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10 A帽o 2 / Setiembre de 2013 Revista de distribuci贸n gratuita www.elboulevard.com.uy


EQUIPO: Consejo editor: Juan Manuel Chaves, Federico de los Santos, Denisse Ferré, Sergio Pintado Edición de fotografía: Agustín Fernández Corrección: Mariana Palomeque Ilustraciones: Silva Bros Diseño y diagramación: LATERAL.com.uy Colaboran en este número: Martín Aguirregaray, Nicolás Der Agopián, Rafael Rey, Marisa Silva Schultze, Javier Zubillaga (notas), Corta (ilustración). Las opiniones vertidas en los artículos son exclusiva responsabilidad de los autores. Los contenidos de El Boulevard pueden ser reproducidos con libertad y sin fines de lucro citando el nombre del medio y del autor. www.elboulevard.com.uy info@elboulevard.com.uy Impreso en Polo LTDA (Paysandú 1179). Tel.: 2 903 04 52 ISSN: 1688-910X DEPÓSITO LEGAL Nº362.216

Proyecto seleccionado por Fondo Concursable para la Cultura – MEC


Creative Commons y otra forma de entender los derechos de autor

MERIENDA COMPARTIDA

Por Sergio Pintado

Hasta hace relativamente poco nadie cuestionaba que los derechos de autor fueran, como dice el lema de AGADU, “el salario del creador”, pero con la llegada de internet cambió todo y aparecieron varios movimientos que defienden la libre circulación de la información y que no creen que las sociedades protectoras de los derechos velen por todos los artistas, grandes y chicos, por igual. Hace algunos meses el Poder Ejecutivo intentó “colar” en la Rendición de Cuentas un artículo que demoraba 20 años el pasaje de las obras a dominio público a iniciativa de la Cámara Uruguaya del Disco, apurada porque varios fonogramas (entre ellos, algunos de Zitarrosa) están por abandonar el dominio privado.

L

a Rendición de Cuentas es un proyecto de ley que el Poder Ejecutivo envía cada año al Parlamento. Básicamente, define en qué se gastarán los fondos públicos al año siguiente. Suelen ser proyectos de cientos de artículos, que abarcan los sectores cuyos conflictos generalmente acaparan la atención periodística: salud, educación, seguridad, energía, inversiones. Pero de vez en cuando se cuelan algunos artículos que, lejos de referirse a futuros gastos, versan sobre alguna cosa que el gobierno de turno quiere aprobar rápido con la menor repercusión posible. Algo así sucedió -o pudo suceder- en el artículo 218 de la Rendición de Cuentas que el Poder Ejecutivo envió al Legislativo a mediados de año.

se uno de los hitos del movimiento de la cultura libre en Uruguay.

El artículo proponía extender el plazo de protección de los derechos de autor de una obra, por lo que una pieza pasaría a ser de dominio público 70 años después de la muerte de su autor y no 50 como en la actualidad.

El LibreBus sirvió para que varias de las personas interesadas en el tema comenzaran a verse las caras. Mientras tanto, el Plan Ceibal y la Universidad de la República (Udelar) también hacían los suyo, aunque casi sin quererlo. De hecho, Díaz no duda al afirmar que el surgimiento del capítulo uruguayo de Creative Commons es “un efecto no buscado del Plan Ceibal” porque “sin buscarlo ha sido un gran gestor de cabezas de cultura libre en Uruguay”. Muchas de esas cabezas también solían encontrarse en los pasillos de la Udelar, donde efectivamente se dieron los primeros pasos concretos de Creative Commons Uruguay. Fue eso lo que le dio al movimiento ese perfil “académico” destacado por Díaz y que responde a la participación de varios profesionales que se encontraban trabajando en “proyectos que implicaban el libre acceso a materiales educativos”.

En definitiva, el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) proponía, dentro de la Rendición de Cuentas, ir un paso más allá en la extensión del tiempo durante el cual los dueños de los derechos de una obra continúan cobrando luego de fallecido el autor, elevando a 70 años lo que en 1937 se había definido en 40 años y en 2003 se había extendido a 50.

Hitos Patricia Díaz es una de las integrantes de Creative Commons Uruguay, el capítulo –así le llaman a cada una de las filiales– uruguayo de una organización internacional surgida en 2001 para proveer modelos de licencias que permiten a autores distribuir sus obras de formas más o menos libres, según su elección. En conversación con El Boulevard, Díaz contó que el movimiento #Noal218, que aglomeró a varios colectivos detrás del rechazo al artículo, puede considerar-

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Pero no fue el primero. En setiembre de 2012 Montevideo recibió al LibreBus, un ómnibus que recorrió varios países de la región para promover la “cultura libre” y el “conocimiento para todos”. Díaz recuerda que en aquella instancia conoció a los líderes de Creative Commons de Argentina, Chile y Colombia, así como a los representantes del Centro Cultural Ártica, organización uruguaya dedicada a la promoción de los “proyectos artístico-culturales en internet” y considerada por los propios impulsores de la cultura libre como uno de los agentes pioneros en el tema en Uruguay.

Pronto, las reuniones dejaron de centrarse exclusivamente el campo educativo y empezaron a abarcar también lo que pasaba en el campo cultural. Ya en febrero de 2013, los encuentros comenzaron a formalizarse, con la participación de agentes vinculados “al mundo del arte” como el sello de música libre Vía Láctea, el ya mencio-

nado Ártica, los representantes uruguayos de la biblioteca científica online Scielo e integrantes de la versión uruguaya de Wikimedia (el movimiento mundial conocido por Wikipedia pero que comprende más de diez proyectos diferentes). A la espera de que la Udelar se sume formalmente al colectivo —uno de los requisitos exigidos por Creative Commons Internacional es que alguna institución apoye al capítulo— los encuentros se siguieron dando, con miras al diseño de una “hoja de ruta” que incluiría más tarde poner en cuestión el concepto de copyright defendido por los gestores de derechos de autor en Uruguay. Todo un proceso que permitiría que, apenas alguien advirtió el artículo 218 iría un paso más allá en el modelo tradicional de defensa de los derechos de autor, todo un “ejército” de organizaciones estuviera lista para pararse firme. El resultado: el MEC accedió a quitar el artículo y se comprometió a comenzar a organizar un debate con miras a la redacción de un verdadero proyecto de ley sobre derechos de autor y acceso a la cultura.

El salario del creador La entrevista con Patricia Díaz fue en un bar escogido por ella frente a la Facultad de Derecho, casi como si la Udelar también tuviera que estar presente. En la conversación participó además, por invitación de Díaz, Rodrigo Barbano, secretario de Wikimedia Uruguay y también integrante de Creative Commons. Cerca de la mitad de la charla, surge sobre la mesa la frase que la Asociación General de Autores del Uruguay (AGADU) convirtió en su eslogan: “El derecho de autor es el salario del creador”. Las opiniones se disparan. “Es una frase muy paradigmática y está bueno que sea tan explícita”, sostiene Barbano. “La cuestión es que hay muchas organizaciones que en nombre de los

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Creative Commons y otra forma de entender los derechos de autor creadores plantean esos eslóganes, cuando en realidad los únicos que se benefician son ellos como intermediarios”. Desde la perspectiva de Barbano, la frase busca “esconder” que AGADU “tiene un canon de gastos de administración altísimo en comparación con otras organización similares en el mundo y que toda su existencia está basada en el cobro de derechos de autor”, continuó, y señaló que la organización “cobra el 35% de lo que los autores ganan por derecho de autor y le cobran al Estado el 35% de lo que se genera por obras de derecho público”.

Barbano aporta otra visión sobre los derechos de autor o copyright, que se remonta hasta el siglo XIX: “Todo surge con la Revolución Industrial y la posibilidad de hacer copias en serie, y no surge por la necesidad de los artistas sino por la de las editoriales, que eran las que tenían la titularidad y el monopolio de la reproducción”. En síntesis, remarca que “surgen por la necesidad de protegerse entre ellas”. Los representantes de Creative Commons insisten en que “los tiempos cambiaron” y “el futuro es ahora”, frases con las que intentan demostrar que el modelo defendido en Uruguay por AGADU y la Cámara del Disco, por ejemplo, se volvió obsoleto con la llegada de internet. “Las fuentes de ganancia del creador van variando con el tiempo. En un momento la venta de discos era un porcentaje más relevante, pero ahora la venta de ringtones o las ventas independientes por internet, o incluso los pagos por cantidad de reproducciones en Youtube, tienen mucha más relevancia”, apunta Díaz.

Precisamente, en su sitio web oficial, Creative Commons Internacional explica que su visión es “nada más que la realización de todo el potencial de Internet —acceso universal a investigaciones y educación y participación total en la cultura— para ir hacia una nueva era de desarrollo, crecimiento y productividad”. En su misión, en tanto, explica que la institución “desarrolla, apoya y administra infraestructura legal y técnica para maximizar la creatividad digital, el intercambio y la innovación”. Si algo queda claro, es que este modelo y el de AGADU están lejos de coincidir. De hecho, Díaz enfatiza que AGADU “tiene una forma de gestionar los derechos que tiene que ver con el mundo físico”. También apunta que la asociación “sólo puede gestionar los derechos de sus socios pero gestiona los de todos los autores porque tiene un sistema que cobra ‘al barrer’ en fiestas y radios”. Ese es para ellos uno de los puntos más controversiales de la forma de gestión de AGADU, porque la gremial cobra un canon genérico y no pide listas de reproducción, y sin ellas no se puede saber entre qué autores deberá repartirse el dinero generado por los derechos de autor de la música que, por ejemplo, alegró la noche en un cumpleaños. “Ellos sólo controlan la venta física de CDs o los conciertos, que es lo único que realmente pueden controlar”, añade.

Ilustración: Silva Bros

Para Díaz, la frase “está tratando de asimilar cuestiones que no tienen nada que ver porque los derechos de autor no tienen nada que ver con el salario”. Al respecto, se pregunta “¿cuántos autores llegan a ganar por derechos de autor algo equiparable a un salario mínimo?” y se responde: “es una mínima parte”. Barbano también tiene una respuesta, ejemplificada en los estatutos de AGADU: “Un socio de AGADU logra el derecho a voto cuando logra generar 100.000 pesos por concepto de derecho de autor en toda su carrera. El porcentaje de autores con derecho a voto es el 17%, lo que demuestra que hay un 83% de los socios que en diez, quince o veinte años de carrera no alcanzó esa cifra”.

De a poco la frase va dando pie a la discusión de fondo. Díaz remarca que “el régimen de derecho de autor está basado en un monopolio artificial de la distribución de bienes inmateriales, los que tienden naturalmente a ser libres”, agregando que “ese monopolio se genera para que el autor pueda quedarse con esa retribución”.

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Todo lo recaudado se destina, según Díaz, a una “bolsa” que “no va a la persona que tiene que ir”. Al respecto, Barbano sostiene que el pago de los derechos “se reparte en función proporcional” entre los socios, por lo que “se benefician más los que aportan más”. En base a ese modelo, el activista explica que “muchas veces veamos artistas que son estrellas salir en spots defendiendo los derechos de autor”. “A lo mejor lo hacen porque son los grandes beneficiados de este modelo”, continúa. Para Díaz, el modelo de AGADU provoca que “una persona nunca cobre lo que tiene que cobrar” así como tampoco permite “zafar a las personas que adhieren a la libre circulación”. Ahí está otro de los puntos más criticables del modelo: “Uno puede aceptar la libre distribución de sus propias obras pero igual AGADU va a venir a cobrar cuando no debería hacerlo”. “Además estamos timando a los artistas extranjeros porque nunca van a saber qué es lo que se pasa en las fiestas o en la radio”, agrega Díaz.

Ningunos giles “Los músicos de sellos de música libre no son ningunos giles”, remarca Díaz, e intenta explicar por qué un artista acepta que sus creaciones circulen libremente por la web. Según ella, lo que se logra por esa vía es “generar un modelo de distribución de la obra que toma en cuenta las potencialidades de internet y la visibilidad que le da la libre circulación”. Para ellos, Creative Commons prevé cuatro tipos de licencias: “Reconocimiento”, “Reconocimiento CompartirIgual”, “Reconocimiento SinObraDerivada” y “Reconocimiento NoComercial”. En el sitio de la organización, cualquier autor puede obtener el código html que corresponde a cada modelo y añadirlo a su obra. Así, queda automáticamente “protegido”. Cualquiera de las licencias obliga al “reconocimiento”, por lo que la atribución de la autoría nunca se pierde y debe estar especificada en cada una de sus reproducciones. Luego, las licencias varían según permiten “remezclar, retocar y crear” a partir de la obra siempre que también utilicen una licencia abierta, se permite la distribución “siempre y cuando la obra circule íntegra y sin cambios” o se habilita su distribución y retoque solamente “de modo no comercial”.

Uno de los puntos centrales en los que difieren la concepción tradicional de derechos de autor y la propuesta de Creative Commons es el efecto que tiene para el autor que sus obras se distribuyan libremente. Una de las ideas que los defensores de la cultura libre quieren combatir es la de que cuando se reproduce una obra, se le quita al autor la oportunidad de ganar dinero. “Esa concepción está muy ligada al formato físico, en el que si yo te doy algo lo pierdo”, ejemplifica Díaz, refiriéndose a la posibilidad de distribución que otorga, por ejemplo, el formato MP3. La abogada asegura que la clave para defender al autor es la contraria: “Un autor lo primero que necesita para generar ganancia es que alguien lo conozca. Si tu obra no circula, las barreras legales te están perjudicando”. De todas formas, Barbano aclara que entienden que “cuando un tercero obtiene una ganancia el autor debe recibir su justa retribución”. Damián Cacciali es el autor e intérprete de las canciones interpretadas por el colectivo musical Individuo Dctrece y, en diálogo con El Boulevard, considera que utilizar la descarga gratuita como medio de difusión no perjudica sus posibilidades de obtener ganancias. De todos modos, aclara que no apunta “a que la música sea una fuente de ganancia, porque esa intención sería opuesta a la música misma”. El disco Eñes de Individuo Dctrece puede descargarse gratis del sitio web del sello Vía Láctea, y cada canción puede escucharse online. Sin embargo, y tal como sucede con todos los artistas del sello, la página incluye un banner que indica “este disco existe” y que aporta al usuario las indicaciones necesarias para contactarse con el artista y comprar la edición física. Para Cacciali, la descarga gratuita y la venta física se retroalimentan y admite que, si bien no busca la ganancia económica, “si las cosas se dan y hay un ingreso, bienvenido sea”. El autor se afilió a AGADU hace unos cinco años, pero sostiene que en su momento lo hizo “por ignorante” y que “nunca se metió a averiguar mucho sobre los derechos de autor”. De todos modos, se dedicó siempre a producir sus propios discos, hasta que Salvador García –fundador de Vía Láctea– lo invitó a sumarse a su catálogo y comenzar a compartir sus contenidos online. Según Cacciali, esa decisión le permitió “abrir el abanico de gente que ahora puede escuchar mi música”.

El artista se muestra afín a compartir sus creaciones “de las maneras en que se pueda” y valora la posibilidad de que llegue a sus manos “materiales de otros compositores, de los que me nutro y aprendo”. Pero no todos los artistas piensan igual que Cacciali. Según Barbano, hay una “minoría de artistas para los que el modelo continúa funcionando” o que, si bien no obtienen buenos réditos por a través del cobro tradicional de derechos de autor, aún están lejos de apoyar la “cultura libre”. Sin embargo, los representantes de Creative Commons entienden que el elemento generacional juega a favor de ellos: “Los nuevos autores tienen otra relación con las redes sociales e Internet y ya tienen otra posición porque van entendiendo que la libre circulación no es una cosa mala”. Díaz concuerda en que Internet fue un factor determinante: “Cambió totalmente el modelo de distribución de la cultura porque los costos de distribución se reducen a cero”. En ese sentido, señala que la responsabilidad está en editoriales y discográficas, que “o se reciclan o dejan de existir”.

No hay un proyecto en la historia de la humanidad, diccionario, enciclopedia o biblioteca que haya sistematizado tanta información como Wikipedia, y menos con trabajo voluntario. Pero el proyecto WIkimedia incluye más proyectos wiki (es decir, páginas web que son editadas por varios usuarios a través del navegador web) como Wikiviajes —una especie de guía turística que pretende abarcar todos los destinos del mundo—, Wikisource —una biblioteca online con millones de libros— o Wikiversity —dedicada a cursos y textos educativos—. Se puede llegar a todo eso desde www.wikimedia.org.

Empezó siendo un trabajo de fin de cursos para la cátedra de derechos de autor de la Universidad Católica Argentina, pero el corto documental Copyleft, dirigido por Amanda Nemcik y Leomarys Ñañe cobró gran popularidad en la región porque explica con claridad de qué se trata la idea y conversa con varios actores sociales involucrados, a favor —como la radio comunitaria La Tribu FM o el movimiento Vía Libre— y en contra —como el presidente de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores, algo como el AGADU del otro lado del río—. Puede verse en vimeo.com/23698916.

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Teatro La Máscara

PUERTAS

Teatro La Máscara, centro anarquista y sede sindical. También el lugar donde Florencio Sánchez hizo su debut como dramaturgo y una casa de familia. Todo en un mismo edificio con casi un siglo de historia, que pide a gritos que no lo dejen morir. O cómo todo lo que comienza como tragicomedia termina indefectiblemente como tragicomedia.

ADENTRO Por Rafael Rey

–Esperá que acá no hay luz y nos podemos ir para abajo.

te, el casi centenar de butacas vacías transmiten una extraña sensación de solemnidad.

El hombre intenta una vez y falla. Dos veces y falla. Recién en el tercer intento, el vencido, podrá prender su encendedor. La llama, débil, amaga por un segundo devenir en destello, el golpe de luz que espante a la oscuridad; pero apenas alcanza para no caminar a ciegas, para no rodar escaleras abajo. El descenso es lento, cauto. Los pies sobresalen de los escalones angostos y crujientes, que amenazan quebrarse con cada nuevo paso.

–La sala está intacta, tal cual estaba la original –apunta el hombre.

Abajo la mayoría de las luces tampoco funciona. El hombre intenta una vez y nada. Dos veces y nada. Recién en el tercer intento se hará la luz. Una bombita desnuda revela la baja estatura del techo y disipa, como si la oscuridad hubiera potenciado el olfato, el terco hedor a orín y humedad que transpiran las paredes blancas. –Acá estaban los camarines –dice el hombre, mientras caminamos por un angosto, brevísimo corredor, desde el que se accede, de uno y otro lado, a las diminutas piezas. Alguna vez sentadas en la primera fila de la preparación de los actores, de las golas entrando en calor, en fin, del ajetreo previo a cada función, hoy las paredes parecen haber sucumbido, ahogadas en una decadente dejadez. La misma decadente dejadez que sobre nuestras cabezas presenta la propia sala. Subimos. Entre bastidores, viejos carteles anuncian obras extintas, recuerdos como fósiles de tiempos mejores. Desde el escenario, salpicado de pedazos de revoque que el techo deja caer indiferen6

Intacta. La palabra alcanza otros significados; o puede leerse de varias maneras, que vendría a ser casi lo mismo. Intacta porque mantiene las mismas características que cuando fue levantada, allá por la década del 30 del siglo pasado. Intacta porque se trata del mismo espacio físico donde hace más de 100 años Florencio Sánchez presentó sus primeras obras, entonces sede de un centro anarquista. O porque aunque supo ser la sala del grupo de teatro independiente La Máscara, el único uso que se le da hoy en día son asambleas del Sindicato Único de la Aguja (SUA), que tiene su sede en este añejo edificio. O porque en el segundo piso se aloja, desde hace casi una década, una familia que convive desde entonces con ensayos y funciones teatrales, con asambleas y asados de sus vecinos del sindicato. Intacta por todo esto junto y porque nadie sabe muy bien qué hacer con un edificio que debería ser patrimonio cultural y arquitectónico de nuestra ciudad y tiene un deterioro cada vez más acelerado e irreversible. Intacta la intención de reflotar el lugar. Intacta, también, la imposibilidad –al menos en un futuro cercano–, de hacer algo por este histórico sitio.

Trampolín El hombre se llama Ricardo Moreira. Integra el SUA desde los últimos años de la dictadura. “A veces me río porque me dicen ‘el referente’”, dice, sin ocultar una larga mueca de orgullo. Y ríe, orgulloso.

Moreira es quien se ha encargado –o ha intentado encargarse– de mantener viva la historia de este lugar y hoy gestiona la sala. Cuando comenzó a militar, el sindicato se reunía en el Congreso Obrero Textil, en Paso Molino. Era el viejo líder sindical Bernardo Groissman quien transmitía a aquellos que recién se sumaban a la militancia la historia del SUA, sus raíces anarquistas y su compromiso vital. Moreira recuerda que Groissman, “hasta medio imperativamente”, decía: “Este sindicato es clasista y debe seguir siendo clasista”. El compendio histórico que Groissman hacía en dos segundos podría comenzar a fines del siglo XIX, quizás a principios del XX, con el Centro Internacional de Estudios Sociales (CIES), uno de los puntos neurálgicos del anarquismo del Montevideo de la época. “Fue el lugar de mayor trascendencia, de fuerza, de cantidad, donde se nucleaba más cantidad de intelectuales anarquistas y de anarquistas intelectuales”, explica Daniel Vidal, docente ayudante del Departamento de Literatura de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHUCE) y autor del libro Florencio Sánchez y el anarquismo (publicado en 2010 por el sello Ediciones de la Banda Oriental junto a la FHUCE y la Biblioteca Nacional). La fundación del CIES en 1897 fue para Vidal “un trampolín fundamental” en el desarrollo del teatro anarquista. “Es un teatro político por definición. Teatro político de propaganda, que tiene como principal objetivo difundir y representar la vida de los desheredados de la sociedad”, explica. El docente afirma que “además de la denuncia [ese teatro buscaba] convocar a la acción, traspasar el texto, la ficción, hacia la vida, desde un lugar de convocatoria”, agrega Vidal.

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El segundo trampolín llegaría con el cambio de siglo, en esa “especie de refundación” que significó la construcción de un escenario “precario, pero escenario teatral al fin”. Por las precarias tablas de La Máscara pasaron figuras clave de la intelectualidad anarquista de la época: Pietro Gori, Edmundo Bianchi y Pascual Gaglianone, entre otros. Entre esos otros, uno de los nombres más prestigiosos del teatro de nuestro país: Florencio Sánchez, que en diciembre del año 1900, debutaba como dramaturgo con Puertas adentro y ¡Ladrones! El vínculo del autor de Barranca abajo con el CIES no se extendió por mucho tiempo ni estuvo limitado al teatro. En los seis meses siguientes al estreno de sus obras, Vidal registró oratorias en actos públicos, en especial el 1° de mayo, y participación en una asamblea de carácter sindical. Además, Sánchez era el bibliotecario del centro anarquista. Luego emigró a Rosario, Argentina y más tarde triunfó en Buenos Aires. El resto es historia, pero Florencio Sánchez quedó para siempre ligado a este edificio de la calle Río Negro. Hoy, una chapa perdida en la fachada de la sede del SUA recuerda el paso del dramaturgo por la sala. De hecho la única vez que la sala estuvo cerca de ser refaccionada fue en 2010, cuando se conmemoró un siglo de la muerte de Sánchez. Pero todo quedó en la nada. “Fue una ilusión, nos ilusionamos realmente mucho”, se lamenta Moreira. Desde el SUA se contactaron con Mauricio Rosencof –quien también debutó en el teatro La Máscara–, entonces director de Cultura de la Intendencia de Montevideo (IM). Las conversaciones estaban avanzadas, pero el cambio de gobierno municipal (cuando asumió Héctor Guido en lugar de Rosencof) mató la iniciativa. “Inclusive en esa época tuvimos algunas inspecciones y multas de la IM. Se dio la paradoja de que por un lado nos daban para adelante y por el otro nos multaban porque se caía el revoque de la sala”, cuenta Moreira, con una sonrisa resignada.

Recuperar la memoria La creación del SUA en 1921 fue el punto de llegada de dos décadas de tradición sindical anarquista

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Vista del escenario del teatro desde el antiguo palco. // Foto: Agustin Fernandez

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Fachada del teatro desde el balcón del primer piso. // Foto: Agustin Fernandez

Teatro La Máscara

Tetris

Hace diez años Pablo vivía con su madre en el Cerro y estaban a punto de ser desalojados. El esposo de su abuela –“que no es mi abuelo”, aclara Pablo– integraba el Ateneo Popular del SUA y les ofreció mudarse al segundo piso del viejo edificio. Entonces también vivía gente en el tercer piso, “que fueron muriendo de viejos”, pero todavía no estaba instalado el sindicato. Para llegar a su casa Pablo ingresa por la misma puerta por la que entran los integrantes del sindicato cuando tienen reunión, o por la que lo hacían los actores cuando ensayaban sus obras. Incluso por la misma que un viernes o sábado a la noche ingresaba el público cuando todavía se utilizaba la sala. Es decir, por la única puerta del edificio. “Si hay mucha gente te rompe los huevos, pero subo la escalera y me olvido”, dice, en referencia a los días en que se reúne el sindicato, cuya concurrencia llega a veces las 60 personas. “Esos días estás ‘permiso, permiso, permiso’. Es como un tetris para pasar”.

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moldeadas por la vieja Sociedad de Resistencia de Obreros Sastre. Ese mismo año el sindicato arrendó la casona que había pertenecido al CIES. No es el mismo edificio que hoy cobija al teatro, la sede sindical y la familia que vive en el segundo piso. De hecho de la casona original no parecen existir muchos registros. “Nosotros lo único que tenemos es un dibujo de la fachada y algunas fotos muy viejas”, dice Moreira. “No se ve mucho cómo era. Pero sí era una casa muy grande, una casona, que tenía una amplitud interior muy grande, un gran salón, supongo que algunas columnas”, arriesga. En 1924 se formó Ateneo Popular, una suerte de brazo cultural del SUA que se creó con su estatuto propio. “No entraba cualquiera”, afirma Moreira. “Eran 30 integrantes. Era una cosa que hoy nos causa un poco de gracia, pero eran miembros casi vitalicios. No había períodos de recambio o elecciones. Era una forma de controlar que ese Ateneo Popular no se constituyera en otra cosa”. Casi al mismo tiempo se compró la vieja casona, con la idea de reformarla y darle “otros destinos ya como Ateneo, netamente culturales, además

del sindicato”. Finalmente se optó por tirar el viejo local abajo y construir uno nuevo. “Algo impensable ahora, que un sindicato se propusiera construir un edificio de tres pisos”, dice Moreira, como si todavía el hecho lo sorprendiera. Se hicieron rifas y bailes, se vendieron bonos y a través de una hipoteca se consiguió un préstamo con una casa financiera de la época. “Ahí ya se pensaba en un edificio con esta estructura, que tuviera en su seno una sala de teatro y que estuviera abierta a la clase obrera y al pueblo, textual de lo que surge en las actas”, relata. El edificio se construyó a fines de la década del 20 y es el que actualmente se mantiene en pie. No hay registros de la inauguración, pero la primera reunión del directorio documentada data de enero de 1931. Durante una década larga el lugar fue sede del SUA y del Ateneo Popular, así como de muchos otros sindicatos –peluqueros, del gas, de la construcción, mimbreros–, que alquilaban algunas de las piezas del edificio. Pero a mediados de la década del 40, “diferencias ideológicas” entre el Ateneo y el SUA dejarían al sindicato sin hogar.

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Hall del segundo piso del teatro. // Foto: Agustin Fernandez

lar “y el pase del inmueble al SUA”. Jurídicamente, el edificio pertenece al Ateneo Popular del SUA y, según Moreira, es “muy difícil zafar una cosa de la otra”. –¿Qué queda hoy del vínculo entre el sindicalismo y el teatro?

En 1944 se estaba gestando la Unión General de Trabajadores (UGT). El SUA adhería “fervientemente a su creación”, según cuenta Moreira. El Ateneo se oponía. En las elecciones anteriores, la lista ganadora había obtenido el 90% de los votos y le ofreció la conducción de El Ateneo –o sea, de la parte cultural del sindicato– al 10% que había resultado perdedor. Como tenían estatutos separados, el SUA se afilió a la UGT pero el Ateneo no. La relación entre los dos grupos era cada vez más tensa y difícil. “Entonces el Ateneo le cambia la cerradura, se queda con el local y el sindicato se queda afuera. El 90% se queda afuera”, cuenta Moreira, quien conoció esta parte de la historia de boca del propio Groissman. “Entonces pensaban que iba a ser una cuestión de poco tiempo, que se iban a cansar, que se iban a ir, y no se pensó demasiado en el local, en la propiedad. Se alquiló otro local en la calle Sierra. Pero esta gente no se cansó. Siguieron y continuaron y continuaron. Como para ser socio del Ateneo había que ser socio del sindicato y estaban peleados los dos, era imposible el recambio y esta gente se mantuvo durante décadas”. Seis décadas, para ser precisos. Sesenta años. Cuando Moreira se integró al sindicato a principios de los años 80, Groissman repetía a los más jóvenes que el sindicato tenía su local, “que lo había construido, según sus propias palabras, ‘pesito a pesito’, y que algún día había que recuperarlo”. “Él insistía en que teníamos que recuperar este local. Y en cada reunión lo machacaba. Llegaba un momento en que resultaba pesado. Y él sabía que resultaba pesado, pero aún así seguía”, recuerda Moreira. “Un día le dijimos, en tono medio fuerte: ‘Bernardo, tranquilo, ya va a llegar el momento pero no es ahora’. Entonces se enojó mucho, pero mucho, y dijo: ‘Si ustedes no quieren, yo me compro un banquito y me siento en la

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vereda a esperar que me den la llave. Ese local es nuestro’”. Por eso, asegura Moreira, el local se llama así. “Porque no puede llevar otro nombre”. Cuando Bernardo Groissman murió, el 14 de febrero de 2003, el SUA todavía no había recuperado el edificio. Al año siguiente, sólo tres de los integrantes originales del Ateneo Popular estaban vivos, dos de ellos muy enfermos. El tercero, un viejo sastre, se apersonó un día en el sindicato: “Bueno muchachos, estoy quedando solo. Esto es de ustedes; yo vengo a traer los papeles, las actas y la llave”. Desde entonces, el SUA está en conversaciones con el Ministerio de Educación y Cultura para cancelar la personería jurídica del Ateneo Popu-

El vecino Durante casi medio siglo la gente del Ateneo Popular le alquiló la sala al grupo de teatro independiente La Máscara que encabezaba Atilio Acosta, profesor del hoy también director Alberto Restuccia que afirma: “Es un teatro muy querido para mí”. Recostado en un viejo sillón del living de su casa con una pequeña estufa a gas pegada, como un perro recostado a los pies de su dueño, Restuccia recuerda los tiempos como alumno de Acosta, pero también una importante cantidad de obras que lo tuvieron como atento espectador. “Vi mucho teatro ahí. Eran tiempos heroicos del teatro independiente. Realmente heroicos”, asegura. Fue Restuccia quien dirigió en el teatro La Máscara una versión de Puertas adentro, en el centenario de la muerte de Sánchez. Cuenta que el sindicato le ha dado “la prioridad sobre la programación de la sala”. “No la exclusividad”, aclara enseguida, “pero sí la prioridad para programar la sala”.

–Yo ahora recogí un poco la bandera de Bernardo, la de recuperar la memoria –cuenta Moreira–. Este sindicato y este local en particular tienen una riquísima historia que creo que ni siquiera en el movimiento sindical es conocida como se debería. Más allá de no rescatar el viejo Ateneo del SUA, sí rescatamos la concepción. Aquello fue creado para actividades culturales; el edificio fue levantado con una sala de teatro, o sea, se le daba una fuerte impronta. Nosotros lo que pretendemos es que la sala de teatro vuelva a estar ubicada en el circuito teatral de Montevideo. Una sala comercial como cualquier otra pero que conserve aquella otra parte que estaba en los estatutos: que tiene que ser un teatro abierto a la clase obrera y al pueblo. Mantener el espíritu, la concepción aquella, pero en la realidad actual. El “anarquismo expropiador” de los años 30 es el tema de Ácratas, el documental que Virginia Martínez (hoy directora de TNU) estrenó en 2000. Más afines a las herramientas como el robo y la falsificación que los círculos que frecuentaba Florencio Sánchez, los expropiadores son retratados desde hechos como la fuga de anarquistas del Penal de Punta Carretas (40 años antes que la fuga de tupamaros) o testimonios como el de la docente italouruguaya Luce Fabbri.

Dice que está vinculado al SUA y la sala por vivir a dos cuadras. “El vínculo es porque soy vecino y porque ellos un día pusieron un cartel que decía: ‘Estamos abiertos a todos los vecinos, a las sugerencias del barrio’. Y un día entré y dije: ‘Soy Alberto Restuccia [lo pronuncia con “ch”], vivo acá, a dos cuadras’. Dijeron ‘ah, qué bueno’”. “Incluso he asistido a asambleas”, cuenta, anecdótico. Restuccia lamenta el estado del teatro, ya que considera que técnicamente es una excelente sala. “Es un teatro que es estupendo, porque es uno de los pocos teatros frontales que tiene telón. Está el Solís, el Stella de Italia y éste”, señala, y agrega: “Tiene una altura considerable de lo que nosotros llamamos la parrilla, para instalar las luces”. Pero cree que “hay que reciclarlo”. “Es una cuestión de mantenimiento. Hacer las cosas básicas para reciclar algunas partes que están un poco venidas a menos y hacerles mantenimiento. Como todo, se va deteriorando con el tiempo”.

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El día que conocí a Jara

LA MÚSICA DE LA HISTORIA Por Marisa Silva Schultze

La dictadura y sus secuelas son temas recurrentes en las cosas que Marisa escribe: sus novelas Qué hacer con lo no dicho y Apenas diez giran en torno a los daños que afloran después de la apertura democrática de 1985. También poeta y profesora de historia, es de las que mantienen contacto con sus alumnos más allá del liceo; en un mail que mandó a una lista de ex estudiantes, les contó sobre el día que conoció a Víctor Jara y al Chile de los años sesenta que veía el ascenso de Salvador Allende. En este número de El Boulevard le propusimos que la historia no quedara en los servidores de gmail para siempre. Nunca me gustó que los veteranos dijeran “en mi época” como si la única época de la vida fuera la juventud. La vida, siento yo, son todos los días en todas las edades, en todas las épocas. Así lo que yo hoy recordé no fue un recuerdo sobre “mi época”. Fue un recuerdo de mi adolescencia. No recuerdo mi adolescencia con nostalgia. No quisiera hoy volver a tener trece años. Recordar no me da melancolía sino simplemente sensación de estar viva adentro del tiempo. Recordar me da sentido de pertenencia al mundo, a éste en el que me tocó vivir. Recordar me da recuerdos y los recuerdos son como palillos que atan mis pasados a una cuerda donde las imágenes se ventilan con el sol o se revelan con el aire. Así que hoy, 11 de setiembre, tuve recuerdos que me llevaban a un Chile del que alguna vez me sentí muy cerca. No tengo la menor idea si pueden significar algo para alguien que no sea yo misma. Sin embargo, me vinieron ganas de compartirlos con los que no habían nacido cuando mis recuerdos eran presentes. Para ustedes y por mí escribo hoy, 11 de setiembre, y cuento: Es increíble cómo la historia tiene música. Además de todo, tiene música. Chile para mí no era un país, sino el comienzo de un futuro. Chile era una alegría que tenía música. Ese Chile nació en mí en diciembre de 1969 cuando conocí a los Quila y a Víctor Jara. Y cuando ese Chile murió su rostro fue el rostro de Víctor Jara. Tenía una cara enorme, una cara de chileno, una bocaza por donde le salía una simpatía inolvidable. Víctor era grandote y un poco indio y un poco negro y un mucho como de chiquilín bueno. Él cantaba y cuando yo lo escuché en aquel diciembre de 1969 no imaginaba que él sería no sólo un cantor sino también un símbolo. Los símbolos nacen después. En el presente las cosas se viven de otro modo, de un modo maravillosamente intrascendente. 10

Ahí está la gracia del presente. Víctor Jara cantaba y se reía. Estaba sentado al lado mío en el boliche de General Flores, ahí, en la esquina del Sudamérica, en el Alcázar, y se reía y era grande y bonachón y no recuerdo qué hablaba. Estábamos en la misma mesa, él, dos o tres Quilapayún y varios jóvenes militantes uruguayos y no recuerdo qué hablaban porque cuando una está viviendo no se le ocurre pensar que en el futuro va a querer recordar. Una no vive para recordar. Y yo tenía trece años y era diciembre de 1969 y la Unidad Popular estaba a punto de ganar las elecciones y el futuro que yo soñaba estaba allí, a punto de comenzar del otro lado de las montañas y yo no sabía que apenas unos años después Víctor Jara sería un cantor asesinado por cantar. Porque cuando una vive sólo se le ocurre, por suerte, estar viviendo. Hacía un rato nos habíamos terminado subiendo a las mesas en aquel congreso en el Sudamérica. Y con ellos gritábamos “viva Chile, mierda” y una consigna y otra consigna sobre Chile y era pura diversión, alegría contagiosa y dale nosotros de una mesa a otra cantando con esos hombres vestidos de poncho negro que se llamaban Quilapayún y que nosotros conocíamos todas sus canciones y desentonábamos el futuro pero entonábamos bárbaro aquel presente. Nos divertíamos mucho, eso recuerdo y aquello no tenía nada ni de serio ni de triste.

Todavía faltaba un año para que triunfara la Unidad Popular y esa esperanza que me era tan afín de cambiar sin violencia un país. Así que cuando Víctor Jara me escribió aquello yo no sabía que ese cartoncito verde con sus piropos chilenos de hombre grandote iba a tener tanto significado para mí un tiempo después. Como ya dije antes los significados vienen en los después. Pasaron unos años y ante la inminencia de un allanamiento a mi casa, rompí aquel cartoncito con las palabras de Víctor Jara. En cierta dimensión de las cosas se fue a la basura. Solo en cierta dimensión de las cosas, en esa superficie transparente en la que sucede solo una parte de la vida de cada uno. Cuando lo rompí él ya había sido asesinado y su voz ya no seguía sonando en nuestros discos negros de pasta pues, entonces, la historia parecía –sólo parecía– quedarse sin música. No lloré cuando lo rompí. Seguramente porque cuando tengo miedo no tengo al mismo tiempo espacio para el llanto. El miedo me lo invade todo. Ahora, 38 años después de aquel diciembre de risas y consignas, de cerveza y seguridad, no recuerdo bien el rostro que vi. Confundo las fotos con mis imágenes. Apenas recuerdo su letra de imprenta sobre el cartoncito verde.

Después y no sé cómo fue, terminamos varios tomando cerveza en el boliche de la esquina y yo ahí con Víctor Jara y con los Quila y va Víctor y agarra mi cartoncito verde que era mi acreditación al Congreso y me escribe “Qué hermosa la compañera”.

Ahora, 38 años después, no me entristece no tenerlo. No importa aquel papel. Tengo sí eso que nadie le saca a nadie: la alegría de mi alegría de entonces, la imagen nítida de su sonrisa de buen hombre y la serena seguridad de que aquellas palabras y mi emoción sin símbolos forman parte de mi vida.

Y no sé qué se le dio por poner eso y no sé por qué a mí se me dio por guardarlo. Porque era cantante y porque la historia siempre tiene música para mí.

Chile siguió siendo para mí esa música, aquellas canciones, aquellos hombres de sonrisa generosa y rápida y cuando Chile me duele, me duele con esa música. Como hoy.

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Entrevista a Constanza Moreira

Constanza Moreira durante la entrevista con El Boulevard. // Foto: Agustin Fernandez

RECU SOB

Uno a veces piensa las notas con mucha anticipación. Sabe que un tema interesante está ahí pero lo deja estar. De pronto, la protagonista dice que quiere ser presidenta, explota en los medios y aparece la dificultad de escribir sobre la figura del momento. Poco importa acá la carrera política de Constanza Moreira. Mejor hablemos de que en algún momento Mario Levrero la vio como una gran escritora cuando era alumna de su taller literario.

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UERDOS BRE UN RARO Por Denisse Ferré

nos pasa por adelante y ni nos ve. Entra. Al segundo sale, sin perder su correteo, nos pide disculpas por no vernos, ríe, y entramos a su despacho. “Tengo poco tiempo, perdón”, dice, y ya lo sabemos. Hoy su nombre resuena en los medios, en graffitis en las baldosas, en el ómnibus. Hoy se anuncia como precandidata a presidenta de la República. Un día una amiga, Patricia Rivero, le comentó acerca de un taller de escritura. Otro día, otra amiga, Helvecia Pérez, también le contó estaba yendo a ese taller y le generó curiosidad. Ese taller era el del escritor uruguayo Mario Levrero. Helvecia iba desde marzo o abril de 1997. “Creo que era de los primeros talleres que Mario daba en Montevideo y lo compartía con la escritora y profesora Helena Corbellini –una semana cada uno– porque en ese tiempo Mario decía que una frecuencia semanal para dar taller era demasiado, que no se podía comprometer a tanto, porque lo desconcentraba de su tarea de escritor solitario. Después él fue fluyendo más con los talleres y los daba solo, incluso varios a la semana” cuenta Helvecia.

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na mujer corretea por el Palacio Legislativo. Está toda de negro, pero los lunares de su buzo, blancos y grandes como un rabanito, la liberan de la parquedad. Luego, al hablar, la liberará su inquietud, su cuerpo movedizo como un pez. “Siento el resonar de los taco-

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nes de mis botas contra el piso, rítmicos, precisos, como si supieran exactamente a dónde dirigirse”, dice en su novela De regreso a casa, publicada en 2006 en la colección Narrares. Ella también es así. Camina ágil, precisa por los pasillos. Es rápida, pero se la ve firme en el piso, sin tambaleos. La senadora corretea sin torpeza,

Ella también llegó al taller de Levrero por la recomendación de una amiga: “Atendía muchas veces a Mario por teléfono en la redacción de la revista Posdata, porque él escribía sus ‘Irrupciones’ en esa publicación; yo escribía en economía y él llamaba para hablar con la editora de cultura. Una periodista y escritora hermosa, Andrea Carriquiry, que iba al taller, me dijo un día como en un arrebato: ‘vos tenés que ir al taller de Mario’. La idea me quedó picando porque se unía con la curiosidad que me daba ese hombre de voz grave, de quien yo solamente había leído El lugar y las ‘Irrupciones’ que iban saliendo cada semana. Se unía también con la sospecha, luego confirmada, de que debía darle rienda suelta al arte de escribir y de que debía respetar esa necesidad que sentía y ejercía desde la infancia”.

“Recuerdo perfectamente el primer día que fui al taller, cuando Andrea me avisó. Fue en un penthouse muy pequeño, por 18 de Julio casi Ejido, en la casa de Maruja, una señora muy simpática y hospitalaria, alumna del taller, que escribía unos textos cortitos y pintorescos de sus tiempos de maestra rural. Ese día éramos más de veinte personas y le invadimos el apartamento del piso diez, desbordamos los sillones, ocupamos todas las sillas y nos sentamos en almohadones en el piso. Había personas muy diferentes, por ejemplo, en edades, desde una chica de 14 años hasta Maruja que debía andar cerca de los 80. Allí estaba Mario, con su serenidad, sentado en una silla baja, al lado de un tocadiscos de los viejos, con una biblioteca a la espalda y con un montón de gente rodeándolo, con bastante alboroto pero escuchándolo al fin. Ya a la siguiente semana quedamos la mitad y después fuimos alrededor de diez o doce los que asistimos ese año”. En 1994, Constanza Moreira visitó el taller por primera vez, tímida, como de oyente, de observante. Cuando ella se acercó Levrero seguía dando el taller en la casa de Maruja, en el Centro. Cuatro años pasaron antes de que llegara 1998 y se incorporara al taller de manera estable, después de terminar un doctorado en Ciencia Política que realizó en Río de Janeiro de 1993 a 1997. Y no dejó de ir nunca más hasta que Levrero murió en 2004. Cuenta que las primeras veces que fue el taller funcionaba con cierto orden. Cada uno escribía en su casa y llevaba luego los textos para leer con el grupo. “Yo escribía muchísimo en esa época, entonces Levrero se ponía furioso, porque si uno escribía mucho, ocupaba mucho tiempo leyendo. Pero luego nos fuimos despelotando y adoptó otra dinámica que consistía en escribir allí, porque no había nadie que llevara cosas para leer o llevaban siempre los mismos. Ahí se producía un clima de concentración increíble, porque ahí el ambiente lo ameritaba, solo teníamos una mesa y una cafetera. Él a veces te daba hojas y una lapi 13


Entrevista a Constanza Moreira cera, y luego cuando uno terminaba de escribir había unos sillones en donde fumábamos todos. Levrero fumaba como un sapo”. En cuanto a la exigencia de Levrero como tallerista, Moreira comenta: “Hablaba poco. Eso era muy bueno. Hacía apreciaciones rarísimas, podía ser duro, en realidad era bueno. Operaba en el sentido contrario a Uruguay y sobre todo a los críticos de arte uruguayos, que en realidad creo que son bastante condescendientes con el arte externo y son durísimos con la producción del arte nacional. Y Levrero en ese sentido cumplió una función que va más allá de su talento como escritor, una parte de su vida merece ser celebrada por el impulso que le dio sobre todo a escritores jóvenes pobres a los que él ayudaba de diversas maneras. Él era un hombre pobre. Vivía de sus clases”. Mario Levrero nunca vivió de su escritura, pero es recordado por Constanza como una persona muy generosa con sus alumnos. “Era capaz de regalar una computadora o un teclado, o no cobrar por el taller, siendo que él vivía de eso. Creo que era extremadamente generoso, no era benevolente para nada, pero incentivaba a la gente a descubrir la escritura como un modo de ser. Me parece que su calificación de la bondad de una escritura tenía más que ver con su ajuste al alma que con su ajuste a cualquier regla de calidad. Entonces la gente iba al taller de Levrero pero también vivía un proceso interior, que él calificaba de diversas maneras, porque él tenía todo su lado parapsicológico, que en La novela luminosa ya aparece más que en sus obras de juventud”. “Alguien en Brecha escribió un artículo que me enojó muchísimo, a partir de lo cual saqué esta idea de que a los escritores nuevos se los trata tan mal que se los conduce al suicidio, el exilio, la desesperación o el abandono de la escritura porque toda la reseña que sale de los levrerianos es muy tenebrosa y se lo presenta a Levrero como un maestro de las artes ocultas. Levrero te preguntaba si tenías hambre y te daba un pan con un buen pedazo de queso. Era un hombre cálido pero tranquilo, nunca generó un 14

culto a su persona, pero incentivó a descubrir el escritor interno a través del descubrimiento de sí mismo a través de generaciones jóvenes y no tan jóvenes que lo amábamos por eso. Yo todavía lo extraño”, dice mirando hacia algún lugar que queda lejos del Palacio Legislativo.

Interplanetaria Es verborrágica de ley. Tiene unos rulos cobrizos que sacude hacia los costados cuando habla y se le abren, grandes, como si cada uno decidiera a dónde quiere ir en cada movimiento. Su nombre suena hoy por todos lados y sus fotos y palabras colman las redes sociales. Pero acá no se habla de eso: estamos hablando de extraterrestres, viajes interplanetarios y un maestro. Todo junto. Antes de arrancar el taller, Constanza ya escribía ficción. Tenía armado un libro de cuentos que había presentado a algunos concursos pero no había ganado ninguno. Su padre, que era dentista y catedrático de Facultad de Odontología, Iradiel Moreira, era un gran cultor de la ciencia ficción, y Constanza creció rodeada de un universo de libros que descansaban en una gran biblioteca de la cual ella hoy es dueña de una parte. Su padre vivió, el boom de la ciencia ficción de los años cincuenta y fue un gran lector de la literatura inglesa que habitaba este universo. La biblioteca que armó tenía también muchas traducciones argentinas, de la época cuando en este país había un gran núcleo de lectores de este tipo de literatura y en donde se generó también un gran cúmulo de traducciones. El amor acá es heredado, de padre a hija. “Mi padre era un científico duro, no como yo, que soy una científica blanda y ahora una política en ciernes”, dice mientras se ríe y sacude la cabeza y el cuerpo para atrás. Entre los libros que recuerda como más influyentes en su literatura menciona: Galaxias como granos de arena de Brian W. Aldiss, todos los de de Phillip K. Dick, Poul Anderson, Theodore Sturgeon. “No tanto Asimov que es aburridote, ni Brad-

bury que según mi padre no era ciencia ficción sino fantasía”. Hoy lee ciencia ficción pero no tanto como en aquellos tiempos. Levrero no era un devoto de la ciencia ficción, pero varias veces la crítica ha colocado su obra dentro de esta clasificación. Si bien algunos de sus textos funcionan siendo leídos desde la ciencia ficción él no se reconocía a sí mismo como un escritor con estas características. La ciudad fue el primer libro de Levrero publicado en España, y fue incluido, de manera no muy acertada, dentro de una colección de ciencia ficción y fantasía: “Una vez se enojó muchísimo porque en España habían publicado sus obras en una colección de ciencia ficción y el odiaba la ciencia ficción” dice Constanza en una carcajada. En medio de la crisis de 2002, cuando los bancos eran el lugar de la confusión, el dólar se disparaba como un cohete y mucha gente que había quedado adentro con plata y préstamos en dólares, salió en Uruguay una nueva colección de libros de autores uruguayos. Quince libros de bolsillo, sin ilustraciones ni fotos en la portada, con hojas de papel rústico, cosidos, lindos y cómodos de leer. Levrero, con el poco dinero que tenía, se decidió a dirigir esta colección: “De los flexes terpines”, compuesta en su mayoría por autores que nunca habían publicado. La colección fue financiada por él y los escritores y fue editada por el sello Cauce. Casi todos los autores publicados fueron alumnos de los talleres de Levrero. Él mismo dijo sobre esta colección: “Los libros de esta serie inicial han sido todos elegidos por mí. Son auténticos escritores, de alma, no escriben ‘para’ sino que escriben ‘por’: escriben por necesidad de escribir, que es la única fuente de la que surge auténtica literatura”. Entre los autores publicados están Pablo Casacuberta (también diseñador de los libros), Fernanda Trías, Felipe Polleri, Patricia Turnes, Laura Alfonso, Ida Decia, Gonzalo Paredes, Inés Bortagaray, Beatriz Dávila, Mary Moreno, Rosario Marchesano, Alejandra Suárez y Olympia Frick, o Constanza Moreira.

Olympia Frick y O. F. Slim pueden sonar a el nombre de una poeta inglesa o de un cantante de hip hop pero son los dos seudónimos de esta mujer en su faceta de escritora. En todas las otras -senadora, politóloga, socióloga, profesora- se la conoce como Constanza Moreira. Su libro se llama 10 relatos fantásticos, y tiene bastante más de ciencia ficción que de fantasía. Iradiel, el padre del que hablábamos antes, fundamental para esta historia, está presente hasta en el título del primer libro que publicó su hija: “Yo le puse 10 relatos fantásticos porque mi padre nunca hubiera permitido que eso se llamara ciencia ficción, todos esos delirios”. “A Levrero le gustaron más unos cuentos que otros, le gustaba como escribía aunque pensaba que la ciencia ficción era una especie de pasión adolescente que se me iba a pasar con los años. Efectivamente, solo que ahora se me pasaron todas las pasiones” dice riendo y recordándolo. Agregado a que los cuentos de Moreira tienen muchos elementos de ciencia ficción, su libro era de cuentos, género que a Levrero tampoco le caía muy en gracia: “A él no le gustaba mucho el cuento, decía que su lógica era la lógica del chiste, que el cuento tiene que tener un remate sorprendente y que eso empobrece a la literatura, no era muy amigo de los cuentos. Le gustaban los cuentos relativamente explícitos, siempre sus comentarios eran ‘no entiendo lo que querés decir con esto’. Toda esta cosa que está en el arte uruguayo de lo sobreentendido, que me parece que es el miedo que tienen los autores de exponer claramente sus pensamientos y sus ideas y todo se transforma en El dirigible. ¿De qué hablamos, qué es lo que vemos? En el Levrero tardío que yo conocí está eso que aparece en El discurso vacío, respecto a ser lo más claro posible, no usar las palabras como una trampa, como ocultamiento, sino para conectarse con lo interior. Y eso a mí y a muchos nos ayudó a desarrollar nuestra propia escritura”. 10 relatos fantásticos tiene 142 páginas y diez cuentos. En este libro se

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nota que la autora es una gran lectora de ciencia ficción, quizás porque se siguen ciertos parámetros comunes en los textos de este estilo: el escaso desarrollo de los personajes, sus nombres gringos: Carlee, Kirk, Sr. Bloom, Srta. Pritchie, que los escenarios ni los personajes aparentan nada que indique que son uruguayos, sin ningún rasgo novedoso en este sentido. No hay ninguna referencia específica a la procedencia de los personajes más que su planeta, por lo que se podría estar frente a un texto traducido de una autora de cualquier país. En algunos de los cuentos hay un muy buen manejo del lenguaje poético y se logran construcciones de imágenes con mucha fuerza: “El sol pegaba como un millón de puñaladas en las espaldas de los bergs, calcinadas y llagadas desde siempre”.

similar que algunos capítulos de la serie británica Black Mirror, que plantea sociedades muy parecidas a la nuestra y ubicadas en un futuro no muy lejano, con un protagonismo de la tecnología y sus usos, en los que podrían convertirse los nuestros si nos descuidamos. En este cuento, dos compañeros de trabajo se disponen a probar un

simulador turístico que brinda al cliente la posibilidad de ver el lugar que va a visitar y probar la intensidad de las duchas, entre otras cosas. Un programa nuevo llega a la empresa, y ambos deciden probarlo a escondidas de su jefe. El cuento narra los acontecimientos que suceden luego de que prenden el simu-

lador: “¿Y qué tiene de especial?, le pregunto. Es como una película, ¿entendés?, me contesta ella. Vos te metés en la película y sos uno de los protagonistas; en general son humanos, pero hay excepciones…, y me miró con esa sonrisa un poco irónica, porque, bueno, sentido del humor Magda siempre tuvo, reconoceme. ¿Será porno?, le pregunté yo, y ahí empezamos a matarnos de

En estos cuentos se pueden encontrar historias de hombres y sirenas, de androides, de viajes interplanetarios, de extraterrestres, de vampiros enamorados, de extraterrestres en cuerpos de humanos.

Constanza Moreira durante la entrevista con El Boulevard. // Foto: Agustin Fernandez

En el primer cuento, “Cuestión de precio” se narra la historia de Kala, una prostituta espacial a la que le pasan las direcciones de las casas de los clientes adónde debe dirigirse por medio de una trasmisión, como si uno llamara al 141 y pidiera un taxi, y a quien un chofer la pasa a buscar y la lleva a su destino. Su cliente podría ser un humanoide o un extraterrestre de una de las distintas razas. Rod, su chofer, toma un sucio alcohol mientras la traslada, y cuando ella se dirige hacia la parte posterior de la nave, se encuentra con un holograma de su esposa desnuda: “Es un holograma de Minnie, mi mujer. Me hace sentir menos solo en los viajes”. La empresa proxeneta para la que trabaja le da a Kala un manual sobre la raza del cliente de turno en donde se explican los hábitos sexuales de distintas razas, la vestimenta y los chiches que mejor calzan para ellos, las modificaciones que debe realizarse en el cuerpo (agregarse brazos extra y tetillas de colores en el abdomen, por ejemplo). Otro de los cuentos más interesantes es “Pero, ¿con Magda?”, que por momentos, genera una sensación

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Entrevista a Constanza Moreira la risa los dos, pero siempre en voz baja porque el gerente estaba a no más de dos pasos de ahí y seguía hablando por teléfono, mientras nosotros nos dedicábamos a espiar su colección”. “White world”, por su parte, describe la exploración de un planeta helado por parte de un equipo de humanos, y los diferentes imprevistos que deben enfrentar frente a una serie de situaciones extrañas y desoladoras. “Fiesta” es un relato corto, en el que la autora da piel al personaje tras su seudónimo: Olympia Frick. La menciona en el medio de una carrera de naves: “Se esperaba una maniobra de último momento de la máquina que estaba en séptimo lugar, dirigida por Olympia Frick, ya conocida entre el público por su sinuosa forma de hacerse lugar. El altoparlante no terminó de decir esto cuando pasó el bólido de la Standard Oil, ya pegado en forma suicida al pequeño móvil de la Friends a una velocidad tan enloquecedora que la gente se apartó por un segundo de los cordones blancos, temiendo ser arrasada. No alcanzó a aquietarse el polvo cuando, en vez de ver la máquina del Australiano, vemos las fauces abiertas y rojas del bólido de Olympia abriéndose camino en pequeñas curvas caracoleantes a velocidad de vértigo”. El cuento que cierra el libro se llama “De regreso a casa”, y trata sobre una tripulación que navegaba hacía mucho tiempo por el espacio y estaba en viaje de retorno por fin a la Tierra, al hogar, y cuando están a la distancia de la Tierra necesaria para poder comunicarse, se enteran de que su planeta fue destruido.

Al olor del hogar

el mismo nombre que el último cuento de su primer libro.

cosas con las que intenta llenarlos sin éxito.

Después de leer ese último cuento y agarrar la novela, uno espera alguna relación con el cuento, sea una secuela, una precuela, algo. Pero no. Desde el primer párrafo se deduce que estamos ante algo 100% diferente e independiente: “Observo la inesperada fila que se arma detrás de una puerta de vidrio, en el aeropuerto. Falta mucho todavía para embarcar, pero los uruguayos se acomodan ordenadamente uno tras otros, como si al hacerlo consiguieran adelantar una decisión que, como el llamado a embarcar, les es por completo ajena. O quizá, están acostumbrados a hacer fila y esperar”.

La novela trata sobre todo lo que implica regresar e intentar aguantar, acostumbrarse, como en un ejercicio de supervivencia, absoluto, tan desesperado como lúcido. Tan audaz como cobarde.

No estamos más frente a viajes intergalácticos, ni planetas helados, ahora un aire pesado y montevideano lo invade todo aunque el inicio esté situado en un aeropuerto de Río de Janeiro. La novela tiene un estilo totalmente diferente a los cuentos, se percibe un tono mucho más autoreferencial, con ideas que pueden asociarse a la hoy senadora. Es la historia de alguien que vuelve al país después de muchos años, pero no se trata de un relato de viaje, la protagonista (que tiene muchas similitudes con su autora) cuenta cómo vive el retorno al país, lo horrible de esto, el reconocimiento de la ciudad con la nostalgia del que no quiere volver. Con melancolía y cierto hartazgo, se ve el extrañamiento de la protagonista frente las costumbres, frente la ciudad misma, y a las personas que se quedan cuando uno se va. La desidia, el desacostumbramiento, en el momento en que Montevideo todavía era dueño del Sorocabana, del Mincho.

Luego de la muerte de Levrero algunos de sus alumnos decidieron seguir con el taller. Hoy continúan juntándose en Café la diaria, los miércoles de 19 a 21 horas.

El balneario de la infancia, la casa de la abuela como la salvación de todo lo ya conocido, el escape a la mediocridad de la ciudad, el refugio.

De esta nueva etapa del taller fue que salió la colección Narrares, publicada con la editorial Artefato, donde Constanza Moreira publicó su segundo libro, en este caso una novela: De regreso a casa. Sí, tiene

La novela trata sobre los límites, las nostalgias, las fronteras, los espacios vacíos que se dejan en un país y que después no pueden volver a ocuparse fácilmente. Los espacios vacíos que trae uno al volverse y las

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Levrero no llegó a leer esta novela terminada, solo conoció algunos fragmentos. Fue publicada en 2006, en este caso con el seudónimo O.F. Slims. En esta serie también publicaron: Eduardo Aguirre, Eloisa Armand Ugon, Stella Baragiola, Manuel Eirea, Javier Fernández, Rosario Lázaro, Mariceli Paggi, Teresa Puppo, Patricia S. Rivero y Mónica D. Suárez. La coordinación editorial estuvo a cargo de Mariana Casares. Esta serie es definida por sus creadores como “una colección de autores en su gran mayoría inéditos, que comparten una misma forma de ver y sentir la literatura. Son escritores inmersos en la búsqueda permamente de ‘la voz interior’, del estilo propio; búsqueda que inician en el taller de Mario Levrero, que sentado a su mesa de trabajo, con los ojos cerrados y las palmas apenas apoyadas sobre la mesa, se dispone a escuchar cada palabra, cada frase, cada una de estas historias”. Helvecia, su compañera de taller, recuerda que “Mario estaba convencido de que Constanza era una de las mejores escritoras, al menos latinoamericanas, lo dijo más de una vez. Esto no tenía que ver con la obra de Constanza publicada, obviamente, que no es más que una pequeñísima parte de la Constanza escritora. Cabe aclarar que, para Mario, una cosa era escribir y otra publicar. Si bien él ponía mucho énfasis en que debíamos publicar, decía que escritor es quien se busca a sí mismo a través de la escritura, quien busca, escribiendo, eso que la Gran Mente quiere manifestar. Mario percibía la fuerza interior que se manifestaba en los textos que Constanza escribía. Los demás también lo sentimos, pero para Mario era muy claro. Recuerdo claramente una vez, cuando Constanza terminó de leer un texto escrito en el taller, a partir de una de las consignas, Mario se

levantó de la mesa con la expresión “la pucha” y ahí se tomó un descanso, como lo hacía cuando sentía que era necesario un respiro para procesar lo oído”. Constanza recuerda que en los talleres había personas excepcionales, “que luego abandonaron la literatura por un motivo u otro, y Levrero se agarraba la cabeza, como se agarraría la cabeza ahora viéndome a mi hacer política, diría: ‘¿¡Qué estás haciendo ahí!?’. Él quería que todos largáramos todo y nos dedicaramos a la literatura como una manera de vivir. A ver, la vida verosímil del escritor es vivir escribiendo, no hay otra”. Hoy confiesa que no tiene tiempo para escribir, “Solo escribo reflexiones políticas”, dice y se ríe “Tenía un aspecto un poco sapesco, unos ojos saltones, su pelada. No parecía a primera vista un hombre amigable ni simpático pero emanaba una cierta tranquilidad, yo creo que uno se sentía tranquilo con Levrero, como se siente uno con las personas que no aparecen estar esperando nada en particular de uno. Se tomaba la literatura muy en serio, se tomaba la vida muy en serio. Tenía muchísimo sentido del humor, le gustaban muchísimo las mujeres, y creo que tenía un talento extraordinario, del cual la literatura es su demostración. Vivió una vida extraordinaria, fue un hombre extraordinario” recuerda Constanza con la voz más suave, ahora se serena, para volver a corretear.

En un año muy prolífico en la edición de obras de o sobre Levrero, el sello argentino Mansalva acaba de editar Mario Levrero: un silencio menos, compilación de entrevistas que el autor de La novela luminosa dio entre 1977 y 2004 (el año de su muerte) compiladas por Elvio E. Gandolfo. Criatura Editora, por su lado, anunció la edición de Irrupciones, la recopilación de columnas que el escritor publicó durante años en el semanario Posdata. El año que viene se cumplen diez de la muerte de Jorge Varlotta, así que seguramente hay mucho más en camino.

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Una lista personal

CASI TODOS LOS

JHONNYS QUE ME GUSTAN Por Nicolás Der Agopián

El cine se ha empeñado en ser varias veces mejor que la vida, por lo menos que la mía. En un importante manojo de películas pero también canciones, libros y autores, el nombre Johnny se ha destacado por sobre otros. Y siempre de la mano de cierta oscuridad y buenas cuestiones artísticas. En 1954 Nicholas Ray dirigió Johnny guitar, un extraño western cuyo personaje, Johnny Logan, cambia las armas por la guitarra para presentarse ante su amada Vienna, dueña del casino del pueblo. Luego, claro, retoma escopeta y revólver porque, como todos sabemos, las balas defienden las agresiones mejor que las cuerdas de una guitarrita. Y la protegerá de un pueblo falso y conservador que instala una moral de la corrección para mantener a los mismos en el poder y detener el progreso del ferrocarril. Para eso, Emma, su oponente y reguladora de las 18

conductas del pueblo, culpa a Vienna de inmoral y acusa a Dancin’Kid –otro de sus pretendientes– de ladrón. Hacia el final, todo se resolverá a los tiros, pero con la particularidad que se enfrentan dos chicas: Vienna y Emma, que se batirán hasta la muerte. El film cuenta con dos grandes como Ernest Borgnine y John Carradine en el reparto. Fue realizado con un bajo presupuesto pero tuvo mucho éxito de taquilla, lo que le permitió a Nicholas Ray dirigir Rebelde sin causa y cambiar la percepción del mundo por lo movilizante de la temática y la actuación de James Dean. Pero esa es otra historia. Nicholas Ray dirigió varias películas más pero el alcohol y el juego lo ablandaron bastante. Encima, fumaba como un búho. Nadie mejor que Wim Wenders lo comprobó al codirigir junto a Nicholas un documental sobre los últimos días de su propia

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Johnny Guitar, de Nicholas Ray; Johnny Sosa, el verdadero; Johnny Tolengo, conocido como El Majestuoso y Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo.

vida. El producto final, como la vida de Ray, es excepcionalmente triste. Johny cogió su fusil (1971) es una de las películas de guerra más pacifistas que ha dado el cine norteamericano. Fue dirigida por Dalton Trumbo, escritor perseguido por el macarthismo que debió usar seudónimo durante gran parte de su carrera. En la trama, situada en la Primera Guerra Mundial, un joven recién ennoviado parte al frente de batalla. Este soldadito que tiene sueños, buen humor y una hermosa chica, sufre un bombazo en el que pierde ambos brazos y piernas. Sin extremidades ni sentido de la vista, el oído y el olfato, queda postrado en la cama de un hospital militar. Los médicos lo tratan como un vegetal con torso. El problema es que su cabecita no para de pensar y recordar un pasado fragmentario que no puede transmitir. La sensación es inquietante. Cuando por fin logra hacerse entender por código morse, es ignorado aunque conservado para estudios en nombre del progreso de la medicina; en este sentido, es un film abiertamente defensor de la eutanasia. El título, Johnny cogió su fusil, surge como respuesta a “Over there”, canción que arengaba a concurrir al frente de batalla y que comienza así: “Johnny, get your gun, get your gun, get your gun/Take it on the run, on the run, on the run”. Fue compuesta en 1917 por George Cohan, un controversial actor y productor que no murió en el frente, como pregonaba su música, pero se lo comió un cáncer años más tarde. Al fin de cuentas, la muerte sigue siendo lo más democrático que conozco. Han pasado muchos años desde la primera vez que vi la película en Cinemateca de Lorenzo Carnelli y, aunque el sitio extrañamente se conserve casi igual, recuerdo que me fui de la sala por la

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impresión que me causaron algunas escenas. No importa, afuera estaba mi amigo Martín. Pero no fui el único que se sensibilizó con la película. “One”, la canción de Metallica, está inspirada en ella. Siguiendo en el ámbito de la música, “Johnny” es también una canción antiimperialista de La Polla Records, recordada banda punk española que varios rioplateneses escucharon en su adolescencia. La letra refiere a un piloto que en la búsqueda de petróleo mata civiles sin inmutarse, como si estuviera frente a un videojuego. Es que Johnny es un cretino, y por eso, el coro no para de repetir “Johnny es un bastardo, Johnny es un bastardo”. Es posible que los mensajes de La Polla no sean muy rebuscados, pero no hay duda de que son bien directos. Capaz que ese fue el gancho para que los escuchara de joven. Nunca había leído a Mario Delgado Aparaín hasta que me topé con La balada de Johnny Sosa (1987) en la feria de la calle Salto. Costaba 70 pesos. Casi no sabía nada de Mario Delgado, salvo que es un escritor embanderado con la izquierda uruguaya y posiblemente forme parte de la camada de autores que más odia la paranoica Mercedes Vigil (según entrevista publicada hace poco en El País). El Johnny que da título al libro es un guitarrista negro y medio atorrante de un pueblo del interior de Uruguay. Una novia y varios conocidos lo instan a que encare, se emprolije, abandone las cantatas en los quilombos y de paso se acerque a una orquestita militar. Johnny es un tipo simple, de espíritu rebelde que duda, corre y escapa posiblemente hacia la pobreza que siempre lo había acompañado. Es una linda historia de libertad en medio de los tristes años de dictadura. Los lácteos, el pescado y el humor tienen lamen-

tablemente fecha de vencimiento. Será por eso que Les Luthiers, Jorge Corona o toda la camada de humoristas uruguayos “sanos” (Almada, Espalter, Cacho de la Cruz y varios más) no me generan la más mínima gracia. Lo que queda, eso sí, es esa nostalgia de la risa, algo así como una lembrança de lo que causaron en el pasado. No estoy seguro siquiera si Johnny Tolengo me arrancó una sonrisa alguna vez. Es posible que muchos lo recuerden por aquella canción que decía: “Qué alegría, qué alegría/olé olé olá/ vamos flaco todavía/que estás para ganar.” Juan Carlos Calabró había creado el personaje basándose en Isidoro Cañones. Se trataba de un excéntrico canchero porteño que le daba al trago y se ganaba todas las minas. Su éxito fue efímero, aunque llegó a filmar en 1987 Johnny Tolengo, el majestuoso, una película ideal para perder el tiempo en una noche alucinógena. Lo cierto es que Calabró aún está vivo, tiene dos hijas mediáticas con problemitas y recientemente se lo pudo ver en la entrega de los Martín Fierro. Estaba desmejorado y casi era imposible reconocer al autor de aquel personaje. Pero en todo caso, este racconto de Johnnys en medio de guerras, dictaduras o humoristas que ya no ríen, está dedicado a un ex compañero de liceo llamado increíblemente Johny Robert Sosa, que para ser el más alto de la fila era enigmáticamente pacífico. Definitivamente, tenía un cuerpo para hacerse entender por medio de la violencia y jamás lo tuvo en cuenta. Y ojo que no me olvido del gran Johnny Cash (por favor, vean Walk the line de James Mangold), del Tarzán interpretado por el ex nadador Johnny Weismüller o del sobrevalorado Johnny Depp (casi tanto como el whisky Walker). Pero el mundo está lleno de subjetividades, y esto no es más que una arbitraria lista posible. Otra más. 19


SERIEFILIA / Por Martín Aguirregaray

DESNUDANDO APARIENCIAS Mad Men está a punto de completar un círculo perfecto. Este año terminó la sexta y penúltima temporada -la séptima está prevista para 2014- y con ella Matthew Weiner, creador de la serie, reafirmó conceptos y características que habían aparecido antes. Es curioso cómo Mad Men es capaz de generar tanto cuando parece que no pasa nada. El trabajo de Weiner es tan sutil, tan perfeccionista, que hay que ser capaz de ver más allá de lo que nos muestra en apariencia esta producción televisiva.

lidad. El desarmado de la vida americana, del american way of life, se hace a través de un personaje brillante que representa el sueño americano en su individualismo, pragmatismo y deseos de crecimiento. La deconstrucción de Draper simboliza la mentira de esa forma de vida, lo gris y lo oscuro, lo decadente, lo que está por detrás.

¿De qué va? De muchas cosas, de tantas que es casi imposible definirla. Mad Men era como llamaban a los publicistas neoyorquinos que tenían sus oficinas en la Avenida Madison, escenario de la serie, pero no hay que creer que es eso y nada más: hay infidelidades, opresión y liberación de la mujer, muertes, represión sexual, relaciones laborales y sentimentales, entre otros tópicos del drama.

Don Draper lo tiene todo: es exitoso, admirado por compañeros y rivales, apuesto, tiene en Betty Draper (January Jones) una hermosa esposa y tres maravillosos hijos, y vive en los suburbios. Es también un Don Juan, ya que tiene diversas y espectaculares amantes (aunque ninguna tan hermosa como su esposa).

La serie narra muchas historias e indaga en muchos personajes, pero centra todo su potencial en el memorable Don Draper (que interpreta Jon Hamm), el director creativo y luego socio de la empresa Sterling Cooper, propiedad de Roger Sterling (John Slattery) y Bertram Cooper (Robert Morse). Casi todo sucede en el lugar de trabajo, pero el mundo exterior también cumple su papel. La serie está ubicada en la turbulenta década de 1960, y a la trama se agrega el contexto de época: la muerte de John Kennedy, la de Marilyn Monroe, la de Martin Luther King, la crisis de los misiles. Dos preguntas pueden surgir al respecto. En primer lugar, ¿por qué 1960? Básicamente porque es allí cuando todo cambió, cuando el mundo comenzó a transformarse en lo que es hoy, aunque parezca (y sea) muy diferente. En segundo lugar, ¿por qué los publicistas? Bueno, porque representan un momento de apogeo, un ascenso constante e inquebrantable de triunfo en ese tiempo particular. La publicidad ganó terreno y con el avance tecnológico de medios como la televisión creció y se volvió poderosa, capaz de generar hombres (y también mujeres) exitosos. Una mezcla perfecta para las intenciones de Weiner. La presentación de la serie -que muestra la caída de un hombre desde lo alto de un edificio en el que se suceden imágenes de mujeres y bebidas para culminar sentado en un confortable sofá- forma parte de lo que veremos capítulo a capítulo: la caída al abismo, la huida espacial entre aquellos placeres que alteran y deforman la vida aparentemente normal. Eso es Mad Men. Esa es su esencia. Justamente, es por ello que hay una estética muy cuidada, con fotografías y planos muy cultivados. Se busca mezclar lo bello, lo sublime, lo casi perfecto (la apariencia) con la emergencia de lo siniestro (lo real, los secretos, los deseos). Mad Men ha hecho de la sutileza su estandarte y de los detalles el juego más placentero del espectador. El trabajo del guión, la perfección de los diálogos, lo mimetizados que están los actores y el cuidado de lo escenográfico y estético obligan a que esta serie deba ser contemplada en su tota-

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Un personaje memorable

“La publicidad se basa en una cosa: la felicidad. ¿Saben lo que significa la felicidad? Felicidad es el aroma de un auto nuevo. Es no sentir temor. Es un cartel en el camino que, a gritos, nos asegura que lo que hacen ustedes no tiene nada de malo. No hay nada de malo en su producto”, le dice el publicista a los dueños de Lucky Strike. Así es Draper, o mejor dicho, eso es Draper. No es un personaje sencillo, y de hecho se convierte en sinónimo de interrogantes, de preguntas inconclusas y, por ende, de respuestas vacías y carentes de sentido para el espectador. ¿Quién es Don Draper? ¿Qué busca Don Draper? Un secreto importante que guarda, en el que descubrimos una fragilidad inmensa, completa aún más el sentido dramático y enigmático de la serie. Un ejemplo: luego de hacer el amor, Betty lo mira y se pregunta, inmersa en una clara preocupación: “¿Quién hay ahí?”. Esta interrogante también se la hace él, cuando su secreto sale a la luz y puede mostrarse tal cual es. Draper es una farsa, alguien metido en el cuerpo de otra persona que busca lograr un estatus para perpetuarse en la sociedad y generar una imagen. Es un producto en la góndola de Weiner, un engendro nacido para vender, para convencer y también, en un plano más personal, para autodestruirse. Todo es consecuencia de su secreto, que con el paso de las temporadas le va generando un durísimo vacío existencial que ha ido intentando dejar, sin éxito, en un segundo plano con alcohol y mujeres. Sin embargo, las mentiras, los engaños y los placeres no lo ayudan. En la sexta temporada (alerta de spoilers) se va a California para un nuevo comienzo con la convicción de que podría sentir algo de paz mostrándose con su verdadera identidad frente a los clientes (ante las chocolatinas Hersey, por ejemplo) y frente a los socios de la empresa, pero esos fueron meros intentos de escapes frustrados. El fraude, el gran hombre, se destapa finalmente en todas sus facetas. Dice Don: “He observado mi vida. La he visto pasar. Y por más que intento saltar en ella, no puedo”. Saltar. Ahí está la cobardía del personaje, del que en apariencia lo representa todo. La imposibilidad de terminar con la huida,

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a pesar de tenerla a tiro, es un lastre enorme en sus deseos e intereses. Siente que no tiene manera, que no sabe cómo acabar con su mentira, que es donde justamente reside su riqueza como personaje: en la ambigüedad moral que representa.

La vida más allá del publicista A pesar de que es el punto fuerte, hay vida más allá de Draper. Y la hay mucha y de la más variada. Los jóvenes que buscan el éxito a toda costa para poder culminar de delinear y de rumbear el estilo de vida americano son una muestra de ello. El complejo, interesantísimo y por momentos detestable Pete Campbell –un joven ejecutivo de cuentas– entra en esas características. Este personaje es la clara muestra de la ambición, y hasta podría decirse que es su personificación: perseverante, codicioso, soñador y muy trabajador. Campbell anhela lo que tiene Draper, hasta que conoce su secreto.

características del policial negro –como las novelas de Raymond Chandler–, y con la representación fiel de una época en la que se fumaba mucho más que ahora. Mad Men es uno de los dramas más fascinantes de la televisión actual, que puede presumir de llegar a una sexta temporada en un nivel más que estable y que sigue dando que hablar. Además, es capaz dejar en la memoria frases inolvidables, como esta de Draper: “Se nace solo, se muere solo. Y el mundo te impone unas cuantas reglas para que te olvides de eso. Pero yo no lo olvido. Vivo como si no hubiera un mañana, porque no hay ninguno”.

January Jones como Betty Draper y Jon Hamm como Don Draper Foto: Frank Ockenfels AP/AMC

Además, en ciertas temporadas cumple el rol de ser el “mediador” de los dos tipos de mujeres: la de la época, y aquella que quiere ser exitosa. La prometida de Campbell, Truddy (Alison Brie), es la mujer que quiere casarse, tener hijos y ser ama de casa; Peggy –con la que Pete tuvo un romance– es por el contrario la que desea crecer laboralmente en un mundo machista y busca ser exitosa, una mujer actual que busca una relación estable que no logra conseguir. Esta dicotomía aparece en diferentes circunstancias y situaciones. También es de destacar el papel de Megan Draper (Jessica Paré). Una mujer joven, de mente abierta y deseosa de éxito, que debe complementar su vida profesional con la de un matrimonio destinado al fracaso, del que no conoce los peligros. No en vano, Betty le comenta a Draper: “Pobre chica [por Megan] no sabe que quererte es la peor forma de llegar a ti”. También se destacan Roger, uno de los dueños de la empresa, Betty, una mujer que busca ser algo más que ama de casa a pesar de quedarse en eso y Joan, quien logra llegar a socia a un precio muy alto.

Vicios y drama Mad Men se caracteriza por integrar dos elementos que funcionan casi como personajes: el alcohol y los cigarrillos en exceso (que los actores fuman en versión sin tabaco). Esto tiene relación con su literatura, ya que hay en la serie varias

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LA COLUMNA PUNTIAGUDA

Este título es espantoso Y será espantoso, pero peor habría sido “Te quiero mucho” o “Reflexiones en torno a la eventual reducción del gasto social” o “The KKK took my baby away” o “Las aguas del Nilo y yo” o “Tenés abierta la bragueta” o “…” o “Suban, empujen, estrujen, bajen” o “Este título es peor que el tuerto”. Incluso habría sido peor algo como “Este título es muy lindo”, porque lo (apropiadamente) severo de la autorreferencialidad de este título constituye uno de sus encantos mayores.

[1] Graffolitas y Trotsky Vengarán. [2] No hay excusa: posiblemente, cuando leas esto, ya puedas comprar faso Leader Price en el súper. [3] Autor del libro Historia de la sensibilidad hitleriana.

Por otra parte, el título se me ocurrió al día siguiente de la muerte de mi bisabuelo, y no se le puede exigir luminosidad literaria a quien acaba de atravesar semejante pérdida. Pero guambia que no quiero justificar mi elección. Durante la Segunda Guerra Mundial murieron millones de personas. Además, murió muchísima gente. Y no hay que olvidar que la economía del Tercer Reich se volcó con vehemencia a la industria armamentista, en desmedro del presupuesto destinado a la educación. Y Buddy Holly se murió a los 22 años. Y la soreta de Violeta Chamorro cortó la Revolución Sandinista. Y a Jesucristo lo crucificaron. Y los primeros papeles de Tom Hanks eran un asco. O sea, hay cosas peores que un título poco agraciado. Por otro lado, muchas veces lo que nos produce asco acaba embelleciéndonos la vida[1]. Y hay experiencias que nos ayudan a entender mejor esos procesos y a compartirlos con el prójimo. Una vez fui al Solís a ver a Emanuel Ortega y, luego de dos bandas teloneras, finalmente salió a escena el hijo de Little Stick. Interpretó dos canciones y al presentar la tercera dijo lo siguiente: “El título de una canción es la punta de una madeja inagotable. De él pueden brotar las imágenes más insospechables de la galaxia, miles y millones de pequeños vástagos de la imaginación humana, innumerables fibras de ensueño. Por eso a veces es mejor atesorar el título de una canción que la canción misma, máxime cuando se trata de repertorios poco felices como el mío”. Tres cosas aún me sorprenden en aquellas palabras de Emanuel: 1) la lucidez de su autocrítica, 2) la constatación de que hasta las palabras con que presenta las canciones condensan un mayor vuelo poético que sus textos cantados y 3) entender que la sabia reflexión del artista acerca de las canciones se ajusta perfectamente a lo que también ocurre con el título de la presente columna: es un contundente estímulo para la imaginación. Ahora sí, vos, lector querido, mirá de nuevo el título de arriba, releélo atentamente. Dejate llevar por la magia de esas cuatro palabras. Dejá que cada una vaya abriendo esas compuertitas que hay en tu cerebro, las que de adolescente sólo usabas para visualizar a tu prima en tarlipes y que de grande sólo usás para visualizar la 4x4 que nunca vas a poder comprarte. Dale, abrí tu mente. Concentrate, como si estuvieras buscando a Wally. Flotá un rato. Si realmente lo querés, el universo conspirará para que lo logres. Vamos que podés. Si no, fumate un porro[2], que eso ayuda. ¿Y? ¿Ahora? No me digas que no se te resignificó la vida. De pronto entendiste por qué terminaste leyendo esta columna pese a su título, ¿no? Ya tenés claro que en realidad lo hiciste gracias a él, ¿verdad? Y con qué ganas de vivir te dejó, ¿eh? Sos un afortunado. Pero ojo: así como hoy le encendí un faro a tu camino con el título de esta columna, mañana de la misma forma puedo hacerte caer en una trampa mortal. No quiero amargarte justo acá al final, pero así es esto de la vida. Lo sé: este cierre es espantoso. Javier Zubillaga [3]

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LAUTRÉAMONT X CORTA

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