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segundo grado, una vez que ya no fue posible preguntarle a ella, su padre se limitó a repetir que los muertos están mejor enterrados. “Para saber qué es un abuelo vas a tener que esperar a que sean padres tus hijos”. Respuestas que exigían el paso del tiempo para cobrar sentido (“Porque sí” y “Porque lo digo yo” tenían en cambio el mérito de ser inmediatas). Pero, como los programas que no podía ver y veía escondido debajo de un sillón, algunos fragmentos de esas respuestas se le habían grabado a fuego junto con el desasosiego de no entenderlos. Por esa misma época entró por el techo a una casa abandonada; la casa de unos viejitos que vivían solos y se murieron, según le había asegurado un amigo de la cuadra. Después de recorrer los techos de otras dos o tres, caminar sobre un paredón muy alto haciendo equilibrio y descolgarse de una pared de ladrillos, aterrizó en el patio. Empezó por mirar los dibujos de las baldosas y las plantas sin podar. Después se animó a abrir una de las puertas. Esperaba encontrar un espacio amplio y sombrío donde cazar arañas y probar el eco. Desde la calle, a través de la cerradura, había visto siempre la misma oscuridad. Al descubrirse ante muebles, adornos y cuadros —ante una casa completa, salvo el detalle de sus habitantes—, contuvo la respiración y extendió, tensos, en dirección al suelo, los dedos de la mano. El silencio y el sol en la espalda lo fueron tranquilizando. Al recorrer las habitaciones se sintió abriendo un regalo; un regalo envuelto, por qué no, para él, aunque se daba cuenta de que para él no era porque había entrado por el techo. Desde el primer momento supo que no iba a contárselo a nadie. Mientras se servía otro vaso, se acordó de un espejo que, sobre la cabecera de la cama, no reflejaba nada, y del aire de ausencia de la casa, cuya decoración había 55


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