poco a poco. No sé cómo, pero usted y yo empezaremos a conocernos mejor, a conversar como nunca lo hemos hecho, a tratar de entender nuestras adversidades. Lo sueño. Nunca, la distancia o el tiempo han logrado acercarnos y, acaso, la vida lo haga ahora. Recuerdo que apenas hace unos meses, mamá me preguntó la razón de mi mirada en constante fuga. Por algún motivo no pude contestarle, Papa. Pero, si me escucha, intentaré confiarle a usted, ahora, lo que a ella no pude responderle. Para serle sincera, Papa, no sé bien la respuesta. Lo amo, Papito, no se muera. Usted es fuerte. Usted es un héroe. Mi héroe. Y los héroes no mueren. Nos quedan muchas cosas qué compartir. Aunque sea al final de los tiempos. Usted y yo tenemos que reconstruir nuestra historia. La suya, la mía, la de todos. Encontrarle algún sentido. Entender, por ejemplo, por qué la presencia más constante en nuestras vidas ha sido la ausencia: esa que nos habita como sangre invisible, pero igualmente viscosa. Vital. No sé si puedo explicárselo. Si tan solo puedo entenderlo yo, esta búsqueda ya habrá cumplido su propósito. Pienso a menudo en un famoso ayunador que conocí y su actitud me recuerda mucho mi propio extrañamiento ante el mundo: toda la gente llegaba a verlo como si fuera un fenó-

meno y él los dejaba hacer. Resultaba más fácil permitirles ser testigos de su miseria que irse en contra de la curiosidad humana. Además, le pagaban por ello. Su ayuno y su delgadez provenían de su descontento consigo mismo. Toda la gente le admiraba su capacidad para la carencia y, sin embargo, para él, ayunar era natural. La cosa más fácil del mundo. No lo ocultaba, pero nadie le creía. En el mejor de los casos, lo tomaban por modesto, mas, con frecuencia, pensaban que lo decía para hacerse notar. Pero lo que más llama mi atención de todo aquello es que ni una sola vez abandonaba su jaula de ayuno voluntariamente al terminar su demostración. Estaba tan acostumbrado a su privación que la restauración de la normalidad a su vida hubiera resultado un desastre. La capacidad o debiera decir, la vocación para la escasez debiera aceptarse como una opción de vida. Escasez de amor, de cariño, de comida, escoja usted los sustantivos… Algunos la traemos tatuada en los genes. Es tan parte nuestra como la nariz recia que me heredó el abuelo. Cuatro días más tarde de su derrame cerebral y el ausente es usted, Papa. Otra vez fugado de mí, de sus hijos, como siempre. Solo le pido algo, se lo ruego, no nos olvide… Que la ausencia no sea permanente,

por favor. Demuéstreme una vez más el temple heroico de su espíritu: no nos borre de su mente, de su corazón. Buenos días, Papito, ¿cómo se siente hoy? Deme una señal de mejoría. Soy su hija, ¿me recuerda? Ayúdeme, Papa, écheme una mano: recupérese. No me enseñe este lado suyo que no reconozco. Tan frágil. Tan liviano. Tan irreal. Buenas tardes, Papa. Abráceme, soy su hija, ¿se acuerda? No se apure, Papa, yo tengo toda la paciencia del mundo. Usted me la enseñó con su constancia para erigirse en sí mismo. No se me pierda por esos mundos extraños. Mire que, si me deja ahora, la única salida posible será armar mi propia historia a partir de las nuevas y viejas versiones de sobremesa familiar y de mis propios recuerdos, para enterarme al fin, de lo que encierra el cajón de las ausencias. Si ya habíamos empezado a conocernos, ahora de viejos ¿se acuerda? Tanto tiempo aguardando para ese encuentro y ahora esto… Esperar duele, Papa, y yo he esperado tanto tiempo: por usted, por otros afectos. Mas el corazón se cansa de esperar y de rogar y entonces, inventa para sobrevivir. Amores de ocasión, ilusiones de mundos desconocidos, trabajo, relatos de familia, sub-versiones de historias oficiales…

Buenas noches, Papito. ¿Cómo me llamo? O, no me responda ya eso. Si usted quisiera hacerme muy feliz, podría decirme te amo por primera vez. Pero no nos compliquemos tanto la existencia. Me contento con que dé un pasito hacia mí. Por favor, Papa… Inténtelo. Lo único que quiero es que me reconozca. Aquí, véame, soy su hija, Papa. ¿No? Bueno, entonces, cantemos juntos un rato, ¿quiere? Por lo menos, cantemos alguna canción de las de antes... O explíqueme por qué ahora, con la vida rota, viene a conversar conmigo, a prestarme tanta atención, a escuchar mis historias. Apenas unos días atrás, algo se rompió dentro de usted, Papito, en su cabeza; pero mi vida ha estado rota desde hace tiempo y usted sin enterarse. Es lo que quería contarle desde hace tantos años, es lo que no supe decirle a mamá. Pero, mire cómo tenemos ahora la oportunidad de estas grandes tertulias… Pues sí, Papa, rota, como le contaba. Mi vida, rota. *Gloria Hernández es escritora, catedrática universitaria y miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Ha publicado las recopilaciones de cuentos “Sin señal de perdón” e “Ir perdiendo”, entre otros libros.


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La gallina robada (Cuento de Navidad) POR ENRIQUE VILA-MATAS*

Isabel la Católica, las hostias consagradas, los melones, los rosarios, las indigestiones truculentas, las corridas de toros, los tambores de Calanda y las sardinas del Ampurdán. En resumen: mi vida debe orientarse hacia España y la Familia.” Salvador Dalí decía esto en un día de Navidad de un año hoy ya muy lejano. Ese día de Navidad es el primero del que me acuerdo y es también el que más recuerdo. No por la frase de Dalí especialmente, sino porque ese día nevó en Barcelona. El miserable patio de la casa en la que vivíamos apareció nevado, y yo pensé que aquello era lo más normal, que siempre que llegaba el 25 de diciembre nevaba en toda la tierra. Me acuerdo muy bien de ese día: yo con bufanda dentro de la casa —no teníamos calefacción ni estufas— contemplando maravillado la nieve, mientras a mi lado papá escuchaba, en la radio, en una emisora extranjera el mensaje navideño del pintor Dalí. En la cocina, mi madre, al oír la frase, comenzó a reír, primero muy despacio para terminar haciéndolo con tanta desesperación que acabó llorando de risa, y sus lágrimas parecían imitar los gruesos copos de nieve que emblanquecían nuestro triste patio de la periferia Barcelonesa. Yo creo que lloraba de lo felices pero pobres que éramos, porque en esos días en que Dalí quería orientarse hacia España y la Familia, nosotros éramos pobres de solemnidad. A mi padre le habían puesto una multa de una peseta por fumar en el tranvía, y no había podido pagarla, y había pasado un día entero en comisaría, hasta que le dejaron marcharse cuando vieron que era pobre de solemnidad. Ese mismo día, el de esa Nochebuena que iba a preceder a las palabras de Dalí y a la nieve y a las lágrimas como copos de mí triste madre, regresando a casa a pie —ya no podía coger ni el tranvía—, mi padre se dijo a sí mismo que había alcanzado las máximas cimas de la pobreza y que debía robar una gallina si quería que tuviéramos comida de Navidad. En un corral de La Verneda y después de noquear a quien le descubrió en plena faena, mi padre robó una gallina y perdió un zapato en la huida. Con la tristeza que le caracterizaba, nos la enseñó — estrangulada— al llegar a casa en aquella Nochebuena que nunca olvidaré, porque fui llamado aparte por mi padre, y yo, seguido por la mirada de extrañeza de mi hermana —“la harapienta”, como la llamo hoy en día con sorna cuando nos vemos y recordamos lo miserables que fuimos—, fui a donde estaba mi padre escuchando a Frank Sinatra en la radio, y allí, era uno

de los rincones más fríos de la casa, mi padre en zapatillas me comunicó que iba a romper mi hucha porque necesitaba mis pesetas para pagar la factura del agua y del gas. Lloré. Pero no de tristeza por perder mi dinero, sino de la emoción que me causó poder ayudar a mi padre. Aquella Nochebuena fui a dormir con la satisfacción de sentirme necesario y útil para mi familia, casi el Salvador de la misma. A la mañana siguiente, mientras el otro Salvador decía por la radio que pensaba orientarse hacia España y la Familia, vi la nieve y las lágrimas de mi madre y el humeante caldo de gallina de la cocina y, por unos momentos, sentí que el mundo era perfecto, estaba muy bien

hecho, porque le daba oportunidades a un niño pobre como yo de ayudar a los suyos y de hacerse hombre y responsable de repente en un día de nieve y caldo humeante, en aquella España de gallinas robadas por familias limpias y pobres como la mía, que vivía sin estufas, pero feliz entre tantos melones y hostias consagradas. *Enrique Vila-Matas (1948) es un escritor español, autor de más de una treintena de obras, que incluyen novelas, ensayos y otros tipos de narrativa y libros misceláneos. El cuento que publicamos está tomado del volumen “El traje de los domingos”.

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