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Los destierrados



Pablo Toledo

Los destierrados


Toledo, Pablo Los destierrados - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2009. 172 p. ; 20 x 13 cm. ISBN 978-987-1491-10-0 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863

Imagen de tapa: Ixgal Chocer

© Editorial El fin de la noche, 2009 Buenos Aires, Argentina ISBN 978-987-1491-10-0 Editorial El fin de la noche Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar www.elfindelanoche.com.ar


El pasado, la historia, necesitan de un lugar donde desarrollarse, donde haberse desarrollado ¿Qué pasado tenemos una vez perdido el control sobre el área geográfica, el territorio? ¿Cómo clasificar en la memoria eventos que transcurrieron en un pueblo (un conjunto de casas, calles, templo, comercios, escuela) que ha sido “borrado del mapa”? ¿Qué territorio pertenece a quien no recuerda el pasado? ¿Con qué método, cómo vivir en una ciudad en la que se ha nacido por obra de un desplazamiento forzoso, “involuntario”? C. E. Feiling, “La novela, la amistad”

“Federación debería tener a la entrada un gran arco, como hay en la entrada de otras ciudades, que diga: Federación, aquí se aprende a morir.” Testimonio de un federaense, 1980 (recogido en “Ciudades relocalizadas”, María Rosa Catullo) Es posible, pero no interesante. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. JLB, “La muerte y la brújula”

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uno

Ahora escúchenme a mí, que también me sacaron de casa con las topadoras. Toda una vida en esa casa. Y mis padres también. La construyó mi abuelo, que vino de España porque su abuelo había construido una casa en un pueblo muerto. Ahora mi casa está en una manzana muerta. Ahora mi casa está muerta, como la del abuelo de mi abuelo en España. Ahora yo estoy muerta, como la casa. Por eso necesito que escuchen la historia de cómo mataron a mi casa y a mi cuadra, de cómo me mataron a mí. Necesito hablar, contar los días de espera, la ansiedad de saber el tiempo contado pero no saber hasta cuándo, los sobresaltos con cada pisada en los escalones del edificio, las veces en que me 9


detuvo la policía, todo lo que en tres semanas me convirtió en lo que, luego de tres semanas, terminé por convertirme. Las topadoras, las grúas, el polvillo de las demoliciones que se cuela por las hendijas, una capa blanca que cubre los muebles y los pisos y los portarretratos, que se acumula en los marcos y se mete en los cajones e impregna la ropa y mancha cubiertos y bandejas y platos, el polvillo que me agruma el pelo, que asfixia las plantas, que se hace barro alrededor de las rejillas del desagüe. El polvillo de lo que alguna vez fue la casa de alguien, y que dentro de poco será mi propia casa, mi casa expropiada, fragmentos de paredes hechos escombro sobre los que construirán las autopistas, el terreno en el que vivo convertido en un parque, o en el sostén de alguna columna de hormigón, o en un simple terreno baldío. El temblor como un golpe en todo el cuerpo cada vez que las grúas golpeaban alguna casa vecina. Los golpes en la puerta cada vez que entregaban los telegramas con la noticia de que los plazos para abandonar la casa estaban a punto de vencer, que ya habían vencido, que se acercaba la fecha del desalojo. Las cortinas metálicas de los negocios arrugadas como pañuelos sobre los restos de la demolición. Las persianas de madera hechas astillas. Los camiones que salían cargados de escombros hacia la Costanera Sur. Los carros de los cirujas repletos con lo poco que había sobrevivido a las mudanzas, y lo aún menos que había escapado al ojo codicioso de la cuadrilla municipal. El silencio por la noche. El dinero de las indemnizaciones apagó las primeras protestas, y a nadie le importó de dónde salía ese dinero: algunos hicieron buenos negocios, en especial los dueños de departamentos 10


alquilados o de casas deshabitadas y casi en ruinas. Para los funcionarios, más preocupados por deshacer los nudos de un negocio en el que todos ganaban que por cuidar un dinero que no era de ellos, lo mismo valía la casa que mi abuelo había construido con sus propias manos que un terreno baldío. Y entonces el barrio se dividió en bandos. Los que aprovecharían la oportunidad para mudarse a lugares de mayor categoría o a zonas mejor cotizadas de Barracas. Los que tenían negocios en la avenida Montes de Oca, que por fin terminaría de borrar del mapa a la avenida Patricios cuando se convirtiera en el camino obligado hacia Avellaneda. Estaban los que veían el plan de autopistas como una forma de acercarse a aquellas ciudades norteamericanas que habían conocido en sus viajes. Los que apoyaban cualquier cosa que hiciera el gobierno militar, y más si implicaba pasarle por encima con una topadora a un par de villas miseria. Y otros simplemente necesitaban el dinero, y no les importaba mudarse a lugares más pequeños con tal de tener una diferencia en efectivo para saldar alguna deuda o entrar en alguna variante de la bicicleta financiera. Pero también estábamos los que no queríamos irnos, y los que no queríamos irnos tuvimos, desde el principio, todas las de perder. Cada día nos apoyaban menos vecinos, que se dejaban convencer por las razones, por el dinero, por las topadoras a metros de sus casas o sólo por cansancio o porque sí. Cada día la situación se hacía más difícil: los abogados no querían presentar juicios contra el Estado; los medios habían dejado de prestarnos atención para concentrarse en las declaraciones de los funcionarios municipales, o en los informes de 11


“expertos urbanistas” sobre las “indiscutibles ventajas” del proyecto; las patrullas recorrían nuestras calles con mayor frecuencia para recordarnos que si hacía falta derribar nuestras puertas a patadas no dudarían en hacerlo. Todas las mañanas circulaban historias nuevas: en Ituzaingó y Hornos habían cortado el agua y habían tapado las cloacas de un edificio para terminar de echar a sus ocupantes; a la altura de Uspallata habían entrado a las tres de la madrugada a desalojar a una familia con chicos; en algunas casas habían entrado a la mañana pero sólo para llevarse a los que vivían ahí. También se decía que habían tirado abajo casas con gente adentro, y que habían llegado a meter gente adentro de las casas que estaban a punto de derribar. En un primer momento pensamos en un frente común que le torciera el brazo a la voluntad de los funcionarios municipales. Nos reunimos tres o cuatro veces antes de votar por un primer paso. Yo estaba entre los que creían que, antes que armar campañas entre los periodistas o marchar hacia la Plaza de Mayo, debíamos reunirnos con el intendente, ya que por entonces aún suponíamos que él escucharía nuestras razones y suspendería los planes acordados. Era claro que no había motivos suficientes para que nuestras casas se convirtieran en los pilares de avenidas flotantes. Era claro, hasta para un militar convertido en planificador urbano, que las vidas de tanta gente no se podían demoler así como así. Teníamos audiencia con el intendente pero nos recibió un sargento de uniforme que en el pasillo, sin saludar siquiera, empezó y terminó la reunión en tres frases: las autopistas se van a construir lo quieran ustedes o no; sabemos todo lo que 12


estuvieron hablando en las reuniones; no les conviene seguir jodiendo. Eso bastó para reducir nuestro grupo a la mitad; luego, el cobro de los primeros cheques de indemnización y los vaivenes en los precios de las propiedades dejaron de nosotros poco menos de la tercera parte. No culpo a nadie por pensar en su familia, en su seguridad, en su propio beneficio. Pero tampoco puedo decir que, de estar en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo: estuve en ese lugar, sufrí las mismas necesidades, y no lo hice. Lo que nos dio el golpe de gracia fue la desconfianza. Después de aquella reunión quedamos apenas quince en el grupo de protesta, y estaba claro que una de esas quince le informaba de todas nuestras conversaciones a los militares que manejaban la municipalidad. Todos nos conocíamos, sabíamos quién era quién, quién vivía dónde, quién sufría cuánto, éramos vecinos, amigos, parientes, compañeros de trabajo y de estudios, nuestros hijos asistían a los mismos colegios, y entonces era imposible imaginar que alguno de nosotros trabajara para los expropiadores, pero no quedaban dudas de que era así. Así, los enemigos se multiplicaban: si antes temíamos las cartas documento y las excavadoras, ahora el peligro estaba en cada rostro ajeno, en cada timbrazo del teléfono, en cada encuentro en la calle y en cada oído que pudiera llegar a escuchar lo que allí se decía. Alguien había hablado, alguien seguiría hablando, y quién podía asegurarnos que esa persona no era la que estaba frente a nosotros en ese momento. Entre los que quedábamos se instaló entonces el silencio, y los que pretendíamos resistir nos limitamos a medidas individuales, intentos de acceder a influencias, 13


escritos judiciales que atravesaban sin dejar huella los despojos de tribunales que los militares habían querido dejar. Y así como las cartas documento amenazaban nuestras casas, los cambios en los ruidos y movimientos de la calle nos quitaban el barrio que había sido hasta entonces. Cortinas bajas en los negocios, calles cerradas al tránsito, embotellamientos eternos en las calles que aún seguían abiertas, una tormenta de motores y bocinas y paredes derrumbadas y sirenas policiales. Las demoliciones, a una escala que la ciudad hasta entonces no había conocido, producían toneladas de carroña que era retirada en camiones, camionetas, carros, furgones, canastas, cajas, acoplados, bolsos. Equipos de arquitectos evaluaban cada casa con ojo de médico forense, mientras registraban en sus planillas lo que podrían extraer tras la demolición y cuánto cobraría por esos objetos la empresa constructora. Algunos vecinos intentaron vender por su cuenta los restos de sus casas mientras aún habitaban en ellas (por unas pocas semanas, hasta que se hiciera la mudanza, no les molestaría vivir sin marcos en las puertas, sin pisos de roble o mayólica en las paredes), pero en el negocio no había lugar para ellos. La empresa constructora dispondría de todo aquello que los dueños dejaran en sus casas, extraído sin costo extra por sus propias cuadrillas de demolición, y esas mutilaciones superficiales eran apenas un eslabón en una cadena de cobros: cobraban por destripar la casa, por vender lo que arrancaban de ella, por tirarla abajo, por rescatar de entre los escombros todos los metales, y al fin cobraban por llevar los escombros hasta el Balneario Municipal en la Costanera Sur. Contra eso no 14


había posibilidad de competir, y menos desde la necesidad. En esos días se hablaba de la mano invisible del mercado que debíamos dejar actuar para que se resolviesen por sí mismos todos nuestros problemas económicos. Primero los funcionarios, luego los periodistas, hasta que la ciudad terminó por llenarse de manos invisibles que compraban, vendían, aumentaban, devaluaban para volver a comprar. En nuestra historia, las manos invisibles hacían otras cosas. Invisibles eran las manos que diseñaban los planos, que firmaban las órdenes, que compraban los restos de nuestras casas. Invisibles golpeaban puertas, llamaban silenciosas en la madrugada, conducían autos vacíos detrás de vidrios polarizados. Anónimas en los diarios eran las víctimas de enfrentamientos armados, los que morían al escapar de la policía o al intentar copar una unidad del ejército, invisibles las bocas de las que salían sus gritos, invisibles las manos que los atacaban. Y también invisibles, cada vez más, nosotros mismos para los otros vecinos del barrio: invisibles no nos podían ver, invisibles no querían vernos. De un lado de la obra, entonces, negocios y edificios y manos invisibles que firmaban escrituras y dejaban dinero. Del otro lado las barracas vacías, casas que empezaban a volverse ruinas, calles cada vez más oscuras, sombras que se extendían hasta el horizonte desde las vías del ferrocarril y las fábricas abandonadas y los paredones de los hospitales psiquiátricos. Invisibles, para algunos, los que harían un pequeño sacrificio por el bien común. Invisibles, para otros, los representantes de la derrota colectiva. Y, entre ellos, nosotros. 15


dos

La mudanza a Nueva Federación la hicimos obligados y a las corridas, pero desde hacía mucho se sabía que en algún momento tenía que pasar. La idea de inundar el pueblo nació con la decisión de hacer la represa, pero, hasta que llegaron estos militares, ni los presidentes ni los militares anteriores habían tenido el apuro o el estómago para hacerlo. Que ahora sí que la represa se hace, que voten a ver adónde quieren irse, que ya comenzaron las obras, que la represa ya está lista, que hay que empezar a subir la marca del agua, que se van o se van, que miren qué lindo lugar vamos a ponerles y si no les gusta se van igual. Y entonces nos fuimos a las casitas esas que habían montado, sin plazas ni bares ni clubes ni costanera ni árboles ni 16


estatuas, apenas paredes y puertas y calles en las que ni asfalto había, paredes de hormigón todas iguales, barracas todas iguales donde no se podía ni clavar un cuadro, demasiado chicas para los muebles que traíamos, sin lugar para las plantas, sin quinchos ni piletas ni parrillas, sin lugar para nosotros ni para todas las cosas que nosotros habíamos sabido tener. La distribución de las casas se hizo al voleo: los vecinos de lo que era mi cuadra están repartidos por toda la Nueva Federación; a mi hermana, que vivía a la vuelta de casa con mis sobrinos, la llevaron a veinte cuadras. Parecía a propósito, y ni hablar de que nos dejaran cambiarnos de casa entre nosotros. A medida que llegaba, la gente se ponía en contacto con los ex vecinos ya instalados y se proponían reuniones, asados, equipos de fútbol, comparsas de la ciudad perdida que nadie podía dejar atrás. Pero después de esas conversaciones volvíamos a las casas nuevas, a los vecinos que antes no eran nuestros vecinos, y era como vivir en dos lugares. Así nadie aguanta. O vivíamos en la Vieja Federación o en la Nueva Federación, y la verdad era que en ese momento hubiéramos preferido estar abajo del agua antes que en el rancherío que habían armado los milicos y que sería de ellos para siempre.

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tres

Los inquilinos, que salían ganando, fueron los primeros en aceptar la indemnización. Recibían dinero por algo que nunca les había pertenecido, y los dueños de las propiedades recibían el mismo dinero que los demás por casas en las que no vivían: según explicaban los economistas de las manos invisibles, qué mejor oportunidad para darle liquidez a una inversión, y qué mejor momento del mercado financiero para tener dinero en las manos. En realidad, lo mismo valía para todos nosotros: cualquier persona inteligente no haría más que aceptar la indemnización y poner el dinero a trabajar en alguna inversión de alto rendimiento, luego pediría un crédito bancario para comprar una nueva casa y pagaría las cuotas con el rendimiento 18


de esa inversión. Treinta años más tarde, cuando terminara de pagar la hipoteca, tendría el dinero de la indemnización, una nueva propiedad y algo de dinero extra. Las condiciones de la economía eran apropiadas para correr riesgos calculados y tomar valiosas decisiones, aconsejaban. Barracas se llenó entonces de hombres de traje que ofrecían puerta a puerta negocios brillantes y millonarios, oportunidades únicas, planes que multiplicarían las riquezas de quienes hasta entonces no tenían con qué soñarse pudientes: gambetas contables en paraísos fiscales, préstamos de escribanía, acciones, bonos, negocios de importación, contenedores cargados de productos japoneses, hectáreas de campos sembrados, cabezas de ganado, toneladas de madera, taxis, kioscos, concesiones de marcas desconocidas, inventos revolucionarios, computadoras de oficina, textiles brasileros, televisores a color, hoteles cercanos a los estadios mundialistas, contratos de proveedores del Estado, casinos clandestinos y todas las formas posibles de la especulación. Muchos supervisaron las mudanzas desde sus nuevos autos importados, con la sonrisa amplia y confiada de quien inaugura una eterna prosperidad. Las muestras evidentes de bienestar, chispazos alimentados por los créditos que el gobierno aceptaba de quien quisiera ofrecérselos, dejaban a los que no querían irse, es decir, a los que no queríamos irnos, más aislados, más fundamentalistas, más injustificados. Irracionales, no aceptábamos los cambios inevitables y rechazábamos ofertas beneficiosas. Nos apegábamos a las casas como si nuestra vida dependiera de aquellas paredes, como si sus pilares fueran nuestra columna 19


vertebral, sin entender que en realidad eran montones de piedra que podían ser cambiados por dinero, y que ese dinero podría conseguir (entre otras cosas) otros montones de piedra similares. Sosteníamos la memoria de un barrio desaparecido, defendíamos espacios que morían de muerte natural, usábamos nuestro tiempo y energía en resistir lo inevitable, en intentar retener con un hilo el tren del progreso. La idea de organizarnos para resistir de alguna forma las expropiaciones seguía en pie, pero no ya en reuniones abiertas o charlas en lugares públicos. Cualquier intento de asamblea era invitar a una nueva traición, cualquier petitorio con nombres y apellidos era como mínimo una sentencia de muerte: si los militares no dudaban en atacar sin advertencias, qué nos esperaba a nosotros, ya advertidos de lo que sucedería. Buscábamos apoyarnos en formas que creíamos secretas (guiños imperceptibles, apretones de manos, un leve énfasis en el saludo) y que en todo caso sabíamos ineficaces. Los teléfonos estaban intervenidos, las calles vigiladas, las mismas paredes de nuestras casas bien podían estar infectadas de micrófonos. Las calles, los frentes de nuestras casas, las veredas en las que nos cruzábamos, el aire entre nosotros había dejado de pertenecernos, y lo que debíamos hacer era encontrar una forma de organizarnos sin dejar huellas.

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cuatro

Cuando nos mudamos, tuvimos que repartir con mi hermana los muebles que habían sido de nuestros padres. Cuando vivíamos en la misma manzana no teníamos problema: tomábamos mate en la mesa que estaba en su cocina, cenábamos juntos en el juego de comedor que estaba en mi casa, y cuando hacían falta fuentes y ollas mandábamos a alguno de los chicos de una casa a la otra. No es que nos faltaran muebles o que no tuviéramos en qué cocinar, pero esas cosas eran algo más para compartir, algo que nos quedaba de nuestros padres y de la casa en la que alguna vez habíamos vivido todos juntos y que pusimos en venta apenas terminó la sucesión. Cuando trajeron los planos de la nueva ciudad y nos mostraron 21


las barracas prefabricadas que nos correspondían, comprendimos que deberíamos repartirnos las cosas. Nadie recorrería las veinte cuadras que nos separaban en la Nueva Federación, a la ida con una fuente de plata a la que le falta una manija y a la vuelta con seis platos de porcelana inglesa con los bordes cachados, y además en la Nueva Federación no había prácticamente casas con teléfono, por lo que hubiera hecho falta otro viaje para ver si ese día ninguno de los dos necesitaba esas mismas cosas. A mi hermana le tocaba mudarse primero, y el día antes de que vinieran los camiones del ejército a llevarse los muebles nos pasamos la tarde entera en una discusión que todavía sostenemos, y que no se acabaría aunque yo le devolviese las sillas que nuestro abuelo compró a un ebanista de Buenos Aires y ella me dejara conservar el juego de té que le habían regalado a nuestros padres para su boda. Todo podía ser imitado o reconstruido, otros muebles en otras casas, otros regalos en otras bodas, pero la historia de esas sillas y esas tazas quedaría para siempre bajo el agua de la Vieja Federación. La esperanza que iluminaba los ojos de los conversos más fanáticos, los que aplaudían a todo lo nuevo y moderno que venía a barrer con la modorra de un pueblo anticuado, los que tiraban a la basura todas sus pertenencias para llegar a la ciudad nueva con cosas nuevas, a nosotras nos secaba el alma. Todo iba a ser nuevo, todo vacío, la memoria de cada cosa y de cada lugar comenzaría recién con la mudanza, mientras que con el pueblo se ahogarían nuestros fantasmas, y sin ellos qué solas, nosotras, nosotros, todos, entre tantas cosas de nadie. 22


cinco

Para enfrentarnos a los militares teníamos que pensar como ellos. Algunos empezaron a hablar en consignas aprendidas de manuales de guerra, que intentaban explicar a los demás pero que ni siquiera ellos mismos comprendían del todo. Cuando no hay forma de ganar desde el frente principal, hay que presentar combate desde otro flanco. Para un ejército el peor enemigo es el que no se ve, el que se diluye, el que no existe. La mejor forma de evitar un ataque no es cubrirse o golpear primero: es no estar en el lugar hacia donde el ataque apunta. Todos entendíamos que aquello era una pelea en la que retirarnos, movernos, significaba ponerle un precio a lo que hasta entonces habían sido nuestras vidas y cobrarlo en cuotas, pero que si nos 23


quedábamos ellos eran capaces de construir las autopistas sobre nosotros. La única opción era, entonces, encontrar una manera de salir de la traza de las autopistas sin movernos de donde estábamos. La idea la tuvo Graciela, una profesora de Historia que había tenido que suspender sus cursos en el Normal 5 el mismo día del golpe de estado, pero si pensamos en llevarla a la práctica fue porque Mario nos convenció de que era posible, la salida perfecta al dilema de irnos sin movernos del lugar. No van a saber qué pasó, nos dijo, no van a enterarse siquiera de que pasó algo, y nosotros vamos a tener nuestro lugar, acá mismo y lejos de cualquier cosa que ellos controlen. Ellos nos ofrecen plata para irnos, entonces tomemos la plata y no nos vamos a ningún lado, pero que ellos vean que nos vamos y piensen que nos fuimos. Si las autopistas van a pasar por sobre nuestras casas, nosotros no nos vamos para otro lado sino hacia abajo. Graciela había trabajado en el estudio de un arquitecto que la Municipalidad empleó en la década del 50 para reconstruir el mapa de la red de túneles coloniales que atravesaba Buenos Aires. Un proyecto interrumpido casi en sus inicios, pero que no había detenido las exploraciones del arquitecto y del grupo casi hermético de voluntarios congregado a su alrededor. Las puertas de entrada eran sótanos, criptas de iglesias, excavaciones de servicios públicos, y si bien había que mantener el más estricto de los secretos, era difícil (si no imposible) que alguien los descubriese a menos que fueran ciertas las leyendas sobre túneles nuevos o viejas conexiones aún en uso por las que se accedía a una ciudad secreta que sobrevivía. 24


Los exploradores sabían, como casi todo el mundo, de los túneles que llegaban hasta distintos puntos de la antigua Ribera a partir de las casas de las familias más importantes y los depósitos de los contrabandistas más activos (lugares que por lo general coincidían), y que las iglesias y los cuarteles coloniales habían tenido sus propias redes. Lo que no esperaban era la cantidad de túneles, lo complejo de su trama, la profundidad que indicaban en ocasiones los instrumentos de medición. Una explicación simple era que los túneles más superficiales habían sido cercenados por construcciones modernas (pilares de edificios, sótanos, caños maestros de aguas, reparaciones de calles, construcciones de subterráneos), y que ya no había forma de reconstruir sus recorridos. Pero quedaba claro que, a medida que se alejaban de la superficie, todo cambiaba: en los puntos más profundos a los que llegaron encontraron cuevas con ropa, muebles y lámparas, lugares en los que debían haberse escondido conspiradores, realistas, unitarios, familias enteras que escapaban de la Mazorca o de la peste amarilla. Los huesos dispersos y las marcas en las paredes de las cuevas eran prueba de que, aunque algunos lo habían intentado, allí era imposible sobrevivir. Graciela había explorado junto con el equipo algunos de los túneles que salían de la Iglesia de Santa Felicitas, antes la capilla en la quinta de la familia Guerrero. El túnel principal se bifurcaba: una rama iba hacia el Riachuelo, y otra tomaba dirección norte hacia lo que hoy se conoce como San Telmo. Ese último tramo se dividía, a su vez, en algunas direcciones menos predecibles que no se habían recorrido por completo. Sabían que uno 25


de los túneles seguía el derrotero de la Calle Larga (hoy la avenida Montes de Oca) hacia la Ciudadela, y que otro se abría hacia el suroeste. Ese último túnel, inexplorado, era según Graciela el escondite perfecto para nosotros. Debía pasar por debajo de nuestros pies, y (si existía) debía estar a la profundidad adecuada para construir una cueva, o varias. Con las herramientas que tenemos hoy, estar ahí no es muy distinto a irse de campamento, nos decía. Podíamos establecer nuestras casas en el mismo lugar que nuestros abuelos habían elegido, pero sin vecinos ambiciosos ni militares ni autopistas. Las anécdotas de Graciela se convirtieron en la idea fija de Mario, quien presentaba el asunto primero como algo ridículo, luego como una utopía, y al fin como un plan. No tenía que exagerar para mostrarnos acorralados, y contaba para ello con un argumento que venía de la misma propaganda militar, que predicaba las virtudes de su política económica en un aviso en el que elevaban el techo y bajaban el piso del pueblo oprimido por la crisis. Techos y pisos, cielos y suelos, o, como decía Mario, del laberinto se sale por arriba y a veces por abajo. Si nos empujan para un costado no hay que correrse ni hay que escapar, hay que hacer como que nos vamos a donde nos dicen para ir adonde queremos. Si nos quieren mandar a comprar casas en algún rincón, hagamos nuestra casa en otra parte y que se maten todos, los que se fueron y los que se quedaron y los que los mandaron a mudar y los que se mandaron a mudar. Tras dos días de fingir encuentros casuales en los que no hablábamos de otra cosa, ya estábamos todos decididos. Y cuando terminamos de entenderlo comenzó, como se dice, una carrera contra 26


reloj: teníamos muy poco tiempo, las semanas o días que les llevara a las cuadrillas acercarse a nuestras casas, y en realidad menos tiempo todavía, las horas, minutos o segundos que la noticia tardara en filtrarse de alguna manera, porque eso es lo que pasa siempre, hacia los siempre abiertos oídos oficiales. Éramos en total diez personas, un número demasiado pequeño para el proyecto pero casi demasiado grande como para mantener el secreto. Mario asignó las tareas y se encargó de organizar las comunicaciones. Debíamos resolver, sin ser expertos, problemas de ingeniería, construcciones, ventilación, aprovisionamiento, agua y cloacas, comunicaciones, iluminación y seguridad; y también debíamos encontrar la manera de cobrar las indemnizaciones y comprar los suministros pronto y sin levantar sospechas. Y en algún momento teníamos que entrar a los túneles, construir, instalarnos, vivir allí. Pero eso sería más adelante.

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seis

Tan mal se hicieron las cosas, tanto tiempo se dejó pasar, hubo tantas negociaciones y marchas y contramarchas, que los que tuvimos que mudarnos fuimos los beneficiados y la mudanza fue en realidad un verdadero alivio. Durante años la ciudad había quedado suspendida en el tiempo, condenada por una oración en el segundo artículo de una ley: no se tendrían en cuenta, al momento de la expropiación, “las mejoras que se introduzcan en los bienes”. Ese fue el momento en el que el agua cubrió al pueblo, aunque hubiera que esperar para que el traslado se concretase. Nada se construyó, nada se cambió, nada se vendía ni compraba. Para qué construir debajo del agua, para qué hacer nada si todo se desvanecería cuando llegasen las cartas de expropiación y las topadoras. 28


En los últimos años, las únicas novedades habían sido las comisiones de expertos, los informes preliminares, las reuniones binacionales, las promesas de campaña en democracia, y en las dictaduras la falta de respuestas, pero por sobre todo el silencio. Muchos, en especial los más jóvenes, decidieron emigrar. Por más que la amenaza no tuviera fecha, nadie estaba dispuesto a construir sus casas y sus vidas debajo del agua, aunque esa agua no estuviera más que en los papeles y en los discursos oficiales. Recién en el ’73 empezaron a moverse las cosas, y entonces todos actuaron como si nosotros fuéramos a creer que teníamos el control de la situación. Mal y tarde nos presentaron opciones para reubicar el pueblo, mal y tarde nos hicieron votar en elecciones que eran casi una interna municipal. Cuando los militares borraron del presupuesto las partidas destinadas a reubicarnos, y anunciaron que los federaenses teníamos que optar entre Concordia y Chajarí, fue casi un retorno a la normalidad. Una vez más empezaron las comisiones vecinales, las peticiones, los viajes a Buenos Aires, y una vez más creímos haber logrado un avance. Avances extraños los nuestros, empujados por la corriente, avances que nos dejaban siempre un paso atrás: de las mil quinientas casas que se había acordado reubicar, que ya de por sí eran pocas, en la Nueva Federación sólo hubo mil, y ni siquiera terminadas. Nunca llegaron los árboles y las plazas, nunca las mejoras, y nunca llegaron las casas para las quinientas familias que quedaron varadas en la Vieja Federación, separadas de la Nueva por un brazo del Embalse sobre el que no se pensaba construir un puente, casas entre los aserraderos 29


que empezaban a cerrar y las empresas que nunca llegaron, casas ocupadas por las familias que no habían recibido indemnización. Sin terminar de irnos de un lugar, no terminábamos de instalarnos en el otro. Nuestra suerte fue la suerte del agua: cambiamos las mareas del río por las compuertas del embalse, las crecidas por las cotas, la corriente por el agua estancada. Y junto con el agua, como el agua, quedamos detenidos.

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siete

pero no es vida, se le puede llamar vida pero la vida bajo tierra no es vida, enterrados no es vida, no es vida la de los enterrados, noches como días como tardes como todo y todo igual, la vida barro y agua y obscuridad, gusanos, enterrarse como se entierra a los muertos, la noche es noche por sobre nuestras cabezas no a nuestros costados o debajo de nuestros pies o en la arcilla hasta los muertos tienen una caja que los separa de la arcilla no es noche la de la arcilla, sólo los locos los desesperados sólo los desastrados, nosotros no, no es noche no es vida, necesitados de toda necesidad, no es muerte no es día no es vida la vida de morirse en vida cuando no se pueda más, no es tierra no es agua no es noche la de los gusanos, cuando enterrarse sea la última 31


el ruido cuando caen los cimientos los vidrios los azulejos los pisos los techos las máquinas los motores los sótanos la caída de todas las cosas, temblor del piso fiebre del mundo, montañas de escombros tumbas dadas vuelta, los camiones de mudanza sangre de una herida, de noche gritos de madrugada corridas de día silencio todo el tiempo silencio el ruido por sobre el ruido el silencio una sordina por sobre todas las cosas el silencio bajo el silencio de las traiciones el silencio de las manos hacia nosotros el silencio de los dedos sobre nosotros el silencio guante de cuero en la garganta silencio todo se cae todo se apaga todo grita todo calla los que me siguen no me entienden, yo no me seguiría como ellos pero ellos toman mis ideas y las hacen suyas, ideas que yo tomé de otras ideas, hice como pude, ideas que no tengo, que no me pertenecen, y dicen que son mías, y que mis ideas son suyas aunque yo también quisiera poder decir que son mías, que las forjé y que son mías y no que las escuché, que me usaron para llegar hasta ellos, ideas que me tuvieron a mí y que ahora nos tienen a todos, y cuando se evaporan sólo quedo yo al frente de aquello que me buscó para dejarme, de los que me buscan en busca de respuestas y me ponen en el centro de algo que ya no importa si es mío, que no importa siquiera si tuve o si no tuve nunca o si me tuvo a mí, y ese algo ahora es el futuro de los que hicieron algo de esa idea pero no saben lo que hacen, como yo, que no sé lo que hago, y las respuestas que tengo para ellos no las tengo para mí, tengo algo que no entiendo y ellos me miran como si pudiera guiarlos, hacia dónde no lo sé hasta que los lleve adonde los lleve, eso si no me hago débil tan rápido como me hice fuerte, si no 32


me hago traidor tan rápido como me hice héroe, si la idea no los abandona a ellos tan pronto como me abandonó a mí, porque después lo que queda es la fe, porque no sé lo que ellos pero tampoco sé lo que ellos sin

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ocho

No hay día que algún día no llegue, y así llegó el día en que empezaron las mudanzas. En los sueños de algunos federaenses había caravanas de camiones, madres que cargaban a sus hijos mientras los padres arrastraban algún carro, imágenes sacadas de los relatos escolares del éxodo jujeño en las que los milicos eran a la vez el Ejército del Norte y los soldados españoles, o de esas películas de ciencia ficción en las que la gente y las cosas se mueven de un lugar a otro a través de rayos de energía, o de los cuadros que en la iglesia muestran el diluvio universal y los animales que de dos en dos suben al arca de Noé, y sin embargo no hubo nada de eso. Entre las tantas promesas sin cumplir quedó la de una mudanza ordenada: por la mañana llegaban 34


los canastos, por la tarde los retiraban y a la mañana siguiente la casa ya era una pila de escombros que recogía una pala mecánica. La primera noche que pasamos en Nueva Federación, con la mitad de las cosas aún en sus cajas y la otra mitad desparramada en los pisos de mosaico congelado, salimos a recorrer las calles. En cada casa habían dejado folletos con planos de la ciudad en los que no figuraban los negocios, los parientes, los amigos, los viejos vecinos, dónde comprar algo de comida para esa primera noche sin ollas ni cubiertos ni heladera, por qué ventana iba a llegar el viento del río, en qué árboles se aliviarían los perros que también habían dejado sus casas atrás, cómo reconocer como propia una fachada entre barrios enteros de casas iguales. En ese recorrido nos cruzamos con las primeras familias que, tan perdidas como la nuestra, habían llegado a instalarse. Demoramos años en terminar de encontrarnos, si es que alguna vez lo hicimos, aunque en esos días aún guardáramos la ilusión de que aquello podía ocurrir de un momento a otro. El cansancio, la extrañeza, el aire mismo de las calles no nos dejaba pensar siquiera en estrategias para que los ya instalados ayudasen a los nuevos. Nuestras miradas de vergüenza fijas en el suelo, perros extraviados, mendigos en busca de un zaguán donde pasar la noche: no estábamos tan lejos de los pordioseros, en casas que no habíamos construido ni comprado, casas en las que nuestros muebles quedaban grandes o chicos, como donaciones, dádivas, humillaciones por sobre aquella primera humillación. 35


A la mañana siguiente, mientras mi marido y los chicos terminaban de desembalar las cosas, llamé a las puertas de todas las casas en nuestra misma manzana, y luego a las de las ocho adyacentes. En un cuaderno anoté cuáles estaban ocupadas, y los nombres de quienes vivían en ellas. Más tarde agregué el lugar en el que habían vivido en Vieja Federación, los vecinos que habían tenido, de quiénes eran amigos, con cuáles de ellos había ido a la escuela. En la pared de la sala de estar desplegué una sábana blanca sobre la que comencé a disponer las hojas de mi cuaderno, una por casa. Las hojas dibujaron el contorno de las manzanas, y sólo hizo falta escribir con un lápiz el nombre de las calles para tener el verdadero mapa de las nueve manzanas en las que ahora vivíamos. Dos semanas después de mudarnos volvimos a abrir el almacén, ahora en el local que nos habían asignado en la zona comercial. No tenía las dimensiones del anterior, que había construido mi suegro, pero para cuando terminamos de colocar las estanterías, el mostrador y las heladeras todo quedó bastante parecido. De a poco llegaban algunos de los viejos clientes y otros a quienes no conocíamos, y terminamos por acostumbrarnos a la vista nueva por las ventanas, a los proveedores, que eran los de siempre, y aunque pasaron varios meses hasta que dejamos de perder dinero llegó el día en el que estar en el negocio era casi lo mismo que antes. El mapa, que ya se había convertido en un proyecto familiar, crecía casi por cuenta propia. De la primera sábana pasamos a hojas de papel de arquitecto que guardábamos en rollos, en cada hoja un grupo de cuatro manzanas identificado por 36


una letra y un número; en una hoja separada, que pegamos en la pared en la que en algún momento había estado la sábana, el plano completo de la ciudad y, sobre él, la cuadrícula que indicaba a cuál de nuestros rollos correspondía cada manzana. Mi marido se encargaba de actualizar el Mapa de Correspondencias, que ocupaba una pared completa en nuestro cuarto: a la izquierda el mapa de la Vieja Federación, a la derecha el de la Nueva, y por sobre los dos una trama densa, indescifrable, de hilos de colores que conectaban la ubicación de cada familia en las dos ciudades. Cada color correspondía a una manzana de la Vieja Federación, y cada barrio tenía su gama de colores: los azules cerca de la Costanera, los rojos el centro comercial, los verdes las casas de categoría A, los marrones las C. Los bloques de color se esfumaban hacia la derecha, y en la Nueva Federación no era fácil encontrar dos hilos parecidos en una misma manzana. Nuestros hijos se encargaban de volcar en los mapas los datos que reuníamos; yo exploraba las zonas de la ciudad que no habíamos dibujado. Algunos clientes del almacén comenzaron a traernos información de sus vecinos, y por momentos venían más personas a dejar papeles que clientes a comprar. Todos entendían, sin necesidad de debate o explicaciones, que era mejor que el proyecto no llegara a oídos militares, aunque todo lo que se decía o hacía en Federación de alguna manera llegaba hasta allí. Algunos opinaban que las casas estaban infestadas de micrófonos, pero más desconfiábamos de las personas: la mudanza a la Nueva Federación había generado oportunistas candidatos a deberle favores a los responsables de distribuir ubicaciones, metros cuadrados, escrituras, 37


cargos en la Municipalidad y en las comisiones de la Represa. No sabíamos quién, ni cuándo, ni qué pasaría después, pero más temprano que tarde ocurriría, y entonces no sabíamos qué pero algo seguro iba a cambiar.

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nueve

Había que encontrar una forma segura de acceder a los túneles de la iglesia de Santa Felicitas. No alcanzaba con entrar una vez; antes de empezar a excavar debíamos estudiar varias cosas. La arcilla del suelo de Buenos Aires es ideal para cavar túneles, pero en la época de la Colonia no había calles de asfalto, cimientos de edificios, agua corriente, gas natural, cloacas, pluviales, cocheras subterráneas. El suelo debió soportar desde entonces más casas, más tránsito, vehículos mucho más pesados que un carro tirado por bueyes, y esa presión hacía al suelo más compacto y duro de trabajar, era seguro que haría falta apuntalar la estructura cada pocos metros para evitar derrumbes... pero antes de pensar en todo eso debíamos, al menos, ver si 39


los túneles de Santa Felicitas se conectaban con los que nosotros buscábamos o si eran interrumpidos por el hormigón de alguno de los edificios que rodean la Plaza Colombia. La iglesia no tenía cura párroco, pero estaba unida al colegio en el que sí había una dotación permanente de curas y monjas de una orden llamada, para nuestra desgracia, de los Ángeles Custodios. No queríamos apostar nuestro proyecto a la posibilidad de que los religiosos fueran a darnos refugio, como en las películas de la Segunda Guerra, en lugar de echarnos a la calle o denunciarnos a los militares, como sucedía casi siempre fuera de la pantalla. Cada mañana, un cura recorría las obras de la autopista para bendecir las grúas y orar por la salud de los obreros: Dios, al parecer, no estaba de nuestra parte, o al menos no quedaba claro si sus representantes oficiales en el barrio de Barracas elegirían nuestra causa perdida por sobre el favor de los acomodaticios poderes terrenales. Si no podíamos contar con la colaboración de los que estuvieran en la iglesia, necesitábamos algo que garantizara su desatención o que al menos comprara su silencio, algo que no quisieran creer pero a la vez no se atrevieran a desafiar. Encontramos la respuesta en la historia misma de la iglesia, antigua capilla de la estancia de los Guerrero. Había distintas versiones, pero todas coincidían en lo único que nos importaba: Felicitas Guerrero fue muerta de un disparo en el altar de la iglesia que ahora lleva su nombre; fue muerta mientras se casaba; le disparó un antiguo amante despechado. Y desde entonces el incansable fantasma de quien en su época supo ser la mujer más hermosa de Buenos Aires recorre la iglesia. Es ella, dicen, 40


la protectora de los cientos de gatos que ocupan el atrio y los jardines, a los que nadie nunca pudo echar, y la guardiana de todas las mujeres infieles de los alrededores de la Plaza Colombia, por donde a veces la misma Felicitas se pasea. Que la historia de su muerte fuese cierta, que el fantasma existiese, que los muertos caminaran entre los vivos en las calles de Barracas, no tenía importancia. En todo caso, no había forma de distinguir el miedo a un fantasma real del miedo a un fantasma imaginado, si al fin y al cabo ni uno ni otro tienen una sustancia verdadera. El espectro de Felicitas Guerrero sería una buena pantalla para despejarnos el camino hacia los túneles de la iglesia, y si el auténtico fantasma quería darle una mano a la ilusión que fabricaríamos con disfraces y algunos efectos teatrales, mejor para nosotros. Con nuestras casas a punto de convertirse en polvo y nosotros a punto de enterrarnos por propia voluntad, entre nosotros y Felicitas no había tanta diferencia; sería casi una gentileza entre colegas. Mario tenía un amigo que conocía al encargado de utilería de un teatro, y a través de él conseguimos algunas luces y rezagos del vestuario de una obra de época. Una sola de entre las mujeres del grupo podía pasar por una bella dama de la colonia, y sorteamos entre los varones el papel del amante despechado. En una tarde ajustamos los trajes y aprendimos a usar las luces, mientras Graciela y Mario hacían el reconocimiento de la iglesia. Al final de la misa de siete, Mario dibujó un mapa de los pasillos y las conexiones eléctricas mientras Graciela averiguaba a qué hora se iba el cura y cuándo volvían a abrir por la mañana. Esa noche, luego de un ensayo en el patio de mi casa, 41


decidimos que la noche siguiente intentaríamos una primera excursión. Durante la mañana visitamos los negocios de la zona para desparramar la noticia de que se había visto el fantasma de Felicitas por las veredas de Pinzón, y extendimos los rumores con llamadas telefónicas y charlas de esquina. Por la tarde no quedaban muchas personas sin enterarse, y el cura de Santa Lucía se encargó de recordar a quienes concurrieron a misa que no es de buenos cristianos creer en fantasmas, y que las almas de los justos descansan a la vera del Señor mientras que los pecadores cumplen su penitencia en el infierno. Pero quienes estuvieron en esa misa dicen que la voz le tembló mientras lo decía, y que la mano izquierda, todos pudieron verlo, tanteaba el crucifijo que le colgaba del cuello en busca de protección. A las diez de la noche dejamos en la puerta de la iglesia baldes con agua y hielo seco, junto con el grabador a pilas con el casette que habíamos preparado por la tarde durante el ensayo general: ecos de una misa, cascos de caballos, campanadas, llantos de mujer, disparos. Quince minutos después, Felicitas apareció como flotando desde Brandsen y se perdió en la bruma que los baldes derramaban. Ya había gente que espiaba desde las ventanas, pero en la iglesia aún no se encendía ninguna luz. Como habíamos previsto, todos miraban desde la ventana pero nadie, ni siquiera los policías de la comisaría 26 que está sobre Montes de Oca, se atrevía a acercarse. Recién veinte minutos después un cura se asomó por una de las ventanas sobre Pinzón, y al ver la bruma y la sombra que daban los reflectores contra los árboles volvió a refugiarse adentro, muerto de miedo. Esa era la 42


seĂąal: mientras el falso amante de la falsa Felicitas comenzaba a perseguirla en la esquina, nosotros trepamos sigilosos la reja que da al atrio de la iglesia. A los pocos minutos estĂĄbamos dentro de la iglesia, solos y seguros de que nadie vendrĂ­a a molestarnos.

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uno cero

Llegó un momento en que el mapa, que creció junto con Nueva Federación, tomó un suerte de vida propia: alguien pensó que no era seguro tener solo uno y entonces hicimos tres copias que guardamos en otras casas, y que nos obligaron a compartir la información para mantener actualizaciones en los tres mapas a la vez. Al multiplicarse la cantidad de gente que trabajaba en eso hizo falta encontrar alguna forma segura de reconocernos y de pasarnos mensajes. En situaciones más normales, sin mudanza forzosa y sin militares, hubiéramos puesto el mapa en un lugar público para que cada vecino pudiera escribirse y reescribirse dentro de él, pero esa opción era impensable. Y sin que lo buscáramos, en pocas semanas teníamos armado 44


algo que los militares no dudarían en llamar una organización subversiva clandestina. Cada copia en una casa diferente, identificada por el apellido de la familia (Filipone, Delgado, Marino) hasta que nos dimos cuenta de que cada vez que hablábamos de los mapas revelábamos su ubicación. Pensamos en usar las iniciales, pero nos decidimos por números: Filipone sería Uno; Delgado, Dos; y Marino, Tres. Al mapa original, que estaba en nuestra casa, le correspondía el Cero. Los mensajes, para quien no comprendía el código, parecerían ecuaciones: “T5 3A + Rosa Freire + Rodolfo Silva = 8T 6F + Rosa Freire - Rodolfo Silva (S2)” significaba Rosa Freire y Rodolfo Silva, que vivían en la manzana 5 del plano T en el quinto tomo de la Vieja Federación, vivían ahora en la sexta manzana del plano F del octavo tomo, aunque sin Rodolfo Silva (el código S2 indicaba el motivo, en este caso separación de mutuo acuerdo). El almacén era el centro de comunicaciones: nuestros mensajes pasaban dentro de los paquetes de comida, mientras que los mensajes hacia nosotros eran disimulados entre los billetes con los que nos pagaban. Hicimos todo lo posible para mantener el secreto, pero no teníamos práctica y trabajábamos con la esencia misma del chisme de barrio: no había forma de que casi todo un pueblo participe en un rumor y que ese rumor no se filtre hacia la mínima parte del pueblo que se considera peligrosa, si es que la gente que nosotros creíamos segura lo era en realidad. La única forma efectiva de protegernos era suspender todo, pero era lo mismo que perder sin siquiera haberlo intentado. Ya nos habían ganado con la mudanza, con la Vieja Federación ahora en ruinas bajo el agua, y no íbamos a dejar que nos 45


cubrieran también a nosotros. Por entonces notamos que las mujeres de los militares comenzaban a comprar en nuestro almacén, lejos de sus casas, y que se demoraban más que cualquier otro cliente. Entre los federaenses, las reacciones hacia “las milicas” eran cambiantes: algunos las veían como invasoras; para otros, eran nuevos pobladores y merecían un buen trato, y algunos, aunque no lo confesaran, creían que llevarse bien con ellas era el mejor salvoconducto para conseguir favores o protección. Los comerciantes estábamos fuera de esos dilemas, ya que para nosotros ellas representaban sólo clientes con dinero para gastar, pero por más que nos alegrara que aumentasen las ventas teníamos que cuidarnos de las preguntas o secretos que aquellas mujeres pretendieran arrancarnos. Tampoco eran demasiado cuidadosas, lo que nos facilitaba el trabajo. No había visita en la que no nos preguntaran dónde vivíamos antes de la mudanza, qué familias habían sido vecinas, si no nos daba lástima que no hubiera quedado nada de la Vieja Federación. Decidimos responder lo que hubiera dicho cualquier vecino, no escaparle a los comentarios pero tampoco darles a ellas demasiada confianza. Mientras sospecharan del almacén y no empezaran a seguir a quienes nos traían información, o a las familias que protegían las copias del mapa, no había de qué preocuparse. Pero así como el almacén había dejado de ser un secreto, llegó el día (o mejor dicho, la noche) en que descubrieron nuestros otros refugios. Aunque para eso todavía faltaban unas semanas.

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uno uno

Supe que nos habíamos equivocado apenas cerraron el tabique que nos separaba de los túneles originales de la iglesia, porque una cosa es hablar de irse a vivir bajo tierra y otra dormir en un agujero, una cosa es imaginarse en un túnel y otra estar en un lugar obscuro, húmedo, frío, las paredes babosas en la yema de los dedos, el aire arcilla que se respira, porque una cosa es hablar de cavar y otra poner las manos en la pala, la pala en la arcilla, la arcilla en un carro, el carro detrás para compactar la arcilla removida, sacarla durante la noche, desenrollar los cables de la luz, las mangueras que nos traen el agua y renuevan el aire, porque una cosa es estar seguro en una discusión de café y otra mantener esa seguridad cuando ya todo está hecho, cuando la puerta de 47


escape se cerró, cuando juramos no volver a abrirla ni echarnos atrás pero los juramentos son sólo palabras, sólo aire contra la tierra. Sin días ni noches, al principio manteníamos el ritmo del trabajo: cavar dos horas, llevar el carro otras tres, comer, dormir hasta el turno siguiente. La tarea no se detenía nunca porque nunca estábamos todos despiertos al mismo tiempo. Cuando en la superficie era de noche, nos acercábamos a la puerta del túnel a sacar la arcilla y las mujeres se encargaban de trasladar el material que cada madrugada dejábamos en el atrio de la iglesia. Ellas se habían quedado arriba para terminar los trámites de indemnizaciones y desalojos y para mantener vivo el fantasma de Felicitas, pero sostener aquella historia cada día les costaba más. Avanzábamos rápido. Los túneles, como suponíamos, estaban atravesados por los cimientos de los edificios: para continuarlos debimos descender varios metros y así evitar los caños maestros de agua y los desagües cloacales. No encontramos el túnel que, según Graciela, seguía el recorrido de la avenida Montes de Oca: acostumbrados a vivir en una ciudad de llanura, pensábamos en dos dimensiones y tardamos en darnos cuenta de que si ese túnel tenía la misma profundidad que los que salían de la iglesia ya debíamos estar por debajo. Empezamos a cavar hacia arriba, nadadores con poco aire en los pulmones. Pasaron varios turnos sin que encontráramos nada, y eso hizo que las discusiones se multiplicaran: si no había red de túneles, no tenía sentido avanzar, porque no seríamos nosotros los encargados de reconstruir una Buenos Aires subterránea que nunca había existido, y por otra parte tampoco intentábamos llegar 48


a ningún lado. No valía la pena cavar quinientos o seiscientos metros para ubicarnos debajo de nuestras casas si en cambio podíamos construir alguna caverna por debajo de la Plaza Colombia, frente a la iglesia, y quedarnos allí, cerca de nuestro acceso a la superficie y de todo lo que ya comenzábamos a extrañar. Pero en medio de esas discusiones golpeamos arcilla cada vez más blanda, y luego una pared de ladrillos. Rompimos los ladrillos con golpes suaves para no provocar un derrumbe y llegamos al túnel que habíamos buscado. Festejamos el hallazgo, pero algunos (al menos yo) dudábamos de que hubiera motivos. Lo único que quedaba ahora era llamar a las mujeres y terminar de establecernos, cortar los pocos vínculos que nos unían a la superficie, preparar las redes de abastecimiento para un tiempo indefinido, y acostumbrarnos, si era posible, a este nuevo lugar, es decir: terminar de hacernos subterráneos.

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uno dos

En las películas, los héroes acorralados comen papeles con claves secretas o incineran libros enteros en pocos segundos para proteger la información que ninguno de sus amables enemigos podría luego arrancarles a golpes. Si en algún momento imaginamos que vendrían a buscarnos, fue siempre bajo esa formalidad: nos darían el tiempo suficiente para deshacernos de los mapas o esconderlos en algún rincón de nuestras casas, nos creerían cuando les dijéramos que nunca habíamos oído hablar de nada parecido a lo que ellos buscaban, y ellos se irían tan pronto como habían llegado, como si nunca hubieran hecho aquella visita de inspección. Me despertó la patada en la puerta, los pasos en el comedor, el fusil en la cara, gritos, órdenes, luces, 50


golpes, muebles arrojados contra la pared. Mi mujer y las nenas amordazadas en la habitación del fondo, yo atado a una silla frente al mapa principal. Con cuatro manotazos retiraron todos los hilos, un quinto golpe desprendió la tela de la pared. Reunieron los registros y las telas frente a mí, los bañaron en kerosén y los quemaron. Entonces comenzaron las preguntas, nuevos golpes, culatazos, el chasquido del martillo en la recámara vacía de un arma incrustada en mi boca. Y cada silencio, cada respuesta, parecía enfurecerlos más. Ruidos confusos desde la otra habitación, el llanto de mi mujer y mis hijas ahogado por mordazas. Recitaban nombres de personas del pueblo y también de gente a quien yo no conocía, me preguntaban por siglas, organizaciones, nombres clave. Guardé silencio todo lo que pude y luego mentí: no creyeron ni el silencio ni las mentiras. En un momento se detuvieron para dejarme solo con quien daba las órdenes. Uniforme militar, galones de mando, calmo, casi amable, describió como si me contara una película lo que los soldados que acababan de retirarse eran capaces de hacer con mi mujer y mis hijas en caso de que yo no hablara. Hablé. Dije los pocos datos que conocía, inventé nuevos nombres algo más creíbles que los de mis mentiras anteriores, me humillé mucho más de lo que hubiera creído posible. Cuando se fueron, mi mujer entró al cuarto: no la habían tocado. Amanecía. A media mañana ya habíamos cruzado el río e íbamos por Uruguay con rumbo a Brasil, y después a quién sabe dónde. Me prometí que desde alguno de esos lugares juntaría el valor para contarle a los que quedaban en Federación lo que había pasado esa noche. Nunca lo hice, y esa sería mi segunda debilidad. 51


uno tres

Por la tarde había ido a visitar a mi hermana a su departamento nuevo en Lugano II. Comparado con la pensión en la que ella vivía antes no estaba mal, y en realidad estaba bastante bien, pero volvimos a discutir. Cambiaste dignidad por una ventana a la calle; vos todavía esperás el milagro, pero cuando te echen te vas a quedar sin techo y sin plata; no podés comparar este lugar con; no me vengas con Barracas esto y Barracas lo otro si sabés mejor que yo que todos los barrios son iguales; cierto, da lo mismo estar cerca del Centro que del Mercado Central. La pelea no era entre nosotras sino contra el hecho de no haber encontrado la forma de vivir, si no cerca, al menos en lugares 52


que no convirtieran cada visita en un viaje de horas, pero era más fácil actuar un enojo que aceptar la separación. Mi hermana no sabía de nuestros planes. No compartir la noticia siquiera con nuestros parientes y amigos era una regla de seguridad que habíamos acordado: sabíamos que nadie la iba a cumplir, pero aunque esa sospecha me disculpara de antemano no dije nada. Para qué ponerle mi cara a la culpa, por qué cargar sola con el peso que hasta ahora flotaba en el aire, a nombre de qué empeorar la situación entre nosotras. Cuando llegara el momento de irnos a los túneles le haría llegar un mensaje (ninguna de las dos tenía teléfono) para que no se preocupara más de la cuenta o supusiera que me había pasado alguna otra cosa innombrable, más grave aún que aquella que sí habría pasado pero que tampoco podría nombrar. Luego de la discusión nos quedamos en los silencios: el silencio de nuestras últimas palabras, el de la despedida cuando me acompañó a tomar el colectivo, el del regreso entre calles a esa hora desiertas. Cuando llegué a casa, una nota de Mario decía que estaba todo listo, que saldríamos esa misma noche. Sonaba a vacaciones: salimos esta tarde, hay que hacer las valijas, no se olviden de nada que allá todo es más caro, cierren las llaves de paso antes de salir. Los bordes del papel estaban manchados de tierra, no sé si porque Mario no había podido limpiarse bien las manos o para recordarnos lo que nos esperaba al salir de nuestras casas por última vez. Imaginé su cara, la ropa y las manos negras, una mancha de tierra por las calles de lo que quedaba de Barracas, un extraño, un fuera de lugar, un otro. Recordé, en alguna película de 53


guerra, al mensajero que lleva a la plaza del pueblo el olor a pólvora cuando todavía no llegaron los disparos, el que arrastra al frente de batalla a los que hasta entonces intentaban resguardar lo que les quedaba de vida. El silencio de las pocas cosas que pude meter en un bolso de mano, el de la puerta de casa que dejé abierta para dar oportunidad a los rateros, el silencio de aquellas puertas que una cuadrilla de demolición más tarde iría a derribar, el silencio de los que nos encontramos en la última esquina posible. Delante de nosotros, ya en el túnel por el que caminábamos agachados, el ruido de las palas contra la tierra que caía luego sobre montones de otra tierra, los pasos sobre la arcilla y sobre los charcos, las voces que nos daban la bienvenida a nuestra nueva casa, si es que eso era una casa, nuestra casa toda paredes, toda suelo, toda sótano.

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uno cuatro

Nunca me gustó despertarme temprano. De chico, los horarios en casa estaban corridos para que mi viejo, que era pescador, durmiera sus ocho horas y llegara al amanecer con las redes tendidas y varias líneas de anzuelos junto al bote. Por acostarme a las ocho de la noche y levantarme a las cuatro de la mañana quedé afuera de las actividades de mis amigos, de los que casi ni tenía tiempo de despedirme a la salida de la escuela porque en casa la cena ya estaría lista. Apenas tuve oportunidad conseguí un trabajo como mozo en el turno noche de un restaurante, y desde entonces jamás volví a acostarme antes de la madrugada. Esa noche regresé a casa cuando los primeros rumores ya empezaban a circular, pero las vecinas con 55


las que me crucé no contaban nada demasiado extraño: los milicos hacían una recorrida más, como las de siempre, que siempre (o casi siempre) eran para hacer preguntas, revisar bibliotecas bajo la supervisión de algún capitán con anteojos, requisar unas cosas y robarse otras. Si debí haberme preocupado entonces, no lo sé, o mejor dicho ahora lo sé pero en ese momento no tenía cómo. Me acosté, como todas las noches, con un esfuerzo por no pensar, pero pronto, entre sueños, escuché ruidos desde el fondo de casa. Alguien trepaba la medianera y se acercaba a la puerta de la cocina, desde el otro lado de la ventana pedía ayuda una voz familiar. Ahí me enteré de que los milicos habían estado en casa de los Marino; no se sabía qué les habían hecho pero ya se habían ido del pueblo sin decir nada a nadie. No se los habían llevado, pero si los habían dejado escapar tenía que haber sido a cambio de información. La pregunta era si esa información tenía que ver con nosotros, con la copia del mapa que escondía en mi casa, o si Marino andaba en alguna otra cosa de la que no supiéramos. Había una tercera copia del mapa, en una casa al otro lado del pueblo, pero de ellos tampoco teníamos noticias. Intenté recordar detalles de las últimas cuadras que había caminado, ver otra vez cada auto, cada sombra que pudiera esconder un espía, cada ventana entreabierta; una memoria de calles desiertas y, al mismo tiempo, de peligro en cada rincón. Las alternativas no eran demasiadas: comunicarnos con los demás a través de calles vigiladas y líneas de teléfono tal vez intervenidas; escapar en alguna dirección por calles que no aún no terminábamos de conocer; esconder las evidencias en algún lugar que pronto descubrirían y cuando vinieran a buscarnos negarlo 56


todo; intentar convencerlos de que las cosas que dejábamos a la vista no significaban lo que ellos podían suponer; escapar, como habían hecho los Marino. Imposible saber qué o cómo pensaría un milico, qué estrategia utilizaría contra el enemigo que viese en nosotros, si el golpe a los Marino había sido el principio de un ataque combinado o un ejemplo aleccionador, si querría eliminarnos o simplemente asustar. Mientras discutíamos, el tiempo se consumía. Mi padre me había dicho una vez que prefería pescar antes que cazar porque, si bien al final siempre se mataba algún animal, con la pesca al menos no se lo acorralaba: era peor perseguir que atrapar. Eso me lo había dicho un día en el que yo estaba convencido de que un compañero de escuela que en quinto grado nos llevaba dos cabezas a todos me la tenía jurada: las dos semanas en las que esperé que me diera una paliza fueron mucho más dolorosas que los pocos golpes que nos dimos en la esquina del colegio el día en que, luego del consejo de mi padre, le recordé que era momento de cumplir con su amenaza. Rajemos ya mismo, agarremos todo y rajemos. Si nos tocaba caer, nada se perdía con que tuvieran una copia más del mapa que ya le habían sacado a los Marino; si escapábamos, con nosotros se escapaba el mapa y quizás detrás llegaran otros; si no pasaba nada, podíamos volver como nos habíamos ido. Salimos por el fondo de la casa, cruzamos tres jardines y llamamos a la puerta de la viuda de Juárez, que nos cargó escondidos en el baúl de su camioneta y nos dejó a la salida del pueblo, en el camino que conducía a lo que quedaba de la Vieja Federación. Allí esperaríamos unos días hasta tener noticias, reunirnos con los demás o seguir viaje hacia alguna parte. 57


uno cinco

El túnel antiguo, que llamamos Montes de Oca, estaba prácticamente intacto. Por la altura, suficiente para que pasara un carro pequeño, pensamos que había sido un camino de contrabandistas, y que si no se interrumpía antes terminaría en la costa del Riachuelo. Con la llegada de los que hasta entonces se habían quedado en la superficie empezamos a pensar nuestra futura vida cotidiana más allá de los turnos para excavar, que hasta entonces era lo único que nos preocupaba. Tendimos las primeras líneas de electricidad y agua corriente hacia las conexiones de los baños de Santa Felicitas, probamos las máquinas de bombeo y los filtros de aire. Para marcar las horas, dos lámparas de color conectadas a un reloj: amarilla el día, azul la noche. 58


Un reloj, un calendario y esas dos lámparas eran lo único que nos relacionaba con el tiempo por sobre el tiempo que vivíamos: teníamos esperanzas de mantenernos actualizados con la radio, pero sólo recibíamos estática interrumpida por palabras sueltas o la ráfaga de alguna tanda comercial. Armamos un primer campamento junto al boquete que habíamos hecho en la pared de adobe: si algo fallaba, si decidíamos volver, convenía estar cerca del acceso a la superficie. Nos habíamos preparado para la obscuridad, estábamos listos para la falta de espacio, pero nunca imaginamos que bajo tierra hiciese tanto frío, que la humedad lo empujara hacia los huesos, que con cada bocanada de aire hubiera que tragar agua y tierra y algo denso que pesaba en el pecho, que hundía los pulmones, que tapaba los oídos y nos dejaba en una obscuridad aún más perfecta. Pensábamos, también, que estaríamos solos, sin ratas que huyeran de nuestras luces sólo hasta el momento en que tomaran coraje, sin insectos que recorrieran las paredes, sin la presencia de un mundo al que interrumpíamos y que en cada torpeza nuestra, en cada tropiezo, en cada ruido que pretendíamos no hacer o no escuchar, nos hacía saber que no éramos bienvenidos sino apenas tolerados. No eran fantasmas, o al menos no los fantasmas de esclavos y comerciantes coloniales que habíamos imaginado desde la superficie. Era algo peor. Los que ya llevábamos unas semanas bajo tierra tomamos linternas y exploramos el tramo que iba hacia el Riachuelo. Dos huellas hondas nos confirmaban que por esa ruta habían pasado carros cargados. En los primeros metros no hallamos bifurcaciones. Detrás, la luz del campamento 59


se atenuaba, y aunque era improbable creíamos habernos alejado al menos un par de cuadras. La Calle Larga, que corría por lo que hoy es Montes de Oca, estaba flanqueada por ranchos, estancias y pulperías pero no tenía esquinas ni intersecciones: no tenía sentido discutir si estábamos a la altura de Suárez o de Irala, pero lo hacíamos de todos modos. Entre las dos huellas, baches en los que nuestros borceguíes se hundían hasta los tobillos. La discusión continuó hasta que, por la distancia o por alguna curva del túnel que no habíamos llegado a advertir, perdimos de vista la luz del campamento. Se instaló entre nosotros un silencio cada vez mayor, tanto que nuestros mismos pasos y el ritmo de nuestras respiraciones se hicieron leves y ceremoniosos. Seguimos camino, las linternas dirigidas hacia el piso cada vez más irregular, sin atrevernos a mirar más allá del pequeño círculo de luz que nos precedía. El aire se hizo más denso, las paredes comenzaron a cerrarse sobre nosotros, nuestros pasos se hacían cada vez más cortos. Una palabra hubiera bastado para que volviéramos corriendo sobre nuestras huellas, más allá del túnel, más allá de Santa Felicitas y de Barracas y de las autopistas y de todo. Mario, que encabezaba la marcha, de pronto dio un grito y retrocedió de un salto: algo le había golpeado la frente. Levantamos las linternas para descubrir con alivio el derrumbe que marcaba el final del túnel. Envalentonados por nuestra propia cobardía, reímos hasta que el eco de nuestra risa se perdió en dirección al campamento, y lo seguimos.

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uno seis

no volvió a abrir, y los almaceneros no fueron los únicos a los que dejamos de ver en esos días, hubo rumores, sí, pero con tantos cambios nadie estaba como para hacer demasiadas preguntas, los vecinos decían que la noche anterior a que el almacén amaneciera cerrado habían escuchado voces, como una discusión pero más fuerte, cosas rotas, portazos, a esa familia nunca se le había conocido un escándalo y de repente una mala noche y se van del pueblo, no sería la primera vez, no es que fuera común pero no sería la primera vez, cada familia es un mundo y quién sabe lo que pasa de la puerta para adentro, no es que no los extrañemos pero algo habrá pasado para que se fueran así, tan de repente, claro que lo de la mudanza ellos se lo 61


habían tomado un poco peor que los demás, habían empezado a hacer algunas cosas que, bueno, no puedo hablar de eso si yo sabía que, no es que estuviera metida pero, siempre les dije que iba a terminar mal, que no era buena idea molestar a, bueno, no sé si eso fue lo que pasó, algo habrá pasado pero no sé si eso o algo parecido, una escucha cosas, siempre hay rumores, pero con tantos cambios en el pueblo nadie quiere hacer demasiadas preguntas, no sea cosa que iba a terminar mal, menos mal que no tengo nada que ver, yo te dije pero hablo yo o pasa un tren, si escucharas las cosas que escucho yo en los pasillos del Correo ni caminarías en la misma cuadra que alguna gente para que no te confundan, y además con lo peligrosos que son, porque una cosa es que alguien sea un delincuente pero hay cosas peores, el daño que pueden hacer algunos, por eso es que hay que sacarlos del medio no importa cómo, o a vos te importa saber todo lo que les pasa a los ladrones de autos, bueno, es lo mismo, lo único que importa es que ahora todos estamos más seguros y más tranquilos, entonces no hay por qué preocuparse por si se fueron o si se quedaron, y sobre todo no hay que levantar la perdiz porque si no después van a hablar de vos y ahí qué, porque esos estaban todos organizados pero nosotros somos gente común, andá a saber en lo que andaban y por qué se metieron en lo que se metieron, o te pensás que averiguaban cosas porque sí, y vos encima les contabas cosas, cada vez que ibas a ese almacén te pasabas dos horas ahí, decí que yo pregunté a uno de los oficiales del Correo y vos en todo esto ni figurás, y a ver si con esto aprendés porque la próxima no vas a 62


OPERATIVO NUEVA FEDERACION EXITOSO STOP ACTIVIDAD SUBVERSIVA DETENIDA STOP TRES ABATIDOS DOS PROFUGOS CUATRO INTERROGADOS LIBERADOS STOP LIBERADOS LOCALIZADOS BRASIL ESPERAMOS INSTRUCCIONES STOP igual te digo que no tiene sentido esperar otro día, rajemos de acá, las batidas pueden encontrarnos y alguien seguro nos denuncia, vamos a terminar mal, agarremos un bote y rajemos, tirémonos a nadar al río y rajemos de acá, de los demás no se sabe nada y si no llegaron hasta ahora es que los agarraron o ya se rajaron para otro lado, rajemos antes de terminar igual que ellos, rajemos de una vez no sé qué estás esperando rajemos ya no te hagas más el

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uno siete

En el túnel por el que avanzábamos, cerrado hacia el Riachuelo, sólo una de las bifurcaciones que se abrían en dirección al Centro continuaba más allá de los cincuenta metros. Ninguno de nosotros era demasiado diestro con los instrumentos que llevábamos para orientarnos, por lo que había al menos tres versiones sobre nuestra ubicación. Graciela no reconocía en los esquemas que dibujamos ninguno de los mapas con los que ella había trabajado durante aquel viejo proyecto de los años 50, quizás porque su memoria no era tan precisa, aunque lo más probable era que nuestros planos, a medida que nos internábamos en los túneles, no fueran tan exactos, y que entonces no estuviéramos debajo de Montes de Oca, o que no estuviéramos a 64


la profundidad a la que creíamos estar, o que, en el mejor de los casos, hubiéramos encontrado un nuevo túnel. Discutimos durante días si era más conveniente levantar campamento y explorar juntos la nueva bifurcación, enviar grupos pequeños que nos trajeran más datos o instalarnos definitivamente donde estábamos. Era difícil admitirlo, pero los que ya habíamos salido a explorar temíamos volver a perder de vista las luces del campamento. Todos los túneles eran parecidos, pero la bifurcación abierta giraba hacia el oeste y, si la elegíamos, mantenía el plan original de establecernos bajo nuestras antiguas casas. Otra cosa que nadie quería admitir era que, ya bajo tierra, cualquier plan que hubiéramos tenido en la superficie perdía importancia, que no habíamos encontrado lo que esperábamos, que llegado ese punto nos hubiéramos ido con gusto a cualquier rincón en cualquier barrio, a cualquier pieza de cualquier pensión de mala muerte, si no fuera porque ya no nos quedaba resto para admitir una nueva derrota. Lo único que nos quedaba era avanzar sin darnos tiempo a pensar en lo que hacíamos. De permanecer allí se instalarían las confusiones, las peleas, las dudas; al movernos tendríamos otras cosas de qué hablar, menos tiempo para arrepentirse y la promesa (o la amenaza) de lo que hubiera más allá de nuestros pasos. De entre todos los miedos, el miedo a lo que dejábamos atrás fue el que más nos impulsó. Avanzamos unos doscientos metros hasta el punto en que los túneles se separaban y allí hicimos un alto: mientras Mario y dos voluntarios exploraban la bifurcación, los demás prolongábamos el tendido de agua, ventilación y electricidad. 65


Dos horas después habíamos confirmado que podíamos avanzar al menos otros quinientos metros, hasta acercarnos al plan original, pero el túnel era más estrecho, suficiente apenas para caminar en fila, agachados. Para que pudieran pasar los carros en los que llevábamos nuestros equipos debíamos ensanchar las paredes, por lo que nos dividimos los turnos de descanso y excavación mientras recalentábamos alguna de las latas de conserva que conformaban nuestras comidas regulares. Una vez más, estar allí abajo tenía sentido: hacíamos algo, aunque más no fuese abrirnos camino hasta el próximo punto en el que una pared, o la nada misma, nos cerrara el paso. Habíamos postergado el problema una vez más, pero el círculo de luz que proyectaban nuestras linternas no mostraba ningún lugar en el que detenerse a pensar, y no confiábamos a esa altura en nada de lo que la obscuridad tenía para ocultarnos.

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uno ocho

Esperamos cuatro días en lo que había sido la Vieja Federación, donde sólo quedaban por sobre el agua las manzanas marcadas para el “Remanente”, el barrio que se suponía iba a tener talleres y curtiembres pero que entonces no tenía nada de eso y era un buen escondite. Quienes habían quedado fuera del traslado no le debían ningún favor a los milicos, y aunque tampoco nos querían demasiado a nosotros, que nos habíamos mudado, y tenían suficientes problemas sin la necesidad de escondernos, no nos resultó difícil encontrar un conocido que nos recibiera en su casa sin hacer preguntas ni poner condiciones. Los milicos recorrían también esa zona, no había forma de saber si en inspecciones de rutina o si 67


buscaban algo, pero muy pronto descubrimos que quien se siente perseguido no necesita perseguidores: cada ruido, cada silencio, cada movimiento, cada sombra, cada luz, cada cosa que decíamos o no decíamos, cada noticia que nos llegaba, cada noticia que intuíamos no nos había llegado, todo lo que pasaba, y lo que no pasaba, confirmaba que debíamos escapar. El encierro nos volvió el uno contra el otro en discusiones inútiles sobre lo que habíamos hecho para proteger el mapa, si valía la pena, si algo explicaba la persecución de los milicos o que debiéramos permanecer guardados en una habitación sin ventanas a la espera de otras personas de las que no sabíamos nada y que no sabían nada de nosotros. En la noche del tercer día nos preguntaron cuánto tiempo más nos íbamos a quedar, no los estamos echando, acá pueden estar todo el tiempo que necesiten, pero algunos vecinos ya hicieron averiguaciones y de ahí a que vengan los milicos... Nos fuimos por la madrugada, sin avisar a nadie. Bordeamos la orilla del lago hasta encontrar un bote: sin motor, despintado, las maderas deterioradas por el agua pero no podridas. Sacamos todo lo que el dueño pudiera necesitar más que nosotros, y salimos sin que nadie nos viese. La estrategia era seguir río abajo, como si fuéramos pescadores o dos buscavidas de esos que saltan de pueblo en pueblo hasta donde los lleva la corriente o el tren al que lograron subir, buscadores de changas en cosechas o en fiestas provinciales. La saca de lona en la que llevábamos el mapa de Federación (envuelto en bolsas de nylon para que no se mojara) bien podía contener la ropa que no llevábamos, el dinero que no teníamos o la comida que no habíamos podido 68


conseguir. Antes de escapar de la Nueva Federación habíamos quemado nuestros documentos, y al empujar el bote repasamos la historia que les diríamos a los de Prefectura en caso de que nos detuvieran: queríamos llegar hasta Ayuí para visitar unos parientes, veníamos de Sauce, no llevábamos motor pero tampoco teníamos apuro. Al clarear ya habíamos perdido de vista la última casa, y para practicar empezamos a llamarnos por los nombres que habíamos inventado. Tiramos unas líneas sin carnada y nos turnamos para guiar el bote, aunque en realidad nos desplazábamos a la deriva y tocábamos los remos sólo para evitar algún tronco o para no encallar en los bancos de arena. Cuando se hizo mediodía nos acercamos a la orilla y descansamos a la sombra de un sauce, el bote casi escondido entre las cañas. El río bajaba tranquilo, el cielo estaba despejado, y fue como si por un momento se disolviera la última semana, los últimos meses, la mudanza y la persecución, resaca que arrastraba la corriente, menos que un mal sueño y aún menos que eso, los agujeros efímeros que hacen las piedras al caer sobre el agua. Pero lo cierto era que aquella corriente no llevaba al mar sino a un paredón de concreto no mucho más allá de donde llegaba nuestra vista, y que no estábamos en el río de nuestra ciudad sino en el lago de la represa que se había tragado nuestras casas. Lo cierto era que cada vez que se acercaba algún motor de lancha nos escondíamos, y que no teníamos nada para comer ni un lugar en el que pasar la noche ni nada más que unos papeles escondidos y el bote viejo que habíamos robado.

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uno nueve

Días, semanas, horas, cómo saberlo, a quién le importaba. Ya habíamos hallado lo que parecía ser una entrada a la red de túneles, pero sólo para enfrentarnos con nuestros propios errores. Primero nos quedamos sin cable de electricidad, y al día siguiente desenrollamos los últimos metros de la manguera de agua que de todas formas nunca había contado con la presión necesaria como para que pudiéramos beber, cocinar y lavarnos. Nos quedaba la mitad de las provisiones que debían habernos durado al menos otro mes, no teníamos ropa ni mantas en condiciones, y nos dividíamos entre afiebrados, acalambrados y deprimidos. Graciela se esforzaba por recordar datos que nos ayudasen a ubicarnos, y parecía descubrir a cada paso 70


una nueva pista que nos acercaría a algo importante; Mario, más directo, nos decía que llegado ese punto no quedaba otra alternativa que avanzar. Dejamos el campamento preparado en el último lugar en el que contábamos con luz y agua, y continuamos la exploración con linternas y soles de noche. Este túnel era más precario que los anteriores, pero también mucho más largo y profundo, tanto que había evitado los pilares de los edificios, tanto que no tenía casi explicación su dirección noroeste, fuera de la ciudadela colonial. ¿Qué era esto que habíamos encontrado, y quiénes lo habían hecho? La excavación era prolija, las paredes reforzadas por pilares de madera o pequeñas columnas de ladrillos de adobe. Cada tanto el túnel se ensanchaba lo suficiente como para que tres personas pudieran caminar hombro con hombro sin chocarse, pero ninguna lógica guiaba estas alteraciones. También eran confusas las subidas y bajadas, imperceptibles para nosotros pero evidentes para nuestros instrumentos, aunque tenía más sentido pensar en lo irregular del suelo o en la falta de precisión de los cavadores antes que en algún otro motivo. Los instrumentos comenzaron a mentir, o en todo caso a decirnos verdades para las que no estábamos preparados: horas de marcha en las que creíamos haber avanzado kilómetros heroicos se traducían, al chequear nuestra posición, en unos pocos metros tanteados a paso temeroso, metros que ante la menor excusa desandábamos a la carrera y que luego debíamos recuperar de a centímetros. Con el paso de los días, entre susurros cargados de culpa, todo fue explicado por una teoría, o más 71


bien una condensación de nuestros miedos y supersticiones: las manos misteriosas que habían diseñado y ejecutado el túnel pertenecían a alguna sociedad secreta, no ya unitarios o contrabandistas sino francmasones, rosacruces, devotos de Satán. En los ecos que nos devolvía la obscuridad había voces que auguraban muertes lentas y espantosas, movimientos que rondaban nuestros movimientos, pasos que nos perseguían. Cada uno había desarrollado su propia variante, y como nadie estaba dispuesto a compartir (en realidad, a admitir) la forma exacta de su demonio, la identidad de ese grupo que imaginábamos quedó en entredichos, sin más nombre que el de Ellos. Las sociedades secretas se mezclaban con monstruos mitológicos y retazos de películas de terror de clase B, y llegamos a decir que estábamos en la cueva de algún monstruo con forma de serpiente conjurado por la macumba de esclavos africanos o, en las versiones más alucinadas, de un carpincho gigante invocado por los indios pampas: la bestia esperaba al final del túnel para romper con nosotros, aventureros desventurados, un ayuno de siglos. Éramos demasiado pocos como para que el rumor se distinguiera del obligado tema de conversación, por lo que los susurros culposos pronto terminaron por convertirse en el único tema que discutíamos a la hora de discutir. Intentamos, sin ganas y sin suerte, convencernos de que eran reacciones naturales, fantasías sin ningún fundamento, alucinaciones impulsadas por la monótona noche interminable. Pero no estábamos como para escuchar razones, y lo que pretendía justificar nuestros miedos no hacía más que consolidar los mitos que nos angustiaban. 72


El miedo terminó por atarnos al círculo de luz que rodeaba al campamento, donde intentamos una solución que no nos hiciera perder más orgullo del necesario: el plan original era establecernos en algún punto de la red de túneles, y aquel era tan bueno como cualquier otro. Bastaba con ampliar el túnel hasta convertirlo en una cueva y, dentro de ella, establecer recintos en los que cada uno de nosotros tuviera suficiente privacidad. Una vez establecidos podíamos llevar más cables con los que ampliar la instalación eléctrica, encontrar nuevas fuentes de agua y una vía para conseguir alimentos, instalar algún sistema de alarmas que nos previniera de posibles amenazas, y sólo entonces pensar en qué había después. Para explorar los túneles nos hacía falta un lugar al que regresar, un punto en el que nos sintiéramos más seguros que en la obscuridad que cobijaba nuestros miedos. Sacamos las herramientas y empezamos a trabajar la arcilla blanda que sobrevivía de cuando en esas tierras no había ni autopistas ni casas ni vías de tren ni estancias sino pantano, cañas, aves en busca de comida entre el barro de la orilla, animales que se acercaban a beber y a cazarse entre sí, y el viento que soplaba por sobre todas las cosas.

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dos cero

Pasamos la noche a la orilla del lago de la represa, y subimos al bote al amanecer. A media mañana empezamos a ver el muro, la represa que no podríamos cruzar por agua a menos que nos sumergiéramos y nos dejásemos triturar por las hélices del generador. Algunos vecinos de Federación hablaban del sacrificio que había hecho nuestro pueblo, decían que nadie podría acusar a los federaenses de poner sus propios intereses por delante de las necesidades del país. Para ellos no hubiera estado tan mal eso de pasar a través de las turbinas: si habían ofrendado sus casas para que otra gente viese iluminadas las suyas, no dudarían en pasar ellos mismos a través de la represa y ofrecer a la patria al menos un par de watts. Pero nosotros, 74


sin intenciones de darle de comer al velador de ningún general, cuando estuvimos un poco más cerca de la represa encallamos el bote y caminamos a través de un campo hasta la ruta 14. Hicimos dedo sólo a los camioneros, acostumbrados a levantar gente sin hacer preguntas, y terminamos en el acoplado de un seis ejes que traía yerba desde Misiones. Escondidos entre los fardos, con el cansancio de tanto remar, con el sol de la tarde y el movimiento del camión nos quedamos dormidos. Nos despertó el camionero: “Estamos por llegar a un parador, les conviene bajarse antes porque ahí está siempre la milicada”. Bajamos por el lado de la banquina, cruzamos al otro lado de la ruta y caminamos por el costado hasta dejar bien atrás el parador. Por los carteles supimos que estábamos cerca del Palmar, y junto a la ruta comimos lo último que quedaba en nuestras mochilas. Pasaban de largo los camiones de carga, las chatas de los chacareros, cada tanto algún trailer cargado de colimbas o algún patrullero de la policía provincial. Intentamos avanzar por entre los pastos altos, pero nos comían los bichos y nos caíamos cada dos pasos. La mayor parte del tránsito iba hacia el sur, en la misma dirección que nosotros, por lo que eran más las luces que nos iluminaban las espaldas que aquellas que mostraban nuestras caras a los conductores. Decidimos seguir camino hasta que clareara, apartados de la banquina pero sin tocar la zanja que bordeaba la ruta. Avanzamos lento durante un par de horas, hasta que una camioneta se detuvo junto a nosotros. El que manejaba preguntó si estábamos perdidos, y cuando tratamos de convencerlo de que no necesitábamos ayuda insistió en que fuéramos con él: a esa hora, en esa parte de la ruta, era un milagro que 75


no nos hubiera matado un auto o asaltado alguna banda de ladrones. Intentamos volver a decirle que no, pero no había forma de negarse. “Voy acá nomás, hasta Liebig –dijo–. Ahí pueden esperar que se haga de día y después siguen si quieren, no sean zonzos, vengan, vamos”.

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dos uno

Mientras establecíamos algo así como una casa en la que sentirnos en casa teníamos que ocuparnos también de las urgencias: la comida, el agua, la electricidad, noticias de lo que pasaba afuera, probar la confianza que habíamos depositado en quienes, en la superficie, quedaban a cargo de cuidarnos las espaldas y de preparar los envíos de provisiones. Habíamos arreglado un encuentro fijo el primer viernes de cada mes, pero en caso de emergencias ataríamos un pañuelo a uno de los barrotes que rodeaban el atrio de Santa Felicitas antes de las once para que ellos se reunieran con nosotros pasada la medianoche. Hacían falta dos expediciones. Mario se ofreció a llevar nuestros pedidos y a buscar la mejor forma 77


de realizar la entrega; al día siguiente, dos personas llevarían la carretilla y traerían todo. Ocupados como estábamos con la excavación casi ni saludamos a Mario cuando se fue, aunque cada uno de nosotros habría pensado alguna vez, por su cuenta, en hacer ese trayecto y nunca regresar. Él era, de todos nosotros, el único en quien confiábamos lo suficiente como para dejar a su alcance la oportunidad de una traición: él había transformado nuestra desesperanza en un proyecto, había pulido los recuerdos de Graciela hasta volverlos reales, hacia él se dirigían las miradas, desde él surgían las palabras que considerábamos órdenes. Nos recordaba todo el tiempo que no era un lugar en el que estuviera cómodo (la mano que nos usaba como herramienta, el intérprete de nuestras voluntades) pedía que ya no lo miráramos en busca de respuestas, que no esperásemos de él más o menos que de cualquier otro. La respuesta siempre era la misma: si no fuera por vos ninguno de nosotros estaría acá, y también una misma su réplica: no me echen la culpa, nadie los obligó. Habíamos quedado en que, de encontrar algún inconveniente en el camino, él desconectaría la manguera de agua para advertirnos, pero tras doce horas de ausencia el hilo de agua fluía tan regular e insuficiente como de costumbre. A la curiosidad siguió la preocupación, a la preocupación el desaliento, al desaliento la furia, a la furia el pánico. No sabíamos si nos había traicionado, si había tenido un accidente o si lo habían capturado los milicos, pero todas esas cosas eran posibles. No había nada que discutir, ni decisiones que tomar. En realidad, no quedaba forma de discutir o decidir nada: rota la confianza que podíamos llegar a tener 78


en cualquiera de los demás, no existía un “nosotros” capaz de debatir. Detuvimos la excavación. Sentados al borde del círculo de luz, cada uno ideaba planes de salvación individual con la secreta esperanza de que Mario llegase para decirnos que no había pasado nada, que había encontrado alguna clave, que tenía noticias excelentes, que sabía que íbamos a preocuparnos por su demora pero que estaba todo bien, que arriba todo estaba mucho mejor que antes. Catorce, veinte, veinticuatro horas. No regresó, pero tampoco nos invadió la partida de milicos que temíamos. Las primeras palabras que alguno de nosotros se animó a decir volvieron a unirnos, o al menos hicieron que volviésemos a compartir el terror: “Los hijos de puta cerraron el túnel atrás nuestro: estamos encerrados”.

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dos dos

El pueblo había sido inventado por los ingleses cuando armaron la fábrica. Habían comprado un saladero, propiedad de un descendiente de irlandeses y antiguo compañero de estudios del General Roca que había tomado algunos campos a precio irrisorio gracias a una inspirada cláusula de un contrato de alquiler. El nombre de la empresa se lo debían a Justus von Liebig, alemán que había desarrollado la fórmula del extracto de carne y que había tenido un rol casi honorario como encargado de “investigaciones científicas”. El negocio era simple: las vacas venían de campos propios, se aprovechaba cada gramo de carne, hueso, sebo, pelo, tripa y cuero (como decían en el pueblo, “todo menos el mugido”), y la producción completa se 80


embarcaba en los muelles de la fábrica con destino a Inglaterra. Liebig’s Extract of Meat Co. había dispuesto viviendas, calles, cloacas, luz eléctrica, gas natural, escuelas, clubes, negocios. El sueldo de los obreros regresaba casi entero a la fábrica en comida que debían comprar al frigorífico o a los almacenes concesionarios, en alquileres de las casas de la empresa, en cuotas sociales a los clubes deportivos, en pagos a la cooperativa de servicios que rendía un canon anual. En los buenos tiempos, quienes no habitaban el universo cerrado de la fábrica eran llamados los “excluidos”, y vivían en localidades satélite como El Brillante, bautizado así por las chapas de metal que la misma Liebig les regalaba para que techaran las precarias construcciones en las que vivían. Lo que más nos llamó la atención eran los dos pueblos: de un lado “el Pueblito”, casas idénticas entre sí agrupadas por manzanas de frentes parejos que compartían un patio interno, construidas para los obreros; del otro “la Hilera”, chalets (también idénticos, pero con sus propios terrenos y jardines) destinados al personal jerárquico que venía de Inglaterra. Entre el suburbio industrial y las residencias señoriales se encontraba la manga, un canal de madera de tres metros de alto por uno y medio de ancho por el que pasaba el ganado desde la estación de tren hasta la fábrica. Cruzar el límite de la manga era privilegio de los pocos administrativos que lograban ascender a puestos gerenciales, hasta que en el 75 la empresa cedió el pueblo todo a una Junta Vecinal y las casas se pusieron a la venta, con lo que los obreros más antiguos pudieron aprovechar la oportunidad para mudarse al lugar hasta entonces reservado a sus patrones. 81


En eso estaba el hombre que nos había alcanzado hasta el pueblo en su camioneta: con el préstamo que le había dado un conocido estaba a punto de escriturar un chalet, aunque opinaba que en realidad todos esos títulos eran temporarios y que si la empresa terminaba por irse del país la gente de la Vizental, candidatos a comprar lo que quedaba de la Liebig (o Fricosa, como se llamó luego de la fusión con la Brooke Bond), podía hacer desastres con el destino de todos los liebileños. Esa era la pregunta de todos los trabajadores de la fábrica: hasta cuándo seguirían así las cosas y después qué. Los ingleses eran rectos mientras los negocios prosperaban, y rápidos para irse cuando las ganancias disminuían: en los últimos años había habido más problemas que dividendos, y luego la fusión con otra empresa de la que no se contaba con muy buenas referencias, y en el medio problemas con los gremios, con la inflación, con las instalaciones que ya resultaban obsoletas. En la gente del pueblo había una extraña lealtad con la empresa, que les había dado todo sin darles en realidad nada: casas que no eran suyas, apenas la educación que necesitasen para convertirse en obreros calificados, oportunidades que sólo podían hacer valer dentro del escalafón de la Liebig. Mientras recorríamos el pueblo en la cabina de la camioneta, cada uno que se cruzaba nos medía en silencio. Éramos de afuera en un momento en que la fábrica no contrataba personal, lo que nos hacía doblemente sospechosos. Pero las miradas también podían significar que nos habían reconocido, y que debíamos irnos de aquel pueblo más rápido de lo que habíamos llegado. Fue la hospitalidad prepotente del conductor de la camioneta lo que nos hizo 82


dormir en su casa esa noche, y acompañarlo durante el día siguiente a visitar el chalet que estaba a punto de comprar: al final del día ya estábamos apalabrados para comer un asado con uno de sus vecinos. Para entonces, también, habíamos descubierto la principal ventaja de quedarnos unos días en Liebig: como el pueblo era aún considerado una extensión de la fábrica, no había allí destacamento de policía ni guarnición militar, sólo los empleados de seguridad que pertenecían la empresa.

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dos tres

Descubrimos entonces que hay algo más fuerte que la incerteza, que la duda, que el pánico: nada es más urgente que la necesidad de escapar. Con Mario perdido y los milicos sueltos a la entrada del túnel, cualquier cosa que tuviéramos delante resultaba el mal menor. El camino era uno, y era una la dirección, hubiese lo que hubiese del otro lado. Llevábamos en las carretillas decenas de cosas inútiles y habíamos dejado en la superficie casi todo lo necesario: entre todas las cosas que no habíamos previsto estaban las mochilas. Cargamos en nuestras manos lo poco que podíamos sostener, nos pusimos los cascos de minero y dejamos atrás las luces del campamento. Al principio demoramos cada milímetro, la respiración contenida y los pies 84


vacilantes de quien camina sobre un campo minado. Delante, apenas la nuca de algún compañero iluminada por la linterna del casco; más de uno avanzaba con los ojos cerrados a la escucha de algo más allá del entrechocar de las cosas que cargábamos o de los jadeos y ahogos con que intentábamos llenar los pulmones de una materia más húmeda que la arcilla de las paredes y más densa que el aire. Luego de una hora de marcha nos detuvimos a descansar. El estado de alerta nos había agotado, y pasaron varios minutos hasta darnos cuenta de que faltaba uno de nosotros. Graciela era la última de la fila cuando salimos; iba detrás pero no tanto como para que ya no hubiera llegado. Alguien recordó que ella estaba cansada, y supuso que en algún momento habrá dejado de escuchar sus quejidos; otro sugirió que ella, desde siempre aliada con Mario, de seguro había seguido sus pasos para informar a los milicos dónde nos podían encontrar. Dos de nosotros se ofrecieron a ir a buscarla, y desandaron a las corridas lo poco que habíamos avanzado. El resto los seguimos, nerviosos y asustados pero más que nada para cerciorarnos de que no se escaparan ellos también. Apiñados el uno contra el otro, nuestros cascos proyectaban un solo haz de luz sobre el túnel cavado ahora en la arcilla misma: ese foco nos mostró el cuerpo de Graciela, aplastado contra el suelo, con fuerza suficiente para apenas levantar la cabeza y mirarnos por última vez. Corrimos hacia ella, sacamos del bolsillo de sus pantalones las pastillas para el corazón que colocamos bajo su lengua, le golpeamos el pecho y le hicimos respiración artificial, pero no hubo forma de reanimarla. Las ratas, que siempre se mantenían 85


a resguardo de nuestras luces, ya comenzaban a acercarse a su cuerpo. Una, otra, más de las que podíamos ahuyentar con nuestros golpes, empezaban a hurgar entre los pliegues de su ropa con dientes cargados de necesidad. Un silencio prendido con alfileres. Alguien gritó. Corrimos. Sin saber cómo, sin pensar en ninguna de las cosas que nos habían hecho precavidos, sin medir las distancias o los riesgos, corrimos, haces de linternas que saltaban inútiles de una pared a otra. Tropezamos con nuestros propios zapatos, con algún pozo en el suelo, con el cuerpo de los que corrían adelante. Dejamos caer todo lo que cargábamos, y también con eso nos tropezamos para volver a levantarnos y seguir. Nos detuvo algo aún más sorprendente e inesperado que la traición de Mario o la muerte de Graciela: una ráfaga de aire fresco.

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dos cuatro

Nosotros nacimos con el destino de la Vieja Federación ya sellado pero en suspenso, y pasamos la vida en un pueblo que, sin estar acabado, tampoco estaba del todo vivo. En Liebig no tenían decretos de Perón ni obras de la represa, no había discusiones sobre el bien común o el sacrificio que un pueblo debía hacer por el resto de la patria. Las fuerzas que desgastaban el hilo del que allí pendía el futuro eran más reales: los designios de la Casa Matriz en Londres, primero, y de las menos confiables gerencias de empresas argentinas después; los vaivenes del negocio de la carne; las gestiones con mayor o menor fortuna de los gerentes de la fábrica; los accidentes, los incendios, las catástrofes naturales; los sindicatos; las negociaciones con el gobierno; 87


todas las máscaras del dinero; todas las formas remotas, inaccesibles, del poder. Entre esos factores era fácil repartir culpas, y los liebileños podían hacer de cada evento un oráculo. Si llovía, era señal de que llegarían aún menos cabezas de ganado, de que habría despidos, y hasta del cierre adelantado de la fábrica. Si se abría una granja cerca de Villa Elisa, era señal de que los dueños buscaban salirse del negocio, de que la fábrica no llegaría abierta a fin de año. Si subía el dólar, con lo que se hacía más caro reparar las máquinas, era mala señal. Si bajaba el dólar, con lo que no tenía sentido producir, era aún peor. Era malo si los dueños llamaban a alguna reunión, y peor si no lo hacían; malo si el gobernador se acordaba del pueblo, y si no los tenía en cuenta, peor. Quedaba claro que nada iría a mejorar, por más que lo deseasen, y que sin necesidad de irse a ninguna parte el pueblo terminaría por morir. Casi toda la fábrica estaba en ruinas; del muelle no quedaban más que unas pocas maderas podridas; la producción era la de un frigorífico varias veces menor, las casas empezaban a mostrar señales de deterioro, las calles se llenaban de baches, ya nadie llegaba en busca de trabajo. La oficina de correos despachaba sólo telegramas de despido. No importaba que pasaran días, años o décadas hasta que el pueblo terminara de vaciarse: como en Federación, la sentencia estaba firmada. Y, al revés de lo que había sucedido en Federación, aunque el pueblo quedara en pie la gente terminaría por irse. No alcanzábamos a entender el por qué de la hospitalidad del dueño de la camioneta que nos había recogido en la ruta o la de sus vecinos, pero la aceptamos como lo que era: el único refugio 88


que nos quedaba. La noche siguiente a que llegáramos al pueblo comimos un asado con el que nos agasajaban, y allí conocimos los nombres de todos, muchos y distintos, y sus problemas, uno y el mismo. Las miradas de sospecha y desconfianza dieron paso a la curiosidad, la generosidad, el interés: mentimos sobre nuestros nombres y el motivo de nuestro viaje; dijimos la verdad cuando nos preguntaron de qué pueblo veníamos. Quisieron saber nuestros oficios, y al escuchar las respuestas nos enumeraron todos los trabajos que hubiéramos podido hacer para la fábrica unos años antes. “Ahora allí no hay nada y la gente de acá no tiene un peso, pero quédense a ver qué pasa: quién sabe cómo estamos en un tiempo”. Quizás fuéramos para ellos el misterio que rompe la monotonía, o la buena acción que limpia la conciencia, o quizás, después de más de una semana de escapar, nosotros estábamos algo suspicaces y ellos no fueran más que gente simple que ayudaba a quien lo necesitase. Algunos se emborracharon (había vino, pero los ingleses habían dejado tras de sí los hábitos del gin y del whisky), y al final de la noche salimos con la camioneta a entregar hombres desmayados a los reproches de sus mujeres. A la mañana de nuestro segundo día en Liebig, en el desayuno, ofrecimos nuestra historia al dueño de la camioneta, en quien para mal o para bien, habíamos decidido confiar. Pero él nos hizo callar, nos dijo que no le contáramos nada. “Ustedes se vienen escapando de algo: no me importa de qué, quédense acá el tiempo que necesiten, no hace falta que me den explicaciones.”

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dos cinco

¿Cómo había llegado hasta ahí una ráfaga de aire fresco? ¿De dónde venía el zumbido que se escuchaban adelante? Apagamos las linternas, pero aún cuando nuestros ojos terminaron de ajustarse a la penumbra flotaba en el aire removido un vestigio de claridad. Ya no había por qué cuidarse: despojados hasta del miedo, seguimos por un túnel cada vez más estrecho con paredes más definidas. Primero debimos agacharnos, luego llevar el pecho hasta las rodillas, y gateamos los últimos metros hasta llegar a una curva de noventa grados. A la vuelta de esa esquina estaba la fuente de luz, y el zumbido en el que ya se distinguían otros ecos.

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De a uno en fondo, el cuerpo apoyado en los codos, rodeamos la curva. Ni monstruos ni militares ni abismos ni extraterrestres ni fantasmas ni cavernas ni sociedades secretas: frente a nosotros el revés de una grilla de hierro fundido, y del otro lado un pasillo amplio e iluminado por luz de sol que filtraba desde uno de los costados y agonizantes tubos de luz dispuestos a lo largo del techo. El zumbido de los tubos de luz se mezclaba con el de algún motor lejano y el chasquido intermitente de las luces quemadas o a punto de quemarse; goteaba agua desde alguna grieta a nuestra derecha. El piso y las paredes que se veían detrás de la reja estaban recubiertos de cerámicas blancas con zócalos negros. No estaba muy limpio, pero tampoco tan abandonado como los túneles que habíamos visto hasta entonces. Con un destornillador hicimos palanca sobre los bordes de la grilla de metal. Cuando se soltó del marco, la atajamos en el aire y la dejamos caer al piso desde la menor altura posible para que no hiciera tanto ruido. La abertura detrás de la que estábamos quedaba a un metro y medio de altura, y para descolgarnos debimos retorcernos, sacar primero los pies mientras algún compañero nos sostenía. Nos vimos como por primera vez, irreconocibles en aquellos cuerpos enterrados y desenterrados, pálidos, cubiertos de barro, desastrados, el pelo convertido en costras de tierra, las miradas frenéticas y extraviadas desde ojos inyectados en sangre de tanto haber forzado la vista, escombros todos nosotros, derrumbados como nuestras casas, aplastados como nuestro barrio, caídos de brazos y de cuerpo y de espíritu, envejecidos, quebrados, 91


extraviados, traicionados, muertos, escapados de nuestros miedos y de nuestras vidas y de todo. Y aún así, y aún entonces, debíamos seguir. El pasillo tendría unos doscientos metros, y cada extremo terminaba en puertas de doble hoja pintadas de blanco con planchas de metal en lugar de manijas. No había otra salida, a menos que contáramos la rejilla que nos había expulsado. Cuando empezamos a caminar hacia la puerta más cercana, uno de nosotros recogió del suelo un trapo blanco: una funda de almohada, de tela gruesa. Al darla vuelta, en uno de los extremos leímos una inscripción: “Hospital Nacional Braulio E. Moyano”.

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dos seis

La calma duró tres días más, porque entonces empezó a llamarnos la atención que los guardias pasaran cada diez minutos frente a la casa en la que estábamos, y que la consigna nocturna se hubiera mudado a nuestra esquina. Las casas que había construido la empresa para los obreros tenían sus jardines, y a veces la puerta de entrada, en un patio interno común a toda la manzana: en ese patio, cada vez que salíamos, la sensación y luego la realidad de que alguna cortina terminaba de cerrarse cuando nos dábamos vuelta a mirar. Nuestro anfitrión no quiso saber nada cuando le dijimos de nuestras sospechas, pero él conocía mejor que nosotros la red de delatores que antes servía a los patrones ingleses y que ahora, para 93


acomodarse a la nueva forma del poder y empezar a ganar posiciones, reportaba a la comandancia del distrito Colón. No tenían experiencia más allá del frigorífico, pero al filtrar información sobre sindicatos, huelguistas y obreros con licencias fraudulentas por enfermedad habían aprendido lo necesario. Por suerte para nosotros, la protección con que contaban en los tiempos de la Liebig les había evitado la necesidad de ocultarse, y además eran torpes. No tardamos en identificarlos, a ellos y a sus mujeres con demasiadas preguntas y a sus hijos que se acercaban a nosotros con algún juguete en la mano y prestaban más atención a nuestras palabras que a sus juegos. Volvimos a plantearle a nuestro anfitrión que no era bueno para él que nos quedásemos en su casa, y que por su bien tenía que ayudarnos a partir. Dijo que no era necesario, que no había de qué preocuparse: él sabía desde hacía mucho manejarse con los correveidiles del pueblo. De todas formas decidimos suspender los paseos por el pueblo y sus alrededores, y pasamos casi una semana metidos en la casa ante la televisión siempre encendida en una repetidora del canal 7. Entre las mentiras de los noticieros y el sopor de los programas de entretenimiento, entre la propaganda descarada de los programas de opinión y las tandas comerciales, vimos un informe sobre la exitosísima puesta en marcha de la nueva represa hidroeléctrica binacional, la concreción de un proyecto pendiente desde hacía décadas que nos acercaba a la independencia energética, al progreso y a la prosperidad de nuestro hermoso pueblo argentino. Entre las imágenes de turbinas, montañas de hormigón y mezcladoras de cemento habían intercalado otras de 94


la inauguración oficial, cuando los milicos habían recorrido las obras y luego la nueva ciudad fundada a orillas del embalse. Frente a la comisaría de la Nueva Federación, los hijos de nuestros vecinos sonreían en sus guardapolvos blancos, pequeños soldados en formación que se dejaban revolver el pelo por alguna de las manos que habían ordenado el desalojo del pueblo en el que habían nacido. Desde unas gradas que habían montado, y que tapaban los frentes sin pintar y las veredas inconclusas, los comerciantes del pueblo y algunos “vecinos destacados” agitaban banderas argentinas. Faltaban algunos personajes, y las sonrisas eran claramente forzadas, pero nada había cambiado para ellos con la mudanza, ni con el mapa, ni con lo que nos habían hecho a los que teníamos algo que ver con él. Los alcahuetes de Liebig eran todo lo miserables que se podía esperar de quienes viven en la tierra del patrón y le deben todo lo que tienen, pero nuestros vecinos, esos que habían crecido junto a nosotros, buscaban con la misma o mayor fuerza la oportunidad de congraciarse con los que mandaban. Qué cosas no habrían hecho desde la mudanza, de qué formas no nos habrán delatado, cuánto era responsabilidad de ellos que estuviéramos guardados en Liebig y no tranquilos en nuestras casas. Y todo por el recuerdo de la Vieja Federación, por recuperar un espacio a la larga tan nuestro como de ellos, un recuerdo que ellos habían construido al igual que nosotros. Y para qué, y quiénes eran más felices ahora. Si bien nos habíamos sentido perseguidos, ahora, por primera vez, también, nos sentíamos inútiles. Ninguna de las cosas que nos habían pasado 95


marcaba alguna diferencia para los que llenaban las gradas, y no pudimos menos que preguntarnos si había pasado algo para nosotros, si en realidad no tenían más razón quienes, tras la mudanza y con los milicos, habían encontrado, como se dice, un palenque en el que rascarse. Lloramos por primera vez al darnos cuenta de que ya no veníamos de ningún lugar, de que no importaba que nos persiguieran o no porque ya no pertenecíamos siquiera a la resistencia del recuerdo que los federaenses habían abandonado.

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dos siete

que salir de acá, dale, seguí hasta la puerta que tenemos que salir del pasillo, después nos arreglamos para rajar del hospital, nos limpiamos un poco y salimos a la calle, yo tengo una prima que vive acá cerca, nos bañamos y nos vamos, estamos a tiempo de repartir lo que queda de las indemnizaciones y alquilar algo, hay que olvidarse de todo esto, acá no pasó nada, no habremos estado abajo más de una semana, dos, a lo sumo veinte días, si alguien pregunta nos fuimos de vacaciones, se murió mi tía, lo que sea, dale, salgamos que todavía nadie se enteró de que estamos acá y si la hacemos bien ni se van a no entiendo dimos alguna vuelta nos equivocamos no podemos haber llegado hasta acá con los 97


locos que ven gente que no está hablan solos escuchan voces los locos se cortan las venas saltan de los balcones le gritan al aire comen mierda hablan idiomas inventados no quieren vivir más los locos no saben quiénes son ni donde están ni qué día es ni nada los locos encerrados a nosotros no nos van a encerrar como a los locos nos equivocamos no estamos locos llegamos acá pero no estamos locos por más que nos hayamos metido en los túneles no estamos locos por más que hayamos querido vivir bajo tierra locos están los que no saben quiénes son ni dónde están nosotros sabemos sabíamos nos perdimos pero sabíamos nos equivocamos pero sabíamos locos están los que se quedaron en los edificios que se venían abajo locos los que hablan solos loca estaba Graciela y por eso le pasó lo que le pasó yo no estoy loco loco estaba Mario y nos dejó o lo agarraron yo no estoy loco locos están los que agarraron a Mario locos todos los que no quieren que vivamos en nuestras casas las casas de mi abuela mi abuela sí estaba loca se comió todos los pájaros de la jaula una mañana encontramos los huesos y las plumas en su mesa de luz ni siquiera los había cocinado se los comió y corrió a papá con un cuchillo y dijo que yo había querido matarla estaba loca la internamos yo la visitaba ella no me reconocía pero yo volvía a visitarla callate abuela sí que te visitaba te visitaba en los cumpleaños vos dijiste que yo quería envenenarte le apoyaste un cuchillo en la garganta a papá me llamabas por el nombre del abuelo dónde lo tienen a Rodolfo por qué no viene por qué no me viene a buscar Rodolfo el abuelo muerto nosotros no podemos estar en el mismo lugar que los locos no estamos locos no podemos estar con los locos pero 98


dos ocho

En el frigorífico no había casi faena y todos los días se parecían entre sí, pero los domingos mantenían ese carácter de fiesta que habían tenido durante el reinado de los ingleses, junto con un cierto halo de conspiración. En el “día del señor” se iba a misa, se escuchaba el coro y se jugaban campeonatos de fútbol: esas tradiciones, con mayor o menor rigor, perduraban, y a sus márgenes había terminado por formarse un substituto de la política. Por ley no escrita aunque bien conocida estaba prohibida cualquier cosa que se pareciera a partidos o sindicatos, pero nadie podía oponerse a que los obreros se juntasen a los costados de las canchas o al final de los encuentros, a varios pasos de distancia de sus patrones, y que hablaran de otras 99


cosas bajo la apariencia de comentar el juego. Las tribunas y los equipos identificaban bandos que se diferenciaban por cosas muy distintas al deporte, y tanto dentro como alrededor de la cancha se resolvían otra clase de disputas. Los patrones habían fundado el club de fútbol casi junto con la fábrica, mucho antes de que el deporte se hiciera popular en el país, y si bien nunca dejaron de participar habían perdido protagonismo: sabían, en realidad, que la mejor forma de evitar conflictos era ofrecer una “zona liberada” para una actividad que, de lo contrario, buscaría canales subterráneos hasta estallarles en la cara. Cuando llegó el domingo acompañamos a nuestro anfitrión al club, donde estaban las personas que habíamos conocido en el asado de nuestra primera noche. Al reconocer, del otro lado de la cancha, los rostros que nos espiaban desde las ventanas y que se daban vuelta en las esquinas para mirarnos, nos arrepentimos de habern dejado que nos convencieran. No era seguro para nosotros mostrarnos así, provocar a quienes ya habían registrado nuestra presencia y correr el riesgo de que informasen a los milicos; en el mejor de los casos, tampoco nos resultaba fácil dar los primeros pasos para integrarnos en otro pueblo cuando no habíamos terminado (cuando nunca terminaríamos) de entender o de aceptar lo que nos había pasado en Federación. Pero fuimos, nos invitaron a jugar, y por un momento no importaron las miradas ni los comentarios, y no había futuro más allá del final del segundo tiempo ni pasado que se remontase más atrás del silbato inicial. Pero era sólo una ilusión. Al terminar el primer tiempo, un chico corrió hacia donde el equipo se reponía y dijo algo al oído 100


de nuestro anfitrión, quien nos hizo una seña para que nos acercáramos. “Muchachos, me parece que mejor nos volvemos para la casa”. Sin saludos ni mayores explicaciones nos llevó hasta la camioneta y no habló hasta que cruzamos la puerta de entrada. “Vinieron unos gendarmes a preguntar por ustedes, se van a tener que ir rápido. Les conviene agarrar mi camioneta y salir ya mismo para Colón, donde un amigo mío los va a ayudar para seguir de largo. Yo que ustedes no paro. Ahora están averiguando nomás, pero cuando vean que se fueron van a empezar a buscarlos de verdad y para esa altura va a ser mejor que metan distancia.”

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dos nueve

El pasillo que continuaba del otro lado de la puerta no parecía el mismo. Lo que suponíamos la entrada a una sala de máquinas o un pabellón de internas conducía a un corredor con las paredes descascaradas y el piso regado de escombros. No había tubos fluorescentes ni lámparas; la poca luz llegaba desde unos vidrios translúcidos que, en el techo, hubieran dejado pasar al sol si no hubieran estado tan sucios. Nadie había dicho una palabra desde que nos descolgáramos de la rejilla de ventilación, aunque varios movían los labios sin emitir sonidos como si hablaran con alguien, con todos nosotros o con ninguno. Si bien el miedo, la obscuridad y la falta de espacio nos había mantenido juntos, cuerpo contra cuerpo, ahora, ya sin 102


peligro presente del que protegernos, nos distanciábamos de a poco, de a un paso por vez, como asqueados por personas en las que no queríamos reconocernos. Alguien se dejó caer y apoyó la espalda contra la pared. Y por cansancio, pero también por no saber qué más hacer, el resto hicimos lo mismo. El zumbido de motores continuaba, desde lejos, aunque bien podía provenir de la superficie a través de las mismas aberturas desde donde llegaba la luz. Alguien dijo que tenía miedo. Fue un quejido débil, casi imposible de distinguir de los ecos de nuestras respiraciones y de aquel zumbido incesante, pero lo repitió: “Tengo miedo”. Varios imitamos el quejido, por turnos, hasta que fuimos capaces de decirlo en voz alta: “Yo también tengo miedo”. Luego la pregunta, “¿qué hacemos?”, y desde el silencio en que buscamos una respuesta comenzó a definirse un murmullo hasta entonces indistinguible del zumbido: “loco no estoy loco no estoy loco no estoy loco no estoy”. Reaccionamos: en pocos segundos rodeamos a nuestro compañero para contenerlo y así evitar que su letanía se convirtiera en un alarido que nos delatase. Cuando logramos que volviera a un movimiento sordo de los labios, nos dividimos en tres grupos: alguien se quedaría en nuestra posición, y dos parejas recorrerían los túneles en direcciones opuestas para después hacer un mapa en el que orientarnos. Si hacía miles de años habíamos pensado en vivir en túneles excavados en la arcilla bajo nuestras casas, bien podríamos ahora vivir en túneles excavados debajo del Moyano, aunque sólo luego de resolver las condiciones de nuestra seguridad y hallar la forma de ingresar provisiones. 103


Y en caso de que no hubiera cómo hacerlo, el túnel debía desembocar en algún lugar, dentro o fuera del Moyano, desde donde pudiéramos escapar hacia la nada, hacia nuestras casas cuyos escombros ya rellenaban la Costanera y hacia lo que habían sido nuestros proyectos derrumbados como nuestras casas, desperdigados, hechos polvo.

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tres cero

Como la salida del pueblo estaba custodiada por un policía, estuvimos a punto de regresar, pero hubiera sido más sospechoso, y bajamos la velocidad sin detenernos. El policía miró la camioneta dos veces, quizás sorprendido por encontrar gente nueva al volante de un vehículo que debía pasar por allí todos los días, pero no lo habrá sorprendido lo suficiente como para preocuparse. Mantuvimos la velocidad hasta que en el espejo retrovisor se perdió de vista y, ya en la ruta, aceleramos todo lo que la camioneta podía dar. En unos pocos minutos, sin decir palabra, recorrimos unos diez kilómetros hasta llegar a Colón. Abandonamos la ruta en la entrada de Balneario San José y seguimos por los caminos internos que nuestro anfitrión había 105


indicado antes de darnos las llaves de la camioneta. “La casa de mi amigo está cerca del camping municipal, en esa parte del pueblo no pasa nada; por las dudas no tomen por la entrada de la ruta, no vaya a ser que los pare un milico a pedirles documentos o algo así. Mientras ustedes van para allá yo me comunico con él; la camioneta la dejan ahí que yo después me arreglo”. Seguimos sus indicaciones hasta detenernos en la esquina de la casa de su amigo. Las afueras del pueblo eran casi ranchos entre caminos de tierra en los que algún perro suelto esquivaba los charcos de agua de la última lluvia, no muy distinto al lugar de Vieja Federación donde nos habíamos escondido. Sin haber dicho una sola palabra desde antes de subir a la camioneta, nos miramos para saber si en verdad había algo que decir. Acercamos la camioneta hasta el portón de chapas rojas que se nos había indicado e hicimos dos toques cortos de bocina. En los primeros diez minutos, el amigo nos hizo todas las preguntas que nuestro anfitrión de Liebig había evitado en dos semanas y nos ofreció la historia de su propio escape: subdelegado de un sindicato de obreros frigoríficos en Buenos Aires, la noche en que fueron a buscar al delegado también tiraron abajo la puerta de su casa y no lo encontraron de casualidad: él había ido al hospital a acompañar a su madre, internada tras una operación de cadera. Cuando regresaba, uno de los compañeros del frigorífico lo esperaba en la esquina para advertirle, y él luego debió pasar de casa en casa hasta que desde el sindicato le armaron un contacto con gente de Liebig. Estuvo en el pueblo una semana, y cuando al fin se convenció de que 106


nadie lo buscaba le prestaron esta casa en Colón. Ahora hacía el reparto de un frigorífico y algunas changas de albañilería, pero su principal preocupación era no llamar la atención de sus jefes ni de nadie que pudiera tener contacto con los milicos o la policía. Le dolía sentirse lejos, estar guardado sin poder confiar en nadie, recibir las noticias de Buenos Aires y no poder hacer nada para ayudar a los compañeros que, a diferencia de él, no habían tenido la suerte de escapar. Su historia estaba puntuada por dos golpes de yunque, dos palabras que tenían su propia entonación y un guiño cómplice: “la lucha”, y también “nuestra lucha”. Y cómo explicarle que no éramos esa clase de luchadores, que no teníamos relatos heroicos sino apenas una melancólica fantasía de pueblo, una broma de estudiantes que se nos fue de las manos, un berrinche. Cómo decirle que habíamos terminado en su misma situación pero por nada, por una causa que no le importaba a nadie y que nosotros mismos no terminábamos de entender: no pertenecíamos más que a nuestro pueblo y no defendíamos otra causa que la de las cosas como siempre las habíamos conocido, sólo eso, nada de nada comparado con las declaraciones de hermandad sindical y lealtad al movimiento que acompañaban cada referencia a “la lucha de los pueblos que buscan su hora”. Más nos hubiera valido a nosotros ser delegados, militantes, combatientes. Cuando llegó el momento de contar nuestra historia empleamos generalidades, sugerimos coincidencias, dejamos huecos suficientes como para que se construyera una red de suposiciones y malentendidos que nos hiciera víctimas de algo mucho más grande. Por la mañana necesitaríamos 107


un plan, alguna dirección en la que seguir viaje o un disfraz convincente con el cual quedarnos, pero cuando nuestro falso relato llegó a las puertas de Colón quedó en claro que a la mañana siguiente deberíamos irnos. En Liebig habíamos tenido protección, pero ni siquiera había funcionado, y por más voluntad que el buen hombre tuviera de ayudarnos no había forma de que otro fugitivo pudiera brindarnos un refugio mejor. El resto de la noche se fue en preparativos: tomaríamos prestado el bote de un vecino para salir antes del amanecer, nos dejaríamos llevar río abajo, tendríamos un equipo de pesca por si nos hacían preguntas los de Prefectura, haríamos noche en el mismo bote y apenas tuviésemos la oportunidad nos acercaríamos a las playas del Uruguay, cerca de Paysandú o de Fray Bentos. Y si bien aquello no era para nada seguro, no valíamos tanto la pena como para que los milicos fueran a buscarnos más allá.

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tres uno

Cuando volvieron las dos parejas que habían salido a explorar, dibujamos en el suelo, con un trozo de ladrillo, un mapa en el que volcamos la información recogida. Como suponíamos, los túneles comunicaban los pabellones del hospital; un pasillo más angosto y obscuro llevaba hasta otra red más pequeña, y al parecer más antigua, que debía pertenecer al Hospital Borda, del otro lado de la calle Brandsen. Desde allí, una hendija de ventilación no muy distinta a aquella por la que habíamos entrado parecía conducir a la red cloacal por la que de alguna forma podríamos ganar la calle. Los pasillos concluían en puertas cerradas con llave que debían llevar a la superficie, y algunos, inundados por la rotura de caños, habían 109


terminado por llenarse de agua estancada o algo peor. Había, cada tanto, depósitos abandonados con camillas en desuso, sábanas enmohecidas y mordidas por las ratas, chalecos de fuerza, frascos de vidrio. Dejamos sin explorar un pasillo que apestaba a formol, un olor que irritaba los ojos y ardía en las gargantas hasta provocar asfixia. En ningún lado hallamos algo que comer, y si bien habíamos perdido la noción del paso del tiempo, no necesitábamos relojes para comprender que teníamos hambre. Cuando Mario nos abandonó, las provisiones estaban a punto de terminarse, y al escapar habíamos dejado atrás lo poco que nos quedaba. En uno de los pasillos, desde un conducto de ventilación, escuchamos golpes y ruidos metálicos, y minutos después sentimos el olor a comida desde lo que no podía ser más que la cocina del hospital. En otro momento nos hubiera dado náuseas el sólo pensar en comida de hospital, preparada con desprecio por empleados mal pagos para gente que no tenía otra opción, pero algunos de nosotros se dedicaron a buscar en vano alguna manera de arrastrarse por entre los tubos para robar aunque más no fuera un poco de pan. Todo a nuestro alrededor se volvía más obscuro: anochecía. Las paredes revestidas de azulejos y el piso de baldosas hacían el lugar tan frío como los angostos túneles de arcilla, a lo que se sumaban el hambre que comenzaba a debilitarnos y los harapos que llevábamos por ropas. Caminar en círculos y frotarse las manos para entrar en calor no parecía funcionar. Usamos las débiles baterías que le quedaban a nuestra única linterna para buscar entre aquellos depósitos alguna sábana o frazada para abrigarnos. Y en medio de la 110


búsqueda escuchamos a lo lejos el ruido de una cerradura, una puerta que se abría y luego se cerraba, pasos, y el eco de esos pasos cada vez más cerca. Junto a la puerta de aquel depósito en el que habíamos revuelto telas podridas, nos aplastamos contra la pared y contuvimos la respiración. Los pasos eran cada vez más cercanos y una voz de mujer murmuraba palabras sueltas, algo que no era ni un monólogo ni un diálogo ni una canción ni quejidos de dolor pero sonaba como todas esas cosas a la vez, palabras incoherentes, algunas quizás en otro idioma. Siguió de largo frente a la puerta del depósito en el que nos preparábamos, por si era necesario, para saltarle encima. Mientras la voz se alejaba, uno de los nuestros quiso ver a quién pertenecía y, cuando nuestro compañero asomó la cabeza, aquella mujer se dio vuelta para dedicarle una sonrisa vacía y desdentada antes de seguir camino. La primera cara que alguno de nosotros pudo ver en mucho tiempo era poco más que una calavera recubierta de arrugas, una excusa para los ojos enterrados y encendidos, la expresión ausente, el cuerpo desprendido de toda energía y de toda fe. Una interna recorrería estos pasillos subterráneos sólo si supiera que conducían hacia alguna parte, en especial si para acceder a ellos había debido ocultarse de las enfermeras y forzar alguna puerta. Salimos del depósito, seguimos sus pasos.

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tres dos

Ya habíamos pasado por todo aquello: nuestro plan para abandonar Colón era casi idéntico al que improvisáramos para escapar de Vieja Federación, sólo que aquella vez no contábamos con ayuda. Y la ayuda hace todo más difícil. Al momento de partir nos sentimos culpables por dejar atrás a alguien que podía necesitar esa salida tanto o más que nosotros, responsables por el bote que nos había ofrecido sin preguntar cuándo o cómo lo devolveríamos, demorados por una carga de gratitud que nos ataba a despedidas y miradas por sobre los hombros. En los años que pasaron entre la decisión de construir la represa y el traslado a Nueva Federación, muchos se habían ido del pueblo: a pueblos cercanos, a otras provincias, 112


a Buenos Aires, a otros países. Sus partidas, a medida que se acercaba la fecha, se convertían en tabú. Pretendíamos no ver las ventas de muebles, las cenas de despedida, las camionetas de mudanza, las miradas lentas que anticipaban la nostalgia, las demoras y por fin las prisas al partir. Si una familia se mudaba con perro y todo, ayudábamos a cargar los muebles en el flete como si fueran a irse a la vuelta de la esquina, como si recién nos diéramos cuenta de lo que pasaba cuando arrancaban y entonces sí cuídense mucho y llamen cuando lleguen y nos vemos el próximo verano y no se olviden de nosotros cuando nos tape el agua. Si alguien se tomaba un micro era casi imposible hacerse el distraído: los expresos pasaban por nuestra precaria estación a horarios ridículos, y nadie estaría parado allí en ese momento si no era para irse, y nadie llevaría tanto equipaje si no se fuera por mucho tiempo. Por suerte los micros se detenían apenas lo suficiente para que el acompañante cargara los bultos y revisara los pasajes, con lo que las despedidas duraban apenas segundos. Lo que más dificultaba nuestra partida de Colón era sentir que no escapábamos de algo inmediato, y que nuestro destino era al menos incierto. Lo primero que nos dijimos al subir al bote fue que ninguno de los dos quería irse al Uruguay, una idea que no nos resultaba factible ni siquiera en el momento en que debimos aceptarla como la mejor posible. Suficientes problemas teníamos ya como para sumar el de estar indocumentados en otra dictadura. Nos turnamos al remo hasta dejar atrás las pretenciosas barrancas de un parque a la francesa que marcaba el otro extremo del pueblo. 113


Cuando dejamos atrás la boca del arroyo Colón, ya había amanecido. Levantamos los remos y nos recostamos a descansar. Dejamos que la corriente arrastrara el bote, hamacado cada tanto por las olas que provocaba algún barco cargado de maderas. Las nubes pasaban de largo, casi tan lentas como los árboles que quedaban detrás. El sol secó nuestras ropas mojadas de transpiración, subió hasta matar todas las sombras, cayó para que volvieran a estirarse. El puente de Colón, que cubría el cielo por sobre nosotros, también pasó. Las nubes comenzaron a sangrar, y tras ellas todo se obscurecía. Ya de noche, el bote encalló en un banco de arena. Y ni siquiera entonces pudimos volver a hablar.

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tres tres

Seguimos a la mujer, sin escondernos ni apagar el ruido de nuestros pasos: frente a las mismas paredes que nosotros, por entre los mismos charcos de aguas servidas, ella dedicaba sonrisas diáfanas a cosas o personas que estaban en otra parte, lejos de nosotros, lejos del Hospital y hasta de ella misma. Cada tanto se detenía para buscar algo en sus bolsillos, algo que nunca encontraba y que la hacía girar la cabeza en todas direcciones, protestar con quejidos que eran casi gritos, retorcer las manos como si quisiera arrancárselas hasta que, sin transiciones, su desesperación era reemplazada por una sonrisa sin memoria alguna del sufrimiento. Sea donde fuere que ella creyese estar, sabía muy bien hacia dónde iba. Mientras se tapaba la 115


nariz con los jirones de la manga de su bata, se aventuró por pasillos que habíamos evitado a causa del olor a formol. Aquella zona era más cuidada y quizás más antigua. A los costados, puertas de madera dejaban entrever laboratorios y depósitos repletos de decenas, cientos de grandes recipientes de vidrio llenos de un líquido turbio en el que flotaban objetos indistinguibles, deformados por la refracción del vidrio y la escasa luz artificial. La mujer avanzó a lo largo del pasillo sin detenerse ante ninguna de las puertas hasta llegar a una más grande, de madera tallada y manijas de bronce. Empujó hasta abrirla, fue tragada por la obscuridad que había del otro lado y pronto se oyó el ruido de un interruptor de luz. Se detuvo en el centro de la habitación, junto a una mesa alta de mármol. A su alrededor, un círculo de asientos de la misma madera de la puerta que no tenía más de dos metros de diámetro formaba el escalón más bajo de una serie de gradas. El respaldo de cada nivel servía como pupitre para los niveles superiores. Ingresamos para ver, detrás de nosotros, por sobre la puerta, una serie de láminas antiguas que mostraban cortes del cerebro, la columna vertebral, los nervios que se abrían como raíces de una planta arrancada de la tierra. Comprendimos que la mesa era en realidad una camilla, y que el olor de los pasillos provenía de los frascos en los que se pudrían restos humanos. Nos dejamos caer, agobiados, en los bancos. La mujer, aún de pie en el centro del aula, nos miró a los ojos y comenzó a hablar.

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tres cuatro

La marea alta nos levantó del banco de arena en el que habíamos encallado. Al despertar no había en la costa más referencias que arena y árboles, alguna playa igual a otras playas, con las mismas plantas y los mismos árboles y los mismos pájaros: podíamos estar en cualquier parte, y en realidad no importaba porque antes de terminar de hacernos la pregunta la corriente nos habría llevado río abajo hacia el sur y el paisaje sería otro, igual de incierto e indistinguible. Si nuestro plan era perdernos ya lo habíamos logrado. En algún momento de la mañana nos alcanzaron dos personas en un bote a motor. Se acercaron a saludar, engañados por las líneas sin carnada que nosotros arrastrábamos para aparentar que, como 117


ellos, éramos pescadores. Hicieron algunas preguntas sobre el pique y las tablas de mareas, a las que respondimos con alguna queja que pretendía imitar la falsa modestia; después una pregunta llevó a la otra y cada mentira a la siguiente hasta que, pescadores expertos en un día sin suerte que ya no daba para más, enganchamos los botes y nos remolcaron hasta la orilla para compartir unas cervezas que ellos tenían en una heladerita de tergopol. El intercambio de supuestas hazañas de pesca, parajes escondidos de pique infalible, especies poco conocidas y las mejores formas de cocinarlas se extendió durante toda la primer botella de cerveza y la mitad de la segunda, cuando ellos empezaron a quejarse de lo mala que se había vuelto la pesca desde que habían empezado las obras de la represa y de cómo, de ahora en más, iba a ser todavía peor. Nos miramos, tentados de morder la carnada de la confesión, pero nos limitamos a asentir y a completar alguna de las frases que ellos dejaban en el aire. El día anterior habíamos comido los sándwiches que nuestro anfitrión, al despedirnos, había puesto en nuestro bolso. Teníamos hambre y la cerveza siempre dispone a hablar de más. Si no cambiábamos de tema o, mejor aún, si no encontrábamos alguna manera de seguir viaje, las cosas se nos pondrían más difíciles: quién sabe quién, aunque sea en la orilla de un río cualquiera, puede ser o no ser alguna clase de informante. En todo caso, nuestras tibias respuestas bastaron para que ellos no insistieran con el tema, y para cuando abrieron la tercera botella la conversación ya derivaba hacia matrimonios, solterías, separaciones y casamientos en Paraguay, y de ahí otra vez a la mala suerte de una salida de pesca sin ningún 118


resultado para ninguno de los dos botes. Después, el silencio sólo se interrumpía por el paso de los barcos areneros, el canto de algún pájaro al sol del mediodía, el zumbido de los moscardones, el murmullo del viento entre las hojas, los sonidos de un mundo apagado, lejano, mullido. Cuando uno de nosotros despertó al otro a los sacudones la noche estaba por caer. Ya no estaban los otros dos falsos pescadores, ni nuestro bote, ni los borceguíes que habíamos llevado puestos ni los morrales que habíamos usado como almohadas. No nos quedaba más que la ropa puesta, y nuestros gritos no escandalizaron nada en el paisaje quieto del atardecer sobre el río, ni siquiera cuando los dos caímos en la cuenta de que, con nuestros bolsos, nos habían robado la última copia del mapa de la memoria de la Vieja Federación que nuestra huida había intentado salvar.

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tres cinco

¿Qué miran? ¿Qué ven? No soy mujer, no soy madre, no soy nada. Todo me sacaron: la ropa, los zapatos, mi casa, mi familia. Me golpearon hasta que dejé de sentir. Me ataron los brazos hasta que dejé de moverme. Me dieron pastillas hasta que dejé de hablar. Me arrancaron todo, todo. ¿Y qué quedó? ¿Qué ven ustedes? ¿Qué miran? Los restos quedaron. Miren, doctores, ustedes que estudian cerebros podridos, miren mi brazo cómo tiembla, miren mi mano. Miren, doctores, mírenme en la camilla. Yo ya estoy lista. Miren mis piernas, miren cómo me saco la ropa y debajo no hay nada. Miren este puño arrugado, este trapo reseco por donde me arrancaron lo que me arrancaron de ahí, y ahí adentro no me dejaron nada. Soy lo que queda 120


cuando se fueron todos. Dejala, no ves que está loca, no ves que no sabe lo que dice, no ves que le habla a las paredes pero no son las paredes, no es el aire, es lo que ustedes me sacaron. Si pudieran verlo, es tan hermoso que volverían a sacármelo, con más golpes y más pastillas y más encierros y hasta con el disparo en la cabeza que no se atrevieron a dar. Si vieran cómo me saludan, me hablan, me dicen que vaya con ellos. A veces hablan de cosas feas, me cuentan cómo se los llevaron y lo que les hicieron, pero donde están ahora no tienen más odio ni dolor, son hermosos y están en paz, y cuando estoy con ellos a mí tampoco me duele. Sáquenla de acá que ésta ya no habla, no ven que más le damos y más se ríe, pero yo no sentía ni los golpes ni la asfixia ni la electricidad, ni siquiera mis propios gritos. Las voces de ellos cada vez más fuertes. Ésta ya no se quiebra, ya está quebrada, y todo el tiempo hablaban de las cosas que les habían hecho y también de las que me hacían a mí, que por más que mi cuerpo se retorciera ya no sentía. Lloraba y gritaba pero al mismo tiempo me reía porque yo igual estaba con ellos, si los vieran, tan hermosos. Me ataron los tobillos y las muñecas a los bordes de una cama, me llevaron a una habitación sin ventanas, me clavaron una sonda en el brazo, me hicieron tragar pastillas a la fuerza. ¿Saben lo que se siente? ¿Lo aprenden acá, eso? ¿Les dicen que es como tener la vida anestesiada? ¿Les dicen qué parte de los cerebros podridos hace que el dolor siga pero ya no importe, que los recuerdos lastimen igual pero den lo mismo? ¿Saben ustedes, doctores, lo que es sentir que los recuerdos se borran de a poco, la impotencia de que ya no estén? Con las pastillas dejé de verlos, y esa falta 121


me dolía pero no podía hacer que me importara. Podía estar con ellos sólo cuando los enfermeros se demoraban con los remedios, sólo por un rato, y ni siquiera entonces reaccionaba. Un día nadie reemplazó a un enfermero ausente en la ronda de medicamentos de la tarde, y entre los alaridos que salieron del pabellón, en esa noche, en esa misma noche, volví a ver y a sentir. A la mañana siguiente tenía suficiente voluntad para retener las pastillas a un costado de la boca y escupirlas cuando cerraban la puerta. Tardé varios días en despertar, cada día más difícil que el anterior. Volvieron ellos, y con ellos el dolor de ellos, el dolor de mí, y el de todo lo que me sacaron. ¿Y qué quedó? ¿Qué ven ustedes? ¿Preferirían verme en formol? ¿Me entenderían más así? Acompáñenme, vengan: todas las noches salgo del pabellón y voy por estos pasillos. Ni se preocupan en vigilar: con las pastillas todas son más dóciles que si estuvieran atadas, y acá lo único que importa es que las locas estén del lado de adentro. Por las noches recorro el hospital, y duermo de día para que me crean dopada. No tengan miedo, por estos túneles no camina nadie más que nosotros y las ratas. Al principio los buscaba a ellos, sus voces, pero cuando descubrí la entrada a estos pasillos, cuando los descubrí a ustedes, comprendí. Ustedes son los que mandan. Tengan cuidado con el piso lleno de agua, aquí es fácil resbalar. Dejala que está quebrada, no ves que está loca. Pero entiendo, yo entiendo, ahora entiendo todo, y miren, miren esta puerta, miren ese túnel, sientan el aire: ese aire viene de afuera.

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tres seis

Ya no quedaban fracasos por delante: la única forma empeorar las cosas era quedarnos dormidos al costado del río y dejar que nos cubriese la marea. Uno de nosotros vomitó, quizás por el alcohol, quizás por el miedo. Cuando nos cansamos de gritar, de acusarnos mutuamente y de golpearnos el uno al otro, cuando nos hicimos a la idea de que ninguna culpa nos redimiría, cuando nos resignamos a que ningún milagro podría rescatarnos, dejamos de pensar por un minuto en lo perdido para preguntarnos cómo salir de allí. Con la caída del sol nos rodeaba una nube de mosquitos y no teníamos siquiera un fósforo para encender una fogata con la que espantarlos y, con un poco de suerte, llamar la atención de algún 123


bote. Cada uno por su lado, buscamos algún espacio mullido donde pasar la noche. No era una noche fresca, pero entre el hambre y la ropa que mojamos en la pelea temblábamos de frío. Si hasta la noche anterior el escape no tenía sentido, ahora, perdido hasta el secreto que se suponía debíamos proteger, las cosas habían llegado demasiado lejos. Al huir, también, habíamos perdido contacto con Federación, por lo que no sabíamos de nada ni de nadie: no veíamos más que lo que el miedo quería mostrarnos. Pero había algo más fuerte incluso que esa ceguera: por sobre cualquier situación, por sobre cualquier problema al que nos lleve una mala decisión o el desconocimiento, están las necesidades. Si no hacíamos algo, la mañana encontraría nuestros cuerpos congelados bajo dos árboles distantes. Primero nos acercamos para compartir el escaso calor de nuestros cuerpos: luego, ya en control de manos y piernas, comenzamos a caminar por la costa. Tropezábamos cada dos pasos, pero las mismas caídas nos hacían entrar en calor y nos daban en qué ocupar la mente. En algún momento, quizás esa misma noche, quizás ya de día, llegaríamos a algún lugar: un alambrado, las afueras de algún pueblo, un camino, un embarcadero, cualquier punto desde el cual proyectar nuestro paso siguiente. La claridad nos alcanzó en un lugar prácticamente idéntico, por lo que no había forma de saber cuánto habíamos avanzado o retrocedido durante la noche. Por el centro del canal pasaron algunos botes de pescadores, desde donde nos hicieron gestos de saludo a los que no respondimos. Ya de mañana, con las ropas secas y el cuerpo pesado por 124


la fatiga y el hambre, nos sentamos a descansar. Un viejo bote con motor fuera de borda se nos acercó para ofrecer el pescado y las frutas que llevaba bajo una lona. Dijimos que no, pero al ver nuestra ropa desgarrada, los moretones y el barro que nos cubría aquel vendedor preguntó qué nos había pasado, si necesitábamos algo, en qué podía ayudar. Dudamos unos segundos, pero terminamos por decir que nos habían robado el bote y las provisiones. “No son los primeros a los que les pasa, suban que los llevo hasta el destacamento para que hagan la denuncia”. No, amigo, gracias, no queremos hacer ninguna denuncia, usted sabe, después es más problema para nosotros y los tipos estos ya deben estar lejos, no se moleste… lo único que necesitamos es que nos presten un teléfono para llamar a un amigo en Colón que nos va a sacar del apuro. “Bueno, como quieran, pero al menos vengan que los llevo hasta el pueblo más cercano, acá en medio de la nada no se van a quedar. Suban, yo conozco gente que puede darles una mano. Olvídense de la policía, suban, vengan, coman algo.”

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tres siete

Basura, agua estancada, un pantano de grasa y orines y desechos, ratas vivas y muertas y podridas, los pies sobre nuestro propio vómito, los chillidos de las ratas y nuestros gritos, las pisadas de las ratas, nuestras caídas, el brillo en los ojos de las ratas, sus hocicos palpitantes, el goteo de podredumbre desde los desagües que alimentaban el caño maestro, y la voz de la mujer desde los pasillos del Moyano quedaba detrás, cada vez más lejos. Entramos al túnel que ella señalaba sin decir una palabra ni tomar precauciones, sin equipos ni alimentos, y con la esperanza de que tras recorrer algunos metros, algún pasillo desembocara en el Parque España o en Constitución, pero en lugar de eso terminamos en lo que no podía ser otra cosa que las cloacas del hospital. 126


Íbamos pegados a la pared, las manos como guía para no apartarnos hacia el centro de un túnel que no había forma de medir o adivinar. La salida desde el Moyano era a través de un pasillo angosto con piso de tierra por el que debimos caminar agachados, pero ahora avanzábamos por un túnel amplio con paredes de material. ¿Cómo sabía la mujer que estas cloacas daban al exterior? ¿Habríamos caído en una trampa? Debía haber maneras más fáciles de escapar, o al menos eso indicaban las películas en las que prisioneros de guerra aprovechaban puertas mal vigiladas, guardias dormidos, alambres de púa cortados o camiones cargados en los que esconderse: nuestras otras vidas, en las que había casas que proteger, habían tenido lugar cerca del Moyano y del Borda y de las leyendas en las que cualquier persona de mal aspecto que entrara a los negocios de Barracas con alguna pregunta insólita era de seguro un prófugo de alguno de los dos hospitales psiquiátricos. Ninguna de esas historias le había pasado a la persona que las contaba, siempre se trataba de un pariente o de un vecino que quedaba sin nombre, y en ninguna de esas historias los locos se perdían en la obscuridad: ninguna de esas historias incluía caminar hundidos en la mierda hasta las rodillas. En un momento nos detuvimos a preguntarnos cómo seguir. Sólo sabíamos que las cloacas, tarde o temprano, debían desembocar en alguna parte. Nuestra única esperanza era que la loca supiera de alguna salida cercana que nos llevara a la superficie, o a la misma desembocadura en el Río de la Plata o en el Riachuelo. Para saber qué dimensiones tenía el caño formamos una cadena tomados de las manos e intentamos tocar paredes: 127


dos personas con los brazos extendidos abarcaban todo el ancho, y ya volvíamos a avanzar cuando se nos ocurrió que sobre alguna de las paredes bien podía haber una bifurcación o algún túnel secundario, como aquel por el que habíamos entrado. Entonces nos dividimos para recorrer a un mismo tiempo las dos paredes, y así avanzamos.

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tres ocho

El pueblo quedaba a una media hora de navegación, pero antes de llegar estaba la mayoría de los clientes: muelles perdidos, playas de arena desde las que alguien hacía señas, botes que nos esperaban cerca de la costa, chicos que saludaban trepados a un árbol, una parada en la que ayudamos a cargar las provisiones hasta la casa de un matrimonio de viejos. Aunque casi nadie tenía crédito en la libreta, todos pedían fiado. En el camino nos enteramos de que el dueño del bote, que vivía en el Delta, remontaba el río todas las semanas en una lancha colectiva reacondicionada, que en ese momento estaba en reparaciones. Al parecer a lo largo de la costa entrerriana había más clientes, aunque se le escapó un comentario sobre alguien que lo 129


esperaba río arriba y alguien, río abajo, a quien no quería ver. El bote en el que estábamos era préstamo de un amigo, y cuando nos dejara en el pueblo y se asegurara de que pudiéramos llamar a Colón por ayuda iría a devolverlo para regresar esa misma noche al Tigre en su lancha colectiva. Mientras llegábamos al pueblo nos contaba de las ventajas de vivir en las islas y trabajar en otra parte, de la competencia que hay entre las otras lanchas que reparten en los canales, de las peleas que se ahorraba por no acercarse demasiado a quienes se repartían el poco negocio que dejaba el Delta. Encadenaba las historias con facilidad, pero en su conversación despreocupada había algo de la misma afectación con la que nosotros lo escuchábamos: ocultaba algo. Pasado el mediodía vimos las primeras casas del pueblo y nos acercamos al muelle de hormigón. Entre botes de pescadores y lanchas de fin de semana destacaba un barco de Prefectura con el motor encendido. Al hombre la sonrisa se le suspendió por un momento, y junto con ella se le cayeron las defensas: “La puta madre, se supone que se habían ido”. Preguntamos si pasaba algo y dijo que nada serio, que seguiríamos derecho a la casa del amigo porque en el muelle lo esperaba un conocido para reclamarle un dinero que él no tenía. “De ahí vemos cómo hacen para llamar a su gente en Colón, o si prefieren los dejo del otro lado del pueblo”. Dijimos que no se molestara, y que si le venía mejor y no era problema iríamos nomás a lo de su amigo. Por el centro del río, y sentado de espaldas al puerto, él se preocupaba por tapar con una lona los pocos cajones cerrados que ahora había en el bote. Sin mirar por sobre su hombro, nos preguntaba 130


todo el tiempo si veíamos a alguien parado en el muelle, si se movía alguno de los botes, si notábamos algo raro, y recién cuando el pueblo había quedado atrás giró para ver: del bolso que tenía entre los pies, sacó un par de binoculares con los que estudió el río. “Ya está, tenía miedo de que mi compadre se subiera a una lancha para correrme: hace rato que me reclama esa deuda y es hombre de insistir, si se da cuenta de que pasé de largo es capaz de seguirnos y todo”. Asentimos en silencio y continuamos en dirección a la casa de su amigo, si es que había un amigo, para buscar su lancha, si es que había alguna lancha en realidad.

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tres nueve

El avance nos conducía a la desembocadura de la cloaca, y cada nuevo caño que empalmaba con el que nosotros recorríamos hacía el caudal de agua y desechos más profundo, más fuerte y peligroso. Con el fondo cubierto por un barro indescifrable en el que afirmarse era imposible, no pasó mucho antes de que abandonáramos la idea de sostenernos de las manos. En la obscuridad, ahora gritábamos por sobre el ruido del agua para ubicarnos, aunque tampoco queríamos estar demasiado cerca para no patearnos entre nosotros. La corriente nos arrastró, perdimos pie y apenas si podíamos luchar por mantenernos a flote. La única referencia que nos quedaba de la velocidad a la que nos movíamos eran los caños que aportaban 132


al flujo de la cloaca, lejanas cataratas que se acercaban y pronto quedaban atrás. Cada tanto algún desnivel, una caída más pronunciada, la unión entre dos caños maestros que producía remolinos de los que nos arrancaba la misma velocidad de la corriente. Nuestras piernas aún rozaban formas viscosas en el fondo, y se enredaban en lo que podían ser plantas, si es que alguna planta podía crecer allí. Más tarde, el líquido en el que flotábamos comenzó a hacerse más ligero y parecía arrastrar, junto con nosotros, basura levantada del fondo: en la calle, quién sabe cuántos metros arriba, debía llover demasiado fuerte; por los desagües bajaba agua suficiente como para provocar a nuestro alrededor el equivalente a una sudestada. Cuando la expedición a los túneles era todavía un susurro en las esquinas, Graciela nos había dicho que en ciertos puntos de la ciudad había gigantescos pozos en algún momento utilizados como depósitos de agua, basureros o pozos ciegos, y que algunos de ellos habían terminado en desuso mientras otros se habían asimilado a la red de cloacas de la ciudad. Otra posible explicación para la velocidad del agua era la pendiente: no nos arrastraba un flujo de agua y desechos sino que, por acción de la gravedad, caíamos hacia algún podridero subterráneo. A punto de desmayarnos por la debilidad, el hambre y la náusea, los ecos cerrados de la cloaca comenzaron a ceder, y el aire se hizo un poco más respirable. Alguien gritó que nos juntáramos, que aguantáramos el último tirón: estábamos por salir a alguna parte. Pateamos y braceamos hasta reunirnos otra vez en el centro del canal. Estábamos todos. El cielo se abría sobre nosotros a una noche cerrada. Llovía. A nuestras espaldas, la boca de salida 133


de la cloaca escupía al Río de la Plata la mierda de toda la ciudad. A la distancia, desde la costa cubierta de escombros, podíamos adivinar las luces de las casas. Como pudimos nos acercamos a la orilla: en el agua del río, apenas más limpia que el caño del que habíamos llegado, nos lavamos la cara y el pelo, la ropa, el cuerpo. En el agua del río, apenas más limpia que el caño que nos expulsó, terminamos de vaciar nuestros estómagos y sólo entonces pudimos darnos el lujo de caer rendidos.

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cuatro cero

Contra lo que creíamos había un amigo, y una casa del amigo, y una lancha lista para salir hacia el Tigre. Pero al acercarnos a la costa, el hombre nos pidió que sacáramos el bote del agua mientras él se adelantaba para preguntarle algo a su amigo, y cuando fuimos hacia la casa estaban en medio de una discusión que, de no haberse interrumpido por nuestra llegada, hubiera terminado a los golpes. “Disculpen la recepción, es que a mí nadie me avisó que venían visitas”, dijo el dueño de casa, a lo que el dueño del bote replicó “Y a mí nadie me avisó que en el pueblo me iban a estar esperando, tampoco”. Aclaramos que no queríamos molestar: si nuestra presencia era una complicación nos iríamos de inmediato. “De ninguna manera, esto no es gran cosa, 135


y no los vamos a dejar en la estacada. Siéntense, que en un rato está la cena.” El comedor de la casa estaba repleto de cajas de cartón cerradas con hilo sisal. “Después de la cena me ayudan a cargar la lancha, si no es molestia, y podemos llamar al amigo de ustedes en Colón”. Desde la cocina, el dueño de casa dijo que desde la última tormenta estaba sin teléfono y que a la radio se le había quemado un fusible esa misma tarde. Mientras ellos dos, en la cocina, volvían a discutir, nosotros nos preguntamos cuánto de cierto habría en todo eso, qué habría en las cajas de cartón, cómo terminaría todo. En un rincón, apoyada sobre una silla, una escopeta de caza no nos daba ninguna tranquilidad, aunque para quien vive en el campo un arma es más una necesidad que una causa de sospecha. La comida llegó antes de que pudiéramos pensar en una forma elegante de retirarnos. Mientras empezaban a servir los platos ellos sonrieron a nuestras miradas de preocupación. “Estuvimos hablando en la cocina, y hay algunas cosas que les tenemos que explicar, o mejor dicho, que nos van a tener que creer. Ustedes tienen alguna historia que no nos cuentan, y nos parece bien, pero está claro que por eso no querían bajar en el pueblo. Bueno, nosotros también tenemos una historia que no les vamos a contar, pero igual sepan que con nosotros pueden estar seguros. Si quieren llamar a ese amigo que dicen que tienen en Colón, vemos cómo hacemos para que lo hagan mañana por la mañana. Si quieren seguir viaje conmigo, un par de personas más en la lancha no me vendrían mal. Comamos, después lo piensan y me dicen”. Comimos, hablamos; después cargamos las cajas y seguimos viaje. 136


cuatro uno

Un despertar de brillo en los ojos y ardor en todo el cuerpo: habíamos olvidado la sensación del sol en la piel. Estábamos acostados a unos metros de la orilla, contra la estructura de hormigón de la salida de las cloacas. Más allá, una barranca de barro y escombros trepaba unos metros hasta lo que parecía un descampado. Lejos, al sur, los perfiles de los edificios del Centro. Al regresar al país en el que nacieron, sin importar cuánto tiempo hayan pasado fuera de él o qué edad tuvieran al momento de abandonarlo, todos los inmigrantes recuperan el idioma de sus padres, como si volvieran de un largo sueño en el que hablaban una lengua desconocida entre personas extrañas. Por primera vez en muchos días, tantos que 137


habíamos perdido la cuenta, respiramos el aire de la mañana sin techos ni paredes, sin luces artificiales insuficientes, sin el eco insistente de nuestros pasos y hasta de nuestra respiración, y recuperamos la mirada de los días en los que ninguna de las cosas que nos arrastraron hasta esa orilla estaba en nuestros horizontes. Pero esa mirada sobrevivió apenas hasta vernos los rostros, las ropas, lo que quedaba de nuestros cuerpos estropeados. No hizo falta discutir el plan de acción. Si era verdad que los milicos nos habían seguido hasta los túneles, era casi imposible que nos siguieran el rastro a través del Moyano y las cloacas hasta allí, pero en todo caso ya no había adónde volver: sin esperanzas acerca de lo que hubiera delante, sabíamos que detrás ya no quedaba nada. Empezamos a caminar en dirección opuesta a la ciudad, algunos sobre el barro arenoso, otros hundidos hasta las rodillas en el agua, todos con la mirada baja, como si necesitáramos comprobar que había suelo bajo nuestros pies.

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cuatro dos

“De acá al Tigre habrá unas siete horas, ocho a lo más, pero tengo que hacer algunas paradas en el medio así que vamos a llegar recién a la nochecita. Cuando decidan, avísenme si quieren seguir hasta allá o se bajan en el camino”. En la lancha no había espacio para conversaciones en privado, pero tampoco estábamos dispuestos a improvisar una respuesta que no teníamos. Lo único que nos mantenía en movimiento era la necesidad de escapar, y no alcanzaba: necesitábamos algo más que escondernos de fantasmas, que huir de algo que podía o no haber quedado en Federación. En algún momento debíamos intentar comunicarnos con alguno de los que habían quedado en la ciudad para saber cómo estaban ellos, a quiénes 139


habían agarrado, si había cambiado algo, si nos habían perdido el rastro, si nos perseguían, si escapábamos de un peligro real. En algún momento debíamos llegar a algún lado, detenernos, vivir. Pero no había forma de comunicarse, o al menos no la había desde el medio del río. Y no nos perseguía cualquiera sino los milicos: el peligro no eran las cuatro o cinco personas que hubiesen podido seguir nuestros pasos en Federación o los gendarmes del destacamento de Prefectura que nos conocían las caras, sino cualquier uniforme, cualquier vehículo pintado de verde, cualquier persona que colaborase con ellos, que les temiera lo suficiente, que les debiera algún favor. Todos: la policía y los hospitales y los encargados de los puertos y los vigilantes de las calles y los guardianes de las cárceles y los encargados de los negocios y los directores de las escuelas, los ojos de cada una de las personas con las que nos cruzábamos eran ojos militares, estaban en la piel del río que surcaba nuestro bote, en el aire que agitaba nuestra respiración, en las orillas que contenían nuestro viaje y en el suelo que en algún momento nos recibiría. Imposible escapar. En una punta de la lancha, entre susurros, buscamos opciones seguras sin encontrar más que riesgos. Las únicas calles que conocíamos estaban sumergidas en el embalse de la represa, y las personas con las que nos habíamos encontrado no podían ofrecernos más seguridad de la que ellos mismos tenían, un paraguas demasiado chico que no nos cubría y los dejaba expuestos. De las personas con las que pudiéramos encontrarnos no teníamos más que temores: entre gente conocida nos podríamos esconder mejor, pero habría 140


más oportunidades de que alguien nos delatara; en un lugar nuevo seríamos anónimos, pero más visibles. De entre todos los riesgos elegimos el que teníamos adelante: en Buenos Aires estaríamos más cerca de los milicos pero no de ojos que pudieran identificarnos; rostros entre miles, no escondidos pero invisibles, indistintos, anónimos. “Bueno: yo tengo que parar en el Mercado de Frutos para ver a una gente antes de ir a mi casa. Pueden bajar ahí: en Tigre hay varios lugares para quedarse, o si no a unas cuadras está la estación de tren”.

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cuatro tres

estar en la escuela, a esta hora de la mañana, puede ser miércoles, los miércoles ella tiene clase de geografía y después historia y después matemáticas, no, física y después biología, matemáticas los jueves, entre inglés y lengua, pero ahora los Pirineos y los Alpes y los Apeninos y los Urales, el delta del Rin, la polderización, después historia, Napoleón conquistó España y puso a su hermano como rey, le decían Pepe Botella, la isla de Elba, después física, movimiento rectilíneo uniforme, siempre le cuestan las ecuaciones, no entiende para qué hacen falta tantos números y qué hacen esas letras en el medio de las cuentas, y a la salida pasa por la casa de la abuela, si es miércoles que tiene geografía, historia, física y biología después almuerza con 142


la abuela, y después se va al club a la práctica de natación, la abuela la acompaña hasta la esquina y se queda a esperarla en el negocio que atiende su comadre, después vuelven juntas por Hornos pero ahora no pueden porque en Hornos están las obras de la autopista y tienen que encontrar una calle por la que pasar al otro lado, cruzar y volver por Montes de Oca, la comadre no sabe si va a tener que cerrar el negocio, con la obra perdió todos los clientes que viven del otro lado, ya nadie quiere cruzar por entre las máquinas, el ruido, los escombros, las trincheras en las que terminan de construir nuestras ruinas mientras nosotros comer, necesito comer, tengo frío, quiero comer, tengo que comer, no quiero pensar más en comida, no pensar en comer, distraerme, comer, nos salvamos de, tengo frío, comer, nos salvamos pero comer,

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cuatro cuatro

El viaje se fue en silencios y en conversaciones que, con tantos temas por esquivar, no eran muy distintas al silencio. Al acercarnos al Tigre el río se convertía primero en una red de canales entre bancos de arena y luego callejones de agua entre las islas del Delta. Paramos en varias de ellas y ayudamos a cargar y descargar cajones demasiado pesados como para estar llenos de fruta o productos regionales. Después del mediodía el hombre guió la lancha hacia un canal tan estrecho que tuvimos que apartar algunas ramas de árboles para pasar. Al fondo un muelle vacío, rodeado de maleza, que creímos abandonado, pero al acercarnos las maderas no estaban tan podridas como se veían de lejos, y entre 144


los pastos altos se abría un sendero. El hombre detuvo el motor, hizo sonar la bocina y amarró la lancha al muelle. Nos dijo que bajáramos, parecía que había que esperar un rato hasta que llegara su amigo y podíamos aprovechar para comer algo: de una heladerita de tergopol sacó sándwiches y una botella de gaseosa. Apenas masticamos el primer bocado escuchamos un ruido desde la isla, detrás de las malezas. El hombre tanteó el bolsillo interno de su campera y fue hacia el lugar desde donde llegaba el ruido. Nosotros subimos a la lancha y nos ubicamos junto al motor, listos para arrancar ante la primera señal: el canal era tan estrecho que no había forma de dar vuelta la lancha y no confiábamos en poder maniobrarla en reversa, pero así y todo sentíamos (con más esperanza que certeza) que sólo sobre la lancha habría alguna posibilidad de escapar. Apenas dejamos de escuchar sus pasos por el sendero el hombre dio un grito, y hubo una respuesta que no llegamos a entender, pero que por el tono no podía ser una amenaza. Después, hacia nuestro lado y en voz más alta, nos avisó que estaba todo bien, que tenía que arreglar unas cosas con su amigo y que volvería en un rato, que comiéramos tranquilos. Volvimos a subir la escalinata del muelle y nos acostamos sobre las tablas, pies que se balanceaban por sobre el borde al ritmo de la lancha que, mecida por la corriente, tocaba los neumáticos del amarradero. Era como estar de nuevo en las afueras de la Vieja Federación, con algún bote prestado, en las playas que habían quedado varios metros por debajo del agua. El río es el río: por momentos el agua es agua y la tierra es tierra y el aire es el mismo en todas partes. 145


A un costado del muelle notamos una entrada de agua disimulada entre los pastos de la orilla: nos acercamos como pudimos, con el agua hasta los tobillos y la cara entre las malezas. Alguien había cavado una entrada de agua del tamaño suficiente para ocultar eso que habíamos entrevisto desde el muelle, pero que para cualquiera que estuviese un poco más lejos hubiera resultado invisible. Detrás de las malezas, una lancha inflable blanca y celeste con el escudo inconfundible de Prefectura. Nos acercamos para mirarla más de cerca pero entonces escuchamos pasos en el muelle y dos voces nos llamaban. Salimos de entre los pastos. “Les dije que esperaran en el muelle, no que bajaran. Por qué carajo no hacen lo que se les dice”.

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cuatro cinco

Un alambrado de un metro y medio de altura se extendía hasta la orilla del río, una frontera entre los mechones de pasto alto entre los que nos tropezábamos y el prolijo jardín que se abría detrás, la bajada para lanchas, la cabina de la que asomaban las proas de algunos botes de remo, las casetas, el edificio que alcanzábamos a ver barranca arriba. Uno de nosotros reconoció en el costado de los botes el escudo de un club náutico: debía ser lunes, porque no había ni socios ni empleados. Arrodillados, esperamos un largo rato que apareciera alguien antes de decidirnos a rodear el alambrado por el lado del río. Con todas las cabinas cercanas a la orilla cerradas con candado, nos sentamos en los bancos 147


de hormigón, nos dejamos caer en el pasto: algunos bebieron agua de una canilla que había junto a la rampa. Pero, así como el calor del sol no nos quitaba de las articulaciones el frío de los túneles, quedarnos quietos no nos devolvía las fuerzas ni nos llenaba el estómago. En la sede del club habría vestuarios, duchas, un bar donde conseguir algo de comer. Nos acercamos con palos y remos cortos en la mano, por si aparecía algún casero, pero cruzamos los juegos infantiles, los quinchos con parrillas, las canchas de tenis y los aros de básquet sin ver a nadie y sin que el grito de nadie nos sorprendiera. La falta de socios se explicaba con que fuera un lunes, pero que no hubiera empleados de mantenimiento, ni siquiera un casero, ya era demasiada suerte, y hacía ya bastante tiempo que la suerte no nos acompañaba. Las puertas por las que se entraba al edificio, vidrios que de haberlo querido hubiéramos podido romper sin demasiado esfuerzo, estaban cerradas con llave. A un costado, sin embargo, la puerta de acceso a los vestuarios cedió al primer empujón. Nos sacamos la ropa cubierta de barro, dejamos que el agua caliente nos recorriera la piel, repartimos los restos de jabón que encontramos en una de las duchas y recordamos en la piel algo parecido a una caricia, a un alivio. La canaleta por la que se iba el agua con barro y jabón que nos descostraba el cuerpo se llevó también los residuos del río, las cloacas, el loquero, los túneles, lo último que nos quedaba en el cuerpo del polvo en el que se habían derrumbado nuestras viviendas en Barracas, las cáscaras de todo lo que nos había salido mal. Cuando nos secamos con la única toalla que encontramos ya no quedaban rastros ni siquiera del agua, 148


pero no podíamos evitar ver en los demás y en nosotros mismos los mismos restos que ahora, tal vez, para otros fueran invisibles, marcas que sólo nosotros distinguíamos debajo de la ropa que volvimos a ponernos, debajo de la misma piel, como el fantasma de los edificios que brillaba en la noche por sobre el esqueleto de la autopista. Alguien sugirió que saliéramos por la puerta del club, pero ya no teníamos lugar en las calles, y no habíamos hecho todo ese camino para que nos detuviera la policía en algún lugar de la zona norte. Forzamos la cerradura de la puerta del buffet, abrimos la heladera y las vitrinas y los frascos de comida sin preocuparnos ya del ruido que hacíamos o de que alguien nos descubriese. No nos volvió el alma al cuerpo porque el cuerpo todavía estaba lejos, pero tuvimos fuerzas suficientes como para ver que ya no había más alternativa que escapar, y que la única alternativa para el escape no estaba en las calles sino en el río.

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cuatro seis

En silencio volvimos al muelle y nos sentamos donde nos fue indicado mientras ellos, dos metros detrás, cerraban el paso hacia la isla. “Ahora van a cambiar algunas cosas, se acabaron los secretos. Ustedes van a hablar y más vale que no se guarden nada, porque mi amigo les quiere meter bala y si no nos convencen lo voy a tener que dejar”. Había que hablar, entonces, y hablamos de la Vieja Federación, de los años perdidos en los que la amenaza de la represa había paralizado al pueblo, y seguimos con las obras en Concordia, la votación de los emplazamientos, los anuncios, las demoliciones, la mudanza, el mapa, la persecución, el escape por el río, Liebig, Colón, el robo, todas las cosas que pasaron hasta que él nos recogió en la 150


lancha. No resumimos la historia, y donde uno de nosotros perdía el hilo o dejaba de lado algún detalle el otro tomaba la posta. Hablamos un tiempo que pareció largo pero que no teníamos cómo medir. Terminamos con la boca reseca y una sensación de distancia: por primera vez contábamos la historia sin pensar en ella, atentos al dedo que descansaba sobre el gatillo. Nos dejaron terminar sin hacer preguntas y se apartaron. Zumbido de los mosquitos, canto de pájaros, el viento entre las hojas de los árboles. En el agua que golpeaba los pilotes del muelle bailaban arcoiris formados por las manchas de nafta y aceite. Los dos hombres, en tanto, hablaban en voz muy baja y se daban vuelta para mirarnos, quizás para calcular nuestra capacidad de escapar, o mejor, para calcular nuestra capacidad de venderles una mentira. Hasta que el dueño de la lancha al fin se nos acercó. “Ustedes dos o son más idiotas de lo que yo pensaba o son tan pesados que nos están empaquetando sin que nos demos cuenta. Si son idiotas y dicen la verdad no hay de qué preocuparse, y si son tan pesados como para inventar ese cuento mejor no discutir. Lo que sí, acá no se pueden quedar y seguir conmigo mucho menos. Mi amigo va a traerles una lancha para que sigan viaje. En el motor tienen combustible como para llegar al puerto, que es adonde querían ir. Si les preguntan por la lancha, la encontraron encallada en un banco de arena. Al llegar la dejan en el puerto y nosotros después la buscamos. Por este canal tienen una hora hasta el puerto, a lo sumo dos. Yo acá me despido”. Detrás, los pasos de su amigo al subir la escalera del muelle. Sólo los pasos: ningún movimiento sobre el agua ni entre las 151


malezas, pero de algún escondite aquel tipo había podido sacar una lancha inflable con motor fuera de borda. Nos indicó que bajáramos con él, nos explicó los controles del motor y, como el otro, nos dijo que al llegar al puerto dejemos la lancha en cualquier amarra. Nos acomodamos y tiramos de la cuerda para arrancar el motor. Cuando nos dimos vuelta para saludar, para agradecer, en el muelle no había nadie.

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cuatro siete

Con un adoquín que levantamos del borde de uno de los canteros rompimos los candados de los guardabotes, y entre todos bajamos la única lancha a motor, donde cargamos toda la comida que quedaba del buffet y un bidón de combustible para luego bajarla a pulso hasta el agua y acomodarnos dentro de ella como pudimos. El motor encendió al cuarto intento, y la lancha apenas si podía empujar todo nuestro peso río arriba, pero aún a esa mezquina velocidad avanzábamos hacia el delta. Desde el río, los edificios del centro de la ciudad son cajas adentro de una nube oscura, como si la ciudad hubiera sido ganada por la peste que había ennegrecido el aire y los únicos sobrevivientes hubiesen escapado a las orillas del río, desde 153


donde nos hacían señas por si teníamos lugar en la lancha, o escapado en sus propias lanchas, veleros o barcos. O como si las películas que pasan por televisión los sábados a la tarde fueran ciertas y las máquinas al fin se hubiesen cansado de los hombres: las grúas del puerto se movían, y las chimeneas de las fábricas escupían un humo gris, pero no porque alguien se los ordenase. Las máquinas que construían la autopista en Barracas no dejaban de mezclar hormigón y vaciarlo en los moldes enormes para fraguar columnas, de aplanar y demoler y construir sobre las ruinas un camino por el que autos vacíos, o quizás ocupados por los cadáveres de sus dueños, irían de un lado a otro sin que nadie les dijera cómo o por qué estaban allí. Escondidos durante el ataque en túneles y cloacas a las que las máquinas no tenían acceso, nosotros debíamos ser los únicos sobrevivientes… pero no había tiempo para fantasías: viajábamos a muy baja velocidad, en una lancha con la identificación del club del que la habíamos robado. A los perseguidores de quienes huíamos hasta ese momento, reales o imaginarios, ahora sumábamos a los socios del club y a la policía. Si no encontrábamos un lugar cercano donde escondernos, no habría más opción que alejarse lo más posible en la dirección que llevábamos. Ya debía ser media tarde cuando a nuestra derecha surgió la primera isla del Delta. El canal por el que íbamos tenía bastante tránsito, pero entre las lanchas de los isleños pasábamos casi inadvertidos: nos cruzamos con un barco de Prefectura desde el que no nos prestaron la menor atención, y desde una lancha colectiva un grupo de turistas nos saludó en un idioma extranjero, las primeras 154


voces ajenas que escuchábamos desde aquella loca también incomprensible que habíamos visto en el Moyano. Como nuestra lancha cabeceaba cada vez que cruzábamos la estela de los barcos grandes, nos alejamos del centro del canal hacia la margen derecha, cerca de las islas, y tomamos por el primer desvío que se nos abrió por ese lado, un canal estrecho y poco profundo. No era fácil guiarse. Ninguno de nosotros había recorrido antes el Delta más allá del Mercado de Frutos y de paseos en lancha colectiva hasta algún recreo de fin de semana. Seguimos las curvas del canal, y en cada bifurcación tomábamos el rumbo que suponíamos nos alejaría más de la costa. Cuando al atardecer nos invadieron los mosquitos buscamos a nuestro alrededor un lugar donde detenernos, pero allí no había más que juncos, barro y casillas abandonadas de las que se habían robado las aberturas, las tablas de las paredes y todo lo que no estuviera podrido o fijado al suelo.

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cuatro ocho

El mundo, visto desde Federación, es simple. Hacemos, discutimos, trabajamos, pero a la hora de recibir perdemos siempre contra los de Concordia, quienes, al igual que nosotros, dependen de Paraná. El gobernador y todos los que estamos debajo suyo dependemos de Buenos Aires. Nuestro alcance llega hasta Concordia, y con esfuerzo podemos ver al gobernador en Paraná, a veces, y por un rato. Desde Concordia se puede hablar con el gobernador mucho más seguido. Al gobernador, con esfuerzo le atienden el teléfono en Buenos Aires, a veces, y por un rato. Al presidente habrá algunos que no le atienden el teléfono, otros presidentes, gente que no conocemos, los milicos. Los milicos sacan al presidente a punta de pistola. A los milicos 156


cada tanto les dicen que se vayan, pero después les dicen que vuelvan. Y entre todos hacen la represa de Salto Grande. Nuestros intendentes funcionan como los curas: si uno va a la iglesia a rezar por la salud de un enfermo, el cura dice qué hacer y cuánto pagar por las flores y a qué santo prenderle velas, aunque después no se haga responsable de lo que pase porque eso es obra de la providencia, los caminos misteriosos. Eso lo deciden en oficinas en donde no se escuchan los reclamos, ni siquiera los del cura. Buenos Aires, para nosotros, había sido siempre tan lejano como el lugar borroso al que iban los rezos, y tenía esa misma calidad. Calles extrañas alrededor de una estación de tren, oficinas en las que esperar por algún sello, teatros, avenidas, demasiada gente demasiado junta. El río que conocíamos y por el que bajábamos en la lancha se hacía extraño a medida que nos acercábamos al Río de la Plata, se multiplicaba en cada bifurcación mientras el agua, más turbia, más pesada, escondía impredecibles bancos de arena. El río que conocíamos de toda la vida era, ya cerca de Buenos Aires, un laberinto de canales y de peligros ocultos. Podíamos haber seguido el canal que nos indicaron, pero al cruzarnos con otras lanchas nos desviamos casi por instinto, y después nos volvimos a desviar, y cuando dimos la vuelta para desandar el camino ya no reconocíamos los lugares por los que habíamos pasado. Apagamos el motor de la lancha en busca del ruido de motores más grandes, los de los barcos cargados de fruta y arena y troncos que debían ir hacia el puerto, pero esas pistas nos llevaron por nuevos canales desconocidos que conducían a ninguna parte hasta que por fin volvimos al 157


que era, o podía ser, aquel en el que habíamos empezado, con lanchas más grandes y barcos de carga que sólo podían indicar la ruta a Buenos Aires, al centro imposible de todas las cosas al que no tardaríamos en llegar.

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cuatro nueve

en este lugar, en esta agua, quedarnos quietos y que el río nos lleve, quedarnos quietos y que el río nos deje aquí, y si nos arrastra que sea hacia alguna parte igual, a otra parte igual a esta, no las calles no los pueblos no la gente, no las casas, el agua cambia y es igual, los árboles son otros y son iguales, las orillas tienen dibujos distintos pero en el medio del río todo es igual, si pudiéramos nosotros quietos en el medio de nada, en el medio de todo, y si pudiéramos un mundo que se deslizase alrededor, que flote siempre hacia los vi subidos a los árboles en todas partes todo el tiempo cámaras en los muelles disfraces de isleños lanchas camufladas buzos submarinos globos aerostáticos entre las nubes pájaros con cámaras 159


en lugar de ojos un plan de muchos años ahora me doy cuenta todo tiene sentido están en un cuartel miran todo en pantallas especiales tienen todo grabado es un experimento no voy a dejar que nos volver a casa, sólo eso, volver a tener una casa, llegar a la casa, colgar las llaves en un clavo junto a la puerta, saludar a los vecinos desde la ventana, regar las plantas, calentar agua, cebar mate, encender la radio, sentarse a mirar las plantas recién regadas, escuchar las hasta donde llegue la nafta, podemos buscar trabajo con nombres falsos y perder hasta eso, qué importa un nombre con todo lo que ya se nos fue, la vida de nuestras casas derrumbadas no le importa a nadie más que a nosotros, quién va a acordarse de nosotros y qué perdemos si lo que importa es tener comida, respirar, que el cuerpo funcione, cuántos animales van de un lado a otro y no se preguntan, las plantas no hacen más que florecer y secarse y largar semillas y no les preocupa si la tierra se inunda o no, si el viento las arrastra, si donde estaban sus raíces ahora hay un agujero, y entonces nosotros qué perdemos con perder un nombre, recuerdos, sin raíces respiramos igual, sin raíces igual queremos escapar del dolor y de la muerte y el cuerpo resiste pero para qué, entonces cortamos con todo y vemos qué hay después, algún camino en construcción, algún pueblo nuevo, algún lugar construido sobre alguna otra ruina, dicen que hay una autopista en Buenos Aires dicen que hay un pueblo nuevo en Entre Ríos y entonces perdernos, hacernos otros sobre el río que se tragó nuestras ruinas, otros sobre el río como esos que están en aquel otro bote, otros tan desastrados como ellos en la otra margen, como 160


nosotros que viajamos en la dirección contraria, como todos y como todo, otros tan perdidos, y entonces sin las raíces no importa dónde pero tampoco importa qué, ya somos nada y ya no importa, sólo nos queda dejarnos llevar sin hacer pie, ellos, nosotros, todos, y entonces qué nos espera, y entonces qué, y ahora qué.

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cinco cero

Esta semana bajaron la cota de la represa para arreglar una de las turbinas y pude ir hasta la Vieja Federación, detenerme en lo que alguna vez fue nuestro zaguán. Parecía que hubieran sacado una radiografía de la casa y que esa radiografía se hubiese caído en un charco, todo manchado por esa arena oscura que deja el río cuando baja. Por entre el barro se veía el perfil de las paredes, unas líneas de ladrillo que, limadas por la corriente, no debían tener más de dos centímetros de altura. Seguí el rastro del pasillo que iba del zaguán al comedor mientras imaginaba las puertas que llevaban a las habitaciones, a la cocina, a los baños, al garage, y el ventanal que daba al fondo de la casa. Caminé por todos los rincones como si aún viviéramos allí, 162


y después, fantasma, crucé las paredes, aunque en realidad el fantasma era la casa. Las veredas, también cuarteadas y comidas por el barro, en algunas partes ya no se distinguían del lecho del río, y ya ni siquiera se notaba el borde de la antigua Costanera. Por todos lados había plantas, canto rodado, resaca, todo vacío como si nunca hubiéramos vivido allí pero a la vez todo lleno de las huellas que habíamos dejado. Es raro cuando el río está alto y cubre todo, uno avanza con un bote y no sabe que por donde pasa alguna vez hubo construcciones, que las antenas de las casas hubieran rozado el fondo de la embarcación, que se hubieran debido esquivar las copas de los árboles. El agua corre por encima de todo y no deja ver, no tiene huellas. Pero más raro es cuando la marea está baja, como en esta semana: entonces se ven los restos del pueblo y no se puede suponer que todo pasa como pasa el agua por sobre la Vieja Federación, que el agua, como el tiempo, borra todo menos las cicatrices.



AGRADECIMIENTOS

A Diego Paszkowski, una vez más, por estos gratos, pacientes años de enseñanza y amistad. A Elba y Mario, por abrirme las puertas de su ciudad y de su historia. A Gisela Santiago, la mejor guía posible, por las historias y el material que tan generosamente compartió en el Museo de los Asentamientos de Federación. A María Rosa Catullo, Daniel Schávelzon, Néstor Frenkel, Vicente Battista, Ignacio Barreto y otros que seguramente olvido en este momento, por haber realizado obras que de distintas formas informaron o inspiraron a ésta. Le debo a Valeria (“To whom I owe the leaping delight”...) la historia de Barracas, el barrio que me hizo conocer, la secuencia inicial de una película olvidable que vimos juntos una trasnoche de sábado y que fue la semilla de esta novela, y tantas otras cosas, “but this dedication is for others to read: these are private words addressed to you in public”. A Maite, que llegó en medio de este libro y le dio sentido a todo. A Matías, que estará aquí cuando se publiquen estas líneas para hacer otro milagro.

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MAPAMUNDI

Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de la prudencia del mapa?

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El fin de la noche, constelación de narrativa y poesía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la tecnología de edición más avanzada –impresión bajo demanda, libre acceso de lectura online y distribución digital internacional que permite que los libros estén siempre disponibles– a la delicada paciencia para el armado de cada título. Que los libros luminosos jamás se agoten.

Puede conseguir nuestros títulos desde cualquier ciudad del país y del mundo. En nuestra página www.elfindelanoche.com.ar encontrará la red de librerías virtuales nacionales e internacionales asociadas. Por cualquier consulta, por favor contáctese a info@elfindelanoche.com.ar

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