El Callejón de las Once Esquinas #2

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El Callejón de las Once Esquinas

respeto, sí, al menos, con curiosidad. Aprendí astrología y me dediqué a ha­ cer cartas astrales a las chicas tratan­ do, con nulo resultado, de ligármelas. También montaba sesiones de espiri­ tismo amateur en las que simulaba ponerme en trance con mucha teatra­ lidad y aparato. Además de la ouija manejaba el tarot y afirmaba leer el futuro en las líneas de las manos y en los posos del café; cualquier cosa con tal de hacerme el interesante. Con el tiempo pasé a vivir profesionalmente de lo paranormal y a regentar una tienda de productos esotéricos. En mi pequeño y atiborrado establecimiento, con su sofocante aroma a incienso y esencias, despachaba aceites, amule­ tos, estampas religiosas, filtros de amor, imágenes de santos católicos y afro­caribeños, lámparas de sal, me­ dallas, pirámides, minerales, rosarios, velas y velones, falsos grimarios con invocaciones mágicas; y en la tras­ tienda: muñecos para realizar vudú y hostias apócrifamente consagradas para ritos satánicos. Con todo, mi ma­ yor fuente de ingresos provenía de las personas que venían a consultarme, y a las que estafé cuanto pude. Me aproveché de viudas seniles —de las que conseguí acceso a sus cuentas bancarias y que me firmaran poderes notariales para la enajenación de in­ muebles—, haciéndoles creer que sus difuntos maridos hablaban por mi bo­ ca en el desarrollo de mis sesiones como médium espiritista. No me per­ turbó en absoluto usar todo tipo de tretas para embaucar a las personas que, de buena fe, o simplemente por­ que se sentían solas y necesitaban que las escuchasen, se acercaron a mi consulta. No tuve escrúpulo con na­ die, me era indiferente que mis víctimas estuviesen mentalmente enfermas o lastradas por traumas y carencias de autoestima; a todas las que se dejaron, las manipulé; arramblé con todo cuanto pude. Un 56

añejo y potente resentimiento, un desprecio generalizado hacia toda la humanidad, me inmunizaba frente a la compasión. Incluso me divertía; uno de los prodigios que anunciaba consistía en adivinar el sexo del feto antes de que pudiera desvelarlo cual­ quier ecografía; a tal fin, me embutía en una túnica con estampado samoa­ no de dudoso gusto y, poniendo mis manos sobre el vientre de la embara­ zada completamente desnuda, entor­ naba los ojos y, con cara de imbécil, declamaba «es un niño», o bien, «es una niña». De inmediato rellenaba una ficha con el nombre de la madre y el sexo opuesto al que había predicho. Si adivinaba el sexo, perfecto; si me equivocaba y venían a reclamarme, les decía que me habían entendido mal, que yo había pronosticado acer­ tadamente el sexo del nacido y, para convencerles, les mostraba la ficha de la criatura. La noche en que maté a Noelia re­ gresaba de casa de una de mis clien­ tas. Antes de tomar el coche estuve bebiendo whiskys en un burdel de ca­ rretera. Como resulta que me sirvie­ ron un infame brebaje de garrafón jurándome que era Chivas y cobrán­ domelo como tal, monté una buena escandalera que se oyó en toda la ba­ rra americana. El portero me echó del local y, medio borracho, me largué en mi vehículo. No estoy muy seguro de lo que pasó más tarde, aunque sí que noté haber impactado contra algo; con la mente turbia pensé que quizás había atropellado a un jabalí; al bajar del coche comprobé que había matado a una ciclista. ¿Qué puedo deciros? Me asusté. Si iba a la policía me harían la prueba del alcoholímetro y me iba a meter en un buen lío. No en­ contré otra solución que esconder el cadáver, así que lo retiré de la calzada y lo introduje en el maletero del auto. A la noche siguiente, tras haber des­ cuartizado el cuerpo y desfigurado su


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