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Traducir el dolor
Del dolor gotea algo que no es la palabra. El origen y el cauce de las llagas puede llevar años navegándonos, sin dejar rastros para hacerse explicable, comunicable, traducible.
Podemos acarrear heridas antiguas y aún desconocer cómo nombrar su brote perpetuo, la sensación de su derramamiento, la hondura de sus cortes. Hay algo en la pena que se revela incomunicable, resquicios que no soportan el tacto de la voz, hematomas esquivos a la caricia de cualquier lenguaje.
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En mí habita un dolor conocido, desde un tiempo que no sé. Descubro su rostro en el mundo, imitando otros rostros, transfigurándose en personas, en el tiempo, en el deterioro, en la esperanza, en la congoja, en la postura de los cuerpos que traspasa de forma oblicua. Cada día me sumerjo en sus profundidades, palpo con mayor confianza sus ramificaciones, identifico las muecas que me provoca al punzar más fuerte. Vuelvo a la superficie: muda.
Entiendo una buena parte de mi aflicción, pero jamás escaparé de su inexorable silencio.
Hablo de lo que no sé hablar. Hablo quizás de una oquedad parecida a la sed de siempre que sostiene Alejandra en sus versos, y de ese vaso inalcanzable, siempre vacío de vocales que guarden sentido. Hablo del intento fallido de decir. Hablo de cómo explicarme cuando me preguntan sobre ese dolor que me es tan propio como la piel, pero que no sé traducir.
¿Cómo llamarle, precisamente, a eso que nos dobla por la mitad? ¿Qué palabras serían capaces de sostener todo el peso de su materia de angustia? ¿Habrá un tartamudeo suficiente para articular con la lengua su escozor?
Tal vez solo podemos acomodarnos en un espacio no tan frío del silencio. Acunarnos en el pecho compartido. Acompañarnos en la fragilidad, mientras retumba en nuestros muros el babélico susurro del dolor.