El Callejón de las Once Esquinas #5

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El Callejón de las Once Esquinas

articular antes de que la ganara el sollozo. —¿Por qué no migrar? —dijo Tamy. —¿Hacia dónde? —preguntó Jonás. —No sabemos lo que hay del otro lado de las montañas; nunca las hemos cruzado. —Selva. ¿Qué más puede haber? —dijo otro de los hombres. —Pero no lo sabemos. Siempre hemos estado aquí. Quizá sea diferente. Y es la única opción porque no podemos atravesar el desierto sin agua ni comida. Ni aún si tuviéramos esas cosas, porque desconocemos sus límites. El pantano se ha tragado las barcas y a varios de nuestros compañeros. En la montaña, por lo que cuentas —dijo mirando a Jonás—, no sólo no hay hombres ni plantas, sino tampoco bestias que nos ataquen como esos animales que allí se escondían escapándole a la selva. —Es cierto —reconoció Jonás—, no vi rastros de bestias. Puede ser que hayan muerto, o que alguien más las haya cazado. Volvieron a mirarse en silencio, buscando alguna respuesta en los rostros cansados de luchar contra la naturaleza, alguna opción a su predicamento. Pero ninguno de los presentes tenía respuestas para ofrecer. Ninguno tenía nada. —¿Cuándo partimos? —preguntó el más viejo del grupo. —Sería mejor que fuera antes de las lluvias —dijo uno de los hombres—, cuando todavía hay tierra donde pisar y aves que cazar. —Cierto —asintieron varias voces al mismo tiempo—. Es el mejor momento. —¿Podrías guiarnos hacia las montañas? —preguntó el más viejo a Jonás. —No es un camino fácil. —¿Y cuál sí lo es? —Es cierto —reconoció Jonás asintiendo con la cabeza—. Debemos viajar tan livianos que apenas notemos el es160

fuerzo —dijo Jonás mirando al más viejo del grupo. —Yo no iré —dijo Theo rompiendo su silencio—, me quedaré aquí. Las miradas se concentraron en él; nadie dijo nada. Los días se acercaron a la temporada de lluvia. Hubo dos asambleas más antes de la migración. Dos reuniones en las que se intentó persuadir a Theo para que abandonara su idea de quedarse en aquel desolado lugar, cubierto de vegetación y sin otros hombres, sin civilización, sin recuerdos más que los propios. A pesar de los esfuerzos, la decisión de Theo era firme. Allí se quedaría, no permitiría que la naturaleza, la simple y tonta naturaleza le venciera. Se quedaría para continuar la lucha ancestral del hombre. O eso decía. Porque ninguno conocía en verdad a Theo. La mayoría eran refugiados de otras zonas, de otras regiones de las que habían huido luego que la selva los invadiera, o porque la falta de alimentos los empujó a huir creyendo, quizá, que aún persistía algún sitio que fuera algo más que ruinas, troncos mal quemados y soledad. Cuando llegó el momento, estando todo preparado para la partida, se realizó la última reunión en el centro de la aldea, al amanecer, en un claro a medio abrir, porque si estaban yéndose no valía el esfuerzo terminar la labor. Theo también se encontraba allí, para la despedida, para el último intento de convencimiento en contra de su decisión. —Ven con nosotros, Theo. No te quedes atrás —dijo Jonás, quien guiaría al grupo en la extensa jornada. —Sabes que por más que lo repitan, no iré con ustedes—respondió Theo. —Ya antes has demostrado tu empecinamiento al momento de tomar decisiones —recordó Jonás—; incluso en algunas ocasiones fue con razón. Sin


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