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Al oído de los Estados Unidos

El fracaso de la política centroamericana de Estados Unidos, fundamentalmente en Guatemala, es el resultado de dejar de tener como eje una estrategia inteligente, eficaz y coherente de corto, mediano y largo plazo; mejor aún si descansaba en apoyo bipartidista: una política orientada a establecer una genuina democracia, con mecanismos efectivos de control y rendición de cuentas y una economía de mercado abierta y competitiva, en la que cada niño al inicio de su dramática lucha por una vida digna, salte, potencialmente, del mismo punto de partida en la búsqueda de la igualdad de oportunidades.

La estrategia de Washington debería de contribuir de manera categórica e irreversible a instalar la democracia, la libertad, la independencia de poderes, la tolerancia, el mercado de sistema de precios, la transparencia, el debate público plural, el respeto al Estado de Derecho y a los Derechos reconocidos en la Constitución y en las convenciones internacionales aprobadas por el Congreso.

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La política de Washington debe tener prelación sobre las operaciones de las agencias de las tres letras y las prácticas de un pragmatismo pervertido que compromete los fines superiores de la democracia y el Estado de Derecho. Estos fines estratégicos serán siempre saboteados por las alianzas de estas agencias con regímenes y funcionarios tropicales y perversos, que los ayudan a alcanzar metas cuantitativas y de cortísimo plazo, que jamás alteran el cuadro crítico del trasiego de drogas, las migraciones irregulares y la corrupción extendida en nuestros países, convirtiéndose en un círculo perverso.

Cayeron en ese mismo juego con el dúo siniestro Ortega-Murillo, mientras que este fortificaba su dictadura. Las sanciones llegaron demasiado tarde y ahora hay 600 mil nicaragüenses exiliados por motivos políticos, y ahora el régimen represivo ni siquiera la hora le da a Washington.

Qué lejos quedaron las estrategias coherentes y orientadas a resultados como la estrategia conocida como “Alianza para el Progreso”, impulsada por Kennedy a principios de los años 60, el informe Kissinger y la iniciativa de la Cuenca del Caribe en los 80 y, en menor escala, el consenso de Washington en la década de los 90, de cuyas políticas por cierto, nuestros gobiernos soslayaron las relativas al combate a la pobreza.